LIBRO DÉCIMO
CAPITULO I
1. Conózcate a ti, Conocedor
mío, conózcate a ti como soy conocido, Virtud de mi alma, entra en ella y
ajústala a ti, para que la tengas y poseas sin mancha ni ruga.
Esta es mi esperanza, por
eso hablo; y en esta esperanza me gozo cuando rectamente me gozo. Las demás
cosas de esta vida, tanto menos se han de llorar cuanto más se las llora, y
tanto más se han de llorar cuanto menos se las llora.
He aquí que amaste la verdad, porque el que la obra viene a la luz. Quiérola yo obrar en mi corazón,
delante de ti por esta mi confesión y delante de muchos testigos por este mi
escrito.
CAPITULO II
2. Y ciertamente, Señor, a
cuyos ojos está siempre desnudo el abismo de la conciencia humana, ¿qué podría
haber oculto en mí, aunque yo no te lo quisiera confesar? Lo que haría sería
escondérteme a ti de mí, no a mí de ti. Pero ahora que mi gemido es testigo de
que yo me desagrado a mí, tú brillas y me places y eres amado y deseado hasta
avergonzarme de mí y desecharme y elegirte a ti, y así no me plazca a ti ni a mí
si no es por ti.
Quienquiera, pues, que yo
sea, manifiesto soy para ti, Señor. También he dicho yo el fruto con que te
confieso; porque no hago esto con palabras y voces de carne, sino con palabras
del alma y clamor de la mente, que son las que tus oídos conocen. Porque, cuando
soy malo, confesarte a ti no es otra cosa que desplacerme a mí; y cuando soy
piadoso, confesarte a ti no es otra cosa que no atribuírmelo a mí. Porque tú,
Señor, eres el que bendices al justo pero antes le haces justo de impío.
Así, pues, mi confesión en
tu presencia, Dios mío, se hace callada y no calladamente: calla en cuanto al
ruido [de las palabras], clama en cuanto al afecto. Porque ni siquiera una
palabra de bien puedo decir a los hombres si antes no la oyeres tú de mí, ni tú
podrías oír algo tal de mí si antes no me lo hubieses dicho tú a mí.
CAPITULO III
3. ¿Qué tengo, pues, yo que
ver con los hombres, para que oigan mis confesiones, como si ellos fueran a
sanar todas mis enfermedades? Curioso linaje para averiguar vidas ajenas,
desidioso para corregir la suya. ¿Por qué quieren oír de mí quién soy, ellos que
no quieren oír de ti quiénes son? ¿Y de dónde saben, cuando me oyen hablar de mí
mismo, si les digo verdad, siendo así que ninguno de los hombres sabe lo que
pasa en el hombre, si no es el espíritu del hombre, que, existe en él? Pero si
te oyeren a ti hablar de ellos, no podrán decir: "Miente el Señor." Porque ¿qué
es oírte a ti hablar de ellos sino conocerse a sí? ¿Y quién hay que se conozca y
diga "es falso", si él mismo no miente?
Mas porque la caridad todo
lo cree -entre aquellos, digo, a quienes unidos consigo hace una cosa-, también
yo, Señor, aun así me confieso a ti, para que lo oigan los hombres, a quienes no
puedo probarles que las cosas que confieso son verdaderas. Mas créanme aquellos
cuyos oídos abre para mí la caridad.
4. No obstante esto, Médico
mío íntimo, hazme ver claro con qué fruto hago yo esto. Porque las confesiones
de mis males pretéritos -que tú perdonaste ya y cubriste, para hacerme feliz en
ti, cambiando mi alma con tu fe y tu sacramento-, cuando son leídas y oídas,
excitan al corazón para que no se duerma en la desesperación y diga: "No puedo",
sino que le despierte al amor de tu misericordia y a la dulzura de tu gracia,
por la que es poderoso todo débil que sé da cuenta por ella de su debilidad.
Y deleita a los buenos oír
los pasados males de aquellos que ya carecen de ellos; pero no les deleita por
aquello de ser malos, sino porque lo fueron y ahora no lo son.
¿Con qué fruto, pues, Señor
mío -a quien todos los días se confiesa mi conciencia, más segura ya con la
esperanza de tu misericordia que de su inocencia-, con qué fruto, te ruego,
confieso delante de ti a los hombres, por medio de este escrito, lo que yo soy
ahora, no lo que he sido? Porque ya hemos visto y consignado el fruto de
confesar lo que fui.
Pero hay muchos que me
conocieron, y otros que no me conocieron, que desean saber quién soy yo al
presente en este tiempo preciso en que escribo las Confesiones, los cuales,
aunque hanme oído algo o han oído a otros de mí, pero no pueden aplicar su oído
a mi corazón, donde soy lo que soy. Quieren, sin duda, saber por confesión mía
lo que soy interiormente, allí donde ellos no pueden penetrar con la vista, ni
el oído, ni la mente. Dispuestos están a creerme, ¿acaso lo estarán a conocerme?
Porque la caridad, que los hace buenos, les dice que yo no les miento cuando
confieso tales cosas de mí y ella misma hace que ellos crean en mí.
CAPITULO IV
5. Pero ¿con qué
fruto
quieren esto? ¿Acaso desean congratularse conmigo al oír cuánto me he
acercado a
ti por tu gracia y orar por mí al oír cuánto me retardo por mi peso? Me
manifestaré a los tales, porque no es pequeño fruto, Señor Dios mío, el
que sean
muchos los que te den gracias por mí y seas rogado de muchos por mí. Ame
en mí
el ánimo fraterno lo que enseñas se debe amar y duélase en mí de lo que
enseñas
se debe doler. Haga esto el ánimo fraterno, no el extraño, no el de
hijos
ajenos, cuya boca habla la vanidad y su diestra es la diestra de la
iniquidad, sino el fraterno, que cuando aprueba algo en mí se goza en mí
y cuando
reprueba algo en mí se contrista por mí, porque, ya me apruebe, ya me
repruebe,
me ama.
Me manifestaré a estos
tales. Respiren en mis bienes, suspiren en mis males. Mis bienes son tus obras y
tus dones; mis males son mis pecados y tus juicios. Respiren en aquéllos y
suspiren en éstos, y el himno y el llanto suban a tu presencia de los corazones
fraternos, tus turíbulos.
Y tú, Señor,
deleitado con
la fragancia de tu santo templo, compadécete de mí, según tu gran
misericordia, por amor de tu nombre; y no abandonando en modo alguno tu
obra comenzada,
consuma en mí lo que hay de imperfecto.
6. Este es el fruto de mis
confesiones, no de lo que he sido, sino de lo que soy. Que yo confiese esto, no
solamente delante de ti con secreta alegría mezclada de temor y con secreta
tristeza mezclada de esperanza, sino también en los oídos de los creyentes hijos
de los hombres, compañeros de mi gozo y consortes de mi mortalidad, ciudadanos
míos y peregrinos conmigo, anteriores y posteriores y compañeros de mi vida.
Estos son tus siervos, mis hermanos, que tú quisiste fuesen hijos tuyos, señores
míos, y a quienes me mandaste que sirviese si quería vivir contigo de ti.
Poco hubiera sido de
provecho para mí si tu Verbo lo hubiese mandado de palabra y no hubiera ido
delante con la obra. Por eso hago yo también esto con palabras y con hechos, y
lo hago bajo tus alas y con un peligro enormemente grande, si no fuera porque
bajo tus alas te está sujeta mi alma y te es conocida mi flaqueza.
Pequeñuelo soy, mas vive
perpetuamente mi Padre y tengo en él tutor idóneo. El es el mismo que me
engendró y me defiende, y tú eres todos mis bienes, tú Omnipotente, que estás
conmigo aun desde antes de que yo lo estuviera contigo.
Manifestaré, pues, a estos
tales -a quienes tú mandas que les sirva-no quién he sido, sino quién soy ahora
al presente y qué es lo que todavía hay en mí. Pero no quiero juzgarme a mí mismo. Sea, pues, oído así.
CAPITULO V
7. Tú eres, Señor, el que me
juzgas; porque, aunque nadie de los hombres sabe las cosas interiores del
hombre, sino el espíritu del hombre que está en él, con todo hay algo en el
hombre que ignora aun el mismo espíritu que habita en él; pero tú, Señor, sabes
todas sus cosas, porque le has hecho. También yo, aunque en tu presencia me
desprecie y tenga por tierra y ceniza, sé algo de ti que ignoro de mí. Y
ciertamente ahora te vemos, por espejo en enigmas, no cara a cara, y así,
mientras peregrino fuera de ti, me soy más presente a mí que a ti. Con todo, sé
que tú no puedes ser de ningún modo violado, en tanto que no sé a qué
tentaciones puedo yo resistir y a cuáles no puedo, estando solamente mi
esperanza en que eres fiel y no permitirás que seamos tentados más de lo que
podemos soportar, antes con la tentación das también el éxito, para que podamos
resistir.
Confiese, pues, lo que sé de
mí; confiese también lo que de mí ignoro; porque lo que sé de mí lo sé porque tú
me iluminas, y lo que de mí ignoro no lo sabré hasta tanto que mis tinieblas se
conviertan en mediodía en tu presencia.
CAPITULO VI
8. No con conciencia dudosa,
sino cierta, Señor, te amo yo. Heriste mi corazón con tu palabra y te amé. Mas
también el cielo y la tierra y todo cuanto en ellos se contiene he aquí que me
dicen de todas partes que te ame; ni cesan de decírselo a todos, a fin de que
sean inexcusables. Sin embargo, tú te compadecerás más altamente de quien te
compadecieres y prestarás más tu misericordia con quien fueses misericordioso:
de otro modo, el cielo y la tierra cantarían tus alabanzas a sordos.
Y ¿qué es lo que amo cuando
yo te amo? No belleza de cuerpo ni hermosura de tiempo, no blancura de luz, tan
amable a estos ojos terrenos; no dulces melodías de toda clase de cantilenas, no
fragancia de flores, de ungüentos y de aromas, no manás ni mieles, no miembros
gratos a los amplexos de la carne: nada de esto amo cuando amo a mi Dios. Y, sin
embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto alimento, y
cierto amplexo, cuando amo a mi Dios, luz, voz, fragancia, alimento y amplexo
del hombre mío interior, donde resplandece a mi alma lo que no se consume
comiendo, y se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo que amo cuando
amo a mi Dios.
9. Pero ¿y qué es entonces?
Pregunté a la tierra y me
dijo: "No soy yo"; y todas las cosas que hay en ella me confesaron lo mismo.
Pregunté al mar y a los abismos y a los reptiles de alma viva, y me
respondieron: "No somos tu Dios; búscale sobre nosotros." Interrogué a las auras
que respiramos, y el aire todo, con sus moradores, me dijo: "Engáñase
Anaxímenes: yo no soy tu Dios." Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las
estrellas. "Tampoco somos nosotros el Dios que buscas", me respondieron.
Dije entonces a todas las
cosas que están fuera de las puertas de mi carne: "Decidme algo de mi Dios, ya
que vosotras no lo sois; decidme algo de él." Y exclamaron todas con grande voz:
"El nos ha hecho." Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su apariencia.
Entonces me dirigí a mí
mismo y me dije: "¿Tú quién eres?", y respondí: "Un hombre." He aquí, pues, que
tengo en mí prestos un cuerpo y un alma; la una, interior; el otro, exterior.
¿Por cuál de éstos es por donde debí yo buscar a mi Dios, a quien ya había
buscado por los cuerpos desde la tierra al cielo, hasta donde pude enviar los
mensajeros rayos de mis ojos? Mejor, sin duda, es el elemento interior, porque a
él es a quien comunican sus noticias todos los mensajeros corporales, como a
presidente y juez, de las respuestas del cielo, de la tierra y de todas las
cosas que en ellos se encierran, cuando dicen: "No somos Dios" y "El nos ha
hecho". El hombre interior es quien conoce estas cosas por ministerio del
exterior; yo interior conozco estas cosas; yo, Yo-Alma, por medio del sentido de
mi cuerpo.
