domingo, 4 de enero de 2015

HOMILÍAS SOBRE LA NATIVIDAD (1)

INTRODUCCIÓN

Fecha de las homilías 38-40

En la extensa producción homilética de Gregorio Nacianceno, las
homilías 38, 39 y 40 se destacan como una unidad de alto nivel
teológico, espiritual y estilístico, que puede bien colocarse a la par
con el conjunto, quizá más conocido, pero no de mayor relieve,
constituido por las cinco «Orationes Theologicas» (nn. 27-31).
La concatenación de las tres homilías y su estrecha relación se
ponen de manifiesto desde diversos aspectos. Ante todo, desde el
punto de vista de la cronología: ya se establezcan sus fechas entre el
año 379 y 380 (o sea, desde la Navidad del año 379 a la Epifanía del
año 380), o entre el 380 y 381, como lo vamos a ver enseguida,
resulta evidente que estos sermones forman un todo único,
desarrollados a lo largo de una serie de celebraciones litúrgicas
homogéneas y coordinadas unas con otras, esto es, en las diversas
festividades en torno al Nacimiento de Cristo. Desde el punto de vista
de su estructura externa, la Homilía 38 se anticipa a la Homilía 39
—en el contenido del capítulo 3— y la Homilía 39 evoca la precedente
— en el capitulo I—, mientras que, por otra parte, la Homilía 40 viene
a ser como una continuación de la 39, habiendo sido pronunciada el
siguiente día como se puede leer al comienzo de la misma. La Homilía
38 fue predicada con ocasión de la Navidad, cuando se estaba
celebrando, como lo hace observar el propio Gregorio, el Nacimiento
de Cristo juntamente con la Adoración de los Magos, según la
costumbre antigua del oriente cristiano; la Homilía 39 fue predicada el
6 de enero, en la fiesta de los «Santa Lumina»; en esta solemnidad
se celebraba, también, el bautismo de Cristo, y era lógico, por ello,
pasar de su celebración a la del bautismo de todos los cristianos. He
aquí, por tanto, el motivo de fondo para la Homilía 40. Gregorio,
comenzó, por tanto, celebrando el bautismo del Salvador (Hom. 39), y
hubiese tenido que continuar dedicando su atención al sacramento de
nuestra regeneración; pero al no poder disponer de tiempo para
concluir su Homilía el mismo día 6 de enero, ya que «la saciedad es
enemiga de la oratoria» (Hom. 40), continuó, al día siguiente, con una
Homilía aparentemente distinta, pero que, en substancia, era
continuación de la anterior. La Homilía 40 viene a ser tan larga (es,
por su extensión, el segundo sermón de Gregorio, después del
cuarto, y el llamado «Invectiva contra Juliano el Apóstata») porque el
obispo trata no sólo de la celebración del bautismo, sino que aborda,
también, un problema pastoral de gran importancia en su tiempo, el
de retrasar el bautismo hasta la vejez, y, quizá, hasta el momento de
la muerte. La larga disertación de Gregorio Nacianceno contra esta
mala costumbre (que, por lo común, era normal en aquellos tiempos:
Emperadores, como Constantino y Constancio II fueron bautizados
antes de morir) constituye una toma de posición bastante significativa
y, también, va «contra corriente». Desde este punto de vista, la
«Homilía 40» adquiere un relieve bastante destacado para la vida del
cristiano en la Iglesia, en cuanto Gregorio Nacianceno exige de él una
adhesión completa a la fe de todos los aspectos de su vida: el
bautismo, en realidad, no es únicamente el medio para recibir la
iluminación de la fe y para llegar a ser cristianos en el fuero externo,
sino que es, también, un medio mediante el cual el cristiano debe
comprometerse para ser tal siempre y en todas partes. El bautismo,
por tanto, debe ser despojado de toda mera manifestación exterior y
reconducido a su valor esencial; el bautismo forma al cristiano en toda
su actividad y en toda su condición de vida: en la vida pública y en la
vida privada, como ciudadano y como casado; deja estampado su
sello totalmente característico también en los niños, en cuanto éstos
alcanzan la posibilidad de comprender las palabras que expresan el
misterio cristiano. Y es precisamente esta exigencia de una
correspondencia perfecta entre la vida y la fe la que hace de esta
Homilía una de las más significativas de Gregorio Nacianceno.
Las fechas de la composición de estas tres Homilías no son
seguras, aunque los motivos que las han inspirado resultan
evidentes: algunos estudiosos se inclinan por pensar que deben ser
situadas entre la Navidad del año 379 y la Epifanía del año 380; pero
según otros, los temas expuestos vendrían a tener mucha mayor
resonancia si fuesen situados en el año siguiente, cuando Gregorio
había sido ya consagrado oficialmente como obispo de
Constantinopla. Su enseñanza, tanto desde el punto de vista
teológico, como ético y filosófico, caracteriza las Homilías 38, 39 y 40
entre las más significativas de Gregorio Nacianceno.

