jueves, 17 de abril de 2014

BIENES MATERIALES.


1. LOS BIENES MATERIALES, LAZO DE AMOR
1. Dones de amor

Los bienes materiales sirven para todo. Pero no es eso lo que los hace más apreciables, sino el ser esencialmente dádivas del amor de Dios. La rica plenitud con que Dios sembró los bienes materiales muestra su amorosa solicitud paternal para con el hombre. No tiene éste, pues, razón para inquietarse por esos bienes (Mt 6, 25 ss). Los bienes materiales, con los que provee a sus necesidades corporales y a su hermosura, debe tomarlos el hombre como signo de los dones todavía mayores con que Dios abastece las necesidades de su alma, y el alma es infinitamente más que el alimento y el vestido (Mt 6, 25). Los bienes materiales son la preciosa añadidura que Dios hace al don infinitamente valioso de su reino. "Buscad primero el reino de Dios, y todo se os dará por añadidura" (Mt 6, 33; Lc 12, 31). No son, pues, los dones del reino de Dios lo que más nos han de interesar, sino el reino mismo. De ahí la constante amonestación de que nos valgamos de los dones materiales con que nos colma la divina liberalidad para el servicio de Dios, para gloria y alabanza de su amor y magnificencia. Y porque los bienes materiales se ordenan definitivamente al reino de la gracia, podemos emplearlos de manera que no sólo no perdamos por ellos los bienes eternos — véase la oración del tercer domingo después de Pentecostés —, sino que vengamos a apreciarlos más.
Dios constituyó al hombre amo y señor de los bienes de la tierra, y ese dominio (Gen 1, 28 ss) muestra la semejanza del hombre con Dios. Son, pues, los bienes de la tierra las ofrendas de honor del amoroso dominio divino. Al ejercer su dominio sobre estos bienes, debe el hombre reflejar y proclamar la amorosa gloria de Dios, al mismo tiempo que desarrolla y proclama su semejanza con Él. El hombre debe mostrarse imagen y remedo de Dios, ejerciendo el dominio sobre la creación, o sea, colocándose por encima de los bienes creados, utilizándolos, cual dones de amor, en provecho propio y del prójimo, ofreciendo así a Dios el reconocimiento cultual de su supremo dominio.
Si tal es el carácter de los bienes creados, la actitud fundamental que debe adoptar el hombre es la de la gratitud para con el dador de todo bien; que si ésta viene a faltar, tales bienes se hacen sumamente peligrosos. Quien olvida este carácter de dones del amor divino, esencial a los bienes creados, no puede gozar de ellos en la forma justa y conveniente; porque no viendo en ellos más que su utilidad, se dejará arrastrar muy fácilmente por la fría voluntad de lucro, y ésta es la que divide a los hombres.
El resplandor de la gloria de Dios, que brilla sobre los bienes terrenos, adquiere no sé qué de mágico e idolátrico, desde el momento en que el hombre deja de referirlos a Dios por la gratitud y la adoración.
La avaricia es el efecto más palpable de esa falta de gratitud; por eso es una especie de idolatría (Col 3, 5; Eph 5. 5). El avaro no tiene parte en el reino de Dios (Eph 5, 5) ; y esto porque ha colocado su último fin en los bienes de este mundo. Su corazón, de donde mana la fuerza inagotable del amor, está tan embotado por los cuidados materiales, que la palabra de Dios no puede echar raíces en él; sino que queda luego sofocada (Mt 13, 22). La avaricia, que es el culto de Mamón, embarga tanto al hombre, que le hace imposible el servicio de Dios (Mt 6, 24). El avaro se excusa ante la honrosa invitación a las bodas del divino amor con una pasmosa ceguera y descaro, alegando que los bienes materiales no le dejan tiempo para ello (Lc 14, 18). La avaricia, al par que la fornicación, revela un corazón sin alegría y alejado de Dios (Eph 4, 19). "Es ella la raíz de todos los males; y muchos, por dejarse llevar de ella, se extravían en la fe y a sí mismos se atormentan con muchos dolores" (1 Tim 6, 10). Más que nadie, el ministro del santuario ha de tener su corazón despegado de los bienes terrenos (1 Tim 3, 3; 6, 11). Amonesta el Salvador a sus discípulos: "Mirad de guardaros de toda avaricia, porque, aunque se tenga mucho, no está la vida en la hacienda" (Lc 12, 15).
Pero el Señor, al amonestarnos a que no apeguemos el corazón a las riquezas, no niega su valor. Sí pierden su valor para quien se esclaviza de ellas, para quien las busca ansiosamente, a semejanza del rico hacendado de la parábola (Lc 12, 16 ss), al que parecieron demasiado pequeños sus graneros. Las riquezas deben ser "odiadas" y "despreciadas" desde el momento en que, cautivando con el falso brillo de fin último, amenazan con alejarnos de Dios. Miradas, empero, en su verdadera esencia, o sea, como dones del amor divino, merecen siempre nuestro aprecio agradecido. Si se nos exige el desprendimiento, es porque en el está el camino para llegar al amor puro del Dador de esos bienes, del único amor que dá la felicidad.
2. Ofrendas de amor y pobreza voluntaria
Puede el hombre ofrecer a Dios en prenda de agradecimiento los frutos de la tierra. La historia de la religión muestra la suma importancia que se ha dado siempre a la ofrenda cultual de las primicias de las selvas, de los campos y de las majadas. La ofrenda de las primicias, practicada en los pueblos primitivos, muestra mejor que nada cuán arraigado tenían en su corazón esos hombres sencillos el sentimiento de que los bienes de la tierra eran esencialmente dones de la bondad paternal de Dios. Pero lo que mejor muestra el profundo sentido y las grandes posibilidades de los bienes materiales, es la ofrenda del diezmo y de las otras contribuciones obligatorias o espontáneas para la solemnidad del culto y para las demás obras de la Iglesia. Mas la ofrenda que a todas aventaja, la que incluye al mismo tiempo el don más precioso de Dios y el fruto del trabajo humano, es la ofrenda del pan y del vino para la consagración de la divina eucaristía, el don más sublime del amor divino y la más rica ofrenda de la humanidad. En los bienes materiales brilla y se revela el amor de Dios y por eso están destinados a glorificar ese mismo amor.
La pobreza voluntaria, y sobre todo el voto de pobreza contribuye maravillosamente a poner de manifiesto y a realizar esta última finalidad de los bienes de la tierra.
A la ansiosa pregunta del joven rico: "¿Qué me queda aún por hacer?", respondió el Señor: "Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes, dalo a los pobres y tendrás un tesoro en los cielos, y ven y sígueme". Al oír esto el joven, se fue triste, porque tenía muchos bienes. Y Jesús dijo a sus discípulos: "En verdad os digo: es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que entre un rico en el reino de los cielos" (Mt 19, 21 ss).
Si quieres ser perfecto, "téleios". Ésta es la razón fundamental, propia de la gracia, por la que el Salvador invita a un más cabal seguimiento suyo, por la renuncia a los bienes de la tierra. La perfección propia de los tiempos escatológicos consiste en esta absoluta liberación de cuanto se opone a la grandeza y a los apremios de este tiempo de gracia. Para recibir al divino esposo de la Iglesia, los mismos casados han de estar tan desprendidos como si no estuviesen desposados, y "los que compran como si nada poseyeran" (1 Cor 7, 30). A esta perfección invitaba el Señor al joven rico. El alma perfecta con la perfección escatológica, "téleios", tiene "su tesoro en el cielo" (Mt 19, 21), de donde ha de venir el Señor para las bodas eternas del amor y la felicidad. Aquel a quien el Señor invita a su seguimiento tiene indispensablemente que renunciar de corazón a las riquezas y desprenderse de todo lo terreno. La renuncia exterior de la pobreza voluntaria supone una vocación especial. El estado de pobreza voluntaria pone de manifiesto la actividad fundamental del cristiano frente a los bienes de la tierra, de la misma manera que el estado de virginidad expresa una de las disposiciones indispensables de los discípulos de Cristo, aun cuando estén ligados por el matrimonio. El estado de pobreza voluntaria es un anuncio y predicación constante de las riquezas imperecederas del amor divino. Esas riquezas son ya una realidad; pero su imperfecta posesión actual anuncia la perfecta realización futura.
No condena Cristo ni la riqueza, ni a los ricos como a tales; lo que condena es la avaricia y el apego del corazón a esos bienes; avaricia y apego que amenazan aún al pobre y menesteroso y al proletario, si se dan a envidiar al rico, o si se apegan con todas las fibras de su corazón a las riquezas soñadas o apetecidas. Pero este peligro de la hartura lo corren señaladamente los ricos.
El hombre, nacido en el pecado, encuentra tres graves peligros en la riqueza, sobre todo cuando es opulenta : la autonomía de la subsistencia y de los gastos; la avaricia, que no tiene límites en las ganancias, y más se preocupa por el porvenir temporal que por la eterna felicidad en Dios; la prodigalidad, que no conoce límites en los gastos.
Con el voto de pobreza voluntaria se pretende cortar de raíz estos tres peligros. Con este voto el discípulo de Cristo renuncia a la autonomía en la subsistencia y la propiedad, aún más, a la independencia en el uso de las cosas de la tierra. Así se une a Cristo, que se hizo absolutamente pobre, siendo rico (2 Cor 8, 9), y ofrece reparación por el abuso orgulloso de los dones de Dios. Renuncia a sus bienes heredados o adquiridos, en provecho de los pobres o de las obras de la Iglesia. Con ello da un testimonio fehaciente de que los dones de Dios tienen un valor inmenso como medios para el amor, como instrumentos para el reino de Dios. Por el voto, renuncia a cuidar de sí mismo con sus propios bienes, dejando ese cuidado a la "comunidad", pero lo hace con la finalidad de estar completamente expedito para dedicarse a un cuidado superior, cual es trabajar "por el advenimiento del reino de Dios". La profesión de vida común, hecha al abrazar la pobreza, es profesión del significado primordial de los bienes de la tierra, los cuales tienen que unirnos con aquellos que, juntamente con nosotros, los reciben de manos de Dios, que juntamente con nosotros trabajan en la producción de los bienes materiales. Quien escoge la "vida común" profesa también el uso moderado de los bienes de la tierra, al igual de los demás pobres que viven con él. Quien se hace pobre con Cristo no quiere tener nada que los demás no puedan tener y retener cuando lo necesitan. La vida común no tolera exigencia de derechos, porque su ideal está en contentarse con tener menos que los demás.