Interrogué, finalmente, a la
mole del mundo acerca de mi Dios, y ella me respondió: "No lo soy yo, simple
hechura suya".
10. Pero ¿no se muestra esta
hermosura a cuantos tienen entero el sentido? ¿Por qué, pues, no habla a todos
lo mismo?
Los animales, pequeños y
grandes, la ven; pero no pueden interrogarla, porque no se les ha puesto de
presidente de los nunciadores sentidos a la razón que juzgue. Los hombres
pueden, sí, interrogarla, por percibir por las cosas visibles las invisibles de
Dios; más hácense esclavos de ellas por el amor, y, una vez esclavos, ya no
pueden juzgar. Porque no responden éstas a los que interrogan, sino a los que
juzgan; ni cambian de voz, esto es, de aspecto, si uno ve solamente, y otro,
además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno de una manera y a otro de
otra; sino que, apareciendo a ambos, es muda para el uno y habladora para el
otro, o mejor dicho, habla a todos, mas sólo aquellos la entienden que confieren
su voz, recibida fuera, con la verdad interior. Porque la verdad me dice: "No es
tu Dios el cielo, ni la tierra, ni cuerpo alguno." Y esto mismo dice la
naturaleza de éstos, a quien advierte que la mole es menor en la parte que en el
todo. Por esta razón eres tú mejor que éstos; a ti te digo; ¡oh alma!, porque tú
vivificas la mole de tu cuerpo prestándole vida, lo que ningún cuerpo puede
prestar a otro cuerpo. Mas tu Dios es para ti hasta la vida de tu vida.
CAPITULO VII
11. ¿Qué es, por tanto, lo
que amo cuando amo yo a mi Dios? ¿Y quién es él sino el que está sobre la cabeza
de mi alma?
Por mi alma misma subiré,
pues, a él. Traspasaré esta virtud mía por la que estoy unido al cuerpo y llena
su organismo de vida, pues no hallo en ella a mi Dios. Porque, de hallarle, le
hallarían también el caballo y el mulo, que no tienen inteligencia, y que,
sin embargo, tienen esta misma virtud por la que viven igualmente sus cuerpos.
Hay otra virtud por la que
no sólo vivifico, sino también sensifico a mi carne, y que el Señor me fabricó
mandando al ojo que no oiga y al oído que no vea, sino a aquél que me sirva para
ver, a éste para oír, y a cada uno de los otros sentidos lo que les es propio
según su lugar y oficio; las cuales cosas, aunque diversas, las hago por su
medio, yo un alma única.
Traspasaré aún esta virtud
mía; porque también la poseen el caballo y el mulo pues también ellos sienten
por medio del cuerpo.
CAPITULO VIII
12. Traspasaré, pues, aun
esta virtud de mi naturaleza, ascendiendo por grados hacia aquel que me hizo.
Mas heme ante los campos y
anchos senos de la memoria, donde están los tesoros de innumerables imágenes de
toda clase de cosas acarreadas por los sentidos. Allí se halla escondido cuanto
pensamos, ya aumentando, ya disminuyendo, ya variando de cualquier modo las
cosas adquiridas por los sentidos, y todo cuanto se le ha encomendado y se halla
allí depositado y no ha sido aún absorbido y sepultado por el olvido.
Cuando estoy allí pido que
se me presente lo que quiero, y algunas cosas preséntanse al momento; pero otras
hay que buscarlas con más tiempo y como sacarlas de unos receptáculos abstrusos;
otras, en cambio, irrumpen en tropel, y cuando uno desea y busca otra cosa se
ponen en medio, cono diciendo: "¿No seremos nosotras?" Mas espántolas yo del haz
de mi memoria con la mano del corazón, hasta que se esclarece lo que quiero y
salta a mi vista de su escondrijo.
Otras cosas hay que
fácilmente y por su orden riguroso se presentan, según son llamadas, y ceden su
lugar a las que les siguen, y cediéndolo son depositadas, para salir cuando de
nuevo se deseare. Lo cual sucede puntualmente cuando narro alguna cosa de
memoria.
13. Allí se hallan también
guardadas de modo distinto y por sus géneros todas las cosas que entraron por su
propia puerta, como la luz, los colores y las formas de los cuerpos, por la
vista; por el oído, toda clase de sonidos; y todos los olores por la puerta de
las narices; y todos los sabores por la de la boca; y por el sentido que se
extiende por todo el cuerpo (tacto), lo duro y lo blando, lo caliente y lo frío,
lo suave y lo áspero, lo pesado y lo ligero, ya sea extrínseco, ya intrínseco al
cuerpo. Todas estas cosas recibe, para recordarlas cuando fuere menester y
volver sobre ellas, el gran receptáculo de la memoria, y no sé qué secretos e
inefables senos suyos. Todas las cuales cosas entran en ella, cada una por su
propia puerta, siendo almacenadas allí.
Ni son las mismas cosas las
que entran, sino las imágenes de las cosas sentidas, las cuales quedan allí a
disposición del pensamiento que las recuerda. Pero ¿quién podrá decir cómo
fueron formadas estas imágenes, aunque sea claro por qué sentidos fueron
captadas y escondidas en el interior? Porque, cuando estoy en silencio y en
tinieblas, represéntome, si quiero, los colores, y distingo el blanco del negro,
y todos los demás que quiero, sin que me salgan al encuentro los sonidos, ni me
perturben lo que, extraído por los ojos, entonces considero, no obstante que
ellos [los sonidos] estén allí, y como colocados aparte, permanezcan latentes.
Porque también a ellos les llamo, si me place, y al punto se me presentan, y con
la lengua queda y callada la garganta canto cuanto quiero, sin que las imágenes
de los colores que se hallan allí se interpongan ni interrumpan mientras se
revisa el tesoro que entró por los oídos.
Del mismo modo recuerdo,
según me place, las demás cosas aportadas y acumuladas por los otros sentidos, y
así, sin oler nada, distingo el aroma de los lirios del de las violetas, y, sin
gustar ni tocar cosa, sino sólo con el recuerdo; prefiero la miel al arrope y lo
suave a lo áspero.
14. Todo esto lo hago yo
interiormente en el aula inmensa de mi memoria. Allí se me ofrecen al punto el
cielo y la tierra y el mar con todas las cosas que he percibido sensiblemente en
ellos, a excepción de las que tengo ya olvidadas. Allí me encuentro con mí mismo
y me acuerdo de mí y de lo que hice, y en qué tiempo y en qué lugar, y de qué
modo y cómo estaba afectado cuando lo hacía. Allí están todas las cosas que yo
recuerdo haber experimentado o creído. De este mismo tesoro salen las semejanzas
tan diversas unas de otras, bien experimentadas, bien creídas en virtud de las
experimentadas, las cuales, cotejándolas con las pasadas, infiero de ellas
acciones futuras, acontecimientos y esperanzas, todo lo cual lo pienso como
presente. "Haré esto o aquello", digo entre mí en el seno ingente de mi alma,
repleto de imágenes de tantas y tan grandes cosas; y esto o aquello se sigue.
"¡Oh si sucediese esto o aquello!" "¡No quiera Dios esto o aquello!" Esto digo
en mi interior, y al decirlo se me ofrecen al punto las imágenes de las cosas
que digo de este tesoro de la memoria, porque si me faltasen, nada en absoluto
podría decir de ellas.
15. Grande es esta virtud de
la memoria, grande sobremanera, Dios mío, Penetral amplio e infinito. ¿Quién ha
llegado a su fondo? Mas, con ser esta virtud propia de mi alma y pertenecer a mi
naturaleza, no soy yo capaz de abarcar totalmente lo que soy. De donde se sigue
que es angosta el alma para contenerse a sí misma. Pero ¿dónde puede estar lo
que de sí misma no cabe en ella? ¿Acaso fuera de ella y no en ella? ¿Cómo es,
pues, que no se puede abarcar.
Mucha admiración me causa
esto y me llena de estupor. Viajan los hombres por admirar las alturas de los
montes, y las ingentes olas del mar, y las anchurosas corrientes de los ríos, y
la inmensidad del océano, y el giro de los astros, y se olvidan de sí mismos, ni
se admiran de que todas estas cosas, que al nombrarlas no las veo con los ojos,
no podría nombrarlas si interiormente no viese en mi memoria los montes, y las
olas, y los ríos, y los astros, percibidos ocularmente, y el océano, sólo
creído; con dimensiones tan grandes como si las viese fuera. Y, sin embargo, no
es que haya absorbido tales cosas al verlas con los ojos del cuerpo, ni que
ellas se hallen dentro de mí, sino sus imágenes. Lo único que sé es por qué
sentido del cuerpo he recibido la impresión de cada una de ellas.
CAPITULO IX
16. Pero no son estas cosas
las únicas que encierra la inmensa capacidad de mi memoria. Aquí están como en
un lugar interior remoto, que no es lugar, todas aquellas nociones aprendidas de
las artes liberales, que todavía no se han olvidado. Mas aquí no son ya las
imágenes de ellas las que llevo, sino las cosas mismas. Porque yo sé qué es la
gramática, la pericia dialéctica, y cuántos los géneros de cuestiones; y lo que
de estas cosas sé, está de tal modo en mi memoria que no está allí como la
imagen suelta de una cosa, cuya realidad se ha dejado fuera; o como la voz
impresa en el oído, que suena y pasa, dejando un rastro de sí por el que la
recordamos como si sonara, aunque ya no suene; o como el perfume que pasa y se
desvanece en el viento, que afecta al olfato y envía su imagen a la memoria, la
que repetimos con el recuerdo; o como el manjar, que, no teniendo en el vientre
ningún sabor ciertamente, parece lo tiene, sin embargo, en la memoria; o como
algo que se siente por el tacto, que, aunque alejado de nosotros, lo imaginamos
con la memoria. Porque todas estas cosas no son introducidas en la memoria, sino
captadas solas sus imágenes con maravillosa rapidez y depositadas en unas
maravillosas como celdas, de las cuales salen de modo maravilloso cuando se las
recuerda.
CAPITULO X
17. Pero cuando oigo decir
que son tres los géneros de cuestiones -si la cosa es, qué es y cuál es-,
retengo las imágenes de los sonidos de que se componen estas palabras, y sé que
pasaron por el aire con estrépito y ya no existen. Pero las cosas mismas
significadas por estos sonidos ni las he tocado jamás con ningún sentido del
cuerpo, ni las he visto en ninguna parte fuera de mi alma, ni lo que he
depositado en mi memoria son sus imágenes, sino las cosas mismas. Las cuales
digan, si pueden, por dónde entraron en mí. Porque yo recorro todas las puertas
de mi carne y no hallo por cuál de ellas han podido entrar. En efecto, los ojos
dicen: "Si son coloradas, nosotros somos los que las hemos noticiado." Los oídos
dicen: "Si hicieron algún sonido, nosotros las hemos indicado." El olfato dice:
"Si son olorosas, por aquí han pasado." El gusto dice también: "Si no tienen
sabor, no me preguntéis por ellas." El tacto dice: "Si no es cosa corpulenta, yo
no la he tocado, y si no la he tocado, no he dado noticia de ella."
¿Por dónde, pues, y por qué
parte han entrado en mi memoria? No lo sé. Porque cuando las aprendí, ni fue
dando crédito a otros, sino que las reconocí en mi alma y las aprobé por
verdaderas y se las encomendé a ésta, como en depósito, para sacarlas cuando
quisiera. Allí estaban, pues, y aun antes de que yo las aprendiese; pero no en
la memoria. ¿En dónde, pues, o por qué, al ser nombradas, las reconocí y dije:
"Así es, es verdad", sino porque ya estaban en mi memoria, aunque tan retiradas
y sepultadas como si estuvieran en cuevas muy ocultas, y tanto que, si alguno no
las suscitara para que saliesen, tal vez no las hubiera podido pensar?