Teología trinitaria

La Teología trinitaria constituye el núcleo de la reflexión dogmática
de Gregorio Nacianceno, y es objeto de importantes formulaciones
también en las Homilías recogidas en este volumen, aunque se debe
reconocer que el problema teológico no viene desarrollado aquí con
la misma amplitud y competencia que caracteriza, por ejemplo, los
«Discursos Teológicos», del mismo Gregorio. Es tradicional, y
repetida también en otras obras de nuestro escritor, la afirmación de
que la naturaleza divina no puede extenderse más allá de las tres
personas divinas, ya que, de otro modo, se incurriría en el politeísmo
de los paganos; ni, por otra parte, puede quedar reducida al Padre,
únicamente, si se quiere evitar caer en el judaísmo. La fe cristiana,
hace notar Gregorio, juntamente con otros escritores fieles al Concilio
de Nicea (Ambrosio, Hilario de Poitiers, etc...) consiste en mantenerse
en el justo medio entre las dos herejías extremas. Cuando él quiere
precisar que son las personas quienes poseen la naturaleza divina,
Gregorio utiliza la palabra «monarquía» para condenar a aquellos que
limitan únicamente al Padre dicha prerrogativa: tal palabra era
utilizada específicamente por los escritores nicenos para condenar a
los modelistas del siglo IV, como Marcelo de Ancira, los cuales, en su
oposición al arrianismo, trasladaban al defecto opuesto (y análogo) la
reacción contra el postulado arriano que separaba la persona de Hijo
de la del Padre, único poseedor —según el arrianismo— de la
naturaleza divina; «conjuntando», de forma inaceptable, desde el
punto de vista ortodoxo, al Hijo con el Padre, precisamente porque
siendo participe de su misma naturaleza, los «modelistas» lo unión al
error de hacer del Hijo un simple «modo de ser» del Padre, destinado
a «confundirse de nuevo» con El, al final de los tiempos.
El error que se encuentra en la base de las dos herejías
contrapuestas (arrianismo y modalismo) es evidente: consiste en
negar al Hijo la naturaleza divina y la subsistencia personal. La
confesión de la fe trinitaria se encuentra repetida, con especial
solemnidad, al final de la Homilía 40 (caps. 41-43), ya que su
aceptación constituye la «conditio sine qua non» para ser admitidos al
bautismo, y Gregorio se siente responsable de ella. La naturaleza
divina tiene la característica de ser «unitaria», pero en tres personas,
mientras la tres vienen a ser comprendidas, a su vez, de manera
conjunta (40,41): es un recurso retórico que, en el sutil juego de
antítesis, viene utilizado al servicio de la teología, así como también
en la Homilía 39,11: «la naturaleza divina se encuentra dividida
indisolublemente, por decirlo así, y se conjunta de manera diferente».
La naturaleza divina es siempre igual a si misma, de tal modo que no
admite diferencias internas, como pensaban los arrianos, que
negaban la divinidad del Hijo y la del Espíritu Santo, o los
macedonianos que la negaban únicamente al Espíritu. No hay una
substancia mayor o una menor en el seno de la Trinidad. Gregorio
habla de una naturaleza conjunta de tres seres infinitos; pero esta
terminología se nos presenta con un vago sabor consubstancialista,
en cuanto no se distingue suficientemente la substancia común, que
constituye la Unidad en la Trinidad, de las características especificas
de cada una de las tres personas *, con lo que se puede presentar la
naturaleza divina como si fuese casi el resultado de la unión de las
Tres. De cualquier manera que sea, la convicción trinitaria es
perfecta, en cuanto que no existen diferencias entre las personas y
cada una de ellas es Dios; cada persona debe ser concebida
conjuntamente con las otras, ya porque es consubstancial
(homoousios), ya porque las tres, todas juntas, constituyen una
monarquía: la palabra, que como ya se ha indicado anteriormente,
caracterizaba con frecuencia el «sabelianismo», viene aquí
recuperada porque se utiliza juntamente con el homoousios, y, por
tanto, se evita toda deformación de signo modelista. Cada una de las
tres hace que se presente inmediatamente en nuestro pensamiento
toda la naturaleza divina detrás de ellas.
Inmediatamente después (cap. 42), la doctrina trinitaria se formula
en polémica con los arrianos, que siguen constituyendo, por lo
demás, el peligro mayor. Les reprocha a los arrianos la destrucción
de la naturaleza divina como consecuencia de separar al Hijo del
Padre o al Espíritu Santo del Hijo; estos herejes, de hecho, aun
considerando al Hijo como una criatura, lo insertan en la Divinidad. El
Hijo, según la fórmula «homeana» ** de los Sínodos de Rímini y
Seleucia (359) «no es creatura como todas las otras creaturas», lo
cual no impedía que los fieles a la fe de Nicea hiciesen notar cuánto
se apartaba de aquélla esta posición: aunque no fuese como las otras
creaturas, permanecía siempre, sin embargo, como una creatura.
Pero no sólo eso, sino que como han separado al Hijo del Padre, así
también los arrianos han separado al Espíritu del Hijo, lo que equivale
a afirmar —teniendo en cuenta los presupuestos antes enunciados
que el Hijo es una creatura— que ellos dividen una creatura (420A).
En todo caso, tendríamos una creatura unida con Dios y el Bautismo
cristiano perdería todas sus prerrogativas, porque ya no podría
santificar o regenerar a quien vendría a ser bautizado en el nombre
de una creatura, que es tan sierva de Dios como el propio hombre.
Aquí también se recoge una fórmula de fe, sugerida por la
circunstancia de bautismo con el cual, en el cristianismo antiguo, se
relacionaba, con frecuencia: el catecúmeno que iba a recibir el
bautismo pronunciaba su confesión de fe delante de la comunidad
cristiana. Es más solemne y más grandiosa, en su amplia cadencia, la
fórmula que Gregorio formula en 40,45. Se resumen, en pocas frases,
la doctrina trinitaria, la creación del mundo por obra del poder de
Dios, su Providencia. Además, se proclama la no existencia del mal:
una afirmación que puede parecer chocante en este contexto, pero
que quizá se hallaba sugerida por la oportunidad de salir al paso de
las insidiosas proposiciones de los maniqueos, que debían
manifestarse bastante activos en el ambiente de Constantinopla. Se
reafirma, después, la doctrina de la encarnación del Hijo, de su
completa humanidad y divinidad: Gregorio insiste en la totalidad de la
redención realizada por Cristo, en actitud polémica también en lo
referente a este punto (con toda seguridad, se dirige contra la herejía
de Apolinar de Laodicea)***. Se confiesa, a continuación, con mucha
rapidez y brevedad, la crucifixión, la muerte, la resurrección y la
ascensión de Cristo. Hay, también, otra sección (precisamente, la
39,12), que resulta de especial interés en cuanto que hace referencia
a la confesión de la fe trinitaria de nuestro escritor. En este texto,
Gregorio enlaza su doctrina de las tres hipóstasis con ciertas fórmulas
paulinas que ya antes de él habían sido aplicadas a la teología. Las
fórmulas se derivan de 1 Cor. 8,6 y de Rom. 11,36, oportunamente
adaptadas. Las modificaciones aportadas por Gregorio consisten, en
el primer caso, en añadir junto al Padre y a Cristo, también, al Espíritu
Santo, atribuyendo a éste último, asimismo, la proposición especifica:
«... para nosotros no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual
