viernes, 21 de marzo de 2014

Textos de fe para aumentar la nuestra...

Textos de fe para aumentar la nuestra...
 
Catherine de Hueck Doherty

La fe es la madre del amor y de la esperanza, y también de la confianza y de la certeza. La fe ve el rostro de Dios en cada rostro humano. La fe, en la medida de su lento crecimiento y de nuestra oración, de nuestras súplicas a Dios, nos identifica con Cristo.

Nos permite entrar apaciblemente en la noche oscura que nos espera a cada uno en un momento o en otro. La fe es pacífica y luminosa, pone en pie y anima la trama de toda una vida. La fe considera que su precariedad y su finitud no son más que una matriz en la que permanece, en ruta hacia la abundancia y la plenitud de la eternidad que desea, en la que cree y que la revelación le m
anifiesta.

La fe camina sencillamente, como un niño, entre las tinieblas de la vida humana y la esperanza del porvenir. "Pues el ojo no ha visto y el oído no ha oído lo que Dios tiene reservado a los que ama y le aman". La fe es fundamentalmente una especie de locura, sin duda la locura propia de Dios.
La fe cura, cuando se pide a Dios la curación. La fe cura a los otros en virtud de la fe que yo tengo en el Señor. La fe es una realidad increíble, fantástica, intocable, imponderable, y, sin embargo, visible y real. La fe es contacto entre Dios y el hombre.

La fe salta las barreras, hace del amor una hoguera, robustece el soplo del Espíritu Santo, soplo que atiza el fuego hasta hacerlo destellar. La fe es contagiosa cuando nos la mostramos unos a otros, pero seguramente debemos orar para obtener fe, sobre todo quienes queremos hacer de nuestras vidas una predicación del Evangelio.

Ahora es tiempo de que retornemos a Dios y solicitemos ser curados de la falta de fe, de esa extraña falta de certeza de los unos para con los otros. Es el momento, es la hora de volver nuestro rostro hacia Dios y solicitar ser curados del temor de ser crédulos, del temor de ser confiados, del miedo a creer unos en otros.

"Míranos Señor, estamos aquí todos de rodillas, juntos, suplicando que aumentes nuestra fe; que se abran nuestros corazones; que la fe, la esperanza, el amor, la confianza y la certeza, reinen entre nosotros. Señor, míranos, aquí de rodillas, con el deseo de ser curados de verdad. ¡Maranatha. Ven, Señor!
¡Tenemos tanta necesidad de que vengas!.
 
 
Catherine de Hueck Doherty

"Me volví a dormir y nuevamente desperté. Esta vez comprendí que a partir de ahora, inexplicablemente, podía, debía, escuchar a los hombres. Vendrían a mí no como una multitud, como un mar encrespado o como un grupo, sino individualmente, uno a uno. Comprendí que para escuchar hay que hundir las raíces en el suelo de la sabiduría, pues solamente de esta tierra brota la profunda reverencia que nos permitirá escucharnos unos a otros.

Comprendí también la amplitud y la totalidad del don recibido. Pues cuando nos escuchamos unos a otros debemos entregarnos totalmente a la persona, debemos estar totalmente atentos a lo que ella nos dice. Al mismo tiempo debemos depender totalmente de Dios en lo tocante a nuestras respuestas. No se expresarme de una forma teológicamente correcta, pero en ese momento yo concebía al Espíritu Santo como alguien que escucha a cada uno de nosotros y da sus dones también a cada uno. Comprendí también que esta escucha del Espíritu es tan
profunda, tan inmensa, que nadie puede llegar a la profundidad total. Pensaba sin embargo, que debemos esforzarnos por alcanzar esta inmensidad, esta profundidad.
En cierto aspecto, aunque absurdo, me imaginaba desapareciendo mientras escuchaba. Sólo quedaba un corazón, y en ese corazón el Espíritu Santo escuchaba en mi lugar. El Espíritu Santo me transmitía lo que me era preciso escuchar, despejando el camino de toda indecisión, de todo farfulleo. En ese momento me pareció que es cuando el Espíritu concede el don de discernimiento.

Acaso hubiera debido hablar, en primer lugar, de la aptitud para escuchar a Dios después de escucharme a mí misma. Pero creo que eso no tiene importancia, pues la palabra escuchar, era una combinación de todas esas cosas. Escucharme a mí misma, escuchar a Dios, escuchar a los hombres, se fundamentaba en una sola palabra: amor.
Escuchar a Dios tiene algo de ensueño. Sin embargo se está bien despierto, se trabaja. Es una situación interior en la cual viene a vosotros, se instala en el corazón a su gusto y coloquia de amigo a amigo. Se tiene la impresión de estar sentado a sus pies escuchándolo, como María. Es como si Dios viniera a prepararnos diligentemente para escuchar a los hombres. El Espíritu Santo interviene con gran vigor y fuerza, y de repente el don de sabiduría y el de discernimiento se hacen como un árbol inmenso y frondoso que brota del corazón invitando a sentarse y reposar a su sombra.

