viernes, 11 de abril de 2014

Bautismo. Derecho Canónico.


Si la eucaristía es al mismo tiempo fuente y culmen de toda la vida cristiana, como hemos visto ampliamente en el parágrafo precedente, el sacra-mento del bautismo ha sido considerado desde siempre como el fundamento de esta vida, o sea, «pórtico de la vida en el espíritu» y «puerta y fundamento de los sacramentos» 91. El concilio Vaticano II y el Código de Derecho Canónico precisan teológica y jurídicamente el significado de estas sugestivas imágenes tradicionales.

91. La expresión vitae spiritualis ianua se encuentra en el artículo primero (= n. 1213 del Catecismo de la Iglesia Católica, Madrid 1993); la expresión ianua sacramentorum se encuentra, en cambio, en el c. 737 § 1 del CIC/1917.
12.1 El bautismo en el concilio Vaticano II y en el CIC a) La enseñanza conciliar
Entre los más autorizados estudiosos de la teología bautismal conciliar no ha faltado quien haya observado, con agudeza, que la necesidad del sacramento del bautismo en orden a la salvación ha sido ilustrada por los Padres conciliares de un modo no del todo feliz 92. Y, de hecho, esta ha sido precisada luego por el Catecismo de la Iglesia Católica en el sentido de que «el Bautismo es necesario para la salvación en aquéllos a los que el Evangelio ha sido anunciado y han tenido la posibilidad de pedir este sacramento» 93. Prescindiendo de esto, todos los otros elementos fundamentales de la rica teología bautismal católica están representados y han sido explicados nuevamente de modo admirable en los diferentes documentos del concilio Vaticano II. Los elementos que tienen una relación más directa con la normativa canónica pueden ser resumidos de este modo: 1) Los hombres, «re-nacidos mediante la Palabra de Dios» (AG 6, 3) y «regenerados por medio del bautismo en Cristo» (AG 14, 3), son introducidos «en el Pueblo de Dios» (PO 5, 1), «incorporados a la Iglesia» (LG 11, 1); 2) una vez «hecho miembro de la Iglesia, el bautizado ya no se pertenece a sí mismo» 94, sino a Jesucristo, pues con el sacramento del bautismo «el hombre es verdaderamente incorporado a Cristo crucificado y glorificado» (UR 22, 1); 3) Este ser «configurados con Cristo» (LG 7, 2), a través del bautismo, no sólo purifica de todos los pecados, sino que hace también del neófito una «nueva criatura» (2 Co 5, 17), con una dignidad y personalidad jurídica propias, «común a todos los fieles» (LG 32, 3) y articulada en una serie de derechos y deberes, siguiendo el principio fundamental de que «en la Iglesia hay diversidad de ministerios, pero unidad de misión» (AA, 2, 2); 4) el sacramento del bautismo es, al mismo tiempo, el elemento constitutivo indispensable del «vínculo sacramental de la unidad», aunque por sí mismo es «sólo un principio y un comienzo, porque todo él tiende a conseguir la plenitud de la vida en Cristo» y, por consiguiente, se «ordena a la profesión íntegra de la fe» y «a la íntegra incorporación en la comunión eucarística» (UR 22, 2); 5) por último, el sacramento del bautismo imprime en los fieles «un carácter sacra-
  1. Cfr. LG 16 y el artículo de J. Ratzinger, El concepto de Iglesia y el problema de la pertenencia a la misma, en: El nuevo pueblo de Dios, Herder, Barcelona 1972, 103-118, sobre todo 115-117.
  2. Catecismo de la Iglesia Católica, o.c., n. 1257.
  3. /bid., n. 1269.
mental indeleble que los destina a celebrar el culto de la religión cristiana» (LG 11, 1) y a ejercer el sacerdocio común, esto es, aquel «sacerdocio santo», que permite «ofrecer todas las actividades humanas del cristiano como sacrificios espirituales y anunciar el poder de Aquel que los llamó de las ti-nieblas a su admirable luz» (LG 10, 1).