El superior, que tiene a su cargo el cuidado de la vida común, debe procurar que se mantenga vivo el espíritu de sencillez, y que, al mismo tiempo, se presten a los individuos y a la comunidad los caritativos cuidados que necesitan, y, sobre todo, que no se pierda de vista la finalidad de la pobreza, esto es, el estar libres y expeditos para abrazar los trabajos por el reino de Dios y para que sus bienes divinos puedan henchir sus almas.
Por el voto "solemne" de pobreza renuncia el individuo a la misma capacidad para poseer, conservando sólo el poder de adquirir para la comunidad. Por el voto "simple" de pobreza no se abdica propiamente la capacidad para poseer ; pero sí se renuncia tan radicalmente como por el voto solemne al uso de la propiedad para su propio bienestar, así como también a la autonomía e independencia para adquirir y para usar de las cosas. La sencillez y el servicio desinteresado de la comunidad son notas esenciales de la pobreza cristiana.
La "pobreza" es, para unos, un consejo y una vocación especial; para otros, una cruz que se les impone. Pero todo cristiano, rico o pobre, ora viva en el claustro, ora en el mundo, ha de esforzarse por adquirir el espíritu de la pobreza evangélica y de desprendimiento interior, y por servir desinteresadamente al prójimo con los bienes que Dios le otorgó en su amor. Aquel a quien tocó en suerte inevitable la pobreza, o aun la miseria, debe esforzarse por convertirla, ayudado por la gracia de Dios y apoyándose en el espíritu del consejo evangélico, en un testimonio escatológico en pro de las riquezas que esperamos para el mundo futuro, pero que ya irrumpen en el actual, en pro de la confianza en la amorosa providencia de Dios y en, pro de un seguimiento más desinteresado del Crucificado. Así, la pobreza que acosa al cristiano, unida a la gracia que Dios nunca niega a quienes le son fieles, se convierte en una especial invitación amorosa, que no cede en nada a la de los ricos, a renunciar a todo por, amor del reino de los cielos. El que voluntariamente renuncia a las riquezas mostrará, con su ejemplo, al que lucha con la pobreza cuál es su vocación.
Conforme al ideal franciscano, realizado en diversas órdenes mendicantes, no es únicamente el individuo que profesa, el que renuncia a toda. propiedad, a todo uso independiente y a toda superfluidad; es la comunidad claustral toda entera y como tal la que debe realizar el ideal de la pobreza y predicarlo por la renuncia obligatoria a asegurarse el porvenir material, poseyendo bienes estables. Como verdaderos pobres y mendigos, quieren esos religiosos vivir de la caridad cristiana, para poder, por su parte, ofrecer absolutamente al servicio de Dios y de los pobres todo su trabajo, por el que no exigirán salario y con el que, por lo mismo, no adquirirán nada para la comunidad. Así, a ejemplo del pequeño destacamento de Gedeón (cf. Iud 7, 1 ss), se convierten en un ejército bien disciplinado y siempre dispuesto al servicio del Evangelio.
En el ideal benedictino, cada uno deberá realizar la pobreza no menos perfectamente que entre los franciscanos, pero con la diferencia de estar seguro y sin cuidados respecto de lo material, gracias a las módicas posesiones estables del monasterio.
Es evidente que ambos ideales tienen sus ventajas y sus escollos, al tratar de realizarlos con fidelidad. Lo que más importa en todo caso es que la comunidad de los pobres de Dios, que la asociación claustral, en la adquisición y uso de los bienes, tenga siempre ejemplarmente en vista el reino de Dios, sobre todo por lo que hace a la parsimonia y al ejercicio de la caridad. La historia atestigua los trabajos inapreciables de los monjes en el campo del ministerio y de la caridad, y aun en el de la auténtica cultura cristiana.
3. Los bienes materiales, instrumentos de caridad
Quiso Dios muy sabiamente que los bienes materiales fueran un lazo que nos uniera no solamente con Él, mediante la gratitud, sino también con los demás hombres. La adquisición, posesión y uso en común de los bienes dados por Dios une entre sí a los miembros de la familia y los obliga a actos constantes de caridad y mutua asistencia. El intercambio de la riqueza a que forzosamente obligan las limitadas posibilidades del individuo, debe traer siempre a la memoria la mutua dependencia y despertar la responsabilidad acerca de la parte de cuidados y de trabajo que a cada uno corresponde por el bien de todos.
Los bienes materiales son un medio sumamente adecuado para ejercer la caridad, la mutua donación y comunicación, medio para expresar la mutua caridad desinteresada, medio para aliviar la miseria del prójimo.
Cuán importante sea el dar caritativamente al necesitado los bienes de que carece, lo muestra nuestro Señor al anunciar que su juicio versará acerca del modo cómo se habrá empleado este medio de caridad (Mt, 25, 34 ss). Quien tiene bienes materiales y no los considera como medio para el ejercicio de la caridad, los posee inicuamente. Por el contrario, quien de ellos se sirve para despertar y manifestar su espíritu fraterno, se granjea la entrada en los eternos tabernáculos del amor (Lc 16, 9). Los "hijos de la luz" no deberían dejarse aventajar por los "hijos de este siglo" en el arte de emplear sus riquezas en pro de la caridad ; porque ellos saben repartir con largueza los bienes inicuamente poseídos, con tal de llegar a sus fines (cf. Lc 16, 8).
Por eso el cristiano debe considerar la vida industrial y comercial (producción, posesión y uso de los bienes materiales) como algo que roza fundamentalmente con las leyes del reino de Dios. Por más que se trate de valores secundarios, puesto que efímeros, el cristiano debe tomar mucho más seriamente que el capitalista o el marxista su responsabilidad frente a esos bienes, ya como individuo, ya como miembro de la comunidad social. El capitalista y el marxista, cada cual a su modo, colocan en estos bienes su último fin, y por eso no ven ni el resplandor del amor divino que sobre esos bienes derramó Dios, ni tampoco la fecundidad que tienen como instrumentos de la caridad. Por su parte, el cristiano no ha de olvidar, ni por un instante, que si Dios le concedió bienes terrenos, debe mostrar su amor reconocido, practicando la caridad para con todos los hijos de Dios; y además que su comportamiento respecto de estos "instrumentos de caridad" decide sobre su eterna salvación y sobre su única riqueza verdadera, que es su unión con la eterna caridad.

II. EL RECTO ORDEN EN LA POSESIÓN Y USO
DE LOS BIENES MATERIALES

1. Propiedad privada y propiedad común

a)
La propiedad familiar

Dios destinó los bienes de la tierra para todos los hombres. Son, pues, como notan especialmente los santos padres, el bien común de toda la familia humana, como propiedad que son del Padre común que está en los cielos.
Es éste un carácter esencial a los bienes materiales, inseparable de ellos. No habrá, pues, recta organización de la propiedad mientras una parte de la humanidad quede excluida del trabajo digno y del disfrute de los bienes necesarios a su subsistencia. Por esta razón, la función más elemental e inamisible de la riqueza, desde el punto de vista del derecho natural, es su función social, tan propia de los dones universales de nuestro común Padre de los cielos, que no se desvanece ni con la división de la riqueza en la propiedad privada.
La más primordial e inalienable división de este bien común de la familia humana en propiedades privadas, se justifica en primer término por las necesidades de la unidad familiar, no de la unidad individual.
Por ser la familia la más primordial unidad de amor y de vida, tiene derecho natural sobre los bienes materiales indispensables para asegurar su subsistencia y su desarrollo moral.
En esta tesis no es necesario restringir la familia a la simple unidad de padres e hijos. La familia, como unidad de vida y de existencia económica, se puede aplicar también a la unidad familiar superior del clan o de la tribu, tal como existió en los tiempos y regímenes patriarcales.
La misma naturaleza impone a los padres la obligación de velar personalmente por la alimentación, vestido y educación de sus hijos. Sería antinatural que viniera otro a descargarlos completamente de esa obligación. Por lo mismo, deben tener el derecho de adquirir y poseer cuanto les es indispensable para cumplir con su obligación. Además, los padres, o mejor, toda la familia, deben a sus allegados cuidados que se extienden más allá de la tumba: de allí emana el derecho hereditario, o sea el derecho a mantener la estabilidad de la propiedad familiar.
Las dificultades para justificar la posesión individual provienen, en gran parte, de que se toma como sujeto primero del derecho de propiedad al individuo con sus propias necesidades personales. La sola consideración del individuo en sí mismo ha dado por resultado una especie de "idolatría de la propiedad", pues se llegó a desconocer el supremo dominio de Dios y el derecho común de propiedad que incumbe a la entera familia humana. No fue ya el verdadero concepto de la propiedad el que presidió las relaciones con el prójimo, sino simplemente el intercambio comercial. Por eso se llegó a pensar que la justicia conmutativa era la única fuerza moral del orden. Las disposiciones estatales, relativas a la propiedad, no tuvieron en cuenta primordialmente a la familia, sino exclusivamente al individuo.
Dentro de la familia, y principalmente por razón de una familia, tiene el individuo el derecho a la propiedad individual.
Sin duda que el ideal moral sería que, dentro de la familia, todo fuera perfectamente común. Pero hay objetos que, por su naturaleza, se destinan al uso principal o exclusivo de cada uno de los miembros de la familia, como son los vestidos. También fue un ideal, por muchos siglos realizado, el que la familia entera, aunando sus esfuerzos, suministrase a sus diversos miembros lo necesario para fundar una nueva familia, ora permaneciera ésta económicamente unida a la familia madre, aunque con su posesión particular, ora se organizase por separado.
