LIBRO CUARTO
CAPITULO I
1. Durante este espacio de
tiempo de nueve años -desde los diecinueve de mi edad hasta los
veintiocho-fuimos seducidos y seductores, engañados y engañadores (Tim 2,3-13),
según la diversidad de nuestros apetitos; públicamente, por medio de aquellas
doctrinas que llaman liberales; ocultamente, con el falso nombre de religión,
siendo aquí soberbios, y allí supersticiosos, en todas partes vanos: en
aquéllas, persiguiendo el aura de la gloria popular hasta los aplausos del
teatro, los certámenes de poesía, las contiendas de coronas de heno, los juegos
de espectáculos y la intemperancia de la concupiscencia ; en ésta, deseando
mucho purificarme de semejantes inmundicias, con llevar alimentos a los llamados
elegidos y santos, para que en la oficina de su estómago nos fabricasen ángeles
y dioses que nos librasen. Tales cosas seguía yo y practicaba con mis amigos,
engañados conmigo y por mí.
Ríanse de mí los arrogantes,
y que aún no han sido postrados y abatidos saludablemente por ti, Dios mío; mas
yo, por el contrario, confiese delante de ti mis torpezas en alabanza tuya.
Permíteme, te suplico, y concédeme recorrer al presente con la memoria los
pasados rodeos de mi error y que yo te sacrifique una hostia de jubilación.
Porque ¿qué soy yo sin ti
sino un guía que lleva al precipio? ¿O qué soy yo cuando me va bien sino un niño
que mama tu leche o que paladea el alimento incorruptible que eres tú? ¿Y qué
hombre hay, cualquiera que sea, que se las pueda echar de tal siendo hombre?
Ríanse de nosotros los
fuertes y poderosos, que nosotros, débiles y pobres, confesaremos tu santo
nombre.
CAPITULO II
2. En aquellos años enseñaba
yo el arte de la retórica y, vencido de la codicia, vendía una victoriosa
locuacidad. Sin embargo, tú bien sabes, Señor, que quería más tener buenos
discípulos, lo que se dice buenos, a quienes enseñaba sin engaño el arte de
engañar, no para que usasen de él contra la vida del inocente, sino para
defender alguna vez al culpado. Mas, ¡oh Dios!, tú viste de lejos aquella fe mía
que yo exhibía en aquel magisterio con los que amaban la vanidad y buscaban la
mentira, siendo yo uno de ellos, que vacilaba y centelleaba sobre un suelo
resbaladizo y entre mucho humo.
Por estos mismos años tuve
yo una mujer no conocida por lo que se dice legítimo matrimonio, sino buscada
por el vago ardor de mi pasión, falto de prudencia; pero una sola, a la que
guardaba la fe del tálamo en la cual hube de experimentar por mí mismo la
distancia que hay entre el amor conyugal pactado con el fin de la procreación de
los hijos y el amor lascivo, en el que la prole nace contra el deseo de los
padres, bien que, una vez nacida, les obligue a quererla.
3. Recuerdo también que,
habiendo tenido el capricho de tomar parte en un certamen de poesía, me envió a
decir no sé qué arúspice a ver qué merced querría darle para salir vencedor. Yo,
que abominaba de aquellos nefandos sortilegios, le contesté que no quería, así
fuera la corona de oro imperecedero, se sacrificase por mi triunfo ni una mosca
siquiera, porque había él de matar en tales sacrificios animales y con tales
honores había de invocar en favor mío los votos de los demonios.
Mas confieso, Dios de mi
corazón, que el haber rechazado semejante maldad no fue por amor puro hacia ti,
porque aún no te sabía amar, yo, que no sabía pensar sino resplandores
corpóreos. Porque un alma que suspira por tales ficciones, ¿no fornica lejos de
ti, y se apoya en la falsedad, y se apacienta de viento? Mas he aquí que, no
queriendo que se ofreciesen por mí sacrificios a los demonios, yo mismo me
sacrificaba a ellos con aquella superstición. Porque ¿qué otra cosa es apacentar
vientos que apacentar a aquéllos, esto es, servirles de placer y mofa con
nuestros errores?
CAPITULO III
4. Así, pues, no cesaba de
consultar a aquellos impostores llamados matemáticos, porque no usaban en sus
adivinaciones casi ningún sacrificio ni dirigían conjuro alguno a ningún
espíritu, lo que también, sin embargo, condena y rechaza con razón la piedad
cristiana y verdadera. Porque lo bueno es confesarte a ti, Señor, y decirte: Ten
misericordia de mí y sana mi alma, porque ha pecado contra ti, y no abusar de
tu indulgencia para pecar más libremente, sino tener presente la sentencia del
Señor: He aquí que has sido ya sanado; no quieras más pecar, no sea que te
suceda algo peor. Palabras cuya eficacia pretenden destruir los astrólogos
diciendo: "De los cielos viene la necesidad de pecar", y "esto lo hizo Venus,
Saturno o Marte", y todo para que el hombre, que es carne y sangre y soberbia
podredumbre, quede sin culpa y sea atribuida al criador y ordenador del cielo y
las estrellas. ¿Y quién es éste, sino tú, Dios nuestro, suavidad y fuente de
justicia, que das a cada uno según sus obrasy no desprecias al corazón
contrito y humillado?
