domingo, 4 de enero de 2015

EL PRIMER PERÍODO DE LAS LARGAS LUCHAS ANTIARRIANAS

Vamos a considerar ahora a dos autores fundamentales: EUSEBIO DE CESAREA y SAN ATANASIO.
EUSEBIO DE CESAREA vivió bajo la persecución de Diocleciano, asistió a los cambios que trajeron la paz a la Iglesia, y se encontró enseguida en el centro de la controversia arriana.
Nació probablemente en Cesarea de Palestina, hacia el 263. Fue discípulo de Pánfilo de Cesarea y, a través de él, de Orígenes, y conservó siempre una gran veneración por ambos. Cesarea era entonces un centro importante del saber, por obra de Orígenes, y la biblioteca que éste había fundado era extremadamente rica. El año 313, Eusebio comienza a ser obispo de Cesarea.
Cuando estalló la gran crisis arriana, no parece que Eusebio se diera cuenta de la gravedad del problema. Al principio defendió a Arrio; luego se pronunció por la divinidad del Hijo, pero se opuso al empleo del término homousios, pues le parecía que llevaba al modalismo, e insistía en que esa divinidad del Hijo se debe formular con expresiones bíblicas, y no con términos filosóficos; al final acabó firmando las actas del concilio de Nicea, aunque protestando interiormente.
Poco después, en la reorganización del partido pro arriano que siguió casi enseguida de la terminación del concilio, se alió abiertamente con Eusebio de Nicomedia, el obispo de la corte que acaudillaba ahora esta facción. Tuvo una actuación destacada en el sínodo de Antioquía (330) que substituyó al obispo de esta ciudad por uno arriano, y en el sínodo de Tiro (335), que excomulgó a San Atanasio. También escribió dos tratados contra el obispo Marcelo de Ancira, niceno, que fue depuesto poco después. Eusebio murió el año 339.
Era grande su admiración por Constantino, el emperador cristiano que había acabado de una vez no sólo con la última y más violenta de las persecuciones, sino con la precariedad de los períodos de paz; a cambio recibió de Constantino un trato de favor. Eusebio fue su principal consejero en materias teológicas, y no hay que excluir que inspirara más de una de las medidas tomadas por el emperador contra los obispos nicenos.
Sin embargo, su posición doctrinal se suele definir como semiarriana pues, aunque se oponía a la terminología de Nicea, defendía que el Hijo era Dios.
Eusebio de Cesarea no es un pensador profundo, y su estilo no es elegante ni diáfano. En cambio su erudición era inmensa, y notable su espíritu de investigador. Entre los padres griegos, sólo Orígenes le supera en la amplitud de sus conocimientos, tanto sagrados como profanos. Por eso, mientras sus obras de controversia tienen en general un valor relativo a causa de esta misma falta de profundidad, sus obras de historia son una mina de información; a algunos autores cristianos y a sus obras los conocemos sólo a través de él, pues a menudo cita textualmente largos párrafos de sus escritos. De manera que Eusebio se considera como el fundador de la Historia de la Iglesia y, podríamos también añadir, de la Patrología. Son esas obras históricas las que le han dado su merecida fama.
La primera que escribió, en los alrededores del 303, es la Crónica; se conserva en una traducción armenia del siglo vi que a su vez se basa en una revisión hecha por el mismo Eusebio. Es un resumen de la historia de la humanidad, desde los principios conocidos, en la que sigue a una serie de autores clásicos; su segunda parte está formada por unos cuadros sincrónicos construidos a partir de Abraham. Con ella pretendía demostrar que la religión judía, de la que la cristiana es continuación, es la más antigua de todas. El sentido crítico de Eusebio es bueno, y esta obra constituye una de las fuentes en que más se ha podido apoyar la investigación histórica moderna.
La Historia eclesiástica cubre desde los principios hasta el año 324. Es sobre todo una colección muy valiosa de hechos y documentos de la vida de la Iglesia, recogidos también con un notable sentido crítico. Su intención es apologética, pues se propone presentar las listas de obispos de las sedes principales, los testigos de la tradición y los herejes, los castigos de Dios a los judíos, las persecuciones de los cristianos y los martirios, seguidos de la victoria final de la Iglesia. Tuvo un gran éxito y fue muy copiada y conocida, tanto en Oriente como en Occidente. Es una de las fuentes mejores que tenemos para conocer la antigüedad cristiana.
Los mártires de Palestina describe la persecución del año 303 al 311, y los hechos que narra son bien conocidos del autor, contemporáneo de ellos.
Eusebio escribió también panegíricos de Constantino, al que ya hemos dicho que apreciaba y admiraba. La Vida de Constantino es un escrito encomiástico, dentro de un género literario muy común entonces, dedicado a la memoria del emperador; la Alabanza de Constantino fue escrita en el 30 aniversario de Constantino como emperador (335). Ambos contienen datos históricos de interés.
