Introito
He aquí el relato del
fallecimiento de nuestro santo padre José, padre del Cristo según la
carne, y que vivió ciento once años. En el monte de los Olivos nuestro
Salvador refirió a los apóstoles su vida por entero. Y los mismos
apóstoles escribieron sus palabras, y las depositaron en la Biblioteca
de Jerusalén. Y el día en que el santo anciano abandonó su cuerpo, en
la paz de Dios,
fue el 26 del mes de epifi.
Discurso de Jesús a
los apóstoles
I.
Y llegó un día en que, hallándose nuestro buen
Señor sentado en el monte de los Olivos y sus discípulos reunidos en
torno suyo, les habló en estos términos: Queridos hermanos, hijos de
mi buen Padre, vosotros, a quienes Él ha elegido para heraldos suyos
entre el mundo entero, sabéis bien cuán a menudo os he predicho que
seré crucificado; que gustará la muerte por todos; que resucitará de
entre los muertos; que os daré el encargo de predicar el Evangelio, a
fin de que lo anunciáis en el mundo entero; que os investiré de una
fuerza venida de lo alto, y que os llenará del Espíritu Santo, para
que prediquéis a todas las naciones, diciéndoles: Haced penitencia,
porque más vale al hombre hallar un vaso de agua en la vida venidera
que gozar en ésta de todos los bienes del mundo y, además, el lugar
que ocupa la planta de un pie en el reino de mi Padre vale más que
todas las riquezas de este mundo y, a más, una hora de los justos que
se regocijan vale más que cien años de los pecadores que lloran y se
lamentan. Así, pues, ¡oh mis miembros gloriosos!, cuando vayáis entre
los pueblos, dirigidles esta enseñanza: Con balanza justa y justo peso
mi Padre pesará vuestra conducta. Una sola palabra que hayáis dicho os
será examinada. Así como no hay medio de escapar a la muerte, tampoco
lo hay de escapar a nuestros actos buenos o malos. Mas cuanto yo os he
dicho termina en esto: el fuerte no se puede salvar por su fuerza, ni
el hombre por la multitud de sus riquezas. Y escuchad ahora, que os
contaré la historia de mi padre José, el viejo carpintero, bendito de
Dios.
Viudedad
de José
II. Había un
hombre llamado José, natural de la villa de Bethlehem, la de los
judíos, que es la villa del rey David. Era muy instruido en la
sabiduría y en el arte de la construcción. Este hombre llamado José
desposó a una mujer en la unión de un santo matrimonio, y le dio hijos
e hijas: cuatro varones y dos hembras. He aquí sus nombres: Judá,
Josetos, Jacobo y Simeón. Los nombre da las muchachas eran Lisia y
Lidia. Y la mujer de José murió, según ley de todo nacido, dejando a
su hijo Jacobo de corta edad. Y José, varón justo, glorificaba a Dios
en todas sus obras. E iba fuera de su villa natal a ejercer el oficio
de carpintero, con dos de sus hijos, porque vivían del trabajo de sus
manos, según la ley de Moisés. Y este hombre justo de que hablo es mi
padre carnal, a quien mi madre María fue unida como esposa.
María es
presentada en el templo
III.
Mientras mi padre José vivía en viudedad, María, mi madre, buena y
bendita en todo modo, estaba en el templo, consagrada a su servicio en
la santidad. Tenía entonces la edad de doce años y había pasado tres
en la casa de sus padres y nueve en el templo del Señor. Viendo los
sacerdotes que la Virgen practicaba el ascetismo, y que permanecía en
el temor del Señor, deliberaron entre sí y se dijeron: Busquemos un
hombre de bien para desposarla, no sea que el caso ordinario de las
mujeres le ocurra en el templo y seamos culpables de un gran pecado.
Elección de José para esposo tutelar de María
IV. Por entonces
convocaron a la tribu de Judá, que habían elegido entre las doce,
echando a suertes. Y la suerte correspondió al buen viejo José, mi
padre carnal. Y los sacerdotes dijeron a mi madre, la Virgen bendita:
Vete con José y obedécele, hasta que llegue el tiempo en que efectúes
el casamiento. Mi padre José acogió a María en su casa, y ella,
encontrando al pequeño Jacobo con la tristeza del huérfano, se encargó
de educarlo, y por esto se llamó a María madre de Jacobo. Luego que
José la hubo recibido, se puso en viaje hacia el lugar en que ejercía
su oficio de carpintero. Y, en su casa, María, mi madre, pasó dos años
hasta que llegó el buen momento.
