SAN AGUSTÍN.
LA CIUDAD DE DIOS.
INTRODUCCIÓN DE FRANCISCO MONTES
DE OCA..
INTRODUCCIÓN.
Del mismo modo que un cuerpo
humano minado por la vejez llama a las enfermedades, así el Imperio Romano, a
fines del siglo IV, llamaba a su seno a los Bárbaros.
Y vinieron, en efecto: y llegaron,
no sólo como estaban todos habituados a verlos antaño, es decir, como soldados
más o menos encuadrados, sino por tribus enteras, con mujeres y niños, con
carromatos, carretas de bagajes, caballerías de reserva, animales y rebaños. El
término exacto para designar aquel fenómeno, mucho más que la palabra española
invasión, que hace pensar, sobre todo, en la entrada de un ejército en un país,
sería el alemán Völkerwanderung, migración de pueblos. Lo que el universo
mediterráneo había conocido más de mil años antes de nuestra Era, cuando los
invasores arios, griegos y latinos, habían asaltado los viejos imperios, volvió
a reproducirse a partir de fines del siglo IV.
Uno de los episodios que mayor
trascendencia tuvo y que más conmoción causó en el seno del Imperio fue el
saqueo de Roma por las tropas de Alarico en el año 410. Acontecimiento terrible,
que depositó un dejo de tristeza aun en los espíritus más firmes, aunque no fue
totalmente inesperado.
El propio San Agustín se sintió
profundamente conmovido. Llevaba en el corazón el destino del Imperio, por lo
ligado que lo creía al destino de la Iglesia. Dos años antes había sabido con
gran consternación, por una carta del presbítero Victoriano, cómo los vándalos
habían invadido la infortunada España y cómo habían incendiado sistemáticamente
todas las basílicas y asesinado, casi sin excepción, a cuantos siervos de Dios
pudieron capturar. Y a comienzos del 409, cuando los visigodos amenazaron por vez
primera la Ciudad eterna, reprendía Agustín a una matrona allí residente, porque,
habiéndole escrito tres veces, nada le contaba sobre la situación de Roma: Tu
última carta no me dice nada sobre vuestras tribulaciones. Y querría saber qué
hay de cierto en un confuso rumor llegado hasta mí acerca de una amenaza a la
Ciudad
El temor del obispo de Hipona se
convertiría en desoladora realidad en menos de dos años. Roma, la inexpugnable
Roma, fue conquistada por Alarico y entregada al saqueo; la Ciudad eterna tuvo
que confesarse mortal. La fecha del 24 de agosto de 410 sonó en los oídos
romanos como la campana de la agonía. Durante cuatro días consecutivos se
desencadenó allí un frenesí de crímenes y de violencias, en una atmósfera de
pánico.
Pocos días después llegaba al
África la terrible nueva: Roma acababa de ser saqueada por los bárbaros! La
vieja capital, inviolada desde los lejanos tiempos de la invasión gala, había
sido forzada por las bandas de un godo y gemía todavía bajo el peso de sus
ultrajes. Y tras la nueva, fueron llegando algunos de los que lograron escapar
a la catástrofe. Veíase desembarcar, en atuendo mísero y con la mirada turbada,
a aristócratas fugitivos portadores de los más ilustres apellidos romanos. Se escuchaban
sus relatos acerca de los actos de terror en la ciudad, los palacios
incendiados, los jardines de Salustio en llamas, la casa de los ricos, la
sangre que manchaba los mármoles de los foros, los carros de los bárbaros
atestados de objetos preciosos robados y maltrechos. Familias enteras habían
quedado aniquiladas, habían sido asesinados senadores, violadas vírgenes consagradas
a Dios, y la anciana Marcela había sido abandonada por muerta en su palacio del
Ayentino, por no haber podido mostrar a los bárbaros asaltantes ningún
escondrijo de oro y haberles rogado solamente que respetaran el honor de su
joven compañera Principia. Se los oía con horror y se repetían por doquiera sus
relatos, mientras ellos, los últimos romanos, se daban prisa en abandonar la
minúscula ciudad portuaria y marchaban a Cartago, donde inmediatamente ocupaban
otra vez localidades en el teatro, y donde, con la presencia de los fugitivos
romanos, la locura y barahúnda eran mayores que antes.
Pero la impresión de la caída de
Roma no podía borrarse fácilmente. El mundo parecía decapitado. Cómo han caído
las torres!, leían los ascetas en Jeremías y pensaban en la torre de la muralla
aureliana. Qué solitaria está la ciudad, antes populosa!, pensaban las gentes
pías, cuando oían hablar del espantoso vacío que siguiera al saqueo, de cómo
aullaban los canes en los palacios desiertos, de cómo salían los supervivientes,
agotados por el hambre, después de cinco días de forzada abstinencia, de las
basílicas, y se daban la mano para sostenerse en pie por las calles cubiertas
de cadáveres, mientras chirriaban, camino del sur, por la Vía Apia, los carros
cargados de oro y plata y de jóvenes y muchachas cautivas.
Es cierto que Alarico y sus
soldados no permanecieron más que tres días en la Ciudad eterna, después de
haberla saqueado a ciencia y conciencia; es cierto que se instituyó una fiesta
conmemorativa para celebrar el aniversario de su liberación. Con todo la caída
de la capital tuvo una resonancia inmensa y durable por todo el Imperio. Puede
resultarnos hoy a nosotros un tanto difícil de comprender: contemplada de lejos,
la entrada de los bárbaros en la Ciudad eterna quizá no nos parezca más que un incidente
banal. La administración del Imperio, y el emperador Honorio mismo, hacía
varios años que ya no residían ahí. Retirados a Ravena, fortalecidos detrás de
una fuerte cintura de lagunas, se hallaban a buen recaudo desde el 404, y dispuestos
a proseguir, sin sentirse inquietados seriamente, aquellas bajas intrigas que
constituían lo esencial de sus preocupaciones cotidianas. Por lo demás, al cabo
de pocos años los mismos contemporáneos se dieron cuenta de que nada había
cambiado en sus costumbres, de que el Imperio sobrevivía a todas las
catástrofes y de que no había lugar para inquietarse por un desastre tan
rápidamente reparado.
Pero de momento no fue así. Tremendamente
sacudidos en sus ánimos paganos y cristianos pusiéronse por una vez de acuerdo
para plañir juntos las calamidades que les afectaban igualmente. Hacía largo
tiempo que venían, atribuyendo los primeros todas las desventuras de Roma al
hecho de que los cristianos hubiesen abandonado a sus antiguos dioses. Pero también
estos empezaron a repetir con otras palabras y en diferente sentido la misma
cantinela: Dónde están ahora las memoriae de los apóstoles?, oía decir el
obispo a sus gentes. De qué le ha valido a Roma poseer a Pedro y a Pablo? Antes
estaba en pie la ciudad, ahora ha caído. Los que así murmuraban eran cristianos
y no podía replicarles el prelado de Hipona, como a los no cristianos, que un
pagano como Radagaiso, que ofrecía puntualmente cada día sacrificios a los
dioses, fue vencido, y Alarico, que era cristiano, fue vencedor. Difícilmente
podía alegar esto ante cristianos descontentos. No era Alarico arriano? Y tenía
que caer la Ciudad eterna precisamente ahora cuando estaba ceñida por una
corona de sepulcros de mártires?
El viejo pecado bíblico de la
murmuración volvía a levantar cabeza entre aquellos fieles, presa del
abatimiento, y no era permitido al pastor permanecer callado. Cuando, súbitamente
y casi sin lucha, sucumbió la Ciudad, recibió Agustín las primeras noticias, en
una casa de campo en que, por prescripción médica, tenía que descansar un
verano enteró. Inmediatamente mandó una carta a Hipona, exhortando al pueblo y
clero á cooperar en vez de lamentarse, a acoger y vestir a los fugitivos que
afluían, y a hacerlo mejor de lo que lo hicieran antes. Y a las diversas quejas
de los murmuradores les va a salir al paso con argumentos exclusivamente
cristianos, que dominan diferentes sermones de los años 410 y 411.
La catástrofe de Roma es una
intervención divina. Dios es un médico que corta la carne podrida de nuestra
civilización. Este mundo es un horno en que la paja arde al fuego; el oro, en
cambio, sale purificado y ennoblecido. Es una prensa que separa el aceite del
deshecho sin valor; el deshecho es negro y tiene que desaguar por el canal. El
canal se pone así más sucio, pero el aceite sale más puro. Los que murmuran son
el deshecho; el que entra en sí y se convierte, es el aceite puro.
El día de San Pedro y San Pablo
del año 411, diez meses después del saqueo, Agustín se dejó caer, como sin
pretenderlo, en el tema del destino de la Ciudad y la lamentación que no
enmudecía nunca. Y es su respuesta, que arranca de un pasaje de la Carta de San
Pablo a los Romanos sobre la relatividad de todo sufrimiento terreno, un
soberano ejemplo de improvisación en el púlpito: Está escrito que los
sufrimientos de este tiempo no pueden compararse con la gloria por venir que ha
de revelarse en nosotros. Si es así, que nadie de vosotros piense hoy
carnalmente. No es este el momento. El mundo ha sido sacudido, el hombre viejo
despojado, la carne prensada: dad, por tanto, libre curso al espíritu. El
cuerpo de Pedro está en Roma, dice la gente, el cuerpo de Pablo está en Roma, el
cuerpo de Lorenzo está en Roma, los cuerpos de otros muchos mártires están en Roma,
y, sin embargo, Roma está en la miseria, Roma está devastada, Roma está en la
desolación; ha sido pisoteada e incendiada. Dónde están ahora las memoriae de
los apóstoles? -Qué dices, hombre? -Lo que he dicho: Cuánta calamidad no está
pasando Roma! Dónde están ahora las memorias de los apóstoles? -Allí están, allí
están ciertamente, pero no en ti. Ojalá estuvieran en ti! Tu, quienquiera que. seas,
que así te expresas y tan neciamente juzgas, quienquiera que tú seas, ojalá estuvieran
en ti las memorias de los apóstoles! Ojalá te acordaras de ellos! Entonces
verías si se les ha prometido dicha temporal o eterna. Porque si la memoria del
apóstol es realmente viva en ti, oye lo que dice: La ligera carga de la
tribulación temporal nos depara un peso grande sobre toda ponderación de gloria
eterna; porque lo que vemos es temporal y lo que no vemos es eterno. En Pedro
mismo fue temporal la carne y no quieres tú que sean temporales las piedras de
Roma. Pedro reina con el Señor, el cuerpo del apóstol Pedro yace en alguna
parte, y su recuerdo ha de despertar en ti el amor a lo eterno, para que no
sigas pegado a la tierra, sino que, con el apóstol, pienses en el cielo. Por
qué estás, entonces, triste y lloras porque se han derrumbado piedras y maderos,
y han muerto hombres mortales?... Lo que Cristo guarda, se lo lleva acaso el
godo? Es que las memoriae de los apóstoles tenían que haberos preservado para
siempre vuestros teatros de locos? Es que murió y fue sepultado Pedro para que
jamás caiga de los teatros una piedra?
