lunes, 29 de diciembre de 2014

UNA CELEBRACIÓN DEBE DE REPRESENTAR LA VIDA REAL...

 
Celebración auténtica
 Celebrar es explicitar. Lo que en la vida se ejerce a menudo en silencio o en voz baja, se pregona entonces desde la azotea (Mt 10,27). Es un momento de vida a pleno pulmón y en plena transparencia, de ser explayado, que hace patente el mundo interior y da relieve a lo personal.
El criterio para juzgar la legitimidad y autenticidad de una celebración consistirá, por tanto, en ver si se vive lo que se pretende celebrar; si existe una zanja entre celebración y vida, la celebración es teatro.
Tantos pastores se preguntan cómo dar sentido a la celebración, cómo hacerla significativa. El problema es real, pero ¿se atina en la práctica con el nudo de la cuestión? Se excogitan soluciones como ampliar la ceremonia, organizar el canto u otras iniciativas loables.
Pero lo decisivo no está ahí; hay que enfrentarse con la ineludible pregunta: ¿viven los bautizados una vida cristiana?, ¿tienen conciencia de su misión en el mundo y la llevan a la práctica en cuanto pueden?, ¿piensan acaso que sólo en la iglesia encuentran a Dios? Hay que reconocer a Dios en la calle para encontrarlo en la iglesia; hay que creer en el hombre para creer en Dios. Separar a Dios de la vida para buscarlo en un reducto sacro es paganismo. El tema de la celebración es la obra presente de Dios en cada uno y en el mundo entero, el reino actual de Cristo, el fermento incesante del Espíritu en la masa humana. Ya hemos dicho que ese presente se refiere al pasado y actualiza el porvenir; pero quien no viese en lo cotidiano la acción de Dios entre los hombres y fuera incapaz de vislumbrar el dedo de Dios en la ambigüedad de la aventura humana, o al menos de estar persuadido de la realidad de su influjo, tendría una fe sin cuño cristiano; viviría de recuerdos, sin contacto con lo real. La iglesia es sala de fiesta, y, el motivo de la fiesta son hechos anteriores; es también, si se quiere, taller de reparaciones, pero antes hay que correr por la carretera.. Quien no amasa su fe con la experiencia diaria ni ejercita su amor en la tarea mundana no está preparado para celebrar ni necesita reparar sus fuerzas; a lo más un masaje que le alivie el anquilosamiento.
Ser cristiano no consiste en ir a la iglesia, como ser combatiente no se define por llevar un uniforme ni por vivir en un cuartel. La calidad de la celebración depende del grado de entrega que se ejercite fuera; es imposible una celebración cristiana si no se vive la dedicación cristiana; separar a una de otra reduce la celebración a la búsqueda de emociones religiosas, como en el paganismo, pervirtiendo el sentido de la revelación.
Es significativo el compendio de vida cristiana que presentan los Hechos de los Apóstoles: «Eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles y en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones» (2,42 ).
Este brevísimo pasaje establece con toda nitidez la precedencia de la vida sobre la celebración o, si se quiere, el vínculo entre una y otra.
Expliquemos algunos términos. La enseñanza de los apóstoles estaba centrada en el testimonio de la resurrección del Señor Jesús (3,33); lo primero que subraya el autor es, por tanto, la unidad de fe y esperanza. La vida en común se expone en diversos lugares del libro: «En el grupo de los creyentes todos pensaban y sentían lo mismo; lo poseían todo en común y nadie consideraba suyo nada de lo que tenía..., ninguno pasaba necesidad» (4,32‑34).
La unión de fe y esperanza producía la unanimidad en lo esencial, fruto del intercambio y la comunicación; es el primer aspecto del amor mutuo, la entrega de la persona. Pero los cristianos de Jerusalén pasaban más allá y compartían sus bienes para que a nadie faltase lo necesario. La « vida común» ofrecía los dos aspectos: unión personal y comunicación de bienes. La solidaridad económica sin cordialidad fraterna es limosna ofensiva o participación fría y separadora.
Solamente después de haber descrito la vida cristiana en términos de fe y amor eficiente se refiere el autor a la eucaristía; la < fracción del pan> o comida en común, símbolo de la unidad existente y alimento de la mayor unión, carece de sentido si la vida no precede.