Concepción pura de María.
Dudas y
zozobras de José
V. En el
catorceno año de su edad, vine al mundo de mi propia voluntad, y entré
en ella, yo, Jesús, vuestra vida. Cuando llevaba tres meses encinta,
el cándido José volvió de su viaje. Y, encontrando a la Virgen
embarazada, se turbó, tuvo miedo y pensó despedirla en secreto. Y, a
causa del disgusto, no comió ni bebió en todo aquel día.
Un ángel
revela a José el misterio del embarazo de María
VI.
Mas, mediada la noche, he aquí que Gabriel, el arcángel de la alegría,
vino a él en una visión, por mandato de mi Padre, y le dijo: José,
hijo de David, no temas admitir a María, tu esposa, porque aquel que
ella parirá ha salido del Espíritu Santo. Y se le llamará Jesús, y él
es quien apacentará y guiará a todos los pueblos con un cetro de
hierro. Y el ángel se alejó de él, y José se levantó, hizo como el
ángel le había ordenado y recibió a María junto a sí.
Empadronamiento ordenado por Augusto y viaje de la Sagrada Familia a
Bethlehem
VII. Vino en
seguida una orden del rey Augusto para hacer el censo de toda la
población de la tierra, cada uno en su respectiva ciudad. El viejo
condujo a la Virgen María, mi madre, a su villa natal de Bethlehem. Y,
como ella estaba a punto de parir, él inscribió su nombre ante el
escriba así: José, hijo de David, con María, su esposa, y Jesús, su
hijo, de la tribu de Judá. Y mi madre María me puso en el mundo en el
camino de regreso a Bethtehem, en la tumba de Raquel, mujer de Jacobo
el patriarca, que fue la madre de José y de Benjamín.
Satánica
decisión de Herodes y huida a Egipto
VIII. Satán
dio un consejo a Herodes el Grande, padre de Arquelao, el que hizo
decapitar a Juan, mi amigo y mi deudo. Y así él me buscó para matarme,
imaginando que mi reino era de este mundo. José fue advertido por una
visión. Se levantó, me tomó con María, mi madre, en cuyos brazos yo
iba recostado, mientras que Salomé nos seguía. Partimos para Egipto. Y
allí permanecimos un año, hasta que el cuerpo de Herodes fue presa de
los gusanos, que lo hicieron morir en castigo de la sangre de los
inocentes niños que había vertido en abundancia.
Regreso
de Egipto a Galilea
IX. Y, cuando
aquel pérfido e impío Herodes hubo muerto, volvimos a un pueblo de
Galilea que se llama Nazareth. Mi padre José, el viejo bendito,
practicaba el oficio de carpintero, y vivíamos del trabajo de sus
manos. Fiel observador de la ley de Moisés, nunca comió su pan
gratuitamente.
Vejez
robusta y juiciosa de José
X. Y, pasado tan
largo lapso, su cuerpo no estaba debilitado. Sus ojos no habían
perdido la luz y ni un solo diente había perdido su boca. En ningún
momento le faltó prudencia y buen juicio, antes permanecía vigoroso
como un joven, cuando ya su edad había alcanzado el año ciento once.
Sumisión
de Jesús a sus padres
XI. Entonces, sus
hijos más jóvenes, Josetos y Simeón, tomaron mujer y se establecieron
en sus casas. Sus dos hijas también se casaron, según es lícito a todo
ser humano. José permaneció con Jacobo, su hijo más joven. Y, desde
que la Virgen me pariera, yo había permanecido con ella en la completa
sumisión que conviene a la calidad de hijo. Porque, en verdad, yo he
ejecutado y hecho todas las obras humanas, fuera del pecado. Y llamaba
a María «madre» y a José «padre». Y obedecía en cuanto me iban a
decir. Y no les replicaba una sola palabra, sino que los amaba mucho.