Con el don de escuchar viene el de curar, pues escuchar al hermano hasta que haya pronunciado la última palabra que tiene en el corazón es curarle y consolarle. Se ha dicho que es posible resucitar el alma de alguien esuchándolo.

Durante esta extraña jornada de lucha una de las cosas que se me impuso de verdad, con fuerza, es que todos estos dones exigen la aniquilación del Yo. Es imposible imponer el Yo cuando se escucha al otro. En realidad, las alas del intelecto no son replegadas aquí sino para ser desplegadas por el Espíritu Santo, que es el único que sabe cuando hay que usar ese inmenso don de Dios para ir en ayuda de aquel a quien nosotros escuchamos. La actitud de quien escucha debe ser esencialmente una actitud de reverencia, de respeto infinito y de
profunda gratitud hacia Dios, que nos ha elegido para escuchar."
 
Michel Quoist

Ahora Señor, voy a cerrar mis párpados: hoy ya han cumplido su oficio. Mi mirada ya regresa a mi alma tras de haberse paseado durante todo el día por el jardín de los hombres.

Gracias, Señor, por mis ojos, ventanales abiertos sobre el mundo; gracias por la mirada que lleva mi alma a los hombres como los buenos rayos de tu sol conducen el calor y la luz. Yo te pido en la noche, que mañana, cuando abra mis ojos al claro amanecer, sigan dispuestos a servir a mi alma y a mi Dios.

Haz que mis ojos sean claros, Señor. Y que mi mirada, siempre recta, siembre afán de pureza. Haz que no sea nunca una mirada decepcionada, desilusionada, desesperada, sino que sepa admirar, extasiarse, contemplar.
Da a mis ojos el saber cerrarse para hallarte mejor, pero que jamás se aparten del mundo por tenerle miedo. Concede a mi mirada el ser lo bastate profunda como para conocer tu presencia en el mundo y haz que jamás mis ojos se cierren ante el llanto del hombre.

Que mi mirada, Señor, sea clara y firme, pero que sepa enternecerse y que mis ojos sean capaces de llorar. Que mi mirada no ensucie a quien toque, que no intimide, sino que sosiegue, que no entristezca, sino que transmita alegría, que no seduzca para no apresar a nadie, sino que invite y arrastre al mejoramiento.

Haz que moleste al pecador al reconocer en ella tu resplandor, pero que sólo reproche para despertar. Haz que mi mirada conmueva las almas por ser un encuentro, un encuentro con Dios. Que sea una llamada, un toque de clarín que movilice a todos los parados en las puertas, y no porque yo paso, Señor, sino porque pasas Tú.

Para que mi mirada sea todo esto Señor, una vez más en esta noche yo te doy mi alma y mi cuerpo y mis ojos. Para que cuando mire a mis hermanos los hombres sea Tú quien los mira y, desde dentro de mí, Tú les saludes. 

Michel Quoist

He caído, Señor. Otra vez. Y ya no puedo más.Ya no venceré nunca. Me avergüenzo de mí y ni me atrevo a mirarte. Y, con todo, Señor, yo he luchado: te sabía junto a mí, incluso, sobre mí, atentamente. Pero la tentación ha soplado como una tempestad, y yo he vuelto los ojos y me he salido del camino, mientras que tú quedabas silencioso y dolido, como un novio despreciado que ve su amor alejarse en los brazos del rival.

Luego el viento calló, se calló bruscamente como bruscamente se había levantado, luego el relámpago se apagó tras de haber desgarrado bruscamente la sombra, y yo me encontré solo, avergonzado, triste, con mi pobre pecado entre las manos.

Este pecado que yo he elegido como un cliente su compra, este pecado que ya no puedo devolver porque se ha ido el vendedor, este pecado sin olor, insípido, este pecado que me repugna, inútil objeto que quisiera tirar en cualquier sitio; este pecado que quise y ya no quiero; este pecado que yo vengo soñando, rebuscando, olfateando, acariciando, desde hace tanto tiempo, este pecado que al fin he conquistado apartándome fríamente de Tí, Señor, arrastrándome panza abajo, extendiendo mis brazos, mis manos, mis dedos, mi cara, mi corazón, este pecado que al fin he conquistado apartándome voraz.
Ahora lo poseo y me posee como la tela de araña tiene cautivo al moscardón. Ya es mío, se me pega a la piel, se cuela dentro de mí, me corre por las venas, ocupa mi corazón, se desliza por todas partes como la noche se insinúa en el bosque y va copando los últimos rincones de la luz.

