Traductor: P. Victorino Capánaga, OAR
LIBRO PRIMERO
DISPUTA PRIMERA
CAPÍTULO I
Todo lo dirige la divina
Providencia
1. Cosa muy ardua y rarísima es, amigo
Cenobio, alcanzar conocimiento y declarar a los hombres el orden de las cosas,
el propio de cada una, ya sobre todo el del conjunto o universalidad con que es
moderado y regido este mundo. Añádese a esto que, aun pudiéndolo hacer uno, no
es fácil tener un oyente digno y preparado para tan divinas y oscuras cosas, ya
por los méritos de su vida, ya por el ejercicio de la erudición.
Y con todo, tal es el ideal de los mejores ingenios,
y hasta; que contemplan ya, como quien dice con la cabeza erguida, escollos y
tempestades de la vida, nada desean tanto como aprender y conocer cómo,
gobernando Dios las cosas humanas, cunde tanta perversidad por doquiera, de modo
que, al parecer, ha de atribuirse su dirección no ya a un régimen y
administración divinos, pero ni siquiera a un gobierno de esclavos, al que se
dotara de suficiente poder. Por lo cual, los que se inquietan por estas
cuestiones se ven casi en la necesidad de creer que o la divina Providencia no
llega a estas cosas últimas e inferiores o ciertamente todos los males se
cometen por voluntad de Dios.
Impías ambas soluciones, pero sobre todo la última.
Porque, aunque es propio de gente muy horra de cultura y además peligrosísimo
para el alma creer que hay algo dejado de la mano de Dios, con todo, entre los
hombres, nunca se censura a nadie por su impotencia; pero el vituperio por
negligencia es también mucho menos denigrante que él reproche por malicia y
crueldad. Y así, la razón, moviéndose por piedad, se ve como forzada a reconocer
que las cosas humanas no están regidas por la Providencia divina, o son objeto
de desatención y menosprecio antes que de un gobierno donde toda queja contra
Dios sería benigna y disculpable.
2. Pero ¿quién es tan ciego que vacile en
atribuir al divino poder y disposición el orden racional de los movimientos de
los cuerpos, tan fuera del alcance y posibilidad de la voluntad humana? A no ser
que se atribuya a la casualidad la maravillosa y sutil estructura dé los
miembros de los más minúsculos animales, o como si lo que no se atribuye al
acaso, pudiera explicarse de otro modo que por la razón, o como si por atender a
las fruslerías de la vana opinión humana osáramos substraer de la dirección de
la majestad inefable de Dios el orden maravilloso que se aplaude y admira en
todo el universo, sin tener el hombre en ello arte ni parte.
Mas esto mismo plantea más problemas, pues los
miembros de un insectillo están labrados con tan admirable orden y distinción,
mientras la vida humana versa y fluctúa entre innumerables perturbaciones y
vicisitudes.
Pero este modo de mirar las cosas se asemeja al del
que restringiendo el campo visual y abarcando con sus ojos sólo el módulo de un
azulejo de un mosaico, censurara al artífice, como ignorante de la ordenación y
composición de tales obras; creería que no hay orden en la combinación de las
teselas, por no considerar ni examinar el conjunto de todos los adornos que
concurren a la formación de una faz hermosa. Lo mismo ocurre a los hombres poco
instruidos, que, incapaces de abarcar y considerar con su angosta mentalidad el
ajuste y armonía del universo, al topar con algo que les ofende, luego piensan
que se trata de un desorden o deformidad inherente a las cosas.
3. Y la causa principal de este error es que
el hombre se desconoce a sí mismo. Para conocerse necesita estar muy avezado a
separarse de la vida de los sentidos y replegarse en sí y vivir en contacto
consigo mismo. Y esto lo consiguen solamente los que o cauterizan con la soledad
las llagas de las opiniones que el curso de la vida ordinaria imprime en ellos,
o las curan con la medicina de las artes liberales.
CAPITULO II
Dedica el libro a Cenobio
Así, el espíritu, replegado en sí mismo, comprende
la hermosura del universo, el cual tomó su nombre de la unidad. Por tanto, no es
dable ver aquella hermosura a las almas desparramadas en lo externo, cuya avidez
engendra la indigencia, que sólo se logra evitar con el despego de la multitud.
Y llamo multitud, no de hombres, sino de todas las cosas que abarcan nuestros
sentidos.
Ni te admires de que sea tanto más pobre uno cuanto
más cosas quiere abrazar. Porque así como en una circunferencia, por muy grande
que sea, sólo hay un punto adonde convergen los demás, llamado por los geómetras
centro, y aunque todas las partes de la circunferencia se pueden dividir
infinitamente, sólo el punto del centro está a igual distancia de los demás, y
como dominándolos por cierto derecho de igualdad. Mas si quieres salir de allí a
cualquier parte, cuanto de más cosas vayas en pos tanto más se pierden todas:
así el ánimo, desparramado de sí mismo, recibe golpes innumerables y vese
extenuado y reducido a la penuria de un mendicante cuando toda su naturaleza lo
impulsa a buscar doquiera la unidad y la multitud le pone el veto.
4. Pero tú, querido Cenobio, comprenderás,
sin duda, el valor de lo que he expuesto,' y la causa del extravío de los
hombres, y cómo todo confluye para formar la unidad, y siendo todo perfecto, sin
embargo, hay que evitar el pecado. Porque conozco tu ingenio y tu ánimo,
enamorado de la hermosura ideal y limpio de toda contaminación y pasión baja.
Esta señal de la sabiduría a que estás llamado te previene contra los nocivos
placeres por divino derecho para que no abandones tu vocación, atraído por
engañosa molicie, pues no hay prevaricación más torpe y dañosa que ésta. Pero
tú, créeme, darás alcance a todo esto si te dedicas al trabajo de la erudición,
con la que se purifica e instruye el alma, pues antes no está dispuesta para
recibir la divina semilla. En qué consiste todo esto y el orden que requiere, lo
que la razón promete a los estudiosos y buenos, la vida que hacemos aquí
nosotros, para ti carísimos, y el fruto que cosechamos con nuestro ocio liberal
te informarán estos libros, más dulces para mí por tu nombre que los encabeza
que por el trabajo de nuestra elaboración, y sobre todo, si tú quieres,
eligiendo la mejor parte, ajustarte y acomodarte a este orden sobre que se
diserta aquí.
5. Pues habiéndome obligado una enfermedad de
estómago a dejar la cátedra-y como tú sabes, aun sin tal motivo quería
refugiarme ya en la filosofía-, al punto me retiré a la quinta de Verecundo,
nuestro generosísimo amigo. ¿Será necesario decirte el placer que tuvo en ello?
