martes, 1 de abril de 2014

Bienaventuranzas evangélicas.

Predicación de Cuaresma 2007 al Papa y la Curia romana por el Padre Raniero Cantalamessa,
«Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios»Cuatro prédicas


Primera parte: «Las bienaventuranzas evangélicas»9 marzo de 2007

1. De la pureza ritual a la pureza de corazón
Continuando con nuestra reflexión sobre las bienaventuranzas evangélicas iniciada en Adviento, en esta primera meditación de Cuaresma queremos reflexionar sobre la bienaventuranza de los limpios de corazón. Cualquiera que lee u oye proclamar hoy: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios», piensa instintivamente en la virtud de la pureza, casi la bienaventuranza es el equivalente positivo e interiorizado del sexto mandamiento: «No cometerás actos impuros». Esta interpretación, planteada esporádicamente en el curso de la historia de la espiritualidad cristiana, se hizo predominante a partir del siglo XIX.

En realidad, la pureza de corazón no indica, en el pensamiento de Cristo, una virtud particular, sino una cualidad que debe acompañar todas las virtudes, a fin de que ellas sean de verdad virtudes y no en cambio «espléndidos vicios». Su contrario más directo no es la impureza, sino la hipocresía. Un poco de exégesis y de historia nos ayudarán a comprenderlo mejor.

Qué entiende Jesús por «pureza de corazón» se deduce claramente del contexto del sermón de la montaña. Según el Evangelio lo que decide la pureza o impureza de una acción –sea ésta la limosna, el ayuno o la oración- es la intención: esto es, si se realiza para ser vistos por los hombres o por agradar a Dios:

«Cuando hagas limosna, no lo vayas trompeteando por delante como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha, así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt 6, 2-6).

La hipocresía es el pecado denunciado con más fuerza por Dios a lo largo de toda la Biblia y el motivo es claro. Con ella el hombre rebaja a Dios, le pone en el segundo lugar, situando en el primero a las criaturas, al público. «El hombre mira la apariencia, el Señor mira el corazón» (1 S 16, 7): cultivar la apariencia más que el corazón significa dar más importancia al hombre que a Dios.

La hipocresía es por lo tanto, esencialmente, falta de fe; pero es también falta de caridad hacia el prójimo, en el sentido de que tiende a reducir a las personas a admiradores. No les reconoce una dignidad propia, sino que las ve sólo en función de la propia imagen.

El juicio de Cristo sobre la hipocresía no tiene vuelta de hoja: Receperunt mercedem suam: ¡ya han recibido su recompensa! Una recompensa, además, ilusoria hasta en el plano humano, porque la gloria, se sabe, huye de quien la sigue y sigue a quien la rehuye.

Ayudan a entender el sentido de la bienaventuranza de los limpios de corazón también las invectivas que Jesús pronuncia respecto a escribas y fariseos, todas centradas en la oposición entre «lo de dentro» y «lo de fuera», el interior y el exterior del hombre:

«¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía e iniquidad» (Mt 23, 27-28)

La revolución llevada a cabo en este campo por Jesús es de un alcance incalculable. Antes de Él, excepto alguna rara alusión en los profetas y en los salmos (Salmo 24, 3: «¿Quién subirá al monte del Señor? Quien tiene manos inocentes y corazón puro»), la pureza se entendía en sentido ritual y cultual; consistía en mantenerse alejado de cosas, animales, personas o lugares considerados capaces de contagiar negativamente y de separar de la santidad de Dios. Sobre todo aquello que está ligado al nacimiento, a la muerte, a la alimentación y a la sexualidad entra en este ámbito. En formas o con presupuestos distintos, lo mismo ocurría en otras religiones, fuera de la Biblia.

Jesús elimina todos estos tabúes. Ante todo, con los gestos que realiza: come con los pecadores, toca a los leprosos, frecuenta a los paganos: todas cosas consideradas altamente contaminantes; después, con las enseñanzas que imparte. La solemnidad con la que introduce su discurso sobre lo puro y lo impuro permite entender lo consciente que era Él mismo de la novedad de su enseñanza:

«Llamó otra vez a la gente y les dijo: “Oídme todos y entended. Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Porque de dentro del corazón de los hombres salen las intenciones malas: fornicaciones, robos, asesinatos, adulterios, avaricias, maldades, fraude, libertinaje, envidia, injuria, insolencia, insensatez. Todas estas perversidades salen de dentro y contaminan al hombre”» (Mc 7, 14-15. 21-23).

«Así declaraba puros todos los alimentos», observa casi con estupor el evangelista (Mc 7, 19). Contra el intento de algunos judeo-cristianos de restablecer la distinción entre puro e impuro en los alimentos y en otros sectores de la vida, la Iglesia apostólica recalcará con fuerza: «Todo es puro para quien es puro», omnia munda mundis (Tt 1, 15; Rm 14, 20).

La pureza, entendida en el sentido de continencia y castidad, no está ausente de la bienaventuranza evangélica (entre las cosas que contaminan el corazón Jesús sitúa también, hemos oído, «fornicaciones, adulterios, libertinaje»); pero ocupa un puesto limitado y por así decirlo «secundario». Es un ámbito junto a otros en el que se pone de relevancia el lugar decisivo que ocupa el «corazón», como cuando dice que «quien mira a una mujer con deseo, ya ha cometido adulterio con ella en su corazón» (Mt 5, 28).

En realidad, los términos «puro» y «pureza» (katharos, katharotes) nunca se utilizan en el Nuevo Testamento para indicar lo que con ellos entendemos nosotros hoy, esto es, la ausencia de pecados de la carne. Para esto se usan otros términos: dominio de sí (enkrateia), templanza (sophrosyne), castidad (hagneia).

Por cuanto se ha dicho, parece claro que el puro de corazón por excelencia es Jesús mismo. De Él sus propios adversarios se ven obligados a decir: «Sabemos que eres veraz y que no te importa por nadie, porque no miras la condición de las personas, sino que enseñas con franqueza el camino de Dios» (Mc 12, 14). Jesús podía decir de sí: «Yo no busco mi gloria» (Jn 8, 50).

2. Una mirada a la historia
En la exégesis de los Padres vemos delinearse pronto las tres direcciones fundamentales en las que la bienaventuranza de los puros de corazón será recibida e interpretada en la historia de la espiritualidad cristiana: la moral, la mística y la ascética. La interpretación moral pone el acento en la rectitud de intención, la interpretación mística en la visión de Dios, la ascética en la lucha contra las pasiones de la carne. Las vemos ejemplificadas, respectivamente, en Agustín, Gregorio de Nisa y Juan Crisóstomo.

Ateniéndose fielmente al contexto evangélico, Agustín interpreta la bienaventuranza en clave moral, como rechazo a «practicar la justicia ante los hombres para ser por ellos admirados» (Mt 6, 1), por lo tanto como sencillez y franqueza que se opone a la hipocresía. «Tiene el corazón sencillo, puro -escribe- sólo quien supera las alabanzas humanas y al vivir está atento y busca ser agradable solo a aquél que es el único que escruta la conciencia» [1].

El factor que decide la pureza o no del corazón es aquí la intención. «Todas nuestras acciones son honestas y agradables en la presencia de Dios si se realizan con el corazón sincero, o sea, con la intención hacia lo alto en la finalidad del amor... Por lo tanto no se debe considerar tanto la acción que se realiza, cuanto la intención con que se realiza» [2]. Este modelo interpretativo que hace palanca sobre la intención permanecerá activo en toda la tradición espiritual posterior, especialmente ignaciana [3].

La interpretación mística, que tiene en Gregorio de Nisa su iniciador, explica la bienaventuranza en función de la contemplación. Hay que purificar el propio corazón de todo vínculo con el mundo y con el mal; de este modo, el corazón del hombre volverá a ser aquella pura y límpida imagen de Dios que era al principio y en la propia alma, como en un espejo, la criatura podrá «ver a Dios». «Si, con un tenor de vida diligente y atenta, lavas las fealdades que se han depositado en tu corazón, resplandecerá en ti la divina belleza... Contemplándote a ti mismo, verás en ti a aquél que es el deseo de tu corazón y serás santo» [4].

Aquí el peso está todo en la apódosis, en el fruto prometido a la bienaventuranza; tener el corazón limpio es el medio; el fin es «ver a Dios». Se nota, a nivel de lenguaje, una influencia de la especulación de Plotino, que se hace aún más descubierta en San Basilio [5].

También esta línea interpretativa tendrá continuidad en toda la historia sucesiva de la espiritualidad cristiana que pasa por San Bernardo, San Buenaventura y los místicos renanos [6]. En algunos ambientes monásticos se añade, en cambio, una idea nueva e interesante: la de la pureza como unificación interior que se obtiene deseando una cosa sola, cuando esta «cosa» es Dios. Escribe San Bernardo: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios. Como si dijera: purifica el corazón, sepárate de todo, sé monje, sólo, busca una cosa sola del Señor y persíguela (Sal 27, 4), libérate de todo y verás a Dios (Sal 46, 11)» [7].

Bastante aislada está en cambio, en los Padres y en los autores medievales, la interpretación ascética en función de la castidad que se convertirá en predominante, decía, desde el siglo XIX en adelante. Crisóstomo da el ejemplo más claro [8]. Situándose en esta misma línea, el místico Ruusbroec distingue una castidad del espíritu, una castidad del corazón y una castidad del cuerpo. Refiere la bienaventuranza evangélica a la castidad del corazón. Ella -escribe- «mantiene reunidos y refuerza los sentidos externos, mientras, en el interior, frena y doma los instintos brutales... cierra el corazón a las cosas terrenas y a las ilusiones falaces, mientras que lo abre a las cosas celestiales y a la verdad» [9].

Con grados diversos de fidelidad, todas estas interpretaciones ortodoxas permanecen dentro del horizonte nuevo de la revolución obrada por Jesús que reconduce todo discurso moral al corazón. Paradójicamente, los que traicionaron la bienaventuranza evangélica de los puros (katharoi) de corazón son precisamente los que tomaron el nombre de ella: los cátaros con todos los movimientos afines que les precedieron y siguieron en la historia del cristianismo. Estos caen en la categoría de los que hacen consistir la pureza en estar separados, ritual y socialmente, de personas y cosas juzgadas en sí mismas impuras, en una pureza más exterior que interior. Son los herederos del radicalismo sectario de los fariseos y de los esenios más que del Evangelio de Cristo.

3. La hipocresía laica
Con frecuencia se pone de relieve el alcance social y cultural de algunas bienaventuranzas. No es raro leer «Bienaventurados los que trabajan por la paz» en las pancartas que acompañan las manifestaciones de los pacifistas, y la bienaventuranza de los mansos que poseerán la tierra es justamente invocada a favor del principio de la no violencia, por no hablar después de la bienaventuranza de los pobres y de los perseguidos por la justicia. Jamás en cambio se habla de la relevancia social de la bienaventuranza de los puros de corazón, que parece reservada exclusivamente al ámbito personal. Estoy convencido sin embargo de que esta bienaventuranza puede ejercer hoy una función crítica entre las más necesarias en nuestra sociedad.