No, Dios obra con justicia y
quita a los niños malos las golosinas de las manos. Basta ya de pecar y
murmurar. Qué vergüenza que anden los cristianos lamentándose de que Roma ha
ardido en época cristiana. Roma ha ardido ya tres, veces: bajo los galos, bajo
Nerón y ahora con Alarico. Qué sacamos de irritarnos? Para qué rechinar de
dientes contra Dios, porque arde lo que tiene costumbre de arder? Arde la Roma
de Rómulo, hay algo de extraño en ello? Todo el mundo creado por Dios arderá un
día. Pero es que la ciudad perece cuando en ella se ofrece el sacrificio
cristiano? Y por qué fue arrasada su madre Troya, cuando se ofrecían los
sacrificios a los dioses? Lo sucedido ha sucedido porque el mundo tiene que
meditar y, además, después de la predicación del Evangelio, es mucho más
culpable que antes.
Por lo demás, aun cuando Agustín
no creía en la eternidad del Imperio, le resultaba difícil imaginar un mundo
sin él. El fin del uno era para él el fin del otro. No acertaba a divisar una
edad media tras los bárbaros. En este sentido su pensamiento era doblemente
escatológico. Pero, según su creencia, el Imperio había sido probado, que no
cambiado; y, como esto había sucedido ya incontables veces, Roma tenía aún la
posibilidad de levantarse de nuevo.
Claro que le preocupaban más las
almas inmortales que los reveses exteriores del destino. Sus amonestaciones, a
veces conmovedoras, contra una civilización que era la suya y que en realidad, había
construido algo más que teatros, le eran inspiradas por esta superior solicitud.
No se dirigían contra la ruina mayestática de una Roma agonizante, sino contra
los enanos de poca fe y murmuradores que, en el desierto cristiano del siglo Y,
echaban de menos tristemente la opulenta casa de la servidumbre, las ollas y
cebollas del paganismo.
Entre los paganos, por su parte, era
corriente la versión de que la caída de Roma no era más que un castigo
infligido por los dioses a aquellos que les habían vuelto las espaldas. Lo cual
no era otra cosa que enmarcar el suceso reciente en el marco de una antigua
polémica. Por Tertuliano y otros apologistas sabemos cómo hacían responsable a
la nueva religión de todas las catástrofes: desbordamientos del Tiber, sequías,
temblores de tierra, peste o hambre. Eran desgracias que, según ellos, no acontecieron
cuando se ofrecían sacrificios a los dioses de la ciudad; solo eran imputables
a esta religión, enemiga de la república.
Si hemos de creer al historiador,
Zosimo, buen número de paganos se habrían dirigido al prefecto de Roma, poco
antes de que se produjese su toma por Alarico, a fin de demandarle autorización
para ofrecer de nuevo sacrificios. Y el papa Inocencio I se habría avenido a
hacer la vista gorda ante esta infracción a las leyes cristianas, con tal de
que esos sacrificios fuesen celebrados en privado, sin solemnidad externa. A lo
que habrían advertido los peticionarios que las ceremonias exigidas por los
dioses no podían ser eficaces para proteger a Roma si no se efectuaban
públicamente en presencia del senado. Naturalmente habría sido imposible
satisfacer esta nueva exigencia y el asunto no pasó de ahí.
Mas la ciudad había sido ocupada
y esto había proporcionado a los paganos excelentes pretextos para renovar sus lamentaciones,
con más acritud que nunca: Ha sido en tiempos del cristianismo cuando Roma ha
sido devastada, alegaban ellos, cuando el hierro y el fuego han devastado Roma...
Mientras nosotros pudimos ofrecer sacrificios a nuestros dioses, Roma permanecía
incólume, Roma estaba floreciente. En cambio hoy, cuando han reemplazado
vuestros sacrificios a los nuestros, cuando los ofrecéis por doquier a vuestro
Dios, cuando no se nos permite sacrificar a nuestros dioses, he ahí lo que ha sucedido
a Roma.
Durante los primeros meses que
siguieron al memorable saqueo, creyó Agustín que bastaría con responder a todas
las objeciones, de cualquier parte que viniesen, por medio de su predicación, tanto
más cuanto que los moradores de la capital se pusieron a reparar las ruinas y a
reanudar una existencia normal, mientras que los fugitivos refugiados en
Cartago y en toda África, seguían escandalizando con su indolencia y mala
conducta.
Los ejemplos que ofrecían los
habitantes de Roma y los refugiados no bastaban, sin embargo, para aplacar a
los adversarios del cristianismo, que siguieron acusando a la doctrina
cristiana: Se tenía buen cuidado de hacer notar a los fieles, escribe el Santo,
que su Cristo no les había socorrido, y este argumento había hecho mella en
muchos de ellos, ya que nada permitía, en la catástrofe, pretender que Dios
había hecho una discriminación entre los buenos y los malos. Si nosotros, que
somos pecadores, hemos merecido estos males, por qué han sido muertos por el
hierro de los bárbaros los servidores de Dios y conducidas al cautiverio sus
servidoras? Las Escrituras prometen que por diez justos no hará perecer Dios la
ciudad, es qué no había en Roma cincuenta justos? Entre tantos fieles, entre
tantos religiosos, entre tantos continentes, entre tantos siervos y siervas de
Dios, no se han podido hallar cincuenta justos, ni cuarenta, ni treinta, ni
veinte, ni diez?... Muchos han sido llevados cautivos, muchos han sido muertos,
muchos han sufrido diversas torturas. Tantos horrores se nos han contado! Y, a
la inversa, entre los que han salvado la vida gracias al asilo cristiano, no
pocos eran paganos. Por qué se extiende esa divina misericordia hasta a los
impíos y a los ingratos?
En el grupo de paganos que más
animosidad mostraban entonces contra el cristianismo figuraba un rico individuo
de Roma llamado Volusiano. Era hermano de Albina y tío de Santa Melania, la
joven. Esta notable familia romana ofrecía un espectáculo un tanto extraño
desde el punto de vista religioso. El padre, Probo, que vemos discurrir en las
Saturnales de Macrobio, había sido el amigo íntimo de Símaco y pontífice de la
diosa Vesta. Sus primas Marcela y Asela habían convertido en convento su palacio
del Aventino, y más tarde en escuela bíblica, bajo la dirección de San Jerónimo.
Sus dos hijas, Albina y Leta, eran cristianas fervorosas, y el antiguo
pontífice pagano veía a la pequeña Paula, consagrada a Dios desde jovencita, saltar
sobre sus rodillas balbuceando el Aleluya de Cristo.
Volusiano, a ejemplo de su padre,
permanecía alejado del cristianismo y multiplicaba contra él las objeciones. En
conversaciones con sus amigos pretendía que de ninguna manera convienen al
Estado la predicación y la doctrina cristiana, porque preceptos como no
devolver a nadie mal por mal, presentar la otra mejilla a quien te abofetea en
la derecha, dejar también el manto a quien quiere litigar contigo para arrebatar
la túnica y caminar dos millas con quien te ha contratado para una, son
nefastos para la conducta del Estado, y se oponen al bien de la República. Si
el enemigo arrebata una provincia del Imperio, habrá que renunciar a
reconquistarla con las armas? Si han sobrevenido tales desventuras al Estado, es
evidente que la culpa la tienen, los emperadores cristianos por observar la
religión de Cristo.
El tribuno Marcelino, gran amigo
y sostén de Agustín en la lucha, contra el donatismo -el mismo que presidiera
en junio del 411 la magna conferencia entre obispos católicos y los de aquella
secta-, está al tanto de tales reproches y se dirige, impresionado, al Santo
para ponerle al corriente de las ideas que circulaban en los medios
frecuentados por Volusiano, y para preguntarle qué clase de respuesta habría
que dar a esas interrogaciones. También Volusiano había entrado ya en relación
con Agustín y le escribía, por su parte, proponiéndole nuevas objeciones sobre
la encarnación del Hijo de Dios, en nombre propio y en el de un grupo de amigos.
A entrambos corresponsales dirige
el de Hipona sendas misivas extensas y bien documentadas. En la que envía a
Marcelino hace notar que la impugnación se vuelve contra sus autores. Criticando
la mansedumbre y generosidad de Cristo, critican igualmente los paganos a sus
más grandes escritores: No escribió Salustio de los grandes hombres que
gobernaron y engrandecieron la República, que preferían perdonar las injurias a
vengarlas? No alabo Cicerón a César por no saber olvidar más que una cosa: las
ofensas? Cuando leen esto en sus autores, aclaman, aplauden... Y he aquí que
oyendo la misma enseñanza, por mandato de la autoridad divina, acusan a nuestra
religión de ser enemiga del Estado.
Llegado al final de su carta, se
da cuenta el autor de que se ha extendido demasiado, aunque no tanto como lo
reclamaría la importancia del asunto. Ruega a Marcelino que recoja otras
objeciones, que yo responderé a ellas, con la ayuda de Dios, en nuevas cartas o
con libros. Palabras éstas últimas que encierran una especie de promesa y
responden fielmente a los deseos expresados por Marcelino, cuando pedía a su
amigo de Hipona que, para responder cabalmente a Volusiano, escribiera algún libro,
que, eran sus palabras, sería de enorme utilidad en las presentes
circunstancias. Y, en efecto, iba a responder a Volusiano y a los paganos todos,
no en una carta dirigida a algún individuo en particular, sino en un libro para
el público de entonces y del porvenir: iba a componer La Ciudad de Dios.
La correspondencia entre Agustín
de un lado y Volusiano y Marcelino de otro, tuvo lugar en el curso de los
primeros meses del 412. Es decir, que había transcurrido año y medio desde la
toma de Roma por Alarico y que las dificultades específicas que planteara tan
sonado acontecimiento, habían perdido ya mucha de su virulencia. El año 411 se
le había pasado al obispo de Hipona; parte en los preparativos para la
conferencia con los donatistas, parte en poder llevar a la práctica los
resultados logrados en el curso de aquella discusión. No pudo encontrar reposo
para ocuparse detenidamente de problemas apologéticos. Sólo al año siguiente
pudo estar dispuesto para emprender la redacción de la obra acariciada. Por lo
que no hay que tomar en sentido demasiado estricto lo que leemos en las
Retractaciones: En el entretanto fue destruida Roma por la invasión e ímpetu arrollador
de los godos, acaudillados por Alarico. Fue aquel un gran desastre. Los
adoradores de muchos falsos dioses, a quienes llamamos paganos de ordinario, empeñados
en hacer responsable de dicho desastre a la religión cristiana, comenzaron a
blasfemar del Dios verdadero con una acritud y un amargor desusado hasta
entonces. Por lo que yo, ardiendo en celo por la casa de Dios, decidí escribir
estos libros de la Ciudad de Dios contra sus blasfemias o errores. La obra me
tuvo ocupado algunos años, porque se me interponían otros mil asuntos que no
podía diferir y cuya solución me preocupaba primordialmente.
En conjunto, los recuerdos que
evoca San Agustín en esta información son exactos, pero incompletos. No nos
dice que las primeras objeciones lanzadas después del saqueo de Roma partieron
de los cristianos mismos. No habla más que de los paganos, lo que le permite
justificar el carácter marcadamente apologético de su obra. No explica; sobre
todo, por qué se ha visto obligado a responder a dificultades especiales, surgidas
a propósito de un pasajero acontecimiento histórico, con una obra inmensa, que
comporta una vista de conjunto sobre la historia del universo desde la creación
de los ángeles, o la historia de la humanidad desde la creación de Adán, y que
se desarrolla hasta los últimos días del mundo.