Aproxímase la muerte de José
XII. Y ocurrió
que la muerte de mi padre se acercó, según es ley del hombre. Cuando
su cuerpo sintió la enfermedad, su ángel le advirtió: En este año
morirás. Y su alma se turbó y fue a Jerusalén, al templo del Señor, y
se prosternó ante el altar, diciendo:
Plegaria
dirigida por José a Dios
XIII. ¡Oh, Dios, padre de toda misericordia y de
toda carne, Dios de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu, pues que
los días de mi vida en este mundo se han cumplido, he aquí que yo te
ruego, Señor Dios, envíes a mí al arcángel San Miguel, para que esté
junto a mí hasta que mi pobre alma salga de mi cuerpo, sin dolor y sin
turbación! Porque para todo hombre hay un gran temor que es la muerte:
para el hombre y para todo animal doméstico, o para la bestia salvaje,
o para el reptil, o para el pájaro, en una palabra, para toda criatura
bajo el cielo, que posee un alma viviente, es un dolor y una aflicción
esperar que su alma se separe de su cuerpo. Así, pues, mi Señor, que
esté tu arcángel junto a mí hasta que mi alma se separe sin dolor de
mi cuerpo. No permitas que el ángel que me fue dado vuelva hacia mí su
róstro lleno de cólera, cuando yo esté en tu camino, y que me deje
solo. No dejes que aquellos cuya faz cambia me atormenten en el camino
que yo recorra hacia ti. No dejes detener mi alma por quienes guardan
tu puerta, y no me confundas ante tu tribunal formidable. No
desencadenes contra mí las olas del río de fuego en que todas las
almas se purifican antes de ver la gloria de tu divinidad, ¡oh Dios,
que juzgas a todos en verdad y en justicia! Ahora, mi Señor,
reconfórteme tu misericordia, porque tú eres la fuente de todo bien. A
ti sea dada gloria por la eternidad de las eternidades. Amén.
Enfermedad de José
XIV. Y se dirigió
en seguida a Nazareth, la villa en que habitaba. Y sufrió la
enfermedad de que debía morir, según el destino de todo hombre. Y su
enfermedad era más grave que ninguna de las que había sufrido desde el
día en que fue puesto en el mundo. He aquí los estados de vida de mi
querido padre José. Alcanzó la edad de cuarenta años. Tomó mujer.
Vivió cuarenta y nueve años con su mujer, y, cuando ésta murió, pasó
un año solo. Mi madre pasó luego dos años en su casa, luego que los
sacerdotes se la hubieran confiado, dándole esta instrucción: Vela por
ella hasta el momento de cumplir vuestro matrimonio. Al comenzar el
tercer año de vivir ella con él, y en el quinceno año de la vida de
ella, me puso en el mundo por un misterio que únicamente comprendemos
yo, mi Padre y el Espíritu Santo, que sólo somos uno.
Trastornos físicos y mentales de José
XV. Y el total de
los días de la vida de mi padre, el bendito viejo José, fue de ciento
once años, conforme a la orden que había dado mi buen Padre. El día en
que dejó su cuerpo fue el 26 del mes de epifi.
Entonces, el oro fino que era la carne de mi padre José
comenzó a transmutarse, y la plata que eran su razón y su juicio se
alteró. Olvidó el comer y el beber y se equivocaba en su oficio.
Ocurrió, pues, que ese día, 26 de epifi,
cuando la luz comenzaba a extenderse, mi padre José se agitó mucho
sobre su lecho. Sintió un vivo temor, lanzó un profundo gemido y se
puso a gritar con gran turbación, expresándose de este modo:
Trenos de
José
XVI. ¡Malhaya yo
en este día! ¡Malhaya el día en que mi madre me parió! ¡ Malhaya el
seno en que recibí el germen de vida! ¡Malhayan los pechos cuya leche
mame! ¡Malhayan las rodillas en que me he sentado! ¡Malhayan las manos
que me sostenían hasta que fui mayor, para entrar en el pecado! ¡Malhayan
mi lengua y mis labios, que se han empleado en la injuria, la
calumnia, la detracción y el engaño! ¡Malhayan mis ojos, que han visto
el escándalo! ¡Malhayan mis oídos, que han gustado de escuchar
frívolos discursos! ¡Malhayan mis manos, que han tomado lo que no les
pertencía! ¡Malhayan mi estómago y mi vientre, que han tomado
alimentos que no les correspondían y que, si hallaban alguna cosa de
comer, la devoraban más que una llama pudiera hacerlo! ¡Malhayan mis
pies, que tan mal han servido a mi cuerpo, llevándolo por otras vías
que las buenas! ¡Malhaya mi cuerpo, que ha tornado mi alma desierta y
extraña al Dios que la creó! ¿Qué haré yo ahora? Estoy cercado por
todas partes. En verdad, malhaya todo hombre que corneta pecado. En
verdad que la misma turbación que yo he visto en mi padre Jacobo
cuando dejó su cuerpo cae hoy sobre mí, desgraciado que soy. Pero es
Jesús, mi Dios, el árbitro de mi suerte, quien cumple su voluntad en
mí.
