domingo, 8 de junio de 2014

LA REVOLUCIÓN LLEGA A LA IGLESIA DE MANOS DE UN PORDIOSERO.



Allá por el siglo XIII la Iglesia romana había acumulado grandes riquezas y a su imperativo moral unía el poder temporal de los Papas y todo ello se traducía en unos estilos de vida muy poco edificantes en la curia y los eclesiásticos en general. Contra esta situación iba a reaccionar un joven de rica familia, nacido en Asís alrededor de 1181 ó 1182. Sería Francisco, el santo que amaba a Dios en todas sus criaturas, aquel santo que quería llevar una vida conforme al Evangelio, sin ninguna concesión a lo superfluo, que causó una verdadera revolución, un escándalo en la sociedad y en la Iglesia del momento. 

Francisco fue bautizado con el nombre de Juan Bautista y durante toda su juventud vivió como los jóvenes de las clases acomodadas: diversiones, bailes, tornas y justas. Pero su salud era delicada. Sufrió toda su vida de la vista, del estómago y del hígado, y en un período de grandes sufrimientos físicos, comenzó a plantearse el porqué de la existencia y la relación del hombre con Dios. Pronto comenzó a despreciar el dinero y a dedicarse a tareas pías para lo que vendió un lote de magníficos paños de su padre, que era mercader, y provocó su ira de forma tal que le encerró encadenado en una cueva. Los buenos oficios de su madre hicieron que lo liberara y a partir de este momento, Francisco se desnudó ante su padre, le entregó todas sus ropas renunciando a esa paternidad terrenal y diciendo que sólo era su padre Aquel que estaba en el cielo. 

Durante tres años se dedicó a restaurar iglesias haciendo de albañil, siguiendo una revelación en la que la voz del Crucificado le había ordenado reparar su Iglesia. Cuando tendría unos 26 años, oyó la predicación sobre un texto del Evangelio de San Mateo en que se instaba a los discípulos de Jesús a predicar el reino de Dios, a atender todas las necesidades humanas ya no almacenar ni oro ni plata que de poco sirven para alcanzar la salvación. Francisco se dio cuenta que esas palabras parecían escritas para él, que representaban lo que sentía y anhelaba desde el fondo de su corazón. Vistió una túnica de tejido áspero, ceñida por una cuerda de la que colgaba una imagen de Jesucristo y, descalzo, marchó por los pueblos anunciando la palabra divina. 

Muchos, convencidos por el mensaje y la austeridad de Francisco, comenzaron a seguirle, llamándole el Poverello, el Pobrecito. Su primer discípulo fue un hombre rico que donó su dinero a los pobres y le siguió; el segundo fue un canónigo y jurista y el tercero, el hermano Egidio. Pero en ocasiones los tomaban por locos y los apedreaban, porque aquellos pordioseros, que se mantenían de limosnas, despertaban la desconfianza. ¡Nadie podía ser tan bueno y tan humilde! Una vez, en la que estaban realmente hambrientos, alguien les regaló una oveja. A todos se les hizo la boca agua ¡pero en aquel "redil" de santos incipientes, nadie fue capaz de sacrificarla para comérsela! Y durante muchos años la oveja permaneció con ellos. 

Aquel rebaño de almas elegidas, regido por una regla tan austera, necesitaba la aprobación eclesiástica, necesitaba una "legalización" y Francisco, con algunos de sus discípulos marchó a Roma. Pero las cosas no iban a resultarle nada fáciles. Por aquel entonces, se sentaba el papa Inocencia III en la silla de Pedro, un defensor a ultranza de las Cruzadas que Francisco había fustigado por la crueldad de sus acciones y por su intolerancia. No era un buen principio para que el Papa le acogiese con los brazos abiertos. Le recibió en la magnífica San Juan de Letrán, rodeado de toda la curia, vestida con los lujosos ropajes eclesiásticos, mientras las joyas refulgían sobre los dedos enguantados de los prelados. Cuando apareció Francisco y los suyos, con los toscos sayales, pobres y malolientes, la impresión no pudo ser más catastrófica por ambas partes. 

Inocencio III y Francisco se entrevistaron tres veces. La primera fue un desastre total. La segunda, cuando Francisco presentó los estatutos de la Orden eran de una austeridad tal que el Papa los juzgó la obra de un iluminado que podía convertirse en un peligro para la Iglesia. 

Pero, parece que antes de entrevistarse por tercera vez, Inocencio tuvo un sueño en el que veía que San Juan de Letrán se desmoronaba, mientras le sostenía en su derrumbre un religioso pobre y mal vestido. Lo consideró profético y con tales trazas debía ser necesariamente el pobre de Asís. Así que aprobó la regla, pero sólo verbalmente e impuso dos condiciones: los frailes debían obediencia ciega al fundador y Francisco debía obediencia al papado. A él se le ordenó diácono y el resto de sus frailes recibieron la tonsura. Ya era una forma de legalidad la conseguida, pero Francisco siguió aceptando entre los suyos tanto a religiosos como a laicos. 

En Asís, a la vuelta de Roma se alojaron en cabañas y se dedicaron a hacer el bien, curando a leprosos, trabajando manualmente y alimentándose de aquello que la gente tenía a bien darles. 

La fama de santidad de Francisco fue aumentando y sus discípulos también. Los milagros crecieron en torno al Poverello de manera que no resulta fácil distinguir la verdad y la leyenda, pero allí donde iba, el pueblo se arremolinaba cerca de él para oír su predicación y los más osados intentaban hacerse con algún trozo de su túnica como si de una auténtica reliquia se tratase. No obstante, la actitud y el ejemplo de vida de los primeros franciscanos eran considerados, todavía, como una extravagancia y casi una provocación por lo que Francisco redactó una nueva regla que retocaron las autoridades de Roma y que no se ajustaba a los deseos de pureza del santo. Casi estuvo a punto de abandonar su propia Orden, pero el mandato divino de no hacerla le mantuvo con los suyos. 

EI 14 de septiembre de 1224, meditando sobre la pasión, se reprodujeron en su cuerpo los estigmas de Cristo. Francisco se encaminaba hacia el final de sus días. En 1212 una joven noble, también de Asís, Clara, había huido de su casa con una amiga para seguir a Francisco y éste las acogió, les cortó los cabellos y las vistió de forma parecida a la suya. Se creó así la rama femenina franciscana, que en un principio se llamó las Pobres Damas y posteriormente
las clarisas. Sintiéndose muy agotado, Francisco visitó a Clara y en el jardín del convento, estando prácticamente ciego, escribió uno de los más bellos cánticos religiosos que se conocen, al hermano Sol y la hermana Luna, donde se pone de manifiesto su identificación con todo lo creado a través de la obra de Dios. 

Poco después dictó su testamento, que, posiblemente fue respetado, pero que sus sucesores no llevaron a la práctica siguiendo el auténtico espíritu franciscano. Después de su muerte, aquel hombre humilde, que siempre despreció cualquier gloria y cualquier riqueza, fue enterrado en una iglesia suntuosa en una verdadera contradicción con sus deseos.

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