Hemos visto que en el pensamiento de Cristo la pureza de corazón no se opone primariamente a la impureza, sino a la hipocresía, y el de la hipocresía es el vicio humano tal vez más difundido y menos confesado. Hay hipocresías individuales e hipocresías colectivas.

El hombre –escribió Pascal- tiene dos vidas: una es la vida auténtica, la otra la imaginaria que vive en la opinión, suya o de la gente. Trabajamos sin descanso para adornar y conservar nuestro ser imaginario y descuidamos el verdadero. Si poseemos alguna virtud o mérito, nos apresuramos a darlo a conocer, de un modo u otro, para enriquecer de tal virtud o mérito nuestro ser imaginario, dispuestos hasta a quitarlo de nosotros, para añadir algo a él, hasta consentir, a veces, ser cobardes, con tal de parecer valerosos y dar hasta la vida, para que la gente hable de ello [10].

La tendencia evidenciada por Pascal ha crecido enormemente en la cultura actual, dominada por los medios de comunicación masivos, cine, televisión y mundo del espectáculo en general. Descartes dijo: «Cogito ergo sum», pienso, luego existo; pero hoy se tiende a sustituirlo con «aparento, luego existo».

De origen, el término hipocresía se reservaba al arte teatral. Significaba sencillamente recitar, representar en el escenario. San Agustín lo recuerda en su comentario a la bienaventuranza de los puros de corazón. «Los hipócritas -escribe- son agentes de ficción del estilo de los que presentan la personalidad de otros en las representaciones teatrales» [11].

El origen del término nos da las pistas para descubrir la naturaleza de la hipocresía. Es hacer de la vida un teatro en el que se recita para un público; es llevar una máscara, dejar de ser persona y pasar a ser personaje. Leí en alguna parte esta caracterización de las dos cosas: «El personaje no es sino la corrupción de la persona. La persona es un rostro, el personaje una careta. La persona es desnudez radical, el personaje es todo ropaje. La persona ama la autenticidad y la esencialidad, el personaje vive de ficción y de artificios. La persona obedece a las propias convicciones, el personaje obedece a un guión. La persona es humilde y ligera, el personaje es pesado y ampuloso».

Pero la ficción teatral es una hipocresía inocente porque mantiene siempre la distinción entre el escenario y la vida. Nadie que asista a la representación de Agamenón (es el ejemplo citado por Agustín) piensa que el actor sea de verdad Agamenón. El hecho nuevo e inquietante de hoy es que se tiende a anular también esta distancia, transformando la vida misma en un espectáculo. Es lo que pretenden los llamados «reality show» que inundan ya redes televisivas de todo el mundo.

Según el filósofo francés Jean Baudrillard, fallecido hace tres días, ya se ha hecho difícil distinguir los sucesos reales (el 11-S, o la guerra del Golfo) de su representación mediática. Realidad y virtualidad se confunden.

El llamamiento a la interioridad que caracteriza nuestra bienaventuranza y todo el sermón de la montaña es una invitación a no dejarse arrollar por esta tendencia que tiende a vaciar a la persona, reduciéndola a imagen, o peor (según el término apreciado por Baudrillard) a simulacro.

Kierkegaard evidenció la alienación que resulta de vivir de pura exterioridad, siempre y sólo en presencia de los hombres, y nunca sólo en presencia de Dios y del propio yo. Un pastor -observa- puede ser un «yo» frente a sus vacas, si viviendo siempre con ellas no tiene más que esas con las que medirse. Un rey puede ser un yo de frente a los súbditos y se sentirá un «yo» importante. El niño se percibe como un «yo» en relación con los padres, un ciudadano ante el Estado... Pero será siempre un «yo» imperfecto, porque falta la medida. «Qué realidad infinita adquiere en cambio mi “yo”, cuando toma conciencia de existir ante Dios, convirtiéndose en un “yo” humano cuya medida es Dios... ¡Qué acento infinito cae sobre el “yo” en el momento en que obtiene como medida a Dios!».

Parece un comentario al dicho de San Francisco de Asís: «Lo que el hombre es ante Dios, eso es, y nada más» [12].

4. La hipocresía religiosa
Lo peor que se puede hacer, hablando de hipocresía, es servirse de ella sólo para juzgar a los demás, la sociedad, la cultura, el mundo. Es justamente a esos a quienes Jesús aplica el título de hipócritas: «Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces podrás ver parea sacar la brizna del ojo de tu hermano» (Mt 7, 5).

Como creyentes, debemos recordar el dicho de un rabino judío del tiempo de Cristo, según el cual el 90% de la hipocresía del mundo se encontraba entonces en Jerusalén [13]. El mártir San Ignacio de Antioquia sentía la necesidad de prevenir a sus hermanos en la fe, escribiendo: «Es mejor ser cristianos sin decirlo que decirlo sin serlo» [14].

La hipocresía acecha sobre todo a las personas piadosas y religiosas; el motivo es sencillo: donde más fuerte es la estima de los valores el espíritu, de la piedad y de la virtud (¡o de la ortodoxia!), ahí también es más fuerte la tentación de ostentarlos para no parecer faltos de ellos. A veces es la propia función que desempeñamos la que nos empuja a hacerlo.

«Ciertos compromisos del consorcio humano –escribe San Agustín en las Confesiones- nos obligan a hacernos amar y temer por los hombres; por lo tanto el adversario de nuestra verdadera felicidad persigue y disemina por todas partes los lazos del “Bravo, bravo”, para prendernos a nuestras espaldas mientras los recogemos con avidez, a fin de separar nuestra alegría de tu verdad y unirla a la mentira de los hombres, para hacernos gustar el amor y el temor no obtenidos en tu nombre, sino en tu lugar» [15].

La hipocresía más perniciosa es esconder... la propia hipocresía. En ningún esquema de examen de conciencia recuerdo haber encontrado la pregunta: ¿He sido hipócrita? ¿Me he preocupado de la mirada de los hombres sobre mí, más que de la de Dios? En cierto momento de la vida, tuve que introducir por mi cuenta estas preguntas en mi examen de conciencia y raramente pude pasar indemne a la pregunta sucesiva...

Un día tocaba como lectura del Evangelio de la Misa la parábola de los talentos. Escuchándolo, entendí de golpe algo. Entre hacer rendir los talentos o no, existe una tercera posibilidad: la de ponerlos a rendir, sí, pero por sí mismos, no por el dueño, por la propia gloria o el propio provecho, y esto es un pecado tal vez más grave que sepultarlos. Aquel día, en el momento de la comunión, tuve que hacer como ciertos ladrones atrapados en delito flagrante, que, llenos de vergüenza, vacían los bolsillos y echan a los pies del propietario lo que le han quitado.

Jesús nos ha dejado un medio sencillo e insuperable para rectificar varias veces al día nuestras intenciones, las primeras tres peticiones del Padrenuestro: «Santificado sea tu nombre. Venga a nosotros tu reino. Hágase tu voluntad». Se pueden recitar como oraciones, pero también como declaración de intenciones: todo lo que hago, quiero hacerlo para que sea santificado tu nombre, para que venga tu reino y para que se haga tu voluntad.

Sería una contribución preciosa para la sociedad y para la comunidad cristiana si la bienaventuranza de los puros de corazón nos ayudara a mantener despierta en nosotros la nostalgia de un mundo limpio, verdadero, sincero, sin hipocresía, ni religiosa ni laica; un mundo en el que las acciones se corresponden a las palabras, las palabras a los pensamientos, y los pensamientos del hombre a los de Dios. Esto no sucederá plenamente más que en la Jerusalén celeste, la ciudad toda de cristal, pero debemos al menos tender a ello.

Una escritora de fábulas redactó «El país de cristal». Habla de una joven que termina, por magia, en un país todo de cristal: casas de cristal, pájaros de cristal, árboles de cristal, personas que se mueven como graciosas estatuillas de cristal. Con todo, nada se había hecho añicos nunca, porque todos aprendieron a moverse en él con delicadeza para no hacerse daño. Las personas, al encontrarse, responden a las preguntas antes de que se les formulen, porque hasta los pensamientos se han hecho abiertos y transparentes; nadie busca ya mentir, sabiendo que todos pueden leer lo que se tiene en la cabeza [16].

Dan escalofríos sólo de pensar qué pasaría si esto ocurriera ya, entre nosotros; pero es sano al menos tender a tal ideal. Es el camino que lleva a la bienaventuranza que hemos intentado comentar: «Bienaventurados los puros de corazón porque verán a Dios».

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[1] S. Agustín, De sermone Domini in monte, II, 1,1 (CC 35, 92)
[2] Ib. II, 13, 45-46.
[3] Jean-François de Reims, La vraie perfection de cette vie, 2 parte, Paris 1651, Instr. 4, p.160 s).
[4] Gregorio de Nisa, De beatitudinibus, 6 (PG 44, 1272).
[5] S. Basilio, Sullo Spirito Santo, IX,23; XXII,53 (PG 32, 109.168).
[6] Cf. Michel Dupuy, Pureté, purification, in DSpir. 12, coll,2637-2645.
[7] S. Bernardo de Claraval, Sententiae, III, 2 (S. Bernardi Opera, ed. J. Leclerq – H. M. Rochais).
[8] S. Juan Crisóstomo, Homiliae in Mattheum, 15,4.
[9] Giovanni Ruusboec, Lo splendore delle nozze spirituali, Roma, Città Nuova 1992, pp.72 s.
[10] Cf. B. Pascal, Pensieri, 147 Br.
[11] S. Agustín, De sermone Domini in monte, 2,5 (CC 35, p. 95).
[12] S. Francisco de Asís, Ammonizioni, 19 (Fonti Francescane, n.169).
[13] Cf. Strack-Billerbeck, I, 718.
[14] S. Ignacio de Antioquía, Efesini 15,1 (“È meglio non dire ed essere che dire e non essere”: “Es mejor no decir y ser que decir y no ser”) y Magnesiani, 4 (“Bisogna non solo dirsi cristiani, ma esserlo”: “Es necesario no sólo decirse cristianos, sino serlo”).
[15] Cf. S. Agustín, Confessioni, X, 36, 59.
[16] Lauretta, Il bosco dei lillà, Ancora, Milán, 2° ed. 1994, pp. 90 ss.

