viernes, 11 de abril de 2014

Carácter Bautismal.

Como ya hemos indicado, san Pablo afirma que los que se bautizan son sepultados y resurgen de modo semejante al de Jesucristo. De ese modo, nos unimos del todo a El, tanto con una muerte semejante a la suya, como con la resurrección: «Pero si hemos muerto con Cristo, creamos que también viviremos con Él [...] de modo que consideraos también vosotros muertos al pecado, pero vivos para Dios en Jesucristo» (Rm 6, 8-11). En consecuencia, el bautismo es un gesto eficaz que significa y nos une realmente a Cristo, hasta el punto de hacernos partícipes del acontecimiento salvífico pascual. De modo semejante, la imagen del revestirse de Cristo describe el bautismo para aquellos que lo reciben como un nuevo modo de ser y de formar una unidad en Cristo Jesús que supera toda distinción humana, es decir, de formar una unidad con Él que nos hace herederos de la promesa del pueblo constituido por la llamada de Dios, hecha a Abraham. «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois una persona en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Ga 3, 27-29) 15.
San Pablo enseña la pertenencia a Cristo también con otras dos imágenes: la de la unción y la del sello, que encontramos juntas en 2 Co 1, 21-22: «Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» 16.
La unción indica la participación en la unción profética de Cristo, una unción espiritual a través de la fe. Dios hace penetrar en nosotros la doctrina del evangelio, nos da el sentido de la verdad y nos instruye acerca de todas las cosas (cfr. 1 Jn 2, 20.27) 17.
El sello impreso sobre un objeto cambia su aspecto, pero sobre todo su propiedad. El sello expresa una relación real nueva que, de manera visible y estable, expresa la referencia, en este caso, de las personas a Jesús: se trata del sello del Espíritu Santo, que había sido prometido y ha sido conferido ahora por la redención (cfr. Ef 1, 13; 4, 30).
Apoyándose en estos datos bíblicos, afirma el concilio de Florencia que el bautismo ocupa el primer lugar, es la puerta de la vida espiritual; por él llegamos a ser miembros de Cristo y del cuerpo eclesial (DS 1314). El Vaticano II enseña que por medio del bautismo somos configurados con Cristo, se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo (cfr. LG 7). El primer efecto del bautismo, por tanto, se puede decir que es, de manera sintética, una acción fundamental por la que un hombre pasa a ser parte inherente del misterio de Cristo: es el signo con el que Cristo coge al hombre y lo hace discípulo suyo, transformándolo en sus fibras más íntimas y distinguiéndolo con el nombre de cristiano 18.
Mas todo esto representaría una idea sólo parcial, si no aclarásemos aún que el bautizado entra a formar parte de la Iglesia, que es la comunidad con la que Cristo permanece, de manera visible y objetiva, en la historia, por la que de por sí, sin la intervención negativa de factores externos, ser miembro de Cristo es idéntico a ser miembro de su cuerpo de modo pleno.
El bautizado entra en una nueva comunidad, en una nueva obediencia, al servicio de Jesucristo y en la caridad fraterna. En efecto, afirma san Pablo: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. [...] Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Co 12, 13.27). Los bautizados son agregados por el Señor a la Iglesia y con ese gesto obtienen la salvación (cfr. Hch 2, 41.48; 5, 14). A partir de aquellos que son miembros de Adán se constituyen miembros que pertenecen a Cristo, en el sentido de que el bautizado asume la figura, la fisonomía de miembro del cuerpo de Cristo, que permanece para siempre. En efecto, aquellos que han sido iluminados definitivamente y de una vez para siempre, aquellos que han gustado el don celestial y participan del Espíritu Santo, esto es, han sido bautizados, pero han caído después, es imposible que sean bautizados de nuevo, como parece afirmar Hb 6, 4-6.
Los bautizados incorporados a Cristo están llamados, por tanto, a constituir el único pueblo de Dios, en una unidad de vida y de obediencia. A este respecto afirma el concilio Vaticano II: «El bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado. Sin embargo, el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y un comienzo, porque todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así, pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación, a los medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente, a la íntegra incorporación en la comunión eucarística» (UR 22). El bautismo es, por consiguiente, principio sacramental tanto de la unión de los bautizados con Cristo en la Iglesia, como de la unidad de la misma Iglesia. Proporciona una unidad tanto externa como sobrenatural y espiritual, conduce a una unidad divino-humana a los bautizados, a pesar de sus múltiples diferencias naturales de raza, sexo, condición social...
