viernes, 11 de abril de 2014

La Gracia Bautismal.

El bautismo como regeneración del hombre
El bautismo, junto a la edificación de la Iglesia y la agregación de los fieles al cuerpo de Cristo con la dignidad del carácter cristiano, introduce en el hombre y en el mundo un germen de vida nueva que no puede ser considerado únicamente como una renovación de intenciones o de ideales humanos o de una religiosidad subjetiva. Observa, con justicia, D. Barsotti: «Mediante el bautismo empieza para cada hombre una vida nueva de gracia; el bautismo es verdaderamente un nacimiento. Con este nacimiento entra el hombre a formar parte del mundo divino... Vivir la vida de Cristo supone un nuevo nacimiento y este nacimiento hace que aquel que ha nacido, aun cuando no sea consciente ni actúe según su nueva naturaleza, forme parte ya de un mundo nuevo, del mundo divino. Quien no ha sido bautizado, aunque practicara todas las virtudes, no por ello sería cristiano ni viviría una vida divina» 21.
El nuevo nacimiento o regeneración es el nacimiento del cristiano, del discípulo de Jesucristo, llamado sin ningún mérito propio o genialidad especial a ser luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-16). Vamos a presentar ahora los aspectos principales de esta vida nueva en Cristo. Aquí, evidentemente, no se trata de manera específica de la gracia, de las virtudes teológicas y de los dones sobrenaturales, temas desarrollados en sus respectivos tratados, sino que vamos a mostrar que toda la justificación y la vida sobrenatural que recibimos son efecto de este sacramento. Esta enseñanza aparece ya en el concilio de Trento con las siguientes palabras: «En cambio, la causa instrumental (de la justificación) es el sacramento del bautismo, que es "el sacramento de la fe", sin el cual nadie puede conseguir la justificación» (DS 1529).
Arrepentimiento y perdón de los pecados
Del mismo modo que Juan el Bautista predicaba y confería «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1, 4), también los apóstoles exigen el arrepentimiento para la remisión de los pecados antes de conceder el sacramento (cfr. Hch 2, 38; 5, 31; 22, 16). Pedro exhorta al arrepentimiento y al cambio de vida, a fin de que sean cancelados los pecados (cfr. Hch 3, 19). También a los paganos les permite Dios que se conviertan para tener la vida con el bautismo (cfr. Hch 11, 16-18). Así, el bautismo requiere, de entrada, el arrepentimiento, que es un acto humano realizado con la gracia divina. Prepara para la remisión de los pecados, obra y don, absolutamente gratuitos, de Dios para nosotros, que deriva de manera exclusiva de su iniciativa. El perdón de los pecados es concedido mediante un lavado con agua acompañado de la palabra, a fin de que la Iglesia permanezca sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (cfr. Ef 5, 25-27). Por eso, el bautismo, como acción preliminar, lava de todo elemento negativo presente en el hombre. La misma acción bautismal, al significar el lavado y la purificación de los pecados, produce los efectos espirituales indicados. Esto es supuesto asimismo por las alusiones a los profetas del A.T., que anunciaban el juicio escatológico y la purificación definitiva con la imagen del baño (cfr. Is 4, 4). A Dios debemos acercamos con un corazón sincero y arrepentido, con los corazones purificados de toda mala conciencia y lavado el cuerpo con el agua pura.
En las profesiones de fe, especialmente orientales, se confiesa un solo bautismo para la remisión de los pecados (cfr. DS 41-48;150). El concilio de Florencia menciona, como primer efecto del bautismo, la remisión de toda la culpa original y actual, y también de toda la pena debida por la misma culpa. Por eso no se debe imponer a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados; y si mueren antes de haber cometido pecado, enseguida alcanzan el cielo y la visión de Dios (cfr. DS 1316). El concilio de Trento repite la misma doctrina que el de Florencia (cfr. DS 1514-1515; 1543; 1672). Aparece, no obstante, un elemento nuevo que condena el pensamiento de los Reformadores. En efecto, afirma el Concilio que todo cuanto tiene verdadera y propia razón de pecado es suprimido y no sólo cancelado o no imputado. Dios no odia nada en los bautizados, porque «ya no hay condena para aquellos que han sido verdaderamente sepultados con Cristo en la muerte a través del bautismo» (Rm 6, 4) (cfr. DS 1515).

