LIBRO UNDÉCIMO
CAPITULO I
1. ¿Por ventura, Señor,
siendo tuya la eternidad, ignoras las cosas que te digo, o ves en el tiempo lo
que se ejecuta en el tiempo? Pues ¿por qué te hago relación de tantas cosas? No
ciertamente para que las sepas por mí, sino que excito con ellas hacia ti mi
afecto y el de aquellos que leyeren estas cosas, para que todos digamos: Grande
es el Señor y laudable sobremanera. Ya lo he dicho y lo diré: por amor de tu
amor hago esto.
Porque también oramos, y, no
obstante, dice la verdad: Sabe vuestro Padre qué es lo que necesitáis aun antes
que se lo pidáis. Hacémoste, pues, patente nuestro afecto confesándote
nuestras miserias y tus misericordias sobre nosotros, para que nos libres
enteramente, ya que comenzaste; para que dejemos de ser miserables en nosotros y
seamos felices en ti, ya que nos llamaste; y para que seamos pobres de espíritu,
y mansos, y llorosos, y hambrientos, y sedientos de justicia, y misericordiosos,
y puros de corazón, y pacíficos.
He aquí que te he referido
muchas cosas: las que he podido y he querido, por haberlo querido tú primero, a
fin de que te confesase, Señor Dios mío, porque eres bueno, porque tu.
misericordia es eterna.
CAPITULO II
2. Pero ¿cuándo podré yo
suficientemente referir con la lengua de mi pluma todas tus exhortaciones, todos
tus terrores y consolaciones y direcciones, a través de los cuales me llevaste a
predicar tu Palabra y dispensar tu Sacramento a tu pueblo?
Mas aunque fuese bastante a
referir por orden estas cosas, me cuestan caras las gotas de tiempo y desde
antiguo ardo en deseos de meditar tu ley y "confesarte en ella mi ciencia y mi
impericia, las primicias de tu iluminación y las reliquias de mis tinieblas",
hasta que la flaqueza sea devorada por la fortaleza, y no quiero que se me vayan
en otra cosa las horas que me dejen libres las necesidades de la refección del
cuerpo, de la atención del alma y de la servidumbre que debemos a los hombres, y
la que no debemos, y, sin embargo, les damos.
3. Dios y Señor mío: está
atento a mi corazón y escuche tu misericordia mi deseo, porque no sólo me abrasa
en orden a mí, sino también en orden a servir a la caridad fraterna; y que así
es, lo ves tú en mi corazón.
Que yo te sacrifique la
servidumbre de mi inteligencia y de mi lengua; mas dame qué te ofrezca, porque
soy pobre y necesitado y tú rico para todos los que te invocan, y que seguro
tienes cuidado de nosotros. Circuncida mis labios interiores y exteriores de
toda temeridad y de toda mentira. Tus Escrituras sean mis castas delicias: ni yo
me engañe en ellas ni con ellas engañe a otros. Atiende, Señor, y ten compasión;
Señor, Dios mío, luz de los ciegos y fortaleza de los débiles y luego luz de los
que ven y fortaleza de los fuertes, atiende a mi alma, que clama de lo profundo,
y óyela. Porque si no estuvieren aun en lo profundo tus oídos, ¿adónde iríamos,
adónde clamaríamos?
Tuyo es el día, tuya es la
noche: a tu voluntad vuelan los momentos. Dame espacio para meditar en los
entresijos de tu ley y no quieras cerrarla contra los que pulsan, pues no en
vano quisiste que se escribiesen los oscuros secretos de tantas páginas. ¿O es
que estos bosques no tienen sus ciervos, que en ellos se alberguen, y recojan, y
paseen, y pasten, y descansen, y rumien? ¡Oh, Señor!, perfeccióname y
revélamelos. Ved que tu voz es mi gozo; tu voz sobre toda afluencia de deleites.
Dame lo que amo, porque ya amo, y esto es don tuyo. No abandones tus dones ni
desprecies a tu hierba sedienta. Te confesaré cuanto descubriere en tus libros y
oiré la voz de la alabanza, y beberé de ti, y consideraré las maravillas de tu
ley desde el principio, en el que hiciste el cielo y la tierra, hasta el reino
de la tu santa ciudad, contigo perdurable.
4. Señor, compadécete de mí
y escucha mi deseo. Porque creo que no es de cosa de la tierra, oro, plata y
piedras preciosas; ni de hermosos vestidos, honores y poderíos ni de deleites
carnales, ni de cosas necesarias al cuerpo y a esta vida de nuestra
peregrinación, todas las cuales cosas se dan por añadidura a los que buscan tu
reino y tu justicia.
Ve, Dios mío, de dónde es
este mi deseo. Me contaron los inicuos sus deleites, pero no son como tu ley,
Señor. He aquí de dónde es mi deseo. Mira, ¡oh Padre!, mira, y ve, y aprueba,
y sea grato delante de tu misericordia que yo halle gracia ante ti, para que a
mis llamadas se abran las interioridades de tus palabras.
Te lo suplico por nuestro
Señor Jesucristo, tu Hijo, el Varón de tu diestra, el Hijo del Hombre, a quien
escogiste para ti, Mediador tuyo y nuestro, por quien nos buscaste cuando no
te buscábamos y nos buscaste para que te buscásemos; Verbo tuyo, por quien
hiciste todas las cosas, entre las cuales también a mí; Único tuyo, por quien
llamaste a adopción al pueblo de los creyentes y en él a mí.
Te lo pido por él, que está
sentado a tu diestra y te suplica por nosotros, y en el cual se hallan
escondidos todos los tesoros de sabiduría y ciencia, los cuales busco yo
ahora en tus libros. Moisés escribió de él; él mismo lo dice, y lo dice, la
Verdad misma.
CAPITULO III
5. Oiga yo y entienda cómo
hiciste en el principio el cielo y la tierra. Moisés escribió esto, lo escribió
y se ausentó; salió de aquí por ti, para ti, y ahora no le tengo delante de mí.
Porque si estuviese le asiría, y rogaría, y conjuraría por ti, para que me
declarase estas cosas, y yo prestaría los oídos de mi corazón a las palabras que
brotasen de su boca. Claro es que si me hablase en hebreo, en vano pulsaría a
mis oídos ni mi mente percibiría nada de ellas; mas si lo dijera en latín,
sabría lo que decía.
Pero ¿de dónde sabría si
decía verdad? Y dado caso que lo supiese, ¿lo sabría tal vez por él? No; la
verdad -que ni es hebrea, ni griega, ni latina, ni bárbara- sería la que me
diría interiormente, en el domicilio interior del pensamiento, sin los órganos
de la boca ni de la lengua, sin el estrépito de las sílabas: "Dice verdad", y
yo, certificado, diría al instante confiadamente a aquel hombre: "Dices la
verdad."
No pudiendo, pues,
interrogarle, ruégote, ¡oh Verdad!, de la que lleno habló él cosas verdaderas;
ruégote, ¡oh Dios mío! -y perdona mis pecados ..., que me des a entender a mí
las cosas que concediste decir a aquel tu siervo.