Ya conoces su benevolencia singular para todos, y especialmente para conmigo.
Allí disertábamos dé todo lo que nos parecía provechoso, recogiéndolo por
escrito por ver que esto favorecía a mi salud. Pues como me esmeraba en el
lenguaje, no se mezclaba al disputar ninguna porfía descomedida; y al mismo
tiempo aunque nos pluguiera publicar algo propio, no sería necesario decirlo de
otro modo ni fatigar la memoria.
Participaban en las conversaciones Alipio y Navigio,
mi hermano y Licencio, consagrado con pasión repentina y admirable a la poesía.
La milicia nos había devuelto a Trigecio, el cual, en su calidad de veterano,
era apasionado a la historia. Teníamos a nuestra disposición algunos libros.
CAPÍTULO III
Ocasión de la disputa
6. Velaba yo una noche, según costumbre,
meditando en silencio sobre unas ideas que no sé de dónde me venían, pues por
amor a la investigación de la verdad solía estar desvelado la primera o la
segunda parte de la noche, reflexionando sobre lo que fuera. No quería
distraerme discutiendo con los jóvenes, porque durante el día ellos trabajaban
tanto que me parecía demasiado hurtarles algo del sueño, por razón de estudio,
si bien me tenían encargado que, fuera de los libros, les mandase otros trabajos
con el fin de habituarse al recogimiento interior.
Yo, pues, como digo, velaba aquella noche, cuando me
obligó a aplicar el oído y prendió más fuertemente que de costumbre mi atención
el rumor del agua que corría junto a los baños. Me causaba mucha admiración que
la misma agua, al precipitarse sobre las piedras, unas veces resonaba con más
claridad y otras más amortiguadamente. Púseme a averiguar la causa, y lo
confieso, no atinaba en ella, cuando Licencio andaba a golpes en la cama con una
tabla contra unos ratones molestos, y esto me dio a entender que estaba
despierto. Yo le dije:
-¿Has notado, Licencio, pues parece que tu musa te
ha encendido la lámpara para que poetices, cómo el agua de ese canal discurre
con sonido irregular?
-Esto no es nuevo para mí-contestó él-. Pues algunas
veces, al despertarme con el deseo de saber si se ha engrosado con la lluvia su
caudal, me ha hecho aplicar el oído y advertir el mismo fenómeno.
También Trigecio dio señal de aprobación, pues,
aunque recostado en su lecho del mismo aposento, velaba sin saberlo nosotros.
Había obscuridad, cosa que en Italia es necesaria aun para los ricos.
7. Al ver, pues, que toda nuestra escuela
estaba allí (Alipio y Navigio se habían ido a la ciudad) y cómo todos velaban
aún en aquellas horas, aquel fenómeno de las aguas me indujo a darles alguna
lección y les dije:
-¿Cuál os parece, pues, la causa de la alternancia
de ese sonido? Pues no creo que ninguna persona a estas horas, al pasar o para
lavar alguna cosa, intercepte tantas veces el curso del agua.
-¿Cuál ha de ser-replicó Licencio-sino que las hojas
de los árboles, que ahora en el otoño sin cesar y copiosamente se desprenden,
recogidas y detenidas por la angostura del canal, al fin son arrastradas,
cediendo algunas veces al empuje del raudal; mas pasado el ímpetu de la
corriente, nuevamente se recogen, se amontonan y represan? O tal vez se produce
algún otro fenómeno con la variable afluencia de las hojas, capaces ora de
refrenar, ora de precipitar la corriente.
Me pareció plausible su explicación, máxime porque
yo no tenía ninguna, y alabé su ingenio, diciéndole que nada se me había
ocurrido a mí, habiéndolo pensado largo rato.
8. Después de un breve silencio le dije:
-Justamente, tú no te admirabas de nada por hallarte
interiormente entretenido con tu Calíope.
-Es cierto-me respondió-; pero tú me has dado ahora
un gran argumento de admiración.
-¿Cuál es?
-El haberte tú admirado de eso.
-Pues ¿de dónde nace la admiración o cuál es la
madre de este vicio sino algo insólito ocurrido fuera del orden manifiesto de
las causas?
-Fuera del orden manifiesto, concedo; pero no admito
que suceda algo fuera del orden.
Yo, oyendo esto, me erguí a una esperanza más viva
de lo acostumbrado, cuando al hacerles algunas preguntas veo que un tan tierno
muchacho, ganado recientemente para estas cosas, ha improvisado una sentencia de
tanta gravedad, sin haber nunca tratado antes esta materia entre nosotros, Le
dije:
-Muy bien, muy bien; digna de toda loa es tu manera
de pensar; a mucho te has atrevido, créeme que te has elevado mucho sobre el
Helicón, a cuya cima deseas llegar, como si fuera el cielo. Mas has de
mantenerte firme en tu sentencia, porque la voy a combatir.
-Déjame ahora libre, te ruego, porque otras cosas me
roban la atención.
Yo, temiendo que la poesía me lo arrebatase
totalmente de los estudios filosóficos, le dije:
-Me irrita verte andar cantando y lamentando en pos
de tus versos de todo metro, que levantan entre ti y la verdad un muro más
grueso que el que separaba a los amantes de la fábula que cantas, pues ellos se
comunicaban por una delgada hendidura. ( Él estaba poetizando sobre los amores
de Píramo (Cf Ovidio, Metamorfosis IV,
55.) ).
9. Díjele esto con un tono más severo de lo
acostumbrado y se calló.
Cortada la conversación, yo volví a mis pensamientos
para no entretener inútil e impertinentemente al que veía tan ocupado con su
tema. Entonces dijo él:
-Con más razón que Terencio puedo yo repetir ahora:
Pobre de mí, yo mismo me he perdido con mi propia boca como el ratón (Terencio,
Eunuco, 5, 1024). Pero tal vez lo que añade no concuerda con mi ventura.
Porque si él dice: Hoy me he perdido; yo, en cambio, tal vez hoy me hallaré a mí
mismo. Pues dando algún valor a lo que los supersticiosos auguran de los
múridos, si yo con mi estrépito he avisado, suponiendo que entienda algo, al
ratón que te denunció mi vigilancia para que torné a su agujero y allí descanse,
¿por qué no me tendré yo ahora por amonestado por ti, para que, dejando el canto
de las musas, me consagre a la investigación de la verdad por la filosofía? Pues
según he empezado a conjeturar por las pruebas diarias que tú nos das, ella es
nuestro verdadero y seguro lugar de reposo. Por lo cual, si no te enoja y crees
que debes hacerlo, pregunta lo que quieras; defenderé con tesón el orden de las
cosas, sosteniendo que nada se realiza fuera de él. Porque tan penetrado y
empapado me hallo de este pensamiento, que, aun cuando saliera vencido en la
disputa, eso mismo no lo atribuiré a la casualidad, sino al orden de las cosas.