Esta nueva síntesis de la doctrina católica sobre el sacramento del bautismo ha informado tanto la redacción del Ordo baptismi parvulorum, publicado el 15 de mayo de 1969, como la de la normativa del Código intitulada De baptismo (cc. 849-878).
b) Las normas canónicas fundamentales
Pretender sintetizar en un único canon introductorio todos los elementos de la doctrina conciliar sobre el bautismo e intentar, al mismo tiempo, conjugarlos con las condiciones para la administración válida del sacramento, única preocupación del c. 737 del antiguo Código de 1917, no podía conducir más que a un resultado híbrido y lleno de lagunas. El c. 849 del Código actual dice: «El bautismo, puerta de los sacramentos, cuya recepción de hecho o al menos de deseo es necesaria para la salvación, por el cual los hombres son liberados de los pecados, reengendrados como hijos de Dios e incorporados a la Iglesia, quedando configurados con Cristo por el carácter indeleble, se confiere válidamente sólo mediante la ablución con agua verdadera acompañada de la debida forma verbal». Como se ve, de los cinco elementos de la teología conciliar sobre el bautismo falta por completo el cuarto, es decir, la referencia al hecho de que este sacramento es el fundamento de la comunión eclesial, porque constituye el primer vínculo sacramental de la unidad. Además, el primer elemento —el de la incorporación a la Iglesia– ha sido privado de su nexo intrínseco con el ser renacidos en la escucha de la Palabra de Dios, y el quinto se ha visto privado también de su aspecto más significativo para el Derecho canónico: el del sacerdocio común. También el tercer elemento de la teología bautismal del Concilio, el ser configurados con Cristo, ha sido presentado en este ca-non completamente separado de los derechos y deberes del christifidelis. Para recuperar esta dimensión eclesial y jurídico-constitucional del sacramento del bautismo es preciso hacer referencia a otros dos cánones, colocados por el legislador eclesiástico en otros sectores de la normativa del Código: el c. 204 y el c. 96.
El parágrafo primero del c. 204 dice: «Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios, y hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo». La importancia de esta norma para todo el derecho constitucional canónico hubiera sido puesta más de manifiesto si el legislador eclesiástico la hubiera hecho seguir inmediatamente de la norma del c. 96, inexplicablemente colocada en el título dedicado a las personas físicas y jurídicas95, y que dice: «Por el bautismo, el hombre se incorpora a la Iglesia de Cristo y se constituye persona en ella, con los deberes y derechos que son propios de los cristianos, teniendo en cuenta la condición de cada uno, en cuanto estén en la comunión eclesiástica y no lo impida una sanción legítimamente impuesta». Ambas normas del Código hubieran sido, además, más eficaces en orden a la determinación de los derechos ligados a la pertenencia a la Iglesia, si no se hubiera infravalorado que esa pertenencia encuentra su plena expresión en los otros dos sacramentos de la iniciación cristiana: la confirmación y la eucaristía; como recuerda, indirectamente, tanto el c. 866 como la disposición sobre el ofrecimiento al obispo diocesano del «bautismo de adultos, por lo menos el de aquellos que han cumplido catorce años» (c. 863).
c) Las otras normas del Código
A pesar de la insuficiencia del canon introductorio, las otras normas del Código sobre el bautismo parecen haber recibido la substancia de la doctrina conciliar sobre este sacramento 96. Lo demuestra, en primer lugar, el hecho de que el punto de partida de su articulación orgánica es ahora el bautismo de adultos 97. Eso no quita nada a la legitimidad del bautismo de niños, como puede deducirse inmediatamente de la disposición del c. 867 § 1, que obliga a los Padres a «hacer que los hijos sean bautizados en las primeras semanas». Con todo, esta perspectiva acentúa la importancia del «catecumenado» (c. 851, 1°) y de todas las disposiciones relacionadas con la debida preparación y la instrucción, que deben preceder a la celebración del bautismo 98. Esta responsabilidad no incumbe sólo a los padres, sino
  1. Cfr. H. Schmitz, De ordinatione systematica novi CIC recogniti, en: Periodica 68 (1979), 171-200, aquí 175; Idem, Taufe, Firmung, Eucharistie, o.c., 380.
  2. Para un análisis detallado de estas normas sobre el bautismo, cfr. A. Mostaza, Battesimo, en: NDDC, 80-91; P. Krämer, Kirchenrecht 1, o.c., 71-85; A.E. Hierold, Taufe und Firmung, en: Hdb-KathKR, 659-675, sobre todo 660-670.