BIENAVENTURADOS LOS MANSOS PORQUE POSEERÁN LA TIERRA” Segunda Predicación de Cuaresma a la Casa Pontificia P. Raniero Cantalamessa


1. Quiénes son los mansos

La bienaventuranza sobre la que deseamos meditar hoy se presta a una observación importante. Dice: «Bienaventurados los mansos porque poseerán la tierra». Pues bien; en otro pasaje del mismo evangelio de Mateo, Jesús exclama: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). De ahí deducimos que las bienaventuranzas no son sólo un buen programa ético que el maestro traza para sus discípulos; ¡son el autorretrato de Jesús! Es Él el verdadero pobre, el manso, el puro de corazón, el perseguido por la justicia.

Está aquí el límite de Gandhi en su aproximación al sermón de la montaña, que igualmente admiraba mucho. Para él, aquél podría hasta prescindir del todo de la persona histórica de Cristo. «No me importaría siquiera –dijo en una ocasión- si alguien demostrara que le hombre Jesús en realidad no vivió jamás y cuanto se lee en los Evangelios no es más que fruto de la imaginación del autor. Porque el sermón de la montaña permanecería siempre verdadero ante mis ojos» [1].

Es, al contrario, la persona y la vida de Cristo lo que hace de las bienaventuranzas y de todo el sermón de la montaña algo más que una espléndida utopía ética; hace de ello una realización histórica, de la que cada uno puede sacar fuerza para la comunión mística que le une a la persona del Salvador. No pertenecen sólo al orden de los deberes, sino también al de la gracia.

Para descubrir quiénes son los mansos proclamados bienaventurados por Jesús, es útil pasar revista brevemente a los términos con los que la palabra mansos (praeis) se plasma en las traducciones modernas. El italiano tiene dos términos: «miti» y «mansueti». Este último es también el término empleado en las traducciones españolas, los mansos. En francés la palabra se traduce con doux, literalmente «los dulces», aquellos que poseen la virtud de la dulzura (no existe en francés un término específico para decir mansedumbre; en el «Dictionnaire de spiritualité» esta virtud está expuesta en la voz douceur, dulzura).

En alemán se alternan diversas traducciones. Lutero traducía el término con Sanftmŋtigen, esto es, mansos, dulces; en la traducción ecuménica de la Biblia, la Eineits Bibel, los mansos son aquellos que no ejercen ninguna violencia -die keine Gewalt anwenden-, por lo tanto los no-violentos; algunos autores acentúan la dimensión objetiva y sociológica y traducen praeis con Machtlosen, los inermes, los sin poder. El inglés vincula habitualmente praeis con the gentle, introduciendo en la bienaventuranza el matiz de gentileza y de cortesía.

Cada una de estas traducciones evidencia un componente verdadero, pero parcial, de la bienaventuranza. Hay que considerarlas en conjunto y no aislar ninguna, a fin de tener una idea de la riqueza originaria del término evangélico. Dos asociaciones constantes, en la Biblia y en la parénesis cristiana antigua, ayudan a captar el «sentido pleno» de mansedumbre: una es la que acerca entre sí mansedumbre y humildad, la otra la que aproxima mansedumbre y paciencia; la una saca a la luz las disposiciones interiores de las que brota la mansedumbre, la otra las actitudes que impulsa a tener respecto al prójimo: afabilidad, dulzura, gentileza. Son los mismos rasgos que el Apóstol evidencia hablando de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial, no es envidiosa, no se engríe...» (1 Co 13, 4-5).

2. Jesús, el manso

Si las bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús, lo primero que hay que hacer al comentar una de ellas es ver cómo la vivió. Los evangelios son, de punta a punta, la demostración de la mansedumbre de Cristo, en su doble aspecto de humildad y de paciencia. Él mismo, hemos recordado, se propone como modelo de mansedumbre. A Él Mateo aplica las palabras del Siervo de Dios en Isaías: «No disputará ni gritará, la caña cascada no la quebrará, ni apagará la mecha humeante» (Mt 12, 20). Su entrada en Jerusalén a lomos de un asno se ve como un ejemplo de rey «manso» que huye de toda idea de violencia y de guerra (Mt 21, 4).

La prueba máxima de la mansedumbre de Cristo se tiene en su pasión. Ningún gesto de ira, ninguna amenaza. «Insultado, no respondía con insultos; al padecer, no amenazaba» (1 P 2, 23). Este rasgo de la persona de Cristo se había grabado de tal forma en la memoria de sus discípulos que San Pablo, queriendo exhortar a los corintios por algo querido y sagrado, les escribe: «Os suplico por la mansedumbre (prautes) y la benignidad (epieikeia) de Cristo» (2 Co 10, 1).

Pero Jesús hizo mucho más que darnos ejemplo de mansedumbre y paciencia heroica; hizo de la mansedumbre y de la no violencia el signo de la verdadera grandeza. Ésta ya no consistirá en alzarse solitarios sobre los demás, sobre la masa, sino en abajarse para servir y elevar a los demás. Sobre la cruz, dice Agustín, Él revela que la verdadera victoria no consiste en hacer víctimas, sino en hacerse víctima, «Victor quia victima» [2].

Nietzsche, se sabe, se opuso a esta visión, definiéndola una «moral de esclavos», sugerida por el «resentimiento» natural de los débiles hacia los fuertes. Predicando la humildad y la mansedumbre, el hacerse pequeños, el poner la otra mejilla, el cristianismo introdujo, en su opinión, una especie de cáncer en la humanidad que ha apagado su empuje y ha mortificado su vida... En la introducción al libro Así hablaba Zaratustra, la hermana del filósofo resumía así el pensamiento de su hermano:

«Él supone que, por el resentimiento de un cristianismo débil y falseado, todo lo que era bello, fuerte, soberbio, poderoso –como las virtudes procedentes de la fuerza- ha sido proscrito y prohibido, y que por ello han disminuido mucho las fuerzas que promueven y ensalzan la vida. Pero ahora una nueva tabla de valores debe ponerse sobre la humanidad, esto es, el fuerte, el hombre magnífico hasta su punto más excelso, el superhombre, que nos es presentado ahora con arrolladora pasión como objetivo de nuestra vida, de nuestra voluntad y de nuestra esperanza» [3].

Desde hace algún tiempo se asiste al intento de absolver a Nietzsche de toda acusación, de amansarle y hasta de cristianizarle. Se dice que en el fondo él no va contra Cristo, sino contra los cristianos que en ciertas épocas predicaron una renuncia fin de sí misma, despreciando la vida y yendo contra el cuerpo... Todos habrían tergiversado el verdadero pensamiento del filósofo, empezando por Hitler... En realidad él habría sido un profeta de tiempos nuevos, el precursor de la era postmoderna.

Ha quedado, se puede decir, una sola voz que se opone a esta tendencia, la del pensador francés René Girard, según el cual todos estos intentos perjudican ante todo a Nietzsche. Con una perspicacia en verdad única, para su tiempo, él captó el verdadero núcleo del problema, la alternativa irreducible entre paganismo y cristianismo.

El paganismo exalta el sacrificio del débil a favor del fuerte y del progreso de la vida; el cristianismo exalta el sacrificio del fuerte a favor del débil. Es difícil no ver un nexo objetivo entre la propuesta de Nietzsche y el programa hitleriano de eliminación de grupos humanos enteros por el adelanto de la civilización y la pureza de la raza.

No es por lo tanto sólo el cristianismo el blanco del filósofo, sino también Cristo. «Dionisio contra el Crucificado»: «he ahí la antítesis», exclama en uno de sus fragmentos póstumos [4].

Girard demuestra que lo que forma el mayor honor de la sociedad moderna –la preocupación por las víctimas, estar de parte del débil y del oprimido, la defensa de la vida amenazada- es en realidad un producto directo de la revolución evangélica que, sin embargo, por un paradójico juego de rivalidades miméticas, es ahora reivindicado por otros movimientos, como conquista propia, incluso en oposición al cristianismo [5].

Hablaba la vez pasada de la relevancia hasta social de las bienaventuranzas. La de los mansos es su ejemplo tal vez más claro, pero lo que se dice de ella vale, en conjunto, para todas las bienaventuranzas. Son la manifestación de la nueva grandeza, el camino de Cristo a la autorrealización en la felicidad.

No es verdad que el Evangelio mortifique el deseo de hacer grandes cosas y de sobresalir. Jesús dice. «Si uno quiere ser el primero, sea el último de todos y el servidor de todos» (Mc 9, 35). Es por lo tanto lícito, e incluso está recomendado, querer ser el primero; sólo que el camino para llegar a ello ha cambiado: no elevándose por encima de los demás, tal vez aplastándoles si son un obstáculo, sino abajándose para elevar a los demás consigo.

3. Mansedumbre y tolerancia

La bienaventuranza de los mansos ha pasado a ser de extraordinaria relevancia en el debate sobre religión y violencia, encendido después de hechos como el del 11 de septiembre. Ella recuerda, ante todo a nosotros, los cristianos, que el Evangelio no da lugar a dudas. No hay en él exhortaciones a la no violencia, mezcladas con exhortaciones contrarias. Los cristianos pueden, en ciertas épocas, haber errado sobre ello, pero la fuente es límpida y a ella la Iglesia puede volver para inspirarse de nuevo en toda época, segura de no encontrar ahí más que verdad y santidad.

El Evangelio dice que «el que no crea se condenará» (Mc 16, 16), pero en el cielo, no en la tierra, por Dios, no por los hombres. «Cuando os persigan en una ciudad –dice Jesús-, huid a otra» (Mt 10, 23); no dice: «ponedla a hierro y fuego». Una vez, dos de sus discípulos, Santiago y Juan, que no habían sido recibidos en cierto pueblo samaritano, dijeron a Jesús: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Jesús, está escrito, «volviéndose, les reprendió». Muchos manuscritos recogen también el tono del reproche: «No sabéis de qué espíritu sois, porque el Hijo del hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas» (Lc 9, 53-56).

El famoso compelle intrare, «obligadlos a entrar», con el que San Agustín, si bien muy a su pesar [6], justifica su aprobación de las leyes imperiales contra los donatistas [7] y que se utilizará después para justificar la coerción respecto a los herejes, se debe a un forzamiento del texto evangélico, fruto de una lectura mecánicamente literal de la Biblia.

La frase la pone Jesús en boca del hombre que había preparado una gran cena y, ante el rechazo de los invitados a acudir, dice a los siervos que vayan por las calles y las cercas y que «hagan entrar a los pobres y lisiados, y ciegos y cojos» (Lc 14, 15-24). Está claro que obligar no significa otra cosa, en el contexto, que una amable insistencia. Los pobres y los lisiados, como todos los infelices, podrían sentirse violentos al presentarse con sus trastos en el palacio: venced su resistencia, recomienda el señor, decidles que no tengan miedo de entrar. Cuántas veces, en circunstancias similares, nosotros mismos hemos dicho: «Me obligó a aceptar», sabiendo bien que la insistencia en estos casos es signo de benevolencia, no de violencia.

