miércoles, 24 de diciembre de 2014

TEMPLO DEL PECADO.

 
El hombre que durante años ha sido esclavo de su propio lecho, señor al fin de quien lo había dominado y capaz de autonomía ("echó a andar"), cae bajo la ira de las autoridades que, ante su curación, reaccionan de modo negativo.

No hay un sentimiento de solidaridad hacia el enfermo completamente restablecido y capaz de caminar con sus propios pies, sino un reproche amenazador: "Es día de precepto y no te está permitido cargar con tu camilla".

De hecho, la transgresión comenzada por Jesús ha sido completada por el enfermo con el transporte de su camilla, acción prohibida en día de sábado, y por cuya desobediencia estaba prevista la pena de muerte: "Guardaos muy bien de llevar cargas en sábado y de meterlas por las puertas de Jerusalén" (Jr 17,21).

En el relato, la expresión "carga tu camilla", aparece cuatro veces para subrayar que éste es el hecho que alarma a las autoridades.

Jesús ha ordenado al enfermo: "Levántate, carga con tu camilla y echa a andar".

Las autoridades ordenan exactamente lo contrario: "No te está permitido cargar con tu camilla".

La obediencia a las autoridades mantiene al hombre en la enfermedad; la acogida de la palabra de Jesús vuelve al individuo capaz de caminar con sus propios pies.

Por esto ahora los jefes están más preocupados por el autor de la curación: "¿Quién es el hombre que te dijo: Carga con tu camilla y echa a andar?".

Lo que de hecho les alarma no es tanto la transgresión cometida por el enfermo, sino que haya uno que incite a la gente a no observar la Ley, acompañe esta invitación con eficaces signos de vida.

La curación obrada por Jesús puede ser para las multitudes la tan esperada señal del cielo para la liberación de todo el pueblo (el agua que "se agita"), realizando lo descrito por Ezequiel en la visión de la llanura llena de "huesos calcinados que eran el pueblo de Israel" a los que el espíritu vuelve a dar vida: "Penetró en ellos el aliento, revivieron y se pusieron en pie" (Ez 37,10-11).

Mientras tanto, el hombre curado, hallado por Jesús en el templo, es amonestado severamente a "no pecar más, no sea que te ocurra algo peor".

Para el evangelista quedarse en el templo significa aceptar voluntariamente ser dominado por la institución religiosa, renunciando a la plenitud de vida que Jesús comunica e incurriendo en algo peor que la enfermedad: la muerte.

El "pecado", citado por primera vez en el evangelio de Juan como "pecado del mundo" (1,29), es la voluntaria renuncia a la vida y la sumisión a las tinieblas, símbolo de muerte.

Mientras para Jesús el pecado es ir contra la vida, para los dirigentes consiste en ir contra la Ley.

Para las autoridades el bien y el mal dependen de la observancia de la Ley; para Jesús, del comportamiento con relación a los hombres. No es el hombre quien debe respetar la ley, sino ésta la que debe tener respeto al hombre.

En realidad, a los jefes les importa un comino la Ley; ellos son los primeros en transgredirla cuando va contra sus intereses: "¿No fue Moisés quien os dejó la Ley? Y, sin embargo, ninguno de vosotros cumple esa Ley" (Jn 7,19).

Su interés por la obediencia de la Ley es solamente el instrumento para someter al pueblo que reconoce de este modo su poder y permite a las autoridades saber hasta dónde puee llegar su dominio, cargando cada vez más "a los hombres con cargas insoportables"(Lc 11,46).

Si la violación del descanso sabático marca el inicio de la persecución de los dirigentes contra Jesús, su pretensión de llamar Padre suyo a Dios desencadena los instintos homicidas de las autoridades que "trataban de matarlo, ya que no sólo suprimía el descanso del precepto, sino también llamaba a Dios su propio Padre, haciéndose él mismo igual a Dios" (Jn 5,18).

El proyecto de Dios sobre la humanidad -que todos los hombres lleguen a ser hijos suyos (Jn 1,12)- es considerado por las autoridades religiosas un crimen digno de muerte, por minar las mismas bases del sistema religioso, considerado indispensable mediador entre Dios y los hombres.

Jesús denuncia que aquellos que pretenden enseñar en nombre de Dios, en realidad no lo conocen: "Nunca habéis escuchado su voz ni visto su figura, y tampoco conserváis su mensaje entre vosotros; la prueba es que no dais fe a su enviado" (Jn 5,37).

Cuando esta palabra se les manifiesta, la consideran una execrable herejía que hay que extirpar con el homicidio: "No te apedreamos por ninguna obra excelente, sino por blasfemia; porque tú, siendo un hombre, te haces Dios" (Jn 10,33).

El Dios, cuya santidad se había manifestado en la liberación de su pueblo (Ez 20,41), será considerado blasfemo por cuantos pretenden dominar a los hombres en su nombre: las autoridades religiosas que tienen "por padre al diablo, homicida desde el principio" (Jn 8,44).

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