5. Había por aquel tiempo un
sabio varón, peritísimo en el arte médica y muy celebrado en ella, quien, siendo
procónsul, puso con su propia mano sobre mi cabeza insana aquella corona
agonística, aunque no como médico, pues de aquella enfermedad mía sólo podías
sanarme tú, que resistes a los soberbios y das gracias a los humildes.
No obstante, ¿dejaste por
ventura de mirar por mí por medio de aquel anciano o desististe tal vez de curar
mi alma? Lo digo porque, habiéndome familiarizado mucho con él y asistiendo
asiduo y como colgado de sus discursos, que eran agradables y graves no por la
elegancia de su lenguaje, sino por la vivacidad de sus sentencias, como
coligiese de mi conversación que estaba dado a los libros de los genetlíacos o
astrólogos, me amonestó benigna y paternalmente que los dejase y no gastara
inútilmente en tal vanidad mis cuidados y trabajo, que debía emplear en cosas
útiles, añadiendo que también él se había aprendido aquel arte, hasta el punto
de querer tomarla en los primeros años de su edad como una profesión para
ganarse la vida, puesto que, si había entendido a Hipócrates, lo mismo podía
entender aquellos libros; pero que al fin había dejado aquellos estudios por los
de la medicina, no por otra causa que por haberlos descubierto falsísimos y no
querer, a fuer de hombre serio, buscar su sustento engañando a los demás. "Pero
tú-me decía-, que tienes de qué vivir entre los hombres con tu clase de
retórica, sigues este engaño no por apremios de dinero sino por libre
curiosidad. Razón más para que me creas lo que te he dicho, pues cuidé de
aprenderla tan perfectamente que quise vivir de su ejercicio solamente."
Mas como yo le preguntara
por qué causa muchas de las cosas que pronostica dicha ciencia resultan
verdaderas, me respondió como pudo que la fuerza de la suerte está esparcida por
todas las cosas de la Naturaleza. "Porque-decía él -si a veces, consultando uno
las páginas de un poeta cualquiera, se encuentra con un verso que, no obstante
pensar el poeta en cosas muy distintas cuando lo compuso, responde, sin embargo,
de modo admirable al asunto que trae entre manos, tampoco tiene nada de extraño
que el alma humana, movida de superior instinto, sin saber ella lo que pasa en
sí, diga no por arte, sino por suerte, alguna cosa que responda a los hechos y
negocios del que pregunta".
6. Y esto, Señor, me lo
procuró aquél, o más bien me lo procuraste tú por medio de él y delineaste en mi
memoria lo que yo mismo más tarde debía buscar. Pero entonces ni éste ni mi
carísimo Nebridio, joven adolescente muy bueno y muy casto, que se burlaba de
todo aquel arte de adivinación, pudieron persuadirme a que desechara tales
cosas, porque me movía más la autoridad de aquellos autores y no había hallado
aún un argumento cierto, cual yo lo deseaba, que me demostrara sin ambigüedad
que las cosas que salen verdaderas a los astrólogos les salen así por suerte o
casualidad y no por arte de la observación de los astros.
CAPITULO IV
7. En aquellos años, en el
tiempo en que por vez primera abrí cátedra en mi ciudad natal, adquirí un amigo,
a quien amé con exceso por ser condiscípulo mío, de mi misma edad y hallarnos
ambos en la flor de la juventud. Juntos nos habíamos criado de niños, juntos
habíamos ido a la escuela y juntos habíamos jugado. Mas entonces no era tan
amigo como lo fue después, aunque tampoco después lo fue tanto como exige la
verdadera amistad, puesto que no hay amistad verdadera sino entre aquellos a
quienes tú aglutinas entre sí por medio de la caridad, derramada en nuestros
corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado.
Con todo, era para mí
aquella amistad -cocida con el calor de estudios semejantes- dulce sobremanera.
Hasta había logrado apartarle de la verdadera fe, no muy bien hermanada y
arraigada todavía en su adolescencia, inclinándole hacia aquellas fábulas
supersticiosas y perjudiciales, por las que me lloraba mi madre. Conmigo erraba
ya aquel hombre en espíritu, sin que mi alma pudiera vivir sin él.
Mas he aquí que, estando tú
muy cerca de la espalda de tus siervos fugitivos, ¡oh Dios de las venganzas y
fuente de las misericordias a un tiempo, que nos conviertes a ti por modos
maravillosos!, he aquí que tú le arrebataste de esta vida cuando apenas había
gozado un año de su amistad, más dulce para mí que todas las dulzuras de aquella
mi vida.
8.¿Quién hay que pueda
contar tus alabanzas, aun reducido únicamente a lo que uno ha experimentado en
sí solo? ¿Qué hiciste entonces, Dios mío? ¡Oh, y cuán impenetrable es el abismo
de tus juicios! Porque como fuese atacado aquél de unas calenturas y quedara
mucho tiempo sin sentido bañado en sudor de muerte, como se desesperara de su
vida, se le bautizó sin él conocerlo, lo que no me importó, por presumir que
retendría mejor su alma lo que había recibido de mí, que no lo que había
recibido en el cuerpo, sin él saberlo.
