Traductor: P. Teófilo Prieto, O.S.A
LIBRO PRIMERO
DE LAS COSTUMBRES DE LA IGLESIA CATÓLlCA
Es necesario poner al descubierto los artificios de los maniqueos. Dos artificios que principalmente utilizan para seducción de los ignorantes.
I.1. He tratado suficientemente, a mi
parecer, en otros libros sobre el modo de rebatir los ataques que, con tanta
impiedad como ineptitud, dirigen los maniqueos contra la Ley o Viejo Testamento,
y como es vana la jactancia que ellos afectan en medio de los aplausos del vulgo
ignorante. De lo cual puedo también aquí hacer brevemente mención. ¿Qué hombre,
por poco razonable que sea, no comprenderá que para la interpretación de las
Escrituras se ha de acudir a los que tienen profesión de enseñarlas, y que puede
suceder, o mejor dicho, sucede siempre, que muchos pasajes parezcan ridículos a
inteligencias poco desarrolladas, mientras que, si hombres más sabios los
explican, aparecen admirables y se reciben con tanta mayor satisfacción cuanto
se ve era más difícil descubrir el pensamiento? Esto es lo que pasa con alguna
frecuencia en los libros santos del Testamento Antiguo cuando el que encuentra
allí materia de escándalo se dirige a un doctor piadoso, más bien que a un impío
censor, y con tal que desee más averiguar que no satirizar. En su deseo de
instruirse podrá quizás dar con obispos, sacerdotes y otros ministros de la
Iglesia católica que se guarden con cautela de descubrir a todos indistintamente
nuestros misterios o con quienes, contentos con la sencillez de la fe, no se
imponen el sacrificio de sondear sus profundos secretos. Pero no deben nunca
desesperar de encontrar allí la verdad, donde ni todos los que la exigen son
capaces de enseñarla, ni todos los que la piden son siempre dignos de aprenderla
Dos cosas son necesarias: diligencia y piedad; la primera nos conducirá a los
que verdaderamente posean 1a ciencia y la otra nos hará merecedores de
adquirida.
2. Los maniqueos usan principalmente de dos
artificios para seducir a los sencillos y pasar ante ellos como maestros: uno,
la censura de las Escrituras, que entienden o pretenden entender muy mal; y el
otro, la ficción de una vida pura y de continencia admirable. Yo he resuelto, en
consecuencia, tratar de la vida y costumbres de la Iglesia católica; y
comprenderá quien lo leyere qué fácil es simular la virtud y qué difícil
poseerla con perfección. Mi palabra irá ungida de moderación, y me guardaré,
sobre todo, de hablar de sus desarreglos, que me son bien conocidos, con la
severidad y dureza que ellos emplean contra lo que no conocen; mi deseo más
vehemente es sanarlos más bien que combatirlos. Presentaré únicamente los
testimonios de las Escrituras, que están obligados a creer; no invocaré más que
el Nuevo Testamento, y aun todavía daré de lado los testimonios que dicen ser
interpolados cuando se les aprieta de tal forma que les es la salida muy
angustiosa y difícil; limitándome únicamente a los que se ven forzados a admitir
y aprobar. Lo que haré, eso sí, no dejar ningún pasaje de la doctrina de los
apóstoles sin su comparación con el correspondiente texto del Antiguo
Testamento, para que, despojándose de esa pertinacia, en la defensa de sus
locuras, si quieren despertar de su sueño y acercarse a la luz de la fe
cristiana, puedan ver cuánto deja que desear su vida para ser vida cristiana y
cuán verdadero es ser la Escritura que ellos censuran la Escritura de
Jesucristo.
Se apoya primero en la razón que en la autoridad, por condescendencia con el vicioso método de los maniqueos
II. 3. ¿En qué me apoyaré primero, en la
razón o en la autoridad? El orden natural es que, cuando aprendemos alguna cosa,
la autoridad preceda a la razón. La razón, en efecto, descubre su debilidad, en
que, después de haber caminado sola, tiene necesidad del recurso a la autoridad
como confirmación de lo que ella ha establecido. La inteligencia humana,
obscurecida por las tinieblas que como un velo la ciegan en la noche de los
vicios y pecados, e incapaz de contemplar con firmeza la claridad y pureza de la
razón, necesita el salubérrimo recurso de la autoridad, como sombreada con ramos
de humanidad, para fijar la mirada débil e insegura del alma en la luz de la
verdad. Pero como tengo que habérmelas con enemigos que sienten, hablan y obran
contra él orden natural y cuya máxima suprema es que la razón debe ser invocada
antes que todo, me acomodaré a su manera de, ver y seguiré su método, aunque, a
mi parecer, en las discusiones sea vicioso. Me será dulce y deleitable imitar,
según mis fuerzas, la mansedumbre y dulzura de Jesucristo, que consintió
revestirse del mal de la muerte misma, de la que nos quería libertar.
Felicidad del que goza del sumo bien del hombre. Condiciones de este bien: 1ª Que sea lo mejor que existe. 2ª Que no se le pueda despojar a nadie contra su voluntad
III. 4. Veamos, pues, a la luz de la razón,
lo que debe ser la vida del hombre. Es cierto que todos queremos vivir una vida
feliz, y no hay nadie que no asienta a esta proposición aun antes de terminar su
enunciado. Mas feliz, a mi juicio, no es el que no posee lo que ama, cualquiera
que sea el objeto de su amor; ni el que posee lo que ama, si es nocivo; ni el
que no ama lo que tiene, aunque sea muy bueno. Pues el que arde en deseos de lo
que no puede conseguir, él mismo es su crucifixión; el que obtiene lo que no
debiera amar, funestamente se engaña, y no está sano el que no desea lo que
debiera conseguir. En ninguno de estos estados está el alma libre de miseria; y
como la miseria y la felicidad no pueden estar juntas a la vez en el hombre, por
eso en ninguno de éstos es feliz. Sólo queda una cuarta situación, en la que se
puede dar la vida feliz, y es la producida por el amor y posesión del sumo bien
del hombre. ¿Qué es gozar, sino tener la presencia de lo que amas? Nadie sin
gozar del sumo bien del hombre es dichoso; y el que disfruta de él, ¿puede no
serlo? Es preciso, pues, si queremos ser felices, la presencia en nosotros del
sumo bien.
5. ¿Cuál es este sumo bien del hombre?
Cualquiera que sea, no será de peor condición que el hombre mismo, pues el que
le sigue se hace de su misma condición. Si, pues, el hombre debe tender al
soberano bien, no -puede serle inferior. ¿ Puede ser igual? Sí ciertamente, si
es lo mejor que puede gozar. Pero si hay algo más excelente que pueda llegar a
posesión del hombre que lo ama, ¿ quién duda que para ser feliz no deba
esforzarse por adquirir este bien, mucho mejor que el que ansía poseerlo? Porque
si la felicidad es la posesión del bien mejor, del bien que nosotros llamamos
sumo bien, ¿cómo puede incluirse en tal definición quien no ha llegado todavía a
su sumo bien? O ¿cómo es sumo bien, si hay algo mejor que podamos nosotros
adquirir? Este bien, si existe, debe ser de tal naturaleza, que no se pueda
perder contra nuestra voluntad; pues nadie pone confianza en un bien que ve se
le pueden arrebatar, aunque tenga la firme voluntad de retenerlo y conservarlo.
Y el que no posee con confianza el bien que goza, ¿puede ser feliz con el temor
qUe tiene de perderlo?
Qué es el hombre
IV. 6. ¿Qué bien puede existir superior al
hombre? Es difícil saberlo si no se examina y resuelve antes cuál es la
naturaleza del hombre. No se trata: aquí ahora de la exigencia de definir qué es
el hombre, cuando casi todo el mundo, o por lo menos mis adversarios y yo,
estamos de acuerdo en la afirmación de que somos un compuesto de cuerpo y alma.
La cuestión es muy distinta. ¿Cuál de las dos substancias que he mencionado es
la que constituye realmente al hombre? ¿ Son las dos, o el cuerpo solamente, o
sola el alma? El cuerpo y el alma son dos realidades distintas y ni la una sin
la otra es el hombre; no es el cuerpo sin el alma que le anima, ni el alma sin
el cuerpo la que da la vida. Y, a pesar de esto, puede suceder que una de las
dos sea el hombre y así se llame. ¿ A qué llamamos, pues, el hombre? ¿Es el
cuerpo y el alma, unidos como dos caballos al tiro de un carruaje o a la manera
del centauro? ¿ Es el cuerpo solo, puesto al servicio del alma que lo rige, a:
la manera de como damos el nombre de lámpara, no al fuego y al vaso unidos, sino
al vaso solamente, por razón del fuego que contiene? ¿O es el alma por razón del
cuerpo, que ella dirige, como no llamamos caballero al hombre y caballo juntos,
sino sólo al hombre, por la unión con el caballo que gobierna? Es difícil dar un
juicio decisivo sobre la cuestión; y si a la razón le es fácil, no lo haría sin
un largo razonamiento; y, por otra parte, no hay necesidad alguna de hacerlo ni
de alargar la discusión. Pues ya se designe con la palabra hombre el cuerpo y el
alma unidos, ya solamente el alma, el sumo bien del hombre no es el sumo bien
del cuerpo, sino el sumo bien de los dos o de sólo el alma.
El sumo bien del hombre es el que a la vez lo es del cuerpo y del alma
V. 7. ¿Cuál es el sumo bien del cuerpo? La
recta razón nos obliga a reconocer que es aquello que le comunica su mayor
perfección y felicidad. Pero nada de lo que le da vida, vigor y fuerza es mejor
y más excelente que el alma. El sumo bien del cuerpo no es, pues, ni el placer,
ni la falta del dolor, ni la fuerza, ni la belleza, ni la agilidad, ni nada
corporal, sino sólo el alma. Ella es, en efecto, la que con su presencia
comunica al cuerpo todo lo que acabo de decir, y, además, la vida, que es mejor
que todo. No es, por tanto, el alma el sumo bien del hombre, ya se designe con
este nombre el cuerpo y el alma unidos, ya el alma solamente. Porque si la razón
descubre que el sumo bien del cuerpo es mejor que él y lo que le da vigor y
vida, sea lo que fuere el significado del término hombre, bien el cuerpo y el
alma, bien sólo el alma, hay necesidad de seguir en la investigación de la
existencia de algo que sea más excelente y mejor que el alma y que, si a ello se
adhiere, la eleve a la perfección y felicidad de que es capaz. Este bien, si se
descubre, será, sin duda alguna, con razón y con justicia el sumo bien del
hombre.
8. Ahora que, si el cuerpo es el hombre, es
innegable ser el alma su bien mejor. Pero, cuando se trata de las costumbres,
cuando se busca qué regla de vida se ha de seguir para adquirir la felicidad, no
es para el cuerpo que se han establecido los preceptos, no es su disciplina la
que se trata de descubrir. Nuestro fin es investigar y llegar al conocimiento de
las buenas costumbres, y esto es exclusivo del alma; y desde el momento que es
cuestión de adquisición de la virtud, no puede referirse al cuerpo. Si, pues,
sucede, como al efecto se ve, que el cuerpo, dirigido por el alma, única capaz
de la virtud, es tanto mejor y más honesto y se eleva a tanta mayor perfección
cuanto más perfecta es el alma, que con una ley llena de justicia lo rige, se
sigue que será el sumo bien del hombre el que levanta al alma a tal estado de
perfección, aunque llamemos hombre al cuerpo solamente. Pues si un auriga o
cochero, por obediencia a mis ordenes, cuida y gobierna con perfección mis
caballos y disfruta de mi generosidad en la medida de su obediencia, ¿ qUién
podrá negar que a mi iniciativa se debe su buena conducta, como la buena marcha
de los caballos? Y así, que el hombre sea el cuerpo o el alma, o los dos juntos,
lo que se debe buscar primero que todo es lo que hace al alma más perfecta;
pues, una vez adquirido este bien, no es posible que el hombre no se perfeccione
y sea mejor que si de él careciese.
La virtud hace al alma perfecta. El alma adquiere la virtud siguiendo a Dios. Seguir a Dios y conseguirlo es la vida feliz
.
VI. 9. No hay quien ponga en duda que es la
virtud la perfección del alma. Lo que con razón se puede preguntar es si la
virtud subsiste por sí misma o sólo adherida al alma. Esto suscita una cuestión
muy elevada y que exige para su desarrollo un razonamiento muy largo; trataré de
abreviar, a la espera de la asistencia divina para decir cosas tan altas con
claridad y, además, con precisión y brevedad, según lo permitan mis débiles
fuerzas. Bien que la virtud subsista por sí misma, bien sólo adherida al alma,
es siempre cierto que ella (el alma) sigue una dirección para llegar a la
virtud; y esta dirección no puede ser otra cosa que el alma misma, o la virtud,
u otro objeto cualquiera. Si el alma se dirige a sí misma en la adquisición de
la virtud, es una dirección hacia no sé qué de necio e insensato, pues eso es
ella sin la virtud. Y como el deseo mayor del que busca algo es su consecución,
se sigue o que el alma no quiere obtener el objeto que ansía, cosa en verdad
bien absurda e irracional. , o. dirigiéndose ella misma a algo necio e
insensato, caerá en la necedad e insensatez que detesta. Mas si persigue la
virtud con ansias de conseguida, ¿cómo será eso posible si no existe o la posee
ya? Es necesario, pues, que la virtud subsista fuera del alma, o, si no se
quiere ver en ella nada más que un hábito o cualidad del alma sabia cualidad que
sólo subsiste en el alma, la dirección a la conquista de la virtud tiene que ser
hacia otra cosa distinta del alma; pues, a mi entender, si la dirección del alma
es hacia la nada o hacia algo necio o insensato, se sale del verdadero camino de
la sabiduría.