En realidad, es lícito pensar que
San Agustín abrigaba desde hacía muchos años el deseo de escribir esta vasta
obra sobre la ciudad de Dios, o, más exactamente, sobre las dos ciudades que se
reparten hoy día el imperio del mundo. Durante largo tiempo no pudo llevarlo a
la práctica. La caída de Roma, los deseos de Marcelino le impulsaron a poner
manos a la obra. Pero en su proyecto no se trataba únicamente de descartar
algunas dificultades pasajeras; había que mostrar la conducta de la Providencia
en los asuntos de este mundo, y es preciso subrayar el hecho de que, desde las
primeras palabras de su prefacio a Marcelino, indica con toda precisión la
finalidad que se ha propuesto y hasta los grandes lineamientos del plan que
pretende seguir, al paso que no desliza la más mínima alusión en ese prefacio a
la caída de Roma: He emprendido, a instancias tuyas, carísimo hijo Marcelino, en
esta obra que te había prometido, la defensa, contra aquellos que anteponen sus
dioses a su Fundador, de la gloriosísima Ciudad de Dios considerada, tanto en
el actual curso de los tiempos, cuando, viviendo de la fe, realiza su
peregrinación en medio de los impíos, como en aquella estabilidad del descanso
eterno, que ahora espera por la paciencia, hasta que la justicia se convierta
en juicio, y luego ha de alcanzar por una suprema victoria en una paz perfecta.
Grande y ardua empresa. Pero Dios es nuestro ayudador... Por lo cual también de
la Ciudad terrena, que en su afán de dominar, aunque le estén sujetos los
pueblos, está dominada ella por la pasión de la hegemonía, será menester hablar,
sin omitir nada de lo que reclama el plan de esta obra ni de lo que me permita
mi capacidad.
Es verdad que los primeros libros
de la obra y, sobre todo, los capítulos iniciales del primer libro se destinan
a refutar las objeciones particulares provocadas por la toma de Roma. Pero
enseguida se da uno cuenta de que esas objeciones apenas interesan ni al autor
ni a sus eventuales lectores. Estos casi se han olvidado ya de las
catastróficas jornadas del 410. Han transcurrido dos años desde entonces; los
refugiados regresaron a la Península, la vieja capital renació de sus cenizas. Agustín
persigue un designio más vasto, precisado ya al final del primer libro: Recuerde
la Ciudad de Dios que entre sus mismos enemigos están ocultos algunos que han
de ser conciudadanos, porque no piense que es infructuoso, mientras aún anda
entre ellos, que los soporte como enemigos hasta el día en que llegue a
acogerlos como creyentes. Del mismo modo que en el curso de su peregrinación
por el mundo, la Ciudad de Dios cuenta en su seno con hombres unidos a ella por
la participación de los sacramentos, que no compartirán con ella el destino
eterno de los santos... De hecho, las dos ciudades están mezcladas y entreveradas
en este mundo hasta que el último juicio las separe. Quiero, pues, en la medida
en que me ayude la gracia divina, exponer lo que estimo deber decir sobre su
origen, su progreso y el fin que les espera.
Vastísimo es el programa así
trazado: largos años necesitaría el Santo para llevarlo a cabo.
Obra de circunstancias, como casi
todas las suyas, La Ciudad de Dios es un gigantesco drama teándrico en
veintidós libros, síntesis de la historia universal y divina, sin duda la obra
más extraordinaria que haya podido suscitar el largo conflicto que, desde el
siglo I al siglo VI, colocó frente a frente al mundo antiguo agonizante con el
cristianismo naciente.
Obra imperfecta, ciertamente, repleta
de digresiones, de episodios, de demoras, de prolongaciones, en la que no todo
es del mismo trigo puro. La proyección, en el más allá del espacio y del tiempo,
de lo que el Santo sabe por haberlo experimentado él mismo, en un presente
cargado de su propio pasado y de su propio porvenir, le, llevó a
consideraciones aventuradas, discutibles o francamente erróneas. Pero la obra
resulta de una excepcional calidad por el plan que la inspira, y de un inmenso alcance
por las perspectivas que abrió a la humanidad.
En las Retractaciones resume así
el autor el plan que ha seguido al escribir el De Civitate Dei: Los cinco primeros
libros refutan la tesis de los que hacen depender la prosperidad terrestre del
culto dedicado por los paganos a los falsos dioses y pretenden que, si
surgieron tantos males que nos abaten, es porque ese culto fue proscrito. Los
cinco libros siguientes se alzan contra los que aseguran que estas desgracias
no han sido ni serán perdonadas jamás a los mortales, que unas veces, terribles
y otras soportables, se diversifican según los lugares, los tiempos, las
personas, pero que sostienen por otra parte, que el culto de una multitud de
dioses con los sacrificios que se les ofrecen, son útiles para la vida futura
después de la muerte. Estos diez primeros libros son, por tanto, la refutación
de las opiniones erróneas y hostiles a la religión cristiana.
Pero para no exponerme al
reproche de haber refutado únicamente las ideas ajenas sin establecer las
nuestras, consagramos a esta última tarea la segunda parte de la obra, que
comprende doce libros. Por lo demás, incluso en los diez primeros, no hemos
dejado de exponer nuestros puntos de vista, allí donde era necesario, al igual
que en los doce últimos hemos tenido que refutar también las opiniones adversas.
Por consiguiente, de estos doce libros, los primeros tratan del origen de las
dos Ciudades, la de Dios y la, del mundo; los cuatro siguientes explican su
desenvolvimiento o su progreso, y los cuatro últimos los, fines que les son
asignados. El conjunto de estos veintidós libros tiene por objeto las dos
Ciudades. Sin embargo, recibieron su título de la mejor de las dos; por eso
preferí titularlos La Ciudad de Dios.
En carta dirigida a los monjes
Pedro y Abraham, escrita entre 417 y 419, es decir, cuando aún faltaba mucho
para dar remate a la obra, pero cuando ya había avanzado el trabajo lo suficiente
como para que fuese posible prever la continuación, el obispo de Hipona da los
siguientes informes sobre las ideas directrices que ha seguido: He terminado ya
diez volúmenes bastante extensos. Los cinco primeros refutan a aquellos que
defienden como necesario el culto de muchos dioses y no el de uno solo, sumo y
verdadero, para alcanzar o retener esta felicidad terrena y temporal. Los otros
cinco van contra aquellos que rechazan con hinchazón y orgullo la doctrina de
la salud y creen llegar a la felicidad que se espera después de esta vida, mediante
el culto de los demonios y de muchos dioses. En los tres últimos de estos cinco
libros refuto a sus filósofos más famosos. De los que faltan, a partir del
undécimo, sea cual fuere su número, ya he terminado tres, y traigo entre manos
el cuarto. Contendrán lo que nosotros sostenemos y creemos acerca de la Ciudad
de Dios. No sea que parezca que, en esta obra, sólo he querido refutar las
opiniones ajenas y no proclamar las nuestras.
La Ciudad de Dios, pues, divídese
en dos partes: la una negativa, de carácter polémico contra los paganos, subdividida,
a su vez, en dos secciones: los dioses no aseguran a sus adoradores los bienes
materiales; menos todavía les aseguran la prosperidad espiritual; -la otra
positiva, que suministra la explicación cristiana de la historia, subdividida
asimismo en tres secciones: origen de la Ciudad de Dios, de la creación del
mundo al pecado original; historia de las dos ciudades; que progresan la una
contra la otra y, por así decirlo, la una en la otra; los fines últimos de las
dos ciudades
Y es obvio que San Agustín se
propuso desde un principio tratar en su conjunto la historia de las dos
ciudades, desde su origen a su consumación final; la sola mención de la Ciudad
de Dios en la primera línea de la obra, bastaría para confirmarlo. Cuando comenzó
su trabajo sabía ya muy bien el Santo lo que quería hacer y que no se proponía
tan solo, ni siquiera principalmente, tomar la defensa de la religión cristiana
contra: sus acusadores más o menos malévolos, sino que quería recordar en su conjunto
la maravillosa historia de la Ciudad de Dios. En el año 412 hacía ya mucho
tiempo que el autor venia meditando acerca de la oposición de las dos ciudades;
la toma de Roma y el recrudecimiento de la oposición solamente le empujaron a
no retardar más una obra de cuyo contenido estaba bien compenetrado.
No cabe la menor duda de que fue
el propio Agustín quien dividió su obra en veintidós libros. En todo momento
habla, indicando la cifra, de los libros que constituyen La Ciudad de Dios, y
sus divisiones son exactamente las que nos ha transmitido la tradición manuscrita.
Por lo demás, al obrar así no hizo más que conformarse a un uso tradicional que
correspondía a exigencias de orden material. Un libro basta para llenar un
papiro de dimensión corriente; cuando se llena el papiro se acaba el libro. Una
obra poco extensa no lleva, pues, más que un solo libro; una obra importante
cuenta con varios. Así es como Agustín declara, al fin de las Retractaciones, que
ha compuesto hasta la fecha noventa y tres obras, o sea doscientos treinta y
dos libros. El libro es así, por la fuerza de las cosas, la unidad fundamental,
y debe leerse, si no de un tirón, al menos como formando un todo cuyas partes
son inseparables una de otra.
Más difícil es determinar si fue
también él quien dividió los libros en capítulos. Y más todavía si fue el autor
de los títulos que preceden a cada uno de los capítulos. Lo cierto es que están
muy lejos de ser recientes esos títulos y su uso se fue imponiendo progresivamente.
Vamos a dar a continuación el
contenido sumario de la obra, tal como lo resume M. Bendiscioli.
Las devastaciones y estragos
efectuados por los godos no han dañado lo que verdaderamente vale; a lo más han
constituido una prueba saludable y una advertencia elocuente para los
cristianos demasiado apegados a los bienes terrenales. Los males morales y los
males físicos afligieron también a la humanidad cuando el culto de los dioses
estaba en pleno vigor y aun no existía el cristianismo. La prosperidad y el
incremento del Imperio romano no pueden haber sido obra de los dioses venerados
por los romanos: basta examinar la mitología para comprobar su incoherencia y
puerilidad. No son los falsos dioses, sino el Dios único y verdadero quien
distribuye los reinos según sus designios, que no por estar ocultos para
nosotros son menos verdaderos. Es la Providencia divina, no el azar epicúreo, ni
el hado estoico, quien ha otorgado a Roma su imperio en premio a sus virtudes, naturales
y como indemnización por la felicidad eterna que nunca hubiera conseguido. El
celebrado celo de los romanos por su patria terrena ha de ser aviso y ejemplo
para los cristianos al aspirar a la patria celestial
Esta primera sección va enderezada
contra los qué opinan que se debe adorar a los dioses con miras a alcanzar los
bienes materiales, es decir, contra el vulgo. En la segunda sección de la
primera parte -consagrada a la polémica antipagana pasa a refutar a los que
afirman que se debe practicar el culto de los dioses para obtener la felicidad
ultraterrena. Estos son filósofos y por eso la polémica va dirigida
principalmente contra ellos; y, sobre todo, contra su tentativa de justificar
de algún modo el núcleo de la religión popular. El más autorizado de estos
defensores es Varrón. San Agustín piensa que basta con refutar las justificaciones
de este eminente teólogo pagano para dar por demolida la pretensión pagana de
asegurar con el politeísmo la felicidad ultraterrena.