La realidad, sin embargo,
fue muy otra. Porque habiendo mejorado y ya puesto a salvo, tan pronto como le
pude hablar-y lo pude tan pronto como lo pudo él, pues no me separaba un momento
de su lado y mutuamente pendíamos el uno del otro-, tenté de reírme en su
presencia del bautismo, creyendo que también él se reiría del mismo, recibido
sin conocimiento ni sentido, pero que, sin embargo, sabía que lo había
recibido-. Pero él, mirándome con horror como a un enemigo, me amonestó con
admirable y repentina libertad, diciéndome que, si quería ser su amigo, cesase
de decir tales cosas. Yo, estupefacto y turbado, reprimí todos mis ímpetus para
que convaleciera primero y, recobradas las fuerzas de la salud, estuviese en
disposición de poder discutir conmigo en lo que fuera de mi gusto. Mas tú,
Señor, le libraste de mi locura, a fin de ser guardado en ti para mi consuelo,
pues pocos días después, estando yo ausente, le repitieron las calenturas y
murió.
9. ¡Con qué dolor se
entenebreció mi corazón! Cuanto miraba era muerte para mí. La patria me era un
suplicio, y la casa paterna un tormento insufrible, y cuanto había comunicado
con él se me volvía sin él cruelísimo suplicio. Buscábanle por todas partes mis
ojos y no parecía. Y llegué a odiar todas las cosas, porque no le tenían ni
podían decirme ya como antes, cuando venía después de una ausencia: "He aquí que
ya viene". Me había hecho a mí mismo un gran lío y preguntaba a mi alma por qué
estaba triste y me conturbaba tanto, y no sabía qué responderme. Y si yo le
decía: "Espera en Dios", ella no me hacía caso, y con razón; porque más real y
mejor era aquel amigo queridísimo que yo había perdido que no aquel fantasma en
que se le ordenaba que esperase. Sólo el llanto me era dulce y ocupaba el lugar
de mi amigo en las delicias de mi corazón.
CAPÍTULO V
10. Mas ahora, Señor, que ya
pasaron aquellas cosas y con el tiempo se ha suavizado mi herida, ¿puedo oír de
ti, que eres la misma verdad, y aplicar el oído de mi corazón a tu boca para que
me digas por qué el llanto es dulce a los miserables? ¿Acaso tú, aunque presente
en todas partes, has arrojado lejos de ti nuestra miseria y permaneces inmutable
en ti en tanto que nos dejas a nosotros ser zarandeados por nuestras pruebas? Y,
sin embargo, es cierto que, si nuestros suspiros no llegasen a tus oídos,
ninguna esperanza quedara para nosotros.
Pero ¿de dónde nace que el
gemir, llorar, suspirar y quejarse se recoja de lo amargo de la vida como un
fruto dulce? ¿Acaso es dulce en sí esto porque esperamos ser escuchados de ti?
Así es cuando se trata de las súplicas, las cuales llevan en sí siempre el deseo
de llegar a ti; pero ¿podía decirse lo mismo del dolor de la cosa perdida o del
llanto en que estaba yo entonces inundado? Porque no esperaba yo que resucitara
él ni pedía esto con mis lágrimas, sino que me contentaba con dolerme y llorar,
porque era miserable y había perdido mi gozo.
¿Acaso también el llanto,
cosa amarga de suyo, nos es deleitoso cuando por el hastío aborrecemos aquellas
cosas que antes nos eran gratas?
CAPITULO VI
11. Pero ¿a qué hablo de
estas cosas? Porque no es éste tiempo de plantear cuestiones, sino de confesarte
a ti. Era yo miserable, como lo es toda alma prisionera del amor de las cosas
temporales, que se siente despedazar cuando las pierde, sintiendo entonces su
miseria, por la que es miserable aun antes de que las pierda. Así era yo en
aquel tiempo, y lloraba amarguísimamente y descansaba en la amargura. Y tan
miserable era que aún más que a aquel amigo carísimo amaba yo la misma vida
miserable. Porque aunque quisiera trocarla, no quería, sin embargo, perderla más
que al amigo, y aun no sé si quisiera perderla por él, como se dice de Orestes y
Pílades -si no es cosa inventada-, que querían morir el uno por el otro o ambos
al mismo tiempo, por serles más duro que la muerte no poder vivir juntos. Mas no
sé qué afecto había nacido en mí, muy contrario a éste, porque sentía un
grandísimo tedio de vivir y al mismo tiempo tenía miedo de morir. Creo que
cuanto más amaba yo al amigo, tanto más odiaba y temía a la muerte, como a un
cruelísimo enemigo que me lo había arrebatado, y pensaba que ella acabaría de
repente con todos los hombres, pues había podido acabar con aquél. Tal era yo
entonces, según recuerdo.
He aquí mi corazón, Dios
mío; helo aquí por dentro. Ve, porque tengo presente, esperanza mía, que tú eres
quien me limpia de la inmundicia de tales afectos, atrayendo hacia ti mis ojos y
librando mis pies de los lazos que me aprisionaban. Maravillábame que
viviesen los demás mortales por haber muerto aquel a quien yo había amado, como
si nunca hubiera de morir; y más me maravillaba aún de que, habiendo muerto él,
viviera yo, que era otro él. Bien dijo uno de su amigo que "era la mitad de su
alma". Porque yo sentí que "mi alma y la suya no eran más que una en dos
cuerpos", y por eso me causaba horror la vida, porque no quería vivir a medias,
y al mismo tiempo temía mucho morir, por que no muriese del todo aquel a quien
había amado tanto.