Porque aun entonces no será vencida la verdad, sino Licencio.
CAPÍTULO IV
Nada se verifica
absolutamente sin razón
10. Otra vez, pues, me volví a ellos lleno de
gozo y dije a Trigecio:
-A ti ¿qué te parece?
-Me declaro en favor del orden-dijo-; pero tengo mis
incertidumbres, y quiero se trate la cuestión con suma diligencia.
-Cuente, pues, con tu favor aquella parte; mas en lo
que toca a la incertidumbre, es patrimonio común a todos, a mí y a Licencio.
-Pues yo-replicó Licencio-estoy cierto de mi modo de
pensar. ¿Cómo voy a titubear en derruir antes de que esté levantada la pared de
que has hecho mención? Pues no puede el arte poético apartarme del estudio de la
filosofía tanto como la desconfianza de hallar la verdad.
Entonces Trigecio dijo con palabras festivas:
-Ya tenemos a Licencio cambiado, libre de la duda de
los académicos, a quienes antes patrocinaba con ardor.
-No me recuerdes eso, te ruego-le replicó Licencio-,
no sea que esa doctrina astuta e insidiosa me aparte y prive de no sé qué divina
vislumbre que ha comenzado a mostrárseme y me trae suspendido el deseo.
Aquí, arrebatado yo también de un gozo superior al
que podía aspirar, recité este verso con gozo: "Así plegué al padre de los
dioses, así al soberano Apolo que comiences... (Virgilio,
Eneida X, 875) " Porque Él nos guiará a feliz término si vamos a donde
nos manda, para fijar allí nuestra morada, pues nos da ahora buenos augurios y
desciende a nuestros ánimos.
No es ya el encumbrado Apolo el que en las cuevas,
en los montes, en los bosques, provocado por el olor del incienso y la ofrenda
de los animales, hinche de furor poético a los hombres; es otro, ciertamente,
más alto y verdadero; mas ¿para qué jugar con las palabras? Es la misma Verdad,
de la que son vates cuantos pueden llegar a la sabiduría. Manos, pues, a la
tarea, Licencio; fomentemos con confianza la piedad y hollemos con nuestros pies
el fuego pernicioso de nuestras humeantes pasiones.
11. Pregúntame, pues, ya, te ruego-dijo él-,
para poder explicar con tus palabras y con las mías este no sé qué tan grande
que siento.
-Respóndeme primero a esto: ¿ por qué te parece que
esa agua no corre fortuitamente, sino con orden? Que ella corra y sea conducida
por acueductos de madera para nuestro uso y empleo, bien pertenece al orden, por
ser obra razonable y de la -industria humana, que quiere aprovecharse de su
curso para la limpieza y bebida, y justo es que se hiciera así, según las
necesidades de los lugares. Pero que las hojas caigan del modo que dices, dando
lugar al fenómeno que nos admira, ¿cómo puede relacionarse con el orden? ¿No es
más bien obra de la casualidad?
-Pero-replicó él-al que ve claramente que nada puede
hacerse sin suficiente causa, ¿puede ocurrírsele otro modo diverso de caerse las
hojas? Pues qué, ¿ quieres que te describa la posición de los árboles, y de sus
ramas, y el peso que dio la misma naturaleza a las hojas? Ni es cosa de ponderar
ahora la movilidad del aire que las arrastra, o la suavidad con que descienden,
ni las diversas maneras de caer, según el estado de la atmósfera, el peso, la
figura y otras innumerables causas más desconocidas. Hasta aquí no llega la
potencia de nuestros sentidos y son cosas enteramente ocultas; pero no sé cómo
(lo cual basta para nuestra cuestión) es patente a nuestros ojos que nada se
hace sin razón. Un curioso impertinente podía continuar preguntando por qué
razón hay allí árboles, y yo le responderé que los hombres se han guiado por la
fertilidad del terreno.
- ¿Y si los árboles no son fructíferos y han nacido
por casualidad?
-A eso responderé que nosotros sabemos muy poco y
que no puede censurarse a la naturaleza por haber obrado sin razón poniéndolos
allí. ¿Qué más? O me convencéis de que hace algo sin razón o creed que todo
sigue un orden cierto de causalidad".
CAPÍTULO V
Cómo Dios todo lo dirige
con orden
12. Yo respondí a Licencio:
-Aunque me tengas por un curioso impertinente, y
ciertamente debo de serlo para ti por haber interrumpido tu coloquio con Píramo
y Tisbe, insistiré en proponerte algunas cuestiones. Esta naturaleza, que, según
tu modo de pensar, toda resplandece con orden-dejando otras innumerables cosas-,
¿podrás decirme para qué utilidad crió los árboles no frutales?
Cuando el interpelado buscaba una respuesta, dijo
Trigecio:
-Pero ¿acaso la utilidad de los árboles está cifrada
únicamente en el fruto? ¿ No reportan su provecho otras cosas: su misma sombra,
su madera y, finalmente, hasta las hojas?
-No des esta solución a la cuestión propuesta-le
atajó Licencio-. Porque pueden sacarse innumerables ejemplos de cosas sin
provecho para los hombres o de tan escasa y desconocida utilidad que apenas
podemos defenderlas. Que nos diga él más bien si hay alguna cosa sin causa
suficiente.
-Después tocaremos brevemente ese punto-le dije-. No
es necesario que yo haga de maestro, porque tú, que profesas la certeza de tan
alta doctrina, nada nuevo me has enseñado todavía, y yo estoy tan deseoso de
aprender que me paso días y noches en ese ejercicio.
13. -¡En valiente aprieto me pones! ¿Es tal
vez porque te sigo con más ligereza que estas hojas al viento, que las arrastra
a la corriente del agua, de modo que es poco decir que caen, sino que son
arrebatadas? Pues ¿qué otra cosa es que Licencio se meta a maestro de Agustín, y
nada menos que en las cuestiones más entrañables de la filosofía?