CAPITULO IV
6. He aquí que existen el
cielo y la tierra, y claman que han sido hechos, porque se mudan y cambian.
Todo, en efecto, lo que no es hecho y, sin embargo, existe, no puede contener
nada que no fuese ya antes, en lo cual consiste el mudarse y variar. Claman
también que no se han hecho a sí mismos: Por eso somos, porque hemos sido
hechos; no éramos antes de que existiéramos, para poder hacernos a nosotros
mismos. Y la voz de los que así decían era la voz de la evidencia. Tú eres,
Señor, quien los hiciste; tú que eres hermoso, por lo que ellos son hermosos; tú
que eres bueno, por lo que ellos son buenos; tú que eres Ser, por lo que ellos
son. Pero ni son de tal modo hermosos, ni de tal modo buenos, ni de tal modo ser
como lo eres tú, su Creador, en cuya comparación ni son hermosos, ni son buenos,
ni tienen ser. Conocemos esto; gracias te sean dadas; mas nuestra ciencia,
comparada con tu ciencia, es una ignorancia.
CAPITULO V
7. Pero ¿cómo hiciste el
cielo y la tierra y cuál fue la máquina de tan gran obra tuya? Porque no los
hiciste como el hombre artífice, que forma un cuerpo de otro cuerpo al arbitrio
del alma, que puede imponer en algún modo la forma que contempla en sí misma con
el ojo interior -¿y de dónde podría esto sino de que tú la hiciste?- e impone la
forma a lo que ya existía y la tenía, a fin de ser, como es la tierra, la
piedra, el leño, el oro o cualquier otra especie de cosas.
¿Y de dónde serían estas
cosas si tú no las instituyeras? Tú diste cuerpo al artífice; tú creaste al
alma, que manda a los miembros; tú la materia, de que hace algo; tú el ingenio,
con que alcanza el arte y ve interiormente lo que hace fuera; tú el sentido del
cuerpo, con el que, como un intérprete, transmite del alma a la materia aquello
que hace y a su vez anuncia al alma lo que se ha hecho, para que ésta consulte
interiormente a la verdad, que la preside, si se hizo bien la cosa.
Todas estas cosas te alaban,
¡oh Creador de todo! Pero ¿cómo las hiciste? ¿Cómo hiciste, ¡oh Dios!, el cielo
y la tierra? Ciertamente que no hiciste el cielo y la tierra en el cielo y la
tierra, ni en el aire, ni en las aguas; porque también estas cosas pertenecen al
cielo y la tierra. Ni hiciste el mundo universo en el universo mundo, porque no
había donde hacerle antes que se hiciera para que fuese. Ni tú tenías algo en la
mano, de donde hicieses el cielo y la tierra; porque ¿de dónde te habría venido
esto que tú no habías hecho, y de lo cual harías tú algo? ¿Y qué cosa hay que
sea si no es porque tú eres? Tú dijiste, y las cosas fueron hechas y con tu
palabra las hiciste.
CAPITULO VI
8. Pero ¿cómo lo dijiste?
¿Fue acaso de aquel modo como se hizo aquella voz de la nube que dijo: Este es
mi hijo amado? Porque aquella voz se hizo y pasó, comenzó y terminó. Sonaron las
sílabas y pasaron, la segunda después de la primera, la tercera después de la
segunda, y así por orden hasta llegar a la última, y después de la última, el
silencio. Por donde se ve clara y evidentemente que aquella voz fue expresada
por el movimiento de una criatura, y aun ésta temporal, sirviendo a tu voluntad
eterna. Y estas palabras tuyas, pronunciadas en el tiempo, fueron transmitidas
por el oído exterior a la mente prudente, cuyo oído interior tiene aplicado a tu
palabra eterna. Mas comparó aquélla estas palabras que suenan temporalmente con
tu palabra eterna en el silencio y dijo: "Cosa muy distinta es, cosa muy
distinta es"; porque estas palabras están muy por debajo de mí, ni aun son, pues
huyen y pasan; y la palabra de mi Dios permanece sobre mí eternamente.
Si, pues, dijiste con
palabras que suenan y pasan que fuese hecho el cielo y la tierra y así fue como
hiciste el cielo y la tierra, ya había una criatura corporal antes del cielo y
de la tierra, con cuyos movimientos temporales transcurriese aquella voz
temporalmente. Mas antes del cielo y de la tierra no había ningún cuerpo, y si
lo había, ciertamente lo habías hecho tú sin una voz transitoria de donde
formases la voz transitoria, con la que dijeses que fuesen hechos el cielo y la
tierra. Porque, sea lo que fuere, aquello de donde había de formarse tal voz, si
no hubiese sido hecho por ti, no sería absolutamente nada. Mas para que llegase
a ser el cuerpo de donde se formasen estas palabras, ¿con qué palabra fue dicho
por ti?
CAPITULO VII
9. Así, pues, tú nos invitas
a comprender aquella palabra, que es Dios ante ti, Dios, que sempiternamente se
dice y en la que se dicen sempiternamente todas las cosas. Porque no se termina
lo que se estaba diciendo y se dice otra cosa, para que puedan ser dichas todas
las cosas, sino todas a un tiempo y eternamente. De otro modo, habría ya tiempo
y cambio, y no habría eternidad verdadera ni verdadera inmortalidad.
He comprendido esto y te doy
gracias; lo he comprendido y te lo confieso, Señor; y conmigo lo conoce y te
bendice quien no es ingrato a la verdad cierta. Conocemos, Señor, conocemos que,
en cuanto una cosa no es lo que era y es lo que no era, en tanto muere y nace.
Nada hay, pues, en tu Verbo que ceda o suceda, porque es verdaderamente inmortal
y eterno. Y así en tu Verbo, coeterno a ti, dices a un tiempo y sempiternamente
todas las cosas que dices, y se hace cuanto dices que sea hecho; ni las haces de
otro modo que diciéndolo, no obstante que no todas las cosas que haces diciendo,
se hacen a un tiempo sempiternamente.
CAPITULO VIII
10. ¿Por qué esto, te
suplico, Señor Dios mío? De algún modo lo veo, pero no sé cómo declararlo sino
diciendo que todo lo que comienza a ser y deja de ser, entonces comienza y
entonces acaba cuando en la razón eterna, en la que nada empieza ni acaba, se
conoce que debió comenzar o debió acabar. Es el mismo Verbo tuyo, que es también
Principio, porque nos habla. Así habla por la carne en el Evangelio, y así
habló exteriormente a los oídos de los hombres, para que fuese creído, y se le
buscase dentro, y se le hallase en la Verdad eterna, en donde el Maestro bueno y
único enseña a todos los discípulos.