Pero los filósofos no se han
limitado a esto; han intentado, además, elaborar una teoría de los dioses, diversa
de la de los poetas, y de las instituciones públicas. Una teología natural que
Agustín reconstruye y pulveriza, siguiendo la trayectoria del pensamiento
griego, desde los milesios a Platón y 195 neoplatónicos. El motivo fundamental
de la polémica es: para los presocráticos, la incomprensión de la
inmaterialidad de Dios y de su cualidad de Creador; para Platón, la ignorancia
del hecho de la Redención y de todo el contenido de la Revelación cristiana; para
los neoplatónicos, la imposibilidad de conciliar su demonología con la
omnipotencia y la perfección divinas.
En la segunda parte, el autor
pasa de tratar el problema casi exclusivamente de modo polémico y negativo, a
tratarlo; ante todo, de modo expositivo y dogmático. No basta demostrar la
incoherencia y lo infundado del culto politeísta; es menester probar que, en
efecto, toda la verdad se encuentra en el cristianismo, y cómo él satisface a
un mismo tiempo al corazón y a la inteligencia, y es verdaderamente el camino
de liberación del mal y de la, infelicidad.
He aquí, pues, la descripción
cristiana del mundo, no tanto del físico como del moral, basado en la
aspiración a la felicidad. Esta descripción se desarrolla en tres fases. Primero
se discute el origen de la sociedad en general, de la ciudad, principiando por examinar
el comienzo absoluto de lo que no es Dios, es decir, la creación, y aclarando
así que con ella ha tenido origen el tiempo, que es el surco señalado por la
mutabilidad de las criaturas; de aquí viene la consideración del origen y de
las características de las dos ciudades del culto; la creación de los ángeles y
el origen de la de los malvados, con la rebelión de los ángeles soberbios y sus
consecuencias en la vida humana y su destino, ya que la historia de las dos ciudades
entre los hombres tiene como preámbulo necesario la de las dos ciudades
ultraterrenas: de los ángeles felices sujetos a Dios con sumisión y amor y de
los demonios desventurados y rebeldes.
En la caracterización de la
ciudad terrena tienen extensa parte tres cuestiones: la del mal, que se explica
como una deficiencia de perfección y cuya causa se achaca a un desvío de la
voluntad respecto al bien supremo, que es Dios, hacia el individuo; la cuestión
de la muerte en su sentido relativo y en su sentido absoluto, con su separación
sin remedio de Dios; y la cuestión del pecado original, de su naturaleza, de
sus manifestaciones, y de sus efectos principales. Estos efectos pueden
advertirse en toda la vida psíquica, que se muestra trastornada y perturbada
por el predominio de las pasiones; es significativo a este respecto el
sentimiento del pudor.
La segunda fase es la que
considera los desarrollos de las dos ciudades: de la carnal, fundada en el amor
de sí mismo, y de la espiritual, fundada en el amor de Dios. Cada una posee su
propia manera de vivir y de gozar. La ciudad terrena finca su residencia y su
felicidad relativa aquí abajo; la ciudad de Dios está sobre la tierra meramente
de paso, en espera de la felicidad celeste. La ciudad terrena procede del
fratricidio de Caín, mientras que la de Dios remonta sus comienzos hasta Abel. Cada
una continúa en la serie de las generaciones que enumera la Biblia desde el
Diluvio, pasando por Abraham, Isaac, Jacob, Moisés, los Jueces, mientras se
afirman las grandes monarquías de Babilonia y de Asiria. Y ello con un
permanente significado simbólico, ya que las vicisitudes de Noé, de los
Patriarcas, de Moisés y de otros personajes bíblicos semejantes prefiguran místicamente
la ciudad de Dios en su peregrinación. Lo mismo vale para la época de los
profetas, que señala el momento culminante y la crisis irreparable de Israel, realidad
y símbolo al mismo tiempo de la ciudad de Dios. También aquí el significado simbólico
profético predomina sobre el histórico.
La ciudad terrena se desenvuelve,
después de Noé y la dispersión de los pueblos, en las grandes monarquías
orientales, de las cuales el autor da noticia valiéndose de la Crónica de Eusebio
de Cesarea, en los reinados helénicos y en la Roma antigua; para esto se sirve
prudentemente de Varrón.
Aquí queda subrayado el carácter
mixto de la historia humana, la imposibilidad de distinguir en ella la ciudad
terrena de la ciudad celeste, que siguen siendo dos realidades metafísicas, cuya
separación empírica, sensible, queda reservada al juicio final de Dios. Esto
vale, de modo particular, para los primeros siglos de la era cristiana, en que
la Iglesia, la Ciudad de Dios, vive mezclada con la ciudad del mundo, hasta el
punto de albergar en ella también hombres carnales, aunque tal vez deseosos de redención.
De ahí las persecuciones, las herejías, los escándalos que, con todo, tienen su
función beneficiosa sobre la ciudad de Dios metafísica: sus santos.
La tercera fase se refiere al
resultado final de las dos ciudades: felicidad eterna para la una, infelicidad
también eterna para la otra. Aquí se vuelve a tratar extensamente la cuestión
de la verdadera naturaleza de la felicidad y de su carácter necesariamente
transcendental, divino. De aquí la confutación de los estoicos, que presumían
arribar a ella por sus propios medios: la vida humana, vista con ojos realistas,
es desorden, apasionamiento, violencia. La racionalidad y la paz no son de este
mundo, ni es aquí donde las cosas reciben su valoración definitiva. Esta
depende del juicio futuro de Dios. A su luz, el vicio se revelará como tal, aunque
aquí abajo se presente con el aspecto fascinador de la virtud y de la felicidad.
Nada seguro se sabe acerca de cuándo vendrá ni cómo se desarrollará. Desde
luego, el juez será el Cristo glorioso, y la última fase de la historia humana
estará muy agitada por luchas espirituales y acontecimientos físicos
gigantescos; y ciertamente el fin y el juicio representaran una regeneración, una
palingenesia del mundo.
Entonces tendrá lugar también la
distinción real de las dos ciudades. A la ciudad del mundo tocará una eternidad
de dolor, a la vez moral y físico; eternidad de pena contra la cual no valen ni
las objeciones físicas derivadas de la pretendida imposibilidad de un fuego que
no se consume, ni las morales, que dependen de una presunta desproporción entre
un pecado temporal y un castigo eterno: la gravedad del cual será, no obstante,
proporcionada en intensidad a la entidad de la culpa. En cambio, a los santos
quedará reservada la bienaventuranza eterna; no sólo para las almas en la
contemplación de Dios, sino para los propios cuerpos que resucitarán a una vida
real, aunque diversa de la terrena. La forma de la resurrección no está clara; pero,
el hecho, a pesar de las objeciones de los platónicos, es cierto; como es
seguro que, aun siendo la Ciudad de Dios en primer lugar obra de la
predestinación divina, no es indiferente para ella la orientación del libre
albedrío humano. La observación de la vida psíquica podrá dar a entender cuál
ha de ser la bienaventuranza eterna como satisfacción de las exigencias
positivas del hombre. Ella será, por lo tanto, el gran sábado, la paz suprema
en el reino de Dios.
Tal es, en resumen, esta gran
obra de la antigüedad cristiana, síntesis amplísima que abarca la historia de
toda la raza humana y sus destinos, en términos de tiempo y eternidad, y en la
que se plantea decididamente, la cuestión de las relaciones entre el Estado y
la sociedad humana en general, según los principios cristianos. En consecuencia
su influjo en el desarrollo del pensamiento europeo tiene una importancia
incalculable. Osorio y Carlomagno, Gregorio I y Gregorio VII, Santo Tomás y Bossuet,
todos sin excepción, la han conceptuado como la expresión clásica del
pensamiento, político cristiano y de la actitud cristiana frente a la historia.
Y en los tiempos modernos sigue conservando su vigencia. De todos los escritos
de los Santos Padres es el único que el historiador secular no se atreve a
desdeñar de forma definitiva, y el siglo XIX opinó que esa obra justifica que
se considere a San Agustín como el fundador de la filosofía de la historia.
Ciertamente La Ciudad de Dios no
es una teoría filosófica de la historia en el sentido de inducción racional de
los hechos históricos. No descubre nada nuevo sobre la historia, considerando
ésta sencillamente como el resultado de una serie de principios universales. Lo
que San Agustín nos ofrece es una síntesis de historia universal a la luz de
los principios cristianos. Su teoría de la historia procede estrictamente de la
que tiene sobre la naturaleza humana, que a la vez deriva de su teología de la creación
y de la gracia. No es teoría racional si se considera que se inicia y termina
con dogmas revelados; pero sí es racional por la lógica estricta de su
procedimiento e implica una teoría definidamente filosófica y racional sobre la
naturaleza de la sociedad y de la ley, y la relación entre la vida social y la
ética.
San Agustín leyó en su
experiencia propia la verdad universal que en ella estaba contenida. Leyó, en
el presente que es, el misterioso presentimiento del porvenir que no es todavía,
y que, no obstante, como el pasado que no es ya, revive y se perpetúa en la
imagen presente de la memoria, existe ya, y nos es presente por sus causas y
por sus signos precursores, como dice en las Confesiones. La Ciudad de Dios
extiende a la humanidad el tiempo que él había percibido en su interior: este
tiempo, ambivalente, que es el del envejecimiento y de la espera, de la
dominación del pecado y de la liberación del alma, resuelve su dualidad por la
mediación del Verbo encarnado, en el advenimiento de esa plenitud de los
tiempos que reunirá todas las cosas en Jesucristo. Inmensa esperanza que
recorre el universo, que lo sacude, que le hace presente en cada instante el
fin de su progreso, que le salva de sus calamidades y de sus caídas, puesto que
todas, y el pecado mismo con sus consecuencias, concurren, por caminos
misteriosos, sólo de Dios conocidos, al advenimiento del Reino sustraído al
envejecimiento, ya que, en lo eterno, hay coincidencia de lo temporal y de lo
intemporal, de las existencias y de las esencias, en el seno del Ser que permanece.
La distensio misma de nuestro tiempo en nosotros se encamina a ello por la
tensio o la intentio del alma, que es una extensio animi ad superiora, que
reúne en sí las cosas pasadas, presentes y futuras. Imagen lejana, porque el
acto de sobrepasar el tiempo es don de Dios, pero imagen ejemplar y real, como
se ve por la Iglesia, que está en el tiempo aun siendo eterna.
Añadamos a esto que se encuentra
en La Ciudad de Dios el primer ensayo grandioso y coherente de coordinar la
marcha de los acontecimientos y el progreso de la humanidad con la lucha
incesante entre los hombres esclavos del hombre y los hombres que son los
servidores de Dios. Desde este punto de vista, la vida de la humanidad entera
se ostenta como un maravilloso poema que se desarrolla a lo largo de los siglos
-saeculorum tanquam pulcherrimum cermen -. Poema del que uno mismo no puede
recorrer sus páginas sin sentir un inmenso amor y una intensa admiración por el
modulador inefable que creó el mundo con el tiempo, que regula su orden y sus
armonías, poniendo de acuerdo los contrarios y adaptándolos a los tiempos. Este
Dios que ve y quiere y mueve todos los seres inmutablemente, que creó todas las
cosas por bondad, tanto las pequeñas como las grandes, señalándolas todas, y en
primer lugar al alma humana, con la impronta de la Trinidad divina.
En esta historia, ni el azar o lo
que con este nombre denominamos, ni el destino o la fortuna representan papel
alguno, ni los designios o las pasiones de los hombres son los que disponen; porque
todo, en último término, está ordenado a Dios y entra en sus planes, sin que su
presencia constriña la libertad del hombre y su libre elección. Es decir, que
no hay otras causas eficientes que las causas voluntarias, dependientes todas
ellas de la voluntad de Dios; pues no tienen más eficacia que la que Dios les presta.
