domingo, 9 de marzo de 2014

SALOMÓN Y LA MAGIA.



Parece que el rey judío Salomón se ganó a pulso el título de sabio. Sus sentencias nos las han presentado como un prodigio de equidad y justicia. El famoso caso de las dos mujeres que mantenían que un niño era su hijo y que Salomón resolvió mandando dividir al pequeño en dos partes para dar una a cada "madre" puso de manifiesto su claridad de juicio. Como es lógico la verdadera madre, espantada ante este hecho, renunció a su hijo con tal de que no pereciese demostrando el auténtico amor maternal. El rey devolvió el niño a la madre biológica y los hebreos vieron en la resolución de este problema el claro discernimiento de Salomón que atribuían a la protección divina. 

Él hizo levantar el espléndido templo de Jerusalén, sinónimo de la religión judía, con el que se materializaba la alianza sellada entre Dios y su pueblo. Parece que fue una de las grandes obras de la Antigüedad que se edificó en sólo siete años. 

Salomón quiso ser un monarca pacífico que mediante tratados comerciales y acertadas medidas económicas y administrativas logró dar equilibrio y estabilidad al reino de Israel. Se le atribuyen numerosos proverbios e incluso la redacción del Eclesiastés.

Su fama fue tal que atrajo a Jerusalén a la célebre reina de Saba con la que Salomón mantuvo un tórrido romance. Esta reina gobernaba un territorio africano que se identifica con la actual Etiopía, el de los sabeos, que hablaban una lengua semítica parecida al árabe. La reina quedó deslumbrada por la sabiduría de Salomón y estableció pactos comerciales que hicieron llegar a Israel oro, perfumes y maderas preciosas. Pero esto no fue todo. Salomón y la reina de Saba tuvieron un hijo varón que sucedió a su madre en el trono y que dominó Etiopía y buena parte de Arabia. Esta dinastía se mantuvo en el poder etíope hasta bien entrado el siglo XX. El último emperador, Haile Selassie, muerto no hace tanto, seguía denominándose el León de Judá en recuerdo a su remoto origen. 

Este monarca sabio, ilustrado, que convirtió a Israel en una gran potencia en el siglo X a.C., también tuvo sus sombras y sus deslices y parece que, hacia el final de su reinado, cayó en la nigromancia y en la práctica de la magia negra. ¿Cómo pudo llegar a estos extremos aquel hombre que parecía bendecido por la gracia de Dios? Pues a través de su afición a las mujeres. Llegó a tener un harén inmenso compuesto de unas 700 esposas y unas 300 concubinas de las más variadas procedencias. En sus manos Salomón se convirtió en un títere, y comenzó a adorar y a practicar los ritos más extravagantes de los dioses más diversos que habían llevado con ellas las múltiples mujeres que estaban cerca de él. 

Las leyendas de los pueblos árabes presentan a un Salomón en sus últimos días, como un hombre que se había aliado con las fuerzas del mal y era capaz de dominar con la magia hasta los mismísimos demonios. Lo único que históricamente se puede asegurar es que se dio a la idolatría y se apartó del monoteísmo. Esto ocasionó un gran malestar en su pueblo que veía, con auténtico escándalo, los gastos de aquel incontrolable harén y la adoración a los dioses falsos. Descuidó el gobierno y comenzó a crecer la disidencia. A su muerte, después de una sangrienta guerra civil, el gran Israel se separó en dos Estados y el Antiguo Testamento señala que Dios castigó a su pueblo con la división por la práctica de la idolatría.

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