Allí oigo tu voz, Señor, que
me dice que quien nos habla es quien nos enseña; pero el que no nos enseña,
aunque hable, no nos habla a nosotros. ¿Y quién es el que nos enseña sino la
Verdad que permanece? Porque hasta cuando somos amonestados por la criatura
mudable, somos conducidos a la Verdad inmutable, donde verdaderamente aprendemos
cuando estamos en su presencia y le oímos y nos gozamos con grande alegría por
la voz del esposo, tornando allí de donde somos. Y es Principio, porque si no
permaneciese cuando erramos, no tendríamos adónde volver. Mas cuando retornamos
de nuestro error, ciertamente volvemos conociendo; pero para que conozcamos, él
nos enseña, porque es Principio y nos habla.
CAPITULO IX
11. En este Principio, ¡oh
Dios!, hiciste el cielo y la tierra, en tu Verbo, en tu Hijo, en tu Virtud, en
tu Sabiduría, en tu Verdad, hablando de modo admirable y obrando de igual modo.
¿Quién será capaz de comprender, quién de explicar, qué sea aquello que fulgura
a mi vista y hiere mi corazón sin lesionarle? Me siento horrorizado y
enardecido: horrorizado, por la desemejanza con ella; enardecido, por la
semejanza con ella. La Sabiduría, la Sabiduría misma es la que fulgura a mi
vista, rompiendo mi niebla, que otra vez me cubre, desfallecido por aquella
calígine y acervo de mis penas; porque de tal modo se debilitó en la pobreza mi
vigor, que no puedo soportar a mi bien, hasta que tú, Señor, que te hiciste
propicio a todos mis pecados, sanes también todos mis languores, porque
redimirás de la corrupción mi vida y me coronarás en miseración y misericordia,
y saciarás con bienes mi deseo, porque será renovada mi juventud como la del
águila. Porque por la esperanza fuimos hechos salvos y esperamos con paciencia tus promesas.
Oigate cuando hablas
interiormente el que pueda; que yo confiadamente clamaré, conforme a tu oráculo:
¡Qué excelsas son tus obras, Señor; todas las has hecho con sabiduría! Este
es el principio, y en este principio hiciste el cielo y la tierra.
CAPITULO X
12. ¿No es verdad que están
llenos de su vetustez quienes nos dicen: ¿Qué hacía Dios antes que hiciese el
cielo y la tierra? Porque si estaba ocioso, dicen, y no obraba nada, ¿por qué no
permaneció así siempre y en adelante como hasta entonces había estado, sin
obrar? Porque si para dar la existencia a alguna criatura es necesario que surja
un movimiento nuevo en Dios y una nueva voluntad, ¿cómo puede haber verdadera
eternidad donde nace una voluntad que antes no existía? Porque la voluntad de
Dios no es creación alguna, sino anterior a toda creación; porque en modo alguno
sería creado nada si no precediese la voluntad del creador. Pero la voluntad de
Dios pertenece a su misma sustancia; luego si en la sustancia de Dios ha nacido
algo que antes no había, no se puede decir ya con verdad que aquella sustancia
es eterna. Mas si la voluntad de Dios de que fuese la criatura era sempiterna,
¿por qué no había de ser también sempiterna la criatura?.
CAPITULO XI
13. Quienes así hablan,
todavía no te entienden, ¡oh sabiduría de Dios, luz de las mentes!; todavía no
entienden cómo se hagan las cosas que son hechas en ti y por ti, y se empeñan
por saber las cosas eternas; pero su corazón revolotea aún sobre los movimientos
pretéritos y futuros de las cosas y es aún vano. ¿Quién podrá detenerle y
fijarle, para que se detenga un poco y capte por un momento el resplandor de la
eternidad, que siempre permanece, y la compare con los tiempos, que nunca
permanecen, y vea que es incomparable, y que el tiempo largo no se hace largo
sino por muchos movimientos que pasan y que no pueden coexistir a la vez, y que
en la eternidad, al contrario, no pasa nada, sino que todo es presente, al revés
del tiempo, que no puede existir todo él presente; y vea, finalmente, que todo
pretérito es empujado por el futuro, y que todo futuro está precedido de un
pretérito, y todo lo pretérito y futuro es creado y transcurre por lo que es
siempre presente? ¿Quién podrá detener, repito, el corazón del hombre para que
se pare y vea cómo, estando fija, dicta los tiempos futuros y pretéritos la
eternidad, que no es futura ni pretérita? ¿Acaso puede realizar esto mi mano o
puede obrar cosa tan grande la mano de mi boca por sus discursos?
CAPITULO XII
14. He aquí que yo respondo
al que preguntaba: "¿Qué hacía Dios antes que hiciese el cielo y la tierra?" Y
respondo, no lo que se dice haber respondido un individuo bromeándose, eludiendo
la fuerza de la cuestión: "Preparaba -contestó- los castigos para los que
escudriñan las cosas altas." Una cosa es ver, otra reír. Yo no responderé tal
cosa. De mejor gana respondería: "No lo sé", lo que realmente no sé, que no
aquello por lo que fue mofado quien preguntó cosas altas y fue alabado quien
respondió cosas falsas.
Mas digo yo que tú, Dios
nuestro, eres el creador de toda criatura; y si con el nombre de cielo y tierra
se entiende toda criatura, digo con audacia que antes que Dios hiciese el cielo
y la tierra, no hacía nada. Porque si hiciese algo, ¿qué podía hacer sino una
criatura? Y ¡ojalá que así supiese lo que deseo saber útilmente, como sé que
ninguna criatura fue hecha antes de que alguna criatura fuese hecha!
CAPITULO XIII
15. Mas si la mente
volandera de alguno, vagando por las imágenes de los tiempos anteriores [a la
creación], se admirase de que tú, Dios omnipotente, y omnicreante, y
omniteniente, artífice del cielo y de la tierra, dejaste pasar un sinnúmero de
siglos antes de que hicieses tan gran obra, despierte y advierta que admira
cosas falsas. Porque ¿cómo habían de pasar innumerables siglos, cuando aún no
los habías hecho tú, autor y creador de los siglos? ¿O qué tiempos podían
existir que no fuesen creados por ti? ¿Y cómo habían de pasar, si nunca habían
sido? Luego, siendo tú el obrador de todos los tiempos, si existió algún tiempo
antes de que hicieses el cielo y la tierra, ¿por qué se dice que cesabas de
obrar? Porque tú habías hecho el tiempo mismo; ni pudieron pasar los tiempos
antes de que hicieses los tiempos.
Mas si antes del cielo y de
la tierra no existía ningún tiempo, ¿.por qué se pregunta qué era lo que
entonces hacías? Porque realmente no había tiempo donde no había entonces.
16. Ni tú precedes
temporalmente a los tiempos: de otro modo no precederías a todos dos tiempos.
Mas precedes a todos los pretéritos por la celsitud de tu eternidad, siempre
presente; y superas todos los futuros, porque son futuros, y cuando vengan serán
pretéritos. Tú, en cambio, eres el mismo, y tus años no mueren . Tus años ni
van ni vienen, al contrario de estos nuestros, que van y vienen, para que todos
sean. Tus años existen todos juntos, porque existen; ni son excluidos los que
van por los que vienen, porque no pasan; mas los nuestros todos llegan a ser
cuando ninguno de ellos exista ya. Tus años son un día, y tu día no es un
cada día, sino un hoy, porque tu hoy no cede el paso al mañana ni sucede al día
de ayer. Tu hoy es la eternidad; por eso engendraste coeterno a ti a aquel a
quien dijiste: Yo te he engendrado hoy. Tú hiciste todos los tiempos, y tú
eres antes de todos ellos; ni hubo un tiempo en que no había tiempo.
