lunes, 29 de diciembre de 2014

APRENDER A CELEBRAR

          
Si alguno quisiera propugnar el estilo cultual de la asamblea cristiana, basándose en la concepción sacerdotal del cristianismo, expuesta en el capítulo segundo, debe recordar que las categorías sacrificio‑culto‑sacerdocio forman un sistema simbólico que describe simplemente la vida cristiana de fe y caridad. Expusimos allí el sentido existencial del sacerdocio de Cristo y del cristiano. Si interpretamos la vida cristiana como culto, hay que precisar inmediatamente la diferencia entre ese culto y los de las religiones precristianas. La connotación ceremonial exclusiva de la palabra culto es propia de nuestras lenguas modernas; en latín cultus, derivado del verbo colo, “cuidar de”, se aplica lo mismo al campo (cultivo), al cuerpo (cuidado) y a los dioses (honor); la idea común es la de responder con acciones a las exigencias de cada una de esas entidades. La palabra griega latreia, «culto», aparece una sola vez en los evangelios (Jn 16,2 ), referida a los perseguidores que pensarán dar culto a Dios matando a los cristianos. El verbo correspondiente, latreuo, es también raro, y el verbo hebreo `abad, al que traduce, significa simplemente «servir» en todos sus sentidos: prestar servicio, ser siervo, sirviente o servidor, servir a la patria o al rey. Referido a Dios, toma el matiz de servicio a un soberano, a un dueño, sin especial carácter cúltico. La concepción cultual de la asamblea cristiana pertenece al estadio religioso, en que el culto estaba separado de la vida. Una vez que Cristo ha identificado las dos esferas, el estilo de vida es el estilo de culto.
 Una observación final. Aunque, interrumpe la tarea cotidiana, la celebración no es un refugio para olvidar los agobios de la vida y la maldad del mundo; olvido buscado es evasión. Se critica con derecho el aturdimiento deliberado de la fiesta frívola, que anhela evadirse de la realidad; si los cristianos pretendieran eso, estarían usando el mismo estupefaciente con etiqueta distinta.
Algunos, sin buscar la evasión, no perciben el nexo entre celebración y vida. Para ellos, pasar de una a otra equivale a cambiar de estación en un receptor, dejando la estación mundana para sintonizar con la ultraterrena. No hace falta repetir lo antes expuesto; esta concepción niega de hecho la fe, estableciendo la separación entre las dos esferas e ignorando la acción de Dios en el mundo.  
La reunión cristiana no es evasión ni excursión a otro planeta. Ampliando una comparación de G. Fackre, es un momento de reposo; amarradas las canoas a la orilla, sentados en la hierba, frente a los rápidos del río, se descansa y se goza, se come y se canta antes de continuar el viaje; y en la conversación se comentan las peripecias. No es cuestión de olvidar, sino de superar, descubriendo bajo las miserias del mundo y de la vida el amor activo de Dios por su obra. Hay que aguzar la vista para percibir el oro bajo el fango y exaltar la fe para que no se encalle en los bajíos, refinar la concepción de la realidad y vislumbrar el dedo de Dios en rincones que no se habían considerado.
La celebración está cogida en un paréntesis: entre lo hecho y lo que ha de hacerse; filtra y agradece el pasado, otea y anhela el futuro que Dios promete. En el presente ha de expresar su concepción del mundo y su norma de vida. La primera es la visión de la fe: que el sostén de esta realidad es un amor infinito. La segunda es el dinamismo de la caridad: «Los cristianos quieren ser instrumentos del Dios‑amor para realizar en otros lo que antes se ha realizado en ellos; su propósito es dar a Dios, su Padre, hijos que se le parezcan por el inconfundible aire de familia; es decir, por la caridad rica y sin envidias, cuya dicha es doble:  la alegría inmaculada de saberse amados de Dios y, libres de todo interés propio, el poder de amar como Dios ama»
          
