Traductores: Teodoro C. Madrid, OAR y Antonio Sánchez Carazo OAR
LIBRO PRIMERO
EL MATRIMONIO CRISTIANO
Argumento del libro
I. 1. Queridísimo hijo Valerio: Los nuevos
herejes, enemigos de la medicina de Cristo para los niños nacidos según la
carne, medicina que sana los pecados, van gritando con rabia que yo condeno el
matrimonio y la obra divina por la que Dios crea de hombres y mujeres a los
hombres. Y esto porque he dicho que los que nacen de tal unión contraen el
pecado original, del que el Apóstol dice: Lo mismo que por un solo hombre
entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte, y así se propagó a todos
los hombres, en quien todos pecaron 1.
Y además porque admito que los que nacen, cualesquiera que sean sus padres,
estarían siempre bajo el dominio del diablo si no renacen en Cristo, para que,
sacados por su gracia del dominio de las tinieblas, sean trasladados al reino de
aquel 2
que no quiso nacer de la misma unión de los dos sexos.
Porque afirmo esto, que contiene la antiquísima y
firmísima regla de fe católica, estos defensores de una doctrina nueva y
perversa -los cuales dicen que en los niños no existe ningún pecado que deba ser
lavado con el baño de la regeneración- me calumnian desleal o ignorantemente,
como si yo condenase el matrimonio y como si defendiese que la obra de Dios, es
decir, el hombre que nace de ella, fuese obra del diablo. Y no se dan cuenta de
que el bien del matrimonio no puede ser culpado de este modo por el mal original
contraído de él, como el mal de los adulterios y de las fornicaciones no puede
ser excusado por el bien natural que nace de aquí. Pues así como el pecado que
los niños contraen de esta unión o de la otra es obra del diablo, del mismo
modo, el hombre, ya nazca de esta unión o de la otra, es obra de Dios.
Así, pues, la intención de este libro es ésta:
distinguir, en cuanto Dios se digne ayudarnos, la bondad del matrimonio del mal
de la concupiscencia carnal, por el cual el hombre, que nace por ella, arrastra
el pecado original. Esta vergonzosa concupiscencia, de hecho, ¡tan
desvergonzadamente alabada por los desvergonzados!, no existiría jamás si el
hombre no hubiera pecado antes; pero el matrimonio existiría igualmente aunque
nadie hubiera pecado. Ciertamente, se haría sin esta enfermedad la generación de
los hijos en aquel cuerpo de vida, sin la cual (enfermedad) no puede realizarse
ahora (la generación) en este cuerpo de muerte 3.
Dedicatoria al conde
Valerio
II. 2. Son tres las causas principales -las
señalaré brevemente- por las que he querido escribirte de modo especial a ti
sobre este tema. La primera, porque tú, con la ayuda de Cristo, observas de modo
insigne la castidad conyugal. La segunda, porque, reaccionando y apremiando con
autoridad, te has enfrentado eficazmente a estas novedades sacrílegas a las que
yo me enfrento aquí con esta disertación. La tercera, porque me he enterado de
que ha llegado a tus manos una obra escrita por ellos; pues, aunque te reirás en
tu robustísima fe, sin embargo, es bueno que, para sostener lo que creemos,
sepamos defenderlo. Por esto, el apóstol Pedro nos manda estar preparados
para dar razón de nuestra fe y nuestra esperanza a todo el que nos la pidiere 4;
y el apóstol Pablo dice: Vuestra palabra sea condimentada con la sal en la
gracia, de modo que sepáis cómo os conviene responder a cada uno 5.
Estos son los motivos que me han empujado a tener
contigo estas palabras, en cuanto el Señor me lo conceda, en el volumen que
tienes en las manos. De veras que a mí nunca me ha gustado empujar a leer alguno
de mis opúsculos a ningún varón ilustre y conspicuo, por un puesto tan alto como
el que tienes tú, cuando no me lo ha pedido. Esto no sería juicioso, sino más
bien imprudente, ya que aún no goza de la tranquilidad gloriosa; al contrario,
está todavía ocupado en cargos públicos e incluso militares. Por tanto, si ahora
hago algo de esto por los motivos antes señalados, ten la cortesía de perdonarme
y la bondad de prestar atención a lo que sigue a continuación.
Primera parte
La santidad del
matrimonio cristiano
A) El matrimonio es
esencialmente bueno
Tanto la castidad
conyugal como la virginidad es don de Dios
III. 3. El bienaventurado apóstol Pablo
muestra que la castidad conyugal es un don de Dios cuando, hablando sobre ella,
dice: Quiero que todos los hombres fuesen como yo, pero cada uno ha recibido
de Dios su propio don: uno de este modo, otro de otro 6.
Así, pues, afirmó que también este don proviene de Dios. Y, aunque sea inferior
a la continencia, en la que habría deseado que todos estuvieran como él, sin
embargo, es un don de Dios. De aquí comprendemos, cuando se aconseja que se
hagan estas cosas, que solamente se da a entender la necesidad de que exista en
nosotros la voluntad propia de recibirlas y conservarlas. Ciertamente, cuando se
ve que son dones de Dios -al que se han de pedir, si no se tienen, y al que se
ha de agradecer, si se poseen-, uno se da cuenta de que, sin la ayuda divina,
nuestra voluntad tiene poca fuerza para desear, conseguir y conservar estas
cosas.
En los infieles
4. Pero ¿qué decir cuando se encuentra
también en algunos infieles la castidad conyugal? ¿Afirmaremos que pecan porque
usan mal del don de Dios, ya que no lo encaminan al culto de quien lo han
recibido? ¿O hemos de negar, más bien, que estas cosas, cuando las realizan los
infieles, sean dones de Dios, según la sentencia del Apóstol: Todo lo que no
proviene de la fe es pecado? 7
Sin embargo, ¿quién se atreverá a decir que un don de Dios es pecado? Pues el
alma y el cuerpo y todas las cosas buenas que el alma y el cuerpo poseen de
forma natural, incluso en los pecadores, son dones de Dios, porque ha sido Dios
quien las ha hecho, no ellos. Por tanto, es a propósito de sus actos por lo que
se ha dicho: Todo lo que no proviene de la fe es pecado 8.
Luego, cuando los hombres sin fe llevan a cabo estas cosas que parecen
pertenecer a la castidad conyugal, no es que embriden los pecados, sino que
vencen unos pecados con otros. En efecto, o bien las buscan para agradar a los
hombres -a ellos mismos o a otros-, o para evitar las molestias humanas que
proporcionan estas cosas deseadas desordenadamente, o bien porque sirven a los
demonios. Por tanto, que a nadie se le ocurra llamar sinceramente virtuoso al
que guarda la fidelidad conyugal a su esposa sin tener por motivo al Dios
verdadero.
En los infieles
IV. 5. Así, pues, la unión del hombre y la
mujer, causa de la generación, constituye el bien natural del matrimonio. Pero
usa mal de este bien quien usa de él como las bestias, de modo que su intención
se encuentra en la voluntad de la pasión y no en la voluntad de la procreación.
Aunque en algunos animales privados de razón -por ejemplo, en la mayor parte de
los pájaros- también se observa como un cierto pacto conyugal; así, el ingenio
de construir los nidos, el tiempo dividido en turnos para incubar los huevos y
los trabajos sucesivos de alimentar los polluelos hacen ver que al juntarse se
preocupan más por asegurar la especie que de saciar el placer. De estas dos
cosas, la primera hace al animal semejante al hombre; la segunda, al hombre
semejante al animal.
Pero esto que indiqué como propio de la naturaleza
del matrimonio, que el hombre y la mujer se unen en sociedad para engendrar -de
este modo eviten todo fraude entre ellos, lo mismo que cualquier sociedad
rechaza al miembro desleal 9-,
esto es un bien patente; sin embargo, cuando lo tienen los infieles, lo
convierten en mal y pecado, pues lo usan sin fe. Del mismo modo, también a la
concupiscencia de la carne, por la que la carne lucha contra el espíritu 10,
el matrimonio de los fieles la convierte en fruto de rectitud. En efecto, se
tiene la intención de engendrar para que sean regenerados, es decir, para que
los que nacen hijos de este mundo renazcan hijos de Dios.
Por tanto, los infieles que no engendran los hijos
con esta intención, con esta voluntad y con este fin, a saber, que de miembros
del primer hombre se transformen en miembros de Cristo, sino que, por el
contrario, se enorgullecen de su descendencia infiel, éstos no poseen la
verdadera pureza conyugal por más que su respeto por el contrato matrimonial sea
grande, hasta el punto de no tener relaciones sino con el fin de procrear hijos.
Pues como la pureza es una virtud, a la que se opone el vicio de la impureza, y
todas las virtudes residen en el alma, incluso las que obran por medio del
cuerpo, ¿cómo se puede reivindicar con todo derecho un cuerpo puro cuando la
misma alma fornica del verdadero Dios? El santo salmo denuncia esta fornicación
cuando dice: Ciertamente, los que se alejan de ti perecerán; tú has hecho
perecer a todo aquel que fornica de ti 11.