El bautismo y la inhabitación del Espíritu Santo 22
La acción divina se realiza en el bautizado con el envío del Espíritu Santo. Este elemento distingue el bautismo de Jesucristo con respecto al de Juan (cfr. Mc 1, 8; Jn 1, 26-33; Hch 1, 5). El bautismo regenera al hombre en el Espíritu Santo: ésa es la obra escatológica esencial del Mesías. Tras haber recibido el Espíritu en la tierra, Jesús, muerto y resucitado, manda bautizar en el Espíritu que El envía en el nombre del Padre. El Espíritu dado por Cristo comunica, a su vez, la vida divina que desciende y es comunicada en el agua. Jesús glorificado hará manar ríos de agua viva para todos los que tengan sed y crean en Él. El agua viva indica el Espíritu que reciben todos los creyentes y seguidores de Cristo. De este modo, se cumplen las profecías de la fuente que debía regenerar Sión (cfr. Ez 47, lss.). El bautismo escatológico en el Espíritu se realiza así con la inhabitación del mismo Espíritu en nosotros. El bautizado se convierte en templo suyo, con importantes consecuencias: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 14-16). El Espíritu recibido en el bautismo da origen al único cúerpo de la Iglesia, en el que quedan superadas todas las diferencias humanas, a fin de que formemos una sola persona en Cristo. Todo eso acaece en cuanto los bautizados han recibido el sello del Espíritu Santo ya prometido, y con el que son signados ahora para el día de la redención (cfr. 2 Co 1, 21-22; Ef 1, 13; 4, 30).
El Espíritu que se recibe en el bautismo, como muestran asimismo los pasajes citados, es su venida como vida de Dios, no como los dones del Espíritu otorgados en relación con la imposición de las manos 23.
De este último aspecto nos ocuparemos cuando hablemos de la confirmación. Aquí señalaremos sólo que, a diferencia del Espíritu Santo dado en el bautismo, que inhabita en el bautizado y le hace justo, con la imposición de las manos de la confirmación el Espíritu Santo desciende como energía divina, que corrobora con dones particulares; energía necesaria para vivir sobre esta tierra en lucha y en camino hacia la perfección de la vida cristiana. El primer sacramento nos da el Espíritu Santo como principio y comienzo de la vid divina, nos inserta en el cuerpo de Cristo y nos hace hijos de Dios, mientras que el segundo nos proporciona la fuerza para obrar de modo nuevo, potenciando nuestra inteligencia y voluntad, y afirmándonos en el bien.
El cristiano es una criatura nueva
Afirma san Pablo que, con el bautismo, nuestro hombre viejo ha sido crucificado, ha muerto con Cristo en la cruz, de suerte que no seamos ya esclavos del pecado. Por eso, a través del bautismo, vivimos en El, que ha resucitado. Así, los bautizados deben considerarse muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo Jesús (cfr. Rm 6, 11). Los cristianos están verdaderamente vivos, pero no viven ya para ellos mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó. En efecto, «el que está en Cristo, es una nueva creación» (2 Co 5, 17). Los creyentes, al unirse con Cristo en el bautismo, participan en lo que El ha conseguido para todos los hombres, llamados a ser el verdadero y definitivo pueblo de Dios. Su existencia es según el Espíritu en Jesucristo. «Porque nada cuenta ni la circuncisión, ni la incircuncisión, sino la creación nueva» (Ga 6, 15). Dios, por el gran amor con que nos ha amado, de muertos por el pecado nos ha hecho revivir con Cristo. Esto ha acontecido por gracia, es don de Dios, somos obra suya creados en Cristo Jesús (cfr. Ef 2, 4-6). De este modo, mediante Cristo, judíos y gentiles se vuelven un hombre nuevo, formando un solo cuerpo y guiados por un único Espíritu (cfr. Ef 2, 14-18). Merced a la reconciliación de Jesucristo, todos se han convertido en hombre nuevo por encima de sus diferencias, que no serán ya determinantes ni discriminatorias. Es Cristo quien nos incorpora a Sí mismo, dando su propia vida a la humanidad renovada. La modalidad con que Dios nos ha salvado está caracterizada por el signo eficaz del bautismo: «él nos salvó, [...] según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3, 5-7). En este pasaje encontramos indicados también los efectos del bautismo: un nuevo nacimiento, la justificación mediante la gracia de Cristo, la comunicación del Espíritu Santo y la herencia de la vida eterna.