Nuestro autor es uno de los últimos que escribe apologías en las que aprovecha las ideas de los apologistas anteriores y añade otras muchas suyas. Son las que siguen. La Introducción general, en parte perdida. La Preparación evangélica y la Demostración evangélica, dos partes de una sola obra, la primera de las cuales se conserva en su totalidad y la segunda parcialmente; la primera de ellas trata de denunciar los errores de las religiones paganas para probar la superioridad de la religión judía; la segunda trata de mostrar cómo y en qué sentido la religión cristiana es continuación de la judía; ambas están escritas con la mirada puesta en las críticas de Porfirio, contra el que Eusebio había escrito un libro que se ha perdido. Finalmente la Teofanía, conservada en una traducción siríaca, es la última de las que compuso, y expone la manifestación de Dios a través de la encarnación del Verbo. A estas obras apologéticas se podría añadir aún otra, muy breve y que se conserva, Contra Hierocles, el gobernador de Bitinia.
En el terreno de las Sagradas Escrituras y de la exégesis, Eusebio continuó con la labor de restitución del texto bíblico que había iniciado Orígenes; compuso una tabla para localizar fácilmente los pasajes comunes de los cuatro evangelios (cánones eusebianos); preparó un diccionario geográfico de los lugares nombrados en la Biblia (Onomasticón) que se conserva, y que era una parte de uña obra más completa de geografía bíblica. También tiene algunas obras de exégesis (de los Salmos, de Isaías) y tratados destinados a esclarecer algunos puntos obscuros (preguntas y respuestas sobre los evangelios, la poligamia de los patriarcas, la Pascua).
Las obras dogmáticas de las que tenemos noticia son: la Defensa de Orígenes, escrita en colaboración con su maestro Pánfilo y de la que nos ha llegado sólo una pequeña parte. Contra Marcelo, que se conserva, en la que defiende su postura antinicena y rechaza los ataques del obispo niceno Marcelo de Ancira. Sobre la teología eclesiástica, que también se conserva, y en la que sigue refutando a Marcelo de Ancira, al mismo tiempo que muestra algunas tendencias origenistas.
De sus cartas, que sin duda eran muy numerosas, sólo tres nos han llegado completas.

Toda la vida y la actividad de SAN ATANASIO, nacido hacia el 295 en Alejandría, está estrechamente ligada con la crisis arriana. Ya en sus primeros momentos, en Alejandría, tenemos noticias del diácono Atanasio; acompañará a Alejandro, obispo de Alejandría, al concilio de Nicea (325), en el que tendrá una intervención importante como secretario de su obispo; tres años después le sucederá en la sede de Alejandría, y a partir de este momento toda su vida será una defensa de la doctrina precisada en Nicea y del término central de esta definición, el homousios, la consubstancialidad del Hijo con el Padre.
Ya vimos cómo esta lucha, después de la aparente conformidad de Nicea, se recrudeció y se extendió a todo el Imperio o, más exactamente, a su mitad oriental, la más cristianizada e importante en muchos sentidos. El esfuerzo de Eusebio de Nicomedia por atraerse a Constantino fue persistente y tuvo éxito; durante un largo número de años, con algún vaivén, fue creciendo en extensión el arrianismo, los obispos partidarios de la fe de Nicea fueron siendo postergados y llegó un momento en que la gran mayoría de los obispos en el ejercicio de sus cargos eran del partido de Eusebio de Nicomedia.
Hemos visto también que había muchos eclesiásticos que, en busca de la paz y armonía, proponían fórmulas intermedias, y otros que, estando de acuerdo con lo definido en Nicea, buscaban también fórmulas que resultaran aceptables para todos; no era sólo Eusebio de Cesarea quien deseaba que se abandonara el término homousios porque no figuraba en la Escritura, además de que en tiempos pasados se había utilizado en un sentido heterodoxo; así opinaba incluso algún autor plenamente ortodoxo y antiarriano, como el obispo Cirilo de Jerusalén.
Era una postura aparentemente recomendable, pero tenia un defecto: si se trataba sólo de encontrar una fórmula ambigua que todos pudieran suscribir aunque entendiéndola en sentidos diferentes, es obvio que no podía resultar de ninguna utilidad para mantener la pureza de la fe; y si se buscaban otros términos queriendo significar exactamente lo mismo, el mero hecho de oponerlos de alguna manera al homousios podía hacer que, aunque fueran en sí mismos claros, se entendieran como si significaran algo menos que la consubstancialidad, negando por tanto ésta. Por eso, la actitud conciliadora de Eusebio de Cesarea, que parece tan sensata, no era viable si se miraban las cosas con cierta profundidad; y en cambio la de Atanasio, aparentemente exagerada al centrar su defensa de la fe de Nicea en la retención del término homousios, era la única adecuada. Quizá no esté del todo fuera de lugar la comparación con lo ocurrido en otros momentos históricos con otro término tomado en préstamo a la filosofía, el de transubstanciación, y utilizado por el concilio de Trento.