CAPITULO XI
18. Por aquí descubrimos que
aprender estas cosas -de las que no recibimos imágenes por los sentidos, sino
que, sin imágenes, como ellas son, las vemos interiormente en sí mismas- no es
otra cosa sino un como recoger con el pensamiento las cosas que ya contenía la
memoria aquí y allí y confusamente, y cuidar con la atención que estén como
puestas a la mano en la memoria, para que, donde antes se ocultaban dispersas y
descuidadas, se presenten ya fácilmente a una atención familiar. ¡Y cuántas
cosas de este orden no encierra mi memoria que han sido ya descubiertas y,
conforme dije, puestas como a la mano, que decimos haber aprendido y conocido!
Estas mismas cosas, si las dejo de recordar de tiempo en tiempo, de tal modo
vuelven a sumergirse y sepultarse en sus más ocultos penetrales, que es preciso,
como si, fuesen nuevas, excogitarlas segunda vez en este lugar -porque no tienen
otra estancia- y juntarlas de nuevo para que puedan ser sabidas, esto es,
recogerlas como de cierta dispersión, de donde vino la palabra cogitare; porque
cogo es respecto de cogito lo que ago de agito y facio de factito. Sin embargo,
la inteligencia ha vindicado en propiedad esta palabra para sí, de tal modo que
ya no se diga propiamente cogitari de lo que se recoge (colligitur), esto es, de
lo que se junta (cogitur) en un lugar cualquiera, sino en el alma.
CAPITULO XII
19. También contiene la
memoria las razones y leyes infinitas de los números y dimensiones, ninguna de
las cuales ha sido impresa en ella por los sentidos del cuerpo, por no ser
coloradas, ni tener sonido ni olor, ni haber sido gustadas ni tocadas. Oí los
sonidos de las palabras con que fueron significadas cuando se disputaba de
ellas; pero una cosa son aquéllos, otra muy distinta éstas. Porque aquéllos
suenan de un modo en griego y de otro modo en latín; mas éstas ni son griegas,
ni latinas, ni de ninguna otra lengua.
He visto líneas trazadas por
arquitectos tan sumamente tenues como un hilo de araña. Mas aquéllas {las
matemáticas} son distintas de éstas, pues no son imágenes de las que me entran
por los ojos de la carne, y sólo las conoce quien interiormente las reconoce sin
mediación de pensamiento alguno corpóreo. También he percibido por todos los
sentidos del cuerpo los números que numeramos; pero otros muy diferentes son
aquellos con que numeramos, los cuales no son imágenes de éstos, poseyendo por
lo mismo un ser mucho más excelente.
Ríase de mí, al decir estas
cosas, quien no las vea, que yo tendré compasión de quien se ría de mí.
CAPITULO XIII
20. Todas estas cosas
téngolas yo en la memoria, como tengo en la memoria el modo como las aprendí.
También tengo en ella muchas objeciones que he oído aducir falsísimamente en las
disputas contra ellas, las cuales, aunque falsas, no es falso, sin embargo, el
haberlas recordado y haber hecho distinción entre aquéllas, verdaderas, y éstas,
falsas, aducidas en contra. También retengo esto en la memoria, y veo que una
cosa es la distinción que yo hago al presente y otra el recordar haber hecho
muchas veces tal distinción, tantas cuantas pensé en ellas. En efecto, yo
recuerdo haber entendido esto muchas veces, y lo que ahora discierno y entiendo
lo deposito también en la memoria, para que después recuerde haberlo entendido
al presente. Finalmente, me acuerdo de haberme acordado; como después, si
recordare lo que ahora he podido recordar, ciertamente lo recordaré por virtud
de la memoria.
CAPITULO XIV
21. Igualmente se hallan las
afecciones de mi alma en la memoria, no del modo como están en el alma cuando
las padece, sino de otro muy distinto, como se tiene la virtud de la memoria
respecto de sí. Porque, no estando alegre, recuerdo haberme alegrado; y no
estando triste, recuerdo mi tristeza pasada; y no temiendo nada, recuerdo haber
temido alguna vez; y no codiciando nada, haber codiciado en otro tiempo. Y al
contrario, otras veces, estando alegre, me acuerdo de mi tristeza pasada, y
estando triste, de la alegría que tuve. Lo cual no es de admirar respecto del
cuerpo, porque una cosa es el alma y otra el cuerpo; y así no es maravilla que,
estando yo gozando en el alma, me acuerde del pasado dolor del cuerpo.
Pero aquí, siendo la memoria
parte del alma -pues cuando mandamos retener algo de memoria, decimos: "Mira que
lo tengas en el alma", y cuando nos olvidamos de algo, decimos: "No estuvo en mi
alma" y "Se me fue del alma", denominando alma a la memoria misma-, siendo esto
así, digo, ¿en qué consiste que, cuando recuerdo alegre mi pasada tristeza, mi
alma siente alegría y mi memoria tristeza, estando mi alma alegre por la alegría
que hay en ella, sin que esté triste la memoria por la tristeza que hay en ella?
¿Por ventura no pertenece al alma? ¿Quién osará decirlo? ¿Es acaso la memoria
como el vientre del alma, y la alegría y tristeza como un manjar, dulce o
amargo; y que una vez encomendadas a la memoria son como las cosas transmitidas
al vientre, que pueden ser guardadas allí, mas no gustadas? Ridículo sería
asemejar estas cosas con aquéllas; sin embargo, no son del todo desemejantes.
22. Mas he aquí que, cuando
digo que son cuatro las perturbaciones de alma: deseo, alegría, miedo y
tristeza, de la memoria lo saco; y cuanto sobre ellas pudiera disputar,
dividiendo cada una en particular en las especies de sus géneros respectivos y
definiéndolas, allí hallo lo que he de decir y de allí lo saco, sin que cuando
las conmemoro recordándolas sea perturbado con ninguna de dichas perturbaciones;
y ciertamente, allí estaban antes que yo las recordase y volviese sobre ellas;
por eso pudieron ser tomadas de allí mediante el recuerdo. ¿Quizá, pues, son
sacadas de la memoria estas cosas recordándolas, como del vientre el manjar
rumiando? Mas entonces, ¿por qué no se siente en la boca del pensamiento del que
disputa, esto es, de quien las recuerda, la dulzura de la alegría o la amargura
de la tristeza? ¿Acaso es porque la comparación que hemos puesto, no semejante
en todo, es precisamente desemejante en esto? Porque ¿quién querría hablar de
tales cosas si cuantas veces nombramos el miedo o la tristeza nos viésemos
obligados a padecer tristeza o temor?
Y, sin embargo, ciertamente
no podríamos nombrar estas cosas si no hallásemos en nuestra memoria no sólo los
sonidos de los nombres según las imágenes impresas en ella por los sentidos del
cuerpo, sino también las nociones de las cosas mismas, las cuales no hemos
recibido por ninguna puerta de la carne, sino que la misma alma, sintiéndolas
por la experiencia de sus pasiones, las encomendó a la memoria, o bien ésta
misma, sin haberle sido encomendadas, las retuvo para sí.
CAPITULO XV
23. Mas, si es por medio de
imágenes o no, ¿quién lo podrá fácilmente decir?
En efecto: nombro la piedra,
nombro el sol, y no estando estas cosas presentes a mis sentidos, están
ciertamente presentes en mi memoria sus imágenes.
Nombro el dolor del cuerpo,
que no se halla presente en mí, porque no me duele nada, y, sin embargo, si su
imagen no estuviera en mi memoria, no sabría lo que decía, ni en las disputas
sabría distinguirle del deleite.
Nombro la salud del cuerpo,
estando sano de cuerpo: en este caso tengo presente la cosa misma; sin embargo,
si su imagen no estuviese en mi memoria, de ningún modo recordaría lo que quiere
significar el sonido de este nombre; ni los enfermos, nombrada la salud,
entenderían qué era lo que se les decía, si no tuviesen en la memoria su imagen,
aunque la realidad de ella esté lejos de sus cuerpos.
Nombro los números con que
contamos, y he aquí que ya están en mi memoria, no sus imágenes, sino ellos
mismos. Nombro la imagen del sol, y preséntase ésta en mi memoria, mas lo que
recuerdo no es una imagen de su imagen, sino esta misma, la cual se me presenta
cuando la recuerdo.
Nombro la memoria y conozco
lo que nombro; pero ¿dónde lo conozco, si no es en la memoria misma? ¿Acaso
también ella está presente a sí misma por medio de su imagen y no por sí misma?
CAPITULO XVI
24. ¿Y qué cuando nombro el
olvido y al mismo tiempo conozco lo que nombro? ¿De dónde podría conocerlo yo si
no lo recordase? No hablo del sonido de esta palabra, sino de la cosa que
significa, la cual, si la hubiese olvidado, no podría saber el valor de tal
sonido. Cuando, pues, me acuerdo de la memoria, la misma memoria es la que se me
presenta y a sí por sí misma; mas cuando recuerdo el olvido, preséntanseme la
memoria y el olvido: la memoria con que me acuerdo y el olvido de que me
acuerdo.
Pero ¿qué es el olvido sino
privación de memoria? Pues ¿cómo está presente en la memoria para acordarme de
él, siendo así que estando presente no puedo recordarle? Mas si, es cierto que
lo que recordamos lo retenemos en la memoria, y que, si no recordásemos el
olvido, de ningún modo podríamos, al oír su nombre, saber lo que por él se
significa, síguese que la memoria retiene el olvido. Luego está presente para
que no olvidemos la cosa que olvidamos cuando se presenta. ¿Deduciremos de esto
que cuando lo recordamos no está presente en la memoria por sí mismo, sino por
su imagen, puesto que, si estuviese presente por sí mismo, el olvido no haría
que nos acordásemos, sino que nos olvidásemos? Mas al fin, ¿quién podrá indagar
esto? ¿Quién comprenderá su modo de ser?
25. Ciertamente, Señor,
trabajo en ello y trabajo en mí mismo, y me he hecho a mí mismo tierra de
dificultad y de excesivo sudor. Porque no exploramos ahora las regiones del
cielo, ni medimos las distancias de los astros, ni buscamos los cimientos de la
tierra; soy yo el que recuerdo, yo el alma. No es gran maravilla si digo que
está lejos de mí cuanto no soy yo; en cambio, ¿qué cosa más cerca de mí que yo
mismo? Con todo, he aquí que, no siendo este "mí" cosa distinta de mi memoria,
no comprendo la fuerza de ésta.
Pues ¿qué diré, cuando de
cierto estoy que yo recuerdo el olvido? ¿Diré acaso que no está en mi memoria lo
que recuerdo? ¿O tal vez habré de decir que el olvido está en mi memoria para
que no me olvide? Ambas cosas son absurdísimas. ¿Qué decir de lo tercero? Mas
¿con qué fundamento podré decir que mi memoria retiene las imágenes del olvido,
no el mismo olvido, cuando lo recuerda? ¿Con qué fundamento, repito, podré decir
esto, siendo así que cuando se imprime la imagen de alguna cosa en la memoria es
necesario que primeramente esté presente la misma cosa, para que con ella pueda
grabarse su imagen? Porque así es como me acuerdo de Cartago y así de todos los
demás lugares en que he estado; así del rostro de los hombres que he visto y de
las noticias de los demás sentidos; así de la salud o dolor del cuerpo mismo;
las cuales cosas, cuando estaban presentes, tomó de ellas sus imágenes la
memoria, para que, mirándolas yo presentes, las repasase en mi alma cuando me
acordase de dichas cosas estando ausentes.
Ahora bien, si el olvido
está en la memoria en imagen no por sí mismo, es evidente que tuvo que estar
éste presente para que fuese abstraída su imagen. Mas cuando estaba presente,
¿cómo esculpía en la memoria su imagen, siendo así que el olvido borra con su
presencia lo, ya delineado? Y, sin embargo, de cualquier modo que ello sea
-aunque este modo sea incomprensible e inefable-, yo estoy cierto que recuerdo
el olvido mismo con que se sepulta lo que recordamos.