Jesús
consuela a su padre
XVII. Viendo que
mi padre José hablaba de tal forma, me levanté y fui hacia él, que
estaba acostado, y lo hallé turbado de alma y de espíritu. Y le dije:
Salud, mi querido padre José, cuya vejez es a la vez buena y bendita.
Él, con gran temor de la muerte, me contestó: ¡Salud infinitas veces,
mi hijo querido! He aquí que mi alma se apacigua después de escuchar
tu voz. ¡Jesús, mi Señor! ¡Jesús, mi verdadero rey! ¡Jesús, mi bueno y
misericordioso salvador! ¡Jesús, el liberador! ¡Jesús, el guía!
¡Jesús, el defensor! ¡Jesús, todo bondad! ¡Jesús, cuyo nombre es dulce
y muy untuoso a todas las bocas! ¡Jesús, ojo escrutador! ¡Jesús, oído
atento! Escúchame hoy a mí, tu servidor, que te implora, y que solloza
en tu presencia. Tú eres Dios, en verdad. Tú eres, en verdad, el
Señor, según el ángel me ha dicho muchas veces, sobre todo el día que
mi corazón tuvo sospechas, por un pensamiento humano, cuando la Virgen
bendita estaba encinta y yo me propuse despedirla en secreto. Cuando
tales eran mis reflexiones, el ángel se me mostró en una visión, y me
habló en estos términos: José, hijo de David, no temas recibir a
María, tu esposa, porque aquel que ha de parir es sali- ¶do del
Espíritu Santo. No albergues ninguna duda respecto a su embarazo,
porque ella parirá un niño, que llamarás Jesús. Tú eres Jesús, el
Cristo, el salvador de mi alma, de mi cuerpo y de mi espíritu. No me
condenes a mí, tu esclavo y obra de tus manos. Yo no sé nada, Señor, y
no comprendo el misterio de tu concepción desconcertante. Nunca he
oído que una mujer haya concebido sin un hombre, ni que una mujer haya
parido conservando el sello de su virginidad. Yo recuerdo el día que
la serpiente mordió al niño que murió. Su familia te buscó para
entregarte a Herodes, y tu misericordia lo salvó. Resucitaste a aquel
cuya muerte te habían achacado por calumnia, diciendo: Tú eres quien
lo ha matado. Hubo una gran alegría en la casa del muerto. Yo te tomé
la oreja, y te dije: Sé prudente, hijo. Y tú me reprochaste, diciendo:
Si no fueses mi padre según la carne, no haría falta que te enseñase
lo que acabas de hacer. Ahora, pues, ¡oh mi Señor y mi Dios!, si es
para pedirme cuenta de aquel día para lo que me has enviado estos
signos terroríficos, yo pido a tu bondad que no entres conmigo en
disputa. Yo soy tu esclavo y el hijo de tu sierva. Si rompes mis
lazos, yo te ofreceré un sacrificio de alabanza, es decir, la
confesión de la gloria de tu divinidad. Porque tú eres Jesucristo, el
hijo del Dios verdadero y el hijo del hombre al tiempo mismo.
Jesús
consuela a su madre
XVIII. Al acabar
de hablar así mi padre José, no pude contener las lágrimas, y lloraba
viendo que la muerte lo dominaba y oyendo las palabras que salían de
su boca. En seguida, ¡oh hermanos míos!, pensé en mi muerte en la cruz
para salvar al mundo entero. Y aquella cuyo nombre es suave a la boca
de quienes me aman, María, mi madre, se levantó. Y me dijo con una
gran tristeza: ¡Malhaya yo, querido hijo! ¿Va, pues, a morir aquel
cuya vejez es buena y bendita, José, tu padre según la carne? Yo dije:
¡Oh mi madre querida! ¿Quién de entre todos los hombres no pasará por
la muerte? Porque la muerte es la soberana de la humanidad, ¡oh mi
bendita madre! Tú misma morirás como todo nacido. Pero así para José,
mi padre, como para ti, la muerte no será una muerte, sino una vida
eterna y sin fin. Porque también yo debo necesariamente morir, a causa
de la forma carnal que he revestido. Ahora, pues, ¡oh mi madre
querida!, levántate para ir hacia José, el viejo bendito, a fin de que
sepas el destino que le vendrá de lo alto.