Esta actitud de Atanasio fue la causante de las grandes dificultades que tuvo que experimentar en su vida. A los diez años de Nicea, al final de la primera ofensiva arriana posterior al concilio, de desarrollo paulatino y sigiloso, fue condenado en un sínodo de Tiro (335) y desterrado a Tréveris por el emperador. Dos años después muere éste y Atanasio regresa, para ser depuesto de nuevo a los dos años, en el sínodo de Antioquía. Al filo del apoyo del papa, de las circunstancias de la política eclesiástica y de las proclividades de los emperadores, podrá regresar de nuevo a su sede o volverá a ser expulsado de ella, hasta un total de 5 expulsiones y de 17 años pasados en el destierro. Los últimos siete años de su vida pudo vivir pacíficamente en Alejandría, donde murió el año 373. El juicio que mereció casi enseguida, y que ha pasado a la posteridad, ha sido que fue la columna de la Iglesia, el padre de la ortodoxia, y en Occidente fue desde antiguo considerado como uno de los cuatro doctores orientales de la Iglesia.
Sus muy numerosos escritos siguen la trayectoria de su incesante actividad en la defensa del homousios. No se mueve por la curiosidad de saber ni escribe tratados sistemáticos sobre aspectos de la fe, u obras de exégesis; su producción literaria está al servicio de la fe de Nicea, y al margen de esta defensa son pocos sus escritos, aunque no carecen de interés. Su inteligencia es penetrante, su conocimiento de las Escrituras excelente, sus convicciones inconmovibles, y su habilidad dialéctica notable. Aunque la exposición es clara, a veces peca de prolijidad y de repeticiones; su pensamiento queda sin embargo patente, tanto para los contemporáneos como para la posteridad, y es ciertamente profundo.
Podríamos clasificar sus escritos en cinco grupos:
Escritos apologéticos y dogmáticos. Sus tratados Contra los paganos y La encarnación del Verbo son como dos partes de la misma obra. En el primero sigue el esquema de las apologías del siglo II, mostrando la falsedad tanto del politeísmo pagano y de sus mitologías como la de sus versiones cultas, que pretenden interpretar estas formas de la religión recibida como manifestaciones populares de un panteísmo filosófico y razonable. Frente a ellos propone el conocimiento del verdadero Dios, que es posible a través de la creación. En el segundo tratado, razona la necesidad de la encarnación para la redención del hombre, y responde a las objeciones.
Los tres Discursos contra los arrianos constituyen la obra dogmática de más importancia que escribió Atanasio. En ellos expone la doctrina de Arrio y defiende la enseñanza de Nicea; los textos escriturísticos que pueden hacer relación a la consubstancialidad del Hijo con el Padre son objeto de un estudio detallado, y rechaza la exégesis que de ellos hacen los arrianos. Otro tratado más breve, Acerca de la encarnación y contra los arrianos, está dedicado también a defender la divinidad de Cristo.
La gran autoridad de Atanasio explica fácilmente que bajo su nombre nos hayan llegado otros muchos escritos dogmáticos de diversas épocas y de los que no trataremos aquí. Uno de los más conocidos es el llamado Símbolo atanasiano.
Otro grupo lo forman los escritos de defensa en que Atanasio, al paso que se defiende de los ataques de que es objeto, denuncia la conducta de sus enemigos o sus teorías, al mismo tiempo que vuelve a exponer su pensamiento. Entre ellos está la Apología contra los arrianos, escrita a la vuelta de su segundo destierro y en la que recoge una gran cantidad de documentos de los ocho últimos años, y aun alguno anterior, con los que justifica su actuación en los acontecimientos recientes; entre ellos hay actas de concilios particulares, cartas cruzadas entre él, otros obispos y el papa, cartas colectivas recibidas o enviadas por diferentes sínodos o concilios, cartas de Constantino, etc.; así por ejemplo, hay una carta encíclica del concilio de Egipto que exoneró a Atanasio, una carta del papa Julio a los obispos del partido arriano, cartas del concilio de Sárdica, otra del emperador Constancio, unas anteriores de Constantino al sínodo de Tiro, etc.
Escritos de este tipo son también su Apología por su huida, una de sus obras más famosas por su fuerza y su belleza; la Apología al emperador Constancio, también brillante; y una Historia de los arrianos para los monjes, de la que han llegado sólo fragmentos.
También de sus escritos exegéticos han llegado sólo fragmentos, a través de las antologías medievales; parece que versaban principalmente sobre los salmos.
En cambio, de sus escritos ascéticos sí nos ha llegado, muy bien conservada, su Vida de San Antonio, el padre del monaquismo cristiano. La dedicó a los monjes de Egipto, donde la escribió viviendo con ellos durante uno de sus exilios, poco después de la muerte de Antonio, y con el objeto de que pudieran siempre recordarle como ejemplo. Este deseo de que su vida sirva de modelo para la vida del monje, se refleja a lo largo de toda la biografía, que sigue el estilo, entonces en boga, del elogio. El influjo de esta obra fue grande tanto en el monaquismo oriental como en el occidental; casi enseguida fue traducida al latín y sabemos, por ejemplo, que sólo treinta años después se leía en Milán.