Siempre son, al mismo, tiempo, actuantes y actuadas; únicamente Dios hace y no
es hecho. Causa itaque rerum, quae facit non fit, Deus est; aliae vero causae
et faciunt et fiunt. Después de lo cual, una vez que la causalidad haya
terminado su trabajo, Dios descansará, y estaremos nosotros mismos en la paz. Veremos
y amaremos, amaremos y alabaremos en el Reino sin fin.
Así, quiéralo o no lo quiera el
hombre, tome o no conciencia de ello, se preste por su concurso o por su
resistencia, de todo lo cual Dios extrae igualmente partido, todo progreso de
la humanidad se realiza en el sentido de un aumento de la ciudad celeste a
expensas de la ciudad terrena, o, como dirá el poeta Baudelaire, de una
disminución de las huellas del pecado original. Noción singularmente más
profunda y más próxima a nosotros, observa con justicia Rudolf Eucken, que la
concepción hegeliana de un devenir inmanente, y, con mucha más razón, que su
contrapartida marxista de un materialismo histórico, que no retiene de los
hechos más que su apariencia externa o una imagen parcial, con frecuencia
deformada. En la visión agustiniana, son retenidos todos los elementos, pero
colocados en su lugar debido, y reciben su sentido de la conducta invisible de
Dios, cuyos eternos designios transcurren en la duración al igual que la gracia
se incorpora a la naturaleza, sin privarle en nada de su espontaneidad, ni al
hombre de su libertad, sino, por el contrario, perfeccionándola, de tal suerte
que ser plenamente libre para el hombre es obedecer a los designios de Dios.
Es La Ciudad de Dios la obra que
expresa, mejor que ninguna otra, la polifacética personalidad de San Agustín, a
un mismo tiempo exegeta, metafísico, psicólogo y teólogo. En ella confluyen, emergiendo
de cuando en cuando, los motivos de obras precedentes, que han formado tanta
parte de la vida intelectual y religiosa del Padre africano: el antimaniqueismo
y el antiplatonismo del De la verdadera religión y de las Confesiones; el
antidonatismo y el antipelagianismo que nutren las largas digresiones acerca de
los problemas internos de la Iglesia. En ella todo es orgánico. Reanudada y
abandonada mil veces, su redacción se lleva a cabo entre el 412 y el 426, y se
presenta sobrecargada por las polémicas circunstanciales. Si no es, repetimos, una
filosofía de la historia -de la historia San Agustín conocía muy poco-, sí es
una metafísica de la sociedad, es decir, una determinación de lo permanente en
lo mudable de las conductas humanas, de las fuerzas secretas que deciden el
diverso comportamiento de individuos y naciones.
Lo que en las Confesiones hiciera
para el individuo, reduciendo el drama de los afectos y de las inquietudes del
hombre en particular al drama Dios-Hombre, lo hace San Agustín en el De
civitate Dei acentuando los elementos propiamente teológicos y bíblicos. Sólo
que aquí las pasiones y las ambiciones son las desencadenadas por la primera
voluntad humana, la de Adán, que se ha preferido a Dios. Aquí la gracia
redentora libera no sólo a Agustín sino a todos los hombres, llamados, a la
salvación de la masa de los pecadores en Adán. La lucha entre las dos ciudades,
que, estriba respectivamente sobre el amor sui y el amor Dei, es el reflejo
social de la lucha entre el viejo y el nuevo Adán en cada uno de nosotros.
Hemos indicado que el de Hipona
empleó no menos de catorce años en la redacción de la que no pocos consideran
su obra maestra, La Ciudad de Dios. Del 412 al 426 trabajó en este grandioso libro,
sin descuidar por ello sus habituales tareas episcopales, sin remitir en lo más
mínimo en su cara ocupación de predicar la palabra divina y sin que sufriese
mengua su siempre copiosa correspondencia. Le vemos durante esos años
desplazarse, para no perder la costumbre, en largos y fatigosos viajes. Son los
años de la áspera pugna pelagiana y aún no han concluido las enojosas disputas
con los empecinados donatistas. Y todavía le queda tiempo para sostener
prolongadas conferencias con el español Paulo Orosio, que tan bien asimilara en
su Historia las lecciones del maestro, para discutir con Emérito de Cesárea y
para conseguir la retractación del monje francés Leporio. Y, lo que es más
asombroso, para componer otras muchas obras de la más varia doctrina. Porque, alternando
con la composición de La Ciudad de Dios, brotaron de su pluma más de una
veintena de diversos tratados, tales como Sobre el origen del alma, Contra los
priscilianistas y los origenistas, Sobre la presencia de Dios, De la gracia de
Cristo y del pecado original, Contra un adversario de la ley y de los profetas,
Contra la mentira, De la fe, de la esperanza y de la caridad, De los
matrimonios adúlteros, De las bodas y de la concupiscencia, Contra Gaudencio, Cuestiones
sobre el Heptateuco, por enumerar algunos.
Ateniéndonos al orden seguido en
La Ciudad de Dios, y tomando en cuenta algunos datos contenidos en la misma, podríamos
rastrear las etapas de su redacción sin necesidad apenas de apoyarnos en
argumentos extrínsecos.
Aquel gran amigo del Santo, el
tribuno Marcelino, cuya epístola fue el motivo determinante para la composición
de esta magna obra a él dedicada, pereció ejecutado en septiembre del 413, acusado
de atentar contra la seguridad del Estado. Antes de su muerte habían sido concluidos
y publicados los tres primeros libros. El autor mismo nos informa, a punto de
terminar el quinto, de que ha editado por separado estos tres libros y la
dedicatoria a Marcelino precisa la fecha de su aparición. Nos da cuenta asimismo,
del éxito alcanzado por su obra, que, asegura, circula sin cesar de mano en
mano.
Que esos tres primeros libros
tuvieron una entusiasta acogida nos lo confirma un testimonio de fines del 414;
una carta dirigida a San Agustín por el vicario de África, Macedonio, dándole
cuenta de los sentimientos y reflexiones que en él ha suscitado la lectura de
las primicias de su obra: He acabado de leer tus libros, le escribe. Me han
entusiasmado hasta el punto de alejar de mí todas mis restantes preocupaciones.
Muchos son los aspectos que me han sorprendido, de tal suerte que no sé qué
admirar más, si la perfección del sacerdocio, o las doctrinas filosóficas o el
pleno conocimiento de la historia o lo agradable de la elocuencia.. Los
espíritus más neciamente obstinados han tenido que convencerse, a la vista de
los siglos felices cuyo recuerdo evocan, de que peores acontecimientos han
tenido lugar... Tú te has servido del ejemplo más conmovedor de las recientes calamidades;
aunque has fundado sólidamente tu argumentación, yo hubiera preferido, de haber
sido posible, que no le hubieras concedido tanta importancia. Mas cuando
aquellos a quienes hay que convencer de necedad han comenzado a quejarse de
aquellos acontecimientos, no hay más remedio que extraer de los mismos las pruebas
de la verdad.
Bien significativos son estos
últimos párrafos, porque demuestran que, apenas al día siguiente de la invasión,
ya no era del agrado de muchos el recordar con insistencia el saqueo de Roma, y
que, a la mención de los recientes sucesos se prefería el relato de antiguas
catástrofes: la lección que proporcionaban, por ser menos hiriente, no era tan
desagradable. En su larga respuesta a Macedonio no alude Agustín al reproche de
su corresponsal. Se limita a hablarle de la verdadera felicidad y de sus condiciones,
y no hace alusión alguna a los tres primeros libros de La Ciudad de Dios más
que para recordar que allí había tratado largamente la cuestión del suicidio. Tal
vez el propio obispo habría caído en la cuenta de que era ya demasiado tarde para
insistir en la ferocidad de las hordas de Alarico.
El caso es que los dos libros
siguientes, como ya cabe observar, por lo demás, en el segundo y en el tercero,
se elevan a reflexiones más generales. Su redacción ocupa los últimos meses del
413 y el año 414. Está acabada en el 415, como lo atestigua una carta dirigida
al obispo Evodio a fines de ese mismo año. Es menester leer todo el pasaje
referente a La Ciudad de Dios, porque nos suministra preciosa información, no
sólo acerca de los libros ya terminados, sino también acerca de los que faltan
por escribir: Añadí dos nuevos libros a los otros tres de La Ciudad de Dios
contra los demonícolas, que son sus enemigos. Creo que en estos cinco libros he,
discutido bastante contra aquellos que, por razón de la felicidad de la
presente vida, creen que debemos adorar a sus dioses, y se oponen al nombre
cristiano por creer que les impedimos su felicidad. En adelante, según prometí
en el primer libro, tengo que hablar contra aquellos que, por razón de la vida
que sigue a la muerte, juzgan necesario el culto de sus dioses, sin saber que
cabalmente por esa vida somos nosotros cristianos.
Con renovado ardor prosigue
Agustín su tarea a partir del 415; en el 417 ha terminado ya el libro décimo y,
con él, la primera parte de la obra que había acometido. Es lo que declara
abiertamente al final de dicho libro: Por esta razón, en estos diez libros, aunque
menos de lo que esperaba de mí la intención de algunos, con todo, he satisfecho
el deseo de otros, con la ayuda del Dios verdadero y del Señor, refutando las
contradicciones de los impíos, que prefieren sus dioses al Fundador de la
Ciudad Santa, sobre la que nos propusimos disertar. De estos diez libros, los
cinco primeros los escribí contra aquellos que juzgan que a los dioses se les
debe culto por los bienes de esta vida, y los cinco últimos, contra los que
piensan que se les debe por la vida que seguirá a la muerte. En adelante, como
prometí en el libro primero, diré, con la ayuda de Dios, lo que crea
conveniente decir sobre el origen, sobre el desarrollo y sobre los fines de las
dos ciudades, que, como he dicho también, andan en este siglo entreveradas y
mezcladas la una con la otra.
La fecha está claramente indicada
por Paulo Orosio en el prefacio de su Historia contra los paganos. Esta obra, redactada
a instancias del propio Agustín, para servir de complemento a La Ciudad de Dios,
está destinada a probar que las invasiones bárbaras no han sido una calamidad
excepcional; que las guerras y matanzas son de todos los tiempos, y que los
romanos contemporáneos no tienen por qué sorprenderse de ellas si se sienten
más débiles que los bárbaros. Nos consta que esta obra fue redactada en 417. Acababa
de publicarse entonces la edición de los diez primeros libros de San Agustín y
su luz se difundía por el mundo entero.
Aunque al principio del libro
undécimo se cree obligado el Santo a repetir una vez más las ideas
fundamentales que se propone desarrollar y que ya había esbozado al final del
anterior, eso no nos debe mover a pensar que hubo de transcurrir mucho tiempo
entre la composición de uno y de otro, puesto que del libro duodécimo se hace
ya mención en el De Trinitate, tratado que no parece ser muy posterior al 417.
El libro XIV está citado en el
Contra un adversario de la, ley y de los profetas, que data de hacia el 420., Tratase
en este opúsculo del pecado original y de la desobediencia del primer hombre, temas
éstos, dice Agustín, que ha abordado más ampliamente en otras partes y, sobre
todo, en el libro XIV de La Ciudad de Dios.