Dolores y
gemidos de José
XIX. Y ella se
levantó. Y, dirigiéndose al lugar en que Josa estaba acostado, lo
encontró cuando los signos de la muerte acababan de manifestarse en
él. Yo, ¡oh mis amigos!, me senté a su cabecera, y María, mi madre, a
sus pies. Él levantó los ojos hacia mi rostro. Y no pudo hablar,
porque el momento de la muerte lo dominaba. Entonces alzó otra vez la
vista, y lanzó un gran gemido. Yo sostuve sus manos y sus pies un
largo trecho, mientras él me miraba y me imploraba, diciendo: Ño
dejéis que me lleven. Yo coloqué mi mano en su corazón, y conocí que
su alma había subido ya a su garganta, para ser arrancada de su
cuerpo. No había llegado aún el instante postrero, en que la muerte
debía venir, porque, si no, ya no hubiera aguardado más. Pero habían
llegado ya la turbación y las lágrimas que la preceden.
Empieza
la agonía del patriarca
XX. Cuando mi
querida madre me vio palpar su cuerpo, ella le palpé los pies, y
encontró que el calor y la respiración lo habían abandonado. Y me dijo
ingenuamente: ¡Gracias, hijo mío! Desde que has posado tu mano sobre
su cuerpo, el calor lo ha dejado. He aquí sus pies y sus piernas, que
están frías como el hielo. Yo fui hacia sus hijos, y les dije: Venid
para hablar a vuestro padre, que ahora es el momento, antes que la
boca deje de hablar, y la pobre carne se vuelva fría. Entonces los
hijos e hijas de José fueron a él. Y él estaba en peligro a causa de
los dolores de la muerte y presto a salir de este mundo. Lisia, la
hija de José, dijo a sus hermanos: Malhaya a mí, mis hermanos
queridos, si éste no es el mal de nuestra madre, que no habíamos
vuelto a ver hasta ahora. Igual será nuestro padre José, que no
veremos nunca más. Entonces los hijos de José alzaron la voz,
llorando. Yo también, y María, la Virgen, mi madre, lloramos con
ellos, porque el momento de la muerte había sobrevenido.
Jesús
divisa a la muerte que se acerca
XXI. Entonces
miré en dirección al mediodía y divisé a la muerte. Entré en la
mansión, seguida de Amenti, que es su instrumento, con el diablo
seguido de sus ayudantes, vestidos de fuego, innumerables y echando
por la boca humo y azufre. Mi padre José miró y vio que lo buscaban,
llenos contra él de la cólera con que acostumbran a encender sus
rostros contra toda alma que deja un cuerpo, especialmente contra los
pecadores en quienes advierten el más mínimo signo de posesión. Cuando
el buen viejo los divisé, sus ojos vertieron lágrimas. En este
momento, el alma de mi buen padre José se separó, lanzando un suspiro,
a la vez que buscaba medio de ocultarse, para salvarse. Cuando yo vi,
por el gemido de mi padre José, que había distinguido a las potencias
que nunca hasta entonces había visto, me levanté en seguida, y amenacé
al diablo y a los que iban con él. Y todos se fueron en vergüenza y
con gran desorden. Y, de cuantos estaban sentados en torno a mi padre
José, nadie, ni aun mi madre María, conoció nada de los ejércitos
terribles que persiguen a las almas de los hombres. Cuanto a la
muerte, cuando vio que yo había amenazado a las potencias de las
tinieblas, y las había echado fuera, tomó miedo. Y me levanté al
instante, y elevé una plegaria a mi Padre Misericordioso, diciéndole:
Oración
de Jesús a su Padre
XXII. ¡Oh Padre
mío, raíz de toda misericordia y de toda verdad! ¡Ojo que ves! ¡Oído
que oyes! Escúchame a mí, que soy tu hijo querido, y que te imploro
por mi padn José, rogando que le envíes un cortejo numeroso de
ángeles, con Miguel, el dispensador de la verdad, y con Gabriel, el
mensajero de la luz. Acompañen ellos el alma de mi padre José, hasta
que haya pasado los siete círculo; de las tinieblas. No atraviese mi
padre las vías angostas por las que es terrible andar, donde se tiene
el gran ea panto de ver las potencias que las ocupan, donde el río de
fuego que corre en el abismo mueve sus ondas como las olas del mar. Y
sé misericordioso para el alma de mi buen padre José, que va a tus
manos santas, porque éste es el momento en que necesita tu
misericordia. Yo os lo digo, ¡oh mis venerables hermanos, y mis
apóstoles benditos!: todo hombre nacido en este mundo y que conoce el
bien y el mal, después que ha pasado todo su tiempo en la
concupiscencia de sus ojos, necesita la piedad de mi buen Padre cuando
llega el momento de morir, de franquear el pasaje, de comparecer ante
el Tribunal Terrible y de hacer su defensa. Pero vuelvo al relato de
la salida del cuerpo de mi buen padre José.
