martes, 25 de noviembre de 2014

Cultura sacerdotal.

La responsabilidad de los sacerdotes en el campo de la cultura brota de su misma identidad y misión


Por: Guillermo Juan Morado | Fuente: Revista Ven




Acaso pocas realidades humanas resulten tan difíciles de definir como la cultura. En su sentido clásico, la cultura equivale al cultivo de los dones naturales. En su acepción moderna, la cultura es considerada como el conjunto de los modos de vida, de las costumbres y de las mentalidades de una época o de un grupo social. Todos somos artífices y sujetos de la cultura y, a la vez, la cultura es lo que nos permite devenir plenamente humanos.

El interés de la Iglesia por la cultura es coextensivo con su historia bimilenaria. Desde el comienzo, el cristianismo ha sido creador de cultura. Concretamente, la cultura europea y occidental no se explica sin el influjo vivificador del Evangelio. A pesar del naufragio de los valores, que nos convierte en una generación de huérfanos y de supervivientes, todavía, si buscamos entre los restos del barco, hallaremos piezas que sólo encajan en un diseño cristiano o, a lo sumo, quizá poscristiano, pero difícilmente precristiano o acristiano.

El fracaso de los diversos humanismos ateos, y la consiguiente reclusión posmoderna en los pequeños jardines de la comodidad insolidaria, ha puesto de manifiesto con mayor claridad, si cabe, que una de las principales aportaciones del cristianismo a la cultura occidental ha sido - y continúa siendo - la defensa del valor y de la dignidad de la persona humana. De cara al futuro, cada vez más amenazado por la fragmentación y por el nihilismo, la apuesta incondicional en favor de la dignidad de todo hombre constituye un permanente desafío frente al cual la Iglesia, presencia viva de un Dios humano, no puede capitular.

¿De dónde deriva la responsabilidad de los sacerdotes en el campo de la cultura? Brota, ni más ni menos, de su misma identidad y misión: ser ministros de Cristo, cabeza de la Iglesia, para que los hombres reciban y manifiesten en su existencia el don de la vida divina.

La preocupación por la cultura no es, por consiguiente, una tarea opcional para el sacerdote; no es un pasatiempo para llenar espacios de ocio - cada vez más menguados, a causa de agendas absurdamente sobrecargadas - ; ni tampoco una aristocrática técnica de "cultivo de sí". Se trata, por el contrario, de un compromiso inaplazable de cara a contribuir, en la parte que le corresponde, a que la Iglesia cumpla su misión de anunciar el Evangelio a todas las gentes (cf Mt 28, 19); es decir, a todos los ambientes de la humanidad para "transformar desde dentro" y "renovar a la misma humanidad" con el influjo de la Buena Nueva.

El mandato misionero dado por el Señor no puede ser cumplido - enseñaba Pablo VI - sin llevar a cabo una evangelización de la cultura y de las culturas de nuestra época. Para ello, siguiendo la lógica de la Encarnación y de la Redención, será preciso inserir el Evangelio en las diversas culturas a fin de que éstas sean introducidas en la vida de la Iglesia y, de este modo, la fe misma se haga cultura, creando comunidades que reflejen y se empeñen en encarnar modelos de fe, válidos para hoy.

El sacerdote, pastor de la comunidad cristiana, se ve urgido, cada vez más, a intentar llevar a cabo una síntesis personal entre fe y cultura, con creatividad, audacia y espíritu de discernimiento. Un continuo y serio empeño de formación permanente será el cauce que le permita contribuir eficazmente a que la necesaria pastoral de la cultura fructifique en un anuncio renovado del Evangelio en los areópagos de nuestro tiempo, para que la Palabra de Salvación cree, con su poder transformador, un nuevo humanismo capaz de alumbrar "culturas transformadas por la prodigiosa novedad de Cristo". Culturas que permitan a los hombres de hoy - como escribe Juan Pablo II en Fides et ratio - "descubrir su capacidad de conocer la verdad y su anhelo de un sentido último y definitivo de la existencia".

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