-No te rebajes tanto-le repliqué-ni me encumbres a
mí demasiado, porque en filosofía soy un niño aún, ni me preocupo, al dirigir
mis preguntas, por medio de quién me responde Aquel a quien presento todos los
días mis lamentos, de quien te auguro que serás un vate algún día; y ese algún
día tal vez no se halle lejano. Otros también, separados de esta clase de
estudios, pueden enseñarnos algo cuando se asocian a los que discuten con el
sistema de hábiles preguntas. Y ese algo vale lo suyo. ¿No ves cómo las mismas
hojas-para usar tu símil-, arrastradas por el viento y flotando sobre la
corriente, pueden ofrecer su/resistencia al curso del agua que se precipita,
avisando a los hombres acerca del orden de la Naturaleza, si damos por válida tu
tesis?
14. Licencio, saltando de gozo en su lecho,
exclamó:
- ¿Quién negará, ¡oh Dios grande!, que todo lo
administras con orden? ¡Cómo se relacionan entre sí en el universo todas las
cosas y con qué ordenada sucesión van dirigidas a sus desenlaces! ¡cuántos y
cuán varios acontecimientos no han ocurrido para que nosotros entabláramos esta
discusión! ¡Cuántas cosas se hacen para que te hallemos a ti! ¿De dónde sino del
mismo orden universal mana y brota esto mismo, es decir, que nosotros
estuviésemos despiertos y tú atento al sonido del agua e indagando la causa de
un fenómeno tan ordinario, sin atinar en ella? Intervino también un ratoncito
para que yo saliera a la escena. Finalmente, tu mismo discurso, tal vez sin
intención tuya-nadie es dueño de que alguna idea le venga a la mente-, no sé
cómo me revolotea en el magín, inspirándome la respuesta que debo dar. Pues yo
te pregunto: si la disputa que tenemos aquí la escribes, como te has propuesto,
y se divulga algún tanto, llegando a la fama de los hombres, ¿no les parecerá
una cosa tan grave, digna de la respuesta de algún gran adivino o caldeo, que,
preguntado sobre ella, hubiese respondido antes de verificarse? Y si hubiera
respondido, se hubiera considerado una cosa tan divina; tan digna de celebrarse
con aplauso universal, que nadie se atrevería a preguntar por qué cayó una hoja
de árbol o un ratón inquieto fue molesto para un hombre que descansaba en su
lecho. Pues ¿acaso estas predicciones de lo futuro las hizo alguno de ellos por
cuenta propia o fue requerido por el consultor a decirlas? Y si adivinare que ha
de publicarse un libro de importancia y viese que era necesario aquel hecho,
pues de otro modo no podría adivinarlo, luego tanto la caída de las hojas en el
campo como todo lo que hace en casa ese animalito, todo se hallaría enlazado con
el orden, lo mismo que este escrito, Porque con estas palabras estamos haciendo
unos razonamientos que, de no haber precedido aquellos hechos tan
insignificantes, no nos hubieran ocurrido ni se hubieran expuesto ni tomado en
cuenta para legarlos a la posteridad. Así que nadie me pregunte ya por qué
suceden cada una de estas cosas. Baste con saber que nada se engendra, nada se
hace sin una causa suficiente, que la produce y lleva a su término.
CAPÍTULO VI
el orden lo comprende
todo
15. -Por lo que has dicho se ve-le dije
yo-que no ha llegado a tu noticia de adolescente lo mucho que se ha escrito
contra la adivinación por graves autores. Pero responde ahora, no si se verifica
algo sin razón suficiente, porqué a esto veo que no quieres responder, sino si
este orden cuya defensa has tomado te parece bueno o malo.
Y él respondió a sovoz:
-No me has propuesto la cuestión de modo que pueda
responder una de las dos cosas. Porque veo aquí un término medio. El orden no me
parece a mí ni bien ni mal.
-¿Qué piensas-le insté yo-que a lo menos sea
contrario al orden?
-Nada-dijo él-. ¿Cómo puede tener contrario lo que
todo lo ocupa, lo que reina por doquier? Pues lo que es contrario al orden debe
hallarse fuera del orden. Y nada veo puesto fuera del orden, ni se puede pensar
que hay nada contrario a él.
-Luego ¿no es contrario al orden el error?-le
preguntó Trigecio.
-De ningún modo-replicó-. Pues nadie veo que; yerre
sin causa. Y la serie de las causas pertenece al orden. Y el error no sólo tiene
causas que lo producen, sino efectos que le siguen. Por consecuencia, no puede
ser contrario al orden lo que no está fuera de él.
16. Cuando calló Trigecio, yo no cabía de
gozo dentro de mí viendo cómo aquel adolescente, hijo de un carísimo amigo mío,
se hacía mío por espiritual filiación; y no sólo esto, sino que crecía y se
engrandecía con su amistad para conmigo; y habiendo desconfiado de su aplicación
aun para llegar a ser una medianía en las letras, lo veía ahora, despreciando
todo su caudal, lanzarse con todo su ímpetu al corazón mismo de la filosofía.
Cuando en silencio me maravillaba de esto, ardiendo
en deseos de felicitarle, él, como arrebatado de alguna idea, exclamó:
- ¡Oh, si yo pudiera decir lo que quiero! ¿Dónde,
dónde estáis, palabras? Venid en mi ayuda. Los bienes y los males están dentro
del orden. Creed si queréis, porque yo no sé explicarlo.
CAPÍTULO VII
Dios no ama el mal,
aunque pertenece al orden
17. Yo, lleno de asombro, callaba. Trigecio,
cuando, pasada la embriaguez de su arrebato, lo vio más afable y accesible, le
instó:
-Me parece un absurdo y contrario a la verdad lo que
dices, Licencio; ten un poco de paciencia para aguantarme y no me interrumpas
con tus voces.
-Di lo que te plazca-respondió él-; no me
arrebatarás lo que vislumbro y casi está a mis manos.
-Ojalá-le dijo el otro-no te desvíes del orden que
defiendes ni te hagas reo de incuria a Dios, para suavizar mi expresión. Porque
¿hay cosa más impía que decir que hasta los males están dentro del orden? Pues
Dios ama, ciertamente, el orden.
-Lo ama, sin duda-replicó Licencio-; de Él procede y
con Él se halla. Y si algo puede decirse de tema tan elevado con más decoro,
piénsalo tú, porque yo no soy apto para declarar estas cosas ahora.
-¿Qué voy a pensar yo?-le preguntó Trigecio-. Tomo
tus palabras como suenan, y me basta con lo que entiendo. Porque ciertamente has
dicho que los males están dentro del orden y que este orden proviene del sumo
Dios y lo ama. De donde se sigue que de Él proceden los males y los quiere.
