miércoles, 24 de diciembre de 2014

Y SIN EMBARGO VE

 
Por tercera vez el hombre que había estado ciego es convocado e interrogado por las autoridades, que intentan hacerle reconocer que ha sido algo malo para él la recuperacón de la vista a manos de un pecador.

Habiendo cambiado en un abrir y cerrar de ojos de la condición de beneficiario de un milagro a la de imputado, el hombre evita la trampa que le tienden las autoridades religiosas y no entra en el terreno teológico. Entre la verdad dogmática y la propia experiencia vital, es esta última la más importante: "Si es pecador o no, no lo sé; una cosa sé, que yo era ciego y ahora veo".

Pero la alegría del hombre, que había pasado de las tinieblas a la luz, ni siquiera es tomada en consideración por las autoridades, porque para éstas no puede haber nada de bueno en la transgresión de la Ley de Dios.

Habituados a encontrar en los libros sagrados, escritos siglos atrás, una respuesta válida para cada situación de sus contemporáneos, los jefes piensan no tener nada que aprender o modificar y ver en cualquier novedad como un atentado contra Dios, que ha determinado para siempre en su Ley el comportamiento del hombre, al que no le queda sino someterse a las normas establecidas en otros tiempos y para otros hombres.

Los dirigentes, a costa de negar la evidencia, no pueden admitir la curación del hombre, porque esto dañaría la autoridad de su enseñanza. Si alguno debe sufrir a causa de esto en adelante, paciencia, Dios proveerá.

Pero la obstinación del hombre que no se doblega a su autoridad y que no quiere reconocer que par él habría sido mejor permanecer ciego, aumenta la ira de los jefes que vuelven de nuevo a interrogarlo acerca de las circunstancias de la curación: "¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?" "Abrir los ojos a los ciegos" es una imagen con la que el profeta Isaías indica la liberación de la tiranía (Is 35,5; 42,7). La repetición de esta expresión siete veces en la narración quiere subrayar aquello que preocupa realmente a las autoridades: que la gente abra los ojos.

Los dirigentes religiosos pueden avasallar e imponer sus verdades, mientras que el pueblo no ve, pero si alguien comienza a abrir los ojos a la gente, están perdidos.
Cansado del enésimo interrogatorio, el hombre curado se niega a responder y pregunta a las autoridades si tanto interés no se deba acaso a que quieran hacerse también ellos discípulos de Jesús.

Jamás: ellos son discípulos de Moisés, no pretenden seguir a un vivo, sino venerar a un muerto.

Defensores del Dios Legislador, no pueden comprender las acciones del Creador que se manifiesta comunicando vida al hombre.

Aparentemente animados por el celo del honor de Dios ("Da gloria a Dios"), en realidad solamente piensan en salvaguardar su poder, usando el nombre de Dios para sofocar la vida que él comunica.

El evangelista subraya la gravedad del comportamiento de las autoridades que no sólo no quieren ver, sino que impiden que la gente vea y que, para no perder su propio prestigio, "llaman bien al mal y mal al bien" (Is 5,20), incurriendo en lo que es definido en los otros evangelios como imperdonable "blasfemia contra el Espíritu" (Mt 12,31). Las autoridades, no sabiendo ya qué argumentación teológica oponer a la evidencia del hecho, toman el atajo de los insultos. Recordando al hombre, culpable de ver, que es un maldito de Dios ("Empecatado naciste de arriba abajo, ¡y vas tú a darnos lecciones a nosotros!"), recurren a la violencia institucional ("lo echaron fuera") y hacen realidad en él la amenazada expulsión de la sinagoga.

Pero los jefes religiosos que excomulgan a los hombres en nombre de Dios son en realidad los verdaderos excomulgados.

Su indiferencia por el bien de los hombres, unida a la pretensión de indicarles el camino, los hace culpables de su ceguera, "guías ciegos" (Mt 23,16) que causan la ruina del pueblo: "Si fuérais ciegos, no tendríais pecado; pero como decís que vis, vuestro pecado persiste".

Jesús, una vez que supo que el hombre curado por él había sido echado de la sinagoga, corrió en su búsqueda.

La expulsión de la institución religiosa no causa en el hombre la ruina tan temida, sino que es la ocasión providencial para el encuentro con el Señor. Expulsado por la religión, el hombre encuentra la fe.

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