lunes, 29 de diciembre de 2014

EL ANTICRISTO EN LA HISTORIA...

El Anticristo está en la historia: ¡Vigilad!
 El Anticristo no se inscribe en un futuro lejano sino que constituye una realidad del presente. Está activo en la manipulación del poder político y religioso: su espíritu vive en las injusticias universales de orden estructural; se entremezcla en los proyectos humanos mejor intencionados en forma de egoísmo, voluntad de autopromoción e instinto de discriminación. El Anticristo es una realidad de cada hombre en la medida en que cada uno es simultáneamente pecador y agraciado por Dios, descentrado de Dios y centrado sobre sí mismo, teísta y ateo. Por eso nos es necesario vigilar y no dejarnos engañar por el mal bajo la máscara de bien. El tema del Anticristo nos viene a recordar que ni todo lo que brilla es oro, ni todo lo que es religioso viene de Dios y de su gracia.  

El choque entre Cristo y Anticristo no es sólo la lucha entre religión e irreligión. Del NT aprendemos que la religiosidad es una de las características del Anticristo: «vino de los nuestros pero no era de los nuestros» (1 Jn 2,19). La lucha entre Cristo y Anticristo se opera entre. la humildad de quien se siente apoyado en el misterio de Dios y que por lo tanto no puede ser jamás orgulloso, ni autoafirmarse, ni instaurarse a sí mismo como medida para los demás, y la voluntad de poder que se rebela contra Dios en la medida en que el hombre se olvida de su fundamento divino, se cierra sobre sí mismo y establece un mundo fundado en criterios impuestos por esa voluntad suya de poder. Surge entonces una humanidad en la que Dios ha sido ahogado y la fe narcotizada. La consecuencia de esto se manifiesta en la falta de jovialidad y en la tragedia de la muerte de Dios en el corazón del hombre. Cuando se proclama a la tierra como realidad última, cuando el poder del hombre es considerado como el factor decisivo y determinante de todo, aparecen utopías que prometen el cielo y en su lugar traen el infierno, anuncian solidaridad y consiguen soledad, proclaman un orden nuevo y un mundo nuevo pero no nos quitan el sabor amargo de las cosas viejas ni nos reducen la ilusión de orden en el desorden.
La fe nos consuela diciendo: «Confiad, yo he vencido al mundo» (Jn 16,33); «con la manifestación de su venida el Señor Jesús aniquilará al Inicuo con un soplo de su boca» (2 Tes 2,8).

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