En un libro-investigación sobre Jesús que ha suscitado mucho eco últimamente en Italia, se atribuye a Jesús la frase: «Pero a aquellos enemigos míos, los que no quisieron que yo reinara sobre ellos, traedlos aquí y matadlos delante de mí» (Lc 19, 27), y se deduce que «es a frases como éstas que se remiten los partidarios de la “guerra santa”» [8]. Pues bien: hay que precisar que Lucas no atribuye tales palabras a Jesús, sino al rey de la parábola, y se sabe que no se pueden trasladar de la parábola a la realidad todos los detalles del relato parabólico, y que en cualquier caso hay que trasladarlos del plano material al espiritual. El sentido metafórico de estas parábolas es que aceptar o rechazar a Jesús no carece de consecuencias; es una cuestión de vida o muerte, pero vida y muerte espiritual, no física. La guerra santa no tiene nada que ver.

4. Con mansedumbre y respeto

Pero dejemos de lado estas consideraciones de orden apologético y procuremos ver cómo hacer de la bienaventuranza de los mansos una luz para nuestra vida cristiana. Existe una aplicación pastoral de la bienaventuranza de los mansos que empieza ya con la Primera Carta de Pedro. Se refiere al diálogo con el mundo externo: «Dad culto al Señor Cristo en vuestros corazones, siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza. Pero hacedlo con mansedumbre (prautes) y respeto» (1 P 3,15-16).

Han existido desde la antigüedad dos tipos de apologética; uno tiene su modelo en Tertuliano, otro en Justino; uno se orienta a vencer, el otro a convencer. Justino escribe un Diálogo con el judío Trifón, Tertuliano (o un discípulo suyo) escribe un tratado Contra los judíos, Adversus Judeos. Estos dos estilos han tenido una continuidad en la literatura cristiana (nuestro Giovanni Papini era ciertamente más cercano a Tertuliano que a Justino), pero es verdad que hoy es preferible el primero. La encíclica Deus caritas est del actual Sumo Pontífice es un ejemplo luminoso de esta presentación respetuosa y constructiva de los valores cristianos que da razón de la esperanza cristiana «con mansedumbre y respeto».

El mártir San Ignacio de Antioquia sugería a los cristianos de su tiempo, respecto al mundo externo, esta actitud, siempre actual: «Ante su ira, sed mansos; ante su presunción, sed humildes» [9].

La promesa ligada a la bienaventuranza de los mansos -«poseerán la tierra»- se realiza en diversos planos, hasta la tierra definitiva que es la vida eterna, pero ciertamente uno de los planos es el humano: la tierra son los corazones de los hombres. Los mansos conquistan la confianza, atraen las almas. El santo por excelencia de la mansedumbre y de la dulzura, San Francisco de Sales, solía decir: «Sed lo más dulces que podáis y recordad que se atrapan más moscas con una gota de miel que con un barril de vinagre».

5. Aprended de mí

Se podría insistir largamente sobre estas aplicaciones pastorales de la bienaventuranza de los mansos, pero pasemos a una aplicación más personal. Jesús dice: «Aprended de mí que soy manso». Se podría objetar: ¡pero Jesús no se mostró, Él mismo, siempre manso! Dice por ejemplo que no hay que oponerse al malvado, y que «al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra» (Mt 5, 39). Pero cuando uno de los guardias le golpea en la mejilla, durante el proceso en el Sanedrín, no está escrito que ofreció la otra, sino que con calma respondió: «Si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?» (Jn 18, 23).

Esto significa que no todo, en el sermón de la montaña, hay que tomarlo mecánicamente a la letra; Jesús, según su estilo, utiliza hipérboles y un lenguaje figurativo para grabar mejor en la mente de los discípulos determinada idea. En el caso de poner la otra mejilla, por ejemplo, lo importante no es el gesto de ofrecerla (que a veces hasta puede parecer provocador), sino el de no responder a la violencia con otra violencia, vencer la ira con la serenidad.

En este sentido, su respuesta al guardia es el ejemplo de una mansedumbre divina. Para medir su alcance, basta con compararla a la reacción de su apóstol Pablo (que era un santo) en una situación análoga. Cuando, en el proceso ante el Sanedrín, el sumo sacerdote Ananías ordena golpear a Pablo en la boca, él responde: «Dios te golpeará a ti, pared blanqueada» (Hch 23, 2-3).

Hay que aclarar otra duda. En el mismo sermón de la montaña, Jesús dice: «El que llame a su hermano “imbécil”, será reo ante el Sanedrín; y el que le llame renegado, será reo de la gehenna de fuego» (Mt 5, 22). Varias veces en el Evangelio Él se dirige a los escribas y fariseos llamándoles «hipócritas, insensatos y ciegos» (Mt 23, 17); reprocha a los discípulos llamándoles «insensatos y tardos de corazón» (Lc 24, 25).

También aquí la explicación es sencilla. Hay que distinguir entre la injuria y la corrección. Jesús condena las palabras dichas con rabia y con intención de ofender al hermano, no las que se orientan a hacer tomar conciencia del propio error y a corregir. Un padre que dice su hijo: «eres un indisciplinado, un desobediente», no pretende ofenderle, sino corregirle. Moisés es definido por la Escritura como «más manso que cualquier hombre sobre la tierra» (Nm 12,3); con todo, en el Deuteronomio le oímos exclamar, dirigido a Israel: «¿Así pagáis a Yahveh, pueblo insensato y necio?» (Dt 32, 6).

Lo decisivo es si quien habla lo hace por amor o por odio. «Ama y haz lo que quieras», decía San Agustín. Si amas, ya corrijas, ya lo dejes pasar, será amor. El amor no hace ningún daño al prójimo; de la raíz del amor, como de un árbol bueno, no pueden más que nacer frutos buenos [10]

6. Mansos de corazón

Hemos llegado así al terreno propio de la bienaventuranza de los mansos, el corazón. Jesús dice: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». La verdadera mansedumbre se decide ahí. Es del corazón, dice, que proceden los homicidios, maldades, calumnias (Mc 7, 21-22), como de las agitaciones internas del volcán se expulsan lava, cenizas y material incandescente. Las mayores explosiones de violencia, como las guerras y conflictos, empiezan, como dice Santiago, secretamente desde las «pasiones que se agitan dentro del corazón del hombre» (St 4, 1-2). Igual que existe un adulterio del corazón, existe un homicidio del corazón: «El que odia a su propio hermano –escribe Juan-, es un homicida» (1 Jn 3, 15).

No existe sólo la violencia de las manos; existe también la de los pensamientos. Dentro de nosotros, si prestamos atención, se desarrollan casi continuamente «procesos a puerta cerrada». Un monje anónimo tiene páginas de gran penetración al respecto. Habla como monje, pero lo que dice no vale sólo para los monasterios; apunta el ejemplo de los súbditos, pero es evidente que el problema se plantea de otro modo también para los superiores.

«Observa -dice-, aunque sea por un día, el curso de tus pensamientos: te sorprenderá la frecuencia y la vivacidad de tus críticas internas con interlocutores imaginarios, y si no con los que te son cercanos. ¿Cuál es habitualmente su origen? Éste: el descontento a causa de los superiores que no nos quieren, no nos estiman, no nos entienden; son severos, injustos o demasiado cerrados con nosotros o con otros “oprimidos”. Estamos descontentos de nuestros hermanos, “sin comprensión, obstinados, bruscos, desordenados o injuriosos...”. Entonces en nuestro espíritu se crea un tribunal en el que somos fiscal, presidente, juez y jurado; raramente abogado, más que en nuestro favor. Se exponen los agravios; se pesan las razones; se defiende, se justifica; se condena al ausente. Tal vez se elaboran planes de revancha o trampas vengativas... » [11].

Los Padres del desierto, al no tener que luchar contra enemigos externos, hicieron de esta batalla interior contra los pensamientos (los famosos logismoi) el banco de prueba de todo progreso espiritual. También elaboraron un método de lucha. Nuestra mente, decían, tiene la capacidad de preceder el desarrollo de un pensamiento, de conocer, desde el principio, adónde irá a parar: si a disculpar al hermano o a condenarle, si a la gloria propia o a la gloria de Dios. «Tarea del monje –decía un anciano- es ver llegar de lejos los propios pensamientos» [12], se entiende que para cerrarles camino, cuando no son conformes a la caridad. La manera más sencilla de hacerlo es decir una breve oración o enviar una bendición hacia la persona que tenemos tentación de juzgar. Después, con la mente serena, se podrá valorar si y cómo actuar respecto a aquella.

7. Revestirse de la mansedumbre de Cristo

Una observación antes de concluir. Por su naturaleza, las bienaventuranzas están orientadas a la práctica; llaman a la imitación, acentúan la obra del hombre. Existe el riesgo de desalentarse al constatar la incapacidad de llevarlas a cabo en la propia vida y la distancia abismal que existe entre el ideal y la práctica.

Se debe recordar lo que se decía al inicio: las bienaventuranzas son el autorretrato de Jesús. Él las vivió todas en grado sumo; pero –y aquí está la buena noticia- no las vivió sólo para sí, sino también para todos nosotros. Respecto a las bienaventuranzas, estamos llamados no sólo a la imitación, sino también a la apropiación. En la fe podemos beber de la mansedumbre de Cristo, como de su pureza de corazón y de cualquier otra virtud suya. Podemos orar para tener la mansedumbre, como Agustín oraba para tener la castidad: «Oh Dios, tú me mandas que sea manso; dame lo que mandas y mándame lo que quieras» [13].

«Revestios, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre (prautes), paciencia » (Col 3, 12), escribe el Apóstol a los colosenses. La mansedumbre y la bondad son como un vestido que Cristo nos ha merecido y del que, en la fe, podemos revestirnos, no para ser dispensados de la práctica, sino para animarnos a ella. La mansedumbre (prautes) es situada por Pablo entre los frutos del Espíritu (Ga 5, 23), esto es, entre las cualidades que el creyente muestra en la propia vida, cuando acoge al Espíritu Santo y se esfuerza por corresponder.