CAPITULO VII
12. ¡Oh locura, que no sabe
amar humanamente a los hombres! ¡Oh necio del hombre que sufre inmoderadamente
por las cosas humanas! Todo esto era yo entonces, y así me abrasaba, suspiraba,
lloraba, turbaba y no hallaba descanso ni consejo. Llevaba el alma rota y
ensangrentada, impaciente de ser llevada por mí, y no hallaba dónde ponerla. Ni
descansaba en los bosques amenos, ni en los juegos y cantos, ni en los lugares
olorosos, ni en los banquetes espléndidos, ni en los deleites del lecho y del
hogar, ni, finalmente, en los libros ni en los versos. Todo me causaba horror,
hasta la misma luz; y cuanto no era lo que él era me resultaba insoportable y
odioso, fuera de gemir y llorar, pues sólo en esto hallaba algún descanso. Y si
apartaba de esto a mi alma, luego me abrumaba la pesada carga de mi miseria.
A ti, Señor, debía ser
elevada para ser curada. Lo sabía, pero ni quería ni podía. Tanto más cuanto que
lo que pensaba de ti no era algo sólido y firme, sino un fantasma, siendo mi
error mi Dios. Y si me esforzaba por poner sobre él mi alma por ver si
descansaba, luego resbalaba como quien pisa en falso y caía de nuevo sobre mí,
siendo para mí mismo una infeliz morada, en donde ni podía estar ni me era dado
salir. ¿Y adónde podía huir mi corazón que huyese de mi corazón? ¿Adónde huir de
mí mismo? ¿Adónde no me seguiría yo a mí mismo?
Con todo, huí de mi patria,
porque mis ojos le habían de buscar menos donde no solían verle. Y así me fui de
Tagaste a Cartago.
CAPITULO VIII
13. No en balde corren los
tiempos ni pasan inútilmente sobre nuestros sentidos, antes causan en el alma
efectos maravillosos. He aquí que venían y pasaban unos días tras otros, y
viniendo y pasando dejaban en mí nuevas esperanzas y nuevos recuerdos y poco a
poco me restituían a mis pasados placeres, a los que cedía aquel dolor mío, no
ciertamente para ser sustituido por otros dolores, pero sí por causas de nuevos
dolores. Porque ¿de dónde venía que aquel dolor me penetrara tan facilísimamente
y hasta lo más íntimo, sino de que había derramado mi alma en la arena, amando a
un mortal, como si no fuera mortal? Pero lo que más me reparaba y recreaba eran
los solaces con los otros amigos, con quienes amaba aquello que amaba en tu
lugar, esto es, una enorme fábula y una larga mentira, con cuyo roce adulterino
se corrompía nuestra mente, que sentía prurito por oírlas, fábula que no moría
para mí, aunque muriese alguno de mis amigos.
Otras cosas había que
cautivaban más fuertemente mi alma con ellos, como era el conversar, reír,
servirnos mutuamente con agrado, leer juntas libros bien escritos, chancearnos
unos con otros y divertirnos en compañía; discutir a veces, pero sin
animadversión, como cuando uno disiente de sí mismo, y con tales disensiones,
muy raras, condimentar las muchas conformidades; enseñarnos mutuamente alguna
cosa, suspirar por los ausentes con pena y recibir a los que llegaban con
alegría. Con estos signos y otros semejantes, que proceden del corazón de los
amantes y amados, y que se manifiestan con la boca, la lengua, los ojos y mil
otros movimientos gratísimos, se derretían, como con otros tantos incentivos,
nuestras almas y de muchas se hacía una sola.
CAPITULO IX
14. Esto es lo que se ama en
los amigos; y de tal modo se ama, que la conciencia humana se considera rea de
culpa si no ama al que le ama o no corresponde al que le amó primero, sin buscar
de él otra cosa exterior que tales signos de benevolencia. De aquí el llanto
cuando muere alguno, y las tinieblas de dolores, y el afligirse el corazón,
trocada la dulzura en amargura; y de aquí la muerte de los vivos, por la pérdida
de la vida de los que mueren.
Bienaventurado el que te ama
a ti, Señor; y al amigo en ti, y al enemigo por ti, porque sólo no podrá perder
al amigo quien tiene a todos por amigos en aquel que no puede perderse. ¿Y quién
es éste sino nuestro Dios, el Dios que ha hecho el cielo y la tierra y los
llena, porque llenándoles los ha hecho? Nadie, Señor, te pierde, sino el que te
deja. Mas porque te deja, ¿adónde va o adónde huye, sino de ti plácido a ti
airado? Pero ¿dónde no hallará tu ley para su castigo? Porque tu ley es la
verdad, y la verdad, tú.
CAPITULO X
15. ¡Oh Dios de las
virtudes!, conviértenos y muéstranos tu faz y seremos salvos. Porque,
adondequiera que se vuelva el alma del hombre y se apoye fuera de ti, hallará
siempre dolor, aunque se apoye en las hermosuras que están fuera de ti y fuera
de ellas, las cuales, sin embargo, no serían nada si no estuvieran en ti. Nacen
éstas y mueren, y naciendo comienzan a ser, y crecen para llegar a perfección, y
ya perfectas, comienzan a envejecer y perecen. Y aunque no todas las cosas
envejecen, mas todas perecen. Luego cuando nacen y tienden a ser, cuanta más
prisa se dan por ser, tanta más prisa se dan a no ser. Tal es su condición. Sólo
esto les diste, porque son partes de cosas que no existen todas a un tiempo,
sino que, muriendo y sucediéndose unas a otras, componen todas el conjunto cuyas
partes son.
