viernes, 28 de marzo de 2014

Cómo debemos leer los cristianos el Antiguo Testamento.


Una gran aportación del AT: el Dios dador de vida.  En primer lugar, el AT abrió para la humanidad un nuevo horizonte religioso. En medio de un politeísmo multiforme, estableció la idea de un Dios único, creador de todo lo existente. Apunta aquí una idea liberadora: la desacralización de la creación, que no está penetrada de elementos divinos o suprahumanos, favorables o amenazadores, que paralizaban la actividad del hombre. Gracias a la unicidad de Dios y su distinción de lo creado, el hombre puede relacionarse serenamente con el mundo que lo rodea; de un «mundo hechizado» pasa a ser un «mundo hermano».
 La idea del Dios creador, que lo hace todo bueno y encarga al hombre una tarea en el mundo (Gn 1,28.31), es la del Dios dador de vida y comprometido en la historia humana, que continuará en toda la historia de Israel como el Dios liberador de Egipto, dador de libertad, autor de la alianza, promotor de igualdad, fundador del pueblo, defensor del pobre y del desvalido, salvador de los hombres. Esta línea quedará claramente subrayada por la predicación profética y encuentra su continuidad en la predicación de Juan Bautista y en la actividad de Jesús.  
La idea del Dios creador y dador de vida encuentra con Jesús una superación. Dios no es ya solamente Creador, sino «Padre»; es decir, no sólo da vida, sino que comunica al hombre su propia vida.
Un condicionamiento cultural: el Dios violento
 Sin embargo, la idea de Dios liberador se mezcla en el AT con un elemento que repugna a quien es consciente del valor de la persona humana. Por ejemplo, en la descripción del éxodo de Egipto el autor no acierta a pensar en la liberación más que como una derrota del enemigo, que incluye la muerte de personas inocentes. Los hombres de aquella época y aquella cultura no eran aún capaces de concebir una victoria que prescindiese de la violencia. Baste recordar la muerte de los primogénitos de Egipto por obra de un agente de Dios: «se oyó un clamor inmenso en todo Egipto, pues no había casa en que no hubiera un muerto» (Ex 12,30). Para exaltar la fuerza liberadora de Dios se coloca como fondo una multitud de cadáveres. El Dios que estaba por ellos se concibió como el Dios que actuaba como ellos. Sublimando la fuerza divina a partir de un modelo humano, imaginaron un Dios ciertamente más fuerte que faraón, pero también más violento y más injusto que él.
 Lo mismo puede decirse de los episodios de la conquista de Canaán: se interpretó ésta como la ejecución de un mandato divino de exterminar a los habitantes del país para hacer lugar a Israel (cf Dt 20,10-20). Se atribuyó a Dios una tremenda violencia contra pueblos que no tenían más culpa que la de habitar en su propio país. Ciertamente eran idólatras, pero, según el libro de Josué, se les destruyó sin proponerles antes la figura del verdadero Dios.
 Los profetas actúan de modo diferente: intentan convencer al culpable, sea Israel u otro pueblo, de la realidad de sus maldades, y el castigo se efectuará solamente si se rechaza el aviso. No renuncian a la categoría de la violencia divina, pero ya no ligada al contexto de la guerra y de la victoria, sino al del juicio, al de la condena y la pena. Un ejemplo es el libro de Jonás, donde el autor polemiza contra los que piensan en un Dios destructor de los paganos (cf Sal 87; Is 56,1-8).
 En bastantes salmos aparece el tema de los enemigos que persiguen al salmista; éste no pide a Dios solamente que lo defienda y lo libre, sino, a menudo, que destruya a sus enemigos y los elimine (Sal 10,15; 17,13-14; 21,9-13; 35,1-6; 58; 59,12-14; 64,8-10; 69,23-26; 70,2-4; 71,13.24; 83; 109). Es extraño que no se pida a Dios que los enemigos, en vez de desaparecer aniquilados, dejen su maldad y se conviertan.
 La violencia se ejerce de mil maneras. Los mandamientos, los usos litúrgicos, los tabúes, cuya observancia se impone bajo graves amenazas, son un género de violencia sobre la conciencia de cada israelita. Los sacrificios cruentos son un género de violencia vicaria. El Dios que ama al pueblo, es al mismo tiempo celoso y lo castiga sin piedad. La marginación de los «impuros» es un caso de violencia social. La conciencia de «pueblo elegido» se convierte en desprecio y violencia contra los paganos.
 Como contrapartida, hay que notar, sin embargo, la casi total ausencia de violencia en la historia de los patriarcas y la concepción no violenta de la figura del Servidor de Yahvé en Is II. No es ésta, sin embargo, la tónica de los libros del AT 25.
 Nunca aluden los evangelistas a esta violencia, que desde el punto de vista de Jesús contradice la realidad del único verdadero Dios. Fueron proyecciones humanas en la realidad divina, proyecciones de un pueblo que emprendió una conquista o que expresó en una épica de conquista la ocupación de Canaán; un pueblo que se encontró sometido a potencias extranjeras y que alimentaba un deseo de revancha, deseo que él, para legitimarlo y darse seguridad, atribuye a Dios.