Otros escritos ascéticos sobre la virginidad que circulan bajo el nombre de Atanasio, son de autenticidad dudosa, así como los sermones que se le atribuyen.
Finalmente, queda un gran número de cartas suyas, que representan sólo una pequeña parte de las que escribió. Entre ellas tienen especial importancia treinta, que son cartas festales; una de ellas tiene gran interés para la historia del canon de la Sagrada Escritura, pues da la lista de los libros canónicos de ambos testamentos; los del Nuevo Testamento coinciden con el canon actual, pero respecto al Viejo Testamento, los que ahora conocemos con el nombre de deuterocanónicos los pone Atanasio en un segundo lugar, separándolos de los propiamente canónicos. Tiene además otras quince cartas que constituyen a veces tratados extensos; tres de ellas están escritas en nombre de diferentes sínodos, una está dirigida a todos los obispos y otra a los obispos de Egipto; su interés es grande. (TEXTOS, MÁS ABAJO)
TEXTOS

EUSEBIO DE CESAREA
Historia Eclesiástica
Los textos que siguen han sido tomados del texto publicado, con versión castellana, introducción y notas, por A. VELASCO DELGADO, Eusebio de Cesarea. Historia Eclesiástica, BAC nn. 349 y 350, Madrid 1973.
El propósito del autor:
Es mi propósito consignar las sucesiones de los santos apóstoles y los tiempos transcurridos desde nuestro Salvador hasta nosotros; el número y la magnitud de los hechos registrados por la historia eclesiástica y el número de los que en ella sobresalieron en el gobierno y en la presidencia de las iglesias más ilustres, así como el número de los que en cada generación, de viva . voz o por escrito, fueron los embajadores de la palabra de Dios; y también quiénes y cuántos y cuándo, sorbidos por el error y llevando hasta el extremo sus novelerías, se proclamaron públicamente a sí mismos introductores de una mal llamada ciencia y esquilmaron sin piedad, como lobos crueles, al rebaño de Cristo; y además, incluso las desventuras que se abatieron sobre toda la nación judía en seguida que dieron remate a su conspiración contra nuestro Salvador, así como también el número, el carácter y el tiempo de los ataques de los paganos contra la divina doctrina y la grandeza de cuantos, por ella, según las ocasiones, afrontaron el combate en sangrientas torturas; y además los martirios de nuestros propios tiempos y la protección benévola y propicia de nuestro Salvador. Al ponerme a la obra, no tomaré otro punto de partida que los comienzos de la economía de nuestro Salvador y Señor Jesús, el Cristo de Dios.
Mas, por esto mismo, la obra está reclamando comprensión benevolente para mí, que declaro ser superior a nuestras fuerzas el presentar acabado y entero lo prometido, puesto que somos por ahora los primeros en abordar el tema, como quien emprende un camino desierto y sin hollar. Rogamos tener a Dios por guía y el poder del Señor como colaborador, porque de hombres que nos hayan precedido por nuestro mismo camino, en verdad, hemos sido absolutamente incapaces de encontrar una simple huella; a lo más, únicamente pequeños indicios en los que, cada cual a su manera, nos han dejado en herencia relatos parciales de los tiempos transcurridos y de lejos nos tienden como antorchas sus propias palabras; desde allá arriba, como desde una atalaya remota, nos vocean y nos señalan por dónde hay que caminar y por dónde hay que enderezar los pasos de la obra sin error y sin peligro.
Por lo tanto, nosotros, después de reunir cuanto hemos estimado aprovechable para nuestro tema de lo que esos autores mencionan aquí y allá, y libando, como de un prado espiritual, las oportunas sentencias de los viejos autores, intentaremos darle cuerpo en una trama histórica y quedaremos satisfechos con tal de poder preservar del olvido las sucesiones, si no de todos los apóstoles de nuestro Salvador, siquiera de los más insignes, que aún hoy en día se recuerdan en las Iglesias más ilustres.
Tengo para mí que es de todo punto necesario el que me ponga a trabajar este tema, pues de ningún escritor eclesiástico sé, hasta el presente, que se haya preocupado de este género literario. Espero, además, que se mostrará utilísimo para cuantos se afanan por adquirir sólida instrucción histórica.
Ya anteriormente, en los Cánones cronológicos por mí redactados, compuse un resumen de todo esto, pero, no obstante, voy en la obra presente a lanzarme a una exposición más completa.
Y comenzaré, según dije, por la economía y la teología de Cristo, que en elevación y en grandeza exceden al intelecto humano.