     
a) Igualdad
 Supuesto que la celebración refleja la vida, todas las características de ésta deben ser visibles en la primera. Ante todo, ha de saltar a los ojos la igualdad entre los cristianos, fundamento de la hermandad y enemiga de todo privilegio. El conocido pasaje de Santiago, válido para toda ocasión, se aplica expresamente a la reunión celebrativa: « Hermanos míos, si creéis en nuestro glorioso Señor Jesucristo, no tengáis favoritismos. Supongamos que en vuestra reunión entra un personaje con sortijas de oro y traje flamante y entra también un pobretón con traje mugriento. Si atendéis al del traje flamante y le decís: "Tú siéntate aquí cómodo", y decís al pobretón: "Tú quédate de pie o siéntate aquí en e1 suelo junto a mi estrado", ¿no hacéis distinciones subjetivas?, ¿y no dais un juicio basado en raciocinios condenables?».  
El bautismo nivela a esclavo y libre, nacional y extranjero, hombre y mujer. Esta igualdad tiene que brillar en la celebración cristiana. Cristo, en quien todos somos uno (Gál 3,28), no tolera distinciones basadas en rango, raza o herencia. Es misión de la Iglesia demoler barreras entre los hombres; ninguna puede quedar en pie en la celebración. Esta ha de ser un mentís a todas las pretensiones y fachadas, altanerías y menosprecios de la sociedad. Quien ocupe un puesto eminente ha de esmerarse por subrayar la igualdad, sin aspavientos, pero con eficacia. Es, por supuesto, difícil, por no decir imposible, establecer pie de igualdad en la celebración si el mismo espíritu no reina en la vida; quien se empeñara en obrar de dos maneras distintas caería en el artificio y en la farsa.


   
         
b) Aceptación y hermandad
 En este clima de igualdad, la celebración es risueña y aceptadora, procurando que nadie se sienta cohibido o preterido. Si en el reino de Dios los más humildes son los que importan más (Mt 18,1‑4), lo mismo debe ocurrir en la celebración; todo con sencillez y genuinidad. La aceptación, que nace de la benevolencia cristiana, es general, de modo que todo miembro encuentra una atmósfera acogedora. La estima mutua y difusa, la alegría bulliciosa o tranquila esponjan el corazón y dan ánimos a los retraídos. También la sencillez ha de tener su precedente en la vida; sólo quien escarda continuamente la cizaña de la ambición puede ser sencillo y no darse importancia. Mientras uno represente un papel, su persona está ausente, y si acaricia pretensiones, no hay comunicación con los demás ni presencia del Espíritu. Tenderá a brillar, a decir algo que impresione y que sonará a hueco, cuando lo que debe resaltar en la reunión es la sinceridad y la modestia. Además, en fin de cuentas, no impresiona tanto lo que se dice como lo que leen los otros entre líneas; y en este intersticio está escrita la vanidad o se trasluce el Espíritu de Dios.
La comunidad aceptadora es por necesidad indulgente, comprensiva, no propensa a la censura mutua: «Acogeos unos a otros como Cristo os acogió a vosotros» (Rom 15,17). Y Cristo no nos cogió con pinzas y gestos de asco, como habría pronosticado un filósofo, sino que se vino a vivir con nosotros sin miedo a mancharse. El tocó a los leprosos y se dejó tocar por una pecadora pública, conversó con una malcasada y se recostó a la mesa con gente descreída y ladrona. Tuvo una caricia vara los niños, una recomendación suave para la adúltera y no se irritó ante las pocas entendederas de Nicodemo. Comunidad aceptadora, personalizante, que se conoce por el nombre y está abierta al recién llegado: lugar donde cada uno tiene libertad para ser él mismo en el encuentro con los demás y con Cristo.
Todo lo que el Nuevo Testamento enseña sobre el amor cristiano se aplica de modo especial a la celebración. La Iglesia o asamblea de Dios, que se realiza como nunca en el grupo reunido, manifiesta por su amor ser principio del reino de Dios, territorio del señorío de Cristo. Allí se sienten el entusiasmo de la fe y el calor de la hermandad, y sólo en ese clima se hace presente el Señor. No podemos pronunciar el < Ven, Señor Jesús» (Ap 22,20) si la comunidad no es un grupo de hermanos.
Un caso triste sucedió en Corinto. Los cristianos solían empezar comiendo juntos para acabar con la eucaristía; parece que cada uno contribuía a la cena según sus recursos (1 Cor 11,22 ), pero en vez de esperarse unos a otros para ponerlo todo en común (ibíd. 33 ), cada uno se adelantaba a comerse lo suyo (ibíd. 21) sin repartirlo, y los más pobres quedaban humillados (ibíd. 22): «Mientras uno pasa hambre, el otro está borracho» (ibíd. 21). La conclusión de san Pablo es ésta: «Así, cuando os reunís en comunidad, os resulta imposible comer la cena del Señor» (ibíd. 20). No hay que engañarse; la división en bandos, la falta de hermandad y la ofensa a los humildes hacen de la eucaristía una blasfemia; cuerpo de Cristo sony la comunidad y el pan, quien insulta a uno insulta al otro; por eso «el que come y bebe sin valorar el cuerpo (en ambos sentidos), se come y bebe su propia sentencia» (ibíd. 29).