Podemos, por lo tanto, terminar repitiendo juntos con confianza la bella invocación de las letanías del Sagrado Corazón: «Jesús, manso y humilde de corazón, haz nuestro corazón semejante al tuyo»: Jesu, mitis et humilis corde: fac cor nostrum secundum cor tutum.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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[1] Gandhi, Buddismo, Cristianesimo, Islamismo, Roma, Tascabili Newton Compton, 1993, p. 53.
[2] S. Agostino, Confessioni, X, 43.
[3] Introduzione all’edizione tascabile di Also sprach Zarathustra del 1919.
[4] F. Nietzsche, Opere complete, VIII, Frammenti postumi 1888-1889, Adelphi, Milano 1974, p. 56.
[5] R. Girard, Vedo Satana cadere come folgore, Milano, Adelphi, 2001, pp. 211-236.
[6] S. Agostino, Epistola 93, 5: “Dapprima ero del parere che nessuno dovesse essere condotto per forza all’unità di Cristo, ma si dovesse agire solo con la parola, combattere con la discussione, convincere con la ragione”.
[7] Cf. S. Agostino, Epistole 173, 10; 208, 7.
[8] Corrado Augias – Mauro Pesce, Inchiesta su Gesù. Mondadori, Milano 2006, p.52.
[9] S. Ignazio d’Antiochia, Agli Efesini, 10,2-3.
[10] S. Agostino, Commento alla Prima Lettera di Giovanni 7,8 (PL 35, 2023)
[11] Un monaco, Le porte del silenzio, Ancora, Milano 1986, p. 17 (Originale: Les porte du silence, Libraire Claude Martigny, Genève).
[12] Detti e fatti dei Padri del deserto, a cura di C. Campo e P. Draghi, Rusconi, Milano 1979, p. 66.
[13] Cf. S. Agostino, Confessioni, X, 29.


 

«Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados» Tercera predicación de Cuaresma que, ante Benedicto XVI y la Curia
padre Raniero Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
23 de marzo de 2007
 
1. Historia y Espíritu

La investigación sobre el Jesús histórico, hoy tan en auge –tanto la que hacen estudiosos creyentes como la radical de los no creyentes– esconde un grave peligro: el de inducir a creer que sólo lo que, por esta nueva vía, se pueda remontar al Jesús terreno es «auténtico», mientras que todo lo demás sería no-histórico y por lo tanto no «auténtico». Esto significaría limitar indebidamente sólo a la historia los medios que Dios tiene a disposición para revelarse. Significaría abandonar tácitamente la verdad de fe de la inspiración bíblica y por lo tanto el carácter revelado de las Escrituras.

Parece que esta exigencia de no limitar únicamente a la historia la investigación sobre el Nuevo Testamento comienza a abrirse camino entre diversos estudiosos de la Biblia. En 2005 se celebró en Roma, en el Instituto Bíblico, una consulta sobre «Crítica canónica e interpretación teológica» («C anon Criticism and Theological Interpretation») con la participación de eminentes estudiosos del Nuevo Testamento. Aquella tenía el objetivo de promover este aspecto de la investigación bíblica que tiene en cuenta la dimensión canónica de las Escrituras, integrando la investigación histórica con la dimensión teológica.

De todo ello deducimos que «palabra de Dios», y por lo tanto normativo para el creyente, no es el hipotético «núcleo originario» diversamente reconstruido por los historiadores, sino lo que está escrito en los evangelios. El resultado de las investigaciones históricas hay que tenerlo enormemente en cuenta porque es el que debe orientar a la comprensión también de los desarrollos posteriores de la tradición, pero la exclamación «¡Palabra de Dios!» seguiremos pronunciándola al término de la lectura del texto evangélico, no al término de la lectura del último libro sobre el Jesús histórico.

Las dos lecturas, la histórica y la de fe, tienen entre sí un importante punto de encuentro. «Un evento es histórico –escribió un eminente estudioso del Nuevo Testamento– cuando asoman en él dos requisitos: ha "sucedido" y además ha asumido una relevancia significativa determinante para las personas que estuvieron involucradas en él y establecieron su narración» [1]. Existen infinitos hechos realmente ocurridos que, en cambio, no pensamos en definir «históricos», porque no han dejado huella alguna en la historia, no han suscitado ningún interés, ni han hecho nacer nada nuevo. «Histórico» no es por lo tanto el descarnado hecho de crónica, sino el hecho más el significado de él.

En este sentido, los evangelios son «históricos» no sólo por lo que refieren verdaderamente ocurrido, sino por el significado de los hechos que sacan a la luz bajo la inspiración del Espíritu Santo. Los evangelistas y la comunidad apostólica antes que ellos, con sus añadidos y subrayados diversos, no hicieron sino evidenciar los diferentes significados o implicaciones de un determinado dicho o hecho de Jesús.

Juan se preocupa de hacer que se explique anticipadamente por Jesús mismo este hecho cuando le atribuye las palabras: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta, sino que hablará lo que oiga y os anunciará lo que ha de venir» (Jn 16,12-13).

Estas observaciones nos resultan de particular utilidad cuando se trata del uso que hay que hacer de las bienaventuranzas evangélicas. Es bien sabido que las bienaventuranzas nos han llegado en dos versiones distintas. Mateo tiene ocho bienaventuranzas; Lucas sólo cuatro, seguidas, en cambio, de otros tantos «ay» contrarios. En Mateo el discurso es indirecto: «bienaventurados los pobres», «bienaventurados los que tienen hambre»; en Lucas el discurso es directo: «bienaventurados vosotros, los pobres», «bienaventurados los que tenéis hambre»; Lucas dice «pobres» y «hambrientos», Mateo pobres «de espíritu» y hambrientos «de justicia»

Después de toda la labor crítica realizada para distinguir lo que, en las bienaventuranzas, se remonta al Jesús histórico y lo que es propio de Mateo y de Lucas, [2], la tarea del creyente de hoy no es la de elegir como auténtica una de las dos versiones y dejar de lado la otra. Se trata más bien de recoger el mensaje contenido en una y otra versión evangélica y –según los casos y las necesidades de hoy– valorar, cada vez, una u otra perspectiva, como hizo cada uno de los dos evangelistas en su tiempo.

2. Quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados

Siguiendo este principio, reflexionamos hoy sobre la bienaventuranza de los hambrientos, partiendo de la versión de Lucas: «Bienaventurados los que tenéis hambre ahora, porque seréis saciados». Veremos, en un segundo momento, que la versión de Mateo, que habla de «hambre de justicia», no se opone a la de Lucas, sino que la confirma y refuerza.

Los que tienen hambre, en la bienaventuranza de Lucas, no constituyen una categoría diferente de los pobres mencionados en la primera bienaventuranza. Son los mismos pobres considerados en el aspecto más dramático de su condición, la falta de alimento. Paralelamente, los «saciados» son los ricos que en su prosperidad pueden satisfacer no sólo la necesidad, sino también la voluntad al comer. Es el propio Jesús quien se preocupó de explicar quiénes son los saciados y quiénes los que tienen hambre. Lo hizo con la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro (Lc 16, 19-31). También ésta considera pobreza y riqueza bajo la perspectiva de la falta o sobreabundancia de alimento: el rico «celebraba todos los días espléndidas fiestas»; el pobre «deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico».

La parábola sin embargo no explica sólo quiénes son los hambrientos y quiénes los saciados, sino también, y sobre todo, por qué los primeros son declarados bienaventurados y los segundos desventurados: «Un día el pobre murió y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado... en el infierno entre tormentos»

La riqueza y la saciedad tienden a encerrar al hombre en un horizonte terreno porque «donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Lc 12, 34); agravan el corazón con la disipación y la ebriedad, sofocando la semilla de la palabra (Cf. Lc 21, 34); hacen olvidar al rico que la noche siguiente podrían pedírsele cuentas de su vida (Lc 16,19-31); hacen la entrada en el Reino «más difícil que para un camello pasar por el ojo de una aguja» (Lc 18, 25).

El rico epulón y los demás ricos del evangelio no son condenados por el simple hecho de ser ricos, sino por el uso que hacen, o no, de su riqueza. En la parábola del rico epulón Jesús da a entender que habría, para el rico, un camino de salida, el de acordarse de Lázaro a su puerta y compartir con él su opulenta comida.

El remedio, en otras palabras, es hacerse «amigos de los pobres con las riquezas» (Lc 16, 9); el administrador infiel es elogiado por haber hecho esto, si bien en un contexto equivocado (Lc 16, 1-8). Pero la saciedad confunde el espíritu y hace extremadamente difícil ir por esta vía; la historia de Zaqueo muestra cómo es posible, pero también lo raro que es. De ahí el porqué del «ay» dirigido a los ricos y a los saciados; un «¡ay!», en cambio, que es más un «¡atentos!» que un «¡malditos!».

3. A los hambrientos colmó de bienes

Desde este punto de vista, el mejor comentario a la bienaventuranza de los pobres y de los que tienen hambre es lo que dice María en el Magnificat.

«Desplegó la fuerza de su brazo,
dispersó a los que son soberbios en su propio corazón.
Derribó a los potentados de sus tronos
y exaltó a los humildes.
A los hambrientos colmó de bienes
y despidió a los ricos sin nada» (Lc 1, 51-53).

Con una serie de poderosos verbos, María describe un vuelco y un cambio radical de partes entre los hombres: «Derribó – exaltó; colmó – despidió sin nada». Algo, por lo tanto, ya sucedido o que sucede habitualmente en la acción de Dios. Contemplando la historia no parece que haya habido una revolución social por la que los ricos, de golpe, hayan empobrecido y los hambrientos hayan sido saciados de alimento. Si por lo tanto lo que se esperaba era un cambio social y visible, ha habido un desmentido total por parte de la historia.
El vuelco ha sucedido, ¡pero en la fe! Se ha manifestado el reino de Dios y esto ha provocado una silenciosa, pero radical revolución. El rico aparece como un hombre que ha ahorrado una ingente suma de dinero; por la noche ha habido un golpe de Estado con una devaluación del cien por cien; por la mañana el rico se levanta, pero no sabe que es un pobre miserable. Los pobres y los hambrientos, al contrario, están en ventaja, porque están más dispuestos a acoger la nueva realidad, no temen el cambio; tienen el corazón preparado.

Santiago, dirigiéndose a los ricos, decía: «Llorad y dad alaridos por las desgracias que están para caer sobre vosotros. Vuestra riqueza está podrida» (St 5, 1-2). También aquí, nada testifica que en tiempos de Santiago los bienes de los ricos se pudrieran en los graneros. El apóstol quiere decir que ha ocurrido algo que les ha hecho perder todo valor real; se ha revelado una nueva riqueza. «Dios –escribe también Santiago– ha escogido a los pobres según el mundo como ricos en la fe y herederos del Reino» (St 2, 5).

Más que «una incitación a derribar a los potentados de sus tronos para exaltar a los humildes», como a veces se ha escrito, el Magnificat es una saludable advertencia dirigida a los ricos y a los poderosos acerca del tremendo peligro que corren, exactamente como el «ay» de Jesús y la parábola del rico epulón.

4. Una parábola actual

Una reflexión sobre la bienaventuranza de los que tienen hambre y de los saciados no puede contentarse con explicar su significado exegético; debe ayudarnos a leer con ojos evangélicos la situación en marcha a nuestro alrededor y a actuar en ella en el sentido indicado por la bienaventuranza.

