lunes, 5 de agosto de 2013

MAIMÓNIDES.

Nació en el año 1135 en Córdoba, pero tuvo que abandonar España debido a la intolerancia de los almohades refugiándose en Fez y trasladándose posteriormente a El Cairo, donde murió en 1204. Su inspiración, como en filósofos anteriores, se encuentra en la filosofía aristotélica y neoplatónica con predominio de la primera. Ejerció mucha influencia en filósofos cristianos del siglo siguiente, especialmente en Tomás de Aquino.

 

Debe su celebridad a su Guía de perplejos, una suma de teología escolástica judía dirigida a personas instruidas en filosofía pero indecisas con la manera de conciliar la filosofía, la ciencia y la Escritura.
Según Maimónides, aunque la Ley y la filosofía tienen naturalezas distintas deben conciliarse; es más, el objetivo de la filosofía es la demostración y confirmación de la Ley. Se puede demostrar que Dios existe y que es uno e incorpóreo. De manera parecida a Alfarabí expone que las cosas existentes son contingentes y, por lo tanto, reclaman la existencia de un Ser necesario. La existencia de Dios está demostrada independientemente de si el mundo es eterno o ha sido creado ex nihilo en el tiempo. De todas formas, niega que el mundo sea eterno; es contingente y resultado de la libre voluntad divina.
De Dios sabemos que existe, pero no sabemos lo que es, solo podemos hablar de Él acumulando atributos negativos, esto es, negando toda imperfección; así sabremos, al menos, lo que no es. Esta doctrina evidencia la preocupación judaica de impedir cualquier ataque a la unidad de Dios.
Respecto al ser humano, Maimónides afirma que cada hombre tiene una capacidad intelectual que varía según sus méritos y se reúne con el intelecto agente después de la muerte. La inmortalidad no pertenece al hombre individual, ya que si la materia (en cuanto forma sensible corpórea) es lo que nos individualiza, al morir y corromperse tan solo queda el puro intelecto. El hombre no es inmortal en cuanto individuo, sino solo como parte del intelecto activo. Esta doctrina será totalmente rechazada por Tomás de Aquino en el siglo XIII.

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