proceden todas las cosas y para el cual somos; y un solo Señor,
Jesucristo, por quien son todas las cosas...», dice S. Pablo; y
Gregorio añade: «... y un sólo Espíritu, en el cual son todas las
cosas». La adición presenta una evidente funcionalidad: la de
completar la doctrina trinitaria, a cuya formulación fueron dirigidos
todos los esfuerzos de la Teología de los Capadocios ****, al incluir en
ella con pleno derecho al Espíritu Santo. El indicado paralelismo lo
recoge probablemente Gregorio de la doctrina trinitaria de San
Basilio, el cual había utilizado las tres proposiciones doctrinales para
atribuirlas cada una de ellas a las tres personas, subrayando que la
fórmula pone de manifiesto la diversidad de las causas, de las cuales
proceden todas las cosas y las reconduce todas al mismo Dios, pero
que tales causas son intercambiables entre las Personas1. Basilio
había desarrollado, asimismo, su doctrina de las tres causas en
polémica abierta contra los pneumatómacos***** (el mismo punto de
vista, como se ha indicado, vuelve de nuevo en este texto de
Gregorio), los cuales atribuían al Padre el titulo de causa eficiente, al
Hijo únicamente la función de causa material y al Espíritu la función
del espacio o del tiempo2. Resulta claro, aunque la deducción que se
desprende de las proposiciones es formalmente comparable a la de la
tradición platónica, que en su núcleo esencial se aparta netamente de
aquélla, porque en la tradición platónica la consecuencia indicaba una
pluralidad de causas diversas y de diferente valor, y en Gregorio el
resultado derivado venía referido a la Trinidad divina.
Es análoga la utilización, en este texto, de la fórmula de Rom.
11,35: «... porque de El, por El y para El son todas las cosas». En
San Pablo la fórmula estaba referida a Dios en cuanto tal, y no tenía
ningún significado trinitario, pero una tendencia a interpretar la
fórmula en este sentido aparece ya visible en Origenes3 y hemos
llegado a saber aún por el propio Basilio4 que esa interpretación era
utilizada por los propios herejes con el fin de rebajar la dignidad del
Hijo y del Espíritu Santo, por lo cual él proponía una fórmula diferente
en la doxología: «Gloria a Dios Padre juntamente con el Hijo en el
Espíritu Santo».
En el resto del capitulo se expone la doctrina trinitaria especifica
de Gregorio y de Basilio: el Padre es sin principio, mientras que el Hijo
no es principio, porque procede del Padre; pero El es, también, sin
principio, si se entiende el principio como un comienzo en el tiempo,
según la falsa doctrina de los arrianos: no puede hallarse sometido al
tiempo Aquél que es Creador del mundo, y, por tanto, también del
tiempo. Gregorio, respecto del Espíritu Santo, vuelve a proponer el
origen del Padre, pero un origen que no es el del ser del Hijo, ni el de
haber sido engendrado; el origen del Espíritu Santo es el de
«proceder» del Padre. El orador es muy consciente de la novedad de
la terminología, que él deduce de Jn. 15,26, dando una significación
profunda a la expresión evangélica, en el sentido de que ella expresa
«el modo de ser» del Espíritu. En esta profundización del problema
sobre el origen del Espíritu del Padre consiste la mayor contribución
de Gregorio a la pneumatologia; una contribución que fue aceptada
pocos meses después en la formulación del credo por parte del
Concilio de Constantinopla (El I de Constantinopla (381), II C.
Ecuménico. Nota del Editor). Es cierto que, cuando pronunció su
Homilía el orador, era muy consciente de la novedad de su afirmación
y del hecho de que era algo insólito la expresión utilizada por él para
expresar el modo de ser del Espíritu Santo en su procedencia del
Padre. Las propiedades de las personas permanecen intactas; pero
se trata, subraya Gregorio, de propiedades y no de naturalezas; de
otro modo se incurriría en el triteísmo. Gregorio no se expresa
abiertamente en este sentido, pero sabemos que, precisamente, la
incapacidad, en ciertos ambientes eclesiásticos, para distinguir entre
substancia e hipóstasis le valió a Gregorio de Nisa, en aquellos años,
la acusación de triteismo5. Si se comete el error de confundir
propiedades y naturaleza (o substancia), se incurre también en el
error de considerar que Adán y Set son de dos naturalezas
diferentes, en cuanto que Adán fue plasmado por las manos de Dios,
mientras que Set fue engendrado por Adán y Eva. Así, pues, aunque
son diversos los modos por los cuales el Hijo y el Espíritu Santo
existen, sin embargo, su naturaleza es una sola. Esta misma doctrina
viene presentada por Gregorio, también, en el quinto «Discurso
Teológico» (sea que haya sido redactado antes, sea que lo haya sido
en fecha posterior a aquella que consideramos ahora) (cf. 31,11).
PADRE/MAYOR-QUE-YO: La acusación de triteismo, que no viene
explícitamente mencionada en la Homilía 39, aparece, sin embargo,
en la Homilía 40 (cap. 43), en un contexto de teología trinitaria, al que
acabamos de aludir brevemente un poco más arriba. Al comienzo del
pasaje en cuestión, Gregorio admite tranquilamente que el Padre sea
«mayor», en cuanto es el origen de la existencia y del ser igual de las
otras Personas. En tal caso, el ser «mayor» (un concepto derivado de
/Jn/14/28, sobre el cual se basaban los arrianos para sostener su
herejía) no tiene otra significación que la de ser el origen de las
Personas, las cuales, sin embargo, son iguales al Padre. Del mismo
modo, debe ser entendido el hecho (admitido comúnmente por todos,
incluso por los arrianos), sobre el cual nos hemos basado, esto es, el
de ser el Padre principio: el Padre es principio de seres que no son
inferiores a El; la preferencia concedida al Padre, en tal supuesto,
redundaría en una ofensa (nótese con cuánta habilidad retórica
Gregorio continúa razonando por medio de antítesis y de conceptos
que seguidamente rectifican lo que en un primer momento se había
admitido).
No es posible superioridad alguna de naturaleza entre seres
consubstanciales. He aquí, por consiguiente, la acusación de triteismo
de parte de quienes no podían percibir la distinción entre naturaleza y
persona, entre sustancia e hipóstasis. A esta acusación no replica
Gregorio de manera profunda (de esta tarea se encargará Gregorio
de Nisa, especialmente en sus obras breves dedicadas A Eustacio y A
Ablabio); su objeción consiste sustancialmente, en que discutir el
dogma no es labor propia del pueblo cristiano, sino una prerrogativa
reservada a él, como obispo. El cristiano ha de profesar la fe de la
manera que la formula el que está en posición de elaborarla. Puede
parecer tal vez algo brusca y dura dicha contestación, pero si se tiene
en cuenta la situación a que la Iglesia había llegado durante el siglo
IV, cuando prácticamente todo cristiano se había creído autorizado a
discutir de teología; cuando no sólo los obispos podían condenar
nuevas fórmulas o adherirse a otras, sino que hasta algunas
comunidades cristianas podían elegir (desde luego no tras un
razonamiento meditado) a un Paulino o a un Melecio y provocar de tal
manera el cisma de Antioquía; si se tienen en cuenta, como
decíamos, todos esos factores, una llamada a la mesura y al orden
como la que se lee en la Homilía 40 (y que resuena más veces en las
homilías de Gregorio; véanse por ejemplo las Homilías 27 y 32), no
puede dejar de ser oportuna.