CAPITULO XVII
26. Grande es la virtud de
la memoria y algo que me causa horror, Dios mío: multiplicidad infinita y
profunda. Y esto es el alma y esto soy yo mismo. ¿Qué soy, pues, Dios mío? ¿Qué
naturaleza soy? Vida varia y multiforme y sobremanera inmensa. Vedme aquí en los
campos y antros e innumerables cavernas de mi memoria, llenas innumerablemente
de géneros innumerables de cosas, ya por sus imágenes, como las de todos los
cuerpos; ya por presencia, como las de las artes; ya por no sé qué nociones o
notaciones, como las de los afectos del alma, las cuales, aunque el alma no las
padezca, las tiene la memoria, por estar en el alma cuanto está en la memoria.
Por todas estas cosas discurro y vuelo de aquí para allá y penetro cuando puedo,
sin que dé con el fin en ninguna parte. ¡Tanta es la virtud de la memoria, tanta
es la virtud de la vida en un hombre que vive mortalmente!
¿Qué haré, pues, oh tú, vida
mía verdadera, Dios mío? ¿Traspasaré también esta virtud mía que se llama
memoria? ¿La traspasaré para llegar a ti, luz dulcísima? ¿Qué dices? He aquí que
ascendiendo por el alma hacia ti, que estás encima de mí, traspasaré también
esta facultad mía que se llama memoria, queriendo tocarte por donde puedes ser
tocado y adherirme a ti por donde puedes ser adherido. Porque también las
bestias y las aves tienen memoria, puesto que de otro modo no volverían a sus
madrigueras y nidos, ni harían otras muchas cosas a las que se acostumbran, pues
ni aun acostumbrarse pudieran a ninguna si no fuera por la memoria. Traspasaré,
pues, aun la memoria para llegar a aquel que me separó de los cuadrúpedos y me
hizo más sabio que las aves del cielo; traspasaré, sí, la memoria. Pero ¿dónde
te hallaré, ¡oh, tú, verdaderamente bueno y suavidad segura!, dónde te hallaré?
Porque si te hallo fuera de mi memoria, olvidado me he de ti, y si no me acuerdo
de ti, ¿cómo ya te podré hallar?
CAPITULO XVIII
27. Perdió la mujer la
dracma y la buscó con la linterna; mas si no la hubiese recordado, no la hallara
tampoco; porque si no se acordara de ella, ¿cómo podría saber, al hallarla,
que era la misma?
Yo recuerdo también haber
buscado y hallado muchas cosas perdidas; y sé esto porque cuando buscaba alguna
de ellas y se me decía: "¿Es por fortuna esto?", "¿Es acaso aquello?", siempre
decía que "no", hasta que se me ofrecía la que buscaba, de la cual, si yo no me
acordara, fuese la que fuese, aunque se me ofreciera, no la hallara, porque no
la reconociera. Y siempre que perdemos y hallamos algo sucede lo mismo.
Sin embargo, si alguna cosa
desaparece de la vista por casualidad -no de la memoria-, como sucede con un
cuerpo cualquiera visible, consérvase interiormente su imagen y se busca aquél
hasta que es devuelto a la vista; el cual, al ser hallado, es reconocido por la
imagen que llevamos dentro. Ni decimos haber hallado lo que había perecido si no
lo reconocemos, ni lo podemos reconocer si no lo recordamos; pero esto, aunque
ciertamente había perecido para los ojos, mas era retenido en la memoria.
CAPITULO XIX
28. ¿Y qué cuando es la
misma memoria la que pierde algo, como sucede cuando olvidamos alguna cosa y la
buscamos para recordarla? ¿Dónde al fin la buscamos sino en la misma memoria? Y
si por casualidad aquí se ofrece una cosa por otra, la rechazamos hasta que se
presenta lo que buscamos. Y cuando se presenta decimos: "Esto es"; lo cual no
dijéramos si no la reconociéramos, ni la reconoceríamos si no la recordásemos.
Ciertamente, pues, la habíamos olvidado. ¿Acaso era que no había desaparecido
del todo, y por la parte que era retenida buscaba la otra parte? Porque sentíase
la memoria no revolver conjuntamente las cosas que antes conjuntamente solía, y
como cojeando por la truncada costumbre, pedía que se le volviese lo que la
faltaba: algo así como cuando vemos o pensamos en un hombre conocido, y,
olvidados de su nombre, nos ponemos a buscarle, a quien no le aplicamos
cualquier otro distinto que se nos ofrezca, porque no tenemos costumbre de
pensarle con él, por lo que los rechazamos todos hasta que se presenta aquel con
que, por ser el acostumbrado y conocido, descansamos plenamente.
Mas éste, ¿de dónde se me
presenta sino de la memoria misma? Porque si alguno nos lo advierte, el
reconocerlo de aquí viene. Porque no lo aceptamos como cosa nueva, sino que,
recordándolo, aprobamos ser lo que se nos ha dicho, ya que, si se borrase
plenamente del alma, ni aun advertidos lo recordaríamos.
No se puede, pues, decir que
nos olvidamos totalmente, puesto que nos acordamos al menos de habernos olvidado
y de ningún modo podríamos buscar lo perdido que absolutamente hemos olvidado.
CAPITULO XX
29. ¿Y a ti, Señor, de qué
modo te puedo buscar? Porque cuando te busco a ti, Dios mío, la vida
bienaventurada busco. Búsquete yo para que viva mi alma, porque si mi cuerpo
vive de mi alma, mi alma vive de ti. ¿Cómo, pues, busco la vida bienaventurada
-porque no la poseeré hasta que diga "Basta" allí donde conviene que lo diga-,
cómo la busco, pues? ¿Acaso por medio de la reminiscencia, como si la hubiera
olvidado, pero conservado el recuerdo del olvido? ¿O tal vez por el deseo de
saber una cosa ignorada, sea por no haberla conocido, sea por haberla olvidado
hasta el punto de olvidarme de haberme olvidado?
¿Pero acaso río es la vida
bienaventurada la que todos apetecen, sin que haya ninguno que no la desee? Pues
¿dónde la conocieron para así quererla? ¿Dónde la vieron para amarla?
Ciertamente que tenemos su imagen no sé de qué modo. Mas es diverso el modo de
serlo el que es feliz por poseer realmente aquélla y los que son felices en
esperanza. Sin duda que éstos la poseen de modo inferior a aquellos que son
felices en realidad; con todo, son mejores que aquellos otros que ni en realidad
ni en esperanza son felices; los cuales, sin embargo, no desearan tanto ser
felices si no la poseyeran de algún modo; y que lo desean es certísimo. Yo no sé
cómo lo han conocido y, consiguientemente, ignoro en qué noción la poseen, sobre
la cual deseo ardientemente saber si reside en la memoria; porque si está en
ésta, ya fuimos en algún tiempo felices: ahora, si todos individualmente o en
aquel hombre que primero pecó, y en el cual todos morimos y de quien todos hemos
nacido con miseria, no me preocupa por el momento, sino lo que me interesa saber
es si la vida bienaventurada está en la memoria; porque ciertamente que no la
amaríamos si no la conociéramos. Oímos este nombre y todos confesamos que
apetecemos la cosa misma; porque no es el sonido lo que nos deleita, ya que
éste, cuando lo oye en latín un griego, no le causa ningún deleite, por ignorar
su significado; en cambio, nos lo causa a nosotros -como se lo causaría también
a aquél si se la nombrasen en griego-, porque la cosa misma ni es griega ni
latina, y ésta es la que desean poseer griegos y latinos, y los hombres de todas
las lenguas.
Luego es de todos conocida
aquélla; y si pudiesen ser interrogados "si querían ser felices", todos a una
responderían sin vacilaciones que querían serlo. Lo cual no podría ser si la
cosa misma, cuyo nombre es éste, no estuviese en su memoria.
CAPITULO XXI
30. ¿Acaso está así como
recuerda a Cartago quien la ha visto? No; porque la vida bienaventurada no se ve
con los ojos, porque no es cuerpo. ¿Acaso como recordamos los números? No;
porque el que tiene noticia de éstos no desea ya alcanzarlos; en cambio, la vida
bienaventurada, aunque la tenemos en conocimiento y por eso la amamos, con todo,
la deseamos alcanzar, a fin de ser felices.
¿Tal vez como recordamos la
elocuencia? Tampoco; porque aunque al oír este nombre se acuerdan de su realidad
aquellos que aún no son elocuentes -y son muchos los que desean serlo, por donde
se ve que tienen noticia de ella-, sin embargo, esta noticia les ha venido por
los sentidos del cuerpo, viendo a otros elocuentes, y deleitándose con ellos, y
deseando ser como ellos, aunque ciertamente no se deleitaran si no fuera por la
noticia interior que tienen de ella, ni desearan esto si no se hubiesen
deleitado; y la vida bienaventurada no la hemos experimentado en otros por
ningún sentido.
¿Será por ventura como
cuando recordamos el gozo? Tal vez sea así. Porque así como estando triste
recuerdo mi gozo pasado, así siendo miserable recuerdo la vida bienaventurada;
por otra parte, por ningún sentido del cuerpo he visto, ni oído, ni olfateado,
ni gustado, ni tocado jamás el gozo, sino que lo he experimentado en mi alma
cuando he estado alegre, y se adhirió su noticia a mi memoria para que pudiera
recordarle, unas veces con desprecio, otras con deseo, según los diferentes
objetos del mismo de que recuerdo haberme gozado.
Porque también me sentí en
algún tiempo inundado de gozo de cosas torpes, recordando el cual ahora lo
detesto y execro, así como otras veces de cosas honestas y buenas, el cual lo
recuerdo deseándolo; aunque tal vez uno y otro estén ausentes, y por eso
recuerde estando triste el pasado gozo.
31. Pues ¿dónde y cuándo he
experimentado yo mi vida bienaventurada, para que la recuerde, la ame y la
desee? Porque no sólo yo, o yo con unos pocos, sino todos absolutamente quieren
ser felices, lo cual no deseáramos con tan cierta voluntad si no tuviéramos de
ella noticia cierta.
Pero ¿en qué consiste que si
se pregunta a dos individuos si quieren ser militares, tal vez uno de ellos
responda que quiere y el otro que no quiere, y, en cambio, si se les pregunta a
ambos si quieren ser felices, uno y otro al punto y sin vacilación alguna
respondan que lo quieren y que no por otro fin que por ser felices quiere el uno
la milicia y el otro no la quiere? ¿No será tal vez porque el uno se goza en una
cosa y el otro en otra? De este modo concuerdan todos en querer ser felices,
como concórdarían, si fuesen preguntados de ello, en querer gozar, gozo al cual
llaman vida bienaventurada. Y así, aunque uno la alcance por un camino y otro
por otro, uno es, sin embargo, el término adonde todos se empeñan por llegar:
gozar. Lo cual, por ser cosa que ninguno puede decir que no ha experimentado,
cuando oye el nombre de "vida bienaventurada", hallándola en la memoria, la
reconoce.
CAPITULO XXII
32. Lejos, Señor, lejos del
corazón de tu siervo, que se confiesa a ti, lejos de mí juzgarme feliz por
cualquier gozo que disfrute. Porque hay gozo que no se da a los impíos, sino a
los que generosamente te sirven, cuyo gozo eres tú mismo. Y la misma vida
bienaventurada no es otra cosa que gozar de ti, para ti y por ti: ésa es y no
otra. Mas los que piensan que es otra, otro es también el gozo que persiguen,
aunque no el verdadero. Sin embargo, su voluntad no se aparta de cierta imagen
de gozo.
CAPITULO XXIII
33. No es, pues, cierto que
todos quieran ser felices, porque los que no quieren gozar de ti, que eres la
única vida feliz, no quieren realmente la vida feliz. ¿O es acaso que todos la
quieren, pero como la carne apetece contra el espíritu y el espíritu contra la
carne para que no hagan lo que quieren, caen sobre lo que pueden y con ello
se contentan, porque aquello que no pueden no lo quieren tanto cuanto es
menester para poderlo?
Porque, si yo
pregunto a
todos si por ventura querrían gozarse más de la verdad que de la
falsedad, tan
no dudarían en decir que querían más de la verdad cuanto no dudan en
decir que
quieren ser felices. La vida feliz es, pues, gozo de la verdad, porque
éste es
gozo de ti, que eres la verdad, ¡oh Dios, luz mía, salud de mi rostro,
Dios mío! Todos desean esta vida feliz; todos quieren esta vida, la sola
feliz; todos
quieren el gozo de la verdad.