10. Esa otra cosa que yendo el alma en busca
de ella la hace sabia y virtuosa es el hombre sabio o el mismo Dios. Pero ya se
dijo que este bien debe ser de tal naturaleza, que no se nos pueda arrebatar
contra nuestra voluntad. ¿Y quién duda que el hombre sabio, aun en el supuesto
que nos baste la dirección hacia él, se nos puede arrebatar sin nuestro
consentimiento y aun a pesar de nuestra resistencia? Esta otra cosa, pues, es
Dios, y nada más; tendiendo hacia Él, vivimos una vida santa; y si lo
conseguimos, será una vida, además de santa, feliz y bienaventurada. Y si hay
hombres que niegan su existencia, no viene a nada pensar en razonamientos para
persuadirlos, cuando no se sabe si merecen siquiera que se les hable. Y en el
caso que esta demostración fuera necesaria, serían precisos otros principios
otras razones y procedimientos que los ahora establecidos. Pero mis adversarios
no sólo admiten su existencia, sino también su providencia en las cosas humanas.
¿Pues qué religión cabe en un hombre que niegue que la Provincia no se extiende,
por lo menos, a nuestras almas?
Es por la autoridad de las Escrituras que hay que buscar a Dios. La razón y los principales misterios de la economía divina en lo que se refiere a nuestra salud. Compendio de la fe
VII. 11. Pero ¿cómo dirigirnos hacia el que
no vemos? ¿Y cómo verlo, si, además de ser hombres, somos insensato? Porque,
aunque no se vea con los ojos del cuerpo, sino con los de la mente, ¿qué
inteligencia hay que, envuelta en las tinieblas de la ignorancia, pueda, o
intente a lo menos, ver aquella luz o claridad? Nuestro refugio son los
preceptos de quienes miramos como sabios. Hasta aquí nos ha podido guiar la
razón, ya que de lo humano posee, si no la certeza que nace de la verdad, al
menos la seguridad que da el hábito; pero al llegar a lo divino desvía de ello
su vista, no tiene serenidad para verlo, y emocionada, ardorosa y jadeante de
amor y como deslumbrada por los resplandores de la luz de la verdad, por
cansancio más bien que por elección, se vuelve a su familiaridad con las
tinieblas. ¡Qué temible y tremendo sería que el alma se debilitase más allí
donde, cansada, ansía el descanso! ¡Que la inefable Providencia divina ofrezca a
la vista de los que aun quieren volverse a sumergir en las tinieblas la sombra
de la autoridad y la acaricie con los hechos maravillosos y las palabras de los
libros santos, que como signos y sombras suavizan los resplandores de la verdad!
12. ¿Pudo
hacer más de lo que hizo por nuestra salud? ¿Qué más benéfico y liberal que esta
divina Providencia, que no quiso dejar al hombre en total abandono después de la
infracción de sus leyes y que por amor de las cosas perecederas mereció con
Tazón y justicia no engendrar más que una posteridad corruptible? De maneras y
modos admirables e incomprensibles, mediante secretísimos y ordenados
encadenamientos de las cosas creadas, que le prestan dócil vasallaje, puede
ejercer justísimamente su severidad castigando y su clemencia salvando. iOh, qué
providencia tan noble, excelente y digna la de Dios y cómo encierra en sí la
verdad que buscamos! No lo podremos comprender jamás si, comenzando por las
cosas humanas y que nos tocan de cerca, no somos fieles a la fe y preceptos de
la verdadera religión y no seguimos el camino que nos ha abierto y fortificado
Dios con la elección de los patriarcas, la promulgación de la Ley, los oráculos
de los profetas, el misterio de la encarnación, el testimonio de los apóstoles,
la sangre de los mártires y el establecimiento de la Iglesia en todas las
naciones. Por lo cual no se me vuelva a pedir en adelante mi opinión personal;
prestemos más bien oído atento a estos oráculos y sometamos con docilidad a las
palabras de Dios nuestra débil razón.
Dios es el sumo bien, al que debemos dirigirnos con todas las fuerzas del amor
VIII. 13. ¿Qué regla de vida nos da el Señor
en su Evangelio, y después de Él el apóstol Pablo? Los maniqueos no se atreven a
condenar estas Escrituras. ¡Que oigamos con atención y respeto, oh Cristo, qué
fin o felicidad nos prescribes! ¿No será, sin duda alguna, el mismo al que nos
ordenas dirigimos con todas las fuerzas del amor? Amarás dice, al
Señor tu Dios 1.
Decidme todavía cuál es la medida de ese amor, pues temo arder en el deseo y
amor de mi Dios más o menos de lo que conviene. Le amarás, me dice Él,
con todo tu corazón, y esto aun no basta. Le amarás con toda tu alma.
Ni esto es suficiente aún. Le amarás con toda tu mente. ¿Qué más quieres?
Más querría todavía si no viera que lo que hay más allá es la nada. ¿Qué añade
Pabló a esto? Sabemos que todo coopera al bien de los que aman a Dios.
Que nos diga también él la medida del amor. ¿Quién nos separará del amor de
Cristo? ¿Será acaso la aflicción, la persecución, el hambre, la desnudez, los
peligros o la espada? 2
Hemos oído cuál es lo que debemos amar y en qué medida. Este es el fin de la
dirección y referencia de todos nuestros pensamientos. Dios es para nosotros la
suma de todos los bienes, es nuestro sumo bien. Ni debemos quedamos más acá ni
ir más allá: lo primero es peligroso, y lo segundo, la nada.
Armonía entre el Antiguo y el Nuevo Testamento en orden al precepto del amor de Dios
IX. 14 Ahora, pues, indaguemos, o mejor,
examinemos (pues es claro y facilísimo), si hay acuerdo entre la autoridad del
Testamento Antiguo y las máximas sacadas del Evangelio y del Apóstol. ¿Qué decir
de la máxima anterior, que todos saben está tomada de la ley dada por Moisés?
Escrito está allí: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu
alma y con todo tu espíritu 3.
En cuanto a las palabras del Apóstol se refiere, ¿qué necesidad hay de
compararlas, pues, para ahorrarme tiempo y trabajo, él mismo lo hizo? Después de
haber dicho que ni la tribulación, ni la angustia 4,
ni la persecución, ni necesidad alguna del cuerpo, ni los peligros, ni la espada
podrían separamos del amor de Cristo, añadió a continuación: Al modo como
está escrito: Por tu amor sufrimos todos los días y somos apreciados como ovejas
con destino al matadero. Suelen estos herejes decir que estas palabras las
insertaron los corruptores de las Escrituras. Pero ¿quién no ve en el único
subterfugio de estos desgraciados su mejor confesión de la armonía entre los dos
Testamentos y la prueba de su plena convicción?
15. ¿Es que negáis, les pregunta Agustín, la
existencia de este pasaje en el Antiguo Testamento o su armonía con el del
Apóstol? Lo primero os lo enseñaré con sólo mostraros o poneros delante de los
ojos las Escrituras; para lo segundo, como se trata de hombres que obran con
doblez y se ocultan en lugares inaccesibles, sólo sé dos caminos de la paz: que
consintáis en mirar con un poco de atención y pesar las palabras citadas o con
mostraros la interpretación de los que juzgan sin pasión. ¿Qué más pacífica
armonía puede existir entre estos pasajes? La aflicción, miseria, persecución,
hambre, desnudez, peligros y todos los males que son la cruz del hombre en esta
vida lo expresa este testimonio del Antiguo Testamento: Por amor tuyo
sufrimos. La palabra espada, que, más bien que hacer penosa la vida, la
destruye, está indicada por estas palabras: Se nos trata como ovejas con
destino a la muerte; y, finalmente, no hay nada que con más Claridad se
refiera a la caridad que estas otras: Por amor tuyo ¡Seguid todavía
diciendo que no es este testimonio del Apóstol, sino que lo he forjado yo!
¿Podéis probar, ¡oh herejes!, la falta de este pasaje en la antigua Ley o su
falta de armonía con la del Apóstol? Y si ni lo uno ni lo otro (pues el texto de
las Escrituras no se puede contradecir y la inteligencia de todos afirma su
armonía más perfecta), ¿por qué fingís intencionadamente la corrupción de las
Escrituras? ¿ Qué contestación darías al que os dijere: Yo así lo entiendo, y
como tal así lo recibo y así lo creo; y si leo estos libros es porque todo me
parece estar en perfecta armonía con la fe cristiana? Decidme más bien si tenéis
tal audacia y habéis pensado darme alguna respuesta, que no creéis que los
apóstoles y los mártires hayan sufrido por Cristo graves persecuciones y la
muerte y que hayan sido tratados por los tiranos como ovejas con destino a la
muerte. Y si no podéis hablar así, ¿por qué se me calumnia de encontrar en un
libro una verdad que debo creer por confesión vuestra?
Dios según la enseñanza de la Iglesia. Los dos dioses de los maníqueos.
X. 16. ¿No enseñáis vosotros el amor de Dios,
pero no del que adoran los que aceptan la autoridad del Viejo Testamento? ¿No
sabéis que esto es negar la adoración al Dios que hizo el cielo y la tierra, del
que hablan las páginas de estos libros santos? ¿ No es confesión vuestra que
este universo, que significan los nombres cielo y tierra, ha sido hecho y creado
por un Dios, y un Dios bueno? Con vosotros no se puede hablar de Dios sin
restricciones, porque distinguís dos, uno malo y otro bueno. Y cuando decís que
adoráis y se debe adorar al Dios que hizo el mundo, pero no el que ensalza la
autoridad del Viejo Testamento, os cegáis descaradamente en la mala
interpretación de los pensamientos y palabras que hemos recibido tan llenos de
verdad y de salud; pero todo es inútil y sin eficacia alguna. ¿Queréis comparar
vuestras necias e impías disquisiciones con los discursos de los piadosos y
sabios doctores que en la Iglesia católica descubren los misterios de aquellas
Escrituras a los que lo desean y lo merecen? No entendemos como vosotros la Ley
y los Profetas. Abandonad el error: el Dios de nuestro culto no es un Dios
penitente, ni envidioso, ni pobre, ni cruel, ni sanguinario, ni vicioso, ni que
tiene su dominio reducido a una pequeña parte de la tierra. Sólo contra estas
niñerías son vuestras largas y aceradas críticas; no nos llegan: son
pensamientos de viejas o de niños lo que combatís con estilo tanto más ridículo
cuanto más enérgico y vehemente. Quienes, seducidos por vosotros, pasan a
vuestras filas, no condenan nuestra doctrina, sino demuestran que la ignoran
totalmente.
17. Por lo cual, si aun quedan restos de
humanidad en nuestro corazón, si todavía no habéis perdido del todo el amor a
vosotros mismos, os lo suplico, con interés de padre, que reparéis con amor y
atención cuál es el sentido de v que decimos. ¡Reparad y veréis que estáis
llenos de pobreza y miseria! ¿Acaso nosotros no reprobamos con más fuerza y
severidad que vuestra secta lo que atribuye a Dios cualidades que del todo son
incompatibles con su naturaleza? ¿Acaso no corregimos la simplicidad de los que
entienden literalmente los pasajes citados de las Escrituras o no nos causa
hasta risa su pertinacia pueril? Hay, además, otros puntos que vosotros no
comprendéis: que la doctrina católica prohíbe creer a los que, más bien por sus
estudios e inteligencia que por los años, han pasado de la edad, digamos, de la
infancia espiritual y van adelante en el conocimiento de la veneranda sabiduría.
Es una verdadera locura, según la doctrina católica, creer que Dios está con
tenido en un lugar, aunque sea infinito, y un crimen creer que El mismo o una de
sus partes se mueve y va de un lugar a otro. Califica también de impío y necio
el imaginarse solamente que pueda sufrir alteración o cambio en su naturaleza o
substancia. Verdad es que hay entre nosotros espíritus infantiles que se
representan a Dios como una forma humana y creen, además, que así es su ser o
realidad, y no por eso deja de ser una opinión menos abyecta y despreciable;
pero también es verdad que hay otros mucos espíritus, muy adelantados en el
conocimiento de la sabiduría, que ven con la inteligencia su inviolable e
inmutable grandeza, trascendiendo no sólo los cuerpos, sino la inteligencia
misma. La edad aquí no son los años: es la prudencia y sabiduría. Yo sé que en
el seno de vuestra secta no hay nadie que represente a la divinidad como la
forma de un cuerpo humano; pero no ignoro que tampoco hay nadie que la preserve
limpia del error humano. Mientras que los que como a niños amamanta la Iglesia
católica, si no nos los roban los herejes, van desarrollándose cada uno según su
capacidad y necesidades, y avanzan hacia la edad del hombre perfecto, y después
hacia la madurez y blancura de la sabiduría, y llegan, finalmente, en la medida
de su voluntad, a vivir una vida felicísima.
Sólo se debe amar a Dios. Él es el sumo bien del hombre. Nada más excelente que Dios. Nadie le pierde contra su voluntad. Dos condiciones del sumo bien
XI. 18. Buscar a Dios es ansia o amor de la
felicidad, y su posesión la felicidad misma. Con el amor se le sigue y se le
posee, no identificándose con Él, sino uniéndose a Él con un modo de contacto
admirable e inteligible, totalmente iluminado el ser y preso con los dulces
lazos de la verdad de la santidad. El solo es la luz misma; nuestra luz es
iluminación suya. El camino de la felicidad es el primero y principal precepto
del Señor: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todo tu
espíritu. A los amantes de Dios todo coopera a su bien 5.
Es por lo que a continuación añade el mismo San Pablo: Estoy seguro que
ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni las potestades, ni las cosas
presentes ni las futuras, ni lo que hay más alto ni lo que hay de más
profundo, ni criatura alguna, nos podrá separar del amor de Dios, que es Cristo,
Señor nuestro 6.
Se dice que a los que aman a Dios todo se ordena a su bien; y, por otra
parte, nadie duda que el sumo bien, o el bien más excelente, debe ser amado de
tal modo que supere a: todo otro amor, y que éste es el sentido de estas
palabras: Con todo el alma, con todo el corazón y con todo el espíritu; ¿quién,
pues, se atreverá a poner en duda, establecido y firmemente creído esto, que
sólo Dios es nuestro sumo bien, y que su posesión debe preferirse a todo, y que
toda prisa es poca para conseguirlo? Además, si no hay nada que nos pueda
separar de su amor, ¿qué habrá ni mejor ni más seguro que este bien?