CAPITULO XIV
17. No hubo, pues, tiempo
alguno en que tú no hicieses nada, puesto que el mismo tiempo es obra tuya. Mas
ningún tiempo te puede ser coeterno, porque tú eres permanente, y éste, si
permaneciese, no sería tiempo. ¿Qué es, pues, el tiempo? ¿Quién podrá explicar
esto fácil y brevemente? ¿Quién podrá comprenderlo con el pensamiento, para
hablar luego de él? Y, sin embargo, ¿qué cosa más familiar y conocida mentamos
en nuestras conversaciones que el tiempo? Y cuando hablamos de él, sabemos sin
duda qué es, como sabemos o entendemos lo que es cuando lo oímos pronunciar a
otro. ¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es
que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no
habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero
aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya
no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre
presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si,
pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo
decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal
modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende
a no ser?
CAPITULO XV
18. Y, sin embargo, decimos
"tiempo largo" y "tiempo breve", lo cual no podemos decirlo más que del tiempo
pasado y futuro. Llamamos tiempo pasado largo, v.gr., a cien años antes de
ahora, y de igual modo tiempo futuro largo a cien años después; tiempo pretérito
breve, si decimos, por ejemplo, hace diez días, y tiempo futuro breve, si dentro
de diez días. Pero ¿cómo puede ser largo o breve lo que no es? Porque el
pretérito ya no es, y el futuro todavía no es. No digamos, pues, que "es largo",
sino, hablando del pretérito, digamos que "fue largo", y del futuro, que "será
largo".
¡Oh Dios mío y luz mía!, ¿no
se burlará en esto tu Verdad del hombre? Porque el tiempo pasado que fue largo,
¿fue largo cuando era ya pasado o tal vez cuando era aún presente? Porque
entonces podía ser largo, cuando había de qué ser largo; y como el pretérito ya
no era, tampoco podía ser largo, puesto que de ningún modo existía. Luego no
digamos: "El tiempo pasado fue largo", porque no hallaremos que fue largo, por
la razón de que lo que es pretérito, por serlo, no existe; sino digamos: "Largo
fue aquel tiempo siendo presente", porque siendo presente fue cuando era largo;
todavía, en efecto, no había pasado para dejar de ser, por lo que era y podía
ser largo; pero después que pasó, dejó de ser largo, al punto que dejó de
existir.
19. Pero veamos, ¡oh alma
mía!, si el tiempo presente puede ser largo; porque se te ha dado poder sentir y
medir las duraciones. ¿Qué me respondes? ¿Cien años presentes son acaso un
tiempo largo? Mira primero si pueden estar presentes cien años. Porque si se
trata del primer año, es presente; pero los noventa y nueve son futuros, y, por
tanto, no existen todavía; pero si estamos en el segundo, ya tenemos uno
pretérito, otro presente, y los restantes, futuros. Y así de cualquiera de cada
uno de los años medios de este numero centenario que tomemos como presente todos
los anteriores a él serán pasados; todos los que vengan después de él, futuros.
Por todo lo cual no pueden ser presentes los cien años.
Pero veamos si aun el año
que se toma es presente. En efecto si de él el primer mes es presente, los
restantes son futuros; si se trata del segundo, ya el primero es pasado, y los
restantes no son aún. Luego ni aun el año en cuestión es todo presente; y si no
es todo presente, no es el año presente; porque el año consta de doce meses, de
los cuales cualquier mes que se tome es presente siendo los restantes pasados o
futuros.
Pero es que ni el mes que
corre es todo presente, sino un día. Porque si lo es el primero, los restantes
son futuros; si es el ultimo, los restantes son pasados; si alguno de los
intermedios, unos serán pasados, otros futuros.
20. He aquí el tiempo
presente -el único que hallamos debió llamarse largo-, que apenas si se reduce
al breve espacio de un día. Pero discutamos aún esto mismo. Porque ni aun el día
es todo él presente. Compónese éste, en efecto, de veinticuatro horas entre las
nocturnas y diurnas, de las cuales la primera tiene como futuras las restantes,
y la última como pasadas todas las demás, y cualquiera de las intermedias tiene
delante de ella pretéritas y después de ella futuras. Pero aun la misma hora
está compuesta de partículas fugitivas, siendo pasado lo que ha transcurrido de
ella, y futuro lo que aún le queda.
Si, pues, hay algo de tiempo
que se pueda concebir como indivisible en partes, por pequeñísimas que éstas
sean, sólo ese momento es el que debe decirse presente; el cual, sin embargo,
vuela tan rápidamente del futuro al pasado, que no se detiene ni un instante
siquiera. Porque, si se detuviese, podría dividirse en pretérito y futuro, y el
presente no tiene espacio ninguno.
¿Dónde está, pues, el tiempo
que llamamos largo? ¿Será acaso el futuro? Ciertamente que no podemos decir de
éste que es largo, porque todavía no existe qué sea largo; sino decimos que será
largo; y si fuese largo, cuando saliendo del futuro, que todavía no es,
comenzare a ser y fuese hecho presente para poder ser largo, ya clama el tiempo
presente, con las razones antedichas, que no puede ser largo.
CAPITULO XVI
21. Y, sin embargo, Señor,
sentimos los intervalos de los tiempos y los comparamos entre sí, y decimos que
unos son más largos y otros más breves. También medimos cuánto sea más largo o
más corto aquel tiempo que éste, y decimos que éste es doble o triple y aquél
sencillo, o que éste es tanto como aquél. Ciertamente nosotros medimos los
tiempos que pasan cuando sintiéndolos los medimos; mas los pasados, que ya no
son, o los futuros, que todavía no son, ¿quién los podrá medir? A no ser que se
atreva alguien a decir que se puede medir lo que no existe.
Porque cuando pasa el tiempo
puede sentirse y medirse; pero cuando ha pasado ya, no puede, porque no existe.
CAPITULO XVII
22. Pregunto yo, Padre, no
afirmo: ¡oh Dios mío!, presídeme y gobiérname. ¿Quién hay que me diga que no son
tres los tiempos, como aprendimos de niños y enseñamos a los niños pretérito,
presente y futuro, sino solamente presente, por no existir aquellos dos? ¿Acaso
también existen éstos, pero como procediendo de un sitio oculto cuando de futuro
se hace presente o retirándose a un lugar oculto atando de presente se hace
pretérito? Porque si aún no son, ¿dónde los vieron los que predijeron cosas
futuras?; porque en modo alguno puede ser visto lo que no es. Y los que narran
cosas pasadas no narraran cosas verdaderas, ciertamente, si no viesen aquéllas
con el alma, las cuales, si fuesen nada, no podrían ser vistas de ningún modo.
