domingo, 28 de diciembre de 2014

El único interés de Dios es el desarrollo del hombre.

La salvación y el Salvador.
El verdadero Dios es aquel que por amor al ser humano quiere comunicarle su propia vida: de ahí el apelativo «Padre». Su designio es que todos los hombres posean esa vida y así se salven (1 Tim 2,4).
Porque «salvación» significa vida: plenitud de vida individual y social en este mundo, que continúa sin fin, con excelencia incomparable, más allá de la muerte física. La felicidad en una vida sin término constituye desde siempre la suprema aspiración de la humanidad.
De hecho, aunque el hombre alcance en este mundo una gran realización personal, la muerte la anula, porque marca el fin de todo proyecto humano. Sólo si el hombre supera la muerte podrá lograr su éxito pleno, y esto no le es posible más que si participa de la vida de Dios mismo, el único que posee la inmortalidad (1 Tim 6,16).
  De ahí que Salvador será solamente aquel que pueda capacitar al hombre para alcanzar su realización en este mundo y vida plena más allá de su existencia terrena.
  En Jesús, el Hijo del hombre, reside la plenitud del Espíritu, la fuerza de amor y vida de Dios Padre: en él, el Hombre‑Dios, se funde lo humano con lo divino. Sólo él, prototipo de Hombre y cabal expresión de Dios, es capaz de ofrecer vida plena y definitiva a la humanidad: él es el único Salvador (Hch 4,12).
  Se deduce que no es lícito relegar la salvación a la vida futura, pues esto equivaldría a aceptar el fracaso del plan de Dios en este mundo. La salvación empieza en esta tierra, para verse coronada, por encima de toda expectativa, en el mundo futuro.
 
El cristiano vive así en un equilibrio entre la vida presente y la futura. Ni la vida presente es un mero noviciado o entrenamiento para la futura, ni la futura puede ser un pretexto para no comprometerse con la, presente, la única que está en nuestra mano y de la que somos responsables. El hombre ha de estimar y aprovechar lo más posible cada etapa de su existencia en este mundo, procurando realizarse en cada una según la posibilidad que ella le ofrece, pero sin excluir en ninguna de ellas un desarrollo ulterior.
  El camino de la salvación para el individuo y la humanidad está, pues, según el modelo que aparece en Jesús, en la plena realización personal, basada en el ejercicio de una actividad que integra todas las dimensiones del ser humano y que busca comunicar vida. El progreso y la maduración de la humanidad, su salvación en este mundo, no cae del cielo ni es obra solamente del Salvador: exige la corresponsabilidad y el compromiso de los hombres, libres y autónomos.
No parece posible vivir a fondo la propia existencia ni dedicarse a los demás teniendo la persuasión íntima de que todo acabará en la nada. Lo que da sentido a la existencia y solidez a la dedicación es saber que ningún horizonte está cerrado. Es difícil tomar en serio la vida propia y la de los demás, si al final lo que triunfa es la muerte. Una vida que acabase en la negación de la vida, perdería todo objetivo. Llevar una vida dedicada a los demás sin esperanza alguna puede resultar de un admirable estoicismo, pero no podrá evitar la amarga sonrisa del fracaso conocido de antemano, ni que la aceche el sentimiento de la inutilidad y el absurdo. En cambio, la certeza de un horizonte ilimitado permite vivir intensamente el presente, que estará siempre iluminado por ella, sabiendo además que cada paso condiciona el siguiente. Esto significa vivir en la tierra como ciudadanos del cielo, símbolo de los valores inalienables del hombre, punto de origen de la nueva realidad humana y meta de su aspiración y realización, en la condición definitiva.
Jesús, modelo de hombre
  La persona de Jesús, el Hombre-Dios, representa el modelo y la meta de la plenitud humana. La adhesión a él, que pone al hombre en sintonía con el Padre, obtiene la comunicación de su Espíritu, que potencia al ser humano y lo capacita para una realización personal que rebasa la propia posibilidad.
  El ser del cristiano, como el de Jesús, es una síntesis de lo humano con lo divino, del hombre con el Espíritu de Dios. Ahí están la base de la interioridad y el fundamento de la acción, que puede desplegarse de mil formas según los individuos y las circunstancias, dando frutos de plenitud humana en cada uno.
  La realidad del cristiano está, por tanto, en la unión con el Padre y con Jesús que efectúa el Espíritu. Su identidad, en la conciencia vivida de esa unión. Completado y estimulado por el Espíritu, irá creciendo en calidad humana y madurando en la línea del amor, pareciéndose cada vez más a su modelo, Jesús. Esta unión, que abre hasta el infinito el horizonte del hombre y le hace ver el mundo con ojos nuevos, calma sus angustias, asegura su paz interior, sostiene su esperanza y anima su actividad.
  De su realidad y vivencia interior dimana la actividad del cristiano, cuyo propósito es fomentar la vida en la humanidad, que los seres humanos crezcan en calidad y plenitud, por la práctica del amor. Entra en el ámbito de su misión todo lo que contribuye al desarrollo del hombre y al logro de una sociedad libre, fraterna y creativa.
Espiritualidad y acción
  En el Hijo del hombre, prototipo de ser humano, del que Jesús aparece como pionero, se realiza una síntesis entre el mundo interior y el exterior, entre espiritualidad y acción, pues la presencia del Espíritu en Jesús define, por una parte, su ser y, por otra, inseparablemente, su misión. El ser del Hijo del hombre se expresa en su actividad, que busca comunicar plenitud de amor y vida; y viceversa, esa actividad revela su ser más profundo.
En paralelo con Jesús, la presencia del Espíritu, que transforma el ser y configura la acción, es el fundamento de la vida y el compromiso cristianos. Da al hombre la experiencia del amor incondicional de Dios Padre y lo encamina e impulsa hacia su plena realización, desarrollando su capacidad de amor y estimulándolo a su práctica. La presencia y la fuerza del Espíritu fundan la espiritualidad cristiana, pero sin imponer una pauta determinada ni rígida.
  El Dios de Jesús no es un agujero negro que absorbe y sumerge todo lo que se le acerca; al contrario, quiere colmar al hombre de su amor para que él lo irradie en los demás. El cristiano, por su adhesión a Jesús, es, por una parte, receptor y, por otra, comunicados de la vida de Dios, mediante la expresión de un amor que refleja el del Padre.
De este modo, la denominación «el Hijo del hombre» especifica el significado de la perfección, que está en la plena expansión de las potencialidades del hombre, bajo el impulso del Espíritu, hasta alcanzar la condición divina.
   