18. En esta conclusión temí a Licencio, Pero
él, lamentándose de la dificultad de las palabras, sin buscar una respuesta
adecuada, sino más bien embarazado por la forma de la contestación, dijo:
-No quiere Dios los males, porque no pertenece al
orden que Dios los ame. Por eso ama mucho el orden, porque Él no ama los males,
los cuales, ¿cómo no han de estar dentro del orden cuando Dios no los quiere?
Mira que esto mismo pertenece al orden del mal, el que no sea amado de Dios. ¿Te
parece poco orden que Dios ame los bienes y no ame los males? Así, pues, ni los
males están fuera del orden, porque Dios no los quiere, y ama, en cambio, el
orden. Él quiere amar los bienes y aborrecer los males, lo cual es un orden
acabado y de una divina disposición. Orden y disposición que conservan por medio
de distintos elementos la concordia de todas las cosas, haciendo que los mismos
males sean en cierto modo necesarios. De este modo, como con ciertas antítesis,
por la combinación de cosas contrarias, que en la oratoria agradan tanto, se
produce la hermosura universal del mundo.
19. Hubo una breve pausa de silencio; pero,
irguiéndose de improviso por la parte en que tenía su lecho Trigecio, le
instaba:
-Dime, te ruego, si Dios es justo.
Callaba el otro, porque, según después confesó,
admiraba y temía otro discurso repentino e inflamado de nueva inspiración de su
condiscípulo y amigo. Viéndole callado, Licencio prosiguió:
-Porque si me respondes que Dios no es justo, tú
verás lo que haces, pues no ha mucho me censurabas de impiedad. Y si, conforme a
la doctrina que recibimos y nos lo persuade el sentimiento, de la necesidad del
orden, Dios es justo, sin duda lo es, porque da a cada cual lo suyo. ¿Y qué
distribución cabe donde no hay distinción? ¿Y qué distinción, si todo es bueno?
¿Y qué puede haber fuera del orden, si la justicia dé Dios trata de buenos y
malos según su merecido? Mas todos afirmamos que Dios es justo. Luego todo se
halla encerrado dentro del orden.
Terminado este discurso saltó del lecho, y con la
voz más suave, porque nadie le respondía, me dijo a mí:
-¿Nada me dices tampoco tú, que has provocado esta
discusión?
Yo le respondí:
20. - ¡Ea! Veo que un nuevo entusiasmo se
enseñorea de ti ahora (Terencio, Andria,
4 ,730). Pero mi parecer lo expondré durante el día, que ya parece se avecina, a
no ser que sea de la luna el fulgor de la ventana. Al mismo tiempo hay que
esforzarse, Licencio, para que el olvido no arrebate cosas tan bellas como las
que has dicho. Nuestra ocupación literaria exige que se guarde memoria de todo.
Te diré atentamente lo que pienso, disputando contra ti según mis fuerzas, pues
mi mayor triunfo será el ser vencido por ti. Pero si acaso tu debilidad,
insuficientemente robustecida todavía con la erudición de las artes para
sostener la causa de tan gran Dios, cediere a la astucia y agudo razonamiento en
favor de los errores humanos, cuya defensa tomaré a mi cargo, eso mismo te
enseñará la falta que tienes de nuevas fuerzas para subir hasta Él con más
firmeza. Además quiero que esta discusión salga un poco limada, pues ha de
llegar a muy delicados oídos. Porque nuestro amigo Cenobio frecuentemente me
consultó muchas cosas acerca del orden del mundo en ocasión en que yo no le
podía satisfacer a tan elevadas cuestiones ora por la dificultad de las
preguntas ora por la premura del tiempo. Y andaba tan impaciente por mis
demoras, que, para obligarme a responderle más copiosa y diligentemente, me
instó a ello con versos, y bien elaborados por cierto, para que tú le ames más.
Tú no podías leerlos entonces, porque vivías alejadísimo de estas aficiones, y
tampoco es posible hacerlo ahora, porque su partida fue tan repentina y agitada
que huyó de nuestra mente el recuerdo de estas cosas, pues él había pensado en
dejarme su poema para que le respondiese. Tengo, en fin, otras muchas razones
para dirigirle este mi escrito. La primera es porque se lo debo; la segunda,
porque conviene agradecer su benevolencia para con nosotros, dándole cuenta de
la vida que llevamos; finalmente, nadie le supera en el gozo de la esperanza que
tiene puesta en ti. Estando con nosotros, por la amistad con tu padre o más bien
con todos nosotros, se interesaba muchísimo por que el vivo centelleo de tu
ingenio, que observaba atentamente, se atizase con mi cuidado y no se malograse
por tu incuria. Y al saber ahora tu afición a la poesía se complacerá tanto, que
me figuro verlo saltando de alborozo.
CAPÍTULO VIII
Licencio, enamorado de la
filosofía. -Reprensión de santa Mónica.
Utilidad de las artes
liberales
21. -Nada más grato será para mí-respondió-;
pero sea por la inconstancia y veleidad moceril, sea por alguna disposición y
orden divino, os lo confieso, me he vuelto repentinamente flojo para el cultivo
del metro poético, porque siento arder dentro de mí una luz muy diferente, muy
superior. Más bella es la filosofía que Tisbe y Píramo, más que Venus y Cupido y
los demás amores.
Y suspirando daba gracias a Cristo. Yo oía todo
aquello con gozo, ¿por qué no decirlo? ¿O qué no diré? Tómelo cada cual como le
plazca; a mí sólo me inquieta el haber sentido un gozo tal vez inmoderado.
22. Mientras tanto, pasado algún tiempo,
amaneció; se levantaron ellos, y yo, llorando, elevé muchas plegarias a Dios; y
he aquí que oigo a Licencio, muy parlero y festivo, canturrear el verso del
salmo: Oh Dios todopoderoso; conviértenos, muéstranos tu rostro y seremos
salvos (Sal 79, 8). Lo mismo había hecho la noche anterior cuando, después
de la cena, salió fuera para una necesidad natural, cantando en voz más alta,
cosa que no agradó a nuestra madre, porque tales lugares no eran para repetir
tales cánticos. Alegaba que aquella tonadilla la había aprendido poco ha y le
gustaba como una melodía nueva. Lo reprendió la santa mujer, porque el lugar era
impropio para tales expansiones. Y él le replicó chanceando:
- ¡Pues qué!, si un enemigo me encerrase en aquel
lugar, ¿no escucharía Dios mi voz?
23. Habiendo, pues, a la mañana vuelto solo,
pues los dos habían salido por la misma causa, se acercó a mi lecho.
-Dime la verdad; y hágase de mí lo que quieras: ¿qué
piensas tú de mi acción?