El hombre y el pecado original

Se expone rápidamente la antropología en la Homilía 38,11, con la
distinción tradicional entre entendimiento y sensación, considerados
ambos por Gregorio como sustancias reales. Realizase la unión de
éstos en el hombre, compuesto de dos sustancias, materia y
entendimiento: éste estaba contenido en el soplo divino que fue
insuflado en el hombre al principio. En efecto, Dios es viviente y
racional, y en el hombre (mejor dicho, en el compuesto material) Dios
puso su soplo, es decir la vida y la racionalidad, un alma (con el
significado de «vitalidad» que el término griego entraña) dotada de
razón. El hombre creado de tal forma es definitivo, como ya habían
propuesto Platón y Filón de Alejandría, «microcosmo»; condición
fundamental suya es la de ocupar una posición intermedia entre la
naturaleza divina y la naturaleza material. Condición esta que debía
ser ya la del primer hombre, pues Gregorio afirma de manera explícita
que éste fue creado por Dios «espíritu y carne al mismo tiempo:
espíritu por la gracia que recibió, carne por causa de su soberbia;
espíritu para que, mientras subsistiese, glorificara a su bienhechor;
carne para que sufriera y, sufriendo recordara lo que era y se
educara así cuando se jactase de su grandeza; un ser animado al
que se le gobernaba en la tierra, al que se le transportaba después a
otro lugar, y que —el colmo del misterio cristiano— había de hacerse
divino por su misma tensión hacia Dios». Por lo tanto, la condición del
primer hombre no difiere de la del hombre después de la cuida.
Además, se le dotó de libre albedrío (38,12) (y también esto se
armoniza con lo que estamos diciendo), para que el bien no
redundase tan sólo en mérito de Aquel que había otorgado al primer
hombre las semillas del mismo bien, es decir, la inclinación a la virtud,
sino también en el de aquel que tuviera la capacidad de realizar y
llevar a cabo las inclinaciones mismas, felizmente. De esta descripción
se infiere que la condición de Adán era en todo y por todo semejante
a la nuestra; es más, estaba caracterizado por una sencillez e
inmadurez (valga la palabra) de mente que lo hicieron accesible a la
tentación del diablo. En este concepto de Gregorio se prolonga una
antigua convicción cristiana: que Adán en el paraíso tenía la misma
formación intelectual que un niño.
El estado de infantilismo de Adán lo describe Gregorio en el
capitulo 12. El primer hombre tiene pensamientos «sencillos»,
totalmente inspirados por el amor de Dios; especialmente, el
conocimiento del bien y del mal (en el que consistía, como en seguida
se verá, el proyecto divino violado por el pecado original) no le estaba
destinado mientras se hallara en la condición edénica, pero habría de
ser alcanzado «a su tiempo». No era Adán hombre maduro, sino en
camino de madurar. De ello se infiere, por consiguiente, su condición
infantil, no por lo que respecta a su desarrollo intelectual, pues tener
pensamientos de Dios no es desde luego índice de insuficiencia
intelectual, sino en relación a lo que será después la vida humana, en
la que las condiciones sociales serán totalmente distintas (y no se
puede dejar de ver en ello una «caída» de la condición original, en la
que sólo se tenían pensamientos divinos).
Teófilo de Antioquía había ya representado a Adán como infante6,
e Ireneo7 había desarrollado el mismo concepto, en el sentido que
Dios había asegurado a Adán la perfección, pero sólo para un
momento posterior, ya que, en el estado edénico en que entonces se
encontraba, no habría podido recibirla dentro de sí, pues era infante.
Naturalmente, la problemática cultural del cristianismo del siglo
segundo (este concepto lo hallamos también en Clemente de
Alejandria8) no es igual a la del siglo cuarta: en aquel entonces los
escritores cristianos tenían defender el relato bíblico de las
interpretaciones malévolas de los gnósticos, que se preguntaban
cómo era posible que Dios hubiera creado al hombre tan imperfecto,
hasta el punto de pecar inmediatamente, y habían de ofrecer por
tanto una interpretación positiva de la «sencillez» y «puerilidad» de
Adán.
Para Gregorio, este concepto no tiene gran relieve; él prefiere
insistir en el hecho que Adán, por muy «sencillo» que fuera, había
sido dotado de libre albedrío, instrumento mediante el cual podía
granjearse méritos actuando rectamente.
Por consiguiente, Gregorio pone bien de relieve la afirmación de
que el hombre había sido creado por Dios dotado de libre albedrío:
hecho este fundamental en toda interpretación del pecado original, la
más intrincada cuestión tratada en el mismo capitulo 12. Peca el
hombre por culpa del diablo: esta es la primera causa del pecado,
como se puede leer además en el discurso 36,5 y en Cármina I, 1, 7,
64-66. La envidia diabólica se realiza a través de la ofensa que la
mujer hace al hombre, evidentemente, aconsejándole que pruebe el
fruto prohibido: Gregorio condena a la mujer por su debilidad, pero la
culpa del pecado es de ambos.
Mas, ¿en qué consiste este pecado? El problema es bastante
intrincado, ya que se ha sostenido a menudo que Gregorio no
consideraba a la humanidad culpable de manera solidaria del pecado
del primer hombre, sino que solamente soportaba las consecuencias;
y tampoco se ignora la tentativa hecha ya en la antigüedad por los
pelagianos y por Agustín, de hacer suya la interpretación del
Nacianceno para sostener su propio concepto de la solidaridad del
hombre en el pecado de Adán.
Un relato análogo al que se lee en la Homilía 38, que hemos
examinado hasta ahora, se encuentra en uno de los Cármina Arcana
(I, 1, 8, 107 ss.): «Dios solamente prohibió al hombre que tocara el
árbol más perfecto, aquel que poseía la perfecta distinción del bien y
del mal. En efecto, la perfección es cosa óptima para quienes ya son
adultos, pero no es adecuada para quienes están empezando, pues
es pesada de soportar, así como un manjar más perfecto lo es para
los infantes. Pero, como prestando fe a los engaños del envidioso
homicida y a la insensatez de las palabras de la mujer, probó antes de
tiempo el fruto de dulce sabor, y revistió su carne pesada con túnicas
de piel (pues Cristo hirió con la muerte al pecado), hecho ya súbdito
de la muerte, desterrado del paraíso, fue a la tierra de la que había
nacido y afrontó una vida llena de aflicciones. . . ».
Otros relatos de la caída de los protoparientes no afrontan el
problema del pecado original; se lee por ejemplo en 1, 2, 10, 120 ss.:
«Dios añade la ley para que sirva de ayuda a su criatura, y me creó
libre artífice del bien para que yo pudiera conseguir la corona de la
batalla y de la lucha: pues es mejor vivir así que libre de todo
vínculo...» (es el mismo razonamiento de la Homilía 38,12); Adán,
dícese en el mismo poema (474 ss.) «tan sólo se alimentaba con los
frutos de la tierra, sin limitación alguna... Pero esta ley, al no ser
aceptada, me privó de todo y me entregó a las fatigas de mi madre, la
tierra...».
Pero también en otras páginas se enfrenta Gregorio con el
problema del pecado de los progenitores y de su significado para los
que vinieron después. En II, 2, 1, 345 ss. se lamenta: «¿Tal vez no es
suficiente que haya acarreado un yugo tan pesado a los hombres el
primer pecado del progenitor y el árbol homicida, junto con la
perversidad de la serpiente, la insensatez de la mujer y el
desgraciado gusto del conocimiento, mortal para nosotros? Todo esto
hízome mortal y me obligó a volver a la tierra de la que fui creado;
hizo mi vida infeliz; me obligó a vivir entre dolores y aflicciones,
doblegándome hacia el amplio dorso de la tierra...». Por consiguiente,
lo que ha cambiado después del pecado es la condición del hombre, y
más específicamente la del hombre Gregorio, que siente sobre sí la
culpa de su progenitor, pues se atribuye a sí mismo las vicisitudes del
mismo Adán. La afirmación de Il, 1, 45, 53 es explícita: «Yo mismo,
con mi mano, he sembrado la triste corrupción»; 98 ss.: «El espíritu
del hombre no cesa de llorar sobre su dolorosa esclavitud, sobre el
error del primer padre, sobre la seducción culpable de nuestra madre,
que se volvió madre de nuestra concupiscencia, sobre la pérfida
mentira de la sinuosa serpiente, sedienta de nuestra sangre, que
gozaba con el pecado de los hombres sobre el madero, sobre el árbol
cayo fruto es dañino para los mortales, sobre la garganta culpable
que abrió de par en par la puerta de la muerte, sobre la vergonzosa
desnudez y sobre la exclusión de la gloria del paraíso y del árbol de la
vida...».
Consecuencia de ello es que Gregorio se identifica con el
progenitor: entonces se mostraron mi desnudez y mí vergüenza, y yo
tomé conciencia de mi desnudez y la cubrí con una túnica de piel;
entonces fui separado del paraíso y devuelto a la tierra de la que
había sido sacado... yo fui condenado a una tristeza sin fin a causa
de mi vergonzoso placer y a luchar contra aquél que por mi desgracia
encontré y que me sedujo por medio de la gula. ¡Tal es la
recompensa de mi pecado!» (discurso 19,4). No hay duda de que
Gregorio considera suyo el pecado de los progenitores, pero no en el
sentido que se ha hecho usual en Occidente a partir del siglo V: como
hombre que es, siéntese Gregorio culpable del pecado de Adán, y
como hombre paga sus consecuencias. ¿Por qué el pecado original
se ha propagado de Adán a toda la humanidad? ¿Por necesidad
debida a la derivación de la carne y del alma del hombre de las de los
protoparientes, o acaso porque Gregorio, como hombre, se sentía