José
expira
XXIII. Y, cuando
la agonía llegaba a su término último y mi padre iba a rendir el alma,
lo abracé. Y apenas dije el amén, que mi
querida madre repitió en la lengua de los habitantes del cielo, se
presentaron Miguel y Gabriel, con el coro de los ángeles, y se
colocaron cerca del cuerpo de mi padre José. En este momento la
rigidez y la opresión lo abrumaban en extremo, y comprendí que el
instante próximo y su premio habían llegado, porque el cuerpo era
presa de dolores parecidos a los que preceden al parto. La agonía lo
acosaba, tal que una violenta tempestad o un enorme fuego que devora
gran cantidad de materias inflamables. Cuanto a la muerte misma, el
miedo no le permitía entrar en el cuerpo de mi querido padre José,
para separarlo de su alma, porque, al mirar el interior de la
habitación, me encontró sentado cerca de su cabeza y con mi mano en
sus sienes. Y, cuando advertí que la intrusa vacilaba en entrar por mi
causa, me levanté, me puse detrás del umbral y encontré a la muerte,
que esperaba sola y poseída de un gran temor. Y le dije: ¡Oh tú, que
has llegado de la región del mediodía, entra pronto a cumplir lo que
mi Padre te ha ordenado! Pero vela por José como por la luz de tus
ojos, porque es mi padre según la carne y ha sufrido por mí mucho,
desde los días de mi niñez, huyendo de un sitio a otro, a causa del
perverso propósito de Herodes. Y he recibido sus lecciones, como todos
los hijos cuyos padres acostumbran a instruirlos para su bien. Y
entonces Abbatón entró y tomó el alma de mi padre José, y la separó de
su cuerpo, en el punto y hora en que el sol iba a despuntar en su
órbita, el 12 del mes de epifi. Y el total de los días de la
vida de mi querido padre José fue de ciento once años. Y Miguel tomó
los dos extremos de una mortaja de seda preciosa, y Gabriel tomó los
otros dos. Y tomaron el alma de mi querido padre José, y la
depositaron en la mortaja. Y ninguno de los que se hallaban cerca del
cuerpo de mi padre conoció que había muerto, y mi madre Maria,
tampoco. Y mandé a Miguel y a Gabriel que velasen el cuerpo de José, a
causa de los raptores que pululaban por los caminos, y que los ángeles
incorporales, cuando salieran de la casa con el cadáver, continuasen
cantando en su ruta, hasta conducir el alma a los cielos, cerca de mi
buen Padre.
Jesús
consuela a los hijos de José
XXIV. Y volví
cerca del cuerpo de mi padre José, que yacía como un cesto. Le bajé
los ojos y se los cerré, así como la boca, y quedé contemplándolo. Y
dije a la Virgen: Oh María, ¿qué se hicieron los trabajos del oficio
que José realizó desde su infancia hasta ahora? Todos han pasado en un
solo momento. Es como si no hubiese venido nunca al mundo. Cuando sus
hijos e hijas me oyeron decir esto a María, mi madre, me dijeron con
profusión de lágrimas: Malhaya nosotros, ¡oh nuestro Señor! Nuestro
padre ha muerto, ¡y nosotros no lo sabíamos! Yo les dije: En verdad,
ha muerto. Mas la muerte de José, mi padre, no es una muerte, sino una
vida para la eternidad. Grandes son los bienes que va a recibir mi muy
amado José. Porque desde que su alma ha dejado su cuerpo, todo dolor
ha cesado para él. Está en el reino de los cielos por toda la
eternidad. Ha dejado tras sí este mundo de penosos deberes y de vanos
cuidados. Ha ido a la morada de reposo de mi Padre, que está en los
cielos, y que nunca será destruida. Cuando yo hube dicho a mis
hermanos: Ha muerto vuestro padre José, el viejo bendito, se
levantaron, desgarraron sus vestiduras, y lloraron mucho rato.
Duelo en
la ciudad de Nazareth
XXV. Entonces,
todos los de la ciudad de Nazareth y de toda la Galilea, al oír el
duelo, se reunieron en el lugar en que estábamos, según costumbre de
los judíos. Y pasaron todo el día llorando, hasta la hora novena. A la
hora novena, hice salir a todos. Vertí agua sobre el cuerpo de mi
amado padre José, lo ungí en aceite perfumado, y rogué a mi Padre, que
está en los cielos, con las plegarias celestes que escribí con mis
propios dedos cuando aún no había encarnado en la Virgen María. Y, al
decir yo amén, muchos ángeles llegaron.