Así, pues, no se ha de llamar verdadera pureza, ya sea conyugal, viudal o
virginal, sino a aquella que está al servicio de la verdadera fe. Con toda razón
se prefiere la virginidad consagrada al matrimonio; pero ¿qué cristiano con
sentido común no antepone las cristianas católicas casadas una sola vez no sólo
a las vestales, sino también a las vírgenes heréticas? Así de grande es el valor
de la fe, de la que el Apóstol dice: Todo lo que no proviene de la fe es
pecado 12;
y de la que, igualmente, escribió a los Hebreos: Sin la fe es imposible
agradar a Dios 13.
En Adán y Eva
V. 6. Siendo las cosas así, evidentemente
yerran los que piensan que se condena el matrimonio cuando se reprueba la pasión
carnal, como si este mal viniera del matrimonio y no del pecado. ¿Acaso no dijo
Dios a los primeros cónyuges, cuyo matrimonio bendijo, creced y
multiplicaos? 14
Estaban desnudos y no se avergonzaban 15.
¿Por qué, pues, después del pecado nace de aquellos miembros la confusión sino
porque se produjo allí un movimiento deshonesto, que, sin duda, no lo padecería
el matrimonio de no haber pecado el hombre? ¿Es posible, como piensan algunos
por no prestar suficiente atención a lo que leen, que al principio los hombres
fueron creados ciegos como los perros y, lo que es aún más absurdo, no
adquirieron la vista al crecer, como ocurre con los perros, sino al pecar?
¡Lejos de nosotros creer tal cosa! Mas lo que les
empuja a defenderlo son estas palabras: Tomando de su fruto, comió, dio a su
marido, que estaba con ella, y comieron. Los ojos de ambos se abrieron, y se
dieron cuenta de que estaban desnudos 16.
De aquí, los poco inteligentes deducen que antes tenían cerrados los ojos, ya
que la divina Escritura atestigua que entonces les fueron abiertos. Pero ¿es que
Agar, sierva de Sara, los tenía también cerrados, ya que, cuando su hijo estaba
sediento y llorando, abrió los ojos y vio el pozo? ¿O tenían los ojos cerrados
aquellos dos discípulos que después de la resurrección del Señor iban con él por
el camino, porque el Evangelio dice que en la fracción del pan se abrieron
sus ojos y le reconocieron? 17
En cuanto a los primeros hombres, que se abrieron los ojos de ambos 18,
debemos entender esto como que cayeron en la cuenta de lo extraordinario que
había sucedido en sus cuerpos; pues, sin duda, el cuerpo aparecía diariamente a
sus ojos abiertos desnudo y familiar.
Además, ¿cómo podría Adán, con los ojos cerrados,
imponer el nombre a los animales terrestres y a todas las aves que le fueron
presentados? Esto no se puede hacer si no se discierne, y no se puede discernir
si no se ve. Finalmente, ¿de qué modo le fue mostrada la misma mujer cuando
dijo: Esto sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne? 19
En fin, si todavía alguno se obstina en decir que el
primer hombre no podía ver estas cosas, sino solamente palparlas, ¿qué dirá
cuando se lee allí mismo que la mujer vio qué hermoso era a la vista 20
el árbol del que iba a tomar el fruto prohibido? Estaban, pues, desnudos
y no se avergonzaban 21;
no porque no viesen, sino porque no percibían motivo alguno de vergüenza en los
miembros que veían. Además, no se ha dicho: "Estaban los dos desnudos" y lo
ignoraban, sino: No se avergonzaban. En efecto, todavía no había sucedido
nada que fuera ilícito, y no existía ninguna razón para avergonzarse.
La desobediencia de la
carne, consecuencia de la desobediencia a Dios
VI. 7. Desde el momento en que el hombre
transgredió la ley de Dios, comenzó a tener en sus miembros una ley opuesta a su
espíritu; y percibió el mal de su desobediencia 22
después que descubrió la desobediencia de su carne, retribuida con todo
merecimiento. Y, de hecho, la serpiente prometió 23,
al seducir, tal apertura de los ojos, evidentemente, para conocer algo que era
mejor no saber. Entonces, sin duda, el hombre sintió en sí mismo lo que había
hecho; entonces distinguió el mal del bien, por sufrirlo, no por no tenerlo.
Pues era injusto que fuera obedecido por su siervo, es decir, por su cuerpo, el
que no había obedecido a su Señor.
Pero ¿cómo es que, cuando tenemos el cuerpo libre y
sano de impedimentos, se tiene poder para mover y realizar las funciones propias
de los ojos, labios, lengua, manos, pies, espalda, cuello y caderas, y, sin
embargo, cuando se trata de engendrar hijos, los miembros creados para esta
función no se someten a la inclinación de la voluntad? Por el contrario, se
espera que los mueva esta pasión, en cierto modo autónoma; aunque a veces no lo
haga, teniendo el espíritu predispuesto, y otras lo realice, sin que el espíritu
lo desee. ¿No deberá avergonzarse por esto el libre arbitrio del hombre, ya que
ha perdido el dominio incluso sobre sus miembros al despreciar lo que Dios
manda? ¿Y dónde se puede mostrar con más exactitud que la naturaleza humana se
ha depravado a causa de la desobediencia que en estos miembros desobedientes,
por los que la misma naturaleza subsiste por sucesión? Por este motivo, estos
miembros son denominados, con toda propiedad, con el nombre de órganos
naturales. Y cuando los primeros hombres advirtieron en su carne este movimiento
indecoroso, por desobedientes, y se avergonzaron de su desnudez, cubrieron
dichos miembros con hojas de higuera 24.
Así, por lo menos fue tapado libremente por el pudor lo que se excitaba sin el
consentimiento de la voluntad; y, como era causa de vergüenza el placer
indecoroso, se realizaría ocultamente lo que era honroso.
La concupiscencia y el
bien del matrimonio
VII. 8. Como ni siquiera con la entrada de
este mal puede destruirse el bien del matrimonio, los ignorantes piensan que
esto no es un mal, sino que es parte del bien del matrimonio. Sin embargo, se
distingue no sólo con sutiles razonamientos, sino también con el comunísimo
juicio natural, que aparece en los primeros hombres y se mantiene aún hoy en los
casados; lo que hicieron después por la procreación es el bien del matrimonio,
pero lo que antes cubrieron por vergüenza es el mal de la concupiscencia, que
evita por todas partes la mirada y busca con pudor el secreto. En consecuencia,
el matrimonio se puede gloriar de conseguir un bien de este mal, pero se ha de
sonrojar porque no puede realizarlo sin él. Por ejemplo, si alguien con un pie
en malas condiciones alcanza un bien aunque sea cojeando, ni es mala la
conquista por el mal de la cojera ni buena la cojera por el bien de la
conquista. Igualmente, por el mal de la libido no debemos condenar el
matrimonio, ni por el bien del matrimonio alabar la libido.
El matrimonio
cristiano y el apóstol San Pablo
VIII. 9. Esta es, en efecto, la enfermedad de
la que el Apóstol, hablando a los esposos cristianos, dice: Esta es la
voluntad de Dios, vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación, de
modo que cada uno de vosotros sepa conservar su vaso en santidad y respeto, no
en la maldad del deseo, como los gentiles, que no conocen a Dios 25.
Por tanto, el esposo cristiano no sólo no debe usar del vaso ajeno, lo que hacen
aquellos que desean la mujer del prójimo, sino que sabe que incluso su propio
vaso no es para poseerlo en la maldad de la concupiscencia carnal. Pero esto no
ha de entenderse como si el Apóstol condenase la unión conyugal, es decir, la
unión carnal lícita y buena. Quiere decir que esta unión, que no estaría
contaminada de pasión morbosa si con un pecado precedente no hubiera perecido en
ella el arbitrio de la libertad, ahora está contaminada por este pecado, no ya
de forma voluntaria, sino inevitable. Con todo, sin la pasión morbosa no se
puede llegar, en la procreación de los hijos, al fruto de la misma voluntad.
Esta voluntad en la unión de los cristianos no está
determinada por el fin de dar vida a hijos para que pasen por este mundo, sino
por el de que sean regenerados para que no se aparten de Cristo. Si consiguen
esto, obtendrán del matrimonio la recompensa de la plena felicidad; si no lo
consiguen, obtendrán la paz de la buena voluntad. El que posea su vaso, es
decir, su esposa, con esta intención del corazón, sin duda que no la posee en
la maldad del deseo, como los gentiles, que no conocen a Dios, sino en
santidad y respeto 26,
como los fieles, que esperan en Dios. En efecto, el hombre no es vencido por el
mal de la concupiscencia, sino que usa de él cuando, ardiendo en deseos
desordenados e indecorosos, la frena, y la sujeta, y la afloja para usarla
pensando únicamente en la descendencia, para engendrar carnalmente a los que han
de ser regenerados espiritualmente, y no para someter el espíritu a la carne en
una miserable servidumbre.
Explicación de la
poligamia de los patriarcas
Ningún cristiano debe dudar de que los santos
patriarcas, desde Abrahán y antes de Abrahán, de quienes Dios da testimonio de
que le complacían, usaron así de sus esposas. Si a algunos de ellos se les
permitió tener varias mujeres, se debió al deseo de aumentar la prole, no el de
cambiar de placer.