Como hoy día la unidad y solidaridad de la familia ha quedado destruida, o por lo menos muy resquebrajada social y económicamente, es inevitable que como sujeto del derecho de propiedad se tome en cuenta sobre todo al individuo. Pero toda evolución jurídica que contribuya a rebajar el papel de la familia como sujeto de la propiedad, trabaja para la ruina de la familia y de la sociedad. En todo caso, el individuo no puede olvidar que sus ganancias y capitales han de redundar en beneficio de su propia familia, y aun, en cierto modo, en beneficio de la gran familia humana, que es la gran familia de Dios. En esta perspectiva es donde mejor se comprende la gran importancia moral del ahorro. El joven que sabe ahorrar presta un verdadero servicio a la comunidad social, puesto que, en vez de malgastar todo el fruto de su trabajo, aumenta la suma de bienes de la misma, eleva el bienestar común y extiende las posibilidades de la producción y el trabajo; con tal, empero, que coloque bien sus economías. Pero el beneficio social por excelencia del ahorro es el que redunda en bien de la propia familia, aunque no esté aún constituida. La joven o el joven que aspira al matrimonio y que, en virtud de la organización de la propiedad hoy día en vigor, entra a ser dueño desde luego de sus economías, si las hace, se porta ya como verdadero "padre", o como verdadera "madre". Así empieza ya a cumplir, con formalidad, sus futuros deberes de alimentar y educar una familia.
La facilidad que se ofrece al joven de poder ganar y gastar a su arbitrio desde muy pronto, con la consiguiente facilidad para derrochar o para crearse exageradas ambiciones o necesidades, no ofrece las mejores garantías para formar más tarde una familia sana y patriarcal, a no ser que una sabia educación social venga a prepararlo para el disfrute prematuro de su independencia.
El lujo exagerado tiene un efecto antisocial, porque es como un insulto y una provocación a las clases menos pudientes.
b) Derecho de propiedad y reglamentación de la propiedad

1) Doctrina de la Iglesia
"El derecho de la propiedad privada emana, no de las leyes humanas, sino de la misma naturaleza; la autoridad pública no puede, por tanto, abolirla" 259. "Siempre ha de quedar intacto e inviolable el derecho natural de poseer privadamente y transmitir los bienes por medio de la herencia; es derecho que la autoridad pública no puede abolir, porque el hombre es anterior al Estado, y también porque la familia, lógica e históricamente, es anterior a la sociedad civil" 260.
Conforme a la tradición teológica, la propiedad individual es un postulado del "derecho natural secundario". Lo que sí es exigencia del derecho natural primario es la pacífica y justa reglamentación del uso de los bienes comunes a todos los hijos de Dios; y sobre todo la de aquellos bienes que se adquieren por el trabajo personal. La institución de la propiedad privada obedece, por lo menos, al carácter propio del hombre caído ; si fue necesaria, o sólo muy conveniente para el hombre antes de la caída, es cuestión aún debatida.
259 LEÓN XIII, Rerum novarum, n.o 37.
260 Pío XI, Quadragesimo anno, que cita Rerum Novarum, n.o 6 y 10.
La sagrada Escritura supone, con toda evidencia, que la institución de la propiedad privada es moralmente buena.
El decálogo defiende expresamente la propiedad — común y particular — contra todo ataque injusto. "No hurtarás" (Ex 20, 15). Mas aún señala como un pecado el simple deseo desordenado del bien ajeno: "No desearás la casa de tu prójimo, ni la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de cuanto le pertenece" (Ex 20, 17).
La idea de la propiedad, tal como la presenta la Biblia, está en estrecha relación con la soberanía de Dios ; "La tierra es mía, y vosotros sois en lo mío peregrinos y extranjeros" (Lev 25, 23). La tierra es la herencia del pueblo. Y cada tribu posee su herencia como un patrimonio inamisible (cf..Ios, 13-19). Asimismo cada familia o clan tiene su herencia.
Las amonestaciones del Señor a purificar el corazón de todo apego a las riquezas, a la renuncia voluntaria, en aras de una vocación especial, la recomendación de dar limosna de lo que 'se posee (Mt 6, 2 ss ; Lc 11, 41; 12, 33), la confirmación del mandamiento que prohíbe el robo (Mc 10, 21), suponen necesariamente el reconocimiento de la institución de la propiedad privada.
Los estudios recientes señalan una diferencia entre la posición de los padres y la de los teólogos modernos respecto de la propiedad privada; aunque la diferencia no alcanza a establecer absolutamente ninguna oposición entre ellos.
Los padres consideran el derecho y el uso de la propiedad fundamentalmente desde el punto de vista de la caridad, al paso que muchos manuales de teología moral, desde el siglo xvi acá, tratan la misma cuestión, casi exclusivamente en el tratado de la justicia, y preponderantemente en el de la justicia conmutativa. Pero ni los santos padres negaron la justicia conmutativa, ni los teólogos modernos la obligación de la caridad.
Los padres de la Iglesia hablaban a un mundo pagano, sumergido en el amor a los bienes terrenos y movidos por el entusiasmo de la fe. Su principal cuidado era proclamar los derechos soberanos de Dios, Padre común de todos los hombres, para llegar, por allí, hasta señalar la obligación social que pesa sobre toda riqueza. Y aún, movidos por el entusiasmo de una Iglesia todavía joven y por la consideración de la Iglesia primitiva de Jerusalén, pensaban que era posible establecer el comunismo de la caridad enteramente voluntario, con la repartición recíproca de los bienes. La idea de la lucha de clases para llegar a un comunismo estatal forzoso, que negara o suprimiera el derecho a la propiedad, estaba tan lejos del pensamiento de los padres, que ni siquiera creyeron necesario establecer filosóficamente el derecho de propiedad privada. Además, no pocas declaraciones suyas pueden ser muy bien simples exageraciones retóricas.
Pero cuando los padres afirman que la propiedad está esencialmente destinada a servir a la caridad y que si se aparta de este servicio la riqueza es una tremenda desgracia, no hacen más que proclamar una verdad que la Iglesia no ha abandonado nunca.
Puede ser que el individualismo de la época haya podido desteñir sobre las fórmulas de algunos teólogos moralistas, al no parar mientes más que en el derecho individual de propiedad y al presentar la limosna como simple obra de supererogación. Pero la tradición eclesiástica ha permanecido siempre fiel a las directrices de los santos padres. Las magnas encíclicas sociales de LEÓN XIII y Pío XI recalcan enérgicamente el deber social o "función social" de la propiedad. El término "justicia social", que desde Pío XI se puso tan en boga, quiere decir que la función social es tan esencial a la propiedad que su cumplimiento no sólo debe estar asegurado por las leyes del Estado, sino que cada uno, en conciencia, ha de preocuparse por él. Justicia social y caridad: he ahí la quintaesencia de cuanto enseñaron los santos padres y declararon oficialmente los sumos pontífices.
La tarea de la teología moral de hoy coincide con la de los padres: como ellos, estamos ante la idea mundana y anticristiana de la propiedad. En el derecho romano, lo mismo que en la época del individualismo, que está desapareciendo, la propiedad privada se consideró, más o menos, como un fin absoluto. Parecía que iba a morir la idea de que el sentido y la justificación de la propiedad estribara sobre todo en su contribución al desarrollo moral de la personalidad, en cuanto hecha para la comunidad, y, de rechazo, en el servicio que debía prestar a la familia y a la sociedad. El derecho romano daba esta definición del derecho de propiedad privada: ius utendi et abutendi: derecho de uso y de consumo, que el pueblo interpretaba, a veces, por "derecho de uso y abuso". No podían los padres tener interés en defender tal definición, puesto que el punto de vista teológico es fundamentalmente diverso del puramente jurídico.
Nótese que tal definición es una definición jurídica y nada más que jurídica, y quiere decir: desde el punto de vista del derecho, esto es, de la protección legal, asegurada por el derecho romano, y también por el derecho moderno, a todo dueño se le garantiza que nadie puede impedirle hacer de sus bienes lo que a bien tenga, con tal, empero, que no lesione los derechos ciertos de un tercero. Igualmente la simple justicia conmutativa como tal, sólo tiene en vista el no lesionar ningún derecho ajeno que pueda comprobarse por las reglas de la estricta igualdad de cambio.
La idea cristiana, religiosa y moral, de la propiedad, subyacente a las afirmaciones de los santos padres, es de un alcance y significado mucho más profundo : la propiedad es el don que Dios confía al individuo o familia, para que, sirviéndose de él con sentimientos de gratitud en provecho propio, del prójimo y de la comunidad, llegue a su fin natural y sobrenatural.
El derecho de propiedad, en sentido moral, es el derecho a participar en los bienes materiales, en cuanto son instrumentos del amor.
2) Razones teológicas y de derecho natural
1. El hombre apetece naturalmente la propiedad, para poder así desarrollar su personalidad, asegurar su independencia, asistir a su familia y socorrer al prójimo. La misma naturaleza empuja al hombre a asegurar el porvenir propio y el de los suyos, puesto que es un ser que domina su propio desarrollo y que, por lo mismo, considera el pasado para modelar el porvenir.
2. Por constituir la familia una unidad de vida, de educación y de régimen económico, requiere para su desarrollo moral y material un mínimo de propiedad privada.
3. La propiedad privada es uno de los medios más adecuados para mantener la paz y la seguridad dentro de la sociedad.
4. La propiedad privada desempeña también una función social por el hecho de que, con ella, se despierta el interés personal y la preocupación de los individuos y de la familia, y se aprovechan mejor los bienes que para su beneficio posea una comunidad.
5. La propiedad privada posibilita el intercambio y la libre colaboración en el desarrollo de la economía, con su benéfico efecto de acercamiento social.
6. La institución de la propiedad privada permite llegar a la fecunda organización natural de la asociación libre, al organismo social viviente, mientras que la propiedad exclusivamente colectiva da por resultado el simple colectivismo, esto es, un hacinamiento forzoso y amorfo. La propiedad privada, convenientemente distribuida, produce una provechosa división del poder y previene un peligroso acaparamiento de todas las fuerzas por el Estado.
En nuestro tiempo, el Estado, que se cree omnipotente, quiere absorberlo todo; de ahí que la propiedad privada adquiera una especial importancia para conservar la libertad social y la independencia frente al poder estatal.