 Los evangelios, por el contrario, presentan a un Jesús que renuncia a la violencia, aun en el momento decisivo de ser detenido para entregarlo a la muerte (Mt 26,51-52 par.). Nunca fuerza a otros a seguirlo, sino que lo propone como invitación (Mt 16,24 par.). Las bienaventuranzas, que pueden llamarse el código de la nueva alianza, no se expresan como mandamientos o prohibiciones, se proponen como un ideal de felicidad (Mt 5,3-10). Dios no humilla al hombre ni lo hace siervo, quiere ser tratado como Padre (Mt 6,911), y el hombre debe comportarse como hijo que se asemeja a su Padre (Mt 5,45.48).
 No admite Jesús la discriminación de los hombres en nombre de ninguna ley divina o humana (Mc 1,39-45 par.; 2,1-13,14.15 par.; Mt 8,5-13 par.). En el terreno moral, cesa la coacción de una Ley exterior, sustituida por la prontitud y la entrega que nacen del Espíritu comunicado (Mc 1,8). Jesús excluye el rencor (Mt 5,21-26) y la venganza (Mt 5,38-42); no predica la violencia contra los enemigos, sino la oración por ellos, e incluso el amor a ellos (Mt 5,4). La primera condición que pone para el seguimiento, «renegar de sí mismo» (Mt 16,24 par.), es decir, renunciar a las ambiciones de riqueza, posición social y dominio, elimina la raíz de toda violencia, que se basa precisamente en la rivalidad agresiva. Desaparece también la amenaza del juicio, que se interpreta como símbolo de la responsabilidad del hombre (Jn 3,18; 5,24).
 Puede decirse qúe la conducta y el mensaje de Jesús suprimen no sólo la violencia existente en la sociedad, sino también la contenida en el espíritu religioso tradicional. Dios es puramente positivo, es puro amor, y si envía a Jesús al mundo no es para juzgarlo ni condenarlo, sino para que el mundo por él se salve (Jn 3,16-17).
Una falsa idea de Dios: lo puro y lo impuro
 Hay otras líneas en el AT que no perduran en el Nuevo. En efecto, acabamos de esbozar la figura del Dios que se expresó en el Código de la Alianza, misericordioso, tierno y liberador, el que actúa por amor y espera respuesta de amor; el que salva al que sufre, venga al oprimido y defiende los derechos del pobre, el Dios cercano que crea igualdad, que dio al pueblo judío la responsabilidad histórica de crear una sociedad justa que atrajera a los pueblos paganos y los llevase al conocimiento del verdadero Dios; se accede a él practicando la justicia y el amor, concede el perdón al que cambia de vida, se revela en la historia e interpela por medio de los profetas, detesta la iniquidad, la injusticia contra él (idolatría) y contra el prójimo (violencia), acompaña al pueblo en su camino (Tienda). Se acerca al pecador y al enfermo para salvarlos.
 Pero frente a esta concepción de Dios existe otra en el AT, la que se refleja en el Código de la Pureza (Lv 17-25). Es el Dios Santo y Terrible, celoso de sus derechos, que desata su cólera contra el impuro y provoca una respuesta de temor; es el Dios que castiga y se venga (juicio); es el Dios lejano, que elige al pueblo para que le dé culto, convirtiendo la elección en un privilegio; el culto tiene por objeto desagraviar a Dios; el perdón se concede por los sacrificios de víctimas, sin referencia a la injusticia; el templo es la morada estática de Dios: ya no acompaña él al pueblo, éste tiene que desplazarse para encontrarlo a él. Se tiene acceso a él si se cumplen las condiciones de pureza, y se defiende de la impureza matando al impuro. Los bendecidos de Dios serán los «puros», lo que exige conocer bien la Ley. Dios aborrece a los «pecadores» y se aleja de ellos.
 Esta línea queda completamente eliminada de la perspectiva de Jesús, que toma clara posición contra ella. Nunca en los evangelios exhorta a los suyos a «ser santos», y el único evangelista que menciona la «perfección», Mateo, lo hace solamente para echar abajo el concepto de perfección farisea legalista. La perfección cristiana consiste en parecerse al Padre del cielo con la práctica del amor a todos, incluso a los enemigos (Mt 5,43‑48).
 La idea del Dios «Santo» que rechaza al «impuro» y se distancia de él queda refutada en los evangelios en muchos episodios ya citados: el del leproso ante el que Jesús «se conmueve» y al que toca, violando la Ley (Mc 1,41 par.); en el del centurión (Mt 8,5-18 par.), donde Jesús se ofrece a entrar en casa de un pagano; en el de la mujer con flujos y la hija de Jairo (Mc 5,21-6,la par.), en las instrucciones para la misión (Mc 6, 7-13; Lc 9,1-6; 10,1-16), en la acogida a los «pecadores», en el reparto de pan a los paganos (Mc 8,1-9 par.), en la comida en casa de Zaqueo (Lc 19,110), etc. y, en Mc y Mt, en la enunciación del principio sobre lo que impurifica al hombre (Mc 7,14-23; Mt 15,10-20; cf Rom 14,17.20; 1Cor 8,8).

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