La unidad del
matrimonio
IX. 10. Pero si al Dios de nuestros padres,
que es también Dios nuestro, no le hubiera desagradado la pluralidad de esposas,
para que el placer se dilatase más abundantemente, también las santas mujeres
podrían haber servido cada una a muchos maridos. Porque, si alguna lo hubiera
hecho, ¿qué le habría empujado a tener diversos maridos sino la vergonzosa
concupiscencia, ya que con esta licencia no habría tenido más hijos? Que al bien
del matrimonio pertenezca la unión de un hombre con una mujer más que la de uno
con muchas, lo indica suficientemente la primera unión conyugal instituida por
Dios, para que de allí el matrimonio tome origen, donde se observa el ejemplo
más honesto. Pero, al aumentar el género humano, algunas santas mujeres se unen
a algunos varones santos de forma poligámica. De donde se concluye que la
monogamia se acercaba más a la medida de la dignidad, mientras que la poligamia
fue permitida por la necesidad de la fecundidad. Es más natural que el primer
puesto sea ejercido por uno solo sobre muchos que por muchos sobre uno solo. Y
no se puede dudar de que, en el orden natural, los hombres dominan a las mujeres
más bien que las mujeres a los hombres. Lo declara el Apóstol cuando dice: La
cabeza de la mujer es el varón 27;
y: Mujeres, someteos a vuestros maridos 28.
El apóstol Pedro dice: Del mismo modo que Sara obedecía a Abrahán llamándolo
señor 29.
Aunque esto sea así, es decir, que la naturaleza ame la singularidad del mando y
prefiera la pluralidad de los súbditos, nunca habría sido lícita la unión
poligámica si de ella no naciera un número mayor de hijos. Por lo cual, si una
mujer se une a muchos hombres, al no aumentar por ello el número de hijos, sino
sólo la abundancia del placer, será una meretriz, nunca una esposa.
La indisolubilidad del
matrimonio
X 11. Ciertamente, a los esposos cristianos
no se les recomienda sólo la fecundidad, cuyo fruto es la prole; ni sólo la
pureza, cuyo vínculo es la fidelidad, sino también un cierto sacramento del
matrimonio -por lo que dice el Apóstol: Maridos, amad a vuestras mujeres como
Cristo amó a la Iglesia- 30.
Sin duda, la res (virtud propia) del sacramento consiste en que el hombre y la
mujer, unidos en matrimonio, perseveren unidos mientras vivan y que no sea
lícita la separación de un cónyuge de otro, excepto por causa de fornicación 31.
De hecho, así sucede entre Cristo y la Iglesia, a saber, viviendo uno unido al
otro no los separa ningún divorcio por toda la eternidad. En tan gran estima se
tiene este sacramento en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo 32
-esto es, en la Iglesia de Cristo- por todos los esposos cristianos, que, sin
duda, son miembros de Cristo, que, aunque las mujeres se unan a los hombres y
los hombres a las mujeres con el fin de procrear hijos, no es lícito abandonar a
la consorte estéril para unirse a otra fecunda. Si alguno hiciese esto, sería
reo de adulterio; no ante la ley de este mundo, donde, mediante el repudio, está
permitido realizar otro matrimonio con otro cónyuge -según el Señor, el santo
Moisés se lo permitió a los israelitas por la dureza de su corazón-, pero
sí lo es para la ley del Evangelio. Lo mismo sucede con la mujer que se casara
con otro 33.
Hasta tal punto permanecen entre los esposos vivos
los derechos del matrimonio una vez ratificados, que los cónyuges que se han
separado el uno del otro siguen estando más unidos entre sí que con el que se
han juntado posteriormente, pues no cometerían adulterio con otro si no
permaneciesen unidos entre sí. A lo más, muerto el varón, con el que existía un
auténtico matrimonio, podrá realizarse una verdadera unión con el que antes se
vivía en adulterio. Por tanto, existe entre los cónyuges vivientes tal vínculo,
que ni la separación ni la unión adúltera lo pueden romper. Pero permanece para
el castigo del delito, no para el vínculo de la alianza, igual que el alma del
apóstata, que se separa, por decirlo de alguna forma, del matrimonio con Cristo:
por más que haya perdido la fe, no destruye el sacramento de la fe, que recibió
con el baño de la regeneración. Sin duda, le sería devuelto al tornar, si lo
hubiera perdido alejándose. Pero quien se haya separado lo tiene para aumento
del suplicio, no para mérito del premio.
El matrimonio virginal
de María y José
XI 12. Los que prefieren, por mutuo
consentimiento, abstenerse para siempre del uso de la concupiscencia carnal, no
rompen el vínculo conyugal; más aún, será tanto más firme cuanto más hayan sido
estrechados entre ellos estos pactos, que deben ser guardados amorosa y
concordemente; no con los lazos voluptuosos de sus cuerpos, sino con los afectos
voluntarios de sus almas. En efecto, el ángel le dijo con toda propiedad a José:
No temas recibir a María, tu esposa 34.
Se llama esposa, antes del compromiso del desposorio, a la que no había conocido
ni habría de conocer por unión carnal. No se destruyó ni se mantuvo de forma
engañosa el título de esposa donde ni había existido ni existiría ninguna unión
carnal. Pues, ciertamente, aquella virgen era más santa y más admirablemente
agradable a su marido, porque incluso había sido fecundada sin el marido,
superior a él por el Hijo, igual por la fidelidad. Por esto, por la fidelidad
del matrimonio, merecieron ambos ser llamados padres de Cristo: no sólo ella es
madre, sino que también él es padre, como esposo de la madre; una y otra cosa
según el espíritu, no según la carne. Aunque el padre lo era sólo según el
espíritu, y la madre según la carne y el espíritu, ambos eran padres de su
humildad, no de su grandeza; de su enfermedad no de su divinidad. Pues el
Evangelio no miente cuando dice: Su padre y su madre estaban admirados por
las cosas que se decían de él. Y en otro lugar: Todos los años iban sus
padres a Jerusalén; y poco después: Y le dijo su madre: "Hijo, ¿por qué
nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, preocupados, te hemos buscado" 35.
Y él, para mostrar que tenía otro padre además de ellos, que lo había engendrado
sin madre, les respondió: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabéis que debo
preocuparme de las cosas de mi Padre?" 36
Y de nuevo, para que con estas palabras no pareciese que renegaba de sus padres,
el evangelista añade a continuación: Pero ellos no comprendieron lo que
quería decir. Él bajó con ellos y fue a Nazaret, y les estaba sometido 37.
¿Sometido a quiénes sino a los padres? Y ¿quién era el sometido sino Jesucristo,
el que, teniendo la forma de Dios, no consideró una rapiña ser igual a Dios?
¿Por qué, pues, se sometió a aquellos que estaban muy por debajo de la forma de
Dios sino porque se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo 38,
a la que pertenecían sus padres? Pero como ella dio a luz sin el concurso del
marido, no habrían sido los dos padres de su condición de siervo de no haber
existido entre ellos la unión conyugal aun sin la unión carnal. Por lo que,
cuando se recuerdan los ascendientes de Cristo por orden de sucesión, la serie
de las generaciones debía ser conducida 39,
más bien, hasta José, como así fue, para que en este matrimonio no sufriese
menoscabo el sexo masculino, sin duda alguna superior, y sin que la verdad fuese
quebrantada, ya que tanto José como María eran de la estirpe de David, de la que
se predijo que nacería el Cristo.
Los tres bienes del
matrimonio de María y José
13. Por tanto, todo el bien del matrimonio se
encuentra colmado en los padres de Cristo: la prole, la fidelidad, el
sacramento. La prole, conocemos al mismo Señor Jesús; la fidelidad, porque no
existió ningún adulterio; el sacramento, porque no lo rompió ningún divorcio.
La unión conyugal y la
concupiscencia de la carne
XII. Allí solamente faltó el acto conyugal,
porque no podía realizarse en la carne del pecado sin la concupiscencia de la
carne, que proviene del pecado, sin la cual quiso ser concebido no en la carne
de pecado, sino en la semejanza de la carne de pecado, el que habría de
ser sin pecado. De este modo enseña también que es carne de pecado la que nace
de la relación conyugal, porque sólo la carne que no nazca de esta relación no
es carne de pecado. Esto a pesar de que la relación conyugal, hecha con la
intención de engendrar, no es en sí misma pecado, porque la buena voluntad del
alma conduce el deseo del cuerpo, que la acompaña y no se adhiere a él; y el
arbitrio humano no es arrastrado y subyugado por el pecado cuando la herida del
pecado se abre, como es lógico, en el uso de la generación.
Una cierta comezón de esta herida reina en las
deshonestidades de los adulterios, fornicaciones y cualquier estupro e impureza;
sin embargo, en los actos necesarios del matrimonio es un simple sirviente; allí
se condena a la deshonestidad por tal amo, aquí se avergüenza la honestidad de
tal lacayo. Por tanto, la libido no es un bien del matrimonio, sino obscenidad
para los que pecan, necesidad para los que engendran, ardor de los amores
lascivos, pudor del matrimonio. Por tanto, ¿por qué no van a continuar siendo
esposos los que por mutuo consenso han dejado de tener relaciones conyugales, si
fueron esposos José y María, los que ni siquiera comenzaron a tener tales
relaciones?
