martes, 29 de julio de 2014

LAS SEIS ESPOSAS DE ENRIQUE VIII




¿Qué no se hará por amor? A lo largo de la historia, los hombres, y también las mujeres, han sido capaces de lo peor y de lo mejor, para conseguir a aquél o aquella a la que adoraban, aunque para ello tuviesen que desencadenarse contiendas, mediar asesinatos y otras lindezas por el estilo. 

Y dentro de los que no paraban en mientes para hacerse con la mujer que le gustaba, muy bien puede incluirse a Enrique VIII de Inglaterra, que "disfrutó" de seis esposas y que para casarse con la segunda, no dudó en romper con Roma y dar origen al anglicanismo. 


Enrique VIII era un hombre apasionado, cultísimo, exquisitamente educado y de complexión fuerte y atlética. No estaba destinado al trono, pues era el segundo en la línea de sucesión de los Tudor. Por delante de él estaba el heredero, Arturo, casado con una hija de los Reyes Católicos, Catalina. Parece que estaba en su ánimo hacerse sacerdote, pero a la muerte de su hermano se convirtió en el heredero y subió al trono en 1509, al fallecer su padre. Además del
trono, Enrique heredó también a la viuda de su hermano y se casó con ella. 

Al producirse la Reforma protestante, el ya rey inglés escribió un tratado refutando las tesis luteranas y salió en defensa del papado lo que le valió el título de "defensor de la fe", pero hete aquí que en su vida se cruzó una dama noble, Ana Bolena, que iba a trastocar la historia entera de Inglaterra. 

Ana tuvo una habilidad especial para hacerse valer. Comprendió que si se plegaba a los deseos del rey, que parece se enamoró de ella en cuanto la vio, no pasaría de ser la concubina real y ese papel no le agradaba en absoluto. Sólo sería suya cuando la llevase al altar, pero por en medio estaba Catalina, la esposa real. 

Enrique y Catalina tuvieron varios hijos, pero sólo sobrevivió una niña, María, e Inglaterra se quedó sin heredero varón. Ahí encontró un buen argumento el rey para solicitar el divorcio, reforzando su petición al papado con que el matrimonio podía ser irregular ya que Catalina fue
esposa de su hermano. Pero el Papa temía enfrentarse con Carlos I si concedía el divorcio pues
Catalina era tía suya, y desestimó la petición. Enrique comenzó a inquietarse buscando una legalidad que le permitiese llevar a buen término sus amores con la Bolena. 

Recabó la ayuda de su canciller, Tomás Moro, un hombre íntegro que jamás traicionó sus principios y de Juan Fisher, cardenal y amigo personal del monarca, pero en ninguno de los dos
encontró el apoyo que reclamaba. Entonces Enrique tomó una decisión drástica: rompió con Roma y se proclamó jefe de la Iglesia de que ratificaba esta decisión real y el arzobispo de Canterbury, Thomas Krammer, anuló el matrimonio de Enrique y Catalina. 

Ana y Enrique se casaron, mientras que los que se oponían a esta medida fueron todos ejecutados. Moro, Fisher y algunos religiosos de la Cartuja de Londres, cayeron en el patíbulo. 

Los nobles y burgueses se vieron beneficiados por la confiscación de los bienes eclesiásticos y no dudaron en ponerse al lado del rey. El cisma de la Iglesia en Inglaterra se había consumado.

Aquella relación apasionada no iba a tener un final feliz. Ana, "la de los mil días", sólo disfrutó brevemente de su nueva situación. Tuvo una hija, Isabel, con lo que problema dinástico seguía igual y el rey se había ya fijado en una dama de compañía de su actual esposa: Jane Seymour. Ana fue acusada de adulterio y condenada a morir. El juicio estuvo plagado de irregularidades y mentiras. Se dijo que había mantenido relaciones incestuosas con su hermano y en el jurado que la condenó se encontraba su propio padre. Aquella mujer que desencadenó la tormenta religiosa en Inglaterra, que causó la muerte de los opositores a su matrimonio, caía bajo el hacha del verdugo. 

Jane Seymour le dio un hijo a Enrique VIII, el deseado varón que se convertiría en heredero, el futuro Eduardo VI y murió en el parto. Su paso por la vida y por la historia fue corto y tal vez fue mejor así, a tenor de lo que sucedería después. 

Ana de Cleves fue la cuarta esposa. Fue un matrimonio de conveniencia, de estado, pero parece que cuando ambos conyuges se vieron no se gustaron en absoluto. Parece que en año que vivieron juntos ni siquiera llegaron a consumar el matrimonio, y después de este tiempo, se divorciaron. 

Pero como el corazón de Enrique padecía una imperiosa necesidad de estar siempre ocupado, la siguiente en la lista fue Catalina Howard, una hermosa mujer mucho más joven que el rey galán. También fue condenada por adulterio, ésta parece que con cierto fundamento real, y ejecutada. Afrontó su destino con un singular estoicismo. El día antes de su ejecución, mandó venir al verdugo y ensayó con él cómo iba a ser tan trágica ceremonia. Por lo visto no quería perder la compostura ni la serenidad en tan trascendental momento. iA estas alturas suponemos que las damas de la corte debían temblar cuando eran objeto de las atenciones del fogoso Enrique! 

Catalina Parr sería la última de las esposas. El rey estaba viejo y achacoso, pero Catalina se mostró siempre prudente porque lo sucedido con sus antecesoras le sirvió de aviso para no incurrir en el más mínimo desliz, ni siquiera de pensamiento. En una ocasión unos cortesanos la interrogaron sobre ciertas cuestiones políticas y religiosas y Catalina, muy astutamente, declaró que en estas materias no tenía más opinión que la de su esposo. 

En 1547 moría Enrique VIII y Catalina le sobrevivió un año. 

Todos los hijos de Enrique VIII, habidos de sus diferentes esposas, se sentaron en el trono de Inglaterra. A su muerte le sucedió el hijo de Jane Seymour, Eduardo VI. A la muerte de éste, María Tudor, hija de Catalina de Aragón, se coronaría como reina. Y cuando ella murió subió al trono Isabel 1, la hija de la desgraciada Ana Bolena. 

Las dos hermanastras, María e Isabel, tuvieron una niñez desgraciada, tratando de pasar desapercibidas, a pesar de su rango de princesas, en una corte en la que por menos de nada se encontraba uno con el hacha al cuello. María volvió sus simpatías hacia los católicos, y reprimió con dureza a los protestantes por lo que la llamaron Bloody Mary, "María la Sanguinaria". iNo confundir con el cóctel del mismo nombre que se compone de zumo de tomate y vodka! Isabel restauró a la Iglesia anglicana y a los protestantes a los que debía su propio nacimiento. Fue una gran reina para Inglaterra, querida y respetada por su súbditos e implacable con todas aquellas potencias que intentaron hacer sombra al poderío inglés.

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