lunes, 26 de enero de 2015

Celebración y cultura.

La semilla del evangelio ha de germinar y dar fruto en la tierra de una cultura, pero esa tierra tiene varios estratos. ¿Sería de desear que echara raíces en el estrato religioso?

Es un problema delicado, pero que requiere una orientación clara. Veamos, para empezar, lo que encontramos en el Nuevo Testamento.

En gran boga estuvo, a principios de siglo, la teoría según la cual san Pablo habría adoptado doctrinas y ritos de las religiones mistéricas para propagar y aculturar el cristianismo. Se consideraba el mensaje de san Pablo como un burdo sincretismo judío-helénico. Esta teoría ha ido perdiendo crédito gradualmente, hasta ser hoy prácticamente rechazada. No solamente los rasgos religiosos del antiguo paganismo fueron ignorados por los cristianos, sino que hasta la terminología religiosa habitual fue esquivada. El vocablo que designaba entre los griegos la relgión de observancia exterior (threskeía) se usa tres veces en el Nuevo Testamento; dos en sentido peyorativo (Col 2,18; Hch 26,5), una sola en sentido positivo, pero refiriéndola a la caridad con los desvalidos (Sant 1,26-27). El término para la religión interior (eusébeia), aparte de Hch 3,12, en que san Pedro explica a los espectadores la calidad de la fe cristiana (2,16) con la palabra a ellos accesible, no se usa en el Nuevo Testamento excepto en los escritos tardíos (cartas a Timoteo y Tito, segunda de Pedro). Otro término para religión era deisidaimonía, o veneración de lo sobrenatural, que aparece dos veces en los Hechos de los Apóstoles, una en boca de Pablo, con un matiz irónico, caracterizando la religión de los paganos (17,22), y otra pronunciada por el procurador Festo en tono despectivo (25,19).

Los cristianos evitan el vocabulario pagano e incluso el judío. Para nombrar a los responsables de las comunidades escogen nombres seglares, no sacerdotales: obispo (epískopos) o inspector, presbítero o miembro seglar del Senado israelita, diácono o sirviente. La palabra iglesia, asamblea, denota la convocación de un pueblo o de una ciudad, no una asociación cultual. Parroquia (paroikía) significa colonia periférica; diócesis, distrito civil. No existe nombre alguno común y sacro para los sacramentos: se habla de baño (baptisma, loutrón) o de comida (deipnon). Para no confundirse con los cultos paganos, descarta el incienso; carece de templos y la eucaristía se celebra en casas. Jesús había expresado su enseñanza en términos tomados de la vida campesina (siembra, ovejas), doméstica (levadura), comercial (perla), bancaria (talentos), política (rey), no de la observancia y culto israelita. Lo mismo hace san Pablo; la actitud cristiana se expondrá en términos militares (Ef 6,10-18), deportivos ( 1 Cor 9,24-27), fisiológicos (ibíd. 12,12-30), arquitectónicos (ibíd. 3,10-17), sociales (esclavo), etc., recurriendo al Antiguo Testamento únicamente en la controversia con los judaizantes.

El Nuevo Testamento, por tanto, no asimila la religiosidad ambiente, pero sí la vida humana según las características de la cultura. Es una fe secularizante y dinámica, energía que penetra en la sociedad creando un modo de vida más humano.

El evangelio del Señor crucificado y resucitado no tenía la forma de un mensaje religioso; y el cristianismo no tiene por qué fomentar en los pueblos ese espíritu, que pertenece al estadio elemental del mundo. El cristianismo no está destinado a coronar las insuficiencias de las antiguas religiones dándoles el toque que les faltaba. Jesucristo no viene a terminar edificios ya hechos, sino a construir el nuevo templo del Espíritu; para él utiliza piedras de toda procedencia, sobre el cimiento del mundo entero, colmando la espera y aspiración universal. La colaboración cristiana con las religiones se verifica en la base, en la común preocupación por el bien del hombre; por ahí se empieza a contruir juntos la ciudad de Dios en la que debe participar la humanidad entera. En ella se utilizarán bloques provenientes de cada cultura, antiguas sabidurías e intuiciones sobre Dios y el hombre que tengan valor perenne. El cristiano no desprecia nada, al contrario: "Todo lo que sea verdadero, todo lo respetable, todo lo justo, todo lo limpio, todo lo estimable, todo lo de buena fama, cualquier virtud o mérito que haya, eso tenedlo por vuestro" (Flp 4,8); pero no para mantener instituciones religiosas ya en fase desintegración, sino para conservar las piedras que han de construir la humanidad nueva.

Muchas poblaciones a las que llega el evangelio o que ya han recibido la fe cristiana se encuentran aún en el estadio religioso. No hay que precipitar las etapas, sino aceptar, incluso en la celebración, la expresión que conocen. Pero poco a poco, con suavidad, es necesario irlas emancipando para que alcancen la mayoría de edad. Además, asoman ya diversidades en las antiguas culturas monolíticas; en los países orientales, un tiempo cerrados en sí mismos; el influjo de la técnica hace vacilar la mentalidad religiosa; las antiguas religiones ontocráticas se tambalean ante el asalto. El cristianismo no tiene por qué divinizar una u otra, pero le toca salvar los elementos útiles para la ciudad de Dios con el hombre.

Por eso, para la celebración cristiana de los diversos países no deben adoptarse las formas rituales de las religiones antiguas, sino inspirarse de los usos civiles de la cultura. Los ornamentos usados en Occidente para la celebración provienen del simple vestido de calle de los ciudadanos romanos; la basílica cristiana tomó por modelo el edificio público donde se celebraban los juicios y declamaban los poetas, no los templos paganos. Ya hemos visto anteriormente cómo la Iglesia asumió la terminología civil del tiempo. La religión pretendía encuadrar la vida social en un marco fijo de autoridad divina, en un simulacro de totalidad ficticia y encadenada, cercenando la libertad e iniciativa humanas. Cristo infunde el Espíritu en la vida real, integrándola con su dinamismo totalizante. No hay que perpetuar lo irreal ni volver a ello.

La asimilación del evangelio a una cultura tiene evidentemente sus riesgos; siempre los ha tenido. Pero ningún grupo cristiano está solo; su salvaguardia es precisamente la comunicación con los demás, y su última garantía, el Espíritu. La obra no es humana, sino de Dios: "El, por su parte, os mantendrá firmes hasta el fin... Fiel es Dios, y él os llamó a ser solidarios de su Hijo, Jesucristo nuestro Señor" (1 Cor 1,8-9).

No hay que alarmarse fácilmente. Muchas diversidades procederán del prisma diferente a través del cual se mira el evangelio; cada cultura, según su experiencia humana particular, descubre en él irisaciones que otras no han percibido. Estas no son arbitrarias: el evangelio es demasiado rico para que un hombre o una cultura agoten su significado. El ejemplo lo tenemos en el Nuevo Testamento; testigos diferentes dan del mismo Jesús imágenes, complementarias si se quiere, pero distintas. Tenia que haber más de un evangelio; era imposible que un hombre solo pudiera expresar toda la riqueza de Cristo. Y san Pablo descubre todavía dimensiones que los evangelios no mencionan. El Espíritu de Dios va guiando por la verdad toda (Jn 16,13); y su actividad no ha cesado.

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