El matrimonio antes y
después de Cristo
XIII 14. Ahora ya no existe aquella necesidad
de procreación de hijos, que, efectivamente, fue muy grave en los santos
patriarcas por la generación y conservación del pueblo de Dios, en el que se
debía preanunciar a Cristo. Ahora, por el contrario, lo que de verdad es
evidente en todo el mundo es la multitud de niños que han de ser engendrados
espiritualmente, pues, dondequiera que sea, ellos han sido engendrados
carnalmente. Y así, lo que está escrito: Hay un tiempo para el abrazo y un
tiempo para abstenerse del abrazo 40,
se ha de interpretar como la división entre aquel tiempo y el presente; aquél,
ciertamente, fue el tiempo del abrazo; éste, por el contrario, el de la
abstinencia del abrazo.
El matrimonio en San
Pablo
15. Del mismo modo, también el Apóstol,
cuando habla de este asunto, dice: Yo os digo esto, hermanos: el tiempo es
breve; resta que los que tienen mujer vivan como si no la tuvieran; los que
lloran, como si no llorasen; los que se alegran, como si no se alegrasen; los
que compran, como si no comprasen; los que usan de este mundo, como si no lo
usasen, pues la figura de este mundo pasa. Quiero que vosotros viváis sin
ninguna inquietud.
Todo esto, trataré de exponerlo brevemente, creo que
se ha de entender así: Digo esto, hermanos: el tiempo es breve, es decir,
que el pueblo de Dios ha de ser reunido por la generación espiritual, no que se
haya de propagar por la generación carnal. Por tanto, desde ahora, los que
tienen esposa no se subyuguen a la concupiscencia carnal; los que lloran
las tristezas por el mal del momento presente, se alegren con la esperanza del
bien futuro; quien se alegra por el bien temporal, tema el juicio eterno;
quien compra, posea de tal modo lo que tiene que no se le adhiera el
corazón; quien usa de este mundo, piense que está de paso, no para vivir
en él establemente. Pues la figura de este mundo pasa. Quiero que vosotros
viváis sin ninguna inquietud, esto es, quiero que vosotros tengáis levantado
el corazón hacia las cosas que no pasan.
Finalmente, añade: El que vive sin mujer, se
preocupa de las cosas que son propias de Dios, cómo agradar al Señor; quien, por
el contrario, está unido en matrimonio, se preocupa de las cosas que son propias
del mundo, cómo agradar a la mujer 41.
Y así explica, en cierto modo, lo que dijo más arriba: El que tenga esposa,
viva como si no la tuviera 42.
Pues los que de tal modo están casados que piensan en las cosas del Señor, cómo
agradarán al Señor, y ni siquiera en las cosas de este mundo se preocupan de
agradar a sus mujeres, éstos viven como si no las tuviesen. Y esto se realizará
más fácilmente si también las mujeres son así, de modo que no traten de agradar
a sus maridos porque son ilustres, de familias nobles o sensuales, sino porque
son hombres fieles, religiosos, honestos y virtuosos.
Comprensión y
tolerancia de San Pablo
XIV 16. Pero en estas uniones, así como hemos
de desear y alabar tales cosas, así también debemos tolerar otras, para que no
se caiga en infamias condenables, es decir, en fornicaciones o adulterios. A fin
de evitar el mal, las relaciones conyugales realizadas sin intención de
engendrar, y que sólo sirven a la concupiscencia dominante, de las que está
mandado no privarse recíprocamente, para que Satanás no los tiente por la
incontinencia, no han sido impuestas por un mandato, sino sólo toleradas por
indulgencia. Pues está escrito: El marido dé a su mujer lo debido, e
igualmente la mujer al marido. La mujer no tiene potestad sobre su cuerpo, sino
el marido; igualmente, el marido no tiene potestad sobre su cuerpo, sino la
mujer. No os neguéis el uno al otro, a no ser por consenso y de forma temporal,
para daros a la oración; en seguida volved a uniros, para que Satanás no os
tiente por vuestra incontinencia. Esto lo digo como indulgencia, no como
mandato 43.
Ahora bien, donde se da la indulgencia, no se puede negar que hay alguna culpa.
Como, de hecho, la unión con intención de engendrar, la que se ha de suponer en
el matrimonio, no es culpable, ¿qué es lo que el Apóstol concede por indulgencia
sino que los esposos, los que no se contienen, se pidan el uno al otro el débito
conyugal no por la voluntad de procrear, sino por la voluptuosidad del placer?
Por tanto, esta voluntad no cae en la culpa por el matrimonio, sino que por el
matrimonio alcanza indulgencia. En consecuencia, también por este motivo es
laudable el matrimonio: porque es perdonado por él incluso aquello que no le
pertenece. Pero es evidente que esta unión, que sirve para apagar la
concupiscencia, no debe ser realizada de modo que se ponga obstáculo al feto que
el matrimonio reclama.
Degradación pagana del
matrimonio
XV 17. Sin embargo, una cosa es no unirse
sino con la sola voluntad de engendrar, cosa que no tiene culpa, y otra apetecer
en la unión, naturalmente con el propio cónyuge, el placer, cosa que tiene una
culpa venial. Porque, aunque se unan sin intención de propagar la prole, por lo
menos no se oponen a ella, a causa del placer, con un propósito ni con una
acción mala. Pues los que hacen esto, aunque se llamen esposos, no lo son ni
mantienen nada del verdadero matrimonio, sino que alargan este nombre honesto
para velar las torpezas. Manifiestan abiertamente su malicia cuando llegan al
extremo de abandonar a los hijos que les nacen contra su voluntad. No quieren
alimentar o tener consigo a los hijos que temieron engendrar. De manera que, al
mostrarse despiadados con los hijos engendrados contra sus deseos ocultos y
nefandos, ponen de manifiesto toda su iniquidad, y con esta evidente crueldad
descubren sus ocultas deshonestidades. A veces llega a tanto esta libidinosa
crueldad o, si se quiere, libido cruel, que emplean drogas esterilizantes, y, si
éstas resultan ineficaces, matan en el seno materno el feto concebido y lo
arrojan fuera, prefiriendo que su prole se desvanezca antes de tener vida, o, si
ya vivía en el útero, matarla antes de que nazca. Lo repito: si ambos son así,
no son cónyuges, y, si se juntaron desde el principio con tal intención, no han
celebrado un matrimonio, sino que han pactado un concubinato. Si los dos no son
así, digo sin miedo que o ella es una prostituta del varón o él es un adúltero
de la mujer.
Matrimonio cristiano y
virginidad
XVI 18. Puesto que las nupcias ya no pueden
ser tan puras como pudieron ser entre los primeros hombres si no hubiera
aparecido el pecado, al menos se ha de procurar sean como las de los santos
patriarcas. Por tanto, no debe dominar la vergonzosa concupiscencia de la carne,
inseparable del cuerpo mortal, la cual antes del pecado no existió en el paraíso
y después del pecado fue arrojada de allí, sino, más bien, ha de estar sometida
para servir únicamente a la propagación de la prole. O bien porque el tiempo
presente, que ya hemos indicado como el tiempo de la abstinencia de los abrazos,
no tiene la necesidad de este deber, mientras existe a nuestro alrededor y en el
mundo tan gran abundancia de hijos que han de ser engendrados espiritualmente.
Quien pueda entender, entienda 44
el bien preferible de la continencia ideal. Sin embargo, quien no pueda
entenderlo, si se casa, no peca; y la mujer, si no es capaz de
contenerse, se case. Es bueno para el hombre no tocar a la mujer 45.
Mas como no todos entienden esta palabra, sino únicamente aquellos a quienes
se les ha concedido 46,
sólo queda que, para evitar la fornicación cada hombre tenga su mujer, y cada
mujer tenga su marido 47.
Y así, para que no caiga en la ruina de las acciones deshonestas, la enfermedad
de la incontinencia es contrarrestada por la honestidad del matrimonio. De
hecho, esto es lo que el Apóstol dice a las mujeres: Quiero que las jóvenes
se casen 48;
y lo mismo se puede decir de los maridos: "Quiero que los jóvenes se casen", de
modo que se extiende a los dos sexos lo siguiente: que engendren hijos, que
sean padres y madres de familia y que no den a nuestro adversario motivo de
calumniar nuestra fe 49.
Conclusión, los tres
bienes del matrimonio cristiano
XVII 19. Ahora bien, en el matrimonio se
deben amar los bienes peculiares: la prole, la fidelidad, el sacramento. La
prole no sólo para que nazca, sino para que renazca, pues nace a la pena si no
renace a la vida. La fidelidad no como la conservan los infieles, que sufren
celos carnales; pues ¿qué hombre, por impío que sea, quiere una mujer adúltera?
¿O qué mujer, por impía que sea, quiere un marido adúltero? Tal fidelidad, en el
matrimonio, es un bien natural, pero carnal. Por el contrario, el miembro de
Cristo debe temer el adulterio del cónyuge por el mismo cónyuge, no por sí
mismo, y ha de esperar del mismo Cristo el premio a la fidelidad conyugal que
propone al cónyuge. En cuanto al sacramento -que no se destruye ni por el
divorcio ni por el adulterio-, éste ha de ser guardado por los esposos casta y
concordemente; es el único de los tres bienes que por derecho de religión
mantiene indisoluble el matrimonio de los consortes estériles cuando ya han
perdido enteramente la esperanza de tener hijos, por la que se casaron.
Alaba el matrimonio quien alaba en él estos bienes
nupciales. Sin embargo, la concupiscencia carnal no se debe atribuir al
matrimonio, sino sólo tolerar. Pues no es un bien que venga de la naturaleza del
matrimonio, sino un mal que proviene del antiguo pecado.