La parábola del rico epulón y del pobre Lázaro se repite hoy, entre nosotros, a escala mundial. Ambos personajes incluso representan los dos hemisferios: el rico epulón el hemisferio norte (Europa occidental, América, Japón); el pobre Lázaro es, con pocas excepciones, el hemisferio sur. Dos personajes, dos mundos: el primer mundo y el «tercer mundo». Dos mundos de desigual tamaño: el que llamamos «tercer mundo» representa en realidad «dos tercios del mundo» (se está afirmando el uso de llamarlo precisamente así: no «tercer mundo», third world , sino «dos tercios del mundo», two-third world).

Hay quien ha comparado la tierra a una astronave en vuelo por el cosmos, en la que uno de los tres astronautas a bordo consume el 85% de los recursos presentes y brega por acaparar también el restante 15%. El desperdicio es habitual en los países ricos. Hace años una investigación realizada por el Ministerio de Agricultura americano calculó que de 161 mil millones de kilos de productos alimentarios, 43 mil millones, esto es, cerca de la cuarta parte, acaban en la basura. De este alimento desechado, se podrían recuperar fácilmente, si se quisiera, cerca de 2 mil millones de kilos, una cantidad suficiente para alimentar durante un año a cuatro millones de personas.

El mayor pecado contra los pobres y los hambrientos es tal vez la indiferencia, fingir no ver, «dar un rodeo (Cf. Lc 10, 31). Ignorar las inmensas muchedumbres de mendigos, sin techo, sin cuidados médicos y, sobre todo, sin esperanza de un futuro mejor –escribía Juan Pablo II en la encíclica "Sollicitudo rei socialis"– «significaría parecernos al rico epulón que fingía no conocer al mendigo Lázaro, postrado a su puerta» [3].

Tendemos a poner, entre nosotros y los pobres, un doble cristal. El efecto del doble cristal, hoy tan aprovechado, es que impide el paso del frío y del ruido, diluye todo, hace llegar todo amortiguado, atenuado. Y de hecho vemos a los pobres moverse, agitarse, gritar tras la pantalla de la televisión, en las páginas de los periódicos y de las revistas misioneras, pero su grito nos llega como de muy lejos. No llega al corazón, o llega ahí sólo por un momento.

Lo primero que hay que hacer, respecto a los pobres, es por lo tanto romper el «doble cristal», superar la indiferencia, la insensibilidad, echar abajo las barreras y dejarse invadir por una sana inquietud a causa de la espantosa miseria que hay en el mundo. Estamos llamados a compartir el suspiro de Cristo: «Siento compasión por esta gente que no tiene nada qué comer»: mi sereor super turba (Cf. Mc 8, 2). Cuando se tiene ocasión de ver con los propios ojos qué es la miseria y el hambre, visitando las aldeas o las periferias de las grandes ciudades en ciertos países africanos (a mí me ha sucedido hace algunos meses en Ruanda), la compasión deja sin palabras.

Eliminar o reducir el injusto y escandaloso abismo que existe entre los saciados y los hambrientos del mundo es la tarea más urgente y más ingente que la humanidad ha llevado consigo sin resolver al entrar en el nuevo milenio. Una tarea en la que sobre todo las religiones deberían distinguirse y hallarse unidas más allá de toda rivalidad. Una empresa de esta envergadura no puede promoverla ningún líder o poder político, condicionado como está por los intereses de la propia nación y frecuentemente por poderes económicos fuertes. El Santo Padre Benedicto XVI ha dado ejemplo de ello con el fuerte llamamiento, dirigido el pasado enero, al cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede, como hizo también el año pasado en la misma ocasión:

«Entre las cuestiones esenciales, ¿cómo no pensar en los millones de personas, especialmente mujeres y niños, que carecen de agua, comida y vivienda? El escándalo del hambre, que tiende a agravarse, es inaceptable en un mundo que dispone de bienes, de conocimientos y de medios para subsanarlo» [4].

5. «Bienaventurados los que tienen hambre de justicia»

Decía al principio que las dos versiones de la bienaventuranzas de los hambrientos, la de Lucas y la de Mateo, no se presentan alternativamente, sino que se integran recíprocamente. Mateo no habla de hambre material, sino de hambre y sed de «justicia». De estas palabras se han dado dos interpretaciones fundamentales.

Una, en línea con la teología luterana, interpreta la bienaventuranza de Mateo a la luz de lo que dirá San Pablo sobre la justificación mediante la fe. Tener hambre y sed de justicia significa tomar conciencia de la propia necesidad de justicia y de la incapacidad para procurársela solos con las obras y por lo tanto esperarla humildemente de Dios. La otra interpretación ve en la justicia «no la que Dios mismo pone por obra o la que Él concede, sino la que Él reclama al hombre» [5], en otras palabras, las obras de justicia.

A la luz de esta interpretación, con mucho la más común y exegéticamente más fundada, el hambre material de Lucas y el hambre espiritual de Mateo ya no carecen de relación entre sí. Estar de lado de los hambrientos y de los pobres entra en las obras de justicia y será, más aún, según Mateo, el criterio según el cual ocurrirá al final la separación entre justos e injustos (Cf. Mt 25).

Toda la justicia que Dios pide del hombre se resume en el doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo (Cf. Mt 22, 40). Es el amor al prójimo por lo tanto el que debe impulsar a los hambrientos de justicia a preocuparse de los hambrientos de pan. Y éste es el gran principio a través del cual el Evangelio actúa en el ámbito social. En cuanto a este punto, lo había percibido adecuadamente la teología liberal:

«En ninguna parte del Evangelio –escribe uno de sus más ilustres representantes, Adolph von Harnack– encontramos que enseñe a mantenernos indiferentes ante los hermanos. La indiferencia evangélica (no preocuparse del alimento, del vestido, del mañana) expresa más que nada lo que cada alma debe sentir ante el mundo, sus bienes y sus lisonjas. Cuando se trata, en cambio, del prójimo, el Evangelio no quiere ni oír hablar de indiferencia, sino que impone amor y piedad. Además, el Evangelio considera absolutamente inseparables las necesidades espirituales y temporales de los hermanos» [6].

El Evangelio no incita a los hambrientos a hacerse solos justicia, a alzarse, también porque en tiempos de Jesús –a diferencia de hoy– aquellos no tenían instrumento alguno, ni teórico ni práctico, para hacerlo; no les pide el inútil sacrificio de ir a dejarse matar detrás de algún agitador celote o cualquier Espartaco local. Jesús actúa sobre la parte fuerte, no sobre la parte débil; afronta, Él, la ira y el sarcasmo de los ricos con sus «ay»( Lc 16, 14), no deja que sean las víctimas las que lo hagan.

Buscar a toda costa, en el Evangelio, modelos o invitaciones explícitas dirigidas a los pobres y a los hambrientos par que se empleen en cambiar solos la propia situación es vano y anacrónico, y hace perder de vista la verdadera contribución que él puede dar a su causa. En esto tiene razón Rudolph Bultmann cuando escribe que «el cristianismo ignora cualquier programa de transformación del mundo y no tiene propuestas que presentar para la reforma de las condiciones políticas y sociales» [7], si bien su afirmación necesitaría alguna distinción.

El de las bienaventuranzas no es el único modo de afrontar el problema de la riqueza y pobreza, hambre y saciedad; hay otros, hechos posibles por el progreso de la conciencia social, a los cuales justamente los cristianos dan su apoyo y la Iglesia, con su Doctrina Social, su propio discernimiento.

El gran mensaje de las bienaventuranzas es que, independientemente de lo que hagan o no por ellos los ricos y saciados, incluso así, en el estado actual, la situación de los pobres y de los hambrientos por la justicia es preferible a la de los primeros.

Existen planos y aspectos de la realidad que no se perciben a simple vista, sino sólo con la ayuda de una luz especial, rayos infrarrojos o ultravioletas. Se usa ampliamente en las fotografías de satélite. La imagen obtenida con esta luz es muy distinta y sorprendente para quien está acostumbrado a ver el mismo panorama a la luz natural. Las bienaventuranzas son una especia de rayos infrarrojos: nos ofrecen una imagen distinta de la realidad, la única verdadera, porque muestra lo que al final quedará, cuando haya pasado «el esquema de este mundo».

6. Eucaristía y compartir

Jesús nos ha dejado una antítesis perfecta del banquete del rico epulón, la Eucaristía. Esta es la celebración diaria del gran banquete al que el señor invita a «pobres y lisiados, y ciegos y cojos» (Lc 14, 15-24), esto es, a todo los pobres Lázaros que hay alrededor. En ella se realiza la perfecta «comensalidad»: la misma comida y la misma bebida, y en la misma cantidad, para todos, para quien preside como para el último que ha llegado a la comunidad, para el riquísimo como para el paupérrimo.

El vínculo entre el pan material y el espiritual era bien visible en los primeros tiempos de la Iglesia, cuando la cena del Señor, llamada agape, tenía lugar en el marco de una comida fraterna, en la que se compartía tanto el pan común como el eucarístico.

A los corintios que habían errado sobre este punto, San Pablo escribía: «Cuando os reunís, pues, en común, eso ya no es comer la Cena del Señor; porque cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa hambre, otro se embriaga» (1 Co 11, 20-22). Acusación gravísima; es como decir: ¡la vuestra ya no es una Eucaristía!

Hoy la Eucaristía ya no se celebra en el contexto de una comida común, pero el contraste entre quien tiene lo superfluo y quien no tiene lo necesario ha adquirido dimensiones planetarias. Si proyectamos la situación descrita por Pablo de la Iglesia local de Corinto a la Iglesia universal, nos damos cuenta con pesar de que es lo que –objetivamente, si bien no siempre culpablemente– sucede también en la actualidad. Entre millones de cristianos que, en los distintos continentes, participan en la Misa dominical, hay algunos que, de regreso a casa, tienen a disposición todo bien, y otros que no tienen nada que dar de comer a sus propios hijos.

La reciente exhortación post-sinodal sobre la Eucaristía recuerda con fuerza: «El alimento de la verdad nos impulsa a denunciar las situaciones indignas del hombre, en las que a causa de la injusticia y la explotación se muere por falta de comida, y nos da nueva fuerza y ánimo para trabajar sin descanso en la construcción de la civilización del amor» [8].

El 0,8% [porcentaje de asignación tributaria del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas en Italia. Ndt] mejor gastado es el que se destina a la Iglesia con este objetivo, sosteniendo las diversas «Caritas» nacionales y diocesanas, las mesas de los pobres, iniciativas para la alimentación en los países en vías de desarrollo. Uno de los signos de vitalidad de nuestras comunidades religiosas tradicionales son las mesas de los pobres que existen en casi todas las ciudades, en las que se distribuyen miles de comidas al día en un clima de respeto y de acogida. Es una gota en un océano, pero también el océano, decía la Madre Teresa de Calcuta, está hecho de muchas pequeñas gotas.