Y yo, tomándole la diestra al muchacho, le dije:
-Lo que de ti pienso ya lo sabes, crees y entiendes.
Creo que no en vano cantaste tanto ayer para que el Dios todopoderoso se te
manifieste a ti, que te has dirigido a Él.
Y recordando él lo pasado con admiración, respondió:
-Gran cosa y verdad dices. Porque me hace fuerza el
pensar que poco ha se me hacía tan duro el dejar las bagatelas poéticas, y ya me
siento remiso y avergonzado de volver a ellas, pues me arrebatan totalmente
cosas grandes y maravillosas. ¿ No es esto convertirse a Dios? Alegróme también
porque en vano se ha querido contagiarme con el escrúpulo supersticioso por
haber cantado tales cosas en aquel lugar.
-Eso a mí no me desagrada-le dije-, y creo que
pertenece a aquel orden, que vuelve a darnos motivo para decir algo sobre él.
Pues veo una congruencia entre aquel canto y el lugar por el que se ofendió ella
y la misma noche. Pues ¿qué oramos al pedir nuestra conversión a Dios y la vista
de su rostro sino que nos purifique de cierta impureza corporal y de las
tinieblas de los errores? ¿Y qué es convertirse sino erguirse en espíritu de los
vicios irrefrenados con la templanza y la virtud? Y la faz de Dios, ¿no es la
Verdad, por la que suspiramos, purificándonos y adornándonos para ella, porque
es nuestra amada?
-Mejor no se puede hablar-dijo él.
Y luego, como cuchicheando en mi oído, añadió:
-Mira cuántas cosas han ocurrido, haciéndome creer
que algo se prepara para nosotros con un orden más favorable.
24. -Si amas el orden-le insistí-, hay que
volver a la poesía, porque la erudición moderada y racional de las artes
liberales nos hace más agües y constantes, más limpios y bellos para el abrazo
de la verdad, para apetecerla más ardientemente, para conseguirla con más
ahínco, y unirse más dulcemente a la que se llama vida bienaventurada. La cual
cuando se nombra, todos se yerguen, como mirando a las manos y esperando que se
les dé lo que ansían tantos menesterosos e impedidos con diversas enfermedades.
Pero cuando la sabiduría les impera que se pongan en las manos del médico,
dejándose curar con paciencia, luego vuelven a sus andrajos y a su calorcillo se
rascan gustosamente la sarna de sus perniciosos deleites antes que someterse a
los algún tanto duros preceptos de la medicina, insoportables a su dolencia,
para volver a la salud y a la luz de los fuertes. Y así, contentos con él nombre
y sentimiento del Soberano Dios, como con un salario, viven miserables, pero
viven. Mas aquel Esposo bonísimo y hermosísimo busca a otros hombres, o por
mejor decir, otras almas, que son dignas ya de su tálamo, aunque moren en el
cuerpo, a las cuales no les basta vivir, sino quieren vivir dichosamente.
Dedícate, pues, entre tanto, a las musas. Sin embargo, ¿sabes lo que te propongo
para tu ejercicio?
-Mándame lo que te plazca-dijo.
-Cuando aquel Píramo y su amante se apuñalen, según
has de cantar, sobre el cuerpo del moribundo, en el mismo dolor en que se
encenderá tu poesía con acentos más emotivos, hallarás muy buena oportunidad.
Detesta tan feas liviandades y su mortal incendio, origen de aquella tragedia;
después, elévate para cantar el amor puro con que las almas, adornadas por las
artes liberales y embellecidas por la virtud, se desposan con el entendimiento
por la filosofía, y no sólo evitan la muerte, sino gozan de vida dichosísima.
Aquí Licencio estuvo un rato silencioso y vacilante,
y después, cabeceando, se retiró.
25. Luego me levanté yo también, y elevando a
Dios las acostumbradas preces, nos pusimos en camino hacia los baños. Pues por
estar nublado el cielo, y no poder acomodarnos al aire libre, nos era cómodo y
familiar aquel lugar para nuestras discusiones, cuando he aquí que a la misma
puerta se nos ofrece el espectáculo de dos gallos empeñados en reñidísimo
combate. Plúgonos ser espectadores. Pues ¿qué no desean o qué no observan los
ojos de los amantes para captar todos los indicios de la hermosura de la tazón,
que gobierna a los seres racionales e irracionales, invitando a sus seguidores y
enamorados a buscarla por todas partes? ¿Y de dónde y por dónde no puede hacer
sus señas? Y así era cosa de ver los gallos con las cabezas tiesas y las plumas
erizadas, acometiéndose a fuertes picotazos y esquivando con arte los golpes
ajenos; en aquellos movimientos de animales sin razón todo parecía armonioso,
como concertado por una razón superior que todo lo rige. Finalmente, pondérese
la ley del vencedor, con el soberbio canto, y aquel recoger todas las plumas,
como redondeándose en ostentación de orgulloso dominio; y luego las señales del
vencido: su cuello desplumado, su voz humilde y sus torpes movimientos, todo
indica no sé qué conformidad y decoro con las leyes de la Naturaleza.
26. Y nos proponíamos muchas cuestiones: ¿Por
qué hacen todos lo mismo? ¿Por qué siempre obran así para dominar las hembras,
que les están sumisas? ¿Por qué el aspecto mismo de la lucha, además de
llevarnos a esta alta investigación, nos producía el deleite de un espectáculo?
¿Qué hay en nosotros que nos impele a buscar en lo sensible cosas qué caen fuera
del ámbito de los sentidos? ¿Y qué tenemos que se detiene como preso con el
halago de los mismos? Y nos decíamos a nosotros mismos: ¿Dónde no rigen las
leyes y a los mejores no se debe el imperio? ¿Dónde falta una sombra de
regularidad? ¿Dónde no se imita a la verdaderísima Hermosura? ¿Dónde no reina la
medida? Al fin, advertidos por aquel mismo hecho para que nos moderásemos en la
contemplación del espectáculo, seguimos adonde nos guiaba nuestro propósito. Y
allí, tan pronto como se pudo, por ser tan recientes y notables estos episodios
qué difícilmente se podían borrar de la memoria de los tres estudiosos, con la
debida diligencia ajustando todos los apuntes de nuestra conversación, formamos
esta parte del libro. Y mirando por mi salud, nada hice más aquel día; sólo
antes de la cena tenía costumbre de escuchar con ellos todos los días la lectura
de medio volumen de Virgilio, y era nuestra ocupación considerar el admirable
modo de ser de las cosas. El cual nadie deja de reconocerlo; pero el sentirlo,
cuando se hace algo con empeño, es muy difícil y raro.