Luego existen las cosas futuras y las pretéritas.
CAPITULO XVIII
23. Permíteme ir adelante en
mi investigación, Señor, esperanza mía; que no se distraiga mi atención. Porque,
si son las cosas futuras y pretéritas, quiero saber dónde están. Lo cual si no
puedo todavía, sé al menos que, dondequiera que estén, no son allí futuras o
pretéritas, sino presentes; porque si allí son futuras, todavía no son, y si son
pretéritas, ya no están allí; dondequiera, pues, que estén, cualesquiera que
ellas sean, no son sino presentes. Cierto que, cuando se refieren a cosas
pasadas verdaderas, no son las cosas mismas que han pasado las que se sacan de
la memoria, sino las palabras engendradas por sus imágenes, que pasando por los
sentidos imprimieron en el alma como su huella. Así, mi puericia, que ya no
existe, existe en el tiempo pretérito, que tampoco existe; pero cuando yo
recuerdo o describo su imagen, en tiempo presente la intuyo, porque existe
todavía en mi memoria. Ahora, si es semejante la causa de predecir los futuros,
de modo que se presientan las imágenes ya existentes de las cosas que aún no
son, confieso, Dios mío, que no lo sé. Lo que sí sé ciertamente es que nosotros
premeditamos muchas veces nuestras futuras acciones, y que esta premeditación es
presente, no obstante que la acción que premeditamos aún no exista, porque es
futura; la cual, cuando acometamos y comencemos a poner por obra nuestra
premeditación, comenzará entonces a existir, porque entonces será no futura,
sino presente.
24. Así, pues, de cualquier
modo que se halle este arcano presentimiento de los futuros, lo cierto es que no
se puede ver sino lo que es. Mas lo que es ya, no es futuro, sino presente.
Luego cuando se dice que se ven las cosas futuras, no se ven estas mismas, que
todavía no son, esto es, las cosas que son futuras, sino a lo más sus causas o
signos, que existen ya, y por consiguiente ya no son futuras, sino presentes a
los que las ven, y por medio de ellos, concebidos en el alma, son predichos los
futuros. Los cuales conceptos existen ya a su vez, y los intuyen presentes en sí
quienes predicen aquéllos.
Explíqueme esto un ejemplo
tomado de la inmensa multitud de cosas. Contemplo la aurora, anuncio que ha de
salir el sol. Lo que veo es presente; lo que predigo, futuro; no futuro el sol,
que ya existe, sino su orto, que todavía no ha sido. Sin embargo, aun su mismo
orto, si no lo imaginara en el alma como ahora cuando digo esto, no podría
predecirlo. Pero ni aquella aurora, que veo en el cielo, es el orto del sol,
aunque le preceda; ni tampoco aquella imaginación mía que retengo en el alma;
las cuales dos cosas se ven presentes para que se pueda predecir aquel futuro.
Luego no existen aún como futuras; y si no existen aún, no existen realmente; y
si no existen realmente, no pueden ser vistas de ningún modo, sino solamente
pueden ser predichas por medio de las presentes que existen ya y se ven.
CAPITULO XIX
25. Así, pues, ¡oh Rey de la
creación!, ¿cuál es el modo con que tú enseñas a las almas las cosas que son
futuras -puesto que tú las enseñaste a los profetas-, cuál es aquel modo con que
enseñas las cosas futuras, tú para quien no hay nada futuro? ¿O más bien enseñas
las cosas presentes acerca de las futuras? Porque lo que no es, tampoco puede
ser ciertamente enseñado. Muy lejos está este modo de mi vista: excelso es; no
podré alcanzarlo por mí, mas lo podré por ti, cuando lo tuvieres a bien,
dulce luz de los ojos míos ocultos
CAPITULO XX
26.Pero lo que ahora es
claro y manifiesto es que no existen los pretéritos ni los futuros, ni se puede
decir con propiedad que son tres los tiempos: pretérito, presente y futuro; sino
que tal vez sería más propio decir que los tiempos son tres: presente de las
cosas pasadas, presente de las cosas presentes y presente de las futuras. Porque
éstas son tres cosas que existen de algún modo en el alma, y fuera de ella yo no
veo que existan: presente de cosas pasadas (la memoria), presente de cosas
presentes (visión) y presente de cosas futuras (expectación).
Si me es permitido hablar
así, veo ya los tres tiempos y confieso que los tres existen. Puede decirse
también que son tres los tiempos: presente, pasado y futuro, como abusivamente
dice la costumbre; dígase así, que yo no curo de ello, ni me opongo, ni lo
reprendo; con tal que se entienda lo que se dice y no se tome por ya existente
lo que está por venir ni lo que es ya pasado. Porque pocas son las cosas que
hablamos con propiedad, muchas las que decimos de modo impropio, pero que se
sabe lo que queremos decir con ellas.
CAPITULO XXI
27. Dije poco antes que
nosotros medimos los tiempos cuando pasan, de modo que podamos decir que este
tiempo es doble respecto de otro sencillo, o que este tiempo es igual que aquel
otro, y si hay alguna otra cosa que podamos anunciar midiendo las partes del
tiempo. Por lo cual, como decía, medimos los tiempos cuando pasan. Y si alguno
me dice: "¿De dónde lo sabes?", le responderé que lo sé porque los medimos, y
porque no se pueden medir las cosas que no son, y porque no son los pasados ni
los futuros.
En cuanto al tiempo
presente, ¿cómo lo medimos, si no tiene espacio? Lo medimos ciertamente cuando
pasa, no cuando es ya pasado, porque entonces ya no hay qué medir. Pero ¿de
dónde, por dónde y adónde pasa cuando lo medimos? ¿De dónde, sino del futuro?
¿Por dónde, sino por el presente? ¿Adónde, sino al pasado? Luego va de lo que
aún no es, pasa por lo que carece de espacio y va a lo que ya no es. Sin
embargo, ¿qué es lo que medimos sino el tiempo en algún espacio? Porque no
decimos: sencillo, o doble, o triple, o igual y otras cosas semejantes relativas
al tiempo, sino refiriéndonos a espacios de tiempo. ¿En qué espacio de tiempo,
pues, medimos el tiempo que pasa? ¿Acaso en el futuro de donde viene? Pero lo
que aún no es no lo podemos medir. ¿Tal vez en el presente, por donde pasa? Pero
tampoco podemos medir el espacio que es nulo. ¿Será, por ventura, en el pasado,
adonde camina? Pero lo que ya no es no podemos medirlo.
CAPITULO XXII
28. Enardecido se ha
mi alma
en deseos de conocer este enredadísimo enigma. No quieras ocultar, Señor
Dios
mío, Padre bueno, te lo suplico por Cristo, no quieras ocultar a mi
deseo estas
cosas tan usuales como escondidas, antes bien penetre en ellas y
aparezcan
claras, esclarecidas, Señor, por tu misericordia. ¿A quién he de
preguntar sobre
ellas? Y ¿a quién podré confesar con más fruto mi impericia que a ti, a
quien no
son molestos mis vehementes e inflamados cuidados por tus Escrituras?