3) Derecho de propiedad y organización concreta de ésta
Los argumentos que el cristianismo suministra para establecer el derecho de propiedad no justifican de ningún modo el estado actual y concreto de ésta. La aspiración cristiana es, por el contrario, que ese estado vaya mejorando, en un sentido de mayor equidad, de manera que todo hombre aplicado y trabajador pueda recibir el beneficio de la propiedad personal. Toda persona debe tener posibilidad de adquirir la propiedad privada o familiar y de gozarla conforme a las leyes morales. Son diversas las formas de la propiedad privada:
La historia demuestra que la propiedad no es una cosa del todo inmutable, como tampoco lo son otros elementos sociales... ¡ Qué distintas han sido las formas de la propiedad privada, desde la primitiva forma de los pueblos salvajes... hasta la que luego revistió en la época patriarcal, y más tarde en las diversas formas tiránicas... y así sucesivamente en las formas feudales, monárquicas, y en todas las demás que se han sucedido hasta los tiempos modernos.
La historia nos ha transmitido diversos tipos de asociación para la propiedad privada y colectiva; por ejemplo, pastos colectivos, pero campos y ganados privados; participación en la "dula" o posesión comunal intransferible y posesión privada hereditaria y vendible; la propiedad feudal, en la que el señor tenía el "dominio directo" y los vasallos el "dominio útil"; la "propiedad en compañía" de los grandes empresarios de la industria y del comercio.
El individuo no ha de disponer caprichosamente de sus haberes, sino que ha de obrar "con conciencia de la obligación social que imponen".
"Por lo tanto, la autoridad pública, guiada siempre por la ley natural y divina e inspirándose en las verdaderas necesidades del bien común, puede determinar más en particular lo que es lícito a los poseedores en el uso de sus bienes" (Pío XII).
El abuso o la falta de uso, por negligencia, no causa por sí la pérdida del derecho de propiedad, ni queda, por lo mismo, la propiedad privada fuera de la protección de la ley simplemente porque su dueño abuse de ella o la deje sin uso. "No usar los propietarios de sus propias cosas sino honestamente, no pertenece a la justicia conmutativa, sino a otras virtudes, el cumplimiento de cuyos deberes no se puede exigir jurídicamente. Pero es claro que el Estado puede castigar todo abuso que perjudique al bien común.
La actual división de la propiedad ha surgido en gran parte por caminos injustos y es injusta en sí misma; debe, por lo tanto, ser reformada con vistas al bien común.
"Vemos que hay en realidad una multitud creciente de trabajadores que presencia un extraordinario acumulamiento de bienes que no cumplen su misión social y que imposibilitan a las masas el acceso a la propiedad" (Pío XII).
"La conciencia cristiana no puede reconocer como justo el orden social que niega por principio o hace prácticamente imposible o ilusorio el derecho natural a la propiedad, ora respecto de los bienes de consumo, ora respecto de los medios de producción" 272
"Dése, pues, a cada cual la parte de bienes que le corresponde; y hágase que la distribución de los bienes creados se corrija y se conforme con las normas del bien común o de la justicia social; porque cualquier persona sensata ve cuán grave daño trae consigo la actual distribución de bienes, por el enorme contraste entre unos pocos riquísimos y los innumerables necesitados" 273. "En realidad de verdad, al defender la Iglesia la propiedad privada no pretende que sea justo el estado actual, ni tampoco intenta defender a los ricos y plutócratas contra los pobres y desheredados; es precisamente todo lo contrario" 274. La Iglesia desea que los beneficios y las cargas se compensen, mediante la institución de la propiedad privada; por consiguiente, no socavándola o aboliéndola, antes bien, procurando, a ser posible, que a todos se facilite el acceso a la propiedad. Lo que la Iglesia persigue no es la generalización del proletariado, sino la supresión del proletariado.
Sin embargo, el principal punto de mira en una reforma social no puede ser el simple bienestar económico; lo que esta reforma debe proponerse es el desarrollo cultural, moral y religioso del individuo, con una familia perfectamente sana en todo sentido, el afianzamiento de la paz social y de la fe por la justicia social, y en fin la garantía de la indispensable libertad.
La forma más a mano para llegar a ese equilibrio social es la justa distribución de los productos del trabajo, hecha de modo que se ponga bien de manifiesto que los factores que dan acceso a la propiedad son, en primer término, el trabajo concienzudo y la economía.
Podrían presentarse circunstancias en que el Estado, por graves razones de bien común, pudiera proceder a la expropiación de fortunas exageradamente extensas. Empero, a los expropiados debería darse una indemnización que, en relación con las cargas generales, por ejemplo; con los daños de guerra, o con la opresión social ejercida por ellos hasta entonces, etc., "sea justa y equitativa para todos los interesados, conforme a las diversas circunstancias" 275
272 Pío XII, 22-9-1944
273 Pío xi, Quadragesimo anno, n.° 25.
274 Pío XII, ibid.
275 Pío XII, Discurso de 11-3-1945
Al fijar la indemnización por expropiación debería investigarse también si la acumulación de bienes exageradamente grandes no ha sido provocada por una legislación antisocial que han explotado los interesados, o si no se han aprovechado de la miseria ajena.
4) La socialización
"Con razón se habla de que cierta categoría de bienes ha de reservarse al Estado, pues éstos llevan consigo un poder económico tal, que no es posible permitirlos a los particulares sin daño del Estado. Estos deseos y demandas justas nada tienen contrario a la verdad cristiana y mucho menos son propios del socialismo" 276.
Sólo se puede aceptar la socialización "en los casos en que de veras la exige el bien común, esto es, cuando no hay otro medio para establecer la normalidad, o para evitar el despilfarro de las fuerzas productivas de un país y asegurar su orgánica coordinación, y todo con el fin de que la economía política, pacífica y ordenadamente propulsada, deje expedito el camino para el bienestar temporal, el cual es por sí fundamento de la vida cultural y religiosa" 277. Si el bien común hace recomendable la socialización de algunos medios de producción, no es indispensable ir directamente a la nacionalización; el condominio en sociedades supervigiladas es preferible. La lucha de hoy se desarrolla principalmente en torno del colectivismo. Pues bien, menos peligro de caer en él ofrecen aquellas sociedades supervigiladas en las que muchos de los empleados, o por lo menos muchos de sus más íntimos allegados, tienen algún derecho. Dada la multiplicación extraordinaria de las empresas, es fácil ver que la solución al problema social no está en el aislamiento de la propiedad privada, en la que un solo individuo, o sólo muy pocos tengan derechos; ni tampoco en el capitalismo estatal, en
276 Pío XI, Quadragesimo anno, CED, 389 ss.
277 Pío XII, AAS 37 (1945), 71.
el que todos sean proletarios y asalariados del estado. La solución está en asociarse convenientemente para llegar a la propiedad familiar, a la propiedad común. Deben, pues, fomentarse especialmente las formas de propiedad colectiva, pero evitando, en lo posible, las sociedades anónimas.
Claro es que no se les puede impedir ni al municipio ni al Estado una intervención decisiva en las explotaciones e industrias de las que depende su seguridad y su prosperidad. Mas la nacionalización debe ser siempre el último recurso; pues el gran peligro de hoy es el de dar una preponderancia exagerada al factor "sociedad", con el consiguiente riesgo de ahogar al individuo.
5) La reforma agraria
En economía rural, se entiende por "tierra" o "suelo" los factores naturales de producción, como los de la agricultura, las minas, las centrales eléctricas. "El suelo cuenta por una de las mayores riquezas, porque es de aquellas que ni siquiera pueden producirse" 278. En la labranza o transformación, a la productividad natural del terreno, se une no sólo el trabajo actual e inmediato. sino también el previo, por el mejoramiento del suelo y de los medios de cultivo o producción, todo lo cual representa un "capital" invertido en él. La renta de la tierra la constituye la productividad natural del suelo, deducido, por consiguiente, tanto el trabajo previo como el inmediato. En un sentido muy especial se designa con el nombre de renta de la tierra el producto que el suelo da de sí, por su natural productividad, pero incluyendo en esta productividad la plusvalía adquirida gracias a obras públicas, como mejoramiento de vías de comunicación, oficinas de servicio público, canalizaciones, servicio de luz, gas y agua, etc.
Dos problemas morales plantea la renta de la tierra:
1.° ¿Es justo que el individuo, sin haber trabajado nada, haga valer como suya la plusvalía del suelo, proveniente ya de su productividad natural, ya de las mejoras sociales introducidas por el trabajo de otros?
2.° ¿Puede o debe el Estado impedir el comercio o la usura con las rentas de la tierra, y puede reclamar esa plusvalía para sí ?
1) Cuando alguien ha labrado su propio suelo, su trabajo actual se une a su trabajo previo o capital, formando una sola realidad, de manera que adquiere, por de pronto, el derecho sobre el conjunto del trabajo, derecho que, sin embargo, no se extiende sin más a la plusvalía producida por el trabajo de los demás en sus inmediaciones. Pero no tiene por qué sentir reparos en hacer suya esa plusvalía, si la legislación civil se la autoriza. Con una buena legislación social, las tierras no tienen por qué ser objeto de usura y latrocinio.
En la legislación veterotestamentaria, era el terreno feudo del Señor y, por lo mismo, propiedad inalienable del pueblo escogido, de cada tribu, de cada familia. En tal situación se hacía imposible cualquier cambio de propiedad. La porción en la tierra de promisión era el signo de la pertenencia al pueblo de Dios. A los levitas les correspondía el diezmo de los productos. La propiedad vendida debía devolverse a su primer dueño por lo menos en el año jubilar (Lev 25, 19; 25, 23-28). La especulación con la propiedad raíz es uno de los mayores atropellos contra el pueblo de Dios. "¡Ay de los que añaden casas a casas, de los que juntan campos a campos hasta acabar el término, siendo los únicos propietarios en medio de la tierra!" (Is 5, 8; cf. Neh 5, 8-12).
La usura con las tierras y los latifundios, junto con la existencia de un proletariado rural, son siempre un signo de decadencia y de defectuosa organización social. Es bien conocida la frase de PLINIO: "Los latifundios son la ruina de Italia y de las provincias". La "esclavitud" medieval no consistía propiamente en falta de libertad para los campesinos, sino en la inalienabilidad de los campos, en el lazo irrompible que los ligaba a la heredad.