  3. Cfr. cc. 851-852 y c. 865.
  4. Cfr. c. 851, 2°, aunque también los cc. 865, 867 y 868.
también a los padrinos (c. 872) y al ministro del bautismo 99, así como a toda la comunidad eclesial en la que ha de celebrarse el bautismo, porque «están allí como representantes de una comunidad de fe, garantes de la fe y del deseo de comunión eclesial del candidato» 100.
Dentro del marco de esta perspectiva, que pone de manifiesto el carácter de sacramentum fidei del bautismo, se han vuelto más rigurosas las condiciones para la administración lícita y válida de este sacramento. En el caso del adulto, el c. 865 prescribe las siguientes condiciones: 1) La libre manifestación de su voluntad de recibir el bautismo; 2) una instrucción suficiente sobre las verdades fundamentales de la fe y de los deberes a ella ligados; 3) la superación de un período de prueba o catecumenado; 4) haber sido exhortado sobre la necesidad de arrepentirse de sus propios pecados. En el caso del bautismo de niños, el legislador eclesiástico prescribe, en cambio, las tres condiciones siguientes: 1) El consentimiento o la petición del bautismo de su propio hijo por parte de, al menos, uno de los padres; 2) la debida preparación de la celebración del sacramento; 3) la existencia de una esperanza fundada de que el niño va a recibir una instrucción y educación cristianas 101. Salvo las condiciones acerca de la libertad de la petición del bautismo por parte de un adulto, así como el presupuesto de que el candidato, niño o adulto de que se trate, no haya recibido todavía el bautismo (c. 864), todas las demás condiciones se refieren sólo a la licitud del sacramento. Con todo, estas subrayan positivamente la necesidad de evitar una sacramentalización a cualquier precio, porque, como se ha observado justamente, «una sacramentalización sin evangelización previa contribuye a descristianizar» 102.
También hay que saludar de manera positiva las disposiciones del c. 877, que, al obligar exclusivamente al párroco del lugar donde ha tenido lugar la celebración a inscribir el bautismo, evita los inconvenientes de una doble inscripción, y las del c. 871, que supera de una vez la penosa y obsoleta casuística de los fetos abortivos. Dignas de ser criticadas son, en cambio, las siguientes tres faltas o incluso contradicciones en que ha caído el legislador.
La primera tiene que ver con la no recepción de la norma litúrgica con-tenida en el n. 27 de la introducción general del Rito de la iniciación cris-
  1. Para el nuevo Código el ministro ordinario del bautismo ya no es únicamente el obispo y los sacerdotes, sino también los diáconos (c. 861 § 1). El c. 862 § 2 precisa de todos modos que la responsabilidad de la instrucción bautismal corresponde en primer lugar a los párrocos.
  2. Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, o.c., n. 98.
  3. Cfr. cc. 851, 2°, 867 y 868 § 1.
  4. A. Mostaza, Battesimo, o.c., 84.
tiana de adultos, publicado por la Sagrada Congregación para los Sacramentos y el Culto divino el 13 de enero de 1978, donde se afirma: «En la medida en que sea posible, sean bautizados todos los niños nacidos dentro de un determinado período de tiempo, el mismo día en una celebración común. No se celebre dos veces el sacramento en la misma iglesia y en el mismo día, a no ser por una justa causa». En efecto, si se hubiera codifica-do esta doble condición, el carácter comunitario de la celebración y la dimensión constitutiva del sacramento del bautismo se hubiera puesto más de relieve, que no con la lacónica remisión a los libros litúrgicos por parte del c. 850, ya prevista, por otra parte, en el c. 2.
La segunda norma del Código que suscita una justificada perplejidad es la del c. 868 § 2, que admite la licitud del bautismo de un niño aun en contra de la voluntad de los padres, sean estos católicos o no. En efecto, una actitud semejante podría dar la impresión de estar en abierta contradicción con el c. 748 § 2 (a nadie le es lícito jamás coaccionar a los hombres a abrazar la fe católica contra su propia conciencia»), si no precisamos de que la legitimidad de tal gesto sacramental está sometida a la reserva de que el ministro extraordinario no tenga intención alguna de proselitismo o de Zwangskatholisierung 103.
Por último, también la norma del c. 1366 que prevé una sanción canónica para los padres que entreguen a sus hijos para ser bautizados en una comunidad no católica– sin la doble precisión de que esta afecta sólo a los padres católicos que realizan este gesto con una clara intencionalidad anticatólica, demuestra escasa sensibilidad ecuménica y plantea cierta perplejidad en orden a la plena recepción de la enseñanza conciliar sobre el sacramento del bautismo.