De semejante modo se forma
también nuestro discurso por medio de los signos sonoros. Porque nunca sería
íntegro nuestro discurso si en él una palabra no se retirase, una vez
pronunciadas sus sílabas, para dar lugar a otra.
Alábate por ellas mi alma,
"¡oh Dios creador de cuanto existe!"; pero no se pegue a ellas con el visco del
amor por medio de los sentidos del cuerpo, porque van a donde iban para no ser y
desgarran el alma con deseos pestilenciales; y ella quiere el ser y ama el
descanso en las cosas que ama. Mas no halla en ellas dónde, por no permanecer.
Huyen, ¿y quién podrá seguirlas con el sentido de la carne? ¿O quién hay que las
comprenda, aunque estén presentes? Tardo es el sentido de la carne por ser
sentido de carne, pero ésa es su condición. Es suficiente para aquello otro para
que fue creado, mas no basta para esto, para detener el curso de las cosas desde
el principio, que les es debido, hasta el fin que se les ha señalado. Porque en
tu Verbo, por quien fueron creadas, oyen allí: "Desde aquí... y hasta aquí."
CAPITULO XI
16. No quieras ser vana,
alma mía, ni ensordezcas el oído de tu corazón con el tumulto de tu vanidad. Oye
también tú. El mismo Verbo clama que vuelvas, porque sólo hallarás lugar de
descanso imperturbable donde el amor no es abandonado, si él no nos abandona. He
aquí que aquellas cosas se retiran para dar lugar a otras y así se componga este
bajo universo en todas sus partes. "Pero ¿acaso me retiro yo a algún lugar",
dice el Verbo de Dios? Pues fija allí tu mansión, confía allí cuanto de allí
tienes, alma mía, siquiera fatigada ya con tantos engaños. Encomienda a la
Verdad cuanto de la verdad has recibido y no perderás nada, ante se florecerán
tus partes podridas, y serán sanas todas tus dolencias y reformadas y renovadas
y unidas contigo tus partes inconsistentes, y no te arrastrarán ya al lugar
adonde ellas caminan, sino que permanecerán contigo para siempre donde está
Dios, que nunca se muda y eternamente permanece.
17. ¿Por qué, perversa,
sigues a tu carne? Sea ésta, convertida, la que te siga a ti. Todo lo que por
ella sientes es parte, mas ignoras el todo cuyas partes son, y que, sin embargo,
te deleitan. Mas si el sentido de tu carne fuese idóneo para comprender el todo
y en castigo tuyo no hubiera sido éste reducido a comprender una sola parte del
universo en su justa medida, sin duda que tú suspirarías por que pasase todo lo
que existe de presente, para mejor disfrutar del conjunto.
Porque también lo que
hablamos, por el sentido de la carne lo percibes, y no quieres que las sílabas
se paren, sino que vuelen, para que vengan las otras y así oigas el conjunto.
Así acontece siempre con todas las cosas que componen un todo, y cuyas partes
todas que lo forman no existen al mismo tiempo, las cuales más nos deleitan
todas juntas que no cada una de ellas, de ser posible sentirlas todas. Pero
mejor que todas ellas es el que las ha hecho, que es nuestro Dios, el cual no se
retira, porque ninguna cosa le sucede.
CAPITULO XII
18. Si te agradan los
cuerpos, alaba a Dios en ellos y revierte tu amor sobre su artífice, no sea que
le desagrades en las mismas cosas que te agradan.
Si te agradan las almas,
ámalas en Dios, porque, si bien son mudables, fijas en él, permanecerán; de otro
modo desfallecerían y perecerían. Amalas, pues, en él y arrastra contigo hacia
él a cuantos puedas y diles: "A éste amemos"; él es el que ha hecho estas cosas
y no está lejos de aquí. Porque no las hizo y se fue, antes de él proceden y en
él están. Mas he aquí que él está donde se gusta la verdad: en lo más íntimo del
corazón; pero el corazón se ha alejado de él.
Volved, pues,
prevaricadores, al corazón y adheríos a él, que es vuestro Hacedor. Estad con
él, y permaneceréis estables; descansad en él, y estaréis tranquilos. ¿Adónde
vais por ásperos caminos, adónde vais? El bien que amáis, de él proviene, mas
sólo en cuanto a él se refiere es bueno y suave; pero justamente será amargo si,
abandonado Dios, injustamente se amare lo que de él procede. ¿Por que andáis aún
todavía por caminos difíciles y trabajosos? No está el descanso donde lo
buscáis. Buscad lo que buscáis, pero sabed que no está donde lo buscáis. Buscáis
la vida en la región de la muerte: no está allí. ¿Cómo hallar vida
bienaventurada donde no hay vida siquiera?
19. Nuestra Vida verdadera
bajó acá y tomó nuestra muerte, y la mató con la abundancia de su vida, y dio
voces como de trueno, clamando que retornemos a él en aquel retiro de donde
salió para nosotros, pasando primero por el seno virginal de María, en el que se
desposó con la humana naturaleza, carne mortal, para no ser siempre mortal.
De aquí como esposo
que sale
de su tálamo, se esforzó alegremente, como un gigante, para correr su
camino.