19. Hagamos un breve examen de cada una de
las palabras del Apóstol. ¿Podrá alguien, ni aun con amenazas de muerte,
separamos de Dios? ¿ Acaso lo mismo que le ama puede morir, si persiste en su
amor, cuando la muerte misma es no amarle, que es lo mismo que ir el amor con
preferencia en seguimiento de algo distinto de Él? Tampoco habrá nadie que
deshaga nuestra unión con Él, prometiéndonos la vida; pues no, hay nadie que
pueda prometernos agua separándonos de la fuente misma. ¿Logrará el ángel romper
la unión, siendo su poder muy inferior al del alma a Dios unida? Ni la Virtud
tiene poder para deshacer tal unión; porque, si el texto se refiere a la Virtud
que tiene alguna influencia o poder en este mundo, es cosa notoria que el alma
unida a Dios trasciende en absoluto al mundo entero; si, por el contrario, dice
referencia a la virtud como afecto rectísimo de nuestro mismo espíritu, en este
caso ella misma coopera a nuestra unión, aunque exista en otro; y si radica en
nosotros, ella misma la realiza Ni las aflicciones presentes tienen eficacia
para causar tal rotura, pues se nos hacen tanto más ligeras y soportables cuanto
más estrecha es la unidad que tratan de deshacer. Y lo mismo cabe decir de la
promesa de los bienes futuros, ya que Dios es quien promete con más seguridad y
certeza que nadie todo bien futuro; y, por otra parte, ¿dónde hay algo mejor que
Dios, siempre presente a quienes con Él están verdaderamente unidos? La alteza y
profundidad no son tampoco suficientes para desbaratar la unión; porque si estas
palabras significan la alteza y profundidad de la ciencia, me guardaré muy bien
de la curiosidad, que me aleje de Él, y ninguna doctrina, con pretexto de
librarme del error, me separará de Él, ya que nadie yerra sino quien de Dios se
desvía. Si, por el contrario, estas palabras indican las cosas superiores e
inferiores de este mundo, ¿quién seria capaz de prometerme el cielo con el fin
de alejarme del que lo ha creado? ¿Tendrá acaso el temor del infierno poder para
destruir la unión, cuando ni aun sabría qué es el infierno si no me hubiera
separado de Dios jamás? Y, finalmente ¿qué lugar destruirá tal unión de amor,
siendo así que no estaría Dios todo en todas partes si alguna le pudiera con
tener?
Es el amor el que nos une y nos somete a Dios
XII. 20. Ni ninguna otra criatura,
continúa el Apóstol, nos puede separar de Él. ¡Oh hombre de los más
profundos misterios! No dice sólo una criatura, sino ninguna criatura, indicando
así que el alma y la inteligencia, con que amaros y nos unimos a Dios, son
también criaturas. El cuerpo es también otra realidad creada que él tiene en
cuenta; el alma es un ser inteligible que sólo conoce por la inteligencia, y lo
demás es la realidad sensible, que se conoce bien por los ojos, bien por los
oídos, bien por el olfato, bien por el gusto o bien por el tacto; lo cual
reviste menos nobleza que lo que sólo por la inteligencia se puede conocer. Y
como Dios no se puede conocer por los que lo merecen, sino por medio de la
inteligencia, aun siendo tanto más excelente que ella cuanto supera la
excelencia del Creador a la de la criatura, hay peligro que el espíritu humano,
al verse entre los seres invisibles e intelectuales, se crea de la misma
naturaleza que el que lo creó y el orgullo deshaga la unidad que sólo hace la
caridad. Ella se asemeja a Dios, cuanto su capacidad lo soporta, si con
docilidad acepta ser esclava del que la ha de iluminar y esclarecer. Y así como
se hace semejante en la medida de su docilidad y libre esclavitud, así también
se aleja de él en la medida que con temeraria osadía desea serle más semejante,
por lo que rehuye la esclavitud de la ley de Dios, creyéndose igual a El en
poder.
21. Cuanto más distante de Dios, no por
distancia local, sino por el afecto y deseo de las cosas a Él inferiores, más es
su ceguedad y miseria; el amor, al contrario, la vuelve a Dios, amor que desea
con ansia que el alma sea su esclava, no igual a Él. La tenacidad y diligencia
en procurarlo serán la medida de su perfección y felicidad, y la docilidad en la
total y plena sujeción a Dios causará la más perfecta libertad. Debe, pues,
reconocer el alma que es una simple criatura, y ver a su Creador tal y como es,
subsistiendo eternamente en la inviolable e inmutable naturaleza de la verdad y
sabiduría, y confesar que ella puede estar sujeta a la ceguedad ya la mentira
por causa de los errores mismos de los que con tanta ansia desea verse libre. Y
aún hay más: debe ponerse en guardia, no sea que el amor de alguna criatura es
decir, de este mundo sensible, la separe del amor de Dios, que la santifica para
hacerla sumamente feliz. No nos separará, pues, ninguna otra criatura, ya que
nosotros mismos lo somos, del amor de Dios, que es Cristo, Señor nuestro.
Es Jesucristo y su Espíritu quienes nos unen inseparablemente a Dios
XIII. 22. Oremos con fervor a San Pablo para
que nos diga quién es Cristo Jesús, Señor nuestro. Para los llamados,
dice, Jesucristo es la Virtud y la Sabiduría de Dios. ¿Cómo? No dice
Jesús de sí mismo: Yo soy la verdad? 7
¿Será otra cosa, según esto, la vida santa, la vida que es itinerario de la
felicidad, que el amor de la Virtud, de la Sabiduría y de la Verdad, pero amor
con todo el corazón, con todo el alma y con todo el espíritu? ¿No será lo mismo
la santidad que el amor perfecto de la inviolable e invencible Virtud, de la
Sabiduría en la que jamás penetra la ignorancia y la insensatez y de la Verdad
que ni cambia ni jamás existe de otra manera de como es eternamente? Esta verdad
nos revela al Padre, como lo expresa Jesús: Nadie viene al Padre si no
es por mí 8.
La santidad nos une a Él. Totalmente penetrados del espíritu de la santidad,
nos abrasamos en la plenitud y perfección de la caridad, que es la única que
causa la unión y la semejanza con Dios, más bien que con el mundo, como lo
significan estas palabras del Apóstol: Dios nos predestinó con
el fin de hacernos semejantes a la imagen de su Hijo 9.
23. Es, pues, la caridad la que produce
nuestra semejanza con Dios; y así, conformados y como sellados con el sello de
la divina semejanza y segregados o separados del mundo, no volvamos a mezclamos
jamás con las criaturas, que deben ser siempre nuestras esclavas. Esto es obra
únicamente del Espíritu Santo. La esperanza nunca se frustra, dice San
Pablo, pues la caridad de Dios se ha difundido en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha comunicado 10.
Nuestra renovación por el Espíritu Santo no se podría realizar si no
permaneciera Él siempre el mismo en su integridad e inmutabilidad; lo que
tampoco sería posible sin ser de la misma substancia o naturaleza de Dios, que
es la inmutabilidad y, por decirlo así, la invertibilidad misma. La criatura,
sin embargo (no son palabras mías, son de San Pablo), es esclava de la
vanidad o mentira 11.
Lo que está sujeto a la vanidad no nos puede separar de ella ni unirnos a la
verdad; esto es obra exclusiva del Espíritu Santo; no es, pues, una criatura,
porque lo que existe o es Dios o es criatura.
Es el amor quien nos une al sumo bien, que es la Trinidad
XIV. 24. Es, pues, un sagrado deber el amar a
Dios, una. Una unidad que es trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo; que no es
otra cosa que la existencia misma. Dios es la existencia primera, de
la que proceden todas las existencias, por la que todas son producidas y en la
que todas existen 12.
Son palabras de San Pablo; y luego añade: A El sólo es debida toda la
gloria, expresión la más propia y precisa, pues no dice a ellos, porque Dios
no hay más que uno. ¿No significa aquí la Palabra gloria el conocimiento más
puro, elevado y universal? Porque cuanto es más universal y perfecto el
conocimiento, tanto es con más ardor querido y amado. Con este amor avanza el
género humano con seguridad y firmeza hacia la vida más perfecta y feliz. Cuando
se trata de las costumbres y de la vida, creo no puede irse más lejos a buscar
cuál es el sumo bien del hombre, al que todo debe ir dirigido. Es claro, como se
ha demostrado por la razón y por lo que vale más, la autoridad divina, que no es
otro que el mismo Dios. ¿Puede ser otro el sumo bien del hombre fuera de aquel
cuya posesión le asegura la felicidad? Este bien es sólo Dios, al que únicamente
nos une el afecto, él amor, la caridad.
Definición cristiana de las cuatro virtudes cardinales
XV. 25. Como la virtud es el camino que
conduce a la verdadera felicidad, su definición no es otra que un perfecto amor
a Dios. Su cuádruple división no expresa más que varios afectos de un mismo
amor, y es por lo que no dudo en definir esas cuatro virtudes (que ojalá tengan
tanto arraigo en los corazones como sus nombres en las bocas de todos) como
distintas funciones del amor. La templanza es el amor que totalmente se entrega
al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo soporta por el objeto de
sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo de su amado y que ejerce,
por lo tanto, señorío conforme a razón; y, finalmente, la prudencia es el amor
que con sagacidad y sabiduría elige los medios de defensa contra toda clase de
obstáculos. Este amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino
amor de Dios, es decir, del sumo bien, suma sabiduría y suma paz. Por esta
razón, precisando algo más las definiciones, se puede decir que la templanza es
el amor que se conserva integro e incorruptible para solo Dios; la fortaleza es
el amor que todo lo sufre sin pena, con la vista fija en Dios; la justicia es el
amor que no sirve más que a Dios, y por esto ejerce señorío, conforme a razón,
sobre todo lo inferior al hombre; y la prudencia, en fin, es el amor que sabe
discernir lo que es útil para ir a Dios de lo que le puede alejar de Él.
Armonía del Antiguo y del Nuevo Testamento
XVI. 26. Explicaré en pocas palabras el modo
de vida según cada una de estas virtudes; pero quiero cumplir mi promesa de
comparar los pasajes del Nuevo Testamento que vengo utilizando con sus paralelos
del Antiguo. ¿Es sólo San Pablo 13
el que dice que debemos estar tan sometidos y unidos a Dios, que no se
interponga nada entre El y nosotros? ¿ No expresan esto mismo, y de la manera
más adecuada y precisa, estas palabras del profeta: ¿Mi felicidad es la unión
con Dios? 14
¿No es verdad que lo que San Pablo dice de la caridad con tanta extensión
está comprendido en estas palabras: unión con Dios? Y lo que David añade:
Es mi felicidad, ¿no corresponde exactamente a las palabras del Apóstol:
A los que aman a Dios, todo coopera a hacerlos felices? 15
En una máxima del profeta que consta de dos palabras, se muestra a la vez la
fuerza y la eficacia de la caridad.
27. San Pablo (ya lo hemos visto) llama al
Hijo la Virtud y la Sabiduría de Dios 16;
la virtud dice orden a la operación, y la sabiduría a la ciencia (en el
Evangelio, la operación y la sabiduría están indicadas donde se lee: Todo se
hizo por Él 17;
y la ciencia y conocimiento de la verdad, en aquellas otras palabras: Y
la vida es la luz de los hombres); ¿se puede, según esto, vaticinar
algo más en armonía con estos oráculos del Nuevo Testamento que lo que sobre la
sabiduría se lee en el Antiguo: La sabiduría toca ambos extremos con
fortaleza y lo rige todo con suavidad? 18
Tocar con fortaleza se refiere primariamente a la virtud, y regir con
suavidad es propio del arte y de la razón. Aun más claro que este oráculo es el
siguiente: El Señor de todo tuvo en ella sus complacencias, pues enseña el
conocimiento de Dios y ordena sus obras. Se ve que no se habla aquí de
operación, ya que ordenar y conocer las obras no es hacerlas: es necesario
buscar el poder de obrar que dice relación a la virtud, con el fin de completar
la proposición que se trata de demostrar, lo que está expresado en estas
palabras: Si las riquezas son en la vida deseadas con ardor, ¿qué hay de
mayor riqueza que la Sabiduría que lo ha hecho todo? ¿Se puede decir algo
mejor, con más claridad y de más rico contenido? Oíd lo que sigue, si lo dicho
aun os parece poco: La sabiduría enseña la sobriedad o templanza, la
fortaleza y la justicia. La sobriedad, creo yo, se refiere al conocimiento
de la verdad, a la ciencia; mientras que la justicia y la fortaleza dicen orden
a la acción u operación. Estas dos cosas, la eficacia en el obrar y la sobriedad
de la contemplación (dones que la sabiduría de Dios comunica a sus amantes), Son
de tanta estima y aprecio, que no sé a qué compararlas, como el mismo profeta lo
dice a renglón seguido: La sabiduría nos enseña la templanza, la justicia y
la fortaleza en cuya comparación nada hay más útil en la vida para los
hombres.
28. No faltará alguien que piense que no dice
esto relación al Hijo de Dios. Pues que lea este texto del profeta: Ella
(la sabiduría) estima en mucho la gloria de su origen por la unión que tiene
con Dios 19.
La palabra origen significa ordinariamente paternidad, del mismo modo que
unión dice igualdad con el Padre mismo. San Pablo dice que el Hijo de Dios es la
Sabiduría de Dios 20.
Y el Señor en el Evangelio: Nadie conoce al Padre sino su Hijo unigénito 21.
¿Y pudo acaso el profeta decir nada más en consonancia con esto que lo que
sigue: Contigo existía la sabiduría que conoce tus obras y estaba presente
cuando creaste el mundo y sabía lo que agradaba a tus ojos? 22
Jesucristo es la verdad, y en este sentido le llama San Pablo resplandor del
Padre 23;
pues ¿qué hay alrededor del sol sino el resplandor que produce? ¿Qué oráculo del
Antiguo Testamento se adapta con más precisión y claridad a este pensamiento que
el siguiente: Tu verdad existe a tu alrededor? 24
Por último, la misma Sabiduría dice en el Evangelio: Nadie viene o
conoce al Padre si no es por mí 25;
el profeta: ¿Quién conocerá tus pensamientos si no le comunicas la
sabiduría?; Y a continuación: Los hombres conocieron lo que te agrada y
han sido curados por la sabiduría 26.