De un tenor bien diferente, en cambio, es el parágrafo primero del ya citado c. 868, que en el n. 2 prevé la posibilidad de aplazar el bautismo de un niño, así como el c. 869 sobre la validez del bautismo celebrado en una comunidad eclesial no católica.
d) La posibilidad de aplazamiento del bautismo de los niños
Se trata de una norma absolutamente nueva, introducida por vez primera por el Ordo baptismi parvulorum de 1969. Para interpretarla correc-
103. En el esquema de preparación del nuevo Código, remitido para consulta en 1975, el canon en cuestión estaba formulado de manera diferente, cfr. Communicationes 13 (1981), 223. Coinciden en esta crítica: P. Krämer, Kirchenrecht I, o.c., 82 y H. Schmitz, Taufe, Firmung, Eucharistie, o.c., 383-384.
tamente es preciso compararla con otra norma del Código, nueva y de fundamental importancia, la del c. 843 § 1 sobre la imposibilidad de negar los sacramentos a los fieles que los soliciten de modo oportuno, debidamente dispuestos y que no estén impedidos por el Código de recibirlos. Apare-ce entonces enseguida, inequívocamente, que el legislador eclesiástico no habla, en el c. 868 § 1, 2°, de una «denegación», sino de un «aplazamiento» del bautismo. A fin de que una decisión tan grave no esté sujeta a la arbitrariedad, en el mismo canon se precisan las tres condiciones que hacen posible y legítimo ese aplazamiento: 1) Debe haberse constatado que falta por completo (prorsus deficiat) la esperanza de que ese niño pueda ser educado en la fe católica; 2) hacer saber a los padres la razón del aplazamiento; 3) esto último ha de tener lugar «según las disposiciones del derecho particular».
La primera condición pone de manifiesto la naturaleza peculiar de este aplazamiento, que no es más que una propuesta, prolongada en el tiempo, de vivir el bautismo como sacramento de la fe, propuesta que demanda la responsabilidad educativa, no sólo de los padres, sino de todas las personas del medio en el que vive el niño 104. El diálogo con los padres antes de la celebración del bautismo puede ser interpretado como segunda condición indispensable, aunque sólo cuando exista una cierta duda fundada sobre la posibilidad de que el niño sea educado en la fe católica. Por último, la tercera condición es una consecuencia directa del hecho de que la incorporación bautismal a la Iglesia pasa siempre a través de la agregación a una comunidad eclesial determinada. Según las reglas fijadas por la Conferencia episcopal alemana 105, el aplazamiento del bautismo de un niño es posible sólo en estas condiciones: 1) El diálogo con los padres debe tener siempre el carácter de una propuesta de bautismo y no de una tutela; 2) la finalidad de tal diálogo es profundizar en las razones de la solicitud del bautismo; 3) el aplazamiento del bautismo sólo puede ser decidido tras el rechazo de este diálogo por parte de los padres y haber constatado que ninguno de los padrinos está dispuesto a asumir la responsabilidad de educar al niño en la fe católica; 4) el párroco o ministro del bautismo no puede tomar solo esta decisión, sino que debe consultar al arcipreste; 5) los padres deben
  1. A este respecto, cfr. Pastorale Anweisung der Deutschen Bischofskonferenz und die Pries-ter und Mitarbeiter im pastoralen Dienst von 12. Juli 1979 über die rechtzeitige Taufe der Kinder, en: AfkKR 148 (1979), 466-475, n. 3.7, 474.
  2. Para un comentario de estas normas, cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, I, o.c., 83-85; H. Schmitz, Taufe, Firmung, Eucharistie, a.c., 384-386.
ser informados de los motivos del aplazamiento; 6) debe presentarse al Ordinario del lugar un informe anual sobre los eventuales aplazamientos del bautismo de niños.