corresponsable del pecado de Adán y restituido, tras ese pecado, a
su misma condición corrupta y pecadora? Por supuesto, Gregorio
vuelve a atribuir al primer pecado la cadena de nuestros pecados,
cadena que nos ha atado de manera indisoluble y en la que nos
hallamos antes del bautismo.
La teoría de la transmisión hereditaria del pecado de Adán a
nuestros tiempos nada añade al peso que Gregorio sentía sobre si
aún sólo por causa del pecado del primer hombre. Y de todas formas
no se puede aceptar la opinión de quienes creen que Gregorio
admitía sólo una herencia de pena y no una corresponsabilidad real
en la primera culpa: «la debilidad de mi progenitor»—dice él—(38,11)
«fue mi propia debilidad».
Pero, ¿en qué consistió, realmente, este pecado? Para conocer el
pensamiento de Gregorio a este respecto, hemos de referirnos de
manera casi exclusiva al pasaje objeto de nuestro presente examen
(38,12), puesto que las alusiones y referencias que hallamos en otras
páginas son muy rápidas y breves. Desde luego no podremos
conformarnos con lo que nuestro autor repite más de una vez: que se
trataba de un pecado de gula. Comer el fruto prohibido fue sólo la
consecuencia material, concreta, de la transgresión de las leyes de
Dios. Como comentábamos antes, la envidia del demonio fue la causa
inicial del pecado, causa de la prohibición de aprovechar el árbol de
la ciencia del bien y del mal, ya que esta ciencia o conocimiento aún
no era apta para quien, como Adán, no podía poseerla de manera
adecuada. Desde luego, Dios no habla establecido semejante
prohibición por envidia del hombre o por no querer que éste también
se hiciera divino gracias a esa misma ciencia: ¡todo lo contrario! Bien
deseaba Dios la «divinización» del hombre, mas no de manera
prematura: la ciencia «habla de alcanzarla el hombre en el tiempo
oportuno». Existe, por lo tanto, un aspecto exterior, más vulgar (con
perdón de la palabra), del pecado de los protoparientes: haber
probado el fruto prohibido; y existe, también, al mismo tiempo, un
significado más intimo: la transgresión fue un acto de desobediencia
inspirada por la envidia diabólica, pues con esa desobediencia
nuestros progenitores adquirieron una ciencia que aún no les
correspondía.
De todas formas, las consecuencias de la desobediencia fueron las
que la tradición cristiana ha venido enseñando: la pérdida del árbol
de la vida, del paraíso y de Dios, y el comienzo de una larga
degradación, cada vez más grave e irremediable, hasta el punto que,
para salvar a la humanidad, Dios tuvo que enviar a su Hijo unigénito
(38,13).
El contexto de la Homilía 38 y de la doctrina cristiana misma
sugieren a Gregorio, en este pasaje, la oportunidad de introducir la
cuestión sobre la encarnación de Cristo, que se desarrolla de manera
narrativa y popular en los capítulos 15-16, mientras en el capitulo 13
se hacen alusiones al problema que en época de Gregorio
considerábase más importante y grave: el de las dos naturalezas de
Cristo. La actitud de Gregorio Nacianceno a lo largo de estos tres
discursos es bastante clara y precisa, aunque el escritor no desarrolla
el problema con un tratamiento autónomo. Resulta fundamental la
afirmación de 38,13: Cristo «se unió a un alma dotada de razón a
causa de mi alma, purificando la sustancia semejante con la
semejante», y algo después: «por medio del alma racional, que
ejerció la misión de intermediaria entre la naturaleza divina y la
pesadez de la carne humana». Resulta evidente que estas
declaraciones son formuladas con carácter polémico contra Apolinar
de Laodicea, quien sostenía que el Logos encarnado había asumido
la carne y el alma humana pero no el entendimiento, ya que el Logos
constituía el entendimiento mismo del Hijo hecho carne. Las réplicas
de Gregorio Nacianceno a la herejía apolinarista son bastante breves
y fragmentadas en el curso de las Homilías, mientras posteriormente
se recogen y disponen de manera sistemática en las famosas
Epístolas Teológicas (101, 102 y 202), en pocos años posteriores a
aquellas. Como es sabido, Gregorio rechaza la doctrina apolinarista
recurriendo sobre todo a la soteriología cristiana, inventando la
famosa fórmula que «nada puede haber sido salvado si no ha sido
asumido por Cristo» (Epist. 101, 32), queriendo con ello decir que si
el entendimiento humano no fue asumido por Cristo, no puede
salvarse el hombre en la totalidad de su ser. Es necesario, por
consiguiente, que Cristo tuviera una naturaleza humana completa,
perfecta, en cuerpo, alma y entendimiento (resulta evidente, por estas
distinciones, que el cristianismo antiguo y especialmente el ambiente
de los Capadocios recuperaba la distinción de la filosofía griega entre
«alma» o fuerza vital y «entendimiento»). Es precisamente sobre el
concepto de totalidad del hombre—y por consiguiente del hombre
asumido por Cristo en la encarnación—sobre el que Gregorio vuelve
a tratar con palabra esclarecida en la Homilía pronunciada unos días
después de la Homilía 38, es decir en la 40. En un pasaje de ésta (40,
45) se insiste precisamente en la condición completa de Cristo,
considerándole «hombre completo y al mismo tiempo Dios», y sobre el
término «completo»—que llega a ser palabra clave de la cuestión—se
vuelve a insistir a lo largo de todo el pasaje. También en otro lugar,
en una Homilía pronunciada por aquellos días, precisamente en la
Homilía 37, 2, se vuelve a tratar dicho tema de manera muy clara y
precisa. En Cristo, hay dos naturalezas juntas: la humana y la divina.
Sobre este concepto de «duplicidad» de Cristo, es decir, de la
presencia en El de ambas naturalezas, Gregorio vuelve a insistir más
de una vez en la misma Homilía 38, y más especialmente en el
capítulo 15: Cristo es «dúplice»; en el capitulo 13, pág. 325 háblase,
más genéricamente, de una «comunión» de Dios con el hombre, la
segunda después de la creación, es decir después de la insuflación
del aliento de Dios en el cuerpo humano; insuflación que hizo del
hombre un «alma viva», según el relato del Génesis. Trátase
ampliamente de la «duplicidad» de Cristo en la Homilía 38 (capitales
15 - 16), pero con un tono eminentemente homilético y no ya a nivel
de riguroso razonamiento teológico: atribúyense las funciones más
humildes a la constitución corpórea de Cristo, mientras aquellas que
sobrepasan la naturaleza humana son efecto de la naturaleza divina.
Se trata de una manera algo mecánica y simplista de concebir la
duplicidad de la naturaleza de Cristo, y, sobre todo, incapaz de hacer
frente a las objeciones del apolinarismo; era, sin embargo, una
manera usual en la doctrina de los nicenos, practicada ampliamente
por Atanasio y detectable en el mismo Nacianceno (cf. Homilía 29, 18
y 20; 30, 1) y, en Occidente, en Ambrosio9 e Hilario de Poitiers10.
Hay otro punto interesante en la Homilía 38 (capitulo 13), que ya
hemos encontrado. Vimos que el alma hace de mediadora entre la
corporeidad y la naturaleza divina. Es ésta una doctrina típica de
Gregorio Nacianceno, que ya había presentado veinte años antes en
uno de sus primeros ensayos literarios y teológicos (Orat. 2, 23): «He
aquí lo que significa esta divinidad que se ha humillado; he aquí lo
que significa la asunción de la carne; he aquí lo que significa esta
inaudita mezcla de Dios con el hombre, en la que la duplicidad ha
dado como resultado la unidad y donde la unidad ha introducido la
duplicidad. He aquí la razón por la que Dios se ha fundido con la
carne a través de la mediación del alma y dos realidades separadas
se han unido mediante su vinculación a través de este intermediario.
Por causa de todos, y sobre todo, por causa de nuestro único
progenitor, todo se ha dirigido hacia la unidad: el alma por causa de
aquel que había desobedecido, la carne a causa de la que había
prestado su ayuda y tomado parte en su condena...». Con el mismo
ímpetu oratorio y conmovida participación en el misterio de la
encarnación, Gregorio exclama en el discurso sobre la Natividad: «Oh
unión inaudita, oh mezcla inconcebible!» (38, 13), refiriéndose en
efecto a la presencia de Dios y del hombre en el Cristo encarnado.
Los términos que aquí se utilizan son de origen estoico: Krasis y mixis.
Indican la unión de dos sustancias que pueden volver a separarse y
que, sobre todo, mantienen cada una sus características propias, aun
después de realizarse su unión. Resulta, por tanto, evidente que
también esta terminología ha de referirse al concepto que ya
encontramos anteriormente, el de la «duplicidad» de Cristo y de la
funcionalidad autónoma de sus dos naturalezas.
Se ha observado, a este respecto, que Gregorio recupera el
concepto origenista del alma mediadora entre Dios y la carne.
Se lee, efectivamente, en Origenes11 que, en el momento de la
encarnación del Hijo de Dios, querida por el Padre para salvar a las
almas, que se habían separado de El, en virtud de la falta de amor
que en ellas se había verificado, como efecto del libre albedrío (razón
por la que algunas de ellas habían permanecido al lado de Dios, y
otras, en cambio, habían descendido en los cuerpos humanos), para
salvar, decíamos, las almas que habían sido unidas al cuerpo, el Hijo
de Dios creó para sí un alma singular. Esta alma permanecía, por un
lado, inseparablemente unida a la gloria y a la luz de Dios, y, por el
otro, podía tener contacto con la carne, ya que el alma, al ser, por
naturaleza propia, un ser intermedio, puede por un lado, asumir una
sustancia corpórea y, al mismo tiempo, acoger en sí al Hijo de Dios en
su totalidad.