Y es que, efectivamente, quien se ponga a escribir los orígenes de la historia eclesiástica deberá necesariamente comenzar por remontarse a la primera economía de Cristo mismo -pues de Él precisamente hemos tenido el honor de recibir el nombre- más divina de lo que a muchos puede parecer.
(1,1; BAC 349, 4-7)
Las Sagradas Escrituras:
Llegados aquí, es razón de recapitular los escritos del Nuevo Testamento ya mencionados. En primer lugar hay que poner la tétrada santa de los Evangelios, a los que sigue el escrito de los Hechos de los Apóstoles.
Y después de éste hay que poner en lista las Cartas de Pablo. Luego se ha de dar por cierta la llamada 1 de Juan, como también la de Pedro. Después de éstas, si parece bien, puede colocarse el Apocalipsis de Juan, acerca del cual expondremos oportunamente lo que de él se piensa.
Éstos son los que están entre los admitidos. De los libros discutidos, en cambio, y que, sin embargo, son conocidos de la gran mayoría, tenemos la Carta llamada de Santiago, la de Judas y la II de Pedro, así como las que se dicen ser H y III de Juan, ya sean del evangelista, ya de otro del mismo nombre.
Entre los espurios colóquense el escrito de los Hechos de Pablo, el llamado Pastor y el Apocalipsis de Pedro, y además de éstos, la que se dice Carta de Bernabé y la obra llamada Enseñanza de los Apóstoles, y aun, como dije, si parece, el Apocalipsis de Juan: algunos, como dije, lo rechazan, mientras otros lo cuentan entre los libros admitidos.
. Mas algunos catalogan entre éstos incluso el Evangelio de los hebreos, en el cual se complacen muchísimo los hebreos que han aceptado a Cristo. Todos éstos son libros discutidos.
Pero hemos creído necesario tener hecho el catálogo de éstos igualmente, distinguiendo los escritos que, según la tradición de la Iglesia, son verdaderos, genuinos y admitidos, de aquellos que, diferenciándose de éstos por no ser testamentarios, sino discutidos, no obstante, son conocidos por la gran mayoría de los autores eclesiásticos, de manera que podamos conocer estos libros mismos y los que con el nombre de los apóstoles han propalado los herejes pretendiendo que contienen, bien sean los Evangelios de Pedro, de Tomás, de Matías o incluso de algún otro distinto de éstos, o bien de los Hechos de Andrés, de Juan y de otros apóstoles. Jamás uno sólo entre los escritores ortodoxos juzgó digno el hacer mención de estos libros en sus escritos.
Pero es que la misma índole de la frase difiere enormemente del estilo de los apóstoles, y el pensamiento y la intención de lo que en ellos se contiene desentona todavía más de la verdadera ortodoxia: claramente demuestran ser engendros de herejes. De ahí que ni siquiera deben ser colocados entre los espurios, sino que debemos rechazarlos como enteramente absurdos e impíos.
Continuemos ahora nuestro relato.
(3, 25; BAC 349, 163-166)

Sobre San Ignacio de Antioquía y sus cartas:
Brillaba por este tiempo en Asia Policarpo, discípulo de los apóstoles, al que habían confiado el episcopado de la iglesia de Esmirna los testigos oculares y ministros del Señor.
A la vez adquirían notoriedad Papías, obispo también de la iglesia de Hierápolis, e Ignacio, el hombre más célebre para muchos todavía hasta hoy, segundo en obtener la sucesión de Pedro en el episcopado de Antioquía.
Una tradición refiere que éste fue trasladado de Siria a la ciudad de Roma para ser pasto de las fieras, en testimonio de Cristo.
Al ser conducido a través de Asia, bajo la vigilancia cuidadosísima de los guardianes, iba dando ánimos con sus charlas y exhortaciones a las iglesias de cada ciudad donde hacían parada. En primer lugar los exhortaba a que sobre todo se guardasen de las herejías, que precisamente por entonces comenzaban a pulular, y los excitaba a aferrarse sólidamente a la tradición de los apóstoles, que, por estar ya él a punto de sufrir martirio, creía necesario poner por escrito en gracia a la seguridad.
Y así fue que, hallándose en Esmirna, donde estaba Policarpo, escribió una carta a la iglesia de Éfeso, haciendo mención de Onésimo, su pastor, otra a la de Magnesia, la que está sobre Meandro, mencionando igualmente al obispo Damas, y otra a la de Trales, cuyo jefe era por entonces, dice, Polibio.
Además de éstas, escribió también a la iglesia de Roma una carta en que va exponiendo su súplica de que no intercedan por él, no sea que le priven del martirio, su anhelada esperanza. En apoyo de lo que hemos dicho, bien será citar algunos pasajes de dichas cartas, aunque sean brevísimos.
Escribe, pues, textualmente:
Desde Siria hasta Roma vengo luchando con fieras por tierra y por mar, de noche y de día, atado a diez leopardos, esto es, un piquete de soldados que se vuelven peores con el bien que se les hace. Mas con sus malos tratos más y más soy discípulo. Sin embargo, no por eso estoy justificado.