e) La validez del bautismo en otras Iglesias cristianas y comunidades eclesiales
Con la conciencia de que «la única Iglesia de Cristo [...] subsiste en la Iglesia católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los Obispos en comunión con él» (LG 8, 2), los Padres conciliares reconocen que, en las otras Iglesias o comunidades eclesiales, que no están en plena comunión con la Iglesia católica, existen «muchos elementos de santidad y verdad» (LG 8, 2), entre los cuales sobresale, ciertamente, el sacramento del bautismo. Sin embargo, dado que las diferentes divisiones conocidas a lo largo de los siglos por la Iglesia «difieren mucho entre sí, no sólo por razón de su origen, lugar y época, sino, sobre todo, por la naturaleza y gravedad de los problemas que se refieren a la fe y a la estructura eclesiástica» (UR 13, 4), los Padres conciliares realizan una distinción entre las Iglesias orientales, que no están en plena comunión con la Iglesia de Roma, y las otras Iglesias o comunidades eclesiales 106. Esta distinción tiene consecuencias asimismo a nivel de la evaluación de la validez o invalidez del bautismo. Según el n. 99 del Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, con las primeras no existe problema alguno, porque la validez del bautismo conferido por ellas no es en absoluto objeto de duda y es suficiente con establecer que este ha sido efectivamente administrado. Con respecto a las segundas, en cambio, es preciso distinguir entre las Iglesias o comunidades eclesiales con las que la Iglesia católica ha realizado un acuerdo sobre el bautismo y las otras.
Para la validez del bautismo conferido por las Iglesias o comunidades eclesiales con las que está en vigor tal acuerdo, vale el principio según el cual «cuando se ha expedido un certificado eclesiástico oficial, no existe motivo alguno para dudar... a menos que, en algún caso particular, la práctica de un examen revele que existe una seria razón para dudar de la materia, de la fórmula usada para el bautismo, de la intención del bautizado adulto y del ministro que ha bautizado» 107. En este caso particular, y sólo
  1. Cfr. UR 14-18 para las Iglesias orientales y UR 21-23 para las otras.
  2. Directorio para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, n. 99 c); cfr. asimismo c. 869 § 2.
en él, ha de aplicarse el c. 869 § 1, que prevé conferir el bautismo bajo condición. Con respecto a todas las otras Iglesias o comunidades eclesiales, debe procederse siempre a una «investigación cuidadosa», prevista por este canon, acerca del efectivo otorgamiento del sacramento del bautismo y la validez del mismo, antes de proceder a un eventual bautismo bajo condición. Para la investigación sobre la validez, el parágrafo segundo del mismo canon exige que se practique un examen que atienda «a la materia y a la fórmula empleadas», así como «a la intención del bautizado, si era adulto, y a la del ministro».
La importancia ecuménica del c. 869 habría sido puesta más de manifiesto si el legislador eclesiástico hubiera aludido a estas distinciones eclesiológicas fundamentales y hubiera remitido explícitamente a estos acuerdos de las conferencias episcopales. Estas últimas, al proceder a tales tipos de acuerdos sobre la validez del bautismo, deberán tener presente lo que sigue: «a) El bautismo por inmersión o por infusión, con la fórmula trinitaria, es, en sí, válido. En consecuencia, si los rituales, los libros litúrgicos o las costumbres establecidas por una Iglesia o por una comunidad eclesial prescriben uno de estos modos de bautizar, el sacramento debe ser considerado válido, a menos que tengamos fundadas razones para poner en duda que el ministro haya observado las formas de la propia comunidad o Iglesia. b) La insuficiente fe de un ministro en lo que concierne al bautismo nunca ha hecho inválido un bautismo. Se debe presuponer la intención suficiente del ministro que bautiza, a menos que exista un motivo serio para dudar que éste haya querido hacer lo que hace la Iglesia. c) Si se plantean dudas sobre el uso del agua y sobre el modo de emplearla, el respeto al sacramento y la deferencia para con las comunidades eclesiales implicadas requieren que se lleve a cabo una investigación seria sobre la práctica de la comunidad en cuestión, antes de emitir cualquier juicio sobre la validez del bautismo ad-ministrado por esta» 108
12.2 Cuestiones de tipo constitucional
a) Sectas religiosas y comunidades eclesiales
Mucho más radical y profunda que la distinción entre Iglesias y comunidades eclesiales, examinada hace un momento en relación con el problema de la validez del bautismo, es la distinción que introduce este sacramento
108. /bid., n. 95.