Me gustaría concluir con la oración que rezamos a diario, antes de la comida, en mi comunidad: «Bendice, Señor, este alimento que por tu bondad vamos a tomar, ayúdanos a proveer de él también a quienes no lo tienen y haznos partícipes un día de tu mesa celestial. Por Cristo Nuestro Señor».

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[1] D. H. Dodd, Storia ed Evangelo, Brescia 1976, p.23.
[2] Cf. J. Dupont, Le beatitudini, 2 Voll. Edizioni Paoline 1992 (ed. originale Parigi 1969).
[3] Giovanni Paolo II, Enc. "Sollicitudo rei socialis", n. 42.
[4] Discours du pape Benoît XVI pour les vœux au corps diplomatique accrédité près le saint- siège, Lundi 8 janvier 2007.
[5] Cf. Dupont, II, pp. 554 ss.
[6] A. von Harnack, Il cristianesimo e la società, Mendrisio 1911, pp. 12 ss.
[7] R. Bultmann, Il cristianesimo primitivo, Milano 1964, p. 203 (Titolo orig. Das Urchristentum im Rahmen der antiken Religionen).
[8] «Sacramentum caritatis» , n.90.


«BIENAVENTURADOS LOS MISERICORDIOSOS PORQUE ELLOS ALCANZARÁN MISERICORDIA» P. Raniero Cantalamessa, Cuarta Predicación de Cuaresma a la Casa Pontificia
1. La misericordia de Cristo

La bienaventuranza sobre la que deseamos reflexionar en esta última meditación cuaresmal es la quinta, según el orden de Mateo: «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia». Partiendo, como siempre, de la afirmación de que las bienaventuranza son el autorretrato de Cristo, también esta vez nos planteamos enseguida la pregunta: ¿cómo vivió Jesús la misericordia? ¿Qué nos dice su vida sobre esta bienaventuranza?

En la Biblia, la palabra misericordia se presenta con dos significados fundamentales: el primero indica la actitud de la parte más fuerte (en la alianza, Dios mismo) hacia la parte más débil y se expresa habitualmente en el perdón de las infidelidades y de las culpas; el segundo indica la actitud hacia la necesidad del otro y se expresa en las llamadas obras de misericordia. (En este segundo sentido el término se repite con frecuencia en el libro de Tobías). Existe, por así decirlo, una misericordia del corazón y una misericordia de las manos.

En la vida de Jesús resplandecen las dos formas. Él refleja la misericordia de Dios hacia los pecadores, pero se conmueve también de todos los sufrimientos y necesidades humanas, interviene para dar de comer a la multitud, curar a los enfermos, liberar a los oprimidos. De Él el evangelista dice: «Tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17).

En nuestra bienaventuranza el sentido que prevalece es ciertamente el primero, el del perdón y de la remisión de los pecados. Lo deducimos por la correspondencia entre la bienaventuranza y su recompensa: «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia», se entiende ante Dios, que perdonará sus pecados. La frase: «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso», se explica inmediatamente con «perdonad y seréis perdonados» (Lc 6, 36-37).

Es conocida la acogida que Jesús reserva a los pecadores en el Evangelio y la oposición que ello le procuró por parte de los defensores de la ley, quienes le acusaban de ser «un comilón y bebedor, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7, 34). Uno de los dichos históricamente mejor atestiguados de Jesús es: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2, 17). Sintiéndose por Él acogidos y no juzgados, los pecadores le escuchaban gustosamente.

Pero ¿quiénes eran los pecadores? ¿A quién se indicaba con este término? En línea con la tendencia actualmente difundida de disculpar del todo a los fariseos del Evangelio, atribuyendo la imagen negativa a forzamientos posteriores de los evangelistas, alguien ha sostenido que con este término se comprenden «los transgresores deliberados e impenitentes de la ley» [1]; en otras palabras, los delincuentes comunes y los fuera de la ley del tiempo.

Si así fuera, los adversarios de Jesús efectivamente tenían razón en escandalizarse y considerarle persona irresponsable y socialmente peligrosa. Sería como si hoy un sacerdote frecuentara habitualmente a mafiosos, camorristas y criminales en general, y aceptara sus invitaciones a comer con el pretexto de hablarles de Dios.

En realidad las cosas no son así. Los fariseos tenían una visión propia de la ley y de lo que es conforme o contrario a ella, y consideraban réprobos a todos aquellos que no eran conformes a su praxis. Jesús no niega que exista el pecado y que haya pecadores; no justifica los fraudes de Zaqueo o el adulterio de una mujer. El hecho de llamarles «enfermos» lo demuestra.

Lo que Jesús condena es establecer por uno mismo cuál es la verdadera justicia y considerar a todos los demás «ladrones, injustos y adúlteros», negándoles hasta la posibilidad de cambiar. Es significativo el modo en que Lucas introduce la parábola del fariseo y del publicano: «Dijo entonces a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola» (Lc 18, 9). Jesús era más severo hacia quieres, despectivos, condenaban a los pecadores, que hacia los pecadores mismos [2].

2. Un Dios que se complace en tener misericordia

Jesús justifica su conducta hacia los pecadores diciendo que así actúa el Padre celestial. A sus detractores les recuerda la palabra de Dios en los profetas: «Misericordia quiero, y no sacrificios» (Mt 9, 13). La misericordia hacia la infidelidad del pueblo, la hesed, es el rasgo más sobresaliente del Dios de la Alianza y llena la Biblia de un extremo a otro. Un Salmo lo repite en forma de letanía, explicando con ella todos los eventos de la historia de Israel: «Porque eterna es su misericordia» (Sal 136).

Ser misericordiosos se presenta así como un aspecto esencial del ser «a imagen y semejanza de Dios». «Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36) es una paráfrasis del famoso: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19, 2).

Pero lo más sorprendente, acerca de la misericordia de Dios, es que Él experimenta alegría en tener misericordia. Jesús concluye la parábola de la oveja perdida diciendo: «Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 7). La mujer que encontró la dracma perdida grita a sus amigas: «Alegraos conmigo». En la parábola del hijo pródigo además la alegría desborda y se convierte en fiesta, banquete.

No se trata de un tema aislado, sino profundamente enraizado en la Biblia. En Ezequiel Dios dice: «Yo no me complazco en la muerte del malvado, sino (¡me complazco!) en que el malvado se convierta de su conducta y viva» (Ez 33,11). Miqueas dice que Dios «se complace en tener misericordia» (Mi 7,18), esto es, experimenta gozo al hacerlo.

¿Pero por qué –surge la cuestión- una oveja debe contar, en la balanza, igual que todas las demás juntas, e importar más precisamente porque se ha escapado y ha creado más problemas? Una explicación convincente la he encontrado en el poeta Charles Péguy. Extraviándose, aquella oveja, igual que el hijo menor, hizo temblar el corazón de Dios. Dios temió perderla para siempre, verse obligado a condenarla y privarse de ella eternamente. Este miedo hizo brotar la esperanza en Dios y la esperanza, una vez realizada, provocó la alegría y la fiesta. «Toda penitencia del hombre es la coronación de una esperanza de Dios» [3]. Es un lenguaje figurado, como todo lo que hablamos de Dios, pero contiene una verdad.

En los hombres la condición que hace posible la esperanza es el hecho de que no conocemos el futuro y por ello lo esperamos; en Dios, que conoce el futuro, la condición es que no quiere (y, en cierto sentido, no puede) realizar lo que desea sin nuestro permiso. La libertad humana explica la existencia de la esperanza en Dios.

¿Qué decir entonces de las noventa y nueve ovejas juiciosas y del hijo mayor? ¿No existe ninguna alegría en el cielo por ellos? ¿Vale la pena vivir toda la vida como buenos cristianos? Recordemos qué responde el Padre al hijo mayor: «Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). El error del hijo mayor está en considerar que haberse quedado siempre en casa y haber compartido todo con el Padre no es un privilegio inmenso, sino un mérito; se comporta como mercenario más que como hijo. (Esto debería ser una alerta para todos nosotros, que, por estado de vida, ¡nos encontramos en la misma situación que el hijo mayor!).

Sobre este punto la realidad ha sido mejor que la parábola misma. En la realidad, el hijo mayor –el Primogénito del Padre, el Verbo-, no se quedó en la casa paterna; Él se fue a «una región lejana» a buscar al hijo menor, esto es, la humanidad caída; ha sido Él quien le ha reconducido a casa, quien le ha procurado vestidos nuevos y le ha preparado un banquete al que puede sentarse en cada Eucaristía.

En una novela suya, Dostoiewski describe una escena que tiene todo el ambiente de una imagen real. Una mujer del pueblo tiene en brazos a su niño de pocas semanas, cuando éste –por primera vez, dice ella- le sonríe. Compungida, se hace el signo de la cruz y a quien le pregunta el por qué de ese gesto le responde: «De igual manera que una madre es feliz cuando nota la primera sonrisa de su hijo, así se alegra Dios cada vez que un pecador se arrodilla y le dirige una oración con todo el corazón» [4].

3. Nuestra misericordia, ¿causa o efecto de la misericordia de Dios?

Jesús dice «Bienaventurados los misericordiosos porque ellos alcanzarán misericordia» y en el Padre Nuestro nos hace orar: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden». Dice también: «Si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas» (Mt 6, 15). Estas frases podrían llevar a pensar que la misericordia de Dios hacia nosotros es un efecto de nuestra misericordia hacia los demás, y que es proporcional a ella.

Si así fuera en cambio estaría completamente del revés la relación entre gracia y buenas obras, y se destruiría el carácter de pura gratuidad de la misericordia divina solemnemente proclamado por Dios ante Moisés: «Realizaré gracia a quien quiera hacer gracia y tendré misericordia de quien quiera tener misericordia» (Ex 33,19).

La parábola de los dos siervos (Mt 18, 23 ss,) es la clave para interpretar correctamente la relación. En ella se ve cómo es el señor quien, en primer lugar, sin condiciones, perdona una deuda enorme al siervo (¡diez mil talentos!) y que es precisamente su generosidad la que debería haber impulsado al siervo a tener piedad de quien le debía la mísera suma de cien denarios.

Debemos, entonces, tener misericordia porque hemos recibido misericordia, no para recibir misericordia; pero hay que tener misericordia, si no la misericordia de Dios no tendrá efecto en nosotros y nos será retirada, como el señor de la parábola la retiró al siervo despiadado. La gracia «previene» siempre y es ella la que crea el deber: «Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros», escribe San Pablo a los Colosenses (Col 3, 13).

Si, en la bienaventuranza, la misericordia de Dios hacia nosotros parece tener el efecto de nuestra misericordia hacia los hermanos, es porque Jesús se sitúa aquí en la perspectiva del juicio final («alcanzarán misericordia», ¡en futuro!). «Tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (St 2, 13).