Muchos he tratado a quienes
gusta engañar; pero que quieran ser engañados, a ninguno. ¿Dónde conocieron,
pues, esta vida feliz sino allí donde conocieron la verdad? Porque también aman
a ésta por no querer ser engañados, y cuando aman la vida feliz, que no es otra
cosa que gozo de la verdad, ciertamente aman la verdad; mas no la amaran si no
hubiera en su memoria noticia alguna de ella. ¿Por qué, pues, no se gozan de
ella? ¿Por qué no son felices? Porque se ocupan más intensamente en otras cosas
que les hacen más bien miserables que felices con aquello que débilmente
recuerdan.
Pues todavía hay un poco de
luz en los hombres: caminen, caminen; no se les echen encima las tinieblas.
34. Pero ¿por qué "la verdad
pare el odio" y se les hace enemigo tu hombre, que les predica la verdad,
amando como aman la vida feliz, que no es otra cosa que gozo de la verdad? No
por otra cosa sino porque de tal modo se ama la verdad, que quienes aman otra
cosa que ella quisieran que esto que aman fuese la verdad. Y como no quieren ser
engañados, tampoco quieren ser convictos de error; y así, odian la verdad por
causa de aquello mismo que aman en jugar de la verdad. Amanla cuando brilla,
ódianla cuando les reprende; y porque no quieren ser engañados y gustan de
engañar, ámanla cuando se descubre a sí y ódianla cuando les descubre a ellos.
Pero ella les dará su merecido, descubriéndolos contra su voluntad; ellos, que
no quieren ser descubiertos por ella, sin que a su vez ésta se les manifieste.
Así, así, aun así el alma
humana, aun así ciega y lánguida, torpe e indecente, quiere estar oculta, no
obstante que no quiera que se le oculte nada. Mas lo que le sucederá es que ella
quedará descubierta ante la verdad sin que ésta se descubra a ella. Pero aun
así, miserable como es, quiere más gozarse con las cosas verdaderas que en las
falsas.
Bienaventurado será, pues,
si libre de toda molestia se alegrase de sola la verdad, por quien son
verdaderas todas las cosas.
CAPITULO XXIV
35. Ved aquí cuánto me he
extendido por mi memoria buscándote a ti, Señor; y no te hallé fuera de ella.
Porque, desde que te conocí no he hallado nada de ti de que no me haya acordado;
pues desde que te conocí no me he olvidado de ti. Porque allí donde hallé la
verdad, allí hallé a mi Dios, la misma verdad, la cual no he olvidado desde que
la aprendí. Así, pues, desde que te conocí, permaneces en mi memoria y aquí te
hallo cuando me acuerdo de ti y me deleito en ti. Estas son las santas delicias
mías que tú me donaste por tu misericordia, poniendo los ojos en mi pobreza.
CAPITULO XXV
36. Pero ¿en dónde
permaneces en mi memoria, Señor; en dónde permaneces en ella? ¿Qué habitáculo te
has construido para ti en ella? ¿Qué santuario te has edificado? Tú has otorgado
a mi memoria este honor de permanecer en ella; mas en qué parte de ella
permaneces es de lo que ahora voy a tratar.
Porque cuando te recordaba,
por no hallarte entre las imágenes de las cosas corpóreas, traspasé aquellas sus
partes que tienen también las bestias, y llegué a aquellas otras partes suyas en
donde tengo depositadas las afecciones del alma, que tiene en mi memoria -porque
también el alma se acuerda de sí misma-, y ni aun aquí estabas tú; porque así
como no eres imagen corporal ni afección vital, como es la que se siente cuando
nos alegramos, entristecemos, deseamos, tememos, recordamos, olvidamos y demás
cosas por el estilo, así tampoco eres alma, porque tú eres el Señor Dios del
alma, y todas estas cosas se mudan, mientras que tú permaneces inconmutable
sobre todas las cosas, habiéndote dignado habitar en mi memoria desde que te
conocí.
Mas ¿por qué busco el lugar
de ella en que habitas, como si hubiera lugares allí? Ciertamente habitas en
ella, porque me acuerdo de ti desde que te conocí, y en ella te hallo cuando te
recuerdo.
CAPITULO XXVI
37. Pues ¿dónde te hallé
para conocerte -porque ciertamente no estabas en mi memoria antes que te
conociese-, dónde te hallé, pues, para conocerte, sino en ti sobre mí? No hay
absolutamente lugar, y nos apartamos y nos acercamos, y, no obstante, no hay
absolutamente lugar. ¡Oh Verdad!, tú presides en todas partes a todos los que te
consultan, y a un tiempo respondes a todos los que te consultan, aunque sean
cosas diversas. Claramente tú respondes, pero no todos oyen claramente. Todos te
consultan sobre lo que quieren, mas no todos oyen siempre lo que quieren. Optimo
ministro tuyo es el que no atiende tanto a oír de ti lo que él quisiera cuanto a
querer aquello que de ti oyere.
CAPITULO XXVII
38.¡Tarde te amé, hermosura
tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y
yo fuera, y por fuera te buscaba; y deforme como era, me lanzaba sobre estas
cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, mas yo no lo estaba contigo.
Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían.
Llamaste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y
fugaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de
ti, y siento hambre y sed, me tocaste, y abraséme en tu paz.
CAPITULO XXVIII
39. Cuando yo me adhiriere a
ti con todo mi ser, ya no habrá más dolor ni trabajo para mí, y mi vida será
viva, llena toda de ti . Mas ahora, corno al que tú llenas lo elevas, me soy
carga a mí mismo, porque no estoy lleno de ti.
Contienden mis alegrías,
dignas de ser lloradas, con mis tristezas, dignas de alegría, y no sé de qué
parte está la victoria. Contienden mis tristezas malas con mis gozos buenos, y
no sé de qué parte está la victoria. ¡Ay de mí, Señor! ¡Ten misericordia de mí!
¡Ay de mí!
He aquí que no oculto mis
llagas. Tú eres médico, y yo estoy enfermo; tú eres misericordioso, y yo
miserable. ¿Acaso no es tentación la vida del hombre sobre la tierra? ¿Quién
hay que guste de las molestias y trabajos? Tú mandas tolerarlos, no amarlos.
Nadie ama lo que tolera, aunque ame el tolerarlos. Porque, aunque goce en
tolerarlos, más quisiera, sin embargo, que no hubiese qué tolerar.
En las cosas adversas deseo
las prósperas, en las cosas prósperas temo las adversas. ¿Qué lugar intermedio
hay entre estas cosas en el que la vida humana no sea una tentación?
¡Ay de las prosperidades del
mundo una y otra vez por el temor de la adversidad y la corrupción de la
alegría! ¡Ay de las adversidades del mundo una, dos y tres veces, por el deseo
de la prosperidad y porque es dura la misma adversidad y no falle la paciencia!
¿Acaso no es tentación sin interrupción la vida del hambre sobre la tierra?
CAPITULO XXIX
40. Toda mi esperanza no
estriba sino en tu muy grande misericordia. Da lo que mandas y manda lo que
quieras. Nos mandas que seamos continentes. Y como yo supiese -dice uno- que
ninguno puede ser continente si Dios no se lo da, entendí que también esto mismo
era parte de la sabiduría, conocer de quién es este don.
Por la continencia, en
efecto, somos juntados y reducidos a la unidad, de la que nos habíamos apartado,
derramándonos en muchas cosas. Porque menos te ama quien ama algo contigo y no
lo ama por ti.
¡Oh amor que siempre ardes y
nunca te extingues! Caridad, Dios mío, enciéndeme. ¿Mandas la continencia? Da lo
que mandas y manda lo que quieras.
CAPITULO XXX
41. Ciertamente tu mandas
que me contenga de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de los
ojos y de la ambición del siglo. Mandaste que me abstuviese del concúbito, y
aun respecto del matrimonio mismo aconsejaste algo mejor de lo que concediste. Y
porque tú lo otorgaste se hizo, y aun antes de ser dispensador de tu sacramento.
Pero aun viven en mi
memoria, de la que he hablado mucho, las imágenes de tales cosas, que mi
costumbre fijó en ella, y me salen al encuentro cuando estoy despierto, apenas
ya sin fuerzas; pero en sueños llegan no sólo a la delectación, sino también al
consentimiento y a una acción en todo semejante a la real. Y tanto puede la
ilusión de aquella imagen en mi alma, en mi carne, que estando durmiendo llegan
estas falsas visiones a persuadirme de lo que estando despierto no logran las
cosas verdaderas. ¿Acaso entonces, Señor Dios mío, yo no soy yo? Y, sin embargo,
¡cuánta diferencia hay entre mí mismo y mí mismo en el momento en que paso de la
vigilia al sueño o de éste a aquélla! ¿Dónde está entonces la razón por la que
el despierto resiste a tales sugestiones y, aunque se le introduzcan las mismas
realidades, permanece inconmovible? ¿Acaso se cierra aquélla con los ojos?
¿Acaso se duerme con los sentidos del cuerpo?
Mas ¿de dónde viene que
muchas veces, aun en sueños, resistamos, acordándonos de nuestro propósito, y,
permaneciendo castísimamente en él, no damos ningún asentimiento a tales
sugestiones? Y, sin embargo, hay tanta diferencia, que, cuando sucede al revés,
al despertar volvemos a la paz de la conciencia, y la distancia que hallamos
entre ambos estados nos convence de no haber hecho nosotros aquello que
lamentamos que se ha hecho de algún modo en nosotros.
42. ¿Acaso no es poderosa tu
mano, ¡oh Dios omnipotente!, para sanar todos los languores de mi alma y
extinguir con más abundante gracia hasta los mismos movimientos lascivos de mi
cuerpo? Tú aumentarás, Señor, más y más en mí tus dones, para que mi alma me
siga a mí hacia ti, libre del visco de la concupiscencia, para que no sea
rebelde a sí misma, para que aun en sueños no sólo no perpetre estas torpezas de
corrupción a causa de las imágenes animales hasta el flujo de la carne, sino
para que ni aun siquiera consienta. Porque el que nada tal me deleite o me
deleite tan poquito que pueda ser cohibido a voluntad hasta en el casto afecto
del que duerme, no sólo en esta vida, sino también en esta edad, no es cosa
grande para un ser omnipotente como tú, que puedes otorgarnos más de lo que
pedimos y entendemos.
Qué sea, pues, al presente
en este género de mal, ya te lo he dicho a ti, mi buen Señor, alegrándome con
temblor por lo que me has dado y llorando por lo que aún me falta, esperando que
darás perfección en mí a tus misericordias, hasta lograr paz completa, que
contigo tendrán mi interior y mi exterior "cuando fuere la muerte trocada en
victoria".
CAPITULO XXXI
43. Otra malicia tiene el
día, y ¡ojalá que le bastase! Porque hemos de reparar comiendo y bebiendo las
pérdidas cotidianas del cuerpo, en tanto no destruyas los alimentos y el
vientre, cuando dieres muerte a la necesidad con una maravillosa saciedad y
vistieres a este cuerpo corruptible de eterna incorrupción.
Mas ahora me es grata la
necesidad y tengo que luchar contra esta dulzura para no ser esclavo de ella, y
la combato todos los días con muchos ayunos, reduciendo a servidumbre a mi
cuerpo; más mis molestias se ven arrojadas por el placer. Porque el hambre y
la sed son molestias, queman y, como la fiebre, dan muerte si el remedio de los
alimentos no viene en su ayuda; y como éste está pronto, gracias al consuelo de
tus dones, entre los cuales están la tierra, el agua y el cielo, que haces
sirvan a nuestra flaqueza, llámase delicias a semejante calamidad.
44. Tú me enseñaste esto:
que me acerque a los alimentos que he de tomar como si fueran medicamentos. Mas
he aquí que cuando paso de la molestia de la necesidad al descanso de la
saciedad, en el mismo paso me tiende insidias el lazo de la concupiscencia,
porque el mismo paso es ya un deleite, y no hay otro paso por donde pasar que
aquel por donde nos obliga a pasar la necesidad. Y siendo la salud la causa del
comer y beber, júntasele como pedisecua una peligrosa delectación, y muchas
veces pretende ir delante para que se haga por ella lo que por causa de la salud
digo o quiero hacer.