Dame lo
que amo, pues ciertamente lo amo, y esto es don tuyo. Dámelo, ¡oh
Padre!, tú que
sabes dar buenas dádivas a tus hijos; dámelo, porque me he propuesto
conocerlas y se me presenta mucho trabajo en ello, hasta que tú me las
abras. Suplícote por Cristo, en su nombre, en el del Santo de los
santos, que nadie me
estorbe en ello. También yo he creído, por eso hablo. Esta es mi
esperanza; para
ello vivo, a fin de contemplar la delectación del Señor.
He aquí que has hecho viejos
mis días, y pasan; mas ¿cómo? No lo sé. Y hablamos "de tiempo y de tiempo" y
"de tiempos y tiempos", y "¿en cuánto tiempo dijo aquél esto?", "¿en cuánto
tiempo hizo esto aquél?", y "¡cuán largo tiempo hace que no vi aquello!", y
"esta sílaba tiene doble tiempo respecto de aquella otra breve sencilla".
Decimos estas cosas o las hemos oído, y las entendemos y somos entendidos.
Clarísimas y vulgarísimas son estas cosas, las cuales de nuevo vuelven a
ocultarse, siendo nuevo su descubrimiento.
CAPITULO XXIII
29. Oí de cierto hombre
docto que el movimiento del sol, la luna y las estrellas es el tiempo; pero no
asentí. Porque ¿por qué el tiempo no ha de ser más bien el movimiento de todos
los cuerpos? ¿Acaso si cesaran los luminares del cielo y se moviera la rueda de
un alfarero, no habría tiempo con que pudiéramos medir las vueltas que daba y
decir que tanto tardaba en unas como en otras, o se movía unas veces más
despacio y otras más aprisa, que unas duraban más, otras menos?" Y aun diciendo
estas cosas, ¿no hablamos nosotros también en el tiempo? ¿Y cómo habría en
nuestras palabras sílabas largas y sílabas breves, si no es sonando durante más
tiempo aquéllas y menos éstas?
Concede, ¡oh Dios!, a los
hombres ver en lo pequeño las nociones comunes de las cosas pequeñas y grandes.
Son las estrellas y luminares del cielo "signos para distinguir los tiempos,
días y años"; lo son sin duda; pero ni yo diría que una vuelta de aquella
ruedecilla de madera es un día, ni tampoco, por lo mismo, podría decir que dicha
vuelta no es tiempo.
30. Lo que yo deseo saber es
la virtud y naturaleza del tiempo con el que medimos el movimiento de los
cuerpos y decimos que tal movimiento, v.gr., es dos veces más largo que éste.
Porque pregunto: puesto que se llama día no sólo la duración del sol sobre la
tierra, según la cual una cosa es el día y otra la noche, sino todo su recorrido
de oriente a oriente, según lo cual decimos: "Han pasado tantos días"
-incluyendo en "tantos días" sus noches, no contadas aparte-, puesto que el día
se cierra con el movimiento del sol y su recorrido de oriente a oriente,
pregunto yo si el día es el mismo movimiento o la duración con que hace dicho
recorrido, o ambas cosas a la vez.
Porque si el día fuera lo
primero, sería desde luego un día, aunque el sol tardase en hacer su recorrido
el tiempo de una hora solamente. Si fuese lo segundo, no sería un día si hiciese
el recorrido de salida a salida en el breve espacio de una hora, sino que
tendría el sol que dar veinticuatro vueltas para formar un día. Y si fuesen
ambas cosas, ni aquél se llamaría día, en el supuesto que el sol realizara su
giro en el espacio de una hora, ni tampoco éste, en el caso en que cesando el
sol transcurriese tanto tiempo cuanto éste suele emplear en su recorrido de
mañana a mañana.
Mas no trato ahora de
investigar qué es lo que llamamos día, sino qué es el tiempo, con el cual,
midiendo el recorrido del sol, podríamos decir que lo hizo en la mitad menos de
tiempo de lo que suele, si lo hubiese hecho en un espacio de tiempo equivalente
a doce horas; y comparando ambos tiempos diríamos que aquél es sencillo, éste
doble, aun dado caso que unas veces hiciese el sol su recorrido de oriente a
oriente en veinticuatro horas y otras en doce.
Nadie, pues, me diga que el
tiempo es el movimiento de los cuerpos celestes; porque cuando se detuvo el sol
por deseos de un individuo para dar fin a una batalla victoriosa, estaba quieto
el sol y caminaba el tiempo, porque aquella lucha se ejecutó y terminó en el
espacio de tiempo que le era necesario.
Veo, pues, que el tiempo es
una cierta distensión. Pero ¿lo veo o es que me figuro verlo? Tú me lo
mostrarás, ¡oh Luz de la verdad!
CAPITULO XXIV
31. ¿Mandas que apruebe si
alguno dice que el tiempo es el movimiento del cuerpo? No lo mandas. Porque yo
oigo, y tú lo dices, que ningún cuerpo se puede mover si no es en el tiempo;
pero que el mismo movimiento del cuerpo sea el tiempo no lo oigo, ni tú lo
dices. Porque cuando se mueve un cuerpo, mido por el tiempo el rato que se
mueve, desde que empieza a moverse hasta que termina. Y si no le vi comenzar a
moverse y continúa moviéndose de modo que no vea cuándo termina, no puedo medir
esta duración, si no es tal vez desde que lo comencé a ver hasta que dejé de
verlo. Y si lo veo largo rato, sólo podré decir que se movió largo rato, pero no
cuánto; porque cuando decimos: "Cuánto", no lo decimos sino por relación a algo,
como cuando decimos: "Tanto esto, cuanto aquello", o "Esto es doble respecto de
aquello", y así otras cosas por el estilo.
Pero si pudiéramos notar los
espacios de los lugares, de dónde y hacia dónde va el cuerpo que se mueve, o sus
partes, si se moviese sobre sí como en un torno, podríamos decir cuánto tiempo
empleó en efectuarse aquel movimiento del cuerpo o de sus partes desde un lugar
a otro lugar. Así, pues, siendo una cosa el movimiento del cuerpo, otra aquello
con que medimos su duración, ¿quién no ve cuál de los dos debe decirse tiempo
con más propiedad? Porque si un cuerpo se mueve unas veces más o menos
rápidamente y otras está parado, no sólo medimos por el tiempo su movimiento,
sino también su estada, y decimos: "Tanto estuvo parado cuanto se movió", o
"Estuvo parado el doble o el triple de lo que se movió", y cualquiera otra.cosa
que comprenda o estime nuestra dimensión, más o menos, como suele decirse. No
es, pues, el tiempo el movimiento de los cuerpos.
CAPITULO XXV
32. Confiésote, Señor, que
ignoro aún qué sea el tiempo; y confiésote asimismo, Señor, saber que digo estas
cosas en el tiempo, y que hace mucho que estoy hablando del tiempo, y que este
mismo "hace mucho" no sería lo que es si no fuera por la duración del tiempo.