Di orden a dos de ellos de extender una vestidura, e hice levantar el
cuerpo bendito de mi buen padre José para amortajarlo con ella.
Palabras
de bendición de Jesús sobre el cadáver de su padre
XXVI. Y puse mi
mano en su corazón, diciendo: Nunca el olor fétido de la muerte se
apodere de ti. No oigan tus oídos nada malo. No invada la corrupción
tu cuerpo. No se vea atacada tu mortaja por la tierra, ni se separe de
tu cuerpo, hasta que lleguen los mil años. No se caigan los cabellos
de tu cabeza, esos cabellos que yo he tomado tantas veces con mis
manos, ¡oh mi buen padre José! Y la dicha sea contigo. A los que den
una ofrenda a tu santuario el día de tu conmemoración, que es el 26
del mes de epifi, yo los bendeciré con un don celestial que se
les hará en los cielos. Quien, en tu nombre, ponga un pan en la mano
de un pobre no dejaré que carezca de los bienes de este mundo,
mientras viva. Quienes lleven una copa de vino a los labios de un
extranjero, o de un huérfano, o de una viuda, en el día de tu
conmemoración, yo se lo haré presente, para que tú los lleves al
banquete de los mil años. Los que escriban el libro de tu tránsito,
según lo he contado hoy con mi boca, por mi salud, ¡oh mi padre José!,
que los tendré presentes en este mundo, y, cuando dejen su cuerpo, yo
romperé la cédula de sus pecados, para que no sufran ningún tormento,
salvo la angustia de la muerte y el río de fuego que purifica toda
alma ante mi Padre. Y, cuando un hombre pobre, no pudiendo hacer lo
que yo he dicho, engendre un hijo y le llame José, para glorificar tu
nombre, ni hambre, ni epidemia entrarán en su mansión, porque tu
nombre estará allí.
Honras
fúnebres
XXVII. En
seguida, los notables de la población fueron al sitio en que estaba
depositado el cuerpo de mi padre, acompañados de los acólitos de los
funerales, y con objeto de amortajar su cuerpo según los ritos judíos.
Y lo encontraron amortajado ya. El lienzo se había unido a su cuerpo
como con grapas de hierro. Y, cuando lo movieron, no hallaron la
abertura de su mortaja. Entonces, lo llevaron a la tumba. Y, cuando lo
hubieron puesto a la entrada de la caverna para abrir la puerta y
depositarlo entre sus padres, recordé el día en que partió conmigo
para Egipto y las tribulaciones que por mí sufrió, y me extendí sobre
su cuerpo, y lloré sobre él, diciendo:
Reflexiones de Jesús sobre la muerte
XXVIII. ¡Oh
muerte, que causas tantas lágrimas y lamentos! ¡Es, sin embargo, Aquel
que domina todas las cosas quien te ha dado ese poder sorprendente!
Pero el reproche no alcanza tanto a la muerte como a Adán y a su
mujer. La muerte no hace nada sin orden de mi Padre. Ha habido hombres
que han vivido novecientos años antes de morir, y muchos otros han
vivido más aún, sin que nadie entre ellos haya dicho que ha visto la
muerte, ni que ésta viniese por intervalos a atormentar a cualquiera.
Es que no atormenta a los hombres más que una vez, y esta vez es mi
buen Padre quien la envía al hombre. Cuando viene hacia él, es porque
oye la sentencia que parte del cielo. Si la sentencia llega cargada de
cólera, también con cólera llega la muerte para llevar el alma a su
Señor. La muerte no tiene el poder de llevar el alma al fuego o al
reino de los cielos. La muerte cumple la orden de Dios. Adán, al
contrario, no cumplió la orden de mi Padre, sino que cometió una
transgresión. Y la cometió, hasta irritar a mi Padre contra él,
obedeciendo a su mujer y desobedeciendo a Dios, de modo que atrajo la
muerte sobre toda alma viviente. Si Adán no hubiese desobedecido a mi
buen Padre, no hubiese atraído la muerte sobre él. ¿Qué es, pues, lo
que me impide rogar a mi buen Padre para que envíe un carro luminoso,
donde yo pondría a mi padre José, sin que gustase la muerte, para
hacerlo conducir, con la carne en que fue engendrado, hacia un lugar
de reposo, con los ángeles incorpóreos? Mas por la transgresión de
Adán, sobre 1a humanidad entera ha venido la gran angustia de la
muerte. Y yo mismo, pues que revisto esta carne, debo gustar la muerte
por las criaturas que he creado, para serles misericordioso.