¡Ojalá pudiera yo gozar de las fieras que me están preparadas! Pido hallarlas bien expeditas para conmigo. Llegaré hasta a adularlas para que me devoren prontamente y no me hagan lo que a algunos, que por temor no los tocaron, y si se hacen las remolonas y no quieren, yo mismo las forzaré.
Perdonadme. Yo sé lo que me conviene. Ahora estoy comenzando a ser discípulo. Que ninguna cosa ni visible ni invisible tenga celos de que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz y manadas de fieras, dispersión de huesos, destrozamiento de miembros, trituración del cuerpo todo y tormentos del diablo vengan sobre mí, con tal solamente que yo alcance a Jesucristo.
Esto escribía desde la ciudad mencionada a las iglesias que hemos enumerado. Mas hallándose ya lejos de Esmirna, desde Tróade se pone a conversar, asimismo por escrito, con los de Filadelfia y con la iglesia de Esmirna, y en particular con Policarpo, que la presidía. Reconociendo a éste como varón verdaderamente apostólico y porque él mismo era pastor legítimo y bueno, le confía su propio rebaño de Antioquía y le pide que se preocupe de él con solicitud (...).
Esto es lo que se refiere a Ignacio. Después de él, recibió la sucesión del episcopado de Antioquía Heros.
(3, 36; BAC 349, 182-186)

La predicación del evangelio:
Entre los que por este tiempo eran famosos, estaba también Cuadrato, del cual refiere una tradición que sobresalía en el carisma profético, junto con las hijas de Felipe. Y también eran célebres entonces, además de éstos, otros muchos que tuvieron el primer puesto en la sucesión de los apóstoles. Estos magníficos discípulos de tan grandes hombres edificaban sobre los cimientos de las iglesias echados anteriormente en cada lugar por los apóstoles, acrecentaban más y más la predicación y sembraban por toda la extensión de la tierra habitada la semilla salvadora del reino de los cielos.
Efectivamente, muchos de los discípulos de entonces, heridos en sus almas por la palabra divina con un amor muy fuerte a la filosofía, primeramente cumplían el mandato salvador repartiendo entre los indigentes sus bienes, y luego emprendían viaje y realizaban obra de evangelistas, empeñando su honor en predicar a los que todavía no habían oído la palabra de la fe y en transmitir por escrito los divinos evangelios.
Estos hombres no hacían más que echar los fundamentos de la fe en algunos lugares extranjeros y establecer a otros como pastores, encargándoles el cultivo de los recién admitidos, y en seguida se trasladaban a otras regiones y a otras gentes con la gracia y la cooperación de Dios, puesto que por medio de ellos seguían realizándose aún entonces muchos y maravillosos poderes del Espíritu divino, de suerte que, desde la primera vez que los oían, muchedumbres enteras de hombres recibían en masa con ardor en sus almas la religión del Creador del universo.
Siéndonos imposible enumerar por su nombre a todos los que en la primera sucesión de los apóstoles fueron pastores e incluso evangelistas en las iglesias de todo el mundo, es natural que mencionemos por sus nombres y por escrito solamente a aquellos de los cuales se conserva la tradición todavía hasta hoy gracias a sus memorias de la doctrina apostólica.
(3, 37; BAC 349, 186-188)

El milenarismo de Papías de Hierápolis:
El mismo Papías cuenta además otras cosas como llegadas hasta él por tradición no escrita, algunas extrañas parábolas del Salvador y de su doctrina, y algunas otras cosas todavía más fabulosas.
Entre ellas dice que, después de la resurrección de entre los muertos, habrá un milenio, y que el reino de Cristo se establecerá corporalmente sobre esta tierra. Yo creo que Papías supone todo esto por haber tergiversado las explicaciones de los apóstoles, no percatándose de que éstos lo habían dicho figuradamente y de modo simbólico.
Y es que aparece como hombre de muy escasa inteligencia, según puede conjeturarse por sus libros. Sin embargo, él ha sido el culpable de que tantos escritores eclesiásticos después de él hayan abrazado la misma opinión que él, apoyándose en la antigüedad de tal varón, como efectivamente lo hace Ireneo y cualquier otro que manifieste profesar ideas parecidas.
(3, 39, 11-13; BAC 349, 193)

Eusebio, testigo de la última persecución:
Mas los ultrajes y dolores que soportaron los mártires de Tebaida sobrepasan toda descripción. Les desgarraban todo su cuerpo empleando conchas en vez de garfios, hasta que perdían la vida; ataban a las mujeres por un pie y las suspendían en el aire mediante unas máquinas, con la cabeza para abajo y el cuerpo enteramente desnudo y al descubierto, ofreciendo a todos los mirones el espectáculo más vergonzoso, el más cruel y el más inhumano de todos.