Es cierto que la organización social vigente permite vender las tierras, sobre todo si en ellas se han invertido apreciables capitales. Pero su precio se ha de evaluar más por el trabajo invertido que por la escasez de tierras.
De acuerdo con las reglas de la justicia conmutativa, proclamadas hoy (lía en los diferentes códigos, no puede tacharse de inmoral la compra de un terreno que se prevé ha de subir enormemente de precio, a consecuencia del desarrollo general de la economía y sobre todo de las vías de comunicación, y su reventa cuando haya subido el precio. Lo que sí se ha de condenar severamente es la especulación sobre las tierras, practicada, por ejemplo, en esta forma : se compran grandes extensiones de terreno que no se necesitan, con la intención de conservarlas hasta que la escasez de terreno haya puesto su precio por las nubes. La consecuencia de tales especulaciones es, entre otras, el precio inaccesible a que suben los terrenos de construcción, precisamente allí donde, por una necesidad social, se impone la construcción de edificios y, sobre todo, vivienda. Luego suben los arriendos. El pobre trabajador no puede levantar su casa, porque el precio del terreno está más allá de sus posibilidades. Si quiere comprarlo al especulador, que acaso no habrá invertido en él ningún trabajo y que ahora vende por partes lo que antes había comprado en grande, y que habrá procurado guardarlo el mayor tiempo posible, acaso deberá pagarlo cien veces más de lo que le costó. El vendedor es, en tal caso, un usurero con la renta de la tierra, que es fruto de un trabajo realizado en interés de la sociedad.
2) Para remediar esta situación, existente casi en todos los países, se ha producido un notable movimiento en pro de la reforma agraria. Sus postulados y objetivos principales son : reducción, en lo posible, de latifundios; mejoramiento de la vida campesina, aspiración a que la familia que desde tiempos viene labrando el campo, llegue a ser también su dueño. Quien no ha trabajado el suelo, ni quiere trabajarlo, no tiene ningún derecho a aprovecharse de la renta de la tierra. Otra de sus aspiraciones capitales es la obra social de la vivienda, aun en centros de desarrollo económico. Una de las condiciones para llegar a estos objetivos es prohibir la especulación con la renta de las tierras.
Cuando ésta tiene su origen en trabajos ejecutados por la sociedad, es a la misma a quien debe beneficiar, en especial a sus pequeños colonizadores, no a los traficantes en terrenos.
Uno de los ideales perseguidos por la restauración del orden social cristiano desde los tiempos del obispo von KETTELER es la "Confederación de agricultores e industriales", con colonias respectivas. Con ellas se reforzarían los lazos de la familia, ni la mujer ni sus niños tendrían que salir del hogar, la salud quedaría mejor protegida y el paro, en tiempos de crisis, quedaría en algún modo remediado".
"Enseña la Rerum novarum que, desde el punto de vista del derecho natural, entre los bienes que pueden ser objeto de propiedad privada, no hay ninguno más a propósito que el suelo, que el terruño en donde habita la familia y del que saca los frutos que la sustentan, por lo menos parcialmente. Conforme a la Rerum novarum, puede afirmarse que, por regla general, únicamente la estabilidad, cuyo fundamento estriba en la posesión de bienes raíces, puede hacer de la familia una célula perfecta y fecunda de la sociedad".
El Estado debe, por su parte, favorecer, con una apropiada legislación, los esfuerzos encaminados a la reforma agraria, los cuales tienen una importancia capital desde el punto de vista de la economía rural, de la salud y de la moral. Entre otras medidas, debe impedir la especulación sobre las tierras y el alza injustificada de terrenos para edificios o colonización. Los arbitrios de una plusvalía destinados a este fin no son injustos.
2. El orden económico

a)
Capitalismo y liberalismo
La palabra capitalismo designa, en primer lugar, un sistema económico, y en segundo lugar una mentalidad económica, apoyada en este sistema. El sistema económico llamado capitalismo es, en parte, la necesaria consecuencia de los adelantos técnicos y del consiguiente empleo de costosos medios de producción. La economía financiera facilita la acumulación de la riqueza en manos de unos pocos. La técnica moderna facilita cuantiosas operaciones comerciales y hace posibles las grandes empresas con maquinaria costosa y de gran rendimiento. De ahí se origina muy fácilmente la separación del capital (medios de producción y dinero convertible en medios de producción) y del trabajo.
En los últimos 150 años se ha producido una honda separación entre unos pocos grandes capitalistas por una parte, y por otra la masa enorme de trabajadores sin fortuna, que no disponen de nada más que de la fuerza de su trabajo. No puede decirse que tal separación sea consecuencia forzosa de la inversión de grandes capitales de la economía financiera y crediticia o de las grandes empresas tecnificadas. La agudización de esta oposición social dentro del régimen capitalista obedece igual o acaso mayormente al influjo del ideario liberal y capitalista. El cambio de orientación religiosa contribuyó también, en forma muy profunda, al progreso del sistema y, sobre todo, de las ideas del capitalismo económico. No fue menor el influjo de la filosofía deísta y del optimismo progresista y legal, propio de la época de las ciencias naturales.
El liberalismo, como sistema económico, propugna una autonomía tan absoluta de la economía, sobre todo del comercio, que repudia no sólo todo planeamiento previsor impuesto por el Estado o por cualquier organismo económico, sino también la aplicación de cualquier regla moral invariable. Para el liberalismo capitalista ninguna cuestión social encierra problemas morales; ésta es nota característica del espíritu que lo anima. En el campo de la compraventa internacional defiende el liberalismo el mercado libre, rechazando toda ley de protección a la economía rural y .a sus derivados. "Laissez faire, laissez passer!"
El sentido de este lema de la economía liberal es el siguiente : la innata legitimidad de la economía fundada en la ley de la oferta y la demanda establece por sí la mejor organización en lo que se refiere a la distribución de la riqueza y a la producción, cuanto menos intervengan en el desarrollo económico la organización y las exigencias morales. Las relaciones entre el capital y el trabajo, entre patronos y obreros, se regula práctica y automáticamente por la ley de la oferta y la demanda. Apoyado en estos errados supuestos, y antes de F. LASALLE y de K. MARX, había ya formulado RICARDO, el teorizante clásico del liberalismo, su ley o "teoría del salario". Afirma en ella que el obrero nunca llegará a adquirir más de lo estrictamente necesario para vivir, pues si alguna vez llegara el salario a producirle más, bien pronto volvería al nivel del mínimo, pues la abundante oferta de mano de obra reduce necesariamente los salarios. Hasta el nacimiento de los futuros obreros está regulado por la ley de la oferta y la demanda. Lástima que ni LASALLE, ni K. MARX advirtieron que el análisis presentado por RICARDO sólo se aplica a la economía regulada por el espíritu del liberalismo; mas no a la que se rige por el sistema del capital privado.
El capitalismo liberal opina que la competencia libre y sin restricciones es siempre provechosa y oportuna.
El sistema económico capitalista, que, por lo demás, no es el único imperante, pues no lo siguen, por ejemplo, los agricultores ni los pequeños o medianos empresarios, "no es condenable por sí mismo". Lo que importa es el espíritu con que es practicado.
Lo que sí es condenable es el concepto liberal del orden económico, así como también el espíritu capitalista de afán desenfrenado de lucro, el ansia de acumular capitales (la superproducción, como dijo K. MARX), "con desprecio de la dignidad humana de los obreros, de la índole social de la economía, de la misma justicia social y del bien común".
b) El socialismo

1) El marxismo
El socialismo marxista, como "doctrina", nació de las tesis liberales, aceptadas sin discusión, y de la observación y análisis penetrante de ese espíritu capitalista que, según cree erradamente el marxismo, es esencial a quienes abrazan los principios de la propiedad individual. Como el capitalismo, se limita el socialismo a considerar al homo faber, al hombre preocupado por conseguir su subsistencia, cree en el progreso indefinido y tributa a la ciencia humana un culto ateo. La fe en el progreso adquirió en el judío KARL MARX acento profetico-mesiánicos. Fue verdaderamente profética su ira contra la injusticia en explotar a los trabajadores, profética su esperanza en un paraíso terrestre con una sociedad sin diferencia de clases, gozando de la paz sempiterna y de la inocencia de una nueva humanidad. A esto se añadió el concepto dialéctico materialista de la historia al estilo de HEGEL.
El marxismo es, ante todo, una sociología materialista; y como tal considera que la única realidad que todo lo determina y fundamenta son los bienes materiales y los métodos económicos. Para comprender, pues, al hombre en todos sus aspectos es indispensable su enfoque económico. Lo económico decide de lo social y, por lo tanto, de la existencia entera.
"Los individuos se forman en la sociedad : de ahí que el punto de partida sea éste : la formación de los individuos está determinada por la sociedad" 287. "La conclusión general a que he llegado y que me ha servido de pauta en mi estudio, puede formularse brevemente así : en la formación social del hombre intervienen circunstancias determinadas, necesarias, independientes de su voluntad, las cuales están en correlación con el grado preciso de desarrollo de la capacidad material de producción. La totalidad de esas fuerzas de producción nos dan la estructura económica de la sociedad, que es la verdadera base sobre la que se levanta el edificio jurídico y político, y a la que corresponden determinadas formas de conciencia social. El sistema de producción de la vida material determina absolutamente la marcha de la vida social, política y espiritual. No es la conciencia del hombre la que determina su manera de ser; es, por el contrario, su ser social el que determina su conciencia" (K. Marx).