29. San Pablo: La caridad de Dios,
dice, se ha derramado con profusión en nuestros corazones por el
Espíritu Santo que se nos ha comunicado 27;
el profeta: El Espíritu Santo, que enseña toda ciencia, detesta el dolo
o fraude 28,
porque donde hay dolo o fraude falta la caridad. San Pablo: Tenemos que
tener semejanza con la imagen del Hijo de Dios 29;
el profeta: Estamos sellados, Señor, con la luz de tu rostro 30.
San Pablo prueba que el Espíritu Santo no es criatura; el profeta:
Enviarás el Espíritu Santo desde lo más alto de los cielos 31.
Sólo Dios, y nada más, es la alteza misma. San Pablo muestra que la Trinidad
es un solo Dios 32,
cuando dice: A El solo la gloria; el profeta: Oye, ¡oh Israel!, el
Señor tu Dios es Uno solo 33.
Apóstrofes que dirige a los maniqueos para que reconduzcan su error y se conviertan
XVII. 30. ¿Qué? ¿Aun queréis más pruebas? ¿Os
parece todavía, poco necio e impío vuestro ensañamiento? ¿Es racional la
perversión de las almas sencillas e ignorantes con tan perniciosas razones? No
es distinto, no, el Dios de ambos Testamentos. Y esta armonía en los oráculos
que habéis oído, existe lo mismo en los demás, si con diligencia y juicio
equilibrado queréis hacer la prueba. La Escritura dice muchas cosas en lenguaje
vulgar y sencillo muy propio para almas que vuelan a ras de tierra, con el fin
de elevarlas con más facilidad de lo humano a lo divino; y muchas otras en
lenguaje figurado, para más fructuoso ejercicio de la inteligencia que,
solícita, busca un sentido y para su mayor delectación y alegría una vez
descubierto; pues bien vosotros de esta traza maravillosa del Espíritu Santo os
servís con torcida intención para seducir y hacer caer en la red a los que os
oyen. La causa de esta permisión divina y qué gran verdad es lo que dice el
Apóstol: Es conveniente la existencia de muchas herejías, para que se
manifiesten los de probada virtud 34,
es muy largo de explicar, y por eso sólo me limitaré a deciros: No os toca a
vosotros entender estos secretos. Os conozco bien: tenéis inteligencias muy
obtusas y muy enfermas del pestilencial pasto de las imágenes corpóreas para
juzgar de lo divino, que es mucho más elevado que vuestro pensamiento.
31. Mi intención ahora no es que entendáis,
porque es imposible, sino excitar en vosotros el deseo de entenderlas alguna
vez. Esto es obra de la sencilla y pura caridad de Dios, que es lo que más se
aprecia en las costumbres y de la que tanto he dicho, y que, inspirada por el
Espíritu Santo, conduce al Hijo o Sabiduría de Dios, por la que se llega al
conocimiento del Padre. Si la sabiduría y la verdad no se aman con todas las
fuerzas del espíritu, no se puede en modo alguno llegar a su conocimiento; pero
si se busca como se merece, no se retira ni se esconde a sus amantes. De aquí
aquellas palabras que soléis tener con frecuencia en la boca: Pedid, y
recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Nada hay oculto
que no se descubra 35.
E1 amor es el que pide, y busca, y llama, y descubre, y el que, finalmente,
permanece en los secretos revelados. No nos aleja con espanto de este amor de la
sabiduría y de la diligencia en buscarla el Viejo Testamento, como vosotros de
cís, mintiendo siempre con la más intencionada bellaquería, sino que nos excita
a ello con la mayor elocuencia.
32. Escuchad, pues, un momento y escuchad sin
pertinacia las palabras del profeta: La sabiduría está llena de luz, y su
hermosura no pierde su vigor y energía; los que la aman la descubren
fácilmente, y los que la buscan la hallan. Previene a los que la desean
para mostrarse a ellos la primera. El que pasa las noches en vela por ella no se
cansará buscándola: la verá sentada a sus puertas. Pensar en ella es
prudencia perfecta; el que pasare las noches en vela, al momento estará en
reposo y seguridad, pues rodea sin cesar a los que son dignos de ella; en sus
caminos se les muestra con rostro alegre y les sale al encuentro, ofreciéndoles
toda clase de obsequios. El verdadero principio de la sabiduría es el deseo de
instruirse en la disciplina; deseo que es amor a la sabiduría, y este
amor es la observancia de las leyes; y esta observancia es la afirmación de la
incorruptibilidad que une al alma con Dios. Y el amor de la sabiduría conduce al
reino eterno 36.
¿Cesaréis ya de ladrar, como de costumbre, contra estas palabras? ¿No es
verdad que la simple exposición de estas cosas, aun sin entenderlas, a
cualquiera le sugiere la existencia de algo sublime e inefable? ¡Ojalá lo
entendierais! Porque al momento os veríais limpios y puros de todas las
ridiculeces ficticias y de las hueras imágenes corpóreas, y todos juntos
respirando amor, alegría y confianza os arrojaríais en el regazo maternal y
castísimo de la Iglesia católica.
Sólo en la Iglesia católica se halla la perfección de la verdad en la armonía de ambos Testamentos
XVIII. 33. Yo podría examinar al detalle, en
la medida de mi flaqueza, y desarrollar los pasajes que he citado, cuya
excelencia y profundidad superan las más de las veces a toda elocuencia; pero
mientras oiga, como de costumbre, vuestros ladridos, es mi deber el silencio;
porque no en vano se dijeron aquellas palabras: No deis a los perros las
cosas santas 37.
No os deis por ofendidos, que yo fui uno de esos perros y también ladré
cuando con razón y justicia se me daban, en cambio del pan de la doctrina,
latigazos de repulsa o de desprecio. ¡Ojalá tuvierais al presente o llegarais a
tener alguna vez la caridad de que ahora se trata, en proporción a la grandeza
de la verdad que se ha de conocer! Pues no haría falta más para que Dios os
revelara que en la secta maniquea no existe la fe cristiana, que conduce al
ápice de la sabiduría y de la verdad, cuyo goce es la vida bienaventurada, ni en
parte alguna, fuera de la religión católica. ¿No es esto mismo lo que con tan
vehementes deseos expresa el Apóstol Pablo en las palabras que siguen: Esto
es por lo que doblo las rodillas en presencia del Padre de nuestro Señor
Jesucristo, de quien desciende toda paternidad del cielo y de la tierra, para
que, en proporción a las riquezas de su gloria, os fortalezca y vigorice
según el hombre interior por el Espíritu Santo, y llegue a echar raíces Cristo
en vuestros corazones por la fe, y así, arraigados y fundados en la caridad,
podáis comprender la altura, la longitud, latitud y profundidad de este
misterio y el amor de Jesucristo, que supera a todo conocimiento, con el fin de
llenaros a todos, en toda su plenitud, de los dones de Dios? 38
¿Se puede decir algo de modo más claro?
34. Os ruego que abráis los ojos y
consideréis la maravillosa armonía de los dos Testamentos, lo cual nos muestra y
enseña qué regla de vida se debe seguir y cuál el punto de referencia de todas
las cosas. Son una excitación al amor de Dios estas palabras del Evangelio:
Pedid, buscad, llamad 39;
lo mismo San Pablo: con el fin de que, arraigados y fundados en la
caridad, podáis comprender 40;
y lo del profeta no es distinto tampoco: Pueden conocer con facilidad la
sabiduría quienes la aman, la buscan y la desean y en sus pensamientos, vigilias
y cuidados se consagran a ella. La salud del alma, como el camino de la
felicidad, brotan de esta armonía de las dos Escrituras. Os diré en pocas
palabras, lo que siento: ¡Ojalá oyerais a los doctores de la Iglesia católica
con la misma tranquilidad de espíritu y con el mismo interés que yo os oía a
vosotros! A buen seguro que no tendríais necesidad de nueve años, que me
tuvisteis engañado, ni mucho menos, para ver la diferencia entre la verdad y el
error.
Descripción de la templanza según las santas Escrituras
XIX. 35. Pero volvamos ya a aquellas cuatro
virtudes, con el fin de sacar de cada una las reglas directivas de nuestra vida.
Pongamos primero la atención en la: templanza, cuyas promesas son la pureza e
incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es la represión y
pacificación de las pasiones, que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios
y de su bondad, o lo que es lo mismo, de la felicidad. Allí, en efecto, tiene su
asiento la verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión hace, sin duda,
dichosos, como, al contrario, los que de allí se apartan se ven cogidos en las
redes de los mayores errores y aflicciones. La codicia, dice el Apóstol,
es la raíz de todos los males, y quienes la siguen naufragan en la fe y se
hallan envueltos en grandes aflicciones 41.
Este pecado del alma está figurado en el Antiguo Testamento de una manera
bastante clara, para quienes quieran entender, en la prevaricación del primer
hombre en el paraíso. Nosotros, dice el Apóstol, morimos todos en Adán
y resucitaremos todos en Cristo 42.
¡Oh, qué misterios tan profundos! Pero es necesario que me contenga. No es
mi propósito ahora enseñaras la verdad, sino quitaras el afecto a la mentira, si
puedo, es decir, si Dios dice que sí a mi deseo de trabajar por vuestra salud.
36. San Pablo dice que la raíz de todos los
males es la codicia, por la que la antigua Ley explica también la caída del
primer hombre. Nos amonesta Pablo 43
que nos despojemos del hombre viejo y nos vistamos del nuevo, y quiere que se
entienda por hombre viejo a Adán prevaricador, y por el nuevo, al Hijo de Dios,
que para libramos de él se revistió de la naturaleza humana en la encarnación.
Dice también el Apóstol: El primer hombre es terrestre, formado de la tierra;
el segundo es celestial, descendido del cielo. Como el primero es terrestre, así
son sus hijos; y como el segundo es celestial, celestiales son también
sus hijos, y como llevamos la imagen del hombre terrestre, llevemos también la
imagen del celestial 44;
esto es, despojarse del hombre viejo y vestirse del nuevo. Esta es la
función de la templanza: despojar del hombre viejo y renovarnos en Dios, es
decir, despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas y
referir todo su amor a las cosas invisibles y divinas. Todo esto es lo mismo que
de modo admirable dice en otro lugar: Aunque el hombre exterior se destruya,
pero el interior se renueva de día en día 45;
y el profeta: Mi Dios, cread en mí un corazón puro y renovad en mis
entrañas el espíritu de justicia 46.
Decidme ahora si puede hablar alguien contra la armonía de las Escrituras,
como no sean los ciegos detractores.
Sólo Dios debe ser amado; y lo que no es Él, es decir, todo lo sensible, se debe despreciar
XX. 37. Los atractivos de los cuerpos radican
en lo que perciben los sentidos corpóreos, y que algunos llaman sensibles; y es
la luz la que tiene entre ellos la primacía, ya que entre los sentidos, que
están al servicio del alma, la vista es la preferida; y ésta es también la razón
de llamar las sagradas Escrituras visible a todo lo sensible. En el Nuevo
Testamento se nos prohíbe su amor en este precepto del Apóstol: No fijéis
vuestra atención en lo visible, sino en lo invisible; pues lo visible es
temporal, mas lo invisible es eterno 47.
De aquí se colige que no son cristianos quienes se creen en el deber no sólo
de amar el sol y la luna, sino también de darles culto de adoración. ¿Ve algo
nuestra vista si no ve el sol y la luna? Pues se prohíbe volver la vista a las
cosas visibles, mucho más tendrá que retraerse de su amor quien quiera
ofrecérselo a Dios puro e incorruptible. Dejo esto ahora para tratarlo con más
atención y diligencia en otro lugar. Mi intención al presente no es hablar de la
fe, sino de la vida que merece llegar a la inteligencia de lo que se cree. Sólo
Dios merece nuestro amor; todo lo demás, todo lo sensible, al contrario, es
digno de desprecio y de qué nos sirvamos únicamente de ello en la medida de las
necesidades de la vida.
Las sagradas Letras condenan la gloría humana y la curiosdidad
XXI. 38. La gloria humana se reprueba y
desprecia en el Nuevo Testamento: Si pretendiera, dice el Apóstol,
agradar a los hombres, no sería esclavo de Cristo 48.
Como todavía hay algo más en los cuerpos que concibe el alma por medio de
las imágenes sensibles, y se denomina ciencia de las cosas, y en esto cabe
excesiva curiosidad, será otra gran función de la templanza cercenar tales
excesos. Y de ahí lo que sigue: Estad en guardia para no ser seducidos por la
filosofía 49.
Si uno se fija, el nombre mismo de filosofía expresa una gran cosa, que con
todo el afecto se debe amar, pues significa amor y deseo ardoroso de la
sabiduría; por eso el Apóstol, para que no se juzgue ser su intención alejar a
los hombres de su amor, añade a continuación, con la más exquisita prudencia,
estas otras palabras: y los elementos de este mundo. ¡Cuántas son las
personas, en efecto, que después de haber abandonado las virtudes y sin saber
qué es Dios ni la majestad de su naturaleza, subsistiendo siempre la misma,
piensan que hacen algo grande consagrándose con un ardor y curiosidad
insaciables al conocimiento de esta masa universal de la materia que llamamos
nosotros el mundo! Les infla tanto esta ciencia, que llega hasta hacerles creer
que son ciudadanos del cielo por sus frecuentes disquisiciones sobre él.
¡Reprímase el alma en su concupiscencia desenfrenada de la vana ciencia, si es
su voluntad conservarse casta y pura para Dios! Un amor de tal naturaleza la
seduce a veces de tal forma, que llega a la ilusión de no creer en más
existencias que las de los cuerpos; y aunque la autoridad la persuada de la
existencia de algo incorpóreo, no lo puede pensar sin las sombras de las
Imágenes corpóreas y llega a convencerse Que es así como la falacia de los
sentidos se lo representa. Este puede ser también el sentido de aquellas
palabras: "Téngase mucha precaución contra los vanos fantasmas".
39. La autoridad del Nuevo Testamento 50,
que nos obliga a retraemos de todo afecto a las cosas de este mundo, es
innegable en este pasaje: No queráis la semejanza con el mundo 51.