En los libros XV y XVI, se
utilizan con frecuencia las Cuestiones sobre el Heptateuco, que parecen haber
sido redactadas después del 418 y antes del 420. Comparando la lista de los
lugares paralelos échase de ver bien a las claras la imposibilidad de una
relación inversa, porque un cierto número de problemas, apenas esbozados en las
Cuestiones, están resueltos en su obra maestra. Queda así fijado el término a
quo de la redacción de esos dos libros, pero no podemos decir otro tanto del
término ad quem.
Como el libro, XVIII se inicia
con una especie de recapitulación, en la que el autor se cree obligado a
resumir lo que ya ha expuesto con anterioridad y lo que le queda aún por
exponer, nos sentimos impulsados a preguntarnos si no habrán sido publicados
juntos los libros XIV-XVII. Como quiera que sea, el libro decimoctavo no ofrece
visos de ser anterior al 425. Figuran en él algunos datos cronológicos que serían
preciosos para fijar la fecha en que fue compuesto el libro si no fuesen tan imprecisos.
El conjunto de la obra estaba
terminado antes de escribir las Retractaciones, es decir, antes del 427, puesto
que en este último escrito pudo estampar San Agustín: Esta gran obra de La
Ciudad de Dios quedó, por fin, concluida en veintidós libros. Y adivinase en
ese por fin como un suspiro de alivio. Después de haber trabajado durante tanto
tiempo, tras incontables trastornos y zozobras, siente el autor la alegría de haber
arribado al término de la empresa que se había señalado. Sus últimas palabras, al
concluir el libro XXII, habían sido para expresar la misma satisfacción de la
obra terminada: Estoy en que ya he saldado, con la ayuda de Dios, la deuda de
esta inmensa obra. Que me perdonen los que la encuentren demasiado corta o
demasiado larga. Y quienes estén satisfechos con ella, agradecidos den gracias
no á mí, sino a Dios conmigo. Así sea.
No es menester insistir en que
una obra tan considerable, y cuya consumación exigiera tantos años, fue editada
en varias veces. Gracias a las indicaciones suministradas por el autor mismo
podemos seguir de cerca las diversas fases de esa publicación. Los tres
primeros libros, ya lo hemos visto, comenzaron por ser editados aparte y
dedicados a Marcelino, apenas se acabó su redacción. Una segunda edición
aparecida en 415 contenía los cinco primeros. En el 417, hácese referencia, en
el prefacio de Orosio a su Historia, a una nueva edición que no contaba con
menos de diez libros mientras el once estaba ya en preparación. En el 418 o 419,
según toda probabilidad, una carta dirigida a los monjes Pedro y Abraham
proporciona nueva información. Después de haberse referido a los diez primeros
libros que son del dominio público y que ellos pueden leer, si es que no lo, han
hecho ya, dirigiéndose al presbítero Firmo, añade Agustín que ha dado cima a
los tres libros siguientes y que está en proceso de composición el decimocuarto.
En éste se responde a todas las preguntas planteadas por Pedro y Abraham. De donde
verosímilmente se puede concluir que hubo de ser publicado junto con los tres
precedentes, si es que no lo fue con los trece en un futuro muy próximo.
No parece que después de esa
publicación de los catorce primeros libros haya habido ninguna otra para el
conjunto de la obra antes de acabarla toda. A lo sumo se podría preguntar si
cada uno de los libros sucesivos fue publicado aisladamente, a medida que se
iba componiendo. No tenemos ningún vestigio cierto de una tal publicación, que,
por lo demás, pugna un tanto con la costumbre de San Agustín.
Una vez que hubo puesto punto
final a La Ciudad, de Dios, procedió el autor a una revisión de conjunto de la
obra para asegurar su perfecta corrección, y envió el manuscrito a Firmo, que
era una especie de agente literario suyo, su librero o su editor en Cartago. El
manuscrito dirigido a, Firmo constaba de veintidós cuadernos separados, uno por
cada libro, y aconsejaba el Santo que no se leyesen en un solo volumen que
sería desmesurado, sino en dos o en cinco. Por último, tras haber invitado a
Firmo a leer atentamente todo su tratado, prosigue Agustín: Por lo que se
refiere a los libros de mi Ciudad de Dios que todavía no poseen nuestros
hermanos de Cartago, te ruego que se los facilites a quienes te los pidan, para
que saquen copia. No se los des a gran número de personas, sino a uno o a dos y
que éstos a su vez se los den a otros. Por lo que toca a tus amigos personales,
sean miembros del pueblo cristiano deseosos de instruirse o sean paganos que
pueden, según tu opinión, ser liberados de sus errores, con la gracia de Dios, por
la lectura de mi obra, a ti te corresponde decidir como comunicárselos.
De manera que el ejemplar de La
Ciudad de Dios dirigido a Firmo no estaba destinado más que a él, que debería
permitir sacar una Copia a todos Ios cristianos que lo deseasen. Hasta los
mismos paganos, podían tener acceso a ese ejemplar, bajo la responsabilidad de
Firmo.
Así se cierra la larga y compleja
historia de la composición de esta magna obra. Emprendida con ardor en defensa
de la Iglesia, abandonada en varias ocasiones, reanudada otras tantas hasta su
consumación definitiva, esa obra maestra de San Agustín no, cesó de solicitar
su atención durante quince años. Fácilmente se comprende, pues, si se tiene
presente el gran lapso de tiempo que necesitó el autor para llevarla a cabo, que
ha de haber, en ella algunos desórdenes en su composición, algunas repeticiones
en la distribución de los materiales. Defectos que podemos ir descubriendo con
solo seguir el plan establecido por el obispo de Hipona. Pero defectos que en
ningún momento alcanzaron a impedir la extraña fascinación que ejerciera sobre
sus contemporáneos tan colosal obra, como no impiden que todavía en nuestros
días suscite la admiración de cuantos reflexivamente la leyeren.
CRONOLOGIA.
350. Magencio se hace proclamar
emperador. Muerte de Constante. Los hunos en Europa Oriental. Mefila traduce la
Biblia al gótico. Edad de oro de la cultura hindú y del sánscrito.
351. Lucha de Constancio contra
los usurpadores.
352. Constancio, último
superviviente entre los hijos de Constantino, reconquista Italia y la Galia al
usurpador Magencio.
353. Muerte de Magencio. Constancio
emperador único. Constancio favorece al arrianismo.
354. Nace Agustín en Tagaste el
13 de noviembre.
355. Los francos, alamanes y
sajones invaden la Galia. Juliano es designado césar y enviado a la Galia
contra los alamanes.
356. Victoria de Juliano en
Estrasburgo, y liberación de las Galias.
358. El patriarca Hillel II fija
el calendario hebreo.
360. Juliano el apóstata se
proclama emperador en París, rebelándose contra Constancio.
361. Agustín estudiante en
Tagaste.
362, Juliano resucita el antiguo paganismo.
Lucha religiosa con el cristianismo.
363. En guerra con los persas
sasánidas, Juliano el apóstata, que había llegado victorioso hasta Ctesifonte, es
derrotado y muerto. Joviano emperador. Paz desastrosa con los persas.
364. Valentiniano es nombrado
emperador, asociándose, para Oriente, con su hermano Valente.
Nueva invasión de los. alamanes
en la Galia, rechazada por Valentiniano.
365. Usurpación de Procopio, que
es derrotado por Valente.
367. Marcha Agustín a Madaura a
estudiar gramática.
Guerra de Valente contra los
godos y de Valentiniano contra los alamanes.
368. Teodosio el Viejo pacifica
la Bretaña romana.
370. Interrumpe Agustín los
estudios durante un año y permanece en Tagaste. Fallece su padre Patricio. Los
persas conquistan Armenia.
371. Agustín estudiante, en
Cartago. Comienza sus relaciones con la madre de Adeodato.
372. Rebelión en África del jefe
bereber Firmus. Introducción del budismo en Corea. Nacimiento de Adeodato.
373. Florece en China Hui Youan, fundador
de una secta budista. Lee Agustín el Hortensius de Cicerón y se convierte a la filosofía.
Se adhiere al maniqueísmo.
374. Los hunos atraviesan el
Volga, siguiendo su avance hacia el Oeste.
San Ambrosio, obispo de Milán. Agustín
profesor en Tagaste.
375. Graciano emperador en Oriente
y Valentiniano II coemperador en Occidente. Los hunos aniquilan el reino
ostrogodo y empujan a los visigodos hacia el Sur. Son aceptados los visigodos
en el imperio de Oriente. Chaudragupta II, rey en la India.
376. Agustín profesor en Cartago.
377. Graciano derrota a los
alamanes.
378. Sublevación de los visigodos.
Valente es derrotado y muerto por los godos en la batalla de Andrinópolis.
379. Teodosio es asociado al
imperio por Graciano.
380. Teodosio abandona a los
visigodos la Panonia, y establece a los ostrogodos en el sur del Danubio. Restablece
el cristianismo como religión del Estado. Historia de Roma de Amiano Marcelino.
381. Concilio ecuménico de
Constantinopla; derrota definitiva del arrianismo. Escribe Agustín el De
pulchro et apto.
382. Establecimiento de los
visigodos en Mesia. Comienzan las dudas de Agustín contra el maniqueísmo.
383. En Occidente, usurpación de
Máximo, asesino de Graciano. Conversaciones de Agustín con Fausto.
384. Comienza San Jerónimo la
traducción de la Biblia. Relación sobre el ara de la Victoria de Símaco. Agustín
se aparta del maniqueísmo. Profesorado en Roma. Es nombrado profesor en Milán, donde
comienza a oír a San Ambrosio. Decide ser catecúmeno.
385. Agustín orador oficial. Panegírico
de Bauton y de Valentiniano II. Llegada, de Mónica.
386. Dinastía de los Wei, en el
norte de China. Lucha de San Ambrosio con la emperatriz Justina. Descubre
Agustín la filosofía neoplatónica. Lee las Epístolas de San Pablo. Se convierte
y parte a Casiciaco. Escribe los primeros Diálogos.
387. Máximo arrebata Italia a
Valentiniano II. Regresa Agustín a Milán, donde recibe el bautismo con Alipio y
Adeodato. Muerte de Mónica en Ostia. Estancia de Agustín en Roma..
388. Teodosio derrota a Máximo. Valentiniano
II bajo la tutela del franco Arbogasto. Parte Agustín a África.
389. Agustín comienza su vida
monástica en Tagaste. Muerte de Adeodato.
391. Valerio, obispo de Hipona, ordena
sacerdote a Agustín. Funda un segundo monasterio.
392. Arbogasto asesina a
Valentiniano II y proclama emperador a Eugenio. Conmoción ante el empuje de los
hunos. Los vándalos son rechazados hacia el Oeste, por los alanos que los
siguen. Estilicón derrota a los bárbaros en el Danubio. Disputa de Agustín con
el maniqueo Fortunato.
393. Últimos juegos olímpicos en
Grecia. Sínodo de Hipona donde Agustín predica sobre la fe y el símbolo.
394. Teodosio, vencedor de
Eugenio, en Aquileya, se proclama único emperador.
395. Muerte de Teodosio el Grande.
División del Imperio: Arcadio en Oriente y Honorio en Occidente, bajo la
regencia de Estilicón. Alarico rey de los visigodos.
396. Los visigodos en Iliria. Fin
de los misterios de Eleusis. Es nombrado Agustín obispo auxiliar de Valerio y
lo consagra Megalio, el primado de Numidia.