Como demuestran estos textos, "materialismo económico" y "determinismo económico" son una misma cosa. Queda, pues, negada la libertad moral. El conducirse por ideas religiosas y morales se reputa pura ilusión, puesto que la conducta está determinada única y exclusivamente por las circunstancias económicas. Esta negación de la libertad moral y de las ideas morales, aplicables a la economía y a la vida entera, es también designada por la expresión "socialismo científico". La empleó KARL MARX para marcar su oposición al socialismo utópico. Utópico es para él cuanto obedece a una idea moral ; mientras que científico es, conforme al ideal del s. xix, lo que está de acuerdo con las fórmulas de las ciencias naturales. Por lo mismo, cuanto no puede demostrarse por esas fórmulas, como es especialmente el derecho, la moralidad y la religión, debe desenmascararse como pura superchería o ilusión; es decir, debe referirse a su verdadera y necesaria causa, que no puede encontrarse sino en el terreno de la economía. Así llegó el marxismo a su típica expresión de la "relatividad de la moral y del derecho". Por ella cree K. MARX haber, por una parte, desenmascarado los pretendidos ideales morales hasta entonces en boga, mostrando que no servían más que para encubrir intereses clasistas; por otra, piensa haber descubierto científicamente el verdadero imperativo "moral" al afirmar que es bueno, justo y libre el proceder que sigue la dirección de la evolución necesaria; y lo es, por estar basado en el conocimiento científico-natural y empírico de la evolución del mundo. La marcha de esta evolución, según K. MARX, está determinada por la dialéctica del desarrollo económico y social en sus tres fases de tesis, antítesis, síntesis. He ahí por qué da a su sistema el nombre de materialismo "histórico" o "dialéctico". La ley forzosa de la economía y del mundo es la lucha, que ha de tener por resultado el progreso, y finalmente una sociedad igualitaria, que gozará así de una paz sempiterna. Para empeñarse en esta lucha por el progreso, con "conocimiento científico", es preciso fomentar el mayor antagonismo posible entre las partes opuestas y la lucha de clases.
Quien procura reducir las oposiciones, intenta, aunque finalmente sin resultado, impedir el progreso.
Obedeciendo a esa ley mundial de la dialéctica o del antagonismo, en las épocas inmediatas se realizará, según K. MARX, la acumulación del capital en manos de muy pocos ricos, cuyo número irá decreciendo, al paso que la miseria irá aumentando. Ambas cosas: acumulación de capital y miseria, preparan el cambio repentino, o sea el levantamiento del proletariado. La acumulación del capital facilita a la dictadura del proletariado el apoderarse de él y convertirlo en propiedad de la sociedad. El empobrecimiento de la clase obrera es indispensable, para que, creciendo su exasperación hasta el rojo vivo, precipite el cambio brusco, por la revolución.
El programa del marxismo reza así: fomento de oposición, de ilimitada lucha de clases, trabas a todo alivio social que pudiera disminuir la oposición.
Respecto de las leyes, el marxismo sólo puede estar de acuerdo con las que faciliten la revolución. Por eso saluda el advenimiento de la libertad absoluta para el bien y para el mal, propio de las democracias extremistas. Por el mismo motivo, debía el socialismo marxista rechazar toda ley en favor del obrerismo y toda mejora económica que redundara en provecho del trabajador.
El socialismo marxista ataca no sólo la propiedad individual, sino absolutamente toda moral económica y social. Representa la oposición más extrema a la ética cristiana. Para el cristianismo, la verdad esencial es ésta: "Dios es amor" (1 Ioh 4, 8) ; para el marxismo, el axioma básico es : "La ley de la humanidad es el odio" ; su consigna : "Atiza el odio de clases"
Lo extraño es que el marxista espera un paraíso con paz sempiterna precisamente de la exacerbación de los odios, del proceso dialéctico de los antagonismos. Esto es lo que con toda propiedad se llama la vana esperanza de la clase obrera, porque la coloca en un paraíso futuro, que la mayoría no alcanzará a ver, y que sólo podrá venir cuando se hayan establecido "tangiblemente" todas las leyes y principios marxistas que han de regir el mundo. La verdadera utopía es la de los marxistas, al creer que del odio y de la lucha de clases va a nacer la paz sempiterna, y de la bárbara dictadura del proletariado una sociedad igualitaria, que renunciará a toda violencia, y que la acumulación de bienes materiales, con la supresión de la propiedad individual y privada, hará del hombre un ser satisfecho y mejor, o simplemente bueno, hasta el punto de hacer superflua la organización del Estado y el empleo de la fuerza.
Pero el marxismo tiene que despertar la conciencia cristiana y empujarla a resolver la cuestión social con un empeño igual y aun mayor, pero por caminos opuestos a los del odio. Las tajantes afirmaciones del marxismo dan ocasión a la ciencia social para examinar a fondo los recíprocos influjos entre la vida 'científica, social, moral y religiosa. Aunque la tesis del "materialismo histórico" o "determinismo económico" de que el derecho, la moral, la religión y otras manifestaciones vitales nazcan de la situación económica sea totalmente falsa, sirve, con todo, para hacernos comprender hasta qué punto ciertas condiciones sociales y económicas ejercen un influjo poderoso y deletéreo sobre la vida espiritual del hombre. La moral social y la sociología tienen hoy día ante sí el cometido capital de investigar qué situaciones y qué disposiciones exigen reforma; qué condiciones sociales y económicas deben abolirse o fomentarse para que la vida religiosa y moral pueda desarrollarse vigorosamente.
2) El socialismo moderno
Además del comunismo radical, que es el marxista, leninista y estalinista, existen formas diversas de comunismo moderado, que han mitigado esencialmente la hostilidad a la propiedad individual y la lucha de clases, propias de aquél. Los partidos que se dicen socialistas son muy diversos entre sí. Para juzgarlos no basta, pues, atenerse al mote, es necesario tener en cuenta sus programas y sus procederes. Pero si, llamándose socialistas, admiten doctrinas marxistas, valdrán también para ellas las palabras de Pío xi cuando afirma : "El socialismo, ya se considere como doctrina, ya como hecho histórico, ya como acción, si sigue siendo verdaderamente socialismo, aun después de sus concesiones a la verdad y a la justicia... es incompatible con los dogmas de la Iglesia católica; ya que su manera de concebir la sociedad se opone diametralmente a la verdad cristiana".
Por esta razón no es conveniente que los movimientos sociales cristianos se llamen "socialismo cristiano", ni "socialismo de inspiración cristiana", etc., aun cuando dichas denominaciones tengan alguna fuerza de atracción; tales vocablos desorientan fácilmente y disimulan la incompatibilidad del concepto cristiano de la sociedad con el del socialismo, que concede demasiado a la sociedad, y muy poco a la persona y a la familia. Sin embargo, para enjuiciar un partido o una orientación, no es el nombre lo decisivo. Así, por ejemplo, se ha declarado ya varias veces que al partido laborista (socialista) inglés no le alcanza la condena eclesiástica del socialismo.
Es insensato decir que con ello se pretende poner de acuerdo las verdades esenciales del socialismo marxista y las aspiraciones éticas del cristianismo. Los líderes del socialismo vieron más claro cuando afirmaron que el cristianismo y el socialismo son más incompatibles que el fuego y el agua (BEBEL). Del marxismo hay que afirmar siempre: "La base de todo su sistema, aun del científico, es el ateísmo".
Los signos por los que se puede reconocer que un movimiento o partido se aleja de los fementidos principios del socialismo, son : protección del bien sagrado de la vida, aun de los todavía no nacidos, sin pararse en consideraciones económicas, respeto por la dignidad de la persona, protección de la familia y de la propiedad familiar, reconocimiento del derecho que tienen los padres a la escuela confesional para sus hijos, rechazo inequívoco de la blasfema afirmación marxista de que "la religión es el opio del pueblo", de que "la religión es asunto privado".
c) Concepto cristiano del orden
Fúndase el concepto cristiano del orden económico sobre la convicción de que el fin moral obliga incondicionalmente al hombre, aun en su actividad económica, y sobre la fe en la dignidad e inmortalidad de toda persona humana, y en la posibilidad de una verdadera comunidad, fundada en la caridad y la justicia.
El cristiano tiene que configurar la actividad económica de modo que no le impida la consecución del fin eterno, sino que más bien la favorezca. Los principios fundamentales del orden cristiano, ora respecto de la sociedad en general, ora respecto de la economía en particular, pueden condensarse en dos : colaboración responsable de todos, superando toda causa de separación (solidarismo); y estructuración orgánica de abajo arriba (principio de subsidiaridad). El principio de subsidiaridad exige que la autoridad superior deje a las sociedades inferiores, respecto a los derechos y deberes, todo cuanto éstas sean capaces de realizar, y que no les niegue el necesario auxilio, cuando se les ofrezcan problemas que por sí solas no puedan resolver satisfactoriamente.
Dicho régimen no excluye una autoridad fuerte, pero rechaza la supresión de los organismos naturales intermedios entre la familia y el Estado, como clanes, comunas o municipios, provincias, asociaciones libres, etc. La subsidiaridad tampoco excluye la variedad de asociaciones ni su relativa y fecunda competencia, con tal que no degeneren en disputas egoístas y clasistas, que agudicen sus naturales antagonismos. Los principios de solidaridad y subsidiaridad cuadran no sólo con la constitución del estado particular, sino con la comunidad de todos los pueblos, o federalismo.
"La verdadera unión de todos en aras del bien común sólo se alcanzará cuando todas las partes de la sociedad sientan íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos del mismo Padre celestial, más aún, un solo cuerpo en Cristo, «siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros» (Rom 12, 5) ; por donde, «si un miembro padece, todos los miembros se compadecen» " (cf. 1 Cor 12, 26).
"Aún queda un paso por dar : establecer el espíritu familiar cristiano en la escala nacional, internacional, mundial. Del mismo modo que la familia particular no consiste en la simple reunión de los miembros bajo un mismo techo, tampoco la sociedad debe componerse de una mera suma de familias. Ella debe vivir de espíritu familiar cimentado en la comunidad de origen y de fin. Cuando, entre los miembros de una misma familia, las circunstancias de la vida hacen surgir dificultades, se ofrece entonces la ayuda mutua. Otro tanto debe ocurrir entre los miembros de la gran familia de las naciones. Ideal elevado sin duda! Mas ¿por qué no aplicarse cuanto antes a trabajar en él, por lejana que aparezca su realización? Aún más: las cuestiones angustiosas de la economía continental y mundial, miradas desde este punto de vista, ¿no experimentarían acaso un alivio sensible y una ayuda bienhechora ?".