Pues el que ama busca siempre su semejanza con el objeto amado. Si del Nuevo
pasamos al Antiguo, se me ofrecen muchos pasajes paralelos; pero basta por todos
un libro de Salomón, el Eclesiastés, para engendrar sumo desprecio de todas las
cosas de este mundo. ¡Vanidad de vanidades, así empieza, vanidad de
vanidades y todo no es más que vanidad¡ ¿Qué le queda al hombre de todo lo que
le hace sufrir sobre la tierra? 52
Bastaría que se considerase, se examinase y se pesase bien todo esto, para
instruir con documentos utilísimos a los que ansían huir del mundo y refugiarse
en Dios; pero esto me llevaría muy lejos, y por ahora es otra mi intención. Sin
embargo, el Eclesiastés, sacando las consecuencias de este principio, muestra
que los hombres vanos son quienes se dejan seducir y engañar por esta clase de
bienes, que no son otra cosa que vanidad y nada; pero no quiere esto decir que
Dios no los haya creado, sino que los hombres por el pecado se hacen
voluntariamente esclavos de estos bienes, de los que serían señores, según la
ley divina, si obraran bien. ¿No es lo mismo ilusionarse y dejarse seducir por
estos falsos bienes que juzgar más digno de admiración y de amor lo que es
inferior al hombre? Pero el hombre moderado encuentra en ambos Testamentos una
regla de vida que le rija dentro de esta multitud de bienes caducos y pasajeros,
que le envuelven y amenazan cegar le, y es la siguiente: No se debe amar ninguno
ni creerlo deseable por sí mismo, sino servirse de ellos únicamente según las
necesidades y deberes de la vida, con la moderación de un usufructuario, no con
la pasión de un alma enamorada. Basta ya con lo dicho de la templanza; poco, es
verdad, si se tiene en cuenta la importancia de esta materia; pero quizás sea
mucho para el fin que me he propuesto.
El amor de Dios produce la fortaleza
XXII. 40. Poco tengo que decir sobre la
fortaleza. Este amor de que hablamos, que debe inflamarse en Dios con todos los
ardores de la santidad, se denomina templanza, en cuanto no desea los bienes de
este mundo, y fortaleza, en cuanto de ellos nos despega. Pero de todo lo que se
posee en esta vida es el cuerpo lo que más fuertemente encadena al hombre según
las justísimas leyes de Dios, a causa del antiguo pecado (que, dicho sea de
paso, nada es tan fácil como hablar de él y, sin embargo, nada: tan difícil y
misterioso como explicarlo y comprenderlo). Este vínculo teme toda clase de
sacudidas y molestias y, sobre todo, su rotura y muerte; y por eso afligen al
alma los trabajos, los dolores y los horrores de la muerte. El alma se pega al
cuerpo por la fuerza del hábito, sin comprender siempre que, si de él se sirve
bien y con sabiduría, merecerá un día, sin molestia alguna, por voluntad y ley
divinas, gozar de su resurrección y transformación gloriosas; pero si,
comprendiendo esto, arde toda entera: en amor de su Dios, en este caso no sólo
no temerá la muerte, sino que llegará hasta ansiarla con ardorosos deseos.
41. Resta, sin embargo, el duro combate
contra el dolor. Pero cuando, llevada de este amor, el alma se entrega a su
Dios, vuela libre y generosa sobre todos los tormentos con las alas hermosísimas
y purísimas sobre las que se apoya en su vuelo apresurado al abrazo castísimo de
su Dios. ¿Consentirá Dios que el amor en los que aman el oro, la gloria, los
placeres de los sentidos, tenga más fuerza que en los que le aman a Él, cuando
aquello no es ni siquiera amor, sino pasión y codicia desenfrenada? Sin embargo,
si esta pasión nos muestra la fuerza del ímpetu de un alma que, sin cansancio y
a través de les mayores peligros, se va hacia lo que ama, es también una prueba
que nos demuestra cuál debe ser nuestra disposición para soportarlo todo antes
que abandonar a Dios, cuando tanto se sacrifican éstos para desviarse de El.
Consejos y ejemplos de fortaleza sacados de las santas Escrituras
XXIII. 42. ¿Qué necesidad hay de recoger aquí
testimonios del Nuevo Testamento, pues de él son estas palabras: La
tribulación produce la paciencia, y la paciencia la prueba, y ésta produce la
esperanza 53;
y, además, lo prueban y lo confirman con el ejemplo quienes las han
proferido? Los ejemplos de paciencia serán más bien del Antiguo, contra el que
tan furiosamente se ensaña la secta maniquea. Ni es mi intención traer aquí a la
memoria aquel hombre que en los más duros suplicios del cuerpo y horribles
llagas de sus miembros sufría ron tanta valentía los dolores humanos, que le
quedaba aún aliento para disertar con verdadera elocuencia de las cosas divinas.
Pues si con serenidad se fija la atención en cada una de sus palabras, se verá
con claridad el aprecio que merecen estos bienes, que, cuando los hombres
quieren ser sus dueños, son como un cebo para hacerlos caer en sus redes por la
pasión de la codicia, y llegan a ser esclavos de las cosas perecederas quienes
con temeraria insensatez pretendían ser señores 54.
Este hombre privado de todas las riquezas y de improviso reducido a extrema
pobreza, de manera tan inquebrantable y serena dejó fijo su espíritu en Dios,
que mostró bien a las claras el aprecio que les tenía, siempre menos que a sí
mismo, y mayor que todo, a Dios. A buen seguro que, si los hombres de hoy
estuvieran animados de este espíritu, no sería necesario, para llegar a la
perfección, que con tanta insistencia se inculcara en el Nuevo Testamento el
precepto de despojarse de estos bienes, ya que mucha más perfección es no
regarse el corazón poseyéndolas que estar en absoluto de ellas desposeídos.
43. Y puesto que se trata ahora de la
fortaleza en los dolores y torturas del cuerpo, yo prescindiría de este hombre,
grande e invicto, es verdad, pero, al fin, hombre. ¿No me ofrecen estas mismas
Escrituras el ejemplo de una mujer de prodigiosa fortaleza y me están haciendo
violencia a. que pase a tratar de él? 55
Es una mujer que eligió antes el sacrificio de sus siete hijos, es decir,
entregar todas sus entrañas maternales al tirano y verdugo, que pronunciar una
palabra sacrílega; y ella, además, con sus exhortaciones les fortalecía y
alentaba a sufrir, sufriendo ella en el alma las torturas de los miembros de sus
hijos y cumpliendo, finalmente, el deber que con elocuencia divina les
inculcaba. ¿Qué fortaleza, decidme, os lo ruego, puede igualarse con ésta? Pero
¿qué hay de extraño, por otra parte, en que el amor de Dios, animando todas las
partes del alma resista al tirano, al verdugo, al dolor, al cuerpo, al sexo y al
afecto maternal? ¿Ignoraba esta mujer lo preciosa que es en la presencia del
Señor la muerte de los Santos? 56
¿No había oído que el hombre sufrido es superior al mas fuerte 57,
y estas otras palabras: Aceptad de buen grado todo lo que os sucediere,
sed pacíficos en vuestro dolor, conservad la paciencia en las humillaciones,
pues el fuego es crisol del oro y de la plata? 58
¿No sabía, acaso, que el horno prueba los charros del alfarero, y la
aflicción a los hombres justos? 59
¿Pero qué es lo que estoy diciendo? Conocía estos y otros muchos preceptos
divinos acerca de la fortaleza, dictados por el mismo Espíritu de Dios en los
libros del Antiguo Testamento, que eran los que entonces existían, y cómo lo
hizo después en los del Nuevo.
De la justicia y de la prudencia
XXIV. 44. ¿Qué diré de la justicia que tiene
por objeto a Dios? Lo que dice nuestro Señor: No podéis servir a dos
señores; 60
y la reprensión del Apóstol a quienes sirven más bien a las criaturas que al
Creador 61,
¿no es lo mismo que lo dicho con mucha antelación en el Viejo Testamento: A
tu Señor Dios adorarás y a El solo servirás? 62
¿Qué necesidad hay de citar más, cuando todo está lleno de semejantes
preceptos? Esta es la regla de vida que la justicia prescribe al alma amante, de
que se trata: servicio pronto y con la mejor buena voluntad al Dios de sus
amores, que es sumo bien, suma sabiduría y suma paz; y todas las demás cosas,
las rija y gobierne, parte de ellas como sujetas a él y parte como previendo que
algún día lo estarán. Esta regla de vida la confirma, como decimos, el
testimonio de ambos Testamentos.
45. Poco será también lo que diga de la
prudencia, que no es otra cosa que el descubrimiento del objeto de nuestros
amores y de nuestros odios. Bástenos saber que sin ella no se puede hacer bien
nada de lo anteriormente dicho. Es propio de ella la vigilancia y diligencia
para no ser seducidos, ni de improviso ni poco a poco; y es por lo que el Señor
muchas veces nos repite: Estad siempre en vela 63
y caminad mientras dura la luz, para que no os sorprendan las tinieblas 64;
y lo mismo San Pablo: ¿No sabéis que un poco de levadura basta
para inficionar toda la masa? 65
Contra esta negligencia y sueño del espíritu, que apenas se da cuenta de la
infiltración sucesiva del veneno de la serpiente, son clarísimas estas palabras
del profeta que se leen en el Antiguo Testamento: El que desprecia las cosas
pequeñas caerá poco a poco 66,
Voy muy deprisa, no puedo detenerme en amplias explicaciones sobre esta
máxima sapientísima; pero, si fuera éste mi propósito, mostraría la grandeza y
profundidad de estos misterios, que son la burla de hombres tan necios como
sacrílegos, que no caen poco a poco, sino que con toda rapidez, en lo profundo
del abismo.
De los deberes de estas cuatro virtudes en lo que se refiere al amor de Dios, cuyo premio es la vida eterna y el conocimiento de la verdad
XXV. 46. ¿A qué dar más extensión a esta
cuestión sobre las costumbres? Siendo Dios el sumo bien del hombre, lo que no
podéis negar, se sigue que la vida santa, que es una como dirección del afecto
al sumo bien consistirá en amarle con todo el corazón con toda el alma y con
todo el espíritu; lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor,
que es lo propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las
incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo
otro vasallaje, que es lo propio de la justicia y, finalmente lo que le hace
estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse inficionar
subrepticiamente de la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia. Esta
es la única perfección humana que consigue gozar de la pureza de la verdad y la
que ensalzan y aconsejan a una ambos Testamentos. ¿A qué todavía continúan
vuestras calumnias contra lo que ignoráis? La censura de estos libros, propio
sólo de ignorantes, arguye vuestra suma impericia; y esa misma censura es como
siete sellos que os cierran su inteligencia. Porque es imposible que se abra su
sentido a quien los odia, como, a su vez no, es posible siga siendo su enemigo
quien los comprenda.
47. Amemos, pues, a Dios con todo el corazón,
con toda el alma y con todo el espíritu quienes nos hemos propuesto llegar a la
vida eterna. La vida eterna es el gran premio, cuya promesa nos llena de gozo y
alegría; pero el premio no es antes que los méritos ni puede dársele al hombre,
sin que antes lo merezca; esto sería suma injusticia, que no es posible en Dios,
suma justicia. No se debe, según esto, pedir el premio antes de merecerlo. Quizá
no sea incongruente aquí la pregunta: ¿qué es la vida eterna? Pero que hable
primero el dador de ella: La vida eterna, dice, consiste en conocerte
a ti solo Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo 67.
La vida eterna es, pues, el conocimiento mismo de la verdad. Deducid de aquí
la ignorancia y perversidad de quienes nos prometen el conocimiento de Dios para
ser perfectos, siendo, al contrario, este conocimiento el premio definitivo de
la perfección. ¿Qué hacer, pregunto yo, sino amar primero con perfecta caridad
lo que con tantas ansias ardemos en deseos de conocer? De aquí el principio,
sentado al principio, de que nada hay tan prudente y saludable como lo que se
practica en la Iglesia católica, que es dar la preferencia a la autoridad sobre
la razón.
El amor de sí mismo y del prójimo
XXVI. 48. Sigamos adelante con lo que resta,
pues no parece hemos hablado nada del hombre mismo, es decir, de quien
precisamente debe amar; aunque, a la verdad, no ve muy claro quien esto piensa.
No es posible en quien ama a Dios que no se ame a sí mismo; y más diré: que sólo
se sabe amar a sí mismo quien ama a Dios. Ciertamente se ama mucho a sí mismo
quien pone toda la diligencia en gozar del sumo y verdadero bien; y como
ya hemos probado que es Dios, es indudable ser mucho lo que se ama a sí mismo
quien es amante de Dios. ¿No debe existir entre los hombres vínculo alguno de
amor que los una? Más bien es verdad que no hay peldaño más seguro para subir al
amor de Dios que la caridad del hombre para con sus semejantes.
49. Que nos hable del segundo precepto el
Señor, quien, preguntado sobre los preceptos de la vida, no habló de uno sólo,
sabiendo, como sabía, que es una cosa Dios y otra el hombre, y tan distinta como
es la distinción entre el Creador y la criatura, hecha a su imagen. El segundo
precepto: Amarás, dice, a tu, prójimo como a ti mismo 68.
No será bueno el amor de ti mismo si es mayor que el que tienes a Dios. Y lo
mismo que haces contigo, hazlo con tu prójimo, con el fin de que él ame a
Dios también con perfecto amor. Pues no le tienes el amor que a ti mismo si no
te afanas por orientarle hacia el bien al que tú te diriges; es éste un bien de
tal naturaleza, que no disminuye con el número de los que justos contigo tienden
a El. Aquí tienen su origen los deberes que rigen la comunidad humana, en los
que no es tan fácil acertar. Pero al menos sepamos, ante todo, ser buenos no
servirnos contra nadie de la mentira ni de la doblez porque no hay nada más
próximo al hombre que el hombre mismo.
50. Oye también lo que dice San Pablo: El
amor del prójimo no hace el mal 69.
Me sirvo de textos muy cortos, pero bastan para probar lo que intento, ya
que nadie ignora el número y calidad de los testimonios que se leen en todas las
páginas de los libros santos relativas al amor del prójimo, y como sólo hay dos
modos de delinquir contra el prójimo: uno causándole daños y otro negándole
nuestra ayuda cuando se le puede prestar, y por esto son los hombres malos, y
ninguna de estas cosas hace el que ama, por eso pienso que la sentencia El
amor del prójimo no obra mal, prueba lo que quiero demostrar. Y si no
podemos obrar el bien sin haber dejado antes de hacer el mal, el amor del
prójimo es como el principio del amor de Dios; y por este principio de San Pablo
nos elevamos a lo que escribe a los fieles de Roma: Nosotros sabemos que todo
coopera al bien para los que aman a Dios 70.