Porque no se retardó, sino que corrió dando voces con sus palabras, con
sus
obras, con su muerte, con su vida, con su descendimiento y su ascensión,
clamando que nos volvamos a él, pues si partió de nuestra vista fue para
que
entremos en nuestro corazón y allí le hallemos; porque si partió, aún
está con
nosotros. No quiso estar mucho tiempo con nosotros, pero no nos
abandonó. Retiróse de donde nunca se apartó, porque él hizo el mundo, y
el mundo era, y
al mundo vino a salvar a los pecadores. Y a él se confiesa mi alma y él
la
sana de las ofensas que le ha hecho.
Hijos de los hombres, ¿hasta
cuándo seréis duros de corazón? ¿Es posible que, después de haber bajado la
vida a vosotros, no queráis subir y vivir? Mas ¿adónde subisteis cuando
estuvisteis en alto y pusisteis en el cielo vuestra boca? Bajad, a fin de que
podáis subir hasta Dios, ya que caísteis ascendiendo contra él.
Diles estas cosas para que
lloren en este valle de lágrimas, y así les arrebates contigo hacia Dios,
porque, si se las dices, ardiendo en llamas de caridad, con espíritu divino se
las dices.
CAPITULO XIII
20. Yo no sabía nada
entonces de estas cosas; y así amaba las hermosuras inferiores, y caminaba hacia
el abismo, y decía a mis amigos: "¿Amamos por ventura algo fuera de lo hermoso?
¿Y qué es lo hermoso? ¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo que nos atrae y aficiona a
las cosas que amamos? Porque ciertamente que si no hubiera en ellas alguna
gracia y hermosura, de ningún modo nos atraerían hacia sí."
Y notaba yo y veía que en
los mismos cuerpos una cosa era el todo, y como tal hermoso, y otro lo que era
conveniente, por acomodarse aptamente a alguna cosa, como la parte del cuerpo
respecto del conjunto, el calzado respecto del pie, y otras cosas semejantes.
Esta consideración brotó en mi alma de lo íntimo de mi corazón, y escribí unos
libros sobre Lo hermoso y apto, creo que dos o tres -tú lo sabes, Señor-, porque
lo tengo ya olvido y no los conservo por habérseme extraviado no sé cómo.
CAPITULO XIV
21. Pero ¿qué fue lo que me
movió, Señor y Dios mío, para que dedicara aquellos libros a Hierio, retórico de
la ciudad de Roma, a quien no conocía de vista, sino que le amaba por la fama de
su doctrina, que era grande, y por algunos dichos suyos que había oído y me
agradaban? Pero principalmente me agradaba porque agradaba a los demás, que le
ensalzaban con elogios estupendos, admirados de que un hombre sirio, educado en
la elocuencia griega, llegase luego a ser un orador admirable en la latina y
sabedor acabado en todas las materias pertinentes al estudio de la sabiduría.
Era alabado aquel hombre y se le amaba aunque ausente. Pero ¿es acaso que el
amor entra en el corazón del que escucha por la boca del que alaba? De ninguna
manera, sino que de un amante se enciende otro. De aquí que se ame al que es
alabado, pero sólo cuando se entiende que es alabado con corazón sincero o, lo
que es lo mismo, cuando se le alaba con amor.
22. De este modo amaba yo
entonces a los hombres, por el juicio de los hombres y no por el tuyo, Dios mío,
en quien nadie se engaña. Sin embargo, ¿por qué no le alababa como se alaba a un
cochero célebre o a un cazador afamado con las aclamaciones del pueblo, sino de
modo muy distinto y más serio y tal como yo quisiera ser alabado?
Porque ciertamente yo no
quisiera ser alabado y amado como los histriones, aunque los ame y alabe; antes
preferiría mil veces permanecer desconocido a ser alabado de esa manera, y aun
ser odiado antes que ser amado así. ¿Dónde se distribuyen estos pesos, de tan
varios y diversos amores, en una misma alma? ¿Cómo es que yo amo en otro lo que
a su vez si yo no odiara no lo detestara en mí ni lo desechara, siendo uno y
otro hombre? Porque no se ha de decir del histrión, que es de nuestra
naturaleza, que es alabado como un buen caballo por quien, aun pudiendo, no
querría ser caballo.
¿Luego amo en el hombre lo
que yo no quiero ser, siendo, no obstante, hombre? Grande abismo es el hombre,
cuyos cabellos tienes tú, Señor, contados, sin que se pierda uno sin tú saberlo;
y, sin embargo, más fáciles de contar son sus cabellos que sus afectos y los
movimientos de su corazón.
23. Pero aquel orador
[Hierio] era del número de los que yo amaba, deseando ser como él; mas yo erraba
por mi orgullo y era arrastrado por toda clase de viento, aunque
ocultísimamente era gobernado por ti. ¿Y de dónde sé yo y te confieso con tanta
certeza que amaba más a aquél por mor de los que le loaban que por las cosas de
que era loado?
Porque si no le alabaran,
antes le vituperaran aquellos mismos, y vituperándole y despreciándole contasen
aquellas mismas cosas, ciertamente no me encendieran en su amor ni me movieran,
no obstante que las cosas no fueran distintas ni el hombre otro, sino únicamente
el afecto de los que las contaban.