La salvación del hombre

De todo ello se infiere, por lo tanto, que el interés tan especial que
Gregorio sentía por el gran milagro de la salvación de la humanidad,
garantizada por la encarnación, ocupa un lugar central en la
interpretación de la venida del Hijo de Dios a la tierra, ya que es
justamente la salvación de la humanidad la que manifiesta de manera
plena la misericordia de Dios. Incluso antes de la encarnación, señala
Gregorio (38, 13), Dios había procurado con todos los medios
corregir a la humanidad que tras el pecado original se precipitaba
cada vez más abajo, hasta que, al ver que ninguna corrección obtenía
el resultado deseado, mandó por fin a su mismo Hijo. A partir de aquí,
la Homilía presenta carácter retórico y no puede ser considerada
como una auténtica enseñanza del Obispo a sus discípulos, hasta el
punto de que pueda llegarse a creer que la encarnación venga a ser
la cumbre de una escala, el máximo intento de Dios para salvarnos.
No, la encarnación fue la única salvación, y ninguna señal o prodigio
del cielo hubiera podido salvarnos. «El Logos del Padre se mueve
hacia su imagen y lleva a cuestas la carne por causa de mi carne y se
une a un alma dotada de razón por causa de mi alma, purificando la
sustancia similar con su semejante». Existen algunos pasajes del
mismo Gregorio Nacianceno que manifiestan su interés por la
salvación de la humanidad, salvación que él considera el fruto
principal de la encarnación (y esta doctrina, según algunos
investigadores, todavía no estaba considerada como dogma en
tiempos de Gregorio). Bastará con citar un pasaje del Cuarto discurso
teológico (30, 6): «En cuanto asumió la forma de esclavo, El
descendió al nivel de sus hermanos de esclavitud y de sus esclavos;
tomó una forma que le era ajena y me llevó entero en si mismo, junto
con lo que es mío, para consumir en sí todo lo malo, como el fuego
consume la cera o el sol la niebla, y para que yo, gracias a esta
mezcla, participara de lo suyo. Por ello, en sus acciones El enaltece la
obediencia y la experiencia mediante sus sufrimientos... Y del mismo
modo oportuno es suponer que El quisiera cerciorarse de lo que es la
obediencia para nosotros y que todo lo midiera según sus
sufrimientos, como invención de su amor...» y otro de la epístola 101
a Cledonio (101, 50 - 51): «Y sin embargo, vamos a ver qué motivo
presentan los apolinaristas acerca del hecho que el Hijo se hiciera
hombre, o más bien se hiciera carne, como suelen decir ellos. Si
hubiera sido para contener a Dios dentro de unos límites para que
pudiera tener relaciones con los hombres gracias a la carne, como
bajo un velo, el disfraz de los apolinarista es ingenioso, e ingenioso a
las vez su intento... De haber sido, en cambio, para abolir la condena
del pecado, santificando al semejante con el semejante, de manera
que hubiera necesitado una carne por causa de la condena de la
carne y un alma por causa de la condena del alma, igualmente
entonces necesitó un entendimiento por causa de la condena del
entendimiento, el cual, en Adán, no se había limitado a pecar, sino
que había presentado también los primeros síntomas del mal, como
suelen decir los médicos a propósito de sus enfermos». Es decir, en
Adán ya estaba presente el pecado de toda la humanidad, pecado
que sucesivamente cada uno ha ido desarrollando según su propio
libre albedrío, pero la disposición originaria de la naturaleza de Adán
se había vuelto pecaminosa, y de ella derivó nuestra disposición
pecaminosa, como señalábamos antes a propósito del «pecado
original». Gregorio se figura el triunfo de Cristo sobre el mal como una
auténtica lucha de Cristo contra el demonio. En la Homilía 39, 13,
después de reiterar brevemente cuanto ya había dicho en la Homilía
38, Gregorio Nacianceno concluye con estas palabras: «Como quien
había maquinado el mal y nos había atraído al engaño con la
esperanza de la inmortalidad se creía invencible, he aquí que es
engañado por el velo de la carne, para que al toparse con Adán se
enfrentara con Dios y, de esta manera, el nuevo Adán pudiera salvar
al antiguo Adán y se aboliera la condena de la carne, pues la muerte
fue aniquilada por la carne». Dos cosas hay pues que señalar en esta
imagen: el enfrentamiento, la lucha de Cristo con el demonio, de la
que no podía no resultar vencedor el Hijo de Dios, y el engaño
perpetrado por ello en perjuicio del Enemigo. Se pueden leer, a este
propósito, otros pasajes más en los que Gregorio vuelve a este
concepto de la lucha entre Cristo y el demonio: Cármina 1, 2, 1, 162
ss.: «Dios, como quería reconstruir al hombre, vino como Dios en la
naturaleza humana, para que, luchando e hiriendo de muerte al
homicida y venciendo con el gusto de la hiel el fruto prohibido, con las
heridas de los clavos las manos que habían cometido el acto nefasto,
con la cruz el árbol del paraíso terrenal y con su sublimidad la tierra,
pudiera restituir a Adán redivivo a su vida y a su gloria...»
Puede parecer insólita la idea de Cristo que engaña al demonio,
pero lo cierto es que obedece a un concepto legalista propio que
Gregorio expone en más de una ocasión (en el discurso 45, 22 y en
Cármina 1, 1, 10, 65 - 72). Pregúntase Gregorio por qué motivo se
derramó la sangre del Hijo de Dios y, sobre todo, a quién se ofreció el
sacrificio de Cristo. El sacrificio, explica, siempre constituye un acto
que redunda en honor de una persona, y resulta inconcebible que el
sacrificio de Cristo haya redundado en honor del Maligno. ¡Menuda
vergüenza seria que el demonio tuviera que obtener del mismo Dios la
moneda para el rescate del hombre y, como si eso fuera poco, al
mismo Hijo de Dios como moneda! El hombre sin embargo, hallábase
en poder del demonio. Otro absurdo, observa Gregorio: ¿cómo era
posible que el Padre se complaciera de la sangre de su Hijo, El que
llegó a rechazar el sacrificio de Isaac? No, pues, Cristo ofrecido en
sacrificio para aplacar al Padre, con la consecuencia de que tal
sacrificio habría otorgado inconmensurable honor a aquel que nos
tenía atados y que había llegado a ser dueño nuestro; no, «el Padre
recibió la moneda del rescate sin haberlo solicitado y sin necesitarlo,
sólo como efecto de la economía de salvación... Cristo cumplió todas
estas cosas tan sólo para rendir honor al Padre, mostrándose
obediente en todo...» (discurso 45, 22). En cuanto a cómo se
sacrificó, ya lo hemos visto: engañando al demonio con la sustitución
por la que nuestro dueño creyó —mediante la encarnación y la
muerte en la cruz— tenernos en su poder, mientras se encontró ante
Aquel que era inmensamente más fuerte y que lo venció. El engaño al
demonio no fue por consiguiente más que el cumplimiento del
sacrificio voluntario del Hijo de Dios, sacrificio ofrecido en honor del
Padre, y no porque éste lo exigiera para liberarnos, pues nosotros
nos habíamos convertido en posesión del demonio, y no del Padre.
Con esta solución que aquí propone, Gregorio trata de resolver un
antiguo problema. En primer lugar, preguntábase por qué tenía que
ser necesario un sacrificio para aplacar la ira de Dios (que se lee, por
ejemplo, en Rom. 5, 9 - 11). Por consiguiente Gregorio sustituye la ira
de Dios, que parece inconcebible bajo un punto de vista moral, con el
honor tributado a Dios mediante el sacrificio de su Hijo; y, asimismo,
sustituye el precio del rescate del hombre, que había de ser
necesariamente pagado a Dios (cosa ésta igualmente improbable,
pues era el demonio quien se había hecho dueño del hombre) con el
sacrificio ofrecido voluntariamente. Según nuestro escritor, el
problema había de ser afrontado con decisión y resuelto, pues la
teología griega de carácter más popular enseñaba que la muerte de
Cristo en la cruz había sido necesaria, y la explicaba recurriendo una
vez más al viejo argumento que sólo la muerte del Dios humanado
podía constituir un rescate adecuado para la humanidad. «Uno sólo
era el objetivo fundamental de todas las acciones de Cristo: mi
perfección y mi resurrección y la vuelta al estado originario de Adán»
(Orat. 38, 16). La salvación del hombre consiste pues en la
reintegración del hombre en su condición primitiva (Orat. 44, 2 y 4;
45, 12 y 22; Epist. 101, 15; Carm. I, 2, 1, 162-166).