Segunda parte
Realidad de la
concupiscencia
A) La concupiscencia y
el pecado original
El bautismo de los
párvulos de padres cristianos
XVIII 20. A causa de esta concupiscencia, ni
siquiera del matrimonio justo y legítimo de hijos de Dios nacen hijos de Dios,
sino hijos del mundo. Porque los que engendran, aunque ya hayan sido
regenerados, no engendran como hijos de Dios, sino como hijos del siglo. En
efecto, tal es la sentencia del Señor: Los hijos de este siglo engendran y
son engendrados 50.
En cuanto somos todavía hijos de este siglo, nuestro hombre exterior se
corrompe. Por esta razón, ellos son engendrados también hijos de este mundo,
y no serán hijos de Dios si no son regenerados. Pero, en cuanto somos hijos de
Dios, el hombre interior se renueva de día en día 51;
y también el hombre exterior, por el baño de la regeneración, es santificado y
recibe la esperanza de la futura incorrupción, por lo que con toda razón es
llamado templo de Dios: Vuestros cuerpos -dice el Apóstol- son templos
del Espíritu Santo, que está en vosotros, que habéis recibido de Dios. Ya no os
pertenecéis; habéis sido comprados a un gran precio. Glorificad, por tanto, a
Dios en vuestro cuerpo 52.
Todo esto ha sido dicho no sólo por la santificación
presente, sino especialmente por la esperanza, de la cual el mismo Apóstol dice
en otro lugar: Pero también nosotros que poseemos las primicias del espíritu,
también nosotros gemimos en nuestro interior, esperando la adopción, la
redención de nuestro cuerpo 53.
Luego si, según el Apóstol, se espera la redención de nuestro cuerpo,
ciertamente lo que se espera, todavía es objeto de esperanza, no de posesión.
Por esto añade: Hemos sido salvados en esperanza; sin embargo, la esperanza
que se ve no es ya esperanza, puesto que lo que se ve, ¿cómo se puede esperar?
Pero, si esperamos lo que no vemos, aguardamos con paciencia 54.
Así, pues, los hijos son engendrados carnales no por lo que aguardamos, sino por
lo que toleramos. Por lo tanto, lejos del hombre fiel, cuando oye al Apóstol:
Amad vuestras mujeres 55,
amar en la esposa la concupiscencia carnal, la cual no debe amar ni en sí mismo;
escuche a otro apóstol: No améis el mundo ni las cosas que están en el mundo.
Todo el que ame el mundo, el amor del Padre no está en él, porque todas las
cosas que están en el mundo son concupiscencia de la carne, concupiscencia de
los ojos y ambición del mundo, lo cual no procede del Padre, sino del mundo. El
mundo pasa con su concupiscencia; sin embargo, el que haga la voluntad de Dios
permanece por siempre, como también Dios permanece eternamente 56.
El acebuche y el olivo
XIX 21. En efecto, lo que nace de esta
concupiscencia de la carne es, sin duda, del mundo, no de Dios. De Dios se nace
cuando se renace del agua y del Espíritu. Sólo la regeneración borra el reato de
esta concupiscencia, al que arrastra la generación. Luego lo que ha sido
engendrado debe ser regenerado, porque no existe otro modo de borrar lo que se
arrastra. Ciertamente sorprende que lo que ha sido borrado en los padres esté
presente en la prole; sin embargo, es así. Por esta razón, la divina Providencia
se ha preocupado de que estas cosas invisibles e increíbles para los infieles,
aunque verdaderas, tuvieran algún ejemplo visible en ciertos árboles. ¿Por qué
no hemos de creer que por este motivo fue establecido que del olivo naciese el
acebuche? ¿Acaso no se deberá creer que, en una cosa creada para el uso de los
hombres, el creador haya previsto y establecido lo que serviría de ejemplo al
género humano? Es admirable cómo los que han sido librados de la atadura del
pecado por la gracia, engendren, sin embargo, encadenados por el mismo vínculo,
a los que es necesario librar del mismo modo; lo confieso, es admirable. Pero
¿cómo se creerá también, si no lo probara la experiencia, que los frutos de los
acebuches se esconden incluso en las semillas de los olivos? Por lo tanto, como
el acebuche es engendrado por la semilla del acebuche y por la del olivo -a
pesar de existir una gran distancia entre el acebuche y la aceituna-, así el que
es engendrado tanto de la carne del pecador como de la del justo, uno y otro son
pecadores, aunque entre el pecador y el justo haya una gran distancia. Es
engendrado pecador; por la acción propia, todavía no lo es; nuevo por el origen;
viejo por el reato. Es hombre por el creador, prisionero por el engañador,
necesitado del redentor.
Pero se pregunta cómo la maldad de la prole puede
ser heredada de unos padres que han sido ya redimidos. Porque no es fácil
indagarlo con la razón ni explicarlo con la palabra, los infieles no lo creen.
¡Como si la razón encontrara fácil solución o la palabra acertara a explicar lo
que hemos dicho del acebuche y del olivo: que especies diferentes producen
frutos semejantes! Pero quien quiera experimentarlo puede constatarlo. Sirva,
pues, el ejemplo para creer lo que no se llega a percibir claramente.
Los párvulos y el
pecado original
XX 22. En efecto, la fe cristiana, que han
comenzado a atacar los nuevos herejes, no duda de que los que son lavados con el
baño de la regeneración han sido redimidos de la potestad del diablo, y los que
todavía no han sido redimidos con tal regeneración, aunque sean hijos de padres
redimidos, están cautivos bajo la potestad del mismo diablo, a no ser que sean
redimidos por la misma gracia de Cristo. Pues no dudamos de que pertenece a
todos los tiempos aquel beneficio de Dios del que habla el Apóstol: Él nos ha
sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de su hijo
amado 57.
Todo el que niega que los niños son arrancados, al ser bautizados, de esta
potestad de las tinieblas, de las que el diablo es el príncipe, es decir, de la
potestad del diablo y de sus ángeles, es refutado por la verdad de los mismos
sacramentos de la Iglesia. Ninguna novedad herética puede cambiar o destruir
algo en la Iglesia de Cristo, ya que la cabeza dirige y ayuda a todo su cuerpo,
tanto a los pequeños como a los grandes.
Así, pues, en verdad, y no de forma simulada, es
exorcizada en los niños la potestad diabólica y renuncian a ella por el corazón
y boca de los que los llevan, ya que no pueden por los suyos, para que,
arrancados del dominio de las tinieblas, sean transferidos al reino de su Señor.
¿Qué es lo que los tiene bajo el poder del diablo hasta que finalmente son
arrancados por el sacramento del bautismo de Cristo? ¿Qué es sino el pecado?
Pues el diablo no encuentra otra cosa en la que pueda someter a su poder la
naturaleza humana, que el creador bueno había creado buena. Pero como los niños
no han cometido ningún pecado propio en su vida, resta sólo el pecado original,
por el cual están cautivos bajo el poder del diablo, a no ser que sean redimidos
con el baño de la regeneración y la sangre de Cristo y pasen al reino de su
redentor, quebrantado el poder de su cautivador y recibida la potestad de
transformarse, de hijos de este siglo, en hijos de Dios 58.
El pecado original y
los bienes del matrimonio
XXI 23. Ahora, si interrogamos de algún modo
a los bienes del matrimonio sobre cómo puede el pecado propagarse de ellos a los
niños, el acto de la propagación de la prole nos respondería: "Yo en el paraíso
habría sido más feliz si no se hubiera cometido el pecado, porque a mí me
pertenece la bendición de Dios: Creced y multiplicaos" 59.
Para esta obra buena cada sexo tiene miembros distintos, que ciertamente
existían ya antes del pecado, pero no eran vergonzosos. La fidelidad de la
castidad respondería: "Si no hubiera existido el pecado, ¿qué cosa habría
existido en el paraíso más serena que yo, donde ni me habría punzado mi pasión
ni me habría tentado la de otro?" Y también el sacramento respondería: "Antes
del pecado se dijo de mí en el paraíso: Dejará el hombre el padre y la madre
y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne 60;
y esto es un gran sacramento -dice el Apóstol- en Cristo y en la
Iglesia 61.
Luego éste es grande en Cristo y en la Iglesia, muy pequeño en todos y cada uno
de los maridos y mujeres; y, sin embargo, sacramento de unión inseparable. ¿Qué
tienen éstos en el matrimonio para que pase el vínculo del pecado a la
descendencia? Seguramente, nada; en verdad, la bondad del matrimonio se realiza
perfectamente en estos tres bienes, gracias a los cuales también hoy el
matrimonio es un bien.
Pecado y
concupiscencia vergonzosa
XXII 24. Por otra parte, si interrogamos a la
concupiscencia de la carne, por la que se han hecho vergonzosos los miembros que
antes no lo eran, ¿no responderá que comenzó a estar en los miembros del hombre
después del pecado? Y por esta razón la llama el Apóstol ley del pecado, porque
hizo al hombre súbdito suyo al no querer ser súbdito de Dios. De ella se
avergonzaron entonces los primeros esposos, y cubrieron sus miembros
vergonzosos 62;
de ella se avergüenzan todavía ahora, y buscan el secreto para unirse, sin
atreverse a tener por testigos de esta obra ni siquiera a los hijos que de ella
han sido engendrados. A este pudor natural, el error de los filósofos cínicos se
ha opuesto con una llamativa desvergüenza, ya que esta acción, lícita y honesta,
pensaban que se debería realizar con la mujer en público. Por lo que, con toda
razón, la impureza de su atrevimiento recibió un nombre canino; en efecto, por
esto son denominados cínicos.