entre realidades o grupos sociales religiosos y eclesiales. Los primeros, conocidos también como sectas cristianas, se constituyen en virtud de la fe en Jesucristo fundada exclusivamente en la Palabra de Dios y, a veces, se reducen a vagas formas de «Jesuismo»; las segundas, en cambio, son verdaderas y propias comunidades eclesiales, porque además de la Palabra de Dios celebran también el bautismo y eventualmente otros sacramentos. El bautismo, incorporando la persona humana a Jesucristo y a su única Iglesia, introduce al bautizado en la estructura institucional de la Ecclesia Christi, que se realiza históricamente en diferentes formas y en diferentes grados de eclesialidad o de comunión eclesial 109. Esta última alcanza el grado de plena communio objetiva y estructural únicamente en la Iglesia católica, que —a nivel constitucional— es al mismo tiempo universal y particular, como se deduce fácilmente de la fórmula conciliar según la cual en las Iglesias particulares y a base de las Iglesias particulares se constituye la «una et unica Ecclesia catholica» (LG 23, 1).
Desde esta perspectiva han de estudiarse los derechos y deberes basados en el sacramento del bautismo, una perspectiva dotada de un importante significado ecuménico 110 y que, ciertamente, no está privada de relevancia jurídica incluso para los cristianos no católicos, que, precisamente en virtud de su bautismo, no están excluidos en principio del ejercicio de algunos de tales derechos.
b) Derechos y deberes del «christifidelis»
El Pueblo de Dios, por institución divina, es único: «Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo» (Ef 4, 5). En consecuencia, según el concilio Vaticano II, en la Iglesia, por una parte, «es común la dignidad de los miembros, que deriva de su regeneración en Cristo» (LG 32, 2), llevada a cabo por el sacramento del bautismo, y, por otra, no existe lugar para ningún tipo de «desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo» (LG 32, 2). La afirmación de este principio de verdadera igualdad y de común dignidad entre todos los miembros de la Iglesia ha sido retomada casi al pie de la letra por el legislador eclesiástico en el c. 208, el primero del título del Código de Derecho Canónico que contiene el catálogo de derechos y deberes de todos los fieles (cc. 208-233). Y con razón, porque
  1. Cfr. E. Corecco, Taufe, en: Ecclesia a Sacramentis, o.c., 27-36, sobre todo 28-29.
  2. A este respecto, cfr. H.J.F. Reinhardt, Reflexionen zur ekklesiologischen Stellung der nicht-katholischen Christen im C1C/1983, en: Ministerium lustitiae, Festschrift für H. Heinemann, editado por A. Gabriels-H.J.F. Reinhardt, 1985, 105-115.
si los fieles no gozaran de esta igualdad, basada en el sacramento del bautismo, sería vano todo discurso sobre derechos y deberes comunes a todos ellos. Esta igualdad fundamental no es ilimitada, aunque se extiende a todo aquello que es común al estado del christifidelis, el cual se realiza en diferentes estados de vida, cada uno de ellos con su propio catálogo de derechos y obligaciones: uno para el estado laical (cc. 224-231), otro para el estado clerical (cc. 273-289) y otro para el religioso (cc. 662-672).
El hecho de que el catálogo de derechos y deberes de todos los fieles se encuentre en el CIC de 1983 al comienzo del capítulo De Populo Dei constituye, indudablemente, un progreso respecto a la sistemática de la Constitución dogmática Lumen gentium. Más aún, a decir verdad, los Padres conciliares, al estar preocupados justamente por promover sobre todo el laicado, no siempre han conseguido «aislar doctrinalmente la figura del fiel de los tres estados de vida» 111 y en ocasiones han caído en superposiciones. Sin embargo, todos los casos formulados por el legislador eclesiástico del Código de 1983 en este primer catálogo tienen un fundamento explícito, a veces incluso literal, en los diferentes documentos conciliares: el derecho-deber de manifestar la propia opinión en lo que respecta al bien de la Iglesia (c. 212), es afirmado en LG 37, 1; en el mismo texto conciliar se encuentra también el derecho a recibir de los pastores la Palabra de Dios y los sacramentos, codificado en el c. 213; el derecho-deber de rendir culto a Dios según el propio rito y una espiritualidad propia (c. 214), se basa tanto en UR 4, 5 como en LG 41; la libertad de reunión y el derecho a aso-ciarse libremente, garantizados por el c. 215, están afirmados en AA 19, 4; el derecho-deber de promover y sostener iniciativas de apostolado se afirma para los laicos en AA 3, 2 y es extendido por el c. 216 a todos los fieles; el derecho a la educación cristiana del c. 217 supone, evidentemente, el deber, exigido por el Concilio, de «juzgar e interpretar todas las cosas con íntegro sentido cristiano» (GS 62, 6); la libertad de investigación en el campo teológico, garantizada por el c. 218, está reconocida como una «justa libertad» en GS 62, 7; el derecho a una libre elección del propio estado de vida (c. 219) es afirmado por el Concilio en relación con cada uno de los tres estados vocacionales: el matrimonial (GS 49, 1), el clerical (OT 6) y el religioso (PC 24). Por último, el derecho a la tutela de la buena fama y de la propia intimidad (c. 220), así como el derecho a defender legítimamente todos estos derechos, en el fuero eclesiástico competente (c. 221), son implicaciones
111. E. Corecco, 11 catalogo dei doveri-diritti del fedele nel C/C, in. 1 diritti fondamentali della persona umana e la libertó religiosa, Cittá del Vaticano 1985, 101-125, aquí sobre todo p. 104.