Ni es el mismo el modo de
ser de ambas cosas, porque lo que es bastante para la salud es poco para la
delectación, y muchas veces no se sabe si el necesario cuidado del cuerpo es el
que pide dicho socorro o es el deleitoso engaño del apetito quien solicita se le
sirva. Ante esta incertidumbre alégrase la infeliz alma y con ella prepara la
defensa de su excusa, gozándose de que no aparezca qué es lo que basta para la
conservación de la buena salud, a fin de encubrir con pretexto de ésta la
satisfacción de deleite. A tales tentaciones procuro resistir todos los días e
invoco tu diestra y te confieso mis perplejidades, porque mi parecer sobre este
asunto no es aún suficientemente sólido.
45. Oigo la voz de mi Dios,
que manda: No se agraven vuestros corazones en la crápula y embriaguez. La
embriaguez está lejos de mí; tú tendrás misericordia para que no se acerque a
mí. Mas la crápula llega algunas veces a deslizarse en tu siervo. Tú tendrás
misericordia a fin de que se aleje también de mí; porque nadie puede ser
continente si tú; no se lo dieres.
Muchas cosas nos concedes
cuando oramos; mas cuanto de bueno hemos recibido antes de que orásemos, de ti
lo recibimos, y el que después lo hayamos conocido, de ti lo recibimos también.
Yo nunca fui borracho, pero he conocido a muchos borrachos hechos sobrios por
ti. Luego obra tuya es que no sean borrachos los que nunca lo fueron; obra tuya
que no lo fuesen siempre los que lo fueron alguna vez, y obra tuya, finalmente,
que unos y otros conozcan a quién deben atribuirlo.
Oí otra voz tuya: No vayas
tras tus concupiscencias y reprime tu deleite. También oí por tu gracia
aquella que tanto amé: Ni porque comamos tendremos de sobra ni porque no comamos
tendremos falta; que es como decir: Ni aquella cosa me hará rico ni ésta
necesitado.
También oí esta otra: Porque
yo he aprendido a bastarme con lo que tengo, y sé lo que es abundar y lo que
padecer penuria, Todo lo puedo en aquel que me conforta. ¡He aquí un soldado de
las milicias celestiales, no el polvo que somos nosotros! Pero acuérdate, Señor,
de que somos polvo y que de polvo hiciste al hombre, y que, habiendo perecido,
fue hallado.
Ni aun aquel a quien,
diciendo tales cosas bajo el soplo de tu divina inspiración, amé en extremo pudo
algo por sí, porque era también polvo. Todo lo puedo -dice- en aquel que me
conforta. Confórtame, pues, para que pueda; da lo que mandas y manda lo que
quieras. Confiesa éste haberlo recibido todo, y de lo que se gloría se gloría en
el Señor.
Oí a otro que rogaba: Aleja
de mí -dice- la concupiscencia del vientre. Por todo lo cual se ve, ¡oh mi
Santo Dios!, que eres tú quien das que se haga lo que, cuando mandas que se
haga, se hace.
46. Tú me enseñaste, Padre
bueno, que para los puros todas las cosas son puras; pero que es malo para el
hombre comer con escándalo; y que toda criatura tuya es buena y que nada se
ha de arrojar de lo que se recibe con acción de gracias; y que no es la comida
la que nos recomienda a Dios; y que nadie nos debe juzgar por la comida o
bebida; y que el que coma no desprecie al que no coma, y el que no come no
desprecie al que come. Estas cosas he aprendido. ¡Gracias a ti, alabanzas a
ti, Dios mío, maestro mío, pulsador de mis oídos, ilustrador de mi corazón!
Líbrame de toda tentación. No temo yo la inmundicia de la comida, sino la
inmundicia de la concupiscencia.
Sé que a Noé le fue
permitido comer de toda clase de carnes que pueden usarse, y que Elías comió
carne, y que Juan, dotado de una admirable abstinencia, no se manchó con los
animales, esto es, con las langostas que le servían de comida. Y, al contrario,
sé que Esaú fue engañado por el apetito de unas lentejuelas, y David por haber
deseado sólo agua se reprendió a sí mismo; y que nuestro Rey no fue tentado con
carne, sino con pan; y que asimismo el pueblo [israelítico] mereció, estando en
el desierto, que Dios le reprendiese, no por haber deseado carne, sino por haber
murmurado contra el Señor por el deseo de manjar.
47. Colocado en tales
tentaciones, combato todos los días contra la concupiscencia del comer y beber,
porque no es esto cosa que se pueda cortar de una vez, con ánimo de no volver a
ello, como lo pude hacer con el concúbito. Porque en el comer y beber hay que
tener el freno de la garganta con un tira y afloja moderado. ¿Y quién es, Señor,
el que no es arrastrado un poco más allá de los límites de la necesidad?
Quienquiera que no lo es, grande es, magnifique tu nombre. Yo ciertamente no lo
soy, porque soy hombre pecador; mas también magnifico tu nombre, porque por mis
pecarlos interpela ante ti aquel que venció al mundo, contándome entre los
miembros débiles de su cuerpo, y porque tus ojos vieron lo imperfecto de él, y
en tu libro serán todos escritos.
CAPITULO XXXII
48. Del encanto de los
perfumes no cuido demasiado. Cuando no los tengo, no los busco; cuando los
tengo, no los rechazo, dispuesto a carecer de ellos siempre. Así me parece al
menos, aunque tal vez me engañe. Porque también son dignas de llorarse estas
tinieblas en que a veces se me oculta el poder que hay en mí, hasta el punto
que, si mi alma se interroga a sí misma sobre sus fuerzas, no se da crédito
fácilmente a sí, porque muchas veces le es oculto lo que hay en ella, hasta que
se lo da a conocer la experiencia; y nadie debe estar seguro en esta vida, que
toda ella está llena de tentaciones, no sea que como pudo uno hacerse de peor
mejor, se haga a su vez de mejor peor. Nuestra única esperanza, nuestra única
confianza, nuestra firme promesa, es tu misericordia.
CAPITULO XXXIII
49. Más tenazmente me
enredaron y subyugaron los deleites del oído; pero me desataste y libraste.
Ahora, respecto de los
sonidos que están animados por tus palabras, cuando se cantan con voz suave y
artificiosa, lo confieso, accedo un poco, no ciertamente para adherirme a ellos,
sino para levantarme cuando quiera. Sin embargo, juntamente con las sentencias,
que les dan vida y que hacen que yo les dé entrada, buscan en mi corazón un
lugar preferente; mas yo apenas si se lo doy conveniente.
Otras veces, al contrario,
me parece que les doy más honor del que conviene, cuando siento que nuestras
almas se mueven más ardiente y religiosamente en llamas de piedad con aquellos
dichos santos, cuando son cantados de ese modo, que si no se cantaran así, y que
todos los afectos de nuestro espíritu, en su diversidad, tienen en el canto y en
la voz sus modos propios, con los cuales no sé por qué oculta familiaridad son
excitados
Pero aun en esto me engaña
muchas veces la delectación sensual -a la que no debiera entregarse el alma para
enervarse-, cuando el sentido no se resigna a acompañar a la razón de modo que
vaya detrás, sino que, por el hecho de haber sido por su amor admitido, pretende
ir delante y tomar la dirección de ella. Así, peco en esto sin darme cuenta,
hasta que luego me la doy.
50. Otras veces, empero,
queriendo inmoderadamente evitar este engaño, yerro por demasiada severidad; y
tanto algunas veces, que quisiera apartar de mis oídos y de la misma iglesia
toda melodía de los cánticos suaves con que se suele cantar el Salterio de
David, pareciéndome más seguro lo que recuerdo haber oído decir muchas veces del
obispo de Alejandría, Atanasio, quien hacía que el lector cantase los salmos con
tan débil inflexión de voz que pareciese más recitarlos que cantarlos.
Con todo, cuando recuerdo
las lágrimas que derramé con los 'cánticos de la iglesia en los comienzos de mi
conversión, y lo que ahora me conmuevo, no con el canto, sino con las cosas que
se cantan, cuando se cantan con voz clara y una modulación convenientísima,
reconozco de nuevo la gran utilidad de esta costumbre.
Así fluctúo entre el peligro
del deleite y la experiencia del provecho, aunque me inclino más -sin dar en
esto sentencia irrevocable- a aprobar la costumbre de cantar en la iglesia, a
fin de que el espíritu flaco se despierte a piedad con el deleite del oído. Sin
embargo, cuando me siento más movido por el canto que por lo que se canta,
confieso que peco en ello y merezco castigo, y entonces quisiera más no oír
cantar.
¡He aquí en qué estado me
hallo! Llorad conmigo y por mí los que en vuestro interior, de donde proceden
las obras, tratáis con vosotros mismos algo bueno. Porque los que no tratáis de
tales cosas no os habrán de mover estas mías. Y tú, Señor Dios mío, escucha,
mira y ve, y compadécete y sáname; tú, en cuyos ojos estoy hecho un enigma, y
ésa es mi enfermedad.
CAPITULO XXXIV
51. Resta el deleite de
estos ojos de mi carne, del cual quiero hacer confesión, que ¡ojalá oigan los
oídos de tu templo, los oídos fraternos y piadosos, para que concluyamos con las
tentaciones de la concupiscencia carnal, que todavía me incitan, a mí, que gimo
y no deseo sino ser revestido de mi habitáculo, que, es del cielo!
Aman los ojos las formas
bellas y variadas, los claros y amenos colores. No posean estas cosas mi alma;
poséala Dios, que hizo estas cosas, muy buenas ciertamente; porque mi bien es
él, no éstas. Y tiéntanme despierto todos los días, ni me dan momento de reposo,
como lo dan las voces de los cantores, que a veces quedan todas en silencio.
Porque la misma reina de los colores, esta luz, bañando todas las cosas que
vemos, en cualquier parte que me hallare durante el día, me acaricia y se me
insinúa de mil modos, aun estando entretenido en otras cosas y sin fijar en ella
la atención. Y con tal vehemencia se insinúa, que si de repente desaparece es
buscada con deseo, y si falta por mucho tiempo se contrista el alma.
52. ¡Oh luz!, la que veía
Tobías cuando, cerrados sus ojos, enseñaba al hijo el camino de la vida y andaba
delante de él con el pie de la caridad, sin errar jamás. O la que veía Isaac
cuando, entorpecidos y velados por la senectud sus ojos carnales, mereció no
bendecir a sus hijos conociéndoles, sino conocerles bendiciéndoles. O la que
veía Jacob cuando, ciego también por la mucha edad, proyectó los rayos de su
corazón luminoso sobre las generaciones del pueblo futuro, prefigurado en sus
hijos, y cuando puso a sus nietos, los hijos de José, las manos místicamente
cruzadas, no como su padre de ellos exteriormente corregía, sino como él
interiormente discernía. Esta es la verdadera luz, luz única, y que cuantos la
ven y aman se hacen uno.
Pero esta luz corporal de
que antes hablaba, con su atractiva y peligrosa dulzura, sazona la vida del
siglo a sus ciegos amadores; mas cuando aprenden a alabarte por ella, ¡oh Dios
creador de cuanto existe! , la convierten en himno tuyo, sin ser asumidos por
ella en su sueño. Así quiero ser yo.
Resisto a las seducciones de
los ojos, para que no se traben mis pies, con los que me introduzco en tu
camino. Y levanto hacia ti mis ojos invisibles, para que tú libres de lazo a mis
pies. Tú no cesarás de librarlos, porque no cesan de caer en él. Sí, no cesarás
de librarlos, no obstante que yo no cese de caer en las asechanzas esparcidas
por todas partes, porque tú, que guardas a Israel, no dormirás ni dormitarás.