Evolución de la celebración
La Primera carta a los Corintios describe una celebración espontánea; san Pablo da instrucciones que aseguren el orden, pero todo se hace siguiendo las iniciativas individuales:
«¿Qué concluimos, hermanos? Cuando os reunís, cada cual aporta algo: un canto, una enseñanza, una revelación, hablar en lenguas o traducirlas; pues que todo resulte constructivo. Si se habla en lenguas extrañas, que sean dos cada vez o, a lo más, tres, por turno, y que traduzca uno solo. Si no hay quien traduzca, que guarden silencio en la asamblea y hable cada uno con Dios por su cuenta... De los inspirados, que prediquen dos o tres, los demás den su opinión. Pero en caso que otro, mientras está sentado, reciba una revelación, que se calle el de antes, porque predicar inspirados podéis todos, pero uno a uno, para que aprendan todos y se animen todos. Además, los que hablan inspirados pueden controlar su inspiración, porque Dios no quiere desorden, sino paz» (14,26-33).
La norma consistía, pues, en evitar el barullo, para que todo aprovechase a la asamblea. Procuraba también san Pablo que los inspirados no se excedieran y cansaran a la gente; dos o tres a lo más. Por lo demás, libertad plena; cada uno podía contribuir con lo que tuviese, dando así amplias facilidades a la expresión individual y colectiva; las experiencias cristianas podían manifestarse sin traba. Ninguna mención se hace de un responsable del orden; la autoridad del Apóstol, aunque distante, parecía suficiente. Con su sentido habitual de la igualdad, no envía san Pablo las normas a un individuo que asegure su observancia, las propone a la comunidad entera, después de una larga explicación (14,1-25) que prepara la unanimidad.
Una celebración de ese género estaba centrada en Cristo; ningún miembro de la asamblea reclamaba para sí una atención especial. En algunos escritos del Nuevo Testamento, redactados en la generación siguiente, como las cartas a Timoteo y a Tito, aparecen cargos, los presbíteros u obispos, a quienes se atribuye el papel de presidir. Era quizá un desarrollo necesario; en todo grupo se manifiesta el líder, y es posible que en Corinto mismo, aunque san Pablo no lo mencione, alguno o algunos se encargasen del orden; tal función directiva, si existía, no parece, sin embargo, que fuera presidencial, pues no se le atribuía el pronunciar la oración eucarística; san Pablo reprocha precisamente a un inspirado que la pronunciaba en una lengua incomprensible, sin desempeñar, por lo que parece, ningún cargo en la comunidad (14,16-17).

  
          
Es instructivo comparar la celebración, cristiana con la de los pueblos primitivos. Entre ellos, aunque hubiera un líder, el portador del ritual mágico era el grupo, pues para poner en movimiento a las fuerzas trascendentes pensaban que hacía falta un todo transpersonal. La unidad del grupo era, pues, creadora y estaba dirigida y abierta a lo numinoso'6.
Cambiando las categorías se puede aplicar este principio a la celebración cristiana: la manifestación divina tiene lugar en el grupo unido. Es secundario que algunos miembros ejerzan funciones especiales, necesarias o convenientes para la mayor eficacia; en este contexto, ni siquiera el carisma establece mérito particular. Dios mira a su pueblo, redimido con la sangre de Cristo, «pueblo santo y sin defecto en virtud del amor mutuo» (Ef 1,4). No son los dones particulares ni las funciones en el interior del grupo lo importante ante Dios, sino la unión en la caridad fraterna.
En los primitivos, la unión era casi física, a nivel de especie; entre los cristianos pasa a ser amor y hermandad, se hace a nivel libre, como respuesta personal a Dios que se revela. El único vínculo necesario para la celebración es el amor mutuo, y su centro no es ningún miembro particular del grupo, sino necesariamente Cristo mismo. La idea de los primitivos de que la unión del grupo desataba los dinamismos ultraterrenos era en cierto modo verdadera. El Espíritu actúa cuando la comunidad responde con la fe, Cristo está presente entre los que cumplen su mandamiento, y Dios se revela como Padre solamente en una comunidad de hermanos.
En el pasaje citado de san Pablo aparecía netamente la aportación de cada uno según el propio carisma. La celebración cristiana excluye el monopolio; no hay miembros pasivos en el grupo cristiano ni los dones se repiten; cada uno tiene el suyo particular y ha de contribuir con él, por modesto que sea.


   
          