¿Cómo, pues, sé esto, cuando no sé lo que es el tiempo? ¿O es tal vez que ignoro
cómo he de decir lo que sé? ¡Ay de mí, que no sé siquiera lo que ignoro! Heme
aquí en tu presencia, Dios mío, que no miento. Como hablo, así está mi corazón.
Tú iluminarás mi lucerna, Señor, Dios mío; tú iluminarás mis tinieblas.
CAPITULO XXVI
33. ¿Acaso no te confiesa mi
alma con confesión verídica que yo mido los tiempos? Cierto es, Señor, Dios mío,
que yo mido -y no sé lo que mido-, que mido el movimiento del cuerpo por el
tiempo; pero ¿no mido también el tiempo mismo?
Y ¿podría acaso medir el
movimiento del cuerpo, cuánto ha durado y cuánto ha tardado en llegar de un
punto a otro, si no midiese el tiempo en que se mueve?
Pero ¿de dónde mido yo el
tiempo? ¿Acaso medimos el tiempo largo por el breve, como medimos por el espacio
de un codo el espacio de una viga? Pues así vemos que medimos la cantidad de una
sílaba larga por la cantidad de una breve, diciendo de ella que es doble. Y de
este modo medimos la extensión de los poemas, por la extensión de los versos; y
la extensión de los versos, por la extensión de los pies; y la extensión de los
pies, por la cantidad de las sílabas; y la cantidad de las largas, por la
cantidad de las breves; no por las páginas -que de este modo medimos los
lugares, no los tiempos-, sino cuando, pronunciándolas, pasan las voces y
decimos: "largo poema", pues se compone de tantos versos; "largos versas", pues
constan de tantos pies; "larga sílaba", pues es doble respecto de la breve.
Pero ni aun así llegaremos a
una medida fija del tiempo, porque puede suceder que un verso más breve suene
durante más largo espacio de tiempo, si se pronuncia más lentamente, que otro
más largo, si se recita más aprisa. Y lo mismo dígase del poema, del pie y de la
sílaba.
De aquí me pareció que el
tiempo no es otra cosa que una extensión; pero ¿de qué? No lo sé, y maravilla
será si no es de la misma alma. Porque ¿qué es, te suplico, Dios mío, lo que
mido cuando digo, bien de modo indefinido, como: "Este tiempo es más largo que
aquel otro"; o bien de modo definido, como: "Este es doble que aquél"? Mido el
tiempo, lo sé; pero ni mido el futuro, que aún no es; ni mido el presente, que
no se extiende por ningún espacio; ni mido el pretérito, que ya no existe. ¿Qué
es, pues, lo que mido? ¿Acaso los tiempos que pasan, no los pasados? Así lo
tengo dicho ya. (Cf. nn. 21 y 27.)
CAPITULO XXVII
34.Insiste, alma mía, y
presta gran atención: Dios es nuestro ayudador. El nos ha hecho y no nosotros. Atiende de qué parte alborea la verdad.
Supongamos, por ejemplo, una
voz corporal que empieza a sonar y suena, y suena, y luego cesa y se hace
silencio, y pasa ya a pretérita aquella voz y deja de existir tal voz. Antes de
que sonase era futura y no podía ser medida, por no ser aún; pero tampoco ahora
lo puede ser, por no existir ya. Luego sólo pudo serlo cuando sonaba, porque
entonces había qué medir. Pero entonces no se detenía, sino que caminaba y
pasaba. ¿Acaso por esta causa podía serlo mejor? Porque pasando se extendía en
cierto espacio de tiempo en que podía ser medida, por no tener el presente
espacio alguno. Si, pues, entonces podía medirse, supongamos otra voz que
empieza a sonar y continúa sonando con un sonido seguido e ininterrumpido.
Midámosla mientras suena, porque cuando cesare de sonar ya será pretérita y no
habrá qué pueda ser medido. Midámosla totalmente y digamos cuánto sea.
Pero todavía suena, y no
puede ser medida sino desde su comienzo, desde que empezó a sonar, hasta el fin,
en que cesó, puesto que lo que medimos es el intervalo mismo de un principio a
un fin. Por esta razón, la voz que no ha sido aún terminada no puede ser medida,
de modo que se diga "qué larga o breve es", o denominarse igual a otra, ni
sencilla o doble, o cosa semejante, respecto de otra. Mas cuando fuere
terminada, ya no existirá. ¿Cómo podrá en este caso ser medida?
Y, sin embargo, medimos los
tiempos, no aquellos que aún no son, ni aquellos que ya no son, ni aquellos que
no se extienden con alguna duración, ni aquellos que no tienen términos. No
medimos, pues, ni los tiempos futuros, ni los pretéritos, ni los presentes, ni
los que corren. Y, sin embargo, medimos los tiempos.
35. ¡Oh Dios, creador de
todo! Este verso consta de ocho sílabas, alternando las breves y las largas. Las
cuatro breves primera, tercera, quinta y séptima- son sencillas respecto de las
cuatro largas -segunda, cuarta, sexta y octava-. Cada una de éstas, respecto de
cada una de aquéllas, vale doble tiempo. Yo las pronuncio y las repito, y veo
que es así, en tanto que son percibidas por un sentido fino. En tanto que un
sentido fino las acusa, yo mido la sílaba larga por la breve, y noto que la
contiene justamente dos veces.
Pero cuando suena una
después de otra, si la primera es breve y larga la segunda, ¿cómo podré retener
la breve y cómo la aplicaré a la larga para ver que la contiene justamente dos
veces, siendo así que la larga no empieza a sonar hasta que no cesa de sonar la
breve? Y la misma larga, ¿por ventura la mido presente, siendo así que no la
puedo medir sino terminada? Y, sin embargo, su terminación es su preterición.
¿Qué es, pues, lo que mido? ¿Dónde está la breve con que mido? ¿Dónde la larga
que mido? Ambas sonaron, volaron, pasaron, ya no son. No obstante, yo las mido,
y respondo con toda la confianza con que puede uno fiarse de un sentido
experimentado, que aquélla es sencilla, ésta doble, en duración de tiempo se
entiende. Ni puedo hacer esto si no es por haber pasado y terminado.
Luego no son aquéllas
[sílabas], que ya no existen, las que mido, sino mido algo en mi memoria y que
permanece en ella fijo.
36. En ti, alma mía, mido
los tiempos. No quieras perturbarme, que así es; ni quieras perturbarte a ti con
las turbas de tus afecciones. En ti -repito- mido los tiempos. La afección que
en ti producen las cosas que pasan -y que, aun cuando hayan pasado, permanece-
es la que yo mido de presente, no las cosas que pasaron para producirla: ésta es
la que mido cuando mido los tiempos. Luego o ésta es el tiempo o yo no mido el
tiempo.
Y qué; cuando medimos los
silencios y decimos: aquel silencio duró tanto tiempo cuanto duró aquella otra
voz, ¿no extendemos acaso el pensamiento para medir la voz como si sonase, a fin
de poder determinar algo de los intervalos de silencio en el espacio del tiempo?