4. Experimentar la misericordia divina

Si la misericordia divina está en el inicio de todo y es ella la que exige y hace posible la misericordia de los unos con los otros, entonces lo más importante para nosotros es tener una experiencia renovada de la misericordia de Dios. Nos estamos acercando a la Pascua y esta es la experiencia pascual por excelencia.

El escritor Franz Kafka tiene una novela titulada «El Proceso». En ella se habla de un hombre que un día, sin que nadie sepa por qué, es declarado en detención, si bien continúa con su vida acostumbrada y su trabajo de modesto empleado. Empieza una extenuante búsqueda para conocer los motivos, el tribunal, las imputaciones, los procedimientos. Pero nadie sabe decirle nada; sólo que existe verdaderamente un proceso en su contra. Hasta que un día vengan a llevárselo para la ejecución de la sentencia.

En el curso del suceso se va conociendo que habría, para este hombre, tres posibilidades: la absolución auténtica, la absolución aparente y el aplazamiento. La absolución aparente y el aplazamiento, sin embargo, no resolverían nada; servirían sólo para mantener al imputado en una incertidumbre mortal para toda la vida. En la absolución auténtica, en cambio, «las actas procesales deben ser completamente suprimidas, desaparecen del todo del proceso, no sólo la acusación, sino también el proceso y hasta la sentencia se destruyen, todo es destruido».

Pero de estas absoluciones auténticas, tan suspiradas, no se sabe que haya habido jamás ninguna; hay sólo rumores al respecto, nada más que «bellísimas leyendas». La obra concluye así, como todas las del autor: algo que se entrevé de lejos, se persigue con afán como en una pesadilla nocturna, pero sin posibilidad alguna de alcanzarlo [5].

En Pascua la liturgia de la Iglesia nos transmite la increíble noticia de que la absolución auténtica existe para el hombre, no es sólo una leyenda, algo bellísimo pero inalcanzable. Jesús ha destruido «la nota de cargo que había contra nosotros; y la suprimió clavándola en la cruz» (Col 2, 14). Ha destruido todo. «Ninguna condenación pesa ya para los que están en Cristo Jesús» (Rm 8, 1). ¡Ninguna condenación! ¡De ningún tipo! ¡Para los que creen en Cristo Jesús!

En Jerusalén había una piscina milagrosa y el primero que se arrojaba dentro, cuando las aguas se agitaban, se sanaba (v. Jn 5, 2 ss.). En cambio la realidad, también aquí, es infinitamente mayor que el símbolo. De la cruz de Cristo ha brotado la fuente de agua y sangre, y no uno solo, sino todos los que se arrojen dentro salen curados.

Después del bautismo, esta piscina milagrosa es el sacramento de la Reconciliación, y esta última meditación desearía servir precisamente como preparación a una buena confesión pascual. Una confesión «fuera de serie», o sea, distinta a las acostumbradas, en la que permitamos de verdad al Paráclito «convencernos de pecado». Podríamos tomar como espejo las bienaventuranzas meditadas en Cuaresma, comenzando ahora y repitiendo juntos la expresión tan antigua y tan bella: ¡Kyrie eleison!, ¡Señor, ten piedad!

«Bienaventurados los puros de corazón»: Señor, reconozco toda la impureza y la hipocresía que hay en mi corazón; tal vez, la doble vida que llevo ante Ti y los demás. ¡Kyrie eleison!

«Bienaventurados los mansos»: Señor, te pido perdón por la impaciencia y la violencia oculta que existe dentro de mí, por los juicios temerarios, el sufrimiento que he provocado a las personas a mi alrededor... ¡Kyrie eleison!

«Bienaventurados los que tienen hambre»: Señor, perdona mi indiferencia hacia los pobres y los hambrientos, mi continua búsqueda de comodidad, mi estilo de vida aburguesada... ¡Kyrie eleison!

«Bienaventurados los misericordiosos»: Señor, frecuentemente he pedido y he recibido a la ligera tu misericordia, ¡sin darme cuenta de a qué precio me la has procurado! A menudo he sido el siervo perdonado que no sabe perdonar: ¡Kyrie eleison! ¡Señor, ten piedad!

Hay una gracia especial cuando no es sólo el individuo, sino toda la comunidad la que se pone ante Dios en esta actitud penitencial. De una experiencia profunda de la misericordia de Dios se sale renovados y llenos de esperanza: «Dios, rico de misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo» (Ef 2, 4-5).

5. Una Iglesia «rica en misericordia»

En su mensaje para la Cuaresma de este año, el Santo Padre escribe: «Que la Cuaresma sea para todos los cristianos una experiencia renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor que también nosotros cada día debemos "volver a dar" al prójimo». Así es la misericordia, la forma que el amor de Dios toma ante el hombre pecador: tras haber tenido esta experiencia, debemos, a nuestra vez, mostrarla con los hermanos. Ello tanto en el nivel de la comunidad eclesial como en el nivel personal.

Predicando los ejercicios espirituales a la Curia Romana desde esta misma mesa en el Año Jubilar 2000, el cardenal François Xavier Nguyên Van Thuân, aludiendo al rito de apertura de la Puerta Santa, dijo en una meditación: «Sueño una Iglesia que sea una "Puerta Santa", abierta, que abrace a todos, que esté llena de compasión y comprensión por todos los sufrimientos de la humanidad, tendida a consolarla» [6].

La Iglesia del Dios «rico en misericordia», dives in misericordia , no puede no ser ella misma dives in misericordia. De la actitud de Cristo hacia los pecadores examinada antes deducimos algunos criterios. Él no hace trivial el pecado, pero encuentra el modo de no alejar jamás a los pecadores, sino más bien de atraerlos hacia sí. No ve en ellos sólo lo que son, sino aquello en lo que se pueden convertir si son tocados por la misericordia divina en lo profundo de su miseria y desesperación. No espera a que acudan a Él; frecuentemente es Él quien va a buscarles.

Actualmente los exégetas están bastante de acuerdo en admitir que Jesús no tenía una actitud hostil hacia la ley mosaica, que Él mismo observaba escrupulosamente. Lo que le situaba en oposición con la élite religiosa de su tiempo era una cierta manera rígida y a veces inhumana en que interpretaban la ley. «El sábado es para el hombre -decía-, no el hombre para el sábado» (Mc 2,27), y lo que dice del descanso sabático, una de las leyes más sagradas en Israel, vale para cualquier otra ley.

Jesús es firme y riguroso en los principios, pero sabe cuándo un principio debe ceder paso a un principio superior que es el de la misericordia de Dios y la salvación del hombre. Cómo estos criterios que se desprenden de la actitud de Cristo pueden aplicarse concretamente a los problemas nuevos que se presentan en la sociedad, depende de la paciente búsqueda y en definitiva del discernimiento del Magisterio. También en la vida de la Iglesia, como en la de Jesús, deben resplandecer juntas la misericordia de las manos y la del corazón, tanto las obras de misericordia como las «entrañas de misericordia».

6. «Revestíos de entrañas de misericordia»

La última palabra a propósito de cada bienaventuranza debe ser siempre la que afecta personalmente e impulsa a cada uno de nosotros a la conversión y a la práctica. San Pablo exhortaba a los Colosenses con estas palabras:

«Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos y amados, de entrañas de misericordia, de bondad, humildad, mansedumbre, paciencia, soportándoos unos a otros y perdonándoos mutuamente, si alguno tiene queja contra otro. Como el Señor os perdonó, perdonaos también vosotros» (Col 3, 12-13).

«Los seres humanos –decía San Agustín- somos como vasos de arcilla, que solo con rozarse, se hacen daño (lutea vasa quae faciunt invicem angustias)» [7]. No se puede vivir en armonía, en la familia y en cualquier otro tipo de comunidad, sin la práctica del perdón y de la misericordia recíproca. Misericordia es una palabra compuesta por misereo y cor; significa conmoverse en el propio corazón del sufrimiento o el error del hermano. Es así que Dios explica su misericordia frente a las desviaciones del pueblo: «Mi corazón está en mí conmovido, y a la vez se estremecen mis entrañas» (Os 11,8).

Se trata de reaccionar con el perdón y, hasta donde es posible, con la excusa, no con la condena. Cuando se trata de nosotros, vale el dicho: «Quien se excusa, Dios lo acusa; quien se acusa, Dios lo excusa»; cuando se trata de los demás ocurre lo contrario: «Quien excusa al hermano, Dios lo excusa a él; quien acusa al hermano, Dios lo acusa a él».

El perdón es para una comunidad lo que es el aceite para el motor. Si uno sale en coche sin una gota de aceite en el motor, en pocos kilómetros todo se incendiará. Como el aceite, también el perdón resuelve las fricciones. Hay un Salmo que canta el gozo de vivir juntos como hermanos reconciliados; dice esto: «es como ungüento fino en la cabeza», que baja por la barba de Aarón, hasta la orla de sus vestiduras (v. Sal 133).

Nuestro Aarón, nuestro Sumo sacerdote, dirían los Padres de la Iglesia, es Cristo; la misericordia y el perdón es el ungüento que desciende de esta «cabeza» elevada en la cruz y se extiende a lo largo del cuerpo de la Iglesia hasta la orla de sus vestidos, hasta aquellos que viven en sus orillas. Donde se vive así, en el perdón y en la misericordia recíproca, «el Señor da su bendición y la vida para siempre».

Procuremos identificar, en nuestras relaciones con los demás, la que parezca más necesitada de recibir el ungüento de la misericordia y de la reconciliación, y volquémoslo silenciosamente, con abundancia, por la Pascua. Unámonos a nuestros hermanos ortodoxos, que en Pascua no se cansan de cantar:

«¡Es el día de la Resurrección!
Irradiamos gozo por la fiesta,
abracémonos todos.
Digamos hermano también a quien nos odia,
perdonemos todo por amor a la Resurrección» [8].

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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[1] Cf. E.P. Sanders, Jesus and Judaism, London 1985, p. 385 (Trad. ital. Gesù e il giudaismo, Genova 1992).
[2] Cf. J.D.G. Dunn, Gli albori del cristianesimo, I, 2, Brescia 2006, pp.567-572.
[3] Ch. Péguy, Il portico del mistero della seconda virtù, in Oeuvres poétiques complètes, Gallimard, Parigi 1975, pp. 571 ss.
[4] F. Dostoevskij, L'Idiota, Milano 1983, p. 272.
[5] F. Kafka, Il processo, Garzanti, Milano 1993, pp. 129 ss.
[6] F.X. Van Thuan, Testimoni della speranza, Città Nuova, Roma 2000, p.58.
[7] S. Agostino, Sermoni, 69, 1 (PL 38, 440)
[8] Stichirà di Pasqua, testi citati in G. GHARIB, Le icone festive della Chiesa Ortodossa, Milano 1985, pp. 174-182.

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