En san Ignacio de Antioquía " y, por supuesto, del siglo tv en adelante, destaca la figura del presidente, que representa a Dios Padre (Ignacio) o a Cristo (más tarde). Al atribuir semejante representación a un miembro de la comunidad, la celebración se centra alrededor de él. La comunidad deja de ser un grupo homogéneo entrelazado por las diversas funciones y carismas, y uno de ellos está erigido en categoría aparte. La arquitectura muestra el cambio de mentalidad ": en las basílicas se reserva una parte del local. al obispo y presbíteros, y precisamente la parte que en las basílicas civiles ocupaba el representante del emperador o éste en persona. La organización estatal se infiltra en la iglesia. Como el magistrado ostentaba las insignias imperiales y el liber mandatorum, el obispo adoptará la cruz procesional y el volumen del evangelio; su calidad de líder toma un sesgo de funcionario. Para la celebración se insiste en la unión con el obispo; el centro de gravedad se desplaza, pasando de Cristo al que es considerado su representante. La teología paulina, que ponía a todos al servicio y dependencia mutuos, palidece; el único carisma visible es el de dirección. No se depende inmediatamente de Cristo‑cabeza, sino del obispo‑presidente.
En tiempo de san Pablo predicar era privilegio de todos; consecuencia de la nueva concepción fue reservarlo al obispo o a sus delegados. Las preocupaciones por la ortodoxia influyeron, sin duda alguna; no se trataba ya de una fe espontánea, amplia de horizontes, pero parca en formulaciones precisas y obligatorias; las polémicas y el afán de conceptualización disuadían de conceder la palabra a los no instruidos en la doctrina oficial. La expresión improvisada se reputa peligrosa; la fe se enuncia sólo con símbolos aprendidos que, de norma para la expresión, pasan a ser su límite.
Durante los tres primeros siglos el lugar de reunión solía ser una casa, con su aire de libertad, personalismo y familiaridad. La Primera carta a Timoteo recomienda que el obispo sea hospitalario, probablemente porque la eucaristía se celebraba en su domicilio. El local era lo de menos, interesaba sólo hallar un espacio acogedor; el templo es Cristo resucitado y la comunidad de los fieles. En estas celebraciones domésticas los grupos eran naturalmente pequeños y toda acción resultaba comunitaria; los detalles podían resolverse con practicidad, lo importante era la celebración misma.
Más tarde, sobre todo a partir del siglo m, empieza a asimilarse la antigua concepción del templo, judío 0 pagano, que suponía la sacralidad particular de ciertos objetos o personas. La basílica se convierte en un salón estructurado hieráticamente, con una parte reservada a la presidencia, y otra a los fieles. Excepto en las basílicas cimiteriales, sin embargo, el altar y el ambón no ocupaban todavía un lugar fijo.
En siglos más recientes se entra en la época de las catedrales, donde el vasto espacio y la suntuosidad perjudican a la interioridad y sencillez de la celebración. La grandiosidad del monumento anula en cierto modo al grupo e impide sentir la unión, pues la imponente sublimidad externa aparta la atención de los demás participantes. El centro no es ya siquiera la persona del presidente, sino un objeto, el altar. El obispo no oficia de cara al pueblo, sino cara al altar, con lo que el diálogo resulta imposible; el pueblo queda prácticamente pasivo, de todo se encarga el clero.
Para san Agustín, < iglesia es el lugar donde la iglesia se congrega»; esto dejó de ser verdad, y la iglesia pasó a ser casa de Dios, templo de Dios. Como el templo judío o pagano, se convirtió en centro simbólico de la religión. Considerándola como signo externo de la presencia del cristianismo en una ciudad, se le dio preeminencia sobre los otros edificios. Se había olvidado que la fe cristiana en el mundo actúa como el fermento.
En nuestros días muchos grupos prefieren volver a la sencillez primitiva, más cercana al evangelio; basta un local acogedor, humano y agradable, con la limpidez del Espíritu de Dios y la alegría del hombre nuevo.