397. Intrigas en la corte de
Arcadio, dominado por su mujer Eudoxia; triunfo del partido antigermano; renacimiento
nacional bizantino. Vida de San Martín de Tours de Sulpicio Severo. Asiste
Agustín a un concilio de Cartago. Muere Valerio y la sucede Agustín como obispo
de Hipona.
398. San Juan Crisóstomo, patriarca
de Constantinopla. San Agustín escribe las CONFESIONES. Controversia con Fortunio.
399. Los vándalos entran en la
Galia. Los hunos llegan al Elba. Yezdegerd I, rey de Persia. Tolerancia del
cristianismo. Entrevista de Agustín con Crispín, obispo donatista de Calama.
400. Llega Pelagio a Roma. Florecen
Macrobio y Kalidasa.
401. Primera tentativa de los
visigodos en Italia. Asiste Agustín a un concilio de Cartago. Lucha con los donatistas.
402. El emperador Honorio se
refugia en Ravena, futura residencia imperial.
404. Acude Agustín al concilio de
Cartago.
405. El ostrogodo Radagaiso en
Italia.
406. Estilicón derrota a
Radagaiso en Fiésole. Vándalos, alanos, suevos y burgundios se establecen en
Galia.
407. Usurpación de Constantino
III en Bretaña, prontamente evacuada.
408. Teodosio II sucede a Arcadio
como emperador de Oriente. Marcha de Alarico sobre Roma.
409. Vándalos, suevos y alanos, entran
en España.
410. Conquista y saqueo de Roma
por los visigodos de Alarico. Muerte de Alarico.
411. Constantino III restablece
la autoridad romana en la Galia. Conferencia en Cartago entre católicos y
donatistas. Comienza la polémica pelagiana.
412. Los visigodos en la Galia
meridional. Comienza Agustín LA CIUDAD DE DÍOS.
413. Rebelión de Heraclio en
África, pronta y salvajemente reprimida. Los burgundios se establecen en el Rin.
Nuevo amurallamiento de Constantinopla por Teodosio II.
414. Ataúlfo, caudillo de los
visigodos casa con Gala Placidia, hermanastra del emperador Honorio. Orosio se
entrevista con Agustín.
415. En las luchas contra los
paganos en Alejandría muere Hipátia.
416. Se establecen los visigodos
en España. Fundación del reino visigodo de Toulouse. Asiste Agustín al concilio
de Milevi contra los pelagianos.
417. Historia contra los paganos
de Paulo Orosio.
418. Teodorico I sucede a Walia
como rey de los visigodos. Taulouse se anexa a Aquitania. Disputa de Agustín
con Emérito de Cesarea donatista.
419. Reino de los suevos en el
noroeste de España. Nuevamente Agustín en Cartago.
420. Anglosajones y jutos se
instalan en Bretaña. Comienza la dinastía de los Sung en China. Varanes V, rey
de Persia; persecución al cristianismo. Consigue Agustín la retractación de
Leporio.
422. Paz entre Bizancio y los
persas.
425. Valentiniano III, emperador
de Occidente. Regencia de Gala Placidia y más tarde de Aecio. Ataque de los
hunos a Persia.
426. Termina San Agustín La
Ciudad de Dios y nombra a Heraclio obispo auxiliar.
427. Rebelión, en África, del
conde Bonifacio.
428. Los persas en Armenia. Controversia
nestoriana. Conferencia de Agustín con el obispo arriano Maximino.
429. Los vándalos pasan al África
durante el reinado de Genserico. Código teodosiano.
430. Muere San Agustín el 28 de
agosto mientras Genserico sitia Hipona.
431. Concilio ecuménico de Efeso,
que condena las doctrinas de Nestorio y Pelapio.
432. Rivalidad entre Aecio y
Bonifacio. Evangelización de Irlanda por San Patricio.
437. Atila, rey de los hunos.
439. Conquista de Cartago por los
vándalos.
440. León I papa. Guerras entre
Atila y Teodosio II.
PROEMIO
En esta obra, que va dirigida a
ti, y te es debida mediante mi palabra, Marcelino, hijo carísimo, pretendo
defender la gloriosa Ciudad de Dios, así la que vive y se sustenta con la fe en
el discurso y mundanza de los tiempos, mientras es peregrina entre los
pecadores, como la que reside en la estabilidad del eterno descanso, el cual
espera con tolerancia hasta que la Divina Justicia tenga a juicio, y ha de conseguirle
después completamente en la victoria final y perpetua paz que ha de sobrevenir;
pretendo, digo, defenderla contra los que prefieren y dan antelación a sus
falsos dioses, respecto del verdadero Dios, Señor y Autor de ella. Encargo es
verdaderamente grande, arduo y dificultoso; pero el Omnipotente nos auxiliará. Por
cuanto estoy suficientemente persuadido del gran esfuerzo que es necesario para
dar a entender a los soberbios cuán estimable y magnífica es la virtud de la
humildad, con la cual todas las cosas terrenas, no precisamente las que
usurpamos con la arrogancia y presunción humana, sino las que nos dispensa la
divina gracia, trascienden y sobrepujan las más altas cumbres y eminencias de
la tierra, que con el transcurso y vicisitud de los tiempos están ya como
presagiando su ruina y total destrucción. El Rey, Fundador y Legislador de la
Ciudad de que pretendemos hablar es, pues, Aquel mismo que en la Escritura
indicó con las señales más evidentes a, su amado pueblo el genuino sentido de
aquel celebrado y divino oráculo, cuyas enérgicas expresiones claramente
expresan que Dios se opone a los soberbios, pero que al mismo tiempo concede su
gracia a los humildes. Pero este particular don, que es propio y peculiar de
Dios, también le pretende el inflado espíritu del hombre soberbio y envanecido,
queriendo que entre sus alabanzas y encomios se celebre como un hecho digno del
recuerdo de toda la posteridad que perdona a los humildes y rendidos y sujeta a
los soberbios. Y así', tampoco pasaremos en silencio acerca de la Ciudad
terrena (que mientras más ambiciosamente pretende reinar con despotismo, por
más que las naciones oprimidas con su insoportable yugo la rindan obediencia y
vasallaje, el mismo apetito de dominar viene a reinar sobre ella) nada, de cuanto
pide la naturaleza de esta obra, y lo que yo penetro con mis luces
intelectuales.
LIBRO PRIMERO: LA DEVASTACIÓN DE ROMA NO FUE CASTIGO DE LOS DIOSES DEBIDO AL CRISTIANISMO.
CAPITULO PRIMERO: De los enemigos del nombre cristiano, y de cómo éstos fueron perdonados por los bárbaros, por reverencia de Cristo, después de haber sido vencidos en el saqueo y destrucción de la ciudad.
Hijos de esta misma ciudad son
los enemigos contra quienes hemos de defender la Ciudad de Dios, no obstante
que muchos, abjurando sus errores, vienen a ser buenos ciudadanos; pero la
mayor parte la manifiestan un odio inexorable y eficaz, mostrándose tan
ingratos y desconocidos a los evidentes beneficios del Redentor, que en la
actualidad no podrían mover contra ella sus maldicientes lenguas si cuando
huían el cuello de la segur vengadora de su contrario no hallaran la vida, con
que tanto se ensoberbecen, en sus sagrados templos. Por ventura, no persiguen
el nombre de Cristo los mismos romanos a quienes por respeto y reverencia a
este gran Dios, perdonaron la vida los bárbaros? Testigos son de esta verdad
las capillas de los mártires y las basílicas de los Apóstoles, que en la
devastación de Roma acogieron dentro de sí a los que precipitadamente, y temerosos
de perder sus vidas, en la fuga ponían sus esperanzas, en cuyo número se
comprendieron no sólo los gentiles, sino también los cristianos. Hasta estos
lugares sagrados venía ejecutando su furor el enemigo, pero allí mismo se
amortiguaba o apagaba el furor del encarnizado asesino, y, al fin, a estos
sagrados lugares conducían los piadosos enemigos a los que, hallados fuera de
los santos asilos, hablan perdonado las vidas, para que no cayesen en las manos
de los que no usaban ejercitar semejante piedad, por lo que es muy digno de
notar que una nación tan feroz, que en todas partes se manifestaba cruel y
sanguinaria, haciendo crueles estragos, luego que se aproximó a los templos y
capillas, donde la estaba prohibida su profanación, así como el ejercer las
violencias que en otras partes la fuera permitido por derecho de la guerra, refrenaba
del todo el ímpetu furioso de su espada desprendiéndose igualmente del afecto
de codicia que la poseía de hacer una gran presa en ciudad tan rica y
abastecida. De esta manera libertaron su, vidas muchos que al presente infaman
y murmuran de los tiempos cristianos, imputando a Cristo los trabajos y
penalidades que Roma padeció, v, no atribuyendo a este gran Dios el beneficio incomparable
que consiguieron por respeto a su santo nombre de conservarles las vidas; antes
por el contrario, cada uno, respectivamente, hacía depender este feliz suceso
de la influencia benéfica del hado, o de su buena suerte, cuando, si lo reflexionasen
con madurez, deberían atribuir Ias molestias y penalidades que sufrieron por la
mano vengadora de sus enemigos a los inescrutables arcanos y sabias
disposiciones de la Providencia divina, que acostumbra a corregir y aniquilar
con los funestos efectos que presagia una guerra cruel los vicios y las
corrompidas costumbres de los hombres, y siempre que los buenos hacen una vida
loable e incorregible suele, a veces, ejercitar su paciencia con semejantes
tribulaciones, para proporcionarles la aureola de su mérito; y cuando ya tiene
probada su conformidad, dispone transferir los trabajos a otro lugar, o
detenerlos todavía en esta vida para otros designios que nuestra limitada
trascendencia no puede penetrar. Deberían, por la misma causa, estos vanos
impugnadores atribuir a los tiempos en que florecía el dogma católico la
particular gracia de haberles hecho merced de sus vidas los bárbaros, contra el
estilo observado en la guerra, sin otro respeto que por indicar su sumisión y reverencia
a Jesucristo, concediéndoles este singular favor en cualquier lugar que los
hallaban, y con especialidad a los que se acogían al sagrado de los templos
dedicados al augusto nombre de nuestro Dios, para que de este modo se
manifestasen superabundantemente los rasgos de su misericordia y piedad. De
esta constante doctrina podrían aprovecharse para tributar las más reverentes
gracias a Dios, acudiendo verdaderamente y sin ficción al seguro de su santo
nombre, con el fin de librarse por este medio de las perpetuas penas y
tormentos del fuego eterno, así como de su presente destrucción; porque muchos
de estos que veis que con tanta libertad y desacato hacen escarnio de los
siervos de Jesucristo no hubieran huido de su ruina y muerte si no fingiesen
que eran católicos; y ahora su desagradecimiento, soberbia y sacrílega demencia,
con dañado corazón se opone a aquel santo nombre, que en el tiempo de sus
infortunios le sirvió de antemural, irritando de este modo la divina, justicia
y, dando motivo a que su ingratitud sea castigada con aquel abismo de males y
dolores que están preparados perpetuamente a los malos, pues su confesión, creencia
y gratitud fue no de corazón, sino con la boca, por poder disfrutar más tiempo
de las felicidades momentáneas y caducas de esta vida.
CAPITULO II: Que jamás ha habido guerra en que los vencedores perdonasen a los vencidos por respeto y amor a los dioses de éstos.