Transmisión y herencia
del pecado original
XXIII 25. Indudablemente, es esta
concupiscencia, esta ley del pecado que habita en los miembros, a la que la ley
de la justicia prohíbe obedecer, como dice el Apóstol: No reine el pecado en
vuestro cuerpo mortal, para obedecer a sus deseos, ni ofrezcáis vuestros
miembros al pecado como instrumentos de iniquidad 63.
Y afirma que esta concupiscencia, que se expía solamente con el sacramento de la
regeneración, transmite, sin duda, por la generación el vínculo del pecado a los
descendientes, a no ser que también ellos sean desligados de dicho vínculo.
Así, pues, esta concupiscencia ya no es pecado en
los regenerados cuando no consienten en obras ilícitas, ni los miembros son
dados por el espíritu, que es el rey, para que se cometan tales cosas; de modo
que, si no se hace lo que está escrito: No codicies 64,
al menos se haga lo que se lee en otra parte: No vayas detrás de las
pasiones 65.
Pero, según cierto modo de hablar, se la ha llamado pecado, ya que viene del
pecado y, si vence, suscita el pecado. Su culpabilidad, por el contrario, es
efectiva en el engendrado; culpabilidad que la gracia de Cristo, por la remisión
de todos los pecados, no permite que sea eficaz en el regenerado si no la
obedece cuando le impulsa, en cierto modo, a las malas acciones. Por tanto, se
llama pecado porque proviene del pecado -aunque en los regenerados no sea
pecado-, como se llama lengua el lenguaje que profiere la lengua y se llama mano
la escritura que traza la mano. También se llama pecado porque, si vence,
suscita el pecado, del mismo modo que el frío es llamado perezoso no porque sea
producido por los perezosos, sino porque suscita perezosos.
La concupiscencia, lazo del diablo a la
naturaleza humana
26. Esta herida infligida por el diablo al
género humano hace que esté bajo el diablo cualquiera que nazca por ella -como
si cogiera, con pleno derecho, el fruto del propio árbol-, no porque provenga de
él la naturaleza humana, que proviene sólo de Dios, sino porque de él arranca el
vicio, el cual no proviene de Dios. Así, pues, la naturaleza humana es condenada
no por sí misma, sino por el vicio execrable que la ha corrompido. El motivo por
el que es condenada es el mismo por el que está subyugada al execrable diablo. Y
es que también el mismo diablo es espíritu inmundo; bueno, en cuanto espíritu;
malo, en cuanto inmundo. Es espíritu por naturaleza, inmundo por vicio; de estas
dos cosas, la primera proviene de Dios; la segunda, de él mismo. Por
consiguiente, no posee a los hombres, grandes o pequeños, porque sean hombres,
sino porque son inmundos.
El que se maraville de que una criatura de Dios esté
sujeta al diablo, que no se maraville; una criatura de Dios está sujeta a otra
criatura de Dios, la menor a la mayor; es decir, el hombre al ángel; pero no es
por la naturaleza, sino por el vicio, por lo que el inmundo está sometido al
inmundo. Este es el fruto que saca de la antigua raíz de impureza que plantó en
el hombre. En el juicio final, ciertamente padecerá las mayores penas, en cuanto
que es el más impuro. No obstante -como nada será causa de condenación sino el
pecado-, para los que están subyugados a él, como príncipe y autor del pecado,
también existirá una pena, más suave, en la condenación.
La concupiscencia como
rebeldía contra la razón
XXIV 27. El diablo tiene prisioneros a los
niños porque no han nacido del bien, que hace bueno al matrimonio, sino del mal
de la concupiscencia, del que el matrimonio hace un buen uso, aunque incluso se
avergüence de él. Porque, a pesar de que el matrimonio sea honorable en todos
los bienes que le son propios y de que mantenga limpio el tálamo 66
de fornicaciones y adulterios, son torpezas siempre condenables, y aun de
excesos conyugales no realizados al dictado de la voluntad, en busca de la
prole, sino bajo el imperio del ansia de placer, cosa que en los esposos es
pecado venial, al llegar el acto de la procreación, la misma unión lícita y
honesta no puede realizarse sin el ardor de la pasión, y sólo a través de ella
consigue lo que pertenece a la razón y no a la pasión. Este ardor, siga o
preceda a la voluntad, es, sin duda, el que, como por propia autoridad, mueve
los miembros que la voluntad no es capaz de mover. Y así muestra que no es
siervo de la voluntad, sino suplicio de una voluntad rebelde; que no es excitado
por el libre albedrío, sino por un estímulo placentero; por esto es vergonzoso.
Todos los niños que nacen de esta concupiscencia de
la carne, que, aunque en los regenerados no se impute como pecado, ha entrado en
la naturaleza por el pecado; repito, todos los niños que nacen de esta
concupiscencia de la carne, en cuanto hija del pecado, y también madre de muchos
pecados cuando consiente en actos deshonestos, están encadenados por el pecado
original. A no ser que renazcan en aquel que concibió la Virgen sin esta
concupiscencia. Él fue el único que nació sin pecado cuando se dignó nacer en
esta carne.
También en el
bautizado
XXV 28. Pero si se pregunta: ¿Cómo esta
concupiscencia de la carne permanece en el regenerado, en quien se ha realizado
la remisión de todos los pecados, ya que por la concupiscencia se concibe, y con
ella nace la prole carnal de los padres bautizados? O, al menos, si en el padre
bautizado puede estar y no ser pecado, ¿por qué esta misma concupiscencia en el
hijo ha de ser pecado? A esto se responderá: La concupiscencia de la carne ha
sido vencida en el bautismo no para que no exista, sino para que no se impute
como pecado. Aunque ya haya sido disuelta su culpa, permanece hasta que sea
sanada toda nuestra enfermedad cuando, progresando la renovación del hombre
interior de día en día, el hombre exterior se vista de incorruptibilidad. Pero
no permanece sustancialmente, como cuerpo o espíritu, sino que la inclinación
proviene de una cierta cualidad mala, como la flaqueza 67.
En efecto, cuando se realiza lo que está escrito: El Señor es propicio con
todas nuestras iniquidades, no permanece nada que no haya sido perdonado.
Ahora bien, hasta que se cumpla lo que sigue: Él sana todas tus debilidades,
el que redime de la corrupción tu vida 68,
la concupiscencia carnal permanece en el cuerpo de esta muerte, y tenemos orden
de no obedecer a sus viciosos deseos de cometer cosas ilícitas para que el
pecado no reine en nuestro cuerpo mortal.
Esta concupiscencia, por otra parte, disminuye
diariamente en los que progresan en la virtud y en los continentes; mucho más
cuando se llega a la vejez. Sin embargo, en los que se esclavizan viciosamente a
ella adquiere tanta fuerza que, ordinariamente, no deja de comportarse con toda
desvergüenza e indecencia, incluso en la edad en que los mismos miembros y las
partes del cuerpo destinadas a esta obra han perdido su vigor.
El pecado y el reato
del pecado
XXVI 29. Ahora bien, como los regenerados en
Cristo reciben la total remisión de sus pecados, evidentemente es necesario que
se les perdone también la culpabilidad de su concupiscencia, que, como ya he
explicado, no se ha de imputar como pecado, aunque todavía permanezca. El pecado
es un acto transitorio, y, por tanto, no permanece. Pero su culpabilidad sí
permanece para siempre si no es perdonada. Del mismo modo, la culpabilidad de la
concupiscencia desaparece cuando es perdonada.
Esto significa, en efecto, no tener pecado, no ser
reo de pecado. Pero si alguno, por ejemplo, cometiera adulterio, aunque no lo
vuelva a repetir, es reo de adulterio hasta que su culpabilidad sea perdonada
por indulgencia. Por tanto, está en pecado aunque ya no exista lo que consintió,
porque ha pasado con el tiempo en el que fue hecho. Pero si no tener pecado
significase desistir de pecar, bastaría que la Escritura nos dijese: Hijo,
has pecado; no lo hagas de nuevo; sin embargo, no basta, ya que añade: En
cuanto a los pasados, ruega para que te sean perdonados 69.
Por tanto, permanecen si no son perdonados. Pero ¿cómo permanecen, si han
pasado, sino porque han pasado en cuanto acto y duran en cuanto culpa? Así,
también puede suceder a la inversa, que permanezca como acto y pase como
culpabilidad.
Las malas
inclinaciones de la concupiscencia
XXVII 30. La concupiscencia de la carne obra
incluso cuando no se le presta ni el consentimiento del corazón, donde reina, ni
los miembros, como instrumentos para cumplir lo que manda. Y ¿qué es lo que obra
sino las mismas acciones malas y deshonestas? Pues, si fueran buenas y lícitas,
el Apóstol no prohibiría obedecerlas cuando dice: No reine el pecado en
vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus deseos 70;
no dice: "Para tener sus deseos", sino para obedecer a sus deseos, de
modo que, como en unos son más fuertes y en otros menos fuertes, según el
progreso de cada uno en la renovación del hombre interior, no desfallezcamos
nunca en la lucha por la rectitud y la castidad y no los obedezcamos.