He aquí dónde para el alma
débil que no está aún adherida a la firmeza de la verdad, la cual es llevada y
traída, arrojada y rechazada, según soplaren los vientos de las lenguas emitidas
por los pechos de los opinadores; y de tal suerte se le obscurece la luz, que no
ve la verdad, no obstante que esté a la vista. Por gran cosa tenía yo que aquel
hombre conociera mis discursos y mis estudios. Que si él los diera por buenos,
me habrían de encender mucho más en su amor, mas si, al contrario, los
reprobara, lastimara mi corazón vano y falto de tu solidez. Sin embargo, yo
revolvía en mi mente y contemplaba con regusto aquel tratado mío sobre Lo
hermoso y apto, admirándolo a mis solas en mi imaginación, sin que nadie le
alabase.
CAPITULO XV
24. Mas no acertaba aún a
ver la clave de tan grande cosa en tu arte, ¡oh Dios omnipotente!, obrador único
de maravillas, y así íbase mi alma por las formas corpóreas y definía lo
hermoso diciendo que era lo que convenía consigo mismo, y apto, lo que convenía
a otro, lo cual distinguía, y definía, y confirmaba con ejemplos materiales.
Pasé de aquí a la naturaleza
del alma, pero la falsa opinión o concepto que tenía de las cosas espirituales
no me dejaba ver la verdad. La misma fuerza de la verdad se me echaba a los ojos
y tenía que apartar la mente palpitante de la cosas incorpóreas hacia las
figuras, los colores y las magnitudes físicas; y como no podía ver estas cosas
en el alma, juzgaba que tampoco era posible que viese mi alma.
Mas como yo amara en la
virtud la paz y en el vicio aborreciese la discordia, notaba en aquélla cierta
unidad y en éste una como división, pareciéndome residir en esta unidad el alma
racional y la esencia de la verdad y del sumo bien, y en la división, no sé qué
sustancia de vida irracional y la naturaleza del sumo mal, la cual no sólo era
sustancia, sino también verdadera vida, sin proceder, sin embargo, de ti, Dios
mío, de quien proceden todas las cosas. Y llamaba a aquélla mónada, como mente
sin sexo; y a ésta, díada, por ser ira en los crímenes y concupiscencia en la
liviandad, sin saber lo que me decía. Porque no sabía aún ni había aprendido que
ninguna sustancia constituye el mal, ni que nuestra mente es el sumo e
inconmutable bien .
25. Porque así como se dan
los crímenes cuando el movimiento del alma es vicioso y se precipita insolente y
turbulento, y se dan los pecados cuando el afecto del alma, con que se alimentan
los deleites carnales, es inmoderado, así también los errores y falsas opiniones
contaminan la vida si la mente racional está viciada, cual estaba la mía
entonces, que no sabía debía ser ilustrada por otra luz para participar de la
verdad, por no ser ella la misma cosa que la verdad. Porque tú, Señor,
iluminarás mi linterna; tú, Dios mío, iluminarás mis tinieblas; y de tu
plenitud recibimos todos; porque tú eres la luz verdadera que ilumina a todo
hombre que viene a este mundo, y porque en ti no hay mutación ni la más
instantánea obscuridad.
26. Yo me esforzaba por
llegar a ti, mas era repelido por ti para que gustase de la muerte, porque tú
resistes a los soberbios. ¿Y qué mayor soberbia que afirmar con
incomprensible locura que yo era lo mismo que tú en naturaleza? Porque siendo yo
mudable y reconociéndome tal -pues si quería ser sabio era por hacerme de peor
mejor-, prefería, sin embargo, juzgarte mudable antes que no ser yo lo que tú.
He aquí por qué era yo repelido y tú resistías a mi ventosa cerviz.
Yo no sabía imaginar más que
formas corporales, y carne, acusaba a la carne; y espíritu errante, no acertaba
a volver a ti; y caminando, marchaba hacia aquellas cosas que no son nada ni
en ti, ni en mí, ni en el cuerpo; ni me eran sugeridas por tu verdad, sino que
eran fingidas por mi vanidad según los cuerpos; y decía a tus fieles parvulitos,
mis conciudadanos, de los que yo sin saberlo andaba desterrado; decíales yo,
hablador e inepto: "¿Por qué yerra el alma, hechura de Dios?"; mas no quería se
me dijese: "Y ¿por qué yerra Dios?" Y porfiaba en defender que tu sustancia
inconmutable obligada erraba, antes de confesar que la mía, mudable, se había
desmandado espontáneamente y en castigo de ello andaba ahora en error.
27. Sería yo de unos
veintiséis o veintisiete años cuando escribí aquellos volúmenes revolviendo
dentro de mí puras imágenes corporales, cuyo ruido aturdía los oídos de mi
corazón, los cuales procuraba yo aplicar, ¡oh dulce verdad!, a tu interior
melodía, pensando en Lo hermoso y apto y deseando estar ante ti, y oír tu voz, y
gozarme con gran alegría por la voz del esposo; pero no podía, porque las
voces de mi error me arrebataban hacia afuera y con el peso de mi soberbia caía
de nuevo en el abismo. Porque todavía no dabas gozo y alegría a mis oídos ni se
alegraban mis huesos, que no habían sido aún humillados.