Ahora ya no puedo desembarazarme de él. Corro y me sigue. Este pecado tiene que notárseme, pienso. Y me avergüenza ir por la calle; quisiera arrastrarme para huir las miradas. Me aterra encontrarme con los amigos, me da vergüenza encontrarme contigo, Señor, pues tú me amabas y yo te he olvidado. Te he olvidado porque he pensado en mí y no se puede pensar en dos señores a la vez. Hace falta escoger y yo he escogido.

Y tu voz, tu mirada, tu amor hoy me hacen daño. Sobre mí están, pesados, más pesados aún que mi pecado. Oh, Señor, no me mires así. Estoy desnudo y sucio, caído por el suelo,
destrozado. Ya no me quedan fuerzas, ya no me atrevo a prometerte nada, sólo me
queda permanecer así, curvado, ante Tí.

Vamos niño, levanta tu cabeza. ¿No será sobre todo tu orgullo quien te hiere? Si me amases de veras estarías triste, sí, pero confiarías. ¿Acaso crees que mi amor tiene límites? ¿Piensas que he dejado de amarte un solo instante? Aún estás contando contigo mismo, hijo, y no debes contar más que conmigo.

Ea, pídeme perdón, y luego, rápido, levántate, porque, fijate bien, lo más grave no es el haber caído sino el seguir en tierra. 

Michel Quoist

Señor ¿por qué me has dicho que amase a todos mis hermanos, los hombres? Acabo de intentarlo y heme aquí que vuelvo a Tí aterrorizado. Yo estaba Señor, tan tranquilo en mi casa, me había organizado la vida, estaba instalado, mi interior estaba puesto a punto y me encontraba a gusto. Solo, yo estaba completamente de acuerdo conmigo mismo. Al abrigo del viento, de la lluvia, del fango. Encerrado en mi torre, limpio y puro por siempre yo habría estado.

Pero en mi fortaleza Señor, Tú has abierto una grieta. Tú me has forzado a entreabrir mi puerta y, como una ráfaga de lluvia en pleno rostro, el grito de los hombres me ha despertado; como una borrasca, una amistad me ha estremecido, como se cuela un razo de sol, tu Gracia me ha inquietado y yo, incauto de mí, he dejado entreabierta mi puerta. Y ahora, Señor estoy perdido! Fuera los hombres me espiaban. Yo no me imaginaba que estuvieran tan cerca, aquí en mi casa, en mi calle, en mi oficina, mi vecino, mi colega, mi amigo. Apenas entreabrí los ví a todos con la mano extendida, la mirada extendida, el alma extendida, pidiendo como los pobres a las puertas de las iglesias.
Y los primeros entraron en mi casa. Sí, había un poco de sitio en mi corazón. Yo los acogí: los curaría, los acariciaría, los festejaría ¡ah, mis queridas ovejitas, mi pequeño rebaño! Con ellos Tú te quedarías contento de mí, orgulloso, servido, honrado, digna, exquisitamente. Sí, todo esto era
perfectamente razonable.
Pero a los otros Señor... a los otros yo no los había visto: los primeros los tapujaban. Y éstos eran más numerosos, más miserables: me invadieron sin llamar a la puerta siquiera. Y hubo que hacerles sitio, apretarse. Pero luego, han seguido viniendo de todas partes, en olas y más olas, empujándose los unos a los otros, atropellándose. Han venido de todos los rincones de mi ciudad, de la nación, del mundo, innumerables, inagotables. Y éstos ya no han venido de uno en
uno, sino en grupos, en cadena, enganchados los unos a los otros, mezclados como bloques de humanidad.

Y ya no vienen a cuerpo sino cargados de inmensos equipajes: maletas de injusticia, paquetes de rencor y de odio, baúles de sufrimiento y de pecado...Se traen con ellos el Mundo, con todo su material mohoso y retorcido, o demasiado nuevo, inadaptado, inútil.

Oh, Señor, que lata! Que embarazosos son, que absorbentes! Además tienen hambre,  me devoran! Y ya no sé que hacer, siguen viniendo, siguen empujando la puerta que se abre más y más... Mira, Señor ahora: mi puerta abierta ya de par en par! No puedo más! Es demasiado! Esto ya no es vida! ¿y mi situación? ¿y mi familia? ¿y mi tranquilidad? ¿y mi libertad? ¿y yo? Ah, Señor, ya lo he perdido todo, ya ni me pertenezco. En mi alma ya no hay un rincón para mí.

No temas, dice Dios, hoy lo has ganado todo, pues mientras estos hombres entraban en tu casa Yo, tu Padre y tu Dios, me he deslizado dentro de tí entre ellos...
 (Por Catherine de Hueck Doherty  y Michel Quoist)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.