DISPUTA SEGUNDA
CAPÍTULO IX
el orden eleva a Dios
27. Al día siguiente, todos de buen humor,
muy de mañana volvimos al mismo lugar y allí nos sentamos. Al ver la atención de
ambos, les dije:
-Estáte aquí, Licencio, y tú, Trigecio, no te
separes, porque vamos a discutir una cuestión muy grave; se trata del orden. ¿Ya
qué hacer ahora, como era costumbre en la escuela, de cuya servidumbre con tanto
gozo acabo de librarme, el panegírico del orden con un estilo copioso y
elegante? Recibid, si os place, o más bien esforzaos por admitir el elogio más
breve y verdadero que se puede hacer de él, a mi parecer. El orden es el que,
guardándolo, nos lleva a Dios; y si no lo guardamos en la vida, no lograremos
elevarnos hasta Él. Mas yo presumo y espero que nosotros llegaremos, según la
estimación que de vosotros tengo. Debemos, pues, tratar y resolver con suma
diligencia esta cuestión.
Yo quisiera ver aquí presentes a los otros que
también acostumbran participar en estas conversaciones.
Quisiera que, a ser posible, no sólo éstos, sino
todos vuestros familiares, cuyo ingenio admiro siempre, estuviesen aquí conmigo
y atentos como vosotros; o a lo menos, que no faltase nuestro gran Cenobio, al
cual, cuando andaba enfrascado en estas cuestiones, por falta de ocio nunca pude
responderle satisfactoriamente. Pero como no es posible su presencia, ellos
leerán nuestro escrito, pues nos hemos propuesto no perder palabra y las cosas
mismas, tan fáciles para resbalarse de la memoria, sujetarlas por medio del
escrito. Así lo exigía tal vez el mismo orden, que dispuso su ausencia.
Vosotros, ciertamente, venís con un ánimo más levantado, dispuestos a soportar
solos el peso de esta discusión sobre tema tan importante; y cuando leyeren
nuestro escrito aquellos a quienes nos hallamos unidos por nuestra amistad, si
alguna objeción nos viene de su parte, a esta disertación se irán enlazando
otras, y con la serie de los discursos insertados se formará un cuerpo de
doctrina. Pero ahora, según la promesa hecha y la índole de este trabajo,
llevaré la contra a Licencio, quien cumplirá su cometido si protege su tesis con
sólida y firme muralla.
CAPÍTULO X
Qué es el orden.-Cómo se
han de refrenar los movimientos de la emulación y vanagloria en los jóvenes que
se consagran a las letras
28. Cuando por el silencio, la cara, los
ojos, la quietud que guardaban, noté que todos estaban interesados por la
grandeza del argumento y ansiaban escucharme, dije:
-Vamos, pues, Licencio; recoge en ti todas las
fuerzas que puedas, afina la agudeza de tu ingenio y danos una definición con
todos los elementos del orden.
Entonces él, al verse obligado a dar una definición,
retrocedió como si le hubieran echado una rociada de agua fría, y mirándome
turbado y sonriente con la misma trepidación, me dijo:
-Pero ¿qué es esto? ¿Por quién me has tomado? Yo no
sé de qué espíritu extraño me consideras inspirado. Animándose después a sí
mismo, añadió:
- ¿O tal vez hay algo en mí?
Calló un rato para reconcentrarse y definir el
orden, e irguiéndose dijo:
-El orden es por el que se hacen todas las cosas que
Dios ha establecido.
29. -Y el mismo Dios-le dije yo-, ¿no te
parece que es movido por el orden?
-Ciertamente me parece-respondió.
- ¿Conque Dios también está sometido al orden?-le
preguntó Trigecio,
-¿Pues qué?-le replicó Licencio-. ¿Niegas que sea
Dios Cristo, el cual vino a nosotros según el orden y Él mismo se dice enviado
por él Padre? Si a Cristo envió Dios a la tierra según un plan de orden y Dios
es Cristo, no sólo obra todas las cosas, sino qué Él mismo se halla sometido a
cierto orden.
Aquí Trigecio respondió titubeando:
-No sé cómo entender lo que dices. Pues cuando
nombramos a Dios no es Cristo el que nos viene a la mente, sino el Padre.
Pensamos en Aquél cuando se nombra al Hijo.
- ¡Aguda distinción la tuya!-le arguyó Licencio-.
Habrá que negar entonces que sea Dios el Hijo de Dios.
Aquí el contendiente, no obstante que le pareció
peligrosa la respuesta, se aventuró a decir:
-Cristo, sin duda, es Dios; pero propiamente al
Padre damos este nombre. Le atajé yo:
-No sigas por ese camino, porque el Hijo de Dios se
llama propiamente Dios.
Y él, movido por sentimiento religioso, no quería
que constasen aquellas palabras; pero Licencio urgía, a estilo de muchacho, o
más bien de todo 'los hombres, ¡oh desgracia!, a que se escribieran, como si se
tratase de una rivalidad de vanagloria. Y reprendiéndole yo con graves palabras
por aquel movimiento de su ánimo, quedó corrido, motivando el regocijo y la risa
de Trigecio. Encarándome con ambos, les reprendí:
-Pero ¿es éste vuestro espíritu? ¡No sabéis cuan
pesada carga de vicios nos oprime y qué tenebrosa ignorancia nos envuelve!
¿Dónde está aquella vuestra atención y ánimo levantado a Dios y a la verdad, de
que poco ha me gloriaba yo ingenuamente? ¡Oh si vierais, aun con unos ojos tan
turbios como los míos, en cuántos peligros yacemos y de qué demente enfermedad
es indicio vuestra risa! ¡Oh si supierais, cuan pronto, cuan luego la trocaríais
en llanto! ¡Desdichados! ¡No sabéis dónde estamos! Es un hecho común que todos
los necios e ignorantes están sumidos en la miseria: mas no a todos los que así
se ven, alarga de un mismo y único modo la sabiduría su mano. Y creedme: unos
son llamados a lo alto, otros quedan en lo profundo. No queráis, os pido, doblar
mis miserias. Bastante tengo con mis heridas, cuya curación imploro a Dios con
llanto casi cotidiano, si bien estoy persuadido de que no me conviene sanar tan
pronto como deseo. Si algún cariño me tenéis, si algún miramiento de amistad; si
comprendéis cuánto os amo, cuánto estimo y el cuidado que me da vuestra
formación moral; si soy digno de alguna correspondencia de parte vuestra; si, en
fin, como Dios es testigo, no miento al desear para vosotros lo que para mí,
hacedme este favor. Y si me llamáis de buen grado maestro, pagadme con esta
moneda; sed buenos.