directas del principio de la libertad religiosa afirmado con vigor por el con-cilio Vaticano II en el n. 10 de la declaración Dignitatis humanae. Falta, en el catálogo del CIC de 1983, por lo menos a nivel explícito, el derecho-deber de seguir el propio carisma, afirmado, en cambio, por los Padres con-ciliares en más ocasiones y de modo particular en LG 12, 2 y AA 3, 4. Esta ausencia y la falta de referencia explícita a las categorías teológicas del sen-sus fidei y del sacerdotium commune, con las que el concilio Vaticano II, partiendo del bautismo, ha definido la situación eclesiológica del christifidelis 112, corren el riesgo de empobrecer el valor constitucional del catálogo de derechos y deberes de los fieles, así como el de exponer éste a lecturas extrañas a la naturaleza de comunión de la Iglesia. Para evitar esto resulta indispensable tener presente las tres observaciones siguientes acerca de la peculiar naturaleza de estos derechos y deberes del fiel.
En primer lugar, de los cc. 209 y 223 se deduce claramente que todos estos derechos del christifidelis están informados por el principio constitucional de la communio. En efecto, si «los fieles están obligados a observar siempre la comunión con la Iglesia, incluso en su modo de obrar», eso significa que sus derechos, por estar fundamentados más o menos di-rectamente en el sacramento del bautismo, no han sido formalizados por el legislador eclesiástico en un catálogo para crear esferas de autonomía para cada uno frente a la comunidad eclesial, sino para garantizar al mismo tiempo su participación activa, «en cuanto fiel, en la edificación del Cuerpo místico de Cristo» (CD 16, 5), y excluir cualquier arbitrariedad por parte de la autoridad eclesiástica frente al correcto ejercicio de estos derechos. Ese ejercicio está regulado jurídicamente, en efecto, por dos principios fundamentales o cláusulas de reserva: el de la autolimitación y el de la moderación autoritativa. El primero ha sido formulado por el legislador eclesiástico en el c. 223 § 1. como reserva de ley en favor de tres esferas jurídicas protegidas: el bien común de la Iglesia, los derechos adquiridos por terceros y los deberes en relación con terceros. El segundo, en cambio, ha sido fijado por el c. 223 § 2 como sigue: «Compete a la autoridad eclesiástica regular, en atención al bien común, el ejercicio de los derechos propios de los fieles». Sorprende la absoluta ausencia de precisiones sobre los instrumentos legislativos o administrativos, con los que la autoridad eclesiástica está autorizada a intervenir. En efecto, esa ausencia corre el riesgo de comprometer la credibilidad del catálogo y de hacer aparecer la
112. Cfr. E. Corecco, Taufe, o.c., 29-30.
misma cláusula como un cheque en blanco en manos del superior. Sin embargo, para evaluar el alcance efectivo de esta cláusula deben tenerse en cuenta los siguientes datos: 1) el derecho divino, tanto el positivo como el natural, goza en el Derecho canónico de una clara prioridad no sólo sobre las normas canónicas puramente eclesiásticas, sino también sobre su eventual establecimiento jurídico formal como normas constitucionales; 2) la estructura ontológica de cada derecho-deber particular del christifidelis se puede determinar con precisión a partir de los textos conciliares en los que se ha inspirado el legislador eclesiástico para su inclusión en el Código 113; 3) Los derechos naturales, y en particular los comúnmente conocidos como derechos humanos, tienen en el derecho de la Iglesia un sentido más interlocutorio que subsidiario, es decir, que tienen relevancia jurídica sólo en la medida en que ayudan a aclarar o llevar a cabo la misión específica de la Iglesia 114.