Ahora bien, debemos aspirar a que esos mismos deseos
desaparezcan, aunque no podemos conseguirlo en este cuerpo mortal. De aquí
también que en otro lugar el mismo Apóstol, poniendo como ejemplo su persona,
nos instruye con estas palabras: Pues no pongo por obra lo que quiero, sino
que lo que aborrezco, eso es lo que hago; es decir, siento el apetito
-porque él no quería ni siquiera sufrir esto para ser perfecto en todos los
sentidos-. Pues si lo que no quiero eso es lo que hago -dice-, estoy
de acuerdo con la ley, que es buena, porque lo que no quiere ella, tampoco
yo lo quiero 71.
Ella no quiere que yo tenga estas apetencias, y dice: No codiciarás, y yo
no quiero codiciar. Así, pues, en esto concuerdan la voluntad de la ley y la
mía. Pero, porque no quería codiciar y, sin embargo, sentía el apetito, aunque
sin hacerse esclavo consintiendo en él, continuó, diciendo: Ahora, sin
embargo, ya no soy yo el que hago esto, sino el pecado que habita en mí 72.
Errores sobre Romanos
7, 15-20
XXVIII 31. Se equivoca totalmente el hombre
que, consintiendo en la concupiscencia de su carne y decidiendo y pensando hacer
lo que ella desea, cree que todavía se puede aplicar a él: No soy yo el que
hago esto, porque, aunque aborrece, consiente. Pues una y otra cosa existen
a la vez: él lo aborrece, porque sabe que es malo, y él lo hace, porque ha
decidido hacerlo. Y más aún, si añade lo que prohíbe la Escritura cuando dice:
No ofrezcáis vuestros miembros al pecado como instrumento de iniquidad 73,
de modo que lo que determina hacer en el corazón también lo realiza en el
cuerpo; y todavía dice: No soy yo el que hago esto, sino el pecado que habita
en mí, puesto que, cuando decide esto, lo hace y siente desagrado, se
equivoca tanto que no se conoce a sí mismo desde el momento que, estando
compuesto en su totalidad de voluntad que decide y cuerpo que ejecuta, aún
piensa que no es él mismo
Exégesis
XXIX. Luego el que dice: Ya no soy yo
quien hago esto, sino el pecado que habita en mí, si solamente siente el
deseo, dice la verdad. Pero no la dice si se adhiere con el consentimiento de la
voluntad o si lo lleva a cabo sirviéndose del cuerpo.
La perfección cura la
concupiscencia
32. Después añade el Apóstol: Sé que el
bien no habita en mí, esto es, en mi carne, pues quererlo está a un paso; sin
embargo, el hacerlo no lo consigo 74.
El motivo de tal afirmación está en que se realiza el bien cuando no existen
deseos malos, del mismo modo que se realiza el mal cuando se obedece a los malos
deseos. Pero cuando existen éstos y no se les obedece, ni se realiza el mal -ya
que no se les obedece- ni tampoco el bien -porque los malos deseos están
presentes-, sino que se realiza en parte el bien, pues no se consiente en la
concupiscencia mala, y en parte permanece el mal, ya que permanecen los deseos
desordenados.
Por esto, el Apóstol no dice que no esté al alcance
de su mano hacer el bien, sino realizarlo en plenitud. Realiza un gran
bien quien hace lo que está escrito: No vayas detrás de tus pasiones 75;
pero no lo realiza perfectamente, porque no cumple lo que también está escrito:
No codicies 76.
Por este motivo, la ley dice: No codicies; para que nosotros, constatando
que estamos inmersos en esta enfermedad, busquemos la medicina de la gracia, y
para que aprendamos en este precepto a dónde debemos tender para progresar en
este camino mortal y a dónde podremos llegar en la inmortalidad beatísima. Si no
se debiera alcanzar esta perfección, sin duda nunca habría sido mandada.
La gracia de la
libertad
XXX 33. Seguidamente, el Apóstol, insistiendo
de nuevo para darle todavía más valor a la sentencia precedente, dice: Pues
no hago el bien que quiero. Pero si lo que no quiero lo hago, ya no soy yo el
que lo realiza, sino el pecado que habita en mí 77;
y sigue: Encuentro en mí esta ley: cuando quiero hacer el bien, el mal se me
pone delante 78;
esto es, encuentro que la ley es un bien para mí, que quiero hacer lo que la ley
quiere, porque el mal, que yo no quiero, no se presenta a la misma ley, que
dice: No codicies, sino a mí, que siento el apetito contra mi voluntad.
Me complazco -dice- en la ley de Dios, según el hombre interior. Pero
veo otra ley en mis miembros que combate a la ley de mi espíritu y me tiene
prisionero bajo la ley del pecado, que está en mis miembros 79.
Esta complacencia en la ley de Dios, según el hombre interior, nos viene de la
inmensa gracia de Dios. En ella, en efecto, nuestro hombre interior se
renueva de día en día 80,
en cuanto que avanza en ella con perseverancia. Pues no es temor que tortura,
sino amor que deleita. Nosotros somos verdaderamente libres allí cuando no nos
deleitamos en contra de nuestra voluntad.
La concupiscencia
esclaviza
34. En cuanto a aquello que dice: Pero veo otra
ley en mis miembros que combate a la ley de mi espíritu, es la misma
concupiscencia de la que hablamos, la ley del pecado en la carne del pecado. Y
cuando dijo: Y me tiene prisionero bajo la ley del pecado, esto es, bajo
ella misma, que está en mis miembros, con me tiene prisionero
quiso decir, o bien que intentaba hacerme prisionero, es decir, empujándome al
consentimiento y a la acción, o, más bien -lo cual es indiscutible-, me
aprisiona según la carne. Si ésta no estuviera dominada por la concupiscencia
carnal, a la que llama ley del pecado, sin duda no se suscitaría ningún deseo
ilícito, al que el espíritu no debe obedecer. Pero como no dice "aprisiona mi
carne", sino me aprisiona, nos induce a buscar otro sentido y a tomar
me aprisiona como si dijese: me intenta aprisionar. Pero ¿por qué no podía
decir me aprisiona queriendo entender su carne? ¿Acaso no se ha dicho de
Jesús, cuando no fue encontrada su carne en el sepulcro: Se han llevado a mi
Señor y no sé dónde lo han puesto? 81
¿Quizás es inexacto porque no se haya dicho "carne o cuerpo de mi Señor", sino
mi Señor?
Explicación del apóstol
sobre la esclavitud de la concupiscencia
XXXI 35. Con todo, poco más arriba, también el mismo
Apóstol, como mejor pudo, mostró con bastante claridad que se refería a su carne
con me tiene prisionero. Pues cuando dijo: Sé que el bien no habita en
mí, añade para esclarecerlo: esto es, en mi carne 82.
Luego está prisionera bajo la ley del pecado esta en la que no habita el bien,
es decir, la carne. Pero aquí llama carne a la parte en que reside una cierta
inclinación morbosa de la carne, no precisamente a la estructura del cuerpo,
cuyos miembros no deben ser utilizados como instrumentos de pecado, de la
concupiscencia, que tiene prisionera esta parte carnal de nuestro cuerpo 83.
Pero la carne, en lo que atañe a la sustancia y a la naturaleza corporal, es ya
templo de Dios en los fieles casados o continentes. No obstante, si no estuviera
prisionero absolutamente nada de nuestra carne, no ya bajo el diablo, pues allí
se ha realizado la remisión del pecado, de modo que no se impute como pecado lo
que se llama ley del pecado; si nuestra carne no estuviera prisionera de algún
modo, al menos bajo la misma ley del pecado, esto es, bajo su concupiscencia,
¿cómo podría ser verdad lo que el mismo Apóstol dijo: Esperando la adopción,
la redención de nuestro cuerpo? 84
Por consiguiente, en tanto se espera todavía la redención de nuestro cuerpo en
cuanto que, en alguna medida, está prisionero todavía bajo la ley del pecado.
Por lo que también exclamó: ¡Qué desgraciado soy! ¿Quién me librará de este
cuerpo mortal? La gracia de Dios por nuestro Señor Jesucristo 85.
En lo cual, ¿qué podemos entender sino que el cuerpo corruptible es un peso
para el alma? 86
Luego, cuando se recobre incorruptible este mismo cuerpo, obtendrá la plena
liberación de este cuerpo mortal, del que no se librarán los que resuciten al
castigo. Se entiende, por tanto, que pertenece a este cuerpo mortal el que otra
ley se oponga verdaderamente en nuestros miembros a la ley del espíritu cuando
la carne desea contra el espíritu 87,
aunque ella no subyugue el espíritu, porque también el espíritu desea
contra la carne. Y así, aunque esta ley de pecado tenga cautivo algo de la
carne, por lo que se opone a la ley del espíritu, ella no reina en nuestro
cuerpo, a pesar de ser mortal, a no ser que se obedezca a sus deseos. Pues
también suele ocurrir que los enemigos contra los que se lucha, siendo
inferiores y vencidos en la batalla, retengan algún prisionero. Por esto se
conserva la esperanza de la redención en nuestra carne aunque esté bajo la ley
de pecado, porque la concupiscencia viciosa desaparecerá totalmente, mientras
que nuestra carne será sanada de esta peste y enfermedad, será revestida de
inmortalidad y permanecerá para siempre en la eterna beatitud.