CAPITULO XVI
28.¿Y qué me aprovechaba que
siendo yo de edad de veinte años,. poco más o menos, y viniendo a mis manos
ciertos escritos aristotélicos intitulados Las diez categorías -que mi maestro
el retórico de Cartago y otros que eran tenidos por doctos citaban con gran
énfasis y ponderación, haciéndome suspirar por ellos como por una cosa grande y
divina-, los leyera y entendiera yo solo? Porque como yo las consultase con
otros que decían de sí haberlas apenas logrado entender de maestros eruditísimos
que se las habían explicado no solo con palabras, sino también con figuras
pintadas en la arena, nada me supieron decir que no hubiera yo entendido a mis
solas con aquella lectura.
Y aun parecíame que dichos
escritos hablaban con mucha claridad de la substancia, cual es el hombre, y de
las cosas que en ella se encierran, como son la figura, cualidad, altura,
cantidad, raza y familia del mismo, o dónde se halla establecido y cuándo nació,
y si está de pie o sentado, y si calzado o armado, o si hace algo o lo padece, y
demás cosas que se contienen en estos nueve predicamentos o géneros, de los que
he puesto algunos ejemplos, o en el género de substancia, que son también
innumerables los que encierra.
29. ¿De qué me aprovechaba,
digo, todo esto? Antes bien me dañaba, porque, creyendo yo que en aquellos diez
predicamentos se hallaban comprendidas absolutamente todas las cosas, me
esforzaba por comprenderte también a ti, Dios mío, ser maravillosamente simple e
inconmutable, como un cuasi sujeto de tu grandeza y hermosura, cual si
estuvieran éstas en ti como en su sujeto, al modo que en los cuerpos, siendo así
que tu grandeza y tu hermosura son una misma cosa contigo, al contrario de los
cuerpos, que no son grandes y hermosos por ser cuerpos; puesto que, aunque
fueran menos grandes y menos hermosos, no por eso dejarían de ser cuerpos.
Falsedad, pues, era lo que
pensaba de ti, no verdad; ficción de miseria, no firmeza de tu beatitud. Habías
ordenado, Señor, y puntualmente se cumplía en mí, que la tierra me produjese
abrojos y espinas y yo lograse mi sustento con trabajo.
30. ¿De qué me aprovechaba
también que leyera y comprendiera por mí mismo todos los libros que pude haber a
la mano sobre las artes que llaman liberales, siendo yo entonces esclavo
perversísimo de mis malas inclinaciones? Gozábame con ellos, pero no sabía de
dónde venía cuanto de verdadero y cierto hallaba en ellos, porque tenía las
espaldas vueltas a la luz y el rostro hacia las cosas iluminadas, por lo que mi
rostro, que veía las cosas iluminadas, no era iluminado .
Tú sabes, Señor Dios
mío,
cómo sin ayuda de maestro entendí cuanto leí de retórica, y dialéctica, y
geometría, y música, y aritmética, porque también la prontitud de
entender y la
agudeza en el discernir son dones tuyos. Mas no te ofrecía por ellos
sacrificio
alguno, y así no me servían tanto de provecho como de daño, pues tan
buena parte
de mi hacienda cuidé mucho de tenerla en mi poder, mas no así de guardar
mi
fortaleza para ti; antes, apartándome de ti, me marché a una región
lejana para disiparla entre las rameras de mis concupiscencias.
Pero ¿qué me aprovechaba
cosa tan buena, si no usaba bien de ella? Porque no comprendí yo que aquellas
artes fueran tan difíciles de entender aun de los estudiosos y de ingenio hasta
que tuve que exponerlas, siendo entonces entre ellos el más sobresaliente el que
me comprendía al explicarlas con menos tardanza.
31. Mas ¿de qué me servía
todo esto, si juzgaba que tú, Señor Dios Verdad, eras un cuerpo luminoso e
infinito, y yo un pedazo de ese cuerpo? ¡Oh excesiva perversidad! Pero así era
yo; ni me avergüenzo ahora, Dios mío, de confesar tus misericordias para conmigo
y de invocarte, ya que no me avergoncé entonces de profesar ante los hombres mis
blasfemias y ladrar contra ti. ¿Qué me aprovechaba, repito, aquel ingenio fácil
para entender aquellas doctrinas y para explicar con claridad tantos y tan
enredados libros, sin que ninguno me los hubiese explicado, si en la doctrina de
la piedad erraba monstruosamente y con sacrílega torpeza? ¿Acaso era gran daño
para tus pequeñuelos el que fuesen de ingenio mucho más tardo, si no se
apartaban lejos de ti para que, seguros en el nido de tu Iglesia, echasen plumas
y les creciesen -las alas de la caridad con el sano alimento de la fe?
¡Oh Dios y Señor nuestro!
Esperemos al abrigo de tus alas y protégenos y llévanos. Tú llevaras, sí. Tú
llevarás a los pequeñuelos, y hasta que sean ancianos tú los llevarás, porque
nuestra firmeza, cuando eres tú, entonces es firmeza; mas cuando es nuestra,
entonces es debilidad. Nuestro bien vive siempre contigo, y así, cuando nos
apartamos de él, nos pervertimos. Volvamos ya, Señor, para que no nos apartemos,
porque en ti vive sin ningún defecto nuestro bien, que eres tú, sin que temamos
que no haya lugar adonde volar, porque de allí hemos venido y, aunque ausentes
nosotros de allí, no por eso se derrumba nuestra casa, tu eternidad.
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