53. ¡Cuán innumerables
cosas, con variadas artes y elaboraciones en vestidos, calzados, vasos y demás
productos por el estilo, en pinturas y otras diversas invenciones que van mucho
más allá de la necesidad y conveniencia y de la significación religiosa que
debían tener, han añadido los hombres a los atractivos de los ojos, siguiendo
fuera lo que ellos hacen dentro, y abandonando dentro al que los ha creado, y
destruyendo aquello que les hizo.
Mas yo, Dios mío y gloria
mía, aun por esto te canto un himno y te ofrezco como a mi santificador el
sacrificio de la alabanza, porque las bellezas que a través del alma pasan a las
manos del artista vienen de aquella hermosura que está sobre las almas, y por la
cual suspira la mía día y noche.
Los obradores y seguidores
de las bellezas exteriores de aquí toman su criterio o modo de aprobarlas, pero
no derivan de allí el modo de usarlas. Y, sin embargo, allí está, aunque no lo
ven, para que no vayan más allá y guarden para ti su fortaleza y no la
disipen en enervantes delicias.
Aun yo mismo, que
digo estas
cosas y las discierno, me enredo a veces en estas hermosuras; pero tú,
Señor, me
librarás; sí, tú me librarás, porque tu misericordia está delante de mis
ojos; pues si yo caigo miserablemente, tú me arrancas
misericordiosamente, unas
veces sin sentirlo, por haber caído muy ligeramente; otras con dolor,
por estar
ya apegado.
CAPITULO XXXV
54. A esto añádase otra
manera de tentación, cien veces más peligrosa. Porque, además de la
concupiscencia de la carne, que radica en la delectación de todos los sentidos y
voluptuosidades, sirviendo a la cual perecen los que se alejan de ti, hay una
vana y curiosa concupiscencia, paliada con el nombre de conocimiento y ciencia,
que radica en el alma a través de los mismos sentidos del cuerpo, y que consiste
no en deleitarse en la carne, sino en experimentar cosas por la carne. La cual
[curiosidad], como radica en el apetito de conocer y los ojos ocupan el primer
puesto entre los sentidos en orden a conocer, es llamada en el lenguaje divino
concupiscencia de los ojos.
A los ojos, en efecto,
pertenece propiamente el ver; pero también usamos de esta palabra en los demás
sentidos cuando los aplicamos a conocer. Porque no decimos: "Oye cómo brilla", o
"huele cómo luce", o "gusta cómo resplandece", o "palpa cómo relumbra", sino que
todas estas cosas se dicen ver. En efecto, nosotros no sólo decimos: "mira cómo
luce" -lo cual pertenece a solos los ojos-, sino también "mira cómo suena",
"mira cómo huele", "mira cómo sabe", "mira qué duro es". Por eso lo que se
experimenta en general por los sentidos es llamado, como queda dicho,
concupiscencia de los ojos, porque todos los demás sentidos usurpan por
semejanza el oficio de ver, que es primario de los ojos, cuando tratan de
conocer algo.
55. Por aquí se advierte muy
claramente cuándo se busca el placer, cuándo la curiosidad por medio de los
sentidos; porque el deleite busca las cosas hermosas, sonoras, suaves, gustosas
y blandas; la curiosidad, en cambio, busca aun cosas contrarias a ésta, no para
sufrir molestias, sino por el placer de experimentar y conocer. Porque ¿qué
deleite hay en contemplar en un cadáver destrozado aquello que te horroriza? Y,
sin embargo, si yace en alguna parte, acuden las gentes para entristecerse y
palidecer. Y aun temen verle en sueños, como si alguien les hubiera obligado
despiertos a verle o les hubiera persuadido a ello la fama de una gran
hermosura. Y esto mismo dígase de los demás sentidos, que sería muy largo
enumerar.
De este deseo insano
proviene el que se exhiban monstruos en los espectáculos; y de aquí también el
deseo de escrutar los secretos de la naturaleza, que está sobre nosotros, y que
no aprovecha nada conocer, y que los hombres no desean más que conocer. De aquí
proviene igualmente el que con el mismo fin de un conocimiento perverso se
busque algo por medio de las artes mágicas. De aquí proviene, finalmente, el que
se tiente a Dios en la misma religión, pidiendo signos y prodigios no para salud
de alguno, sino por el solo deseo de verlos.
56. En esta selva tan
inmensa, llena de insidias y peligros, ya ves, ¡oh Dios de mi salud!, cuántas
cosas he cortado y arrojado de mi corazón, según me concediste hacer. Sin
embargo ¿cuándo me atrevo a decir, mientras nuestra vida cotidiana se ve
aturdida por todas partes con el ruido que en su derredor hace esta multitud de
cosas, cuándo me atrevo a decir que ninguna de estas cosas me llama la atención
para que mire y caiga en algún cuidado vano? Ciertamente que no me arrebatan ya
los teatros, ni cuido de saber el curso de los astros, ni mi alma consultó jamás
a las sombras, y detesto todos los sacrílegos sacramentos.
Pero ¡con cuántos ardides de
sugestiones no trata el enemigo de que te pida un signo a ti, Señor Dios mío, a
quien debo humilde y sencilla servidumbre! Mas yo te suplico por nuestro Rey y
por Jerusalén, nuestra patria pura y casta, que así como ahora está lejos de mi
consentir estas cosas, así esté siempre cada vez más lejos de mí. Pero cuando te
ruego por la salud de alguien, otro muy distinto es el fin de mi intención. Mas
haciendo tú lo que quieres, tú me das y me darás que te siga de buen grado.
57. Pero ¿quién podrá contar
la multitud de cosas menudísimas y despreciables con que es tentada todos los
días nuestra curiosidad y las muchas veces que caemos? ¿Cuántas veces, a los que
narran cosas vanas, al principio apenas si los toleramos, por no ofender a los
débiles, y después poco a poco gustosos les prestamos atención?
Ya no contemplo, cuando se
verifica en el circo, la carrera del perro tras la liebre; pero en el campo,
cuando por casualidad paso por él, todavía atrae mi atención hacia sí aquella
caza y me distrae tal vez hasta de algún gran pensamiento y me hace salir del
camino, no con el jumento que me lleva, sino con la inclinación del corazón; y
si tú, demostrada ya mi flaqueza, no me amonestaras al punto, o a levantarme
hacia ti por medio de alguna consideración tomada de lo mismo que contemplo, o a
despreciarlo todo y pasar adelante, me quedaría, como vano, hecho un bobo.
¿Y qué decir cuando, sentado
en casa, me llama la atención el estelión que anda a caza de moscas o la araña
que envuelve una y más veces a las caídas en sus redes? ¿Acaso porque son
animales pequeños no es el efecto el mismo? Cierto que paso después a alabarte
por ello, Creador admirable y ordenador de todas las cosas; pero cuando empiezo
a fijarme en ellas, realmente no lo hago con este fin. Una cosa es levantarse
presto y otra no caer.
Y de cosas por el estilo
está llena mi vida, por lo que mi única esperanza es tu grandísima misericordia.
Porque cuando nuestro corazón llega a ser un receptáculo de semejantes cosas y
lleva consigo tan gran copia de vanidad, sucede que nuestras oraciones se
interrumpen con frecuencia y se perturban; y mientras en tu presencia dirigimos
a tus oídos la voz del corazón, no sé de dónde procede impetuosamente una turba
de pensamientos vanos que cortan tan grande. cosa.
CAPITULO XXXVI
58. ¿Acaso habremos de
contar también esto entre las cosas despreciables? ¿O hay algo que puede
reducirnos a esperanza, si no es tu conocida misericordia, puesto que has
comenzado a mudarnos? Ante todo, tú sabes en qué medida me has mudado, sanándome
primeramente del apetito de venganza, para serme después propicio en todas las
demás iniquidades mías, y sanar todos mis languores, y redimir mi vida de la
corrupción, y coronarme con misericordia, y saciar de bienes mi deseo, tú que
reprimiste mi soberbia con tu temor y domaste mi cerviz con tu yugo, el cual
llevo ahora y me es suave, porque así lo prometiste y has cumplido. En realidad
así era, y yo no lo sabía, cuando temía someterme a él.
59. Mas ¿por ventura, Señor
-tú, que dominas solo sin altivez, porque eres el único verdadero Señor que no
tiene señor-, por ventura me ha dejado o puede dejarme durante toda esta vida
este tercer género de tentación, que consiste en querer ser temido y -amado de
los hombres no por otra cosa sino por conseguir de ello un gozo que no es gozo?
¡Mísera vida es y fea jactancia
De aquí proviene
principalmente el que no se te ame ni tema castamente, y tú resistas a los
soberbios y des tu gracia a los humildes, y truenes contra las ambiciones del
siglo, y se estremezcan los fundamentos de los montes.
Mas como quiera que por
ciertos oficios de la sociedad humana nos es necesario ser amados y temidos de
los hombres, insiste el adversario de nuestra verdadera felicidad esparciendo en
todas partes como lazos estas palabras: "¡Bien, bien!", para que, mientras las
recogemos con avidez, caigamos incautamente, y dejemos de poner en tu verdad
nuestro gozo y lo pongamos en la falsedad de los hombres, y nos agrade el ser
amados y temidos no por motivo tuyo, sino en tu lugar; y de esta manera, hechos
semejantes a nuestro adversario, nos tenga consigo no para concordia de la
caridad, sino para ser consortes de su suplicio, él que determinó poner su sede
en el aquilón, a fin de que, tenebrosos y fríos, sirviesen al que te imitó por
caminos perversos y torcidos.
Nosotros, empero, Señor,
somos tu grey pequeñita. Tú nos posees. Extiende tus alas para que nos
refugiemos bajo ellas. Tú serás nuestra gloria. Por ti seamos amados y tu
palabra sea temida en nosotros. Quien quiere ser alabado de los hombres
vituperándole tú, no será defendido de los hombres cuando tú le juzgues, ni
asimismo librado cuando tú le condenes. Mas cuando no es el pecador el que es
alabado en los deseos de su alma ni es bendecido el que obra la iniquidad,
sino es alabado un hombre cualquiera por algún don que tú le has dado, y ese tal
se goza más de ser alabado que de tener el mismo don por que es alabado, también
este tal es alabado vituperándole tú; siendo ya mejor el que alaba que este que
es alabado, porque aquél se agradó en el hombre del don de Dios, y éste se
complació más del don del hombre que del de Dios.
CAPITULO XXXVII
60. Diariamente somos
tentados, Señor, con semejantes tentaciones, y somos tentados sin cesar. Nuestro
horno cotidiano es la lengua humana. Tú nos mandas que seamos también en este
orden continentes; da lo que mandas y manda lo que quieras. Tú tienes conocidos
sobre este punto los gemidos de mi corazón dirigidos hacia ti y los ríos de mis
ojos . Porque no puedo fácilmente saber cuánto me he limpiado de esta lepra, y
temo mucho mis delitos ocultos, patentes a tus ojos, pero no a los míos. Porque
en cualquier otro género de tentaciones tengo yo facultad de examinarme a mí
mismo, pero en éste es casi nula. Porque en orden a los deleites de la carne y a
la vana curiosidad de conocer, veo bien cuánto he aprovechada al tener que
refrenar mi alma, cuando carezco de tales cosas por voluntad o por necesidad.
Porque entonces yo mismo me pregunto cuándo me es más o menos molesto carecer de
ellas.
En cuanto a las riquezas,
que son deseadas para servicio de una de estas tres concupiscencias, o de dos de
ellas, o de todas, si el alma no puede percibir si las desprecia poseyéndolas,
puede hacer prueba de sí abandonándolas. Pero, en orden a la alabanza, ¿acaso,
para carecer de ella y así experimentar lo que podemos en este punto, hemos de
vivir mal y tan perdidamente y con tanta crueldad que todo el que nos conozca
nos deteste? ¿Qué mayor locura puede decirse ni pensarse?
Mas si la alabanza suele y
debe ser compañera de la vida buena y de las buenas obras, no debemos abandonar
ni la vida buena ni su compañero la alabanza. Sin embargo, yo ignoro si puedo
llevar con igualdad de ánimo o de mala gana la carencia de alguna cosa, hasta
ver que me falta.