San Juan afirma que quien es engendrado de la carne es carne; en cambio, el que es engendrado del Espíritu es espíritu, entra y vive en una esfera superior. Por eso necesita el hombre renacer de lo alto, del Espíritu, si quiere ver el reino de los cielos o entrar en él. Pero el nuevo nacimiento del Espíritu es un nuevo nacimiento que tiene lugar también por el agua. El Espíritu es recibido así de manera sacramental y transforma al ser humano camal (cfr. Jn 3, 4-7.19-34). En este sentido, es el Espíritu quien da la vida, la carne no sirve para nada (cfr. Jn 6, 63). Así, a los que creen y acogen a Dios se les concede convertirse en hijos de Dios; son engendrados por Dios no con una generación humana, sino con un acontecimiento sobrenatural obrado sólo por Dios. La generación divina es obra del Espíritu divino y conduce al hombre a la esfera de Dios 24.
También 2 P 1, 4, al afirmar que los fieles son hechos partícipes de la naturaleza divina, se refiere a la vida nueva que éstos reciben en Cristo. Se trata de la comunicación de la propia vida de Dios a los hombres; una comunión con Dios que se obtiene después de haber sido purificados de los antiguos pecados, y que proporciona la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y salvador Jesucristo (cfr. 2 P 9,11) 25.
Por su parte, los concilios de Florencia y de Trento (cfr. DS 1311; 1672) confirman que el bautismo nos hace renacer espiritualmente y nos convierte en criaturas nuevas.
Si queremos expresar de manera sintética la gracia sacramental del bautismo, podemos afirmar que se trata de la gracia basada en el misterio de Cristo y en su obra salvífica, por la cual el hombre pecador, al recibir el Espíritu por vez primera y para siempre, es regenerado, es decir, que es la gracia de la iniciación o del comienzo la que hace acceder a la vida divina. El catecúmeno es regenerado como hijo de Dios, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Es la gracia propia del nacimiento del cristiano la que hace capaz, la que «ordena» al hombre a la gloria de Dios. Puede ser descrita con las palabras del concilio de Trento: «Es el traslado desde el estado en que nace el hombre, como hijo del primer Adán, al estado de gracia y de "adopción como hijos" (Rm 8, 15) de Dios, por medio del segundo Adán, Jesucristo nuestro salvador; y este traslado, después de la promulgación del evangelio, no puede tener lugar sin el lavado de la regeneración (cap. 5 sobre el bautismo) o bien con el deseo del mismo, como está escrito: "Nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu Santo" (Jn 3, 5)» (DS 1524).
El bautismo es verdaderamente un nacimiento, una entrada en la vida cristiana; es el don de una vida. Existe un salto cualitativo y ontológico entre el hombre y el cristiano, entre la humanidad y la Iglesia. A propósito del bautismo, nacimiento del cristiano, afirma D. Barsotti con toda justicia: «En consecuencia, no existe continuidad entre la vida de la criatura y la vida de Dios. Poseer en Cristo una participación en la naturaleza divina hace al cristiano cualitativamente distinto de alguien que sea simplemente hombre, y asimismo ser en Cristo lleva consigo una diferencia, porque supone la liberación del pecado que ha dividido a los hombres entre sí» 26.
Esta gracia es totalmente gratuita; en efecto, nada de lo que precede al bautismo y a la justificación del hombre, como la fe y las obras de preparación realizadas con la ayuda divina, merece tal gracia. Se trata de una elección por gracia. «Y, si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia no sería ya gracia» (Rm 11, 6).
Dios otorga gratuitamente la gracia bautismal con la acción misma del sacramento. Mas, de parte de los hombres, se requiere unas condiciones y, precisamente, la fe en Dios Trino y en el misterio redentor de Cristo, en tomo a los cuales son interrogados los candidatos en la misma celebración sacramental, además de la renuncia al pecado y el propósito de llevar una vida en conformidad con los mandamientos de Cristo. Mientras que, como hemos visto, para que se imprima el carácter sólo existe como condición la validez del sacramento, para recibir la gracia son necesarias también las condiciones señaladas. Tras haber recibido el carácter bautismal, en cuanto son suprimidos los obstáculos que impiden la justificación, se recibe el fruto sacramental, esto es, la remisión de los pecados y la gracia del nacimiento cristiano.

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