51. Ahora, en la marcha de estos dos amores
hacia la plenitud y la perfección, decidir si van a un paso igual o si comienza
primero el amor de Dios, o el del prójimo se perfecciona antes que él, confieso
que no lo sé. Parece, en efecto, ser al principio el amor divino el que nos
atrae con más fuerza; pero, por otra parte, se llega más fácilmente a la
perfección que exige menos. Pero, sea de esto lo que fuere, lo cierto es que
nadie se forje ilusiones de poder llegar a la felicidad, ni a Dios, objeto de
sus amores, si desprecia a su prójimo. ¡Quiera el cielo que fuera tan fácil
hacer bien al prójimo y no causarle daño alguno, como lo es amarle por quien
está bien instruido y lleno de amor y dé benignidad! Para realizar este amor, la
buena voluntad no basta; se necesita, además, mucha sabiduría y una prudencia
exquisita, de la que nadie puede servirse si el mismo Dios, fuente de todos los
bienes, no se la comunica. Se toca aquí, lo sé muy bien, una cuestión muy
delicada, sobre la cual intentaré, sin embargo, decir algo, en la medida que lo
exige la obra que traigo entre manos, con la esperanza puesta en aquel de quien
sólo recibimos estos dones.
Del amor del prójimo en cuanto al cuerpo
XXVII. 52. El hombre, tal y como nos aparece,
es un alma racional que usa o se sirve de un cuerpo mortal y de la tierra El
amor del prójimo lleva consigo hacer bien, unas veces al cuerpo y otras al alma.
El bien que dice relación al cuerpo lleva el nombre genérico de medicina, y lo
que hace bien al alma, de instrucción o disciplina. Medicina llamo yo todo lo
que sirve para conservar la salud del cuerpo para repararla. En este nombre
genérico de medicina entran no sólo los servicios del arte médico, sino también
el alimento bebida, vestido, habitación y todo lo que es protección y defensa
del cuerpo contra toda clase de accidentes y heridas que le vienen de
fuera y que le perjudican, como el hambre, la sed, el frío, el calor y demás.
53. Son misericordiosos quienes por cortesía
y humanidad ofrecen lo que es necesario para resistir a estos males dolores,
aunque llegara a tanto su sabiduría, que no afecte a su alma dolor o turbación
alguna. ¿Quién no sabe que la palabra misericordia etimológicamente significa
hacer miserable o infeliz al corazón del que se aflige del mal ajeno? ¿Quién se
atreverá también a poner en duda que el sabio debe estar exento de miserias
cuando socorre al necesitado, da de comer al que tiene hambre y de beber al que
tiene sed; cuando da vestido al desnudo, hospitalidad al peregrino, y,
finalmente, llega a tanto su espíritu de humanidad, que da sepultura a los
muertos? Pues aunque todo esto lo hiciese con ánimo tranquilo y sin sentir los
pinchazos del dolor y solamente por deber de bondad, sería misericordioso; el
nombre no le perjudica nada, estando exento de miserias.
54. Hay hombres tan necios, que huyen de la
misericordia como de un vicio, porque dicen que si al alma no le afectan las
miserias del prójimo; por sólo el deber, no se puede mover a socorrerlas; a
éstos hay que decirles que más bien que serenos con la serenidad de la razón,
están congelados del frío de inhumanidad. Es en otro sentido mucho más elevado
cómo es Dios misericordioso, y que sólo es conocido de quienes por su piedad y
estudio son capaces de comprenderlo; y yo mismo me guardaré muy bien de servirme
con imprudencia del lenguaje de los doctos, por temor de endurecer los corazones
haciéndoles huir de la misericordia, en vez de enternecerlos con el amor de la
benignidad Tengamos siempre presente que, si la misericordia nos manda ahuyentar
los males o miserias del prójimo, la justicia nos prohíbe inferírselas.
Del amor del prójimo en cuanto al alma
XXVIII. 55. La disciplina que sirve para
restaurar la salud del alma, sin la cual la salud corporal carece de toda
eficacia para remediar las miserias de la vida, es una cosa en extremo difícil.
Lo mismo que acabo de decir respecto al cuerpo, a saber: que hay enfermedades y
heridas que son pocos los que las pueden curar, y otras necesidades, como el
hambre, la sed y demás, que no hay hombre, aun el de más humilde condición, que
no pueda, remediar, lo mismo sucede respecto al alma; hay miserias que no exigen
gran pericia y maestría, como cuando exhortamos y excitamos a los que nos rodean
a que hagan con sus semejantes los servicios corporales que acabo de enumerar;
si lo hacemos nosotros mismos, remediamos las necesidades del cuerpo, y con las
exhortaciones a que se haga, remediamos las del alma. Pero hay otros muchos
casos en los que es tal la multitud y diversidad de enfermedades, que exigen
pura su curación medicinas de inefable e irresistible eficacia, y que, si no
vinieran del cielo, no habría esperanza de salvación, ya que aumentan los
crímenes de una manera que produce una verdadera alarma. Y lo mismo que se dice
ser don del cielo las medicinas del alma, se debe decir también de las del
cuerpo; pues si nos remontamos al origen de las cosas, sólo pueden venir
de Dios, que es la razón de la estabilidad y conservación de todas las cosas.
56. Esta disciplina de que se trata, que es
la medicina del alma, consta de dos partes, como se colige de las mismas divinas
Escrituras: la coerción y la enseñanza. La coerción se consigue por el temor, y
la enseñanza, por el amor: amor y temor que dicen relación al que por la
disciplina se le ayuda, ya que quien por la disciplina da la medicina, no debe
tener otro móvil que el amor. El mismo Dios, cuya clemencia y bondad es la única
razón de nuestra existencia, no dio otras reglas en el Antiguo y Nuevo
Testamento. En ambos existe el temor y el amor, bien que en el Antiguo
prevalezca el temor y en el Nuevo domine el amor; allí rige la ley de la
servidumbre, aquí los apóstoles anuncian la ley de la libertad. ¿Qué se puede
decir del orden y armonía admirables de ambos Testamentos? Es muy largo de
explicar y ya se ha hablado de esto por piadosos y sabios doctores. El
desarrollo y explicación de esta materia como se merece, teniendo en cuenta las
débiles fuerzas humanas, exigiría varios volúmenes. Bástenos decir que el que
ama al prójimo hace hasta donde alcanzan sus fuerzas por conseguir la salud del
cuerpo y del alma, pero refiriendo siempre el cuidado del cuerpo a la salud del
alma. Obra gradualmente con relación al alma; inspira primero el temor, para
concluir en el amor. Esto resume la pureza de las costumbres, que nos conduce al
conocimiento de la verdad, la que arrebata y lleva tras sí todos nuestros deseos
más ardientes.
57. En el amor de Dios y del prójimo están
conmigo de acuerdo los maniqueos; lo que niegan es su existencia en el Antiguo
Testamento; error cuya enormidad la prueban suficientemente, a lo que creo, los
textos de ambos Testamentos que he aducido. Sin embargo, añadiré algunas
palabras que sea una locura no quererlas admitir:¿No advierten que lo mismo que
ellos se ven obligados a aceptar es absurdo sostener que no lo tomó el Señor del
Antiguo Testamento? ¿No se lee en el Evangelio, como en el Deuteronomio:
Amarás al Señor tu Dios con todo, tu corazón 71,
con toda tu alma y con todo tu espíritu 72;
y lo que sigue: Amarás a tu prójimo romo a ti mismo? 73
Y si no tienen la osadía de negarlo (presionados por la luz de la verdad),
que nieguen su carácter saludable; que no son la regla de las buenas costumbres;
que no se debe amar a Dios y al prójimo 74;
que a los que aman a Dios no coopera todo a su bien 75
y que el amor del prójimo no obra mal; preceptos, sin embargo, qué rigen
la vida de los hombres de la manera más saludable y perfecta. Aun puede ser que
llegue su audacia desmedida a negarlo, y entonces verán que no sólo están en
contradicción con los cristianos, sino con el género humano entero. Si, por el
contrario se reprimen y se ven constreñidos a confesar su origen divino, ¿por
qué no cesan de condenar y reprobar con sacrílega impiedad los libros de donde
están tomados estos preceptos?
58. ¿Dirán, según su perversa costumbre, que
no se sigue sea todo bueno de donde se han sacado estas verdades? Este su
miserable, falso y malintencionado subterfugio no veo fácil cómo me sea posible
deshacerlo. ¿Me veré obligado a examinar una por una las palabras del Antiguo
Testamento para hacer ver a los ignorantes y contumaces la suma armonía con el
Evangelio? ¿Cuándo realizaré yo esto? ¿Podré yo solo hacerla? ¿Lo sufrirán
ellos? ¿Qué salida me queda, según esto? ¿Abandonaré la causa y permitiré que se
encubran bajo este falso, reprobable y muy malintencionado pretexto? No, de
ninguna manera consentiré esto; el mismo Dios, autor de estos preceptos, vendrá
en mi ayuda y no me dejará solo e impotente en tantas perplejidades y angustias.
La autoridad de las santas Escrituras
XXIX. 59. Estad, pues, atentos, ¡oh
maniqueos!, por si acaso, a pesar de la superstición en la que estáis
aherrojados, podéis al fin romper las cadenas. Oídme, digo, con atención y sin
pertinacia y sin estudiado afán de resistencia, ya que pensar de otro modo os
será perniciosísimo. Nadie duda, ni vosotros estáis tan distantes de la verdad
hasta el punto de no comprender, que, si es bueno, como lo confiesa todo el
mundo, el amor de Dios y del prójimo, no se podrá razonablemente censurar lo que
encierran estos dos preceptos Qué se encierra en ellos, es cosa ridícula que me
lo preguntéis a mí. Oíd más bien, oíd con gran atención al Cristo, a la
Sabiduría de Dios: En estos dos preceptos, dice El, se resume toda la
Ley y los Profetas 76.
60. ¿Qué podrá decir en este caso la más
impudente y desvergonzada pertinacia? ¿Se le ocurrirá decir que no son palabras
de Cristo? ¡Pero si así, con estas palabras, está escrito en el Evangelio!
¿Llegará aún su mala intención a afirmar que es escritura falsificada? Pero ¿se
puede proferir algo más impío que este sacrilegio, algo más impudente, atrevido
y criminal? ¡Ni los mismos idólatras, que abominan hasta el nombre mismo de
Cristo, han proferido nada semejante contra estas veneran das Escrituras! ¿No
sería esto la ruina del valor de todos los escritos y la anulación de todos los
libros de la antigüedad, si las Escrituras, que tienen en su apoyo la religión
de tantos pueblos y la confirmación del consentimiento unánime de los hombres y
de las edades, se podrían poner en duda, hasta el punto de negarles el crédito y
autoridad de la más vulgar historia? ¿Qué texto, según eso, podéis alegar, de
aquellas Escrituras, contra el que no se pueda aplicar vuestro procedimiento, si
contradice a mi manera de pensar y de razonar?
61. Pero ¿quién concederá a la secta maniquea
el derecho de prohibir la creencia en libros que se conocen en toda la tierra y
que andan en manos de todos, y se nos quiera, por el contrario, imponer la fe en
los libros que ella misma produce? Si acerca de alguna escritura puede caber
duda, ¿ no será más bien sobre la que aun no ha merecido los honores de la
publicidad o sobre la que con otro nombre haya podido ser falsificada en todas
sus partes? Si bien a despecho mío me la presentas y por abuso de autoridad me
quieres obligar a darle crédito, ¿cómo dudar yo de la que veo constantemente
divulgada en todos los lugares y autorizada por el testimonio de todas las
Iglesias diseminadas por todo el mundo? ¿No seré yo un miserable si la pongo en
duda, y más miserable todavía si mi duda se apoya únicamente en tu palabra? Si
aun cuando mostraras otros ejemplares sólo debería dar crédito a los autorizados
por el consentimiento del mayor número, no presentando, por el contrario, más
que palabras muy hueras y temerarias en extremo, ¿tendrás la osadía de creer que
llega la perversión del género humano y el abandono de la Providencia hasta el
punto de preferir a estas Escrituras, no otras que tú presentaras como
refutación, sino únicamente tus palabras? Preséntame otro texto que contenga la
misma doctrina, pero no falsificada y más verdadera, donde no falten más que los
pasajes subrepticiamente introducidos. Por ejemplo, si crees que la epístola de
San Pablo a los Romanos ha sido falsificada, preséntame otra que esté intacta, o
mejor, otro ejemplar que contenga esta misma epístola del Apóstol pura e
íntegra. Esto, contestas, no lo haré para que no se me acuse de falsificador.
Esa suele ser tu respuesta ordinaria, y es justa, porque ni los hombres más
vulgares se resistirían a esta suspicacia si tú te atreverías a hacerlo. Juzga
por esto qué estima tienes tú mismo de tu autoridad y si sería una gran
temeridad dar crédito a un manuscrito presentado por ti; dime ahora si se debe
dar crédito a tus palabras contra las Escrituras.
Sublime apóstrofe a la Iglesia, maestra de toda sabiduría. Doctrina de la Iglesia Católica
XXX. 62. Pero ¿a qué viene insistir más en
esto? ¿Quien no ve que los que así censuran las santas Escrituras, si acaso no
son como la suspicacia de los hombres piensa, lo cierto es que no son
cristianos? Porque a nosotros, los cristianos, se dio esta regla de vida, que
consiste en amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todo el
espíritu 77,
y después al prójimo como a nosotros mismos; y estos preceptos son el resumen
de toda la Ley Y de los Profetas 78.