Otros, a su vez, morían amarrados a árboles y ramas: tirando con unas máquinas juntaban las ramas más robustas y extendían hacia cada una de ellas las piernas de los mártires, y dejaban que las ramas volvieran a su posición natural. Así habían inventado el descuartizamiento instantáneo de aquellos contra quienes tales cosas emprendían.
Y todo esto se perpetraba no ya por unos pocos días o por breve temporada, sino por un largo espacio de años enteros, muriendo a veces más de diez personas, a veces más de veinte; en otras ocasiones, no menos de treinta, y alguna vez hasta cerca de sesenta; y aun hubo vez que en un solo día se dio muerte a cien hombres, por cierto con sus hijitos y sus mujeres, condenados a varios y sucesivos castigos.
Y nosotros mismos, hallándonos en el lugar de los hechos, observamos a muchos sufrir en masa y en un sólo día, unos, la decapitación, y otros, el suplicio del fuego, hasta llegar el hierro a embotarse a fuerza de matar y a partirse en pedazos a puro desgaste, mientras los mismos asesinos se turnaban entre sí por el cansancio.
Entonces pudimos contemplar el ímpetu admirabilísimo y la fuerza y fervor realmente divinos de los que han creído y siguen creyendo en el Cristo de Dios. Efectivamente, aún se estaba dictando sentencia contra los primeros y ya de otras partes saltaban al tribunal ante el juez otros que se confesaban cristianos, sin preocuparse en absoluto de los terribles y multiformes géneros de tortura, pero sí proclamando impasibles, con toda libertad, la religión del Dios del universo y recibiendo la suprema sentencia de muerte con alegría, regocijo y buen humor, hasta el punto de cantar salmos, himnos y acciones de gracias al Dios del universo hasta exhalar el último aliento.
(8, 9; BAC 350, 522-524)


SAN ATANASIO
Discursos contra los arrianos
El Padre y el Hijo son Uno, pero son distintos:
Yo en el Padre, y el Padre en mí. El Hijo está en el Padre, en cuanto podemos comprenderlo, porque todo el ser del Hijo es cosa propia de la naturaleza del Padre, como el resplandor lo es de la luz, y el arroyo de la fuente. Así el que ve al Hijo ve lo que es propio del Padre, y entiende que el ser del Hijo, proviniendo del Padre, está en el Padre. Asimismo el Padre está en el Hijo, porque el Hijo es lo que es propio del Padre, a la manera como el sol está en su resplandor, la mente está en la palabra, y la fuente en el arroyo. De esta suerte, el que contempla al Hijo contempla lo que es propio de la naturaleza del Padre, y piensa que el Padre está en el Hijo. Porque la forma y la divinidad del Padre es el ser del Hijo, y, por tanto, el Hijo está en el Padre, y el Padre en el Hijo. Por esto con razón habiendo dicho primero Yo y el Padre somos uno, añadió: Yo en el Padre y el Padre en mí: así manifestó la identidad de la divinidad y la unidad de su naturaleza.
Sin embargo, son uno pero no a la manera con que una cosa he divide luego en dos, que no son en realidad más que una; ni tampoco como una cosa que tiene dos nombres, como si la misma realidad en un momento fuera Padre y en otro momento Hijo. Esto es lo que pensaba Sabelio, y fue condenado como hereje. Se trata de dos realidades, de suerte que el Padre es Padre, y no es Hijo; y el Hijo es Hijo, y no es Padre. Pero su naturaleza es una, pues el engendrado no es desemejante con respecto al que engendra, ya que es su imagen, y todo lo que es del Padre es del Hijo. Por esto el Hijo no es otro dios, pues no es pensado fuera (del Padre): de lo contrario, si la divinidad se concibiera fuera del Padre, habría sin duda muchos dioses. El Hijo es «otro» en cuanto es engendrado, pero es «el mismo» en cuanto es Dios. El Hijo y el Padre son una sola cosa en cuanto que tienen una misma naturaleza propia y peculiar, por la identidad de la divinidad única. También el resplandor es luz, y no es algo posterior al sol, ni una luz distinta, ni una participación de él, sino simplemente algo engendrado de él: ahora bien, una realidad así engendrada es necesariamente una única luz con el sol, y nadie dirá que se trata de dos luces, aunque el sol y su resplandor sean dos realidades: una es la luz del sol, que brilla por todas partes en su propio resplandor. Así también, la divinidad del Hijo es la del Padre, y por esto es indivisible de ella. Por esto Dios es uno, y no hay otro fuera de él. Y siendo los dos uno, y única su divinidad, se dice del Hijo lo mismo que se dice del Padre, excepto el ser Padre.