 
 
         
Carismas
 La celebración es el lugar donde se manifiestan muchos carismas del Espíritu, y hay que facilitar su despliegue. En la reunión más que en la fiesta, todo el que quiera decir algo debe encontrar la posibilidad; por lo menos hasta fines del siglo rv se reconocía que la misión de enseñar en la iglesia no era monopolio de presbíteros u obispos; he aquí un texto de las Constituciones Apostólicas, apócrifo en parte compilado y en parte escrito hacia el año 380: «El que enseña, sea o no seglar, con tal que sepa hablar y sea de conducta recomendable, que enseñe; porque "todos serán discípulos de Dios"» (VIII, 32,17).
El pasaje alude en primer lugar a Rom 12,7, donde san Pablo enumera una serie de carismas. La razón final es lo más notable: propone la profecía de Isaías (54,13), citada por Cristo (Jn 6,45); todo cristiano honesto, por tanto, con tal de que pueda expresarse, tiene derecho a dirigir la palabra al grupo para comunicar lo que Dios le enseña; no se trata aquí de revelaciones especiales, más propias del carisma profético, sino de reconocer la acción de Dios en la propia historia y experiencia o de exponer las propias luces sobre un pasaje de la Escritura.
Como el carisma de enseñar, otros muchos se ejercitan en la reunión y en la fiesta; carisma es toda cualidad, común o extraordinaria, puesta, por impulso del Espíritu, al servicio ajeno. El canto y la organización, la afabilidad y cualquier otra destreza útil para animar
la fiesta es carisma; unos tendrán como don la palabra sabia, otros la que instruye; uno esplendor de fe, otro espíritu crítico, sin descartar del todo las manifestaciones extraordinarias, como el espíritu profético o el alabar a Dios en lenguas arcanas. Bien conocidos son los fenómenos que ocurren en las reuniones pentecostales.
Este clima de libertad podría tropezar contra una estructura demasiado rígida que no dejase resquicio suficiente a la expresión. A nivel de grupo, hay que abrir una ventana a la espontaneidad. Los cristianos van a la reunión con experiencias que desearían compartir con los demás; hay que dejar holgura para que encuentren vías de expresión y no imponer un esquema inflexible.
Un mínimo de estructura es necesario, entre otras cosas, para poder empezar; hay que tener alguna idea de lo que se pretende hacer o de cómo se va a desenvolver la celebración, previendo sus líneas maestras. La estructura preserva también la continuidad de ciertos valores insustituibles; pero toda estructura o institución, como dijo el Señor de su prototipo el sábado, es para el hombre y no viceversa. Desde el momento en que una estructura social, religiosa o ritual agarrota la expresión del hombre o sofoca su libertad, hay que desmontarla; para estar al servicio del hombre deberá tener una flexibilidad que no impida el movimiento: será malla de danzarín, no camisa de fuerza.
En el caso concreto de la celebración hay que empezar encontrando los modos espontáneos de expresión propios del grupo; sobre ese común denominador se construirá la estructura. La institución, por tanto, sigue, no precede; no se puede imponer la espontaneidad ni enseñar a ser poeta.
La celebración entrevera lo convenido con lo improvisado. Cox la compara atinadamente al jazz combinado, en que la partitura se interrumpe cada vez que uno de los ejecutantes improvisa un solo, que sus colegas acompañan; terminado éste, se vuelve al texto escrito, mientras otro no se sienta inspirado.

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