61. Pues ¿qué es, Señor, lo
que te confieso en este género de tentación? ¿Qué, sino que me deleito en las
alabanzas? Más, sin duda alguna, me deleita la verdad que las alabanzas; pero si
me propusiesen qué quería más: ser loco furioso y desatinado en todo y ser
alabado de todos los hombres, o estar cabal y certísimo de la verdad, y ser
vituperado de todos, ya veo lo que elegiría.
Con todo, yo no quisiera que
la aprobación ajena aumentase el gozo de cualquier bien mío. Mas de hecho no
sólo lo aumenta, lo confieso, sino también la vituperación lo disminuye. Y
cuando me siento turbado con esta miseria mía, viéneseme luego una excusa, que
tú sabes, ¡oh Dios!, lo que vale, porque a mí me trae perplejo. Porque
habiéndonos mandado tú no sólo la continencia, esto es, de qué cosas debemos
cohibir el amor, sino también la justicia, esto es, en qué lo debemos poner, y
queriendo no sólo que te amásemos a ti, sino también al prójimo, sucede muchas
veces que parezco deleitarme del provecho o esperanza del prójimo, cuando me
deleito con la alabanza del que ha entendido bien, y a su vez contristarme con
su mal, cuando le oigo vituperar lo bueno que ignora.
Porque también me contristo
algunas veces con las alabanzas, cuando o alaban en mí aquellas cosas en que yo
me desagrado o estiman algunos bienes pequeños y leves míos más de lo que
debieran serlo.
Pero a su vez, ¿de dónde sé
yo si el sentirme así afectado es porque no quiero que disienta de mí, respecto
de mí, el que me alaba, no porque me mueva su utilidad, sino porque los mismos
bienes que veo con agrado en mí me son mas gratos cuando agradan también a
otros? Porque, en cierto modo, no soy yo alabado cuando no es aprobado mi juicio
respecto de mí, puesto que o alaban cosas que a mí me desagradan o alaban más
las que a mí me agradan menos. ¿Luego también en esto ando incierto de mí?
62. He aquí que veo en ti,
¡oh Verdad!, que no debían moverme mis alabanzas por causa de mí, sino por
utilidad del prójimo, y no sé si tal vez es así; pues en este asunto me soy
menos conocido a mí que tú. Yo te suplico, Dios mío, que me des a conocer a mí
mismo, para que pueda confesar a mis hermanos, que han de orar por mí, cuanto
hallare en mí de malo. Me examinaré, pues, nuevamente con más diligencia.
Pero si es la utilidad del
prójimo la que me mueve en mis alabanzas, ¿por qué me muevo menos cuando es
vituperado injustamente un extraño que no cuando lo soy yo? ¿Por qué me hiere
más la contumelia lanzada contra mí que la que en mi presencia se lanza con la
misma iniquidad contra otro? ¿Acaso ignoro también esto? ¿Había de faltar esto
para engañarme a mí mismo y no decir la verdad en tu presencia, ni con el
corazón ni con la lengua?
Aleja, Señor, de mí
semejante locura, para que mi boca no sea para mí el óleo del pecador con que
unja mi cabeza.
CAPITULO XXXVIII
63. Menesteroso y pobre soy, aunque mejor cuando con secreto gemido me desagrado a mí mismo y busco tu
misericordia para que sea reparada mi indigencia y llevada a la perfección de
aquella paz que ignora el ojo del arrogante.
Pero la palabra que sale de
la boca y las obras conocidas de los hombres están expuestas a una tentación
peligrosísima por causa del amor a la alabanza, que encamina los mendigados
votos a una cierta excelencia personal. Tienta, en efecto; y cuando la reprendo
en mí, por el mismo hecho de reprenderla -y muchas veces aun del mismo desprecio
de la vanagloria- se gloría más vanamente; razón por la cual ya no se gloría del
desprecio mismo de la vanagloria, puesto que realmente no desprecia ésta cuando
se gloría de ella.
CAPITULO XXXIX
64. También hay dentro de
nosotros, sí, dentro de nosotros, y en este mismo género de tentación, otro mal,
con el cual se desvanecen los que se complacen a sí mismos de sí, aunque no
agraden, o más bien desagraden, a los demás, ni tengan deseo alguno de
agradarles. Mas estos tales, agradándose a sí mismos, te desagradan mucho a ti,
no sólo teniendo por buenas las cosas que no lo son, sino poseyendo tus bienes
como si fuesen suyos propios; o si tuyos, como debidos a sus méritos; o si como
debidos a tu gracia, no gozándose de ellos socialmente, sino envidiándolos en
otros.
En todos estos peligros y
trabajos y otros semejantes, tú ves el temor de mi corazón y que siento más el
que tengas que sanar continuamente mis heridas que el que no se me inflijan.
CAPITULO XL
65. ¿Dónde tú no caminaste
conmigo, ¡oh Verdad!, enseñándome lo que debo evitar y lo que debo apetecer, al
tiempo de referirte mis puntos de vista interiores, los que pude, y de los que
te pedía consejo? Recorrí el mundo exterior con el sentido, según me fue
posible, y paré mientes en la vida de mi cuerpo que recibe de mí y de mis
sentidos. Después entré en los ocultos senos de mi memoria, múltiples latitudes
llenas de innumerables riquezas por modos maravillosos, los cuales consideré y
quedé espantado, y de todas ellas no pude discernir nada sin ti; mas hallé que
nada de todas estas cosas eras tú. Ni yo mismo, el descubridor, que las recorrí
todas ellas y me esforcé por distinguirlas y valorarlas según su excelencia,
recibiendo unas por medio de los sentidos e interrogándolas, sintiendo otras
mezcladas conmigo, discerniendo y dinumerando los mismos sentidos transmisores,
y dejando aquéllas y sacando las otras; ni yo mismo -digo-, cuando hacía esto, o
más bien la facultad mía con que lo hacía, ni aun esta misma eras tú, porque tú
eras la luz indeficiente a la que yo consultaba sobre todas las cosas: si eran,
qué eran y en cuánto se debían tener; y de ella oía lo que me enseñabas y
ordenabas. Y esto lo hago yo ahora muchas veces, y esto es mi deleite; y siempre
que puedo desentenderme de los quehaceres forzosos, me refugio en este placer.
Mas en ninguna de estas
cosas que recorro, consultándote a ti, hallo lugar seguro para mi alma sino en
ti, en quien se recogen todas mis cosas dispersas, sin que se aparte nada de mí.
Algunas veces me introduces
en un afecto muy inusitado, en una no sé qué dulzura interior, que si se
completase en mí, no sé ya qué será lo que no es esta vida. Pero con el peso de
mis miserias vuelvo a caer en estas cosas terrenas y a ser reabsorbido por las
cosas acostumbradas, quedando cautivo en ellas. Mucho lloro, pero mucho mas soy
detenido por ellas. ¡Tanto es el poder de la costumbre! Aquí puedo estar y no
quiero; allí quiero y no puedo. Infeliz en ambos casos.
CAPITULO XLI
66. Por eso consideré las
enfermedades de mis pecados en su triple concupiscencia e invoqué tu diestra
para mi salud. Porque vi tu esplendor con corazón enfermo, y, repelido, dije:
¿Quién podrá llegar allí? Arrojado he sido de la faz de tus ojos. Tú eres la
verdad que preside sobre todas las cosas. Mas yo, por mi avaricia, no quise
perderte, sino que quise poseer contigo la mentira; del mismo modo que nadie
quiere decir la mentira hasta el punto que ignore lo que es la verdad Y así yo
te perdí, porque no te dignas ser poseído con la mentira.
CAPITULO XLII
67. ¿Quién hallaría yo que
me reconciliase contigo? ¿Debí recurrir a los ángeles? ¿Y con qué preces, con
qué sacramentos? Muchos, esforzándose por volver a ti y no pudiendo por sí
mismos, tentaron, según oigo, este camino y cayeron en deseos de visiones
curiosas y merecieron ser engañados, porque te buscaban con el fasto de la
ciencia, hinchando más bien que hiriendo sus pechos; y atrajeron hacia así, por
la semejanza de su corazón, a las potestades aéreas, conspiradoras y
cómplices de su soberbia, las cuales con sus poderes mágicos les engañaron, por
buscar un mediador que los juzgara, que no era tal, sino un diablo transfigurado
en ángel de luz. El cual atrajo sobremanera a la carne soberbia, por el hecho
mismo de carecer de cuerpo carnal. Eran ellos mortales y pecadores, y tú, Señor,
con quien ellos buscaban soberbiamente reconciliarse, inmortal y sin pecado.
Mas era necesario que el
Mediador entre Dios y los hombres tuviese algo de común con Dios y algo de común
con los hombres, no fuese que, siendo semejante en ambos extremos a los hombres,
estuviese alejado de Dios; o, siendo semejante en ambos extremos a Dios,
estuviese alejado de los hombres, y así no pudiera ser mediador.
Así, pues, aquel mediador
falaz por quien merece, según tus secretos juicios; ser engañada la soberbia,
una cosa tiene de común con los hombres; es a saber, el pecado; y otra que
quiere aparentar tener con Dios, mostrándose inmortal por la razón de no
hallarse revestido de la carne mortal. Pero como el estipendio del pecado es la
muerte, síguese que tiene esto de común con los hombres, por lo que
juntamente con ellos será condenado a muerte.
CAPITULO XLIII
68. Mas el verdadero
Mediador, a quien por tu secreta misericordia revelaste a los humildes y lo
enviaste para que con su ejemplo aprendiesen hasta la misma humildad; aquel
Mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, apareció entre los
pecadores mortales y el Justo Inmortal, mortal con los hombres, justo con Dios,
para que, pues el estipendio de la justicia es la vida y la paz, por medio de la
justicia unida a Dios fuese destruida en los impíos justificados la muerte, que
se dignó tener de común con ellos. Este Mediador fue mostrado a los antiguos
santos para que fuesen salvos por la fe en su pasión futura, como nosotros lo
somos por la fe en la ya pasada. Porque en tanto es Mediador en cuanto Hombre;
pues en cuanto Verbo no puede ser intermediario, por ser igual a Dios, Dios en
Dios y juntamente con él un solo Dios.
69.¡Oh cómo nos amaste,
Padre bueno, que no perdonaste a tu Hijo único, sino que le entregaste por
nosotros, impíos! ¡Oh cómo nos amaste, haciéndose por nosotros, quien no
tenía por usurpación ser igual a ti, obediente hasta la muerte de cruz, siendo
el único libre entre los muertos, teniendo potestad para dar su vida y para
nuevamente recobrarla. Por nosotros se hizo ante ti vencedor y víctima, y por
eso vencedor, por ser víctima; por nosotros sacerdote y sacrificio ante ti, y
por eso sacerdote, por ser sacrificio, haciéndonos para ti de esclavos hijos, y
naciendo de ti para servirnos a nosotros.
Con razón tengo yo gran
esperanza en él de que sanarás todos mis languores por su medio, porque el que
está sentado a tu diestra te suplica por nosotros; de otro modo desesperaría.
Porque muchas y grandes son las dolencias, sí; muchas y grandes son, aunque más
grande es tu Medicina. De no haberse hecho tu Verbo carne y habitado entre
nosotros, con razón hubiéramos podido juzgarle apartado de la naturaleza humana
y desesperar de nosotros.
70. Aterrado por mis pecados
y por el peso enorme de mi miseria, había tratado en mi corazón y pensado huir a
la soledad mas tú me lo prohibiste y me tranquilizaste, diciendo: Por eso murió
Cristo por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para aquel
que murió por ellos.
He aquí, Señor, que ya
arrojo en ti mi cuidado, a fin de que viva y pueda considerar las maravillas de
tu ley. Tú conoces mi ignorancia y mi debilidad: enséñame y sáname. Aquel tu
Unigénito en quien se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de
la ciencia, me redimió con su sangre. No me calumnien los soberbios, porque
pienso en mi rescate, y lo como y bebo y distribuyo, y, pobre, deseo saciarme de
él en compañía de aquellos que lo comen y son saciados. Y alabarán al Señor los
que le buscan.
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