¡Oh Iglesia católica, verdaderísima madre de los cristianos!, con razón predicas
que hay que honrar purísima y castísimamente a Dios, cuya posesión es
dichosísima vida; y con igual razón no presentas a nuestras adoraciones criatura
alguna a la que estemos obligados a servir y excluyes también de la
incorruptible e inviolable eternidad, a la que el hombre debe vasallaje y
obediencia y a la que únicamente deber estar unida el alma racional para ser
feliz, todo lo que ha sido hecho, todo lo que está sujeto a la mutación y al
tiempo, y no confundes lo que la eternidad, la verdad y la paz misma distinguen,
ni separas lo que la unidad de la majestad une. Y después de estas sublimes
enseñanzas haces de tal manera tuyo el amor y la caridad del prójimo, que en ti
hallamos toda medicina potentemente eficaz para los muchos males que por causa
de los pecados aquejan a las almas.
63. Tú adiestras y amaestras puerilmente a
los niños, con fortaleza a los jóvenes, con delicadeza a los ancianos, conforme
a la edad de cada uno, en su cuerpo y en su espíritu. Tú mandas a las esposas
que con casta y fiel obediencia obedezcan a sus esposos, no para saciar su
pasión, sino para que nazcan niños en el mundo y para el gobierno de la familia.
Tú ordenas la autoridad de los maridos sobre sus esposas, no para tratar con
desprecio al sexo más débil, sino para dominarle según las leyes del más puro y
sincero amor. Tú con una, estoy por decir, libre servidumbre sometes los hijos a
sus padres y pones a los padres delante de los hijos con dominio de piedad. Tú,
con vínculo de religión, más fuerte y más estrecho que el de la sangre, unes a
hermanos con hermanos. Tú estrechas con apretado y mutuo lazo de amor a los que
el parentesco y afinidad une, respetando en todo los lazos de la naturaleza y de
la voluntad. Tú enseñas a los criados la unión con sus señores, no tanto por
necesidad de su condición, cuanto por amor del deber. Tú haces que los señores
traten con más dulzura a sus criados por respeto a su sumo y común Señor, Dios,
y les haces obedecer por persuasión antes que por temor. Tú, no sólo con vínculo
de sociedad, sino también de una cierta fraternidad, ligas a ciudadanos con
ciudadanos, a naciones con naciones; en una palabra, a todos los hombres con el
recuerdo de los primeros padres. A los reyes enseñas a mirar a los pueblos y a
los pueblos amonestas que obedezcan a los reyes. Enseñas con diligencia a quién
se debe honor, a quién afecto, a quién respeto, a quién temor, a quién consuelo,
a quién amonestación, a quién, exhortación, a quién corrección, a quién
represión, a quién castigo, mostrando cómo no se debe todo a todos, pero sí a
todos la caridad, a ninguno la ofensa.
64. Y cuando este amor a los hombres ha
alimentado y robustecido el alma a tus pechos de madre y se ha hecho capaz para
seguir a su Dios; cuando su majestad comienza a descubrirse al hombre cuanto es
posible en esta vida de aquí abajo, entonces brota tal fuego de caridad, se
levanta tan gran incendio de amor divino, que, abrasados todos los vicios y todo
el hombre purificado y santificado, se ve cuán divinamente se dijo: Yo soy un
fuego abrasador, yo he venido a traer fuego a la tierra 79.
Los oráculos de un mismo Dios, escritos en dos Testamentos, que testifican
acordes la santificación del alma y nos conducen a otro testimonio del Nuevo,
tomado del Antiguo, que es como un canto de triunfo: ¡La muerte ha sido
tragada por la victoria! ¡Oh muerte!, ¿dónde está tu aguijón? ¡Oh muerte!, ¿dónde
está tu poder? 80
¡Oh, si estos herejes pudieran comprender aunque no fuera más que esta
verdad, libres de todo orgullo y llenos de espíritu de la paz, no honrarían a
otro Dios que el que en ti y en tu regazo, oh Iglesia Santa, se honra y adora! ¡Oh
Iglesia bendita! Por ti se conservan en todas las partes de la tierra estos
divinos preceptos. ¡Oh maestra del cielo! Por ti sabemos que el pecado es mucho
más grave cuando se conoce la ley que cuando se ignora, El pecado es el
aguijón de la muerte, y la fuerza del pecado es la ley 81,
por la que la conciencia de su transgresión hiere y mata. Tú eres la que nos
muestra cuán vanas son las acciones hechas bajo el yugo de la ley, cuando la
pasión causa la ruina del alma, y que trata de reprimirla, de darle muerte, por
el temor del castigo más bien que por el amor de la virtud. Herencia tuya es
también, ¡oh Iglesia católica!, esa multitud de hombres hospitalarios,
caritativos, misericordioso s, sabios, castos y santos, ¡muchos de los cuales
están abrasados del amor de Dios hasta tal punto, que, en su perfecta
continencia e increíble desprecio del mundo, son sus verdaderas delicias la
soledad.
Oposición entre la continencia de los maniqueos y la vida de los anacoretas y cenobitas
XXXI. 65. Decidme, os lo pido, ¿qué es lo que
lleva tras de sí a esos hombres que no pueden dejar de amar a sus semejantes y
que, sin embargo, pueden vivir sin su compañía? Ciertamente, sea ello lo que
fuere, será más excelente que todo lo humano, pues su vista les da alientos para
pasar la vida en la soledad. Abrazad vosotros, ¡oh maniqueos!, esas costumbres y
esa admirable pureza de los cristianos perfectos, que creen un deber sagrado no
sólo la alabanza de la castidad, sino también su práctica. Si os queda algún
resto de pudor, no oséis seguir sembrando con imprudencia entre los ignorantes
que la castidad es la más difícil de las virtudes. Y conste que no hablo de
cosas que no sabéis, sino de lo que con torcida intención queréis ocultar.
Porque ¿a quién de vosotros está oculta esa multitud de cristianos, que cada día
es mayor, diseminada por todo el mundo, principalmente en el Oriente y en
Egipto, que viven una vida de suma continencia?
66. Nada diré de esos hombres de quienes
vengo hablando, que se ocultan a todas las miradas, y se contentan ron un pedazo
de pan y un sorbo de agua que se les lleva de tarde en tarde, y gozan de sus
coloquios con Dios, a quien están unidos por la gran pureza de sus almas, y
disfrutan de las delicias de una vida díchosísima en la contemplación de la
belleza, que sólo la inteligencia de los santos puede conocer. No, no diré nada
de ellos, pues se les acusa de excesiva renuncia de las cosas humanas por
quienes no comprenden ni la utilidad de las plegarias ni la de los ejemplos que
nos dan los que así se ocultan de nuestra vista. ¿No parece superfluo extenderme
más sobre esto? ¿Cómo mis palabras serán capaces de llevar la admiración de tan
alta perfección a hombres de quienes no sale el admirarla ni rendirle homenaje?
Solamente diré a los que tan vanamente se jactan que es tanta la templanza y la
continencia de los grandes santos de la fe católica, que juzgan algunos hasta un
deber reducirla y medirla según el m6dulo de la naturaleza humana. ¡Tan elevada
parece esta virtud a quienes desagrada!
67. Pero si estos prodigios de santidad
exceden nuestras fuerzas, ¿ quién, al menos, no admirará y alabará a estos
hombres que desprecian y dejan los placeres del mundo, y viven en común una vida
castísima y santísima, y emplean juntos su tiempo en plegarias, lecturas y
conferencias? Estos hombres sin ninguna hinchazón de soberbia, sin ninguna
turbación ni palidez amarillenta, nacidas de la terquedad y de la envidia, sino
siempre modestos, humildes, sufridos, ofrecen a Dios ésta vida de perfecta
concordia y de perpetua contemplación como un don suyo gratísimo. Ninguno posee
nada como propio ni es carga para los demás. Se ocupan en trabajos manuales, que
les procuran lo necesario para el alimento del cuerpo sin distraer el espíritu y
el pensamiento de Dios. Acabado su trabajo, lo entregan a los decanos (pues cada
uno manda sobre diez religiosos), y ellos están descuidados de todo lo material,
que se refiera bien sea al alimento, bien sea al vestido, bien sea a. todo lo
que exigen las necesidades de cada día y cuidados de la salud. Los decanos lo
disponen todo con gran solicitud y cumplen con presteza las exigencias de la
vida y todas las necesidades del cuerpo, dando cuenta ellos mismos de su
administración al que llaman padre. Estos padres no sólo son santísimos, sino
también excelentísimos en la ciencia de lo divino y de espíritu elevado sobre
todas las cosas; miran sin soberbia alguna y con gran solicitud por el bien de
los que se llaman sus hijos predilectos, a quienes mandan con su gran autoridad
y son obedecidos con una gran voluntad. A la caída de la tarde, todos los
religiosos, todavía en ayunas, salen de sus habitaciones a oír la palabra del
padre; y se ve a veces un número superior a tres mil someterse a la autoridad de
uno solo. Ellos escuchan con increíble atención y en medio del más religioso
silencio y muestran con gemidos y lágrimas y una alegría modesta las emociones
que produce en sus almas la palabra del superior. Acto seguido van a tomar su
alimento, manteniéndose en los límites que fijan la salud y la castidad y
frenando de este modo la concupiscencia para que no se desfogue en presencia de
tan pocos y tan ordinarios alimentos. Y así se abstienen no sólo de carnes y de
vinos, con el único fin de domar la concupiscencia, sino de toda clase de
manjares que tanto más estimulan el estómago y el gusto cuanto más puros son
juzgados por algunos. Con este nombre suelen los maniqueos defender, con tanta
ridiculez como obscenidad, el deseo desarreglado de ciertos alimentos exquisitos
distintos de las carnes. Lo que les sobra del trabajo manual lo reparten entre
los necesitados, con más diligencia que se puso en adquirirlo. No se preocupan
en modo alguno de acumular abundancia de bienes: no es otro su empeño que
deshacerse de lo que no les es necesario, hasta el punto de enviar barcos
cargados de víveres a los lugares donde vive gente pobre y necesitada. Pero ¿
qué necesidad hay de insistir más sobre hechos tan conocidos de todo el mundo?
68. Como esta vida, es también la de las
mujeres que sirven a Dios con tanto celo como castidad, separadas y alejadas de
los hombres tanto como conviene; no están unidas a ellos más que por una piadosa
caridad y por la imitación de sus virtudes. Ningún hombre joven se acerca a
ellas, y los viejos, aun los más sabios y probados, no pueden acercarse
más que al vestíbulo, cuando les llevan las cosas necesarias para la vida. Ellas
tienen sus ejercicios manuales en trabajos de lana, de donde sacan para su
sustento y hacen los vestidos de los hermanos, que les entregan a cambio de los
alimentos. Estas costumbres, esta vida, este orden, estas instituciones, aunque
quisiera y fuera mucha mi elocuencia, no podrían ser elogiadas dignamente; y me
hace, además, violencia para contenerme el temor de que no se juzgue digna por
sí misma de una religiosa admiración la exposición sencilla de hechos tan
maravillosos si uno a ella el coturno del panegirista. ¡Oh maniqueos!, criticad
esto si os es posible. No mostréis con tan refinada malicia la cizaña que puede
germinar entre el buen trigo a hombres ciegos y que no pueden discernir.
Elogio de los clérigos
XXXII. 69. No se vaya a creer, sin embargo,
que las costumbres santísimas de la Iglesia católica no rebasan los angostos
límites de esas almas santísimas cuya vida me ha merecido tanta alabanza.
¡Cuántos obispos, sacerdotes, diáconos y ministros de los misterios divinos he
conocido que fueron hombres excelentísimos y santísimos, lo que es tan difícil
verlo dentro de la conversación humana y el torbellino de la vida! Porque no son
con preferencia sus solicitudes y cuidados de los sanos, sino de los enfermos.
Tienen que soportar los vicios del pueblo para curarlos y tolerar antes las
heridas pestilentes que cicatrizarlas. Es muy difícil en estas circunstancias
ser santísimos y vivir una vida de paz y de tranquilidad de espíritu. Lo diré en
pocas palabras: éstos pasan su vida donde se aprende a vivir, mientras que
aquellos (los anacoretas y cenobitas) están allí donde se vive verdaderamente.
Otras comunidades de religiosos y de religiosas que viven en las ciudades. Ayunos de tres días.
XXXIII. 70. Existe, además, en la Iglesia
católica otro orden de cristianos que merecen igualmente mis alabanzas; me
refiero a aquellos que viven en comunidad, dentro de las ciudades, una vida
cristiana muy distinta de la vida ordinaria. Yo mismo conocí en Milán una
comunidad de santos regida por un sacerdote santísimo y sapientísimo; en Roma
supe de muchas comunidades regidas siempre por quien más sobresalía entre ellos
en gravedad, prudencia y ciencia de lo divino, y vivían juntos una vida cuya
respiración eran la caridad, la santidad y libertad cristianas; y con el fin de
no ser carga los unos de los otros, se sustentaban, según costumbre del Oriente
y ejemplo de San Pablo Apóstol, del trabajo de sus manos. El ayuno de muchos era
increíble: no se reducía sólo a una comida al anochecer (costumbre de uso
universal), sino que, además, pasaban con mucha frecuencia tres o más días sin
comer ni beber; y no eran solamente hombres los que practicaban estas
austeridades: imitaban también su ejemplo las mujeres. Había comunidades de
viudas y vírgenes, que vivían del producto de sus hilados y tejidos de lana, y
se regían por las más respetables y santas para la formación y ordenación de las
costumbres y, además, de mayor destreza y más cultura para la instrucción de las
inteligencias
71. En estas comunidades no se obliga a nadie
a austeridades superiores a sus fuerzas ni a lo que rehusaba hacer; ni le
despreciaban las demás por su debilidad para soportar su vida de penitencias y
ayunos. Tenían presente la insistencia con que en las sagradas Escrituras se
recomienda la caridad, y también sabían que todo es puro para quienes lo son 82,
y que no mancha lo que entra en la boca, sino lo que de ella sale 83.
Ponen toda su industria en abstenerse de algunos manjares, no por su
inmundicia, que no la tienen, sino por domeñar la concupiscencia y conservar
inmaculada y pura la caridad de unos con otros. No perdían de vista las palabras
del Apóstol: Los alimentos son para el vientre, y el vientre para los
alimentos; pero Dios destruirá lo uno y lo otro 84;
y estas otras: Ni habrá abundancia si comemos, ni inteligencia si
nos abstenemos de la comida 85;
pero ante todo lo que sigue: Es bueno, hermanos, no comer carne, ni beber
vino, ni hacer cosa alguna que escandalice a tu hermano 86.