Los bautizados, que han pasado a formar parte inherente del misterio de Cristo vivo en la Iglesia, reciben, pues, de manera sobrenatural, un vínculo interior, que se llama carácter. Los concilios de Florencia y de Trento definen la existencia del carácter bautismal y lo describen como un signo espiritual indeleble que distingue de los otros, por lo que el sacramento no se puede repetir una vez celebrado válidamente (cfr. DS 1313; 1624; véase también LG 11). No puede ser considerado sólo como palabra de Dios impresa en el alma de aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo (cfr. DS 3228). El carácter es, por tanto, el efecto del bautismo en cuanto constituye el acontecimiento de salvación inicial y fundamental, que hace nacer a la vida cristiana. Imprime un vínculo indeleble, que reclama y exige siempre la unidad plena con Cristo en su Iglesia.
El carácter que consagra a Cristo es asimismo vínculo que hace a los bautizados capaces de participar en la obra profética, cultual y real del pueblo de Dios. La consagración y el sacerdocio bautismal son dos aspectos complementarios e inseparables de hecho entre sí. Los hemos distinguido para una mejor comprensión. Ahora vamos a intentar tratar del carácter como capacidad de dar el culto debido a Dios.
Los cristianos entran «cual piedras vivas, en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. [...] Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos» (1 P 2, 5.9-10). Unido a Cristo, piedra viva, el nuevo pueblo reunido de todas partes del mundo forma un edificio espiritual, una nación llamada y santificada por Dios, que ha accedido cabe la Trinidad. Por eso puede ofrecerse a sí mismo como sacrificio agradable y proclamar las obras y las maravillas de Dios, que se ha mostrado compasivo con él. Los hombres, antes dispersos, son ahora pueblo de Dios, asamblea convocada y reunida en su nombre, que vive de la gracia redentora de Jesucristo. En efecto, ahora han sido regenerados por la palabra de Dios viva y verdadera, no de un germen corruptible, sino inmortal (cfr. 1 P 1, 23).
Asimismo san Pablo afirma que Jesucristo, con el misterio de su cruz, ha puesto el fundamento para hacer de los dos pueblos (judíos y paganos) uno solo, para crear en sí mismo un solo hombre nuevo, para reconciliar a los dos con Dios formando un solo cuerpo (cfr. Ef 2, 14-16). El pueblo, que tiene como piedra angular a Jesucristo y es templo santo en el Señor, tiene la facultad de presentarse a Dios Padre en un mismo Espíritu (cfr. Ef 2, 18). De este modo, los bautizados se ofrecen a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios; éste es su culto razonable; renovando así su mente, podrán discernir y realizar la voluntad de Dios (cfr. Rm 12, 1-2).
El concilio Vaticano II ha recuperado la doctrina del sacerdocio de los fieles, presente tanto en la Sagrada Escritura como en los Padres de la Iglesia, y afirma que los bautizados «son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable» (LG 10). Los fieles están destinados al culto de la religión cristiana precisamente por el carácter bautismal (cfr. LG 11); según su modalidad, son constituidos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo (cfr. LG 31) 20.
En virtud del sacerdocio bautismal, a diferencia del ministerial que tiene la facultad de enseñar y regir a todo el pueblo de Dios y de realizar el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, los fieles participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante (LG 10). El pueblo sacerdotal revela y realiza, por consiguiente, su propia índole sagrada, sobre todo, con la participación en el culto de la Iglesia y con su santidad de vida. En consecuencia, el sacerdocio bautismal tiene un aspecto interior-espiritual y otro externo-sacramental; se ejerce tanto al recibir los beneficios de Cristo y de la Iglesia, como de una manera activa a través del testimonio y de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. El pueblo sacerdotal ejerce también tareas proféticas y reales para la renovación y la expansión de la Iglesia. Estos aspectos de la vida del pueblo de Dios están unidos al aspecto sacerdotal y ordenados el uno al otro (cfr. LG 34-36). Todo el pueblo de Dios es hecho partícipe del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, y lo realiza en toda su propia vida.

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