          
¿Fiesta dionisíaca?
 La fiesta es personalizante; la comunicación que en ella se establece engendra contemplación y profundidad. ¿Cabe en la fiesta cristiana la embriaguez extática o el vértigo enajenante? Es difícil marcar la linde entre el entusiasmo legítimo y el torbellino. Hay que persuadirse además de que al Señor no le molesta la exuberancia, al contrario; lo demostró en la boda de Caná, proveyendo vino, y del bueno, para que la fiesta continuase.
La cuestión se presentó a san Pablo en Corinto; la afición de aquellos cristianos por los fenómenos espectaculares era, sin duda, un residuo de paganismo. El Apóstol enuncia repetidamente un principio: «Todo se haga para construir la comunidad» (1 Cor 14,3.4.5. 12.26). La fiesta cristiana no es sólo desahogo, sino también estímulo; no debe dejar decaídos, sino activados.
El cristiano sabe adónde va, desempeña una tarea seria colaborando con Dios en la reconciliación de los hombres; su alegría y exuberancia saludan al reino venidero y lo expresan, vislumbrando en el presente la plenitud futura. En cualquier grado de festejo que se ejercite, la celebración, a los ojos de un no cristiano, debería causar una impresión positiva. Por eso san Pablo frenaba el excesivo entusiasmo de los que discurseaban en lenguas ininteligibles; prefería que hablasen los inspirados capaces de exhortar en el idioma corriente: «Supongamos ahora que la comunidad entera se reúne en asamblea y que todos van hablando en esas lenguas; si entra gente no creyente o simpatizantes, ¿no dirán que estáis locos? En cambio, si todos hablan inspirados y entra un no creyente o un simpatizante, lo que dicen unos y otros le demuestra sus fallos, lo escruta, formula lo que lleva secreto en el corazón; entonces se postrará y rendirá homenaje a Dios, reconociendo que Dios está realmente con vosotros» (1 Cor 14,23-25).
Pablo no descarta los fenómenos que se manifestaban en lenguajes incomprensibles, pero los limita; la celebración no podía reducirse a eso. Por lo que a él toca, dice: «Gracias a Dios, hablo en esas lenguas más que todos vosotros; pero en la comunidad prefiero pronunciar cinco palabras inteligibles, capaces de instruir a los demás, antes que diez mil en un lenguaje arcano» (ibíd. 18-19).
Entusiasmo, sí, anarquía, no. Dios no quiere desorden, sino paz (ibíd. 32). Acción exaltante, desde luego; artificios que aturdan, intentos de perforar los límites de lo personal, para adentrarse en un todo supra o ultrapersonal en que se esfume la individualidad, no parece cristiano. La orgía dionisíaca nacía del ansía de superar las barreras del ser `9; según Nietzsche, el individuo es un error; para el cristiano, en cambio, es un carisma, un regalo de Dios. Con el vértigo y el frenesí dionisíacos quería el hombre, mintiéndose, librarse de sí mismo, curarse de ser hombre, taladrar el tiempo y el espacio para salir del aquí y ahora y vagabundear en el océano de la sensación ilimitada. Los cristianos no necesitan mentirse, no están cansados de ser hombres; al contrario, afirman su valor y su dignidad.
Quien vive superficialmente acaba harto de sí mismo. Nunca entra en sí, busca dilatarse y choca con sus paredes; pero es una dilatación gaseosa, que disminuye su densidad. Hay otra manera de ampliar el ser, por la concentración, que aumenta su peso específico y descubre nuevas dimensiones y espacios en su mismo centro; entonces comprende lo que es «anchura y largura, altura y profundidad» (Ef 3,18). Esta dilatación del ser se hace posible en la comunicación personal y profunda; además el hombre que respeta su pared existencial siente que al otro lado hay uno que interpela.
No hay que curarse de ser hombre, sino de estar solo, de ser medio hombre. A Dios no se llega por la grandeza, sino por la bondad; y si hemos de saber que somos pobres, la pobreza esencial es la finitud; este realismo se llama también humildad. A1 saber y amar lo que somos, es cuando amamos a Dios y llegamos a la felicidad: «Dichosos los que se saben pobres, porque suyo es el reino de los cielos» (Mt 5,4).
El hombre es historia y el cristiano no pretende evadirse de donde Dios lo ha colocado. No se avergüenza de ser hombre, sabiendo que por serlo es imagen de Dios; quiere ser mejor hombre, más profundamente humano, para hacer esa imagen más semejante a su modelo.
          
Aprender a celebrar
 Aunque la celebración es siempre global, subrayará, según las ocasiones, uno u otro aspecto de la vida cristiana, sea la libertad gozosa y la alegría de la unión, la renuncia a las ambiciones del mundo y el entusiasmo por la tarea común, la lealtad a Cristo y el derribo de los ídolos, el examen de la propia fidelidad o la expresión de solidaridad con todos los que trabajan por la paz y el bien. Siempre está presente el Señor como dador del Espíritu.
Celebrar exige inventiva; hay que encontrar formas aptas de expresión. Si en la antigüedad la celebración papal se inspiró en los rituales imperiales, pertenecientes a la vida civil, también hoy tienen derecho los cristianos a aprovechar los datos de la cultura que contribuyan a su celebración. Al fin y al cabo, cada época tiene sus convenciones y sus canales expresivos, sus palabras clave y sus gestos simbólicos. Han de tener en cuenta todo lo que es noble y amable, todo lo que merece alabanza y estima en la sociedad ambiente (Flp 3, 8). El reino de Cristo no es de este mundo, porque consiste en dar una vida que no procede de esta tierra, pero está en este mundo y existe para él; por eso quiere que los suyos permanezcan en el mundo (Jn 17, 15.18), pero viviendo en la verdad (ibíd. 17). Los cristianos festejan como los demás hombres; si su celebración se distingue de otras, no es por adoptar formas esotéricas, sino porque en ella, en medio del mundo, centellea el Espíritu de Dios.

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