Muestra el Apóstol cómo el fin de todo es la caridad. El uno, dice, cree
que le es lícito comer de todo: está bien; pero el que esté débil, que coma
legumbres 87.
El que come, no desprecie al que no lo hace; el que come, no juzgue al que no sigue
su ejemplo, pues él es para Dios. ¿Quién te crees tú para condenar a
los servidores de otro? Estará en pie con verdadera firmeza o dará en
tierra; pero no, quedará de seguro en pie, pues poderoso es Dios para darle
fortaleza. Y añade poco después: El que come, lo hace por amor del Señor,
y le da gracias por ello; y el que no come, lo hace por el mismo fin, y
concluye también con acción de gracias. Cada uno dará cuenta a Dios de sus
actos. No os condenéis mutuamente; todo vuestro juicio o prudencia se
ordene a no ser nunca ocasión de escándalo a vuestro hermano. Yo sé y
confío en el Señor Jesús, que nada es inmundo en sí mismo, ni lo es sino para
quien así lo juzga 88.
Más claro no pudo enseñarnos que lo que mancha el alma no son los manjares;
es la intención con que se coman. Por eso a quienes son capaces de despreciar
todo esto y de sabe con certeza que la mancha no viene de los alimentos, sino
del deseo torpe con que son comidos, les recomienda tengan siempre delante de
los ojos la caridad: Si por comer, dice, contristas a tu hermano, te
desvías de la ley de la caridad 89.
72. Leed lo que sigue, pues seria muy largo
transcribirlo aquí todo, y observaréis que los que, por más firmes y seguros, lo
pueden todo, deben ser templados y moderados con el fin de no escandalizar a
quienes por su debilidad se abstienen. Estos de quienes se trata conocen esto y
lo practican: son cristianos, no herejes; comprenden el sentido de las
Escrituras según el pensamiento de tos apóstoles, no según el soberbio y
usurpado nombre de apóstol. Nadie desprecie a quien no come, ni se condene al
que come; los débiles coman legumbres. Muchos de los fuertes comen legumbres
también a causa de los débiles, y otros, en gran número, no lo hacen sólo por
eso, sino que, además, es porque prefieren un alimento más ordinario con la
intención de pasar una vida pacífica y tranquila, negando al cuerpo toda
delicadeza y suntuosidad en la comida. Todo me es lícito, dice el
Apóstol, pero yo no quiero estar sujeto al poder de nadie 90.
Muchos no comen carne, pero no creen supersticiosamente en su impureza; y
estos mismos, que se abstienen cuando están sanos, no tienen escrúpulo en
hacerlo cuando la razón de enfermedades obliga a ello. Muchos no beben vino,
pero no es porque crean que su bebida mancha el alma; pues éstos mismos, de la
manera más llena de humanidad y condescendencia, se lo dan a los enfermos y a
todos los que lo necesitan para conservar sus fuerzas. Y si alguno sin razón lo
rehúsa, le advierte fraternalmente que se ponga en guardia contra esta vana
superstición, para que no sean cada vez más débiles y enfermos, en vez de ser
cada vez más santos; y le recuerdan la orden del Apóstol a su discípulo 91
de tomar un poco de vino a causa de sus frecuentes enfermedades. Así es como
ellos ejercitan constantemente y con celo la caridad que permanece siempre; pues
los ejercicios corporales no duran, según el mismo Apóstol 92,
y, además, aprovechan poco.
73. Los que pueden (que son innumerables) se
abstienen de la carne y del vino por dos causas: por sus hermanos enfermos y por
su propia libertad. Es la caridad la que se observa principalmente entre sí; es
la que regula su alimento, sus palabras, vestido y semblante, y les une y les
concierta, y su violación es a sus ojos ofensa del mismo Dios. Arrojan lejos de
sí y rechazan todo lo que podría serie serle obstáculo; lo que la hiere no puede
durar un sollo día. Todos saben que Jesucristo y los apóstoles de tal modo la
recomiendan, que, si ella sola falta, todo es vacío y nada, y si ésta existe,
hay plenitud en todo.
Las costumbres de los malos cristianos no son razón para censurar a la Iglesia. Los adoradores de las pinturas y de los sepulcros
XXXIV. 74. ¡Oh maniqueos! Poneos, si os es
posible, frente a frente de estos cristianos; contempladlos tal y como son, si
es que lo resistís, y después cubridlos de injurias. Tened la valentía de hacer
una comparación entre sus ayunos y es vuestros, su castidad y la vuestra, sus
vestidos y banquetes y los vuestros, su modestia y caridad y la vuestra y sobre
todo, sus preceptos y los vuestros. A buen seguro que entonces se os caerán las
escamas de los ojos y conoceréis la diferencia entre la ostentación y la
sinceridad; entre el camino recto y el error, entre la fe y la falacia, entre la
fortaleza y la hinchazón, entre la felicidad y la miseria, entre la unidad y la
división, y, finalmente, la diferencia entre las dulces melodías de las sirenas
de la superstición y el seguro puerto de la religión.
75. No reunáis en mi presencia a quienes
hacen profesión de cristianos e ignoran o no muestran con sus obras su fuerza y
eficacia. No continúen vuestras invectivas contra esa turba de necios que, aun
dentro de la verdadera religión, o son supersticiosos o tan del todo dados a los
placeres sensuales, que olvidan sus promesas para con Dios. Yo sé de muchos que
son idólatras de los sepulcros y de las pinturas; de muchos que hacen libaciones
excesivas sobre los muertos, y les ofrecen banquetes de excesivo lujo, y se
sepultan ellos mismos encima de los cadáveres, y hasta creen ser actos
religiosos sus orgías y embriagueces; y, finalmente sé de un gran número que
renunciaron al mundo sólo de palabra y consienten estar oprimidos de tantas y
tan grandes solicitudes de este siglo y hasta gozan de tal agobio y opresión.
Pero ¿por qué os causa extrañeza encontrar, entre tanta multitud de pueblos,
quienes por su mala vida os sirven de ocasión para seducir a los sencillos y
apartarlos de la salud católica, cuando dentro de vuestra reducidísima secta
padecéis angustias de muerte si os exigimos la presentación de uno solo de
vuestros elegidos que cumpla fielmente esos mismos preceptos de que tanto se
jacta vuestra irracional superstición? En otro volumen mostraré cuán vanos,
perniciosos y sacrílegos son vuestros preceptos y cómo nadie o casi nadie de
vuestra secta los pone en práctica.
76. Os aconsejo desistáis ya de las
maledicencias contra la Iglesia católica y de censurar 1as costumbres de quienes
ella misma condena y corrige con celo de madre como a malos hijos. Todos los que
por su buena voluntad y la gracia divina se corrigen, recobran por la penitencia
lo que perdieron por sus pecados. Los que, al contrario, por su mala voluntad
añaden a sus antiguos pecados otros aún más graves, se les tolera, es verdad, en
el campo del Señor y se les deja crecer con las buenas semillas hasta que llegue
el tiempo de separar la cizaña del buen grano. O si, por el nombre de cristianos
que llevan, se les puede asemejar a la paja más bien que a las espinas, no
tardará en llegar el que limpia la era, y entonces separará la paja del trigo y
a cada parte dará lo que merece con suma equidad.
El Apóstol concede a los cristianos el derecho al matrimonio y a los bienes de la tierra
XXXV. 77. ¿Es razonable que continúe todavía
vuestra saña y ceguedad, inspiradas por el espíritu de partido? ¿Cuál es la
explicación de ese vuestro ofuscamiento en la defensa de tan gravísimo error?
Buscad los frutos en el campo y el trigo en la era: lo veréis con facilidad;
ello mismo se ofrece o se presenta a quienes van en su busca. ¿No es demasiada
la atención que ponéis en las malas semillas? Y, sobre todo, ¿es racional el
temor que infundís a los ignorantes de entrar en jardín tan fértil y abundante,
por las asperezas de las espinas? Hay en la Iglesia católica una entrada segura,
aunque de pocos conocida, cuya existencia negáis o no queréis descubrir. En la
Iglesia católica viven un número incontable de fieles que no usan de este mundo,
y los hay que usan como si no usasen 93,
según la palabra del Apóstol, como se demostró bien claramente cuando en
aquellos tiempos se los obligaba a quemar incienso a los ídolos. ¡Cuántos
hombres de dinero; cuántos padres de familia, soldados, campesinos,
comerciantes; cuántos primates, senadores, personas de uno y otro sexo,
abandonaron todas las cosas temporales de que usaban, es verdad, vera de las que
no eran esclavos, y sufrieron voluntariamente la muerte por la fe y la religión
mostrando bien a las claras a los infieles ser más bien señores de todas esas
riquezas que esclavos de las mismas!
78. Es una calumnia la prohibición a los
regenerados por el bautismo de la procreación y de la posesión de tierras, casas
y dinero. ¿Se lo prohíbe acaso el Apóstol? Se puede negar que después de la
enumeración de los hombres viciosos y malos, a quienes se les cierra la entrada
en el reino de los cielos; no escribiera a los fieles de Corinto: Esto
es lo que vosotros habéis sido, pero ya estáis de ello limpios, santificados y
justificados por el nombre de nuestro Señor Jesucristo y por el Espíritu de
nuestro Dios 94.
Los limpios y santificados son, sin duda, los fieles que han renunciado a
este mundo. Resta ahora saber si les permitió o no estas cosas. Continúa el
Apóstol: Todo me es lícito, mas no todo es conveniente. Todo me es lícito,
pero yo no me someteré al poder de nadie. Los alimentos son para el vientre, y
el vientre para los alimentos, y Dios distribuirá lo uno y lo otro. El cuerpo no
es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo;
Dios resucitó al Señor, y Él nos resucitará par su poder. ¿Acaso ignoráis que
vuestros cuerpos son los miembros de Cristo? ¿ Destruiré los miembros de
Cristo para que pasen a ser los miembros de una meretriz? ¡Dios me libre de
hacer tal cosa! ¿No sabéis que el que se adhiere a una meretriz se hace un mismo
cuerpo con ella? Serán los dos una misma carne. Pero el que se junta o une al
Señor se hace un mismo espíritu con Él. Huid de la fornicación. Cualquier pecado
que el hombre comete, está fuera del cuerpo; mas el que comete la fornicación,
peca contra su cuerpo. ¿No sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu
Santo, que está en vosotros y que habéis recibido de Dios, y ya no os
pertenecéis? Habéis sido rescatados con un gran precio. Glorificad a Dios y
llevadle en vuestro cuerpo. En cuanto a las cosas sobre las que me habéis
escrito, es bueno para el hombre no tocar a la mujer; sin embargo, por causa de
la incontinencia, que cada hombre tenga su mujer y cada mujer tenga su marido.
Que el marido dé el débito a su mujer, e igualmente la mujer a su marido. La
mujer no tiene poder sobre su cuerpo, sino el marido, e igualmente el marido no
tiene poder sobre su cuerpo, sino la mujer. No os neguéis el uno al otro lo que
os debéis, si no es por mutuo consentimiento y por algún tiempo, con el fin de
dedicaros a la oración; y después reuníos de nuevo como antes, por temor de que
os tiente Satanás por vuestra incontinencia. Pero yo os digo esto mas bien como
indulgencia que como mandato. Porque yo quisiera que todos los hombres fuesen
como yo mismo; pero cada uno recibe su don particular de Dios, el uno de una
manera y el otro de otra 95.
79. ¿No os parece haber demostrado el Apóstol
a los fuertes en qué está la suma de la perfección, y a los débiles lo que es
próximo a la perfección? Lo suma de la perfección es abstenerse de los placeres
de la carne; quisiera que todos, dice él, fuesen como yo mismo; la
castidad conyugal, que libra al hambre de perderse por la fornicación, se
aproxima a. esta sublime perfección. Ahora os pregunta yo: ¿Excluye del número
de los fieles a los que usan de las mujeres? No; pues él mismo dice que si una
de los esposos es infiel, no solamente los hijos, sino también las esposas
mismas son santificadas, por la castidad de su unión. El hombre infiel,
dice, es santificado por la mujer fiel, y la mujer infiel es santificada por
el hombre fiel, de otro modo, los hijos serían impuros, pera ahora, sin embargo,
son santos 96.
¿A qué pues, tan obstinada resistencia a verdad tan clara y evidente? ¿A qué
tanto empeño en obscurecer con vanas sombras la luz de las Escrituras?
80. No sigáis afirmando que a los catecúmenos
les es licito casarse y a los fieles no; a los primeros les es lícito poseer y
los segundos no tienen ese derecho. ¡Cuántos hay que usan de estas cosas como si
no usaran! En las aguas santas del bautismo se inicia la renovación del hombre
nuevo, que va creciendo en el alma hasta su perfección, en unos con más lentitud
que en otros; pero muchos progresan en la vida nueva si lo intentan, no con
ánimo hostil, sino con amor. El mismo Apóstol lo dice: Aunque nuestro hombre
exterior se corrompa, el hombre interior se renueva de día en día 97.
Atended a la palabra: El hombre interior debe renovarse de día en día
para llegar a la perfección, y vosotros queréis que comience ya por la
perfección. ¡Ojalá fueran éstas vuestras intenciones! Pero, por desgracia, son
otras muy distintas. Vuestro afán, más bien que fortificar a los débiles, es la
seducción de los incautos. Nunca debisteis despacharos con tanta osadía, ni
aunque se supiera que cumplís con perfección vuestros preceptos, verdaderas
bagatelas pueriles. Y vosotros sabéis muy bien que los que entran en vuestra
secta, cuando llegan a vivir íntimamente vuestra vida, ven cosas que nadie
sospechaba, dada vuestra furia en criticarlas en los demás. ¿ No es una gran
impudencia exigir la perfección a las almas débiles de la Iglesia católica, con
pretexto de alejarlas de ella, y luego no mostrarles más que sombras de esa
perfección? Pero, para que no os parezca que hablamos contra vosotros sin razón
y sin fundamento, doy aquí fin a este libro, y tengo el propósito de mostrar
bien a las claras los preceptos de vuestra vida y las costumbres que tanto os
envanecen.
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