A la organización profesional se aplican también necesariamente aquellos dos principios fundamentales del orden cristiano en la sociedad y la economía. Organización profesional no quiere decir formación de algún partido político, sino estructuración organizada de la economía y de la sociedad, para la que se atiende especialmente a la unión que naturalmente se impone entre los miembros de una misma función o profesión. En lugar, pues, de fomentar la división antinatural en la sociedad de clases antagónicas, se despertará el espíritu corporativo dentro de cada profesión. La organización profesional no excluye, especialmente en los tiempos modernos, la coalición de los trabajadores en sindicatos 200, pero sí les exige la voluntad de colaborar pacíficamente con los patronos en la consecución del bien común. Lo que ha de prevalecer dentro de cada profesión no es el antagonismo entre patronos y obreros, sino la solidaridad, basada en la justicia y la caridad. Conforme a los principios de la solidaridad y de la subsidiaridad, debe reinar entre las diversas profesiones una jerarquía; porque no es el Estado ni los partidos políticos los que han de regir inmediatamente la economía; es esa jerarquía de las diversas profesiones la que ha de organizarla y contribuir así al bien común de la nación. Naturalmente que el Estado conserva el derecho de tomar las providencias necesarias para salvaguardar el bien común contra las pretensiones de los grupos; en esa forma contribuirá a la defensa de la misma organización profesional. Pero ha de guardarse muy bien de absorber, por una burocracia de orientación política, las diversas sociedades y organizaciones.
El concepto de la economía cristiana supone la fe en las fuerzas invencibles de la justicia y la caridad. Mas la Iglesia sabe muy bien que para llegar a la aplicación de los principios morales que deben regir la sociedad y la economía no basta despertar en el individuo los sentimientos de justicia y caridad e incitarlo a su propia reforma : se impone, además, la reforma de las mismas instituciones, basada en la justicia.
La ética social cristiana abomina ora de la imposición por el Estado de un plan económico que estruje la libertad, ora de la libertad ilimitada en la economía y en los negocios. La conciencia individual, los diversos órganos de la vida económica, así como también el Estado dentro de los límites que le asigna el principio de subsidiaridad, en fin, todos están llamados a colaborar al desarrollo pacífico de la economía y al establecimiento de un régimen de mercado realmente social.
La queja, tantas veces repetida, de que la doctrina social católica no es lo bastante "concreta", nace de un lamentable equívoco. No es misión de la Iglesia ofrecer soluciones técnicas para problemas económicos concretos. Un partido político puede hacer el ensayo de proponer un programa de reformas económicas y sociales, tan detallado como se quiera, inspirado en la doctrina social católica. Pero debe percatarse de que tan necesario le es un concienzudo análisis de las circunstancias y posibilidades de hecho, como un conocimiento a fondo de la doctrina social de la Iglesia. Conviene, sí, llevar a la práctica una ordenación social que obedezca al espíritu y a las concepciones cristianas, y que sea al propio tiempo adecuada a las condiciones concretas de tiempo y lugar ; pero ésta es, en principio, misión de los seglares cristianos.
3. Justicia y caridad: elementos conjugados de la moralidad en la posesión y uso de los bienes materiales
La propiedad y la economía necesitan un ordenamiento jurídico; mas no ha de ser éste ni tan amplio ni tan estrecho que ampare la arbitrariedad, o ahogue la libertad y el espíritu de empresa. Las prescripciones excesivas y las inspecciones demasiado minuciosas dificultan la vida y perjudican a la economía. El ordenamiento jurídico no debe ni puede sustituir ni a la virtud moral de justicia, ni a la caridad, que son los elementos más valiosos del orden, y a cuyo servicio todo está puesto.
a) La ley civil y la virtud de justicia
La propiedad está al amparo de la justicia y de la ley civil, que es su brazo público.
Deber del poder público es velar porque nadie sea molestado en sus propiedades y porque todos cumplan las obligaciones que hacia el bien común les impone la propiedad. Pero la justicia es, además, una exigencia moral, intimada a la conciencia de cada uno y que presenta sus requisitos aun allí donde no alcanza la legislación o la competencia del poder público. Es ella la que exige velar para no herir ningún derecho ajeno, natural o positivo (justicia conmutativa); y para cumplir las obligaciones que naturalmente impone la posesión de bienes materiales respecto del prójimo y de la sociedad (justicia social).
Las leyes civiles sobre la propiedad deben apoyarse sobre el derecho natural, protegerlo y precisarlo. Dichas leyes, aun cuando vayan más lejos que el derecho natural, obligan en conciencia cuando son justas, es decir, cuando se fundan en el verdadero bien de la comunidad y no lesionan ningún derecho. El Estado está en condición de reglamentar positivamente muchos derechos naturalmente indeterminados; la ley natural es demasiado imprecisa para establecer un orden absolutamente claro. Por eso puede afirmarse que las leyes positivas que verdaderamente se fundan en el bien común obligan en virtud del derecho natural, pues éste requiere una determinación. "La moral católica afirma que la legislación civil impone obligación religiosa y moral, por ejemplo, en las leyes sobre patrimonio, sobre precios, sobre actividades económicas; y explica que aun en el caso de que se pueda dudar de la justicia real de la ley, debe aceptarse su obligatoriedad, por lo menos provisionalmente" Compete al Estado, en su calidad de protector del orden y la seguridad, y, sobre todo, de atalaya de la función social de la propiedad, el reglamentar los derechos de ésta. Es lo que los antiguos moralistas querían indicar al decir que el Estado tenía el dominium altum, el derecho supremo sobre la propiedad privada.
Las leyes justas obligan en conciencia en aquello en que quieren obligar.
No pocas leyes (especialmente las que prescriben una forma jurídica para la validez de los contratos), bien comprendidas, no imponen la obligación de observar necesariamente la forma jurídica, y sólo significan que, de no atenerse a la forma prescrita, no se podrá invocar la protección legal del Estado para los actos relativos. Esto no quiere decir que tales actos no engendren ninguna obligación moral; pues si, por ejemplo, no se ha observado la forma jurídica de algún contrato, éste podrá ser válido en virtud del derecho natural.
Pero no sería ordinariamente lícito tomarse ocultamente una compensación contra quien invocara un defecto de forma para no cumplir un contrato; de lo contrario se perjudicaría la seguridad jurídica.
El Estado puede, y muchas veces debe, prescribir una forma determinada para la validez de los contratos ; no está, empero, obligado a imponer en conciencia su observancia, o a vigilarla directamente, ni tampoco a impedir el cumplimiento de un contrato carente de la forma jurídica.
Para conseguir el fin de la ley, bastará muchas veces condicionar la protección legal a la observación de la forma prescrita. Por donde se ve que dichas leyes miran más a reglamentar los pleitos que a obligar a una forma determinada en los contratos. Podría en cierto sentido decirse que son "leyes penales" de carácter especial; no lo son en sentido estricto, puesto que no establecen directamente una pena o un castigo, sino únicamente la privación de la protección legal.
Todo fallo judicial pretende obligar en conciencia; es, pues, necesario respetarlo. Además, la prudencia, que aconseja evitar perjuicios y discordias, exigirá en muchos casos particulares ponerse al amparo de la ley, observando la forma prescrita.
Impone, sin embargo, la justicia el deber moral de evitar a la otra parte contratante el perjuicio que le podrá sobrevenir por no cumplirse el contrato que obligue sólo en virtud del derecho natural, ya porque él ignoró las leyes positivas, ya porque, a pesar de conocerlas, se fió de la palabra del otro. El simple hecho de que la autoridad, en ciertos casos y en atención a claras disposiciones de la ley, le niegue a él el favor de la ley y pronuncie el fallo a favor mío, no me libera a mí de la obligación de cumplir un contrato válido según el derecho natural, que el otro concluyó de buena fe.
El Estado tiene, por ejemplo, perfecto derecho a reconocer por válidas sólo las últimas disposiciones que van revestidas de determinadas formalidades. Ello no obstante, no se justifica moralmente la impugnación de un testamento carente de forma, pero ciertamente bueno y justo, con daño de los herederos por él constituidos. El caso es diferente cuando uno tiene sobre la herencia un derecho moral que no puede invocar el poseedor del testamento sin forma, y por tanto impugnable jurídicamente, o por lo menos su derecho es muy dudoso.
Hay que distinguir, pues, entre las exigencias morales de la justicia, impuestas por la naturaleza de la cosa, los derechos y obligaciones morales establecidos positivamente por una ley justa, y en fin, la simple protección legal de la sentencia. Los deberes morales que impone la justicia prevalecen sobre la protección del Estado. Después que el Estado, en gracia a la simplificación de la justicia o por otras razones, ha otorgado a alguien su favor y protección, queda en pie la cuestión moral de si se puede hacer uso de ella contra el prójimo, o sea, de si se puede negar o exigir algo a éste, sólo porque el Estado le ha negado su favor.
b) Justicia y caridad
Los deberes de justicia se definen y circunscriben en forma legal a partir del objeto. Los deberes de justicia descansan, pues, sobre los bienes materiales.
No hay, sin embargo, deber de justicia que no sea al mismo tiempo deber de caridad. Porque no existe ningún orden que sea puramente objetivo; la simple "objetivación" del orden es el desorden. Todo orden "objetivo", esto es, el de las cosas, debe ser transformado y configurado como orden humano por obra del amor, que es la fuerza ordenadora más personal. Cuando los deberes de justicia sólo se consideran y cumplen como si fueran simples actividades materiales, la propiedad y la actividad económica, en vez de unir los corazones, los aparta y aleja. Lo que sucede, sobre todo, porque con esa actitud "objetivada" (que en el fondo es "inobjetiva") se advierten más los deberes de justicia que los demás tienen para con uno mismo, que los deberes que uno mismo tiene en virtud de los bienes poseídos y de la propia capacidad de trabajo; pero mucho más porque se pasa por alto la capacidad espiritual y personal del prójimo, y porque se hace ya algo malo en sí al tratar a las personas midiendo simplemente su rendimiento material, sin dignarse mirar y considerar con amor su dignidad y sus necesidades.