Purificación del hombre

Después de lo que hemos observado acerca de la encarnación de
Cristo y de la salvación de la humanidad, salvación procurada por la
pasión del Hijo de Dios, no resulta difícil comprender la relación de la
Homilía con las dos que la preceden bajo un punto de vista teológico
teórico. El vínculo que une la Homilía 40 a la 39 es también, hay que
reconocerlo, externo, como antes señalábamos, ya que se tuvo que
interrumpir un conjunto unitario de consideraciones debido a que ya
se había hecho muy tarde, y Gregorio tuvo que reanudar al día
siguiente al 6 de enero de 381, la Homilía que había dejado
interrumpida el día anterior. Pero, como es natural, no se trata tan
sólo de un vinculo exterior. Produce el bautismo una eficacia
especifica en el hombre, pues al hacer cristiano lo que antes era
pagano lo inserta de manera indisoluble en el ámbito de la acción
salvífica de Cristo. De aquí surge la larga exhortación, en la que no
faltan aspectos histórico-sociales, concretos e interesantes, incluso
bajo un punto de vista no estrictamente teológico, para no retrasar el
bautismo hasta los últimos años de vida, y apresurarse a entrar lo
antes posible en comunión con la salvación que Cristo ha traído a la
humanidad.
Gregorio, que escribe en el siglo V, conoce muy bien la riquísima y
variada simbología bautismal, que expone con la riqueza arrolladora
de terminología propia de su arte en los capítulos 3 y 4 de la Homilía
40. Pero la relación directa con la encarnación de Cristo se percibe,
sobre todo, con referencia al principio de la Homilía 39, destinada a
celebrar el Bautismo del mismo Cristo (capítulo 2). Efectivamente, el
Bautismo de Cristo, en el Jordán, marca el comienzo de su obra
salvífica.
Todo esto, en nuestra opinión, está bastante claro, pues es
tradicional; también el gran amigo y maestro de Gregorio, Basilio,
había expuesto sumariamente, la síntesis precisa, el significado del
Bautismo en la salvación del cristiano12. Hay, sin embargo, un
aspecto fundamental de la doctrina bautismal de Gregorio que nos
parece típico de él y que es oportuno señalar. Es conocida la
simbología del cristianismo primitivo, que relacionaba, sin prescindir
de un cierto gusto por los juegos de palabras, típicos del símbolo, el
bautismo con la iluminación, razón por la que baptismos venía a ser
equivalente a photismos, así en la forma exterior de la palabra como
en su concepto: el Bautismo, sin dejar de ser un acto de purificación
que se basta completamente a sí mismo, pues limpia el alma de los
pecados, también puede considerarse bajo otra faceta, la de la
iluminación, pues nos otorga el conocimiento de Dios. Ahora bien,
esta simbología que, a finales del siglo IV, ya se había vuelto
estereotípica y rutinaria, recibe de Gregorio nueva vida y nueva
funcionalidad. El la renueva fundiendo en un unicum la purificación
del bautismo, la iluminación ocasionada por este sacramento, y la luz
que Dios nos otorga y que a El nos acerca.
D/SOL-LUZ: La naturaleza divina se caracteriza, en la obra de
Gregorio Nacianceno, por el término «luz» más que por cualquier otro.
La «terminología de la luz» fue para nuestro escritor uno de los
elementos más significativos de su especulación, que le acompañó
durante toda su vida y a lo largo de toda la trayectoria de su actividad
literaria. Aparece ya en los primeros tiempos de su carrera, el año
363, cuando compone la Homilía 2: Dios, escribe (capitulo 5), es el
único ser sumamente resplandeciente y luminosísimo, que aventaja
en pureza a toda naturaleza corpórea (hombre) e incorpórea (ángel).
Además de sencillas afirmaciones que definen a la divinidad como un
ser luminosísimo (afirmaciones que, sin embargo, asumen
frecuentemente una importancia especial, pues nuestro escritor llega
a atribuir el término «luz» a cada una de las tres personas divinas),
hallamos una insistencia frecuente sobre la caracterización luminosa
de Dios: «La Trinidad resplandeciente y radiante en toda su
naturaleza divina...»; el misterio de la festividad de los Sancta Lumina
es sublime y divino y próximo al esplendor de lo alto (39, 1). Léase
sobre todo el pasaje de la Homilía dedicada al Bautismo (y justamente
esta intima relación entre Bautismo e iluminación ha sido el punto de
partida de estas observaciones nuestras): «Dios es luz suprema e
inaccesible e inefable, no comprensible con la mente ni expresable
con la palabra... Sólo El se contempla y se entiende, mientras sólo en
cantidad mínima se derrama en los seres exteriores. Pero cuando
hablo de «luz», hablo de aquella que se contempla en el Padre, en el
Hijo, en el Espíritu Santo, personas cuya riqueza consiste en la
naturaleza conjunta y en el unido relumbrar de su esplendor»
(capítulo 5). Y también, en el mismo contexto: «también era luz el
mandato primigenio dado al primer hombre... Luz prefiguradora y
proporcionada a quienes la acogían fue, también, la Ley escrita, que
anunciaba de manera misteriosa a Moisés en el fuego, cuando ardía
la zarza pero no la consumía... también fue luz la que guió a Israel en
la columna de fuego y mitigó el desierto; luz la que arrebató a Elías en
el carro de fuego sin que las llamas abrasaran a aquel que fue
arrebatado; luz la que alumbró a los pastores, cuando la luz que está
fuera del tiempo se unió con la que está en él; luz la belleza de la
estrella que se adelantó a los Magos hasta Belén para ser su guía y
para otorgar la luz que está por encima de nosotros y que vino para
estar con nosotros; luz la naturaleza divina que se mostró en el monte
a los discípulos, un poco más fuerte que la vista de ellos; luz la
aparición que rodeó a Pablo; luz también el esplendor que viene de lo
alto para quienes se han purificado aquí en la Tierra, cuando los
justos resplandecerán como el sol...; luz finalmente, de manera
especial, la iluminación del bautismo» (capitulo 6). «Dios era luz
inaccesible, que no admite sucesión y no tuvo principio ni tendrá fin,
luz sin mesura, siempre resplandeciente, radiante de manera triforme,
que pocos pueden contemplar como él es efectivamente, o, mejor
dicho, ni siquiera ellos lo pueden» (discurso 44, 3). Segunda luz
después de Dios son los ángeles, rayo de luz que desciende de la luz
perfecta (discurso, 6, 12), «rayo de la primera luz» (discurso 44, 3).
Ellos pueden gozar más y de manera más perfecta de la luz divina
(38, 4), de la que reciben la luz perfecta (28, 31). Igualmente, quienes
sean como los ángeles, según el texto evangélico (cf Le 20, 36), es
decir los bienaventurados, vivirán con Dios y gozarán de su luz
perfecta: así el hermano Cesario, en el paraíso, podrá gozar con la
luz que emana de Dios; así aquellos que recibieron de Dios su justa
recompensa y purificaron su mente gozan de la luz de Dios (40, 45).
Dios es, por consiguiente, la luz primera; el ángel, la segunda; el
hombre, la tercera, según una jerarquía trazada precisamente en la
Homilía 40, 5. Pero la luz divina, aun siendo inaccesible en su
esencia, no permanece del todo ajena al hombre. Remontándose a
una larga tradición de la escuela platónica, tradición que tenía su
primer origen en un famoso pasaje de la República (500c ss.),
Gregorio establece una comparación entre el sol y Dios,
acentuándola místicamente, en conformidad con sus tendencias
especulativas: «Lo que es el sol para las cosas sensibles, lo es Dios
para las inteligibles» (discurso 21, 1; cf. también 28, 30; 40, 5 y 37);
«Dios crea el sol para las cosas de aquí abajo, así como El mismo es
luz para los seres eternos» (44, 3,. Y, de todas formas, no es la
iluminación cosa fácilmente asequible, no acaece así como así, sin
preparación alguna: «Así como el sol revela la flaqueza del ojo
humano, que no puede fijar su mirada en esa fuente vivísima de luz,
revela Dios la debilidad del alma» (9, 2); «uno sólo es el sol; pero
éste, mientras ilumina la vista sana, ofusca la débil» (17, 7; cf 20, 10).
Por tanto, de la misma manera que el sol visible pone al descubierto
la debilidad de nuestra vista, el sol invisible da a entender a nuestra
alma la incapacidad de ésta para mirarlo; para mirarlo es necesaria
pues la parificación. Purificación e iluminación se corresponden
ambas, física y místicamente, al mismo tiempo.
Efectivamente, la luz exige la pureza 2, 5), y Dios es la pureza (30,
20). Sólo por medio de la purificación es posible conocer a Dios,
porque el entendimiento humano sólo se acerca al ser purísimo si él
también es puro. También este concepto arranca de una famosa
afirmación platónica (Fedón 67 b: «a quien no es puro no le es licito
tocar lo que es puro») y, en general, de toda la primera parte del
Fedón; el conocimiento de Dios en la tierra significa contemplación de
la luz divina, que, sin embargo, se realiza sólo parcialmente en
beneficio de quien se ha purificado: nosotros recibimos, de la luz de
allá arriba, tan sólo un escaso arroyuelo, lo que se nos manifiesta en
un espejo y en enigma. Ojalá podamos después hallar la fuente de la
belleza, contemplando con mente pura la verdad pura y encontrando,
como recompensa de nuestras fatigas de aquí abajo alrededor de lo
bello, la más perfecta participación, allá arriba, de lo bello y su
contemplación» (7, 17). Esta exigencia se encuentra con frecuencia
también en los discursos teológicos: «no es seguro, para el ser
impuro, tocar lo que es puro, así como no es seguro, para una vista
enferma, tocar el rayo del sol» (27, 3), etc. Si se quiere hablar de Dios
es fundamental antes y más que ninguna otra cosa la exigencia de
purificación (cf. 39, 10; 27, 3; 29, 11). ¿Qué es la purificación? Nos lo
explica precisamente un pasaje de fundamental importancia de la
Homilía 39 (capitulo 8): «donde existe el temor de Dios, allí está la
observancia de los mandamientos; donde existe la observancia de los
mandamientos, está la purificación de la carne de esta nube que
oscurece el alma y le impide ver en su pureza el rayo de luz divina;
donde existe la purificación está la iluminación, y la iluminación es la
satisfacción del deseo, por lo menos para quienes deseen las cosas
más grandes o incluso la más grande y superior a la grande».
PURIFICACION/ILUCION ILUMINACION/PURI: Resulta evidente,
por lo tanto, la sucesión: purificación de los pecados y consiguiente
posibilidad de ser iluminado. Pero a la iluminación se le llama
photismos, y photismos es el bautismo, según la simbología
cristiana. La idea de Gregorio Nacianceno es, pues, clara, aunque, al
mismo tiempo, va sin cesar de uno al otro concepto, unidos entre sí:
purificación y bautismo son la misma cosa, y ambos resultan
indispensables para quien quiera llegar al conocimiento de Dios.
Cuando la mente humana se haya purificado, entonces recibirá la
iluminación de Dios, como se lee en un pasaje anteriormente indicado
(40, 5). «Cristo es luz, pues es esplendor de las almas que se
purifican en el pensamiento y en la vida. Pues, si la ignorancia y el
pecado son tinieblas, el conocimiento es luz, y es luz la vida divina»
(30, 20); «quienes fueron juzgados dignos de contemplar la secreta
belleza de las Escrituras fueron iluminados por la luz del
conocimiento» (31, 21). Insuficiente y limitada, naturalmente, debido a
nuestra debilidad y parvedad, es la iluminación de la que podemos
gozar en la tierra (8, 19; 32, 23; 28, 3-4; 29, 11, etc.), y sin embargo
no deja de ser la luz lo que nos permite unirnos a la luz inaccesible
(32, 15). Al llegar a este punto, el conocimiento de Dios en la oratoria
del Nacianceno asume un marcado matiz místico, al subrayar el
contacto entre Dios y el hombre como último objetivo de nuestra vida:
«apresando la luz más clara con la menos clara, hasta que lleguemos
a la fuente de los rayos que llegan aquí abajo y obtengamos la
perfección, una vez que el espejo se haya disuelto en la realidad»
(20, 1). La identificación de la luz menor con la mayor, donde la luz
menor se pierde y se disuelve, es un aspecto místico de la
doctrina—también de origen platónico, presente tanto en Gregorio
Nacianceno como en Gregorio de Nisa—de la «asimilación a Dios».
Aquel que llega al conocimiento de Dios, que es la luz, hácese él
también luminoso (28, 17), o, lo que es lo mismo, «de forma divina»
(28, 17 y 21, 1). Esta identidad con Dios del alma purificada en una
unión mística, es asimismo afirmada con gran claridad en 38, 7: para
que, purificándonos, Dios nos haga divinos... Dios, que se unió a los
dioses y se dejó conocer por ellos.
Es verdad que es una tensión mística la que Gregorio traza
rápidamente, sin la sistematización de concepto que hallamos en
Gregorio Niseno. Pero la idea de que el conocimiento místico es algo
que se obtiene limitadamente y que no satisface plenamente al alma,
que nuevamente se lanza a comprender a Dios, también está
presente en Gregorio Nacianceno: «Apresemos a Dios, apresemos la
primera y purísima luz», exhorta en 40,37. Sólo en la vida del más
allá, que representa el complemento definitivo de la purificación
humana, la luz de la Trinidad se gozará en todo su esplendor: «bien
sé que mejores y mucho más preciosas que las cosas que se ven son
las que ahora están presentes a ti—dice Gregorio a su difunta
hermana Gorgonia—, el esplendor de la Trinidad suprema, esplendor
más puro y más perfecto, que ya no pasa desapercibido a la mente,
encadenada y distraída aquí por las sensaciones: la contemplamos y
la poseemos con toda nuestra mente, y brilla para nuestras almas con
toda la luz de la divinidad. Que puedas tú gozar de todos los bienes
de los que, cuando todavía vivías en la tierra, gozabas tan sólo de un
riachuelo...» (8, 23)