La liberación por la
gracia
36. El Apóstol continúa diciendo: Yo mismo con el
espíritu sirvo a la ley de Dios; con la carne, a la ley del pecado 88.
Esto ha de entenderse así: Con el espíritu sirvo a la ley de Dios, no
consintiendo en la ley del pecado; con la carne, sin embargo, sirvo a la ley
del pecado, teniendo deseos de pecado, de los que todavía no estoy
enteramente libre aunque no consienta en ellos. Finalmente, prestemos atención a
lo que añade después de esto: Luego ninguna condenación -dice- pesa
ahora para el que está en Cristo Jesús 89.
Incluso ahora, dice, cuando la ley en los miembros se opone a la ley del
espíritu y tiene prisionero algo en este cuerpo mortal, ninguna condenación
existe para los que están en Cristo Jesús. Escucha en qué modo: La ley
del espíritu de vida -dice- me libró en Cristo Jesús de la ley del pecado
y de la muerte 90.
¿De qué modo ha librado sino borrando la culpa con la remisión de todos los
pecados, para que no se impute como pecado aunque todavía permanezca y de día en
día disminuya más y más?
La culpa en los niños
antes del bautismo
XXXII 37. Por tanto, hasta que no se realiza en el
hijo nacido esta remisión de los pecados, la ley del pecado está en él de tal
modo que se le imputa incluso como pecado. Es decir, que junto con ella está
presente su culpa, y ésta lo mantiene deudor del suplicio eterno. Esto es lo que
el padre transmite a la prole carnal, en cuanto que él mismo ha nacido
carnalmente, no en cuanto ha renacido espiritualmente. Porque esto mismo por lo
que ha nacido carnalmente, aunque no le impida alcanzar su fruto, permanece
oculto, como en la semilla del olivo, aun después de borrada la culpa, si bien,
por la remisión de los pecados, no daña en absoluto al aceite, es decir, a esta
vida, ya que, según Cristo -él toma el nombre del aceite, o sea, del crisma-, el
justo vive por la fe. Pero esto que en el padre regenerado está oculto, como en
la semilla del olivo, sin ninguna culpa, porque ha sido redimido, se encuentra
ciertamente con culpa en la prole que todavía no ha sido regenerada, como en el
acebuche, hasta que también ella sea redimida con la misma gracia. Pues desde el
momento en que Adán de tal olivo, en el que ni siquiera existía rastro de la
semilla de que pudiera nacer la amargura del acebuche, se convirtió en acebuche
por el pecado, quedó transformado todo el género humano en acebuche. ¡Tan grande
fue la degeneración que su pecado provocó en la naturaleza! Así que -como
nosotros constatamos todavía en estos mismos árboles-, si la gracia divina lo
convierte seguidamente en olivo, entonces el vicio del primer nacimiento, que
era el pecado original, transmitido y contraído por la concupiscencia carnal, es
perdonado, cubierto, no imputado; del cual, sin embargo, nacerá el acebuche, a
no ser que también él renazca como olivo por la misma gracia.
El bautismo, su
necesidad, importancia y efecto
XXXIII 38. Feliz, por tanto, aquel olivo al que le
han sido perdonadas las iniquidades y le han sido ocultados los
pecados; feliz aquel a quien el Señor no le imputa el pecado 91.
Pero aquel pecado que ha sido perdonado, y ocultado, y no imputado hasta que se
realice la transformación total en la inmortalidad eterna, tiene una cierta
fuerza oculta, que cierne al amargo acebuche, a no ser que también allí se
perdone, se oculte y no se impute por la labranza de Dios. Ahora bien, de ningún
modo existirá algo vicioso, ni siquiera en la semilla carnal, desde el momento
en que, purgado y sanado totalmente todo lo malo del hombre con esta
regeneración que ahora se realiza por el baño sagrado, la misma carne, por la
que el alma se hace carnal, se haga también ella espiritual; no tendrá la menor
concupiscencia carnal que se oponga a la ley del espíritu y no emitirá ninguna
semilla carnal. Así hemos de entender lo que dice el Apóstol: Cristo amó a su
Iglesia y se entregó a sí mismo por ella a fin de santificarla, lavándola con el
baño del agua y la palabra para que aparezca ante él Iglesia gloriosa, sin
mancha, ni arruga, ni nada semejante 92.
Así, decía yo, se ha de entender esto: con este baño de regeneración y con la
palabra de santificación quedan limpias y sanadas enteramente todas las cosas
malas de los hombres regenerados; no sólo todos los pecados que ahora son
perdonados en el bautismo, sino también los que se contraerán en el futuro por
ignorancia o debilidad humana.
Con esto no se afirma que el bautismo deba
reiterarse cada vez que se pegue, sino que por este bautismo, que se confiere
una sola vez, los fieles alcanzan el perdón de cualquier género de pecado
cometido antes o después de recibirlo. Pues ¿qué aprovecharía la penitencia
antes del bautismo, si éste no la siguiera, o después, si el bautismo no la
precediese? E incluso en la oración dominical, nuestro medio diario de
purificación, ¿con qué fruto se diría perdona nuestras deudas 93
si no son los bautizados quienes lo dicen? Igualmente, por grande que sea la
generosidad y beneficencia de las limosnas, ¿a quién aprovecharía para el perdón
de sus pecados si no estuviera bautizado? Por último, la misma felicidad del
reino de los cielos, donde la Iglesia no tendrá mancha, ni arruga, ni cosa
semejante, donde no habrá nada que reprochar ni esconder, donde no existirá
la culpa y ni siquiera la concupiscencia del pecado, ¿de quiénes será sino de
los bautizados?
La perfecta justicia del
hombre
XXXIV 39. Y en consecuencia, no sólo todos los
pecados, sino absolutamente todos los males del hombre son borrados por la
santidad del baño cristiano, con el cual Cristo purifica a su Iglesia, a fin
de presentársela a sí mismo, no en este siglo, sino en el futuro, sin
mancha, ni arruga, ni cosa semejante. Pero algunos afirman que ahora ya
sucede esto así, y, sin embargo, ellos forman parte de la Iglesia. Con todo,
puesto que ellos mismos confesarán, si dicen la verdad, que tienen pecados, la
Iglesia tiene en ellos una mancha; y, si no dicen la verdad, la Iglesia tiene en
ellos una arruga, ya que hablan con doblez de corazón. Si dicen que son ellos
los que tienen estos pecados y no la Iglesia, entonces confiesen que no son
miembros de ella ni pertenecen a su cuerpo, y así se condenan por su propia
confesión.
Confirmación del
contenido de esta obra
XXXV 40. Me he preocupado de distinguir con un largo
discurso la concupiscencia de la carne de los bienes del matrimonio obligado por
los nuevos herejes, los cuales, cuando ven que es condenada, lanzan calumnias
como si se condenase el matrimonio. Evidentemente, de este modo -alabándola como
un bien natural- confirman su pestífera doctrina, según la cual la descendencia
que nace por ella no arrastra ningún pecado original. Pero de esta
concupiscencia carnal, el bienaventurado Ambrosio, obispo de Milán -por su
ministerio sacerdotal, yo recibí el baño de regeneración-, habló así, tan
escuetamente, cuando aludió al nacimiento carnal de Cristo, comentando el
profeta Isaías: "Por esto -dice-, en cuanto hombre, ha sido tentado por todas
las cosas, y en la semejanza de los hombres las soportó todas; pero, en cuanto
nacido del Espíritu, se abstuvo del pecado". En efecto, todo hombre es
mentiroso 94
y no hay nadie sin pecado, sino sólo Dios. Por tanto, sigue en pie que ningún
nacido del varón y de la mujer, es decir, de la unión carnal, se verá libre de
pecado. Así, pues, quien sea libre de pecado, deberá serlo también de semejante
concepción. ¿Acaso el santo Ambrosio condenó la bondad del matrimonio, o, más
bien, no fue condenada, con la verdad de su sentencia, la pretensión de estos
herejes, aunque todavía no habían aparecido?
Por el testimonio de San
Ambrosio
He creído que debía recordarlo porque Pelagio alaba
a Ambrosio de la siguiente forma: "El bienaventurado obispo Ambrosio, en cuyos
libros brilla principalmente la fe romana, que despunta entre los escritores
latinos como una hermosa flor, y cuya fe y purísimo sentido de las Escrituras ni
siquiera un enemigo se ha atrevido a criticar". Así, pues, que se arrepienta por
haber pensado contrariamente a Ambrosio; pero no se arrepienta por haber alabado
de tal modo a Ambrosio.
Envío de la obra al conde
Valerio
Ahí tienes el libro en que, por lo enojoso de su
extensión y lo complejo de su tema, has de poner, al leerlo en los raros
momentos en que te ha podido o te podrá encontrar desocupado, el esfuerzo que yo
he hecho al dictarlo. Lo he elaborado, en cuanto el Señor se ha dignado
ayudarme, entre mis preocupaciones eclesiásticas. Ciertamente, no te lo habría
presentado a ti, ocupado en tus obligaciones públicas, si no hubiera oído a un
hombre de Dios, que te conoce bien, que lees con tanto gusto, que gastas algunas
horas nocturnas en atenta lectura
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