Dios nos ha otorgado los bienes materiales según las necesidades de nuestra naturaleza, con una largueza y un amor infinitos. Lo que equivale a decir que estos bienes proclaman los derechos del amor con que el Padre celestial a todos nos abraza. Y no nos sirven realmente estos bienes sino en la medida en que los hacemos servir a la caridad, es decir, al amor de nosotros mismos y del prójimo conjuntamente. Nunca nos apropiamos mejor los bienes materiales que cuando los ponemos al servicio de la caridad y practicamos la generosidad, en la medida en que lo aconseja la prudencia y lo exige la justicia.
"Mejor entienden lo que significa poseer precisamente aquellos que menos se preocupan en su corazón por las riquezas" — esto es, los que se preocupan movidos únicamente por el verdadero amor y sin apego interior —, "nadie es tan dueño del mundo como el santo de la pobreza, puesto que ser dueño no significa otra cosa que sacar de las cosas su riqueza interior y personal y su verdadera dicha, para volcarlas sobre los demás hombres y hacerles así más llevadero el peso de sus cuidados" (A. BRUNNER, Besitz).
El esfuerzo por allegar bienes obedece naturalmente a la preocupación de asegurar el porvenir. Pero quien no tiene suficiente valor moral para librar al prójimo de urgentes preocupaciones y miserias, cuando no se lo estorba una justa preocupación personal, convierte la posesión de sus bienes en fin absoluto e inmoral, de donde nacerán mil inquietas preocupaciones. El aliviar al prójimo de cuidados en el momento de la necesidad ennoblece nuestras propias preocupaciones y nos libra del veneno de la inquietud y del egoísmo. El cuidar y responder de nosotros mismos está, indudablemente, ante todo en manos de nuestra propia libertad, pero solos no podremos nunca conseguirlo. Cuando el prójimo toma parte en ese nuestro cuidado, en esa nuestra responsabilidad, todo se realiza en forma más elevada, porque se persigue una finalidad más pura.
Dijimos que los deberes de justicia se circunscriben dentro de los objetos materiales; no así los deberes de la caridad, que sólo se comprenden como relación personal con el prójimo, como actitud respecto de su persona.
Los deberes de caridad que Dios nos prescribe al darnos los bienes materiales, pero que se fundan sobre todo en el lazo de amorosa unión que con Él y con el prójimo nos liga, se nos manifiestan y nos llaman a medida que crece nuestra caridad; y viceversa, crece nuestra caridad a medida que cumplimos con los deberes que vamos descubriendo. Los deberes de caridad están sancionados con una seria sanción, que es mucho más grave que cualquier pena legal, y que consiste en que el crecimiento del amor divino, la inteligencia que comunica, y su misma existencia en el alma cuando se trata de deberes graves, está condicionada al cumplimiento de aquello que se nos presenta como exigido por la caridad, conforme va obrando la ley de la gracia y del crecimiento del amor.
No hay oposición alguna entre los deberes de la caridad y los de la justicia. Donde sí reina oposición es entre la justicia "objetivada" y privada de caridad y la verdadera justicia, que es la que va informada por la caridad.
La caridad no es únicamente el guía y la forma de la justicia, sino también el ojo con que todo lo penetra. Sin duda son los objetos materiales los que determinan fundamentalmente las exigencias de la justicia, pero sólo la caridad descubre perfectamente todas las exigencias de la justicia. Sobre todo, para discernir con toda claridad las exigencias de la justicia social, se requiere la delicadeza de un amor filial y maternal.
Lo que la justicia exige no es más que el mínimo que presupone la caridad. El recto orden de la justicia tiene por fin la caridad. Para que la caridad prospere, necesita la protección de la justicia; pero las exigencias de la caridad van con frecuencia más allá de las de la estricta justicia. "No coincide siempre la medida de la justicia con la de la caridad, porque ésta tiene una medida absolutamente propia. Nunca, sin embargo, puede la justicia ir contra la caridad; por lo mismo, nada que vaya contra la caridad puede exigirlo la justicia". "El orden del derecho sólo encuentra su coronamiento en el de la caridad; del mismo modo que el derecho tiene perfecta garantía y perfecto cumplimiento en la caridad".
El hombre participa inmerecidamente de la justicia de Dios, en razón de la divina caridad que Él infunde en su corazón. Sólo a la luz de esta verdad podemos conseguir un' cálido conocimiento teológico de la justicia cristiana, que ha quedado incluida en el reino de la caridad. El verdadero concepto cristiano de la justicia se funda en la justicia de Dios que justifica al pecador. A su luz, el hombre se reconoce perpetuo deudor de Dios y del prójimo. Ante este amor ilimitado que pone Dios en su justicia, la humana justicia no medirá con mezquindad el equivalente que le corresponde devolver; y todavía sabrá reconocer con humildad que queda infinitamente por debajo de la medida ideal de toda justicia, que es el divino amor, que justifica al hombre pecador. La justicia cristiana no se contentará con ser una calculadora justicia conmutativa, sino que tratará de distinguirse con los caracteres de la justicia social, que es la que ha de reinar en la gran familia de los hijos de Dios. Ésta es la "justicia mejor", porque la anima la gracia de la justificación, que no sólo perdona al prójimo, sino que aun le condona las deudas, siempre que lo exige su bien temporal o eterno.
La caridad, empero, no desvirtúa ni inutiliza la justicia que establece la igualdad, ni tampoco menosprecia el orden exterior, fundado en el derecho. Tal justicia debe reinar mientras no lleguen todos a la perfección de la caridad, es decir, mientras dure el mundo. Pero a medida que va creciendo la caridad, lejos de convertirse en barrera infranqueable para la justicia, que impone la estricta igualdad, se transformará en "ley de la justicia".
La justicia cristiana está animada de Cristo, que es nuestra ley y que todo lo dio por nosotros. El amor que arraiga en Cristo irá descubriendo cada vez más perfectamente la medida de esta "justicia mejor", aunque nunca la llenará del todo.
"Para poder cumplir con esta justicia, impuesta por la divina ley, se encuentra el hombre inclinado doblemente, ora interior, ora exteriormente. La inclinación interior es la que se obra por el amor a Dios y al prójimo; porque quien ama a otro le da espontánea y jubilosamente cuanto le debe, y aún le añade con largueza. De allí que el total cumplimiento de la ley dependa del amor, conforme a las palabras del Apóstol: "El amor es el cumplimiento de la ley" (Rom 13, 10)... Los hay, empero, que no están dispuestos interiormente a cumplir por sí y espontáneamente lo que ordena la ley: esos tales deben ser impelidos exteriormente a realizar la justicia que impone la ley; lo que sucede cuando la cumplen servilmente, por el temor de los castigos y sin afecto... Los que cumplen por sí, espontáneamente, lo que ordena la ley, se convierten en ley para sí mismos, porque tienen la caridad, que hace el oficio de ley para inclinados y los hace obrar de corazón. La ley exterior no fue necesaria para éstos, sino para aquellos que por sí no se sienten inclinados al bien. Por eso está escrito : "La  ley no fue dada para el justo, sino para los injustos" (1 Tim 1, 9). Lo cual no significa, sin embargo, que los justos no estén obligados al cumplimiento de la ley, como entendieron equivocadamente algunos, sino que ellos se sienten de sí mismos inclinados al cumplimiento de la justicia, sin necesidad del impulso de la ley".
El confundir las exigencias de las prescripciones legales con el mínimo exigido por la virtud de justicia, o el equiparar el campo de la ley y de la justicia con el de la caridad, conduciría o al minimismo en moral y por lo mismo al estancamiento, o bien al rigorismo, que pide demasiado a los débiles y principiantes. Habrá minimismo. si se toma por suprema norma moral la simple justicia o aun acaso las leyes establecidas; habrá rigorismo desalentador, si desconociendo la importancia de los sentimientos y disposiciones interiores, se imponen a todos, indistintamente, con rigor e inflexibilidad, las obras del amor, a la manera como se imponen las obligaciones legales. Esto dará por resultado el exagerar el orden legal, o bien el convertir el amor y la moral en asunto absolutamente legal, falseándolos en su esencia y vaciándolos de su contenido propio.
El orden jurídico es el más bajo de la escala, por ser el que regula los objetos. Sin duda está llamado a elevarse al orden personal, al ser vivificado por el amor. El derecho mismo, y no sólo el de las personas, sino el de cosas y bienes, está a fin de cuentas al servicio de la persona y de la comunidad humanas, o sea, al servicio del orden del amor. Verdad es que éste constituye, de un modo inmediato y esencial, un orden personal que mira hacia lo alto. Vive según "la ley de la gracia y el amor", la cual, a mayor abundancia de dones, mayor amor exige.
El "comunismo de la Iglesia primitiva" de Jerusalén era manifestación del amor espontáneo; igual carácter reviste el "comunismo claustral". El someterse a ese orden es imposible, cuando el amor se estanca; imponerlo por la fuerza es exponer la caridad al mayor peligro. Quienes, apelando al "comunismo de la caridad" de la primitiva Iglesia, pretenden fundar un comunismo estatal obligatorio, desconocen absolutamente la diferencia. entre el orden jurídico y los sentimientos que inspira la caridad, entre el mínimo exigido por la justicia y la caridad y las cumbres escarpadas del amor, sostenido por la gracia.
Nota pastoral. Cuando es cuestión de dar o denegar la absolución, o sea, en su oficio de juez, no puede el sacerdote exigir más allá del mínimo de la justicia. Pero como maestro y director debe mostrar a cada paso la marcha posible del amor. En nuestra conducta personal hemos de tener siempre ante los ojos, no sólo el límite de lo lícito, sino también los más elevados ideales del amor, así como también los caminos particulares por donde Dios conduce: lo que vale también al querer exponer la totalidad del Evangelio. Pero conviene advertir que aun el mínimo exigido por la justicia debe servir de camino al amor; lo que sólo será posible cuando el amor pueda abrazarlo realmente y de corazón. Igualmente el supremo ideal de la caridad podrá considerarse como legítima exigencia concreta para sí o para otros, cuando no haya peligro de sucumbir agobiado por su peso, acaso superior a las fuerzas.
BERNHARD HÄRING
LA LEY DE CRISTO II
Herder - Barcelona 1961
Págs. 382-427

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