sábado, 10 de enero de 2015

ESCLAVITUD, DIVINO TESORO.



Cada vez que se juntan varias potencias mundiales y acuerdan algo, ya se sabe que lo primero que va a ocurrir es que la mitad de los acuerdos no se van a cumplir y ha sucedido siempre, pasa ahora y continuará ocurriendo. El 8 de febrero de 1815 las potencias europeas reunidas en el Congreso de Viena acordaron acabar con el tráfico de esclavos... pero ojo, no con la esclavitud. Cincuenta años después, aquellos acuerdos eran papel mojado. Lo más gracioso de aquel Congreso de Viena es que el fin de la trata de negros lo firmaron todos los países presionados por Inglaterra, gran experta en el tráfico de seres humanos mientras pudo. Pero, claro, es que aquel acuerdo tenía trampa. 
Inglaterra guardaba detrás de su petición, aparentemente humanitaria, un par de maniobras políticas magistrales. Primera: Gran Bretaña apenas tenía intereses en América, y lo que quería era agotar la rentabilidad económica que tenía el Nuevo Mundo. Si faltaban esclavos, mano de obra, menos ganancias tendrían los países con intereses en América. Y segunda maniobra: con la prohibición de la trata de negros, la marina británica tendría la excusa perfecta para inspeccionar cualquier barco, con lo cual se haría con la hegemonía total en el Atlántico. 
Ahora bien, no perdamos de vista a los compañeros españoles del siglo XIX, porque a Cuba llegaban diez mil esclavos anuales cincuenta años después de la abolición de la trata de negros. Insisto en que lo que se prohibió en Viena fue el comercio, pero no la esclavitud en sí. O sea, el que tuviera esclavos, pues muy bien. Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita. 
Le restregó al ministro de Ultramar un anuncio en un periódico cubano que decía: «Se venden dos yeguas de tiro y dos negras, hija y madre; las yeguas, juntas o separadas; las negras, separadas o juntas».

NIEVES CONCOSTRINA.

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