Enterramiento de José
XXIX.
Mientras yo hablaba así, y
abrazaba a mi padre José, llorando sobre él, ellos abrieron la puerta
de la tumba y depositaron su cuerpo junto al de Jacobo, su padre. Su
fin ocurrió en su año ciento once. Ni un solo diente se perdió en su
boca, ni sus ojos se oscurecieron, sino que su mirada era como la de
un niñito. Nunca perdió su vigor, sino que practicó su oficio de
carpintero hasta el día en que lo atacó la enfermedad de que debía
morir.
Una
objeción hecha a Jesús por sus discípulos
XXX. Nosotros,
los apóstoles, oyendo estas palabras de la boca de nuestro Salvador,
nos regocijamos. Nos lenvantamos, y adoramos sus manos y sus pies con
júbilo, diciendo: Gracias te damos, ¡oh nuestro buen Salvador!, por
habernos hecho dignos de oír de tu boca, Señor, palabras de vida. Sin
embargo, nos asombras, ¡oh nuestro buen Salvador! Puesto que
concediste la inmortalidad a Enoch y a Elías, y puesto que hasta ahora
están rodeados de bienes, y conservan la carne en que han nacido, y
que no ha conocido corrupción, este viejo bendito José, el carpintero,
a quien has hecho tan gran honor, que has llamado tu padre, y a quien
obedeciste en todo, aquel a cuyo propósito nos has dado instrucciones
diciendo: Cuando yo os invista de poder, cuando envíe hacia vosotros a
aquel que es prometido por mi Padre, es decir, el Parácleto, el
Espíritu Santo, para enviaros a predicar el Santo Evangelio,
predicaréis también a mi padre José; y a más: Decir estas palabras de
vida en el testamento de su tránsito; y aun: Leed este testamento los
días de fiesta y sagrados; y en fin: Aquel que corte o añada palabras
de este testamento, de modo que me ponga por embustero, sufrirá mi
santa venganza: después de todo esto, nos sorprende que lo hayas
llamado tu padre carnal y que, no obstante, no le hayas prometido la
inmortalidad, para hacerlo vivir eternamente.
Respuesta
de Jesús
XXXI. Nuestro
Salvador contestó, y nos dijo: La sentencia que mi Padre dicté contra
Adán no será nunca baldía, por cuanto desobedeció sus mandatos. Cuando
mi Padre ordena que un hombre sea justo, éste se convierte en su
elegido. Cuando el hombre ama las obras del diablo, por su voluntad de
hacer el mal, si Dios lo deja vivir largo tiempo, ¿no sabe que caerá
en las manos de Dios, si no hace penitencia? Pero, cuando alguien
llega a una edad avanzada entre buenas acciones, son sus obras las que
hacen de él un anciano. Cada vez que Dios ve que un hombre corrompe su
carne en su camino sobre la tierra, acorta su existencia, como hizo
con Ezequías. Toda profecía dictada por mi Padre debe cumplirse por
entero. Me habéis hablado de Enoch y Elías, diciendo: Viven en la
carne en que han nacido, y respecto a José mi padre según la carne,
diciendo: ¿Por qué no lo has dejado en su carne hasta ahora? Pero,
aunque hubiese vivido diez mil años, habría debido morir. Yo os lo
digo, ¡oh mis miembros santos!, que cada vez que Enoch o Elías piensan
en la muerte hubieran querido morir, para librarse de la gran angustia
en que se encuentran. Porque deben morir en un día de terror, de
clamor, de aflicción y de amenaza. En efecto: el Anticristo matará a
estos dos hombres, vertiendo su sangre sobre la tierra como un vaso de
agua, a causa de las afrentas que le hicieron sufrir rechazándolo.
Gozoso
aquietamiento de los apóstoles
XXXII. Nosotros
respondimos diciéndole: Oh nuestro Señor y nuestro Dios, ¿qué hombres
son ésos que habéis dicho que el hijo de la perdición matará por un
vaso de agua? Jesús, nuestro Salvador y nuestra vida, nos dijo: Son
Enoch y Elías. Y, mientras nuestro Salvador nos decía estas cosas,
fuimos presa de gran gozo. Y le rendimos gracias y alabanzas a él,
nuestro Señor y nuestro Dios, nuestro Salvador Jesucristo, aquel por
quien toda loanza conviene al Padre, a él mismo y al Espíritu
vivificador, ahora y en todos los tiempos y hasta la eternidad de
todas las eternidades. Amén.
Fuente:
Evangelios Apócrifos, por Edmundo González Blanco
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