En segundo lugar, los derechos del fiel se fundamentan ontológicamente en la Iglesia en cuanto comunión, cuyo inicio y exordio es el bautismo (también porque con frecuencia no son sino el reverso de un deber. El derecho a los sacramentos (c. 213), por ejemplo, cuya importancia hemos visto, se basa ciertamente en el bautismo, pero está también necesariamente implicado en el deber que tiene cada fiel de tender a la santidad (c. 210). La prioridad de los deberes sobre los derechos en la estructura constitucional de la Iglesia no se funda, con todo, en la interpretación positivista del axioma: «si nulla esset obligatio, nec ius alium foret» 115. En efecto, en la Iglesia, «la prioridad del deber sobre el derecho nace de la misma referencia de todos los fieles, y por ello también de los Pastores, a Cristo, que nos redime y llama a vivir en la comunión con el Padre. La communio cum Deo determina la existencia y la naturaleza de la communio cum hominibus. Los fieles deben vivir la comunión entre ellos porque con el bautismo, que los hace partícipes
  1. A este respecto podemos distinguir tres categorías de derechos de los fieles: la primera incluye Ios enunciados derivados exclusivamente del derecho divino positivo (como el derecho a vivir en comunión o el derecho a Ios sacramentos, por ejemplo); la segunda incluye derechos-deberes cuya estructura existe de por sí también en el ámbito del derecho natural (como el derecho de asociación y el derecho-deber de expresar la propia opinión, por ejemplo); la tercera categoría incluye, por último, Ios casos de derecho natural verdadero y propio (como el derecho a la libertad de investigación y el derecho a la libre elección de estado de vida, por ejemplo). Sobre esto, cfr. E. Corecco, 11 catalogo dei doveri-diritti del fedele nel CIC, o.c., 111-112.
  2. Cfr. P. Krämer, Kirchenrecht, II, Stuttgart 1993, 28-32, sobre todo p. 30.
  3. Sobre cómo se vio llevado Hegel a considerar, de una manera positivista, como el más elevado deber del individuo, el ser miembro del Estado, titular del supremo derecho contra los particulares, cfr. A. Verdross, Abendländische Rechtsphilosophie, Wien 1963, 128-163.
del único sacerdocio de Cristo, aunque con una modalidad diferente en la esencia, son insertados ontológicamente en la estructura de comunión trinitaria» 116.
En tercer lugar, ha de observarse que, aun cuando no exista unanimidad en la aplicación o no aplicación de la calificación de fundamentales a los derechos del fiel 117, la canonística postconciliar le reconoce a estos últimos en su conjunto una naturaleza peculiar frente a los derechos fundamentales del ciudadano en el marco del sistema jurídico estatal. En efecto, frente ala Iglesia, el christifidelis no goza, como sujeto jurídico, de una preexistencia análoga a la que sí posee en cambio la persona humana con respecto al Estado. Sus derechos no constituyen ámbitos de autonomía, porque el christifidelis no es un simple individuo, sino un sujeto nuevo, por su naturaleza de comunión, en virtud del sacramento del bautismo, que instaura una recíproca inmanencia del fiel en la Iglesia y de esta última en el fiel.
A fin de que la naturaleza peculiar de los derechos del fiel no sea, sin embargo, interpretada, de manera errónea, como una trivialización de su significado constitucional, el c. 221 prevé la posibilidad de su legítima defensa jurídica. Aunque el legislador eclesiástico del Código de 1983 no haya previsto un verdadero y propio procedimiento administrativo para la tutela de los derechos del fiel, la normativa del Código sobre el recurso jerárquico contra los decretos administrativos (cc. 1732-1739) demuestra, efectivamente, una cierta sensibilidad hacia la urgencia de preparar instrumentos jurídicos cada vez más eficaces en orden a la superación de la dialéctica entre persona y colectividad y, por consiguiente, cada vez más idóneos para realizar de manera eficaz el bonum communionis de la Iglesia.
  1. E. Corecco, 1/ catalogo dei doveri-diritti del fedele nel CIC, o.c., 116.
  2. Para un esquema-resumen de las diferentes posiciones, cfr. H.J.F. Reinhardt, en: MK Einführung vor 208/7.

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