El pensamiento neoplatónico
Para concluir, resulta oportuno aludir rápidamente a otra
componente esencial de las homilías de Gregorio Nacianceno, y
particularmente de las que nos ocupan, y trátase precisamente de la
filosofía platónica con la que se ha alimentado nuestro escritor no
menos que los demás Capadocios. Verdad es que, cuando nos
referimos a la filosofía platónica—es decir, esencialmente,
pagana—podriamos ser objeto de observaciones, ya que en la obra
del Nacianceno se hallan más de una vez declaraciones polémicas
contra la cultura y la filosofía. ¿Cómo es posible, por consiguiente,
que un escritor cristiano pueda, para el núcleo esencial de su
pensamiento, alimentarse con doctrinas no cristianas, además de
recurrir lógicamente a la tradición y la doctrina de la Iglesia? Es fácil,
sin embargo, demostrar que, bajo un punto de vista práctico, no es
posible separar definitiva y terminantemente el pensamiento griego y
la meditación y espiritualidad cristiana, sin por ello seguir la
interpretación de la critica de antaño (totalmente superada en la
actualidad), interpretación que sostenía la tesis de que nuestro
escritor se servia tout court de pensamientos y conceptos platónicos
para exponer su pensamiento de cristiano, sino en el sentido de que
la filosofía platónica le sugiere motivos y demostraciones, conceptos e
ideas que, sometidos a la reelaboración del escritor cristiano, se
hacen pura doctrina cristiana, pura doctrina ortodoxa, fuente de
espiritualidad ininterrumpida para quien se sirve de ella y la medita.
Puede hablarse por tanto de «platonismo cristiano», en el sentido de
que la filosofía platónica constituye un ingrediente de esa mezcla que,
en su resultado, es perfectamente cristiana.
Además, es de sobra conocido que los escritores cristianos se
habían educado en las escuelas paganas, en las que se enseñaba
retórica, poesía y filosofía griega. También se sabe que los
Capadocios, más que todos los demás cristianos, (con la única
excepción de Orígenes), gozaron de una educación refinada; Basilio y
Gregorio Nacianceno creyeron renunciar a ella cuando se retiraron de
la enseñanza de la retórica y abandonaron la universidad de Atenas
para refugiarse en el refugio de su soledad en el Ponto, pero su
formación juvenil literaria y filosófica permaneció hasta el final de su
vida. Lo mismo dígase del amigo de ellos Gregorio de Nisa, cuya
formación filosófica (y más específicamente platónica y neoplatónica)
todos conocen.
Así, por lo que a Gregorio Nacianceno se refiere, señalábamos
antes el significado que representó para su espiritualidad y su
doctrina de la «luz y purificación» la doctrina del Fedón y de la
República de Platón. Doctrinas platónicas se hallan con frecuencia, es
más, constituyen el armazón de toda la teología y cosmología
expuesta en el discurso 38 (cap. 7 y siguientes): Dios que siempre es,
que encierra en si «el mar del ser», pues en El no existen antes y
después, que son secciones del tiempo, sino la eternidad
exclusivamente. De hecho la eternidad caracteriza la sustancia que
permanece firme e inmóvil en sí misma, mientras el tiempo se puede
concebir tan sólo a través de la variación. Esta había sido la doctrina
de Platón,13 doctrina recogida y reelaborada por Plotino14. De
hecho, según Plotino, no se puede concebir, en el mundo inteligible,
algo que se añada sucesivamente a lo que ya existía anteriormente.
Seguí Plotino15, el tiempo era la indicación de los procesos vitales del
alma cósmica; una hipóstasis semejante no existe en el pensamiento
de Gregorio, que se limita a contraponer, según los cánones
platónicos, el mundo sensible al mundo inteligible, reuniendo, sobre
todo en este último a la verdadera realidad; mas como Plotino había
concebido el alma cósmica como la forma más esencial de la vida, el
movimiento del alma cósmica puede constituir, de alguna manera, la
justificación de la existencia del movimiento en la realidad animada de
este mundo, sin que haya que postular, como hipóstasis realmente
existente, el alma del mundo. Otra doctrina platónica16 que se
encuentra otras veces en Gregorio, es la de la absoluta
incomprensibilidad de la inefabilidad de Dios: al Ser supremo se le
considera ora como totalmente incomprensible, ora como un
oscurecimiento conocido en sus manifestaciones (pero desde luego
no en su naturaleza, ni en su cualidad) gracias a la fuerza de nuestro
entendimiento. La naturaleza de Dios es simple, no compuesta; sólo
ella puede contemplarse a sÍ misma, pero a pesar de ello no se ha
conformado con gozar con su propia contemplación. De hecho, Dios
es el summun bonum y el bien es diffusivum sui: Dios no podría
limitarse a gozar con su propia existencia, y he aquí que se ha
«derramado» al exterior por medio de la creación: antes ha creado el
«mundo inteligible», es decir el mundo de las criaturas puramente
intelectuales, el mundo de los ángeles; después ha creado el mundo
material y ha creado el hombre, formado por ambas sustancias.
Efectivamente, el hombre encierra en si tanto la sustancia material
como la sustancia intelectual: constituye por consiguiente un
microcosmos; es un mundo que encierra en sí los dos aspectos de la
sustancia creada. Esta también es otra reinterpretación cristiana de la
doctrina pagana del hombre microcosmos.
La traducción ha sido realizada sobre los textos recogido en el
volumen XXXVI de la Patrología Griega de J. B. Migne (coll. 311-425).

.................................................
* En el lenguaje técnico de la Teología, se han designado esas
caracteristicas especificas de las Personas divinas, con los términos de
«nociones» y «propiedades». (Nota del Editor)
** Hace alusión el texto a estos Sínodos que desvirtuaron la fe de Nicea
sobre la «consubstancialidad» del Hijo con el Padre, al aceptar que la palabra
«homoiousios» (semejante en esencia) podia ser aceptada como expresión de
la Fe ortodoxa; por eso se llama fórmula «homeana», de «semejanza», en vez
de «consubstancialidad» (Homoousios). (Nota del Editor)
*** La herejía llamada «Apolinarismo», de Apolinar, Obispo de Laodicea
(310-390), negaba que Jesucristo tuviese alma humana superior (según la
división tripartita de origen platónico: cuerpo, alma y espíritu), es decir, sólo
admitía en la humanidad de Cristo: un cuerpo material y un alma sensitiva. (Nota
del Editor)
**** Los llamados «Padres-Capadocios» pertenecientes a la Escuela de
Capadocia, son: S. Basilio Magno (330-379); su amigo Gregorio Nacianceno
(330-390); y su hermano, Gregorio de Nisa (335-385). (Notas del Editor)
***** Los pneumatómacos o macedonianos (nombre éste último recibido de
Macedonio, que fue Obispo de Constantinopla, pero depuesto el año 360,
principal mantenedor de esta herejía) negaban la divinidad del Espiritu Santo,
por eso fueron designados por S. Atanasio «pneumatómacos», o sea
guerreadores o enemigos del Espiritu Santo. (Nota del Editor)

1 Cf. «De Spiritu Sancto», 4, 7 ss.
2 Cf. «De Spiritu Sancto», 2, 4-5.
3 Cf. Comm. in Epist. ad Roman»., P.G. XIV, 1.202.
4 Cf. «De Spiritu Sancto», 1, 3.
5 Contra tales acusaciones, Gregorio de Nisa se defendió en algunas de sus
obras teológicas menores, como en la de «Ad Eustathium de Sancta Trinitate» y
en la de «Ad Ablabium quod non sunt tres dii».
6 Cf. «Ad Autol.» II,25.
7 Cf. «Adv. Hear.», IV,62.
8 Cf. «Protr.», lll, 1; Strom., Vl, 96,1.
9 Cf. «De fide», lll, 65; V,16,193.
10 Cf. «De Trinitate», IX,75.
11 Cf. «De principiis», II,6,3.
12 Cf. «De Spiritu Sancto», 15, 35.
13 Cf. «Tim.», 37 d
14 Cf. «Enn.», III,7,1; 7,84 3-4
15 Cf. «Enn.», III,7,11.
16 Cf. «Tim.», 28c.

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