30. Las lágrimas me impidieron continuar la
reprensión. A Licencio le molestaba muchísimo que se escribiese todo aquello.
-¿Pues qué hemos hecho?-me dijo él.
-¿Y todavía no reconoces tu pecado? ¿No sabes lo
mucho que me disgustaba en la escuela que a los jóvenes se provocase a la
emulación, no mirando la utilidad y excelencia de las artes, sino el amor a una
vanísima gloria, hasta el punto de que no se ruborizan de recitar discursos
ajenos y recibir aplausos, ¡qué vergüenza!, de los mismos cuya composición
recitan? Vosotros, si bien no incurrís en semejante fragilidad, no obstante os
empeñáis en traer aquí e infestar la filosofía y el nuevo género de vida que
gozosamente he emprendido con aquella mortífera jactancia de la vanagloria, la
última, pero la más funesta de las pestes; y tal vez porque os quiero apartar de
esa morbosa vanidad, os haréis más pigres para el estudio de la doctrina, y
repelidos por el deseo ardiente de la fama, que se lleva el viento, os volveréis
carámbanos de torpor y desidia. Desdichado de mí si aún tengo que lidiar con
tales enemigos, en quienes no es posible expulsar a unos vicios sino con la
alianza de otros.
-Ya verás cómo en adelante somos más correctos-dijo
Licencio-. Ahora te pedimos por todo lo que más amas que nos perdones y mandes
borrar lo escrito; aun mirando por la economía de las tabletas, porque ya no
tenemos más. Y no se ha hecho copia en el libro de lo mucho que hemos disertado
entre nosotros.
-Quede ahí-dijo Trigecio-el castigo de nuestro
delito, para que la misma fama que nos atrae, con el propio azote nos aparte de
su afición. Pues cuando se den a conocer estos ensayos a nuestros amigos y
familiares, no será pequeño nuestro bochorno.
Ambos quedaron conformes.
CAPÍTULO XI
Mónica, no por ser mujer,
es excluida de la cultura
31. En esto entró la madre y nos preguntó qué
habíamos adelantado en la cuestión, que también le era conocida. Mandé que se
hiciera constar la intervención y la pregunta de ella.
-Pero ¿qué hacéis?-dijo ella-. ¿Acaso me consta de
los libros que leéis que las mujeres hayan tomado parte en semejantes
discusiones?
-Me importan poco-le dije-los juicios de los
soberbios e imperitos, que con igual afán buscan los libros como las
congratulaciones y saludos de los hombres. Ellos no miran lo que son, sino cómo
visten y el brillo de su pompa y bienestar. Ni indagan en el estudio de las
letras de qué cuestión se trata, ni el fin que se pretende con ella, ni las
explicaciones que se han dado. Entre ellos no faltan algunos merecedores de
aprecio por cierto barniz de humanidad y porque fácilmente entran por las
doradas y pintadas puertas al santuario de la filosofía; los estimaron nuestros
mayores, cuyos libros, por nuestra lectura, veo que te son conocidos.
Y en estos tiempos, omitiendo otros nombres, es
digno de mención, como varón de elocuencia e ingenio, insigne también por los
bienes de fortuna y, sobre todo, dotado de un aventajadísimo talento, Teodoro, a
quien conoces bien, el cual se esfuerza dignamente para que ni ahora ni después
nadie pueda lamentarse con razón del estado de las letras en nuestros días. Pero
en el caso de llegar mis libros a las manos de algunos, que al leer mi nombre no
digan: pero éste, ¿quién es?, arrojando el códice, sino que o por curiosidad o
por amor vehemente al estudio, despreciando la humildad del pórtico, entren
adentro, no llevarán a mal verme a mí filosofando contigo ni despreciarán
seguramente el nombre de ninguno de éstos, cuyos discursos aquí se interpolan,
porqué no sólo son libres-cosa que basta para dedicarse a las artes liberales y
aun a la filosofía-, sino de muy elevada posición por su nacimiento. Y por
libros de doctísimos autores sabemos que se han dedicado a la filosofía hasta
zapateros y otros de profesiones menos estimadas, los cuales brillaron con tanta
luz de ingenio y de virtud que,, aun pudiéndolo, no hubieran querido cambiar su
posición y suerte por ningún género de nobleza. Y no faltará, créeme, clase de
hombres a quienes seguramente agradará más que tú filosofes conmigo que
cualquier otro recurso de amenidad o gravedad doctrinal. Porque también las
mujeres filosofaron entre los antiguos, y tu filosofía me agrada muchísimo.
32. Pues para que sepas, madre, este nombre
griego de filosofía, en latín vale lo mismo que amor a la sabiduría. Por
eso nuestras divinas Letras, que estimas tanto, mandan se evite no a todos los
filósofos, sino a los filósofos de este mundo (Col 2, 8). Y que hay otro mundo
remotísimo de los sentidos, alcanzado por un número muy reducido de hombres
sanos, lo enseña igualmente Cristo, el cual no dice: Mi reino no es del mundo,
sino Mi reino no es de este mundo (Jn 18, 36). Quien reprueba
indistintamente toda filosofía condena el mismo amor a la sabiduría. Te
excluiría, pues, a ti de este escrito si no amases la sabiduría; te admitiría en
él aun cuando sólo tibiamente la amases; mucho más al ver que la amas tanto como
yo. Ahora bien: como la amas mucho más que a mí mismo, y yo sé cuánto me amas, y
has progresado tanto en su amor que ya ni te conmueve ninguna desgracia ni el
terror de la muerte, cosa dificilísima aun para los hombres más doctos, y que
por confesión de todos constituye la más alta cima de la filosofía; por esta
causa yo mismo tengo motivos para ser discípulo de tu escuela.
33. Aquí ella, acariciante y piadosa, dijo
que nunca había yo mentido tanto; y notando yo la extensión de nuestras
discusiones que habían de copiarse, y que, por otra parte, había materia para un
libro ni quedaban más tabletas de escribir, puse fin a la discusión; así miraba
también por el bienestar de mi pecho, porque me había acalorado más de lo justo
en la reprensión dirigida a los jóvenes.
Al marcharnos dijo Licencio:
-No olvides cuántas y cuan necesarias cosas por
conducto tuyo, y sin reparar en ello tú mismo, nos son suministradas por aquel
orden ocultísimo y divino.
-Ya lo veo-le dije-, y doy gracias a Dios por ello;
y espero que vosotros, conscientes de esto, seréis cada día mejores. Tal fue la
jornada única de aquel día.
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