sábado, 31 de mayo de 2014

Epístolas de la Cautividad.

Introducción

Se reúnen bajo el título de Cartas de la Cautividad las cuatro cartas siguientes: Efesios, Filipenses, Colosenses, Filemón. Por casualidad las cuatro cartas que nombramos se siguen; pero aunque fueron escritas por Pablo prisionero, no son del mismo año ni escritas desde la misma cárcel.
Pablo fue detenido varias veces (2Co 11,24; He 14,29 16,23), pero si se habla de un encarcelamiento, podría referirse a dos ocasiones precisas, más una semi-prisión. La primera fue en Éfeso, con toda probabilidad el año 56; entonces envió a los Filipenses una carta sobre cuya autenticidad no han surgido dudas. Luego Pablo estuvo dos años completos en la fortaleza de Cesarea (He 24-26), desde donde fue llevado a Roma. Allí se habla de una “semi-cautividad”, es decir, la detención en un domicilio privado (He 28,16). Al cabo de dos años, con toda probabilidad, Pablo fue absuelto.
Con bastante exactitud se puede afirmar que Pablo fue ejecutado entre los años 64 y 66, con ocasión de la gran persecución de Nerón. Una mala interpretación de 2Tim 1,17 llevó a pensar que había estado algún tiempo en prisión en Roma antes de su ejecución. Descartada tal posibilidad, con mucha probabilidad se puede concluir que Pablo escribió en Cesarea en los años 58-60 las cartas a los Efesios, a los Colosenses y a Filemón.
Numerosos biblistas ponen en tela de juicio que Pablo sea el autor de la carta a los Efesios; algunos incluso quisieran negarle la carta a los Colosenses. No faltan argumentos, pero las características de esas cartas que abogan por su autenticidad son también numerosas, de tal manera que las hipótesis que las atribuyen a un discípulo de Pablo de la siguiente generación se han ido multiplicando a medida que se descubrían sus contradicciones. Los mismos que atribuyen estas cartas a un autor posterior no pueden comentarlas sin reconocer a cada momento palabras e ideas características de Pablo. Algunos afirman que Pablo responde a inquietudes de tiempos posteriores, pero nunca dieron pruebas de ello.
Si decimos que Pablo dejó cierta libertad a un redactor de su confianza, embebido de su pensamiento, como pudo ser Timoteo (Col 1,1), descartamos las objeciones y evitamos la dificultad enorme del falsificador genial e incógnito que engañó con mentiras y santos propósitos a una Iglesia de ingenuos. Porque ¿cómo un falsificador convencería a la Iglesia de que recibiera estas cartas como obra de Pablo, si las Iglesias de Éfeso y de Colosas, muy pronto informadas, nunca las hubieran conocido?
Una nueva etapa
Es cierto que estas cartas manifiestan una renovación de Pablo, pero ¿quién puede afirmar que un hombre como él se haya encasillado jamás en un sistema teológico y que la carta a los Romanos marcase para él un punto final? El Pablo de la carta a los Romanos ya no era el de las cartas a los Tesalonicenses. Y después de Romanos, dos cambios mayores le afectan. Por una parte pone fin a los años de apostolado en Asia Menor y en Grecia, y quiere evangelizar al Occidente, y por otra empiezan los años de prisión.
Encarcelado en Cesarea, aunque fuera tratado con consideración (He 24,23), no era una vida envidiable, y las cadenas pesaban sobre su actividad apostólica. Pablo ahora mira con otros ojos tanto a las personas como a las instituciones, y en esas circunstancias se produce, mucho más que una revisión teológica, el acceso a una nueva conciencia espiritual.
Simplificando un poco, se podría decir que hasta entonces Pablo había conservado el vocabulario y las imágenes de Dios en el Antiguo Testamento: Dios monarca y juez que recibe en el cielo o que envía a la condenación. En el comentario a los Romanos hemos dicho que la justificación es ante todo una renovación de la persona humana; no se puede por tanto negar el aspecto jurídico de esta justificación. Ya se trate de las relaciones entre Dios y la humanidad o de la lucha entre el bien y el mal, Pablo se mueve en un universo jurídico. Además es muy notable la agresividad; en 1Tes 2,16 la violencia del lenguaje está a la medida de las persecuciones que Pablo sufre por parte de los judíos.
En este marco legalista y judío (deberíamos añadir: bíblico) se ubicaron para Pablo el descubrimiento de Dios Padre y las experiencias del Espíritu con su creatividad y su presencia interior. Ablandaron en Pablo lo que podía haber de austeridad en la religión del Dios soberano y juez, y la espera del Señor estaba llena de alegría. Pero los sentimientos nuevos, frutos del Espíritu, no habían desplazado las imágenes antiguas. La violencia, que es más notable en 1Tes, se ve también en 2Co 11,13 y Gal 2,4.
El acceso a una plenitud
Dios es espíritu, y Pablo lo sabía, pero le faltaba la toma de conciencia. En el momento en que lograse descubrir que Dios no es “el que tiene derecho a gobernar nuestras vidas” (como dicen algunos), comprendería mejor la mirada del Padre sobre la humanidad entera. Parece ser que el encuentro de Pablo con las religiones del Asia menor preparó esa conversión. Pablo las denuncia, en especial en la Carta a los Colosenses, y retoma algunos términos de esas especulaciones que cundían en la región de Éfeso para cambiarles el sentido. Pero ¿sólo quiso combatirlas, o bien le sugirieron una manera más amplia de concebir las relaciones de Dios y del universo?
En las doctrinas orientales la creación dependía de Dios y de los poderes espirituales a la vez, y la parte que correspondía a Dios era un derramamiento de la naturaleza divina más bien que una decisión autoritaria. También estaba la intuición de que hemos salido de Dios y volvemos a Dios. Pablo ha quedado ya liberado de su actividad misionera. Mientras se alargan los plazos y se prolongan los días de su cautividad, su experiencia espiritual le abre una visión nueva de la existencia, del tiempo y de la redención. La eternidad es todo, a pesar de que nuestro paso en la tierra le esté íntimamente unido: es nuestra patria (Fil 3,20). Eso mismo se lee de alguna manera en el hermoso himno de Ef 1,1-14: la alabanza eterna de la gracia divina es todo, y la predestinación, que figuraba ya en Rom 8,28, se ha instalado en la naturaleza divina. Ante la eternidad Pablo se aleja un poco de las discusiones dogmáticas, y prefiere contemplar la obra de Dios como ya acabada (Ef 2,6). En Gálatas y 2Co 11,2 ardía de celo por la “virgen pura”, la Iglesia militante; en Ef 5,23 sólo ve el misterio eterno de la Iglesia. Pablo ahora sugiere un misterio divino liberado de derechos, de obligaciones y de leyes. Dios pierde su trono sin que su santidad salga disminuida, y más bien impone su omnipresencia (Ef 3,14-20).
En esos años la espera del “Día del Señor” estaba decayendo, y el Dios de Pablo se situaría en una luz donde su Cólera no puede acompañarlo, donde se quiere que todos los hombres se salven (Ef 3,8; 1Tim 2,4). Cristo, más grande que nunca, asumía la larga historia que apenas había comenzado, y Pablo se veía inmerso en una aventura cósmica en la que él, tan pequeño, había sido necesario para la alabanza eterna. Pablo prisionero entraba en el espesor de una redención en la que los sufrimientos de Cristo se derraman sobre los que lo aman y hasta sobre sus cadenas (Ef 4,1; Col 1,24).

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