  La espiritualidad cristiana no consiste, pues, en el esfuerzo por adquirir la perfección moral mediante un acopio de virtudes. Esa tarea absorbería al cristiano haciéndolo vivir pendiente de sí mismo, sin tiempo para amar a los demás. Una espiritualidad de este tipo llevaría al egocentrismo. El cristiano está centrado en el Espíritu, pero éste es un centro que irradia y hace irradiar.
  De hecho, Jesús nunca exhorta a que el hombre viva concentrado en sí mismo escrutando su propia interioridad; evita así una espiritualidad ensimismada o narcisista. Esto no excluye, sin embargo, una reflexión sobre la propia experiencia y sobre la autenticidad de la propia conducta y actividad.
El cristiano no debe centrarse en el pasado, ni vivir obsesionado por el recuerdo de sus pecados o fallos, ya olvidados por Dios (Heb 10,17). Ha de ir adelante con la mirada puesta en el ideal que Jesús le propone.
En los tratados de espiritualidad suele afirmarse que todos los seres humanos están llamados a la santidad, pero al hablar de ella parece dejarse en la sombra la realidad humana para concentrar la atención sobre lo “sobrenatural” y sus virtudes, con una visión parcial e incompleta de la plenitud humana. Jesús, en cambio, no exhorta a la santidad ni utiliza la palabra; su idea del hombre, contenida en la denominación «el Hijo del hombre», es mucho más amplia: el plan de Dios incluye la total realización de su criatura, que culminará en la plena condición de hijo suyo. Esto supone la actualización y ensanchamiento de las capacidades del individuo, hasta el pleno florecimiento de su condición humana; no hay verdadera santidad para el hombre, es decir, semejanza con Dios, su Padre, si humanamente permanece subdesarrollado, si no adquiere la autonomía y madurez propias del adulto, si no ejerce su capacidad de entrega dentro de sus posibilidades. Cuanto más plenamente humano sea el hombre más honra a Dios.
  De ahí la importancia de lo humano: no se puede aspirar a la perfección dejándolo de lado. El raquitismo, el resignarse a una mediocridad sin calidad humana, cierra el camino del hombre hacia la plenitud y frustra el proyecto divino sobre él.
  «El pecado», la opción contraria al designio de Dios sobre la humanidad, es la traición del hombre a sí mismo, que lo separa del Padre y lo lleva al fracaso. Por él renuncia el hombre a la plenitud de vida a la que Dios lo ha destinado o la impide en sí y en otros. Se comete, en concreto, por la aceptación voluntaria de una ideología mutiladora, por la adhesión a los principios de un orden injusto, en el que el hombre se priva y priva a otros de la libertad, ejerce o acepta la opresión y se hace cómplice de la injusticia. Esta traición fundamental lo llevará a cometer otras muchas («los pecados»), que lo arrastrarán a la pérdida definitiva de la vida.

Humanismo cristiano
Desde el punto de vista de la teología del Hijo del hombre, el cristianismo resulta ser un humanismo pleno; de hecho, el único que propone como meta la divinización del ser humano. Es un humanismo trascendente que, no conforme con impulsar al hombre a su realización individual y social en esta tierra, le asegura la continuidad y la floración de la vida más allá de la muerte, en una condición divina libre de toda limitación.
Este humanismo es la máxima dignificación del hombre: su camino, su destino y su meta se han mostrado en Jesús.
    
Esperanza para el mundo
 En un mundo atormentado por los conflictos entre naciones y entre grupos sociales, desilusionado por los abusos y corrupciones, erizado por el individualismo y la búsqueda del interés personal, crispado por el partidismo y la agresividad, dividido por el antagonismo y los prejuicios ideológicos, los cristianos han de mantener viva la esperanza, sabiendo que lo humano irá triunfando paulatinamente sobre lo inhumano. Su mirada sabrá descubrir el bien que existe y su solicitud ayudar a crecer el bien que despunta y nace. A pesar de todas las voces en contra, tendrá fe en el ser humano, creyendo que el instinto de vida y la capacidad de amar que Dios ha puesto en él, aunque estén de momento reprimidos, pugnan por salir a la luz y transformar al individuo y la sociedad. La tarea de los cristianos ha de propiciar esos cambios, conscientes de que así secundan el designio de Dios. 

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