(3, 3-4; Vives 403)

El Verbo, al hacerse hombre, diviniza a la humanidad:
Le dio un nombre que está sobre todo nombre. Esto no está escrito con referencia al Verbo en cuanto tal, pues aun antes de que se hiciera hombre, el Verbo era adorado de los ángeles y de toda la creación a causa de lo que tenía como herencia del Padre. En cambio sí está escrito por nosotros y en favor nuestro: Cristo, de la misma manera que en cuanto hombre murió por nosotros, así también fue exaltado. De esta suerte está escrito que recibe en cuanto hombre lo que tiene desde la eternidad en cuanto Dios, a fin de que nos alcance a nosotros este don que le es otorgado. Porque el Verbo no sufrió disminución alguna al tomar carne, de suerte que tuviera que buscar cómo adquirir algún don sino que al contrario, divinizó la naturaleza en la cual se sumergía, haciendo con ello un mayor regalo al género humano. Y de la misma manera que en cuanto Verbo y en cuanto que existía en la forma de Dios era adorado desde siempre, así también, al hacerse hombre permaneciendo el mismo y llamándose Jesús, no tiene en menor medida a toda la creación debajo de sus pies. A este nombre se doblan para él todas las rodillas y confiesan que el hecho de que el Verbo se haya hecho carne y esté sometido a la muerte de la carne no implica nada indigno de su divinidad, sino que todo es para gloria del Padre. Porque gloria del Padre es que pueda ser recobrado el hombre que él había hecho y había perdido, y que el que estaba muerto resucite y se convierta en templo de Dios. Las mismas potestades de los cielos, los ángeles y los arcángeles, que le rendían adoración desde siempre, le adoran ahora en el nombre de Jesús, el Señor: y esto es para nosotros una gracia y una exaltación, porque el Hijo de Dios es ahora adorado en cuanto que se ha hecho hombre, y las potestades de los cielos no se extrañan de que todos nosotros penetremos en lo que es su región propia, viendo que tenemos un cuerpo semejante al de aquél. Esto no hubiera sucedido si aquel que existía en forma de Dios no hubiera tomado la forma de esclavo y se hubiera humillado hasta permitir que la muerte se apoderara de su cuerpo. He aquí cómo lo que humanamente era tenido como una locura de Dios en la cruz, se convirtió en realidad en una cosa más gloriosa para todos: porque en esto está nuestra resurrección.
(1, 42; Vives 416)

Carta a Epicteto
El Verbo tomó de María un cuerpo semejante al nuestro:
El Verbo de Dios tomó la descendencia de Abraham, como dice el Apóstol; por eso debía ser semejante en todo a sus hermanos, asumiendo un cuerpo semejante al nuestro. Por eso María está verdaderamente presente en este misterio, porque de ella el Verbo asumió como propio aquel cuerpo que ofreció por nosotros. La Escritura recuerda este nacimiento, diciendo: Lo envolvió en pañales: alaba los pechos que amamantaron al Señor y habla también del sacrificio ofrecido por el nacimiento de este Primogénito. Gabriel había ya predicho esta concepción con palabras muy precisas; no dijo en efecto: «Lo que nacerá en ti», como si se tratara de algo extrínseco, sino de ti, para indicar que el fruto de esta concepción procedía de María. El Verbo, al recibir nuestra condición humana y al ofrecerla en sacrificio, la asumió en su totalidad, y luego nos revistió a nosotros de lo que era propio de su persona, como lo indica el Apóstol: Esto corruptible tiene que vestirse de incorrupción, y esto mortal tiene que vestirse de inmortalidad.
Estas cosas no se realizaron de manera ficticia, como algunos pensaron —lo que es inadmisible—, sino que hay que decir que el Salvador se hizo verdaderamente hombre y así consiguió la salvación del hombre íntegro; pues esta nuestra salvación en modo alguno fue algo ficticio ni se limitó a solo el cuerpo, sino que en el Verbo de Dios se realizó la salvación del hombre íntegro, es decir, del cuerpo y del alma.
Por lo tanto, el cuerpo que el Señor asumió de María era un verdadero cuerpo humano, conforme lo atestiguan las Escrituras; verdadero, digo, porque fue un cuerpo igual al nuestro. Pues María es nuestra hermana, ya que como todos nosotros es hija de Adán.
Lo que dice Juan: La Palabra se hizo carne, tiene un sentido parecido a lo que se encuentra en una expresión similar de Pablo, que dice: Cristo se hizo maldición por nosotros. Pues de la unión íntima y estrecha del Verbo con el cuerpo humano se siguió un inmenso bien para el cuerpo de los hombres, porque de mortal que era llegó a ser inmortal, de animal se convirtió en espiritual y, a pesar de que había sido plasmado de tierra, llegó a traspasar las puertas del cielo.
Pero hay que afirmar que la Trinidad, aun después de que el Verbo tomó cuerpo de María, continuó siendo siempre la Trinidad, sin admitir aumento ni disminución; ella continúa siendo siempre perfecta y debe confesarse como un solo Dios en Trinidad, como lo confiesa la Iglesia, al proclamar al Dios único, Padre del Verbo.
(5-9; Liturgia de las Horas)
ENRIQUE MOLINÉ
LOS PADRES DE LA IGLESIA

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