Porque callada la voz y la boca, recitamos a veces poemas y versos, y toda clase
de discursos y cualesquiera dimensiones de mociones, y nos damos cuenta de los
espacios de tiempo y de la cantidad de aquél respecto de éste, no de otro modo
que si tales cosas las dijésemos en voz alta.
Si alguno quisiese emitir
una voz un poco sostenida y determinase en su pensamiento lo larga que había de
ser, este tal determinó, sin duda, en silencio el espacio dicho de tiempo, y
encomendándolo a la memoria, comenzó a emitir aquella voz que suena hasta llegar
al término prefijado; ¿qué digo?, sonó y sonará. Porque lo que se ha realizado
de ella, sonó ciertamente; mas lo que resta, sonará, y de esta manera llegará a
su fin, mientras la atención presente traslada el futuro en pretérito,
disminuyendo al futuro y creciendo el pretérito hasta que, consumido el futuro,
sea todo pretérito.
CAPITULO XXVIII
37. Pero ¿cómo disminuye o
se consume el futuro, que aún no existe? ¿O cómo crece el pretérito, que ya no
es, si no es porque en el alma, que es quien lo realiza, existen las tres cosas?
Porque ella espera, atiende y recuerda, a fin de que aquello que espera pase por
aquello que atiende a aquello que recuerda.
¿Quién hay, en efecto, que
niegue que los futuros aún no son? Y, sin embargo, existe en el alma la
expectación de los futuros. ¿Y quién hay que niegue que los pretéritos ya no
existen? Y, sin embargo, todavía existe en el alma la memoria de los pretéritos.
¿Y quién hay que niegue que el tiempo presente carece de espacio por pasar en un
punto? Y, sin embargo, perdura la atención por donde pase al no ser lo que es.
No es, pues, largo el tiempo futuro, que no existe, sino que un futuro largo es
una larga expectación del futuro; ni es largo el pretérito, que ya no es, sino
que un pretérito largo es una larga memoria del pretérito.
38. Supongamos que voy a
recitar un canto sabido de mí. Antes de comenzar, mi expectación se extiende a
todo él; mas en comenzándole, cuanto voy quitando de ella para el pasado, tanto
a su vez se extiende mi memoria y se distiende la vida de esta mi acción en la
memoria, por lo ya dicho, y en la expectación, por lo que he de decir. Sin
embargo, mi atención es presente, y por ella pasa lo que era futuro para hacerse
pretérito. Lo cual, cuanto más y más se verifica, tanto más, abreviada la
expectación, se alarga la memoria, hasta que se consume toda la expectación,
cuando, terminada toda aquella acción, pasare a la memoria.
Y lo que sucede con el canto
entero, acontece con cada una de sus partecillas, y con cada una de sus sílabas;
y esto mismo, es lo que sucede con una acción más larga, de la que tal vez es
una parte aquel canto; esto lo que acontece con la vida total del hombre, de la
que forman parte cada una de las acciones del mismo; y esto lo que ocurre con la
vida de la humanidad, de la que son partes las vidas de todos los hombres.
CAPITULO XXIX
39. Pero como tu
misericordia es mejor que las vidas [de los hombres], he aquí que mi vida es una
distensión. Y me recibió tu diestra en mi Señor, en el Hijo del hombre,
mediador entre ti -uno- y nosotros -muchos-, divididos en muchas partes por la
multitud de cosas, a fin de que coja por él aquello en lo que yo he sido cogido,
y siguiendo al Uno sea recogido de mis días viejos, olvidado de las cosas
pasadas, y no distraído en las cosas futuras y transitorias, sino extendido en
las que están delante de nosotros; porque no es por la distracción, sino por la
atención, como yo camino hacia la palma de la vocación de lo alto, donde oiré la
voz de la alabanza y contemplaré tu delectación, que no viene ni pasa.
Mas ahora mis años se pasan
en gemidos. Y tú, consuelo mío, Señor y Padre mío, eres eterno; en tanto que
yo me he disipado en los tiempos, cuyo orden ignoro, y mis pensamientos -las
entrañas íntimas de mi alma- son despedazadas por las tumultuosas variedades,
hasta que, purificado y derretido en el fuego de tu amor, sea fundido en ti.
CAPITULO XXX
40. Mas me estabilizaré y
solidificaré en ti, en mi forma, en tu verdad; ni sufriré ya las cuestiones de
los hombres, que, por la enfermedad contraída en pena de su pecado, desean más
de lo que son capaces y dicen: "¿Qué hacía Dios antes de hacer el cielo y la
tierra?"; o también: "¿Por qué le vino el pensamiento de hacer algo, no habiendo
hecho antes absolutamente nada?" Dales, Señor, que piensen bien lo que dicen y
descubran que no se dice nunca donde no hay tiempo. Luego cuando se dice que
nunca había obrado, ¿qué otra cosa se dice sino que no había obrado en tiempo
alguno? Vean, pues, que no puede haber ningún tiempo sin criatura y dejen de
hablar semejante vaciedad.
Extiéndanse también hacia
aquellas cosas que están delante y entiendan que tú, creador eterno de todos los
tiempos, eres antes que todos los tiempos, y que no hay tiempo alguno que te sea
coeterno ni criatura alguna, aunque haya alguna que esté sobre el tiempo.
CAPITULO XXXI
41. Señor, Dios mío, ¿cuál
es el seno de tu profundo secreto? ¡Y qué lejos de él me arrojaron las
consecuencias de mis delitos! Sana mis ojos y yo me gozaré con tu luz.
Ciertamente que si existe un
alma dotada de tanta ciencia y presciencia, para quien sean conocidas todas las
cosas, pasadas y futuras, como lo es para mí un canto conocidísimo, esta alma es
extraordinariamente admirable y estupenda hasta el horror, puesto que nada se le
oculta de cuanto se ha realizado y ha de realizarse en los siglos, al modo como
no se me oculta a mí, cuando recito dicho canto, qué y cuánto ha pasado de él
desde el principio, qué y cuánto resta de él hasta terminar.
Mas lejos de mí pensar que
tú, creador del universo, creador de las almas y de los cuerpos, sí, lejos de mí
pensar que tú conozcas así todas las cosas futuras y pretéritas. Sí; tú las
conoces de otro modo, de otro modo más admirable y más profundo. Porque no
sucede en ti, inconmutablemente eterno, esto es, creador verdaderamente eterno
de las inteligencias, algo de lo que sucede en el que recita u oye recitar un
canto conocido, que con la expectación de las palabras futuras y la memoria de
las pasadas varía el afecto y se distiende el sentido. Pues así como conociste
desde el principio el cielo y la tierra sin variedad de tu conocimiento, así
hiciste en el principio el cielo y la tierra sin distinción de tu acción.
Quien entiende esto, que te
alabe, y quien no lo entiende, que te alabe también. ¡Oh qué excelso eres! Con
todo, los humildes de corazón son tu morada. Porque tú levantas a los caídos,
y no caen aquellos cuya elevación eres tú.
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