Y supuesto que están escritas en
los anales del mundo y en los fastos de los antiguos tantas guerras acaecidas
antes y después de la fundación y restablecimiento de Roma y su Imperio, lean y
manifiesten estos insensatos un solo pasaje, una sola línea, donde se diga que
los gentiles hayan tomado alguna ciudad en que los vencedores perdonasen a los
que se habían acogido a los templos de sus dioses. Pongan patente un solo lugar
donde se refiera que en alguna ocasión mandó un capitán bárbaro, entrando por
asalto y a fuerza de armas en una plaza, que no molestasen ni hiciesen mal a
todos aquellos que se hallasen en tal o tal templo. Por ventura, no vio Eneas a
Príamo violando con su sangre las aras que él mismo había consagrado? Diómedes
y Ulises, degollando las guardias del alcázar y torre del homenaje, no
arrebataron el sagrado Paladión, atreviéndose a profanar con sus sangrientas
manos las virginales vendas, de la diosa? Aunque no es positivo que de resultas
de tan trágico suceso comenzaron a amainar y desfallecer las esperanzas de los
griegos; pues en seguida vencieron y destruyeron a Troya a sangre y fuego, degollando
a Príamo que se había guarecido bajo la religiosidad de los altares. Sería a vista
de este acaecimiento una proposición quimérica el sostener que Troya se perdió
porque perdió a Minerva; porque qué diremos que perdió primero la misma Minerva
para que ella se perdiese? Fueron por ventura sus guardas? Y esto seguramente
es lo más cierto, pues, degollados, luego la pudieron robar, ya que la defensa
de los hombres no dependía de la imagen, antes más bien, la de ésta dependía de
la de aquellos. Y estas naciones ilusas, cómo adoraban y daban culto a aquella
deidad que no pudo guardar a sus mismos centinelas?
CAPITULO III: Cuán imprudentes fueron los romanos en creer que los dioses Penates, que no pudieron guardar a Troya, les habían de aprovechar a ellos.
Y ved aquí demostrado a qué
especie de dioses encomendaron los romanos la conservación de su ciudad: oh
error sobremanera lastimoso! Enójanse con nosotros porque referimos la inútil
protección que les prestan sus dioses, y no se irritan de sus escritores, que, para
entenderlos y comprenderlos, aprontaron su dinero, teniendo a aquellos que se
los leían por muy dignos de ser honrados con salario público y otros honores. Digo,
pues, que en Virgilio, donde estudian los niños, se hallan todas estas
ficciones, y leyendo un poeta tan famoso como sabio, en los primeros años de la
pubertad, no se les puede olvidar tan fácilmente, según la sentencia de Horacio,
que el olor que una vez se pega a una vasija nueva le dura después para siempre.
Introduce pues, Virgilio a Juno, enojada y contraria de los troyanos, que dice
a Eolo, rey de los vientos, procurando irritarle contra ellos: Una gente
enemiga mía va navegando por el mar Tirreno, y lleva consigo a Italia Troya y
sus dioses vencidos; y es posible que unos hombres prudentes y circunspectos
encomendasen la guarda de su ciudad de Roma a estos dioses vencidos, sólo con
el objeto de que ella jamás fuese entrada de sus enemigos? Pero a esta objeción
terminante contestarán alegando que expresiones tan enérgicas y coléricas las
dijo Juno como mujer airada y resentida, no sabiendo lo que raciocinaba. Sin
embargo, oigamos al mismo Eneas,, a quien frecuentemente llama piadoso, y atendamos
con reflexión a su sentimiento: Ved aquí a Panto, sacerdote del Alcázar, y de
Febo, abrazado él mismo con los vencidos dioses, y con un pequeño nieto suyo de
la mano que, corriendo despavorido, se acerca hacia mi puerta. No dice que los
mismos dioses se los encomendaron a su defensa, sino que no encargó la suya a estas
deidades, pues le dice Héctor en tus manos encomienda Troya su religión y sus
domésticos dioses. Si Virgilio, pues, a estos falsos dioses los confiesa
vencidos y ultrajados, y asegura que su conservación fue encargada a un hombre
para que lo librase de la muerte huyendo con ellos, no es locura imaginar que
se obró prudentemente cuando a Roma se dieron semejantes patronos, y que, si no
los perdiera esta ínclita ciudad, no podría ser tomada ni destruida? Mas claro:
reverenciar y dar culto a unos dioses humillados, abatidos y vencidos, a
quienes tienen por sus tutelares, qué otra cosa es que tener, no buenos dioses,
sino malos demonios? Acaso no será más cordura creer, no que Roma jamás
experimentaría este estrago, si ellos no se perdieran primero, sino que mucho
antes se hubieran perdido, si Roma, con todo su poder, no los hubiera guardado?
Porque, quién habrá que, si quiere reflexionar un instante, no advierta que fue
presunción ilusoria el persuadirse que no pudo ser tomada Roma bajo el amparo
de unos defensores vencidos, y que al fin sufrió su ruina porque perdió los dioses
que la custodiaban, pudiendo ser mejor la causa de este desastre el haber
querido tener patronos que se habían de perder, y podían ser humillados
fácilmente, sin que fuesen capaces de evitarlo? Y cuando los poetas escribían
tales patrañas de sus dioses, no fue antojo que les vino de mentir, sino que a
hombres sensatos, estando en su cabal juicio, les hizo fuerza la verdad para
decirla y confesarla sinceramente. Pero de esta materia trataremos copiosamente
y con más oportunidad en otro lugar. Ahora únicamente declararé, del mejor modo
que me sea posible, cuanto habla empezado a decir sobre los ingratos moradores
de la saqueada Roma. Estos, blasfemando y profiriendo execrables expresiones, imputan
a Jesucristo las calamidades que ellos justamente padecen por la perversidad de
su vida y sus detestables crímenes, y al mismo tiempo no advierten que se les
perdona la vida por reverencia a nuestro Redentor, llegando su desvergüenza a
impugnar el santo nombre de este gran Dios con las mismas palabras con que
falsa y cautelosamente usurparon tan glorioso dictado para librar su vida, o, por
mejor decir, aquellas lenguas que de miedo refrenaron en los lugares
consagrados a su divinidad, para poder estar allí seguros, y adonde por respeto
a él lo estuvieron de sus enemigos; desde allí, libres de la persecución, las
sacaron alevemente, para disparar contra él malignas imprecaciones y
maldiciones escandalosas.
CAPITULO IV: Cómo el asilo de Juno, lugar privilegiado que había en Troya para los delincuentes, no libró a ninguno de la furia de los griegos, y cómo los templos de los Apóstoles ampararon del furor de los bárbaros todos los que se acogieron a ellos.
La misma Troya, como dije, madre
del pueblo romano, en los lugares consagrados a sus dioses no pudo amparar a
los suyos ni librarlos del fuego y cuchillo de los griegos, siendo así que era
nación que adoraba unos mismos dioses; por el contrario, pusieron en el asilo y
templo de Juno a Phenix, y al bravo Ulises para guarda del botín; Aquí
depositaban las preciosas alhajas de Troya, que conducían de todas partes, las
que extraían de los templos que incendiaron, las mesas de los dioses, los
tazones de oro macizo y las ropas que robaban; alrededor estaban los niños y
sus medrosas madres, en una prolongada fila, observando el rigor del saqueo. En
efecto: eligieron un templo consagrado a la deidad de Juno, no con el ánimo de
que de él no se pudiesen extraer los cautivos, sino para que dentro de él
fuesen encerrados con mayor seguridad. Compara, pues, ahora aquel asilo y lugar
privilegiado, no ya dedicado a un dios ordinario o de la turba común, sino
consagrado a la hermana y mujer del mismo Júpiter y reina de todas las deidades,
con las iglesias de nuestros Santos Apóstoles, y observa si puede formarse paralelo
entre unos y otros asilos. En Troya los vencedores conducían como en triunfo
los despojos y presas que habían robado de los templos: abrasados y de las
estatuas y tesoros de los dioses, con ánimo de distribuir el botín entre todos
y no de comunicarlo o restituirlo a los miserables vencidos; pero en Roma
volvían con reverencia y decoro las alhajas, que, hurtadas en diversos lugares,
averiguaban pertenecer a los templos y santas capillas. En Troya los vencidos: perdían
la libertad, y en Roma la conservaban ilesa con todas sus pertenencias. Allá
prendían, encerraban y cautivaban a los vencidos, y acá se prohibía rigurosamente
el cautiverio. En Troya encerraban y aprisionaban los vencedores a lo: que
estaban señalados para esclavos, y en Roma conducían piadosamente a los godos a
sus respectivos hogares a los que habían de ser rescatados y puestos en libertad.
Finalmente, allá la arrogancia y ambición de los inconstantes griegos escogió
para sus usos y quiméricas supersticiones el templo de Juno; acá la
misericordia y respeto de los godos escogió las iglesias de Cristo para asilo y
amparo de sus fieles. Si no es que quieran decir que los griegos, en su
victoria, respetaron los templos de los dioses comunes, no atreviéndose a matar
ni cautivar en ellos a los miserables y vencidos troyanos que a ellos se acogían.
Y concebido esto, diremos que Virgilio fingió aquellos sucesos conforme al
estilo de los poetas; pero lo cierto es que él nos pintó con los más bellos
coloridos la práctica que suelen observar los enemigos cuando saquean y
destruyen las ciudades.
CAPITULO V: Lo que sintió Julio César sobre lo que comúnmente suelen hacer los enemigos cuando entran por fuerza en las ciudades.
Julio César, en el dictamen que dio
en el Senado sobre los conjurados, insertó elegantemente aquella norma que
regularmente siguen los vencedores en las ciudades conquistadas, según lo
refiere Salustio, historiador tan verídico como sabio. Es ordinario, dice, en
la guerra, el forzar las doncellas, robar los muchachos, arrancar los tiernos
hijos de los pechos de sus madres, ser violentadas las casadas y madres de
familia, y practicar todo cuanto se le antoja a la insolencia de los vencedores;
saquear los templos y casas, llevándolo todo a sangre y fuego, y, finalmente, ver
las calles, las plazas... todo lleno de armas, cuerpos muertos, sangre vertida,
confusión y lamentos. Si César no mencionara en este lugar los templos, acaso
pensaríamos que los enemigos solían respetar los lugares sagrados. Esta
profanación temían los templos romanos les había de sobrevenir, causada, no por
mano de enemigos, sino por la de Catilina y sus aliados, nobilísimos senadores
y ciudadanos romanos; pero, qué podía esperarse de una gente infiel y parricida?
CAPITULO VI: Que ni los mismos romanos jamás entraron por fuerza en alguna ciudad de modo que perdonasen a los vencidos, que se guarecían en los templos.
Pero qué necesidad hay de
discurrir por tantas naciones que han sostenido crueles guerras entre sí, las
que no perdonaron a los vencidos que se acogieron al sagrado de sus templos? Observemos
a los mismos romanos, recorramos el dilatado campo de su conducta, y examinemos
a fondo sus prendas, en cuya especial alabanza se dijo: que tenían por blasón
perdonar a los rendidos y abatir a los soberbios; y que siendo ofendidos
quisieron más perdonar a sus enemigos que ejecutar en sus cervices la venganza.
Pero, supuesto que esta nación avasalladora conquistó y saqueó un crecido
número de ciudades que abrazan casi el ámbito de la tierra, con sólo el
designio de extender y dilatar su dominación e imperio, dígannos si en alguna
historia se lee que hayan exceptuado de sus rigores los templos donde librasen
sus cuellos los que se acogían a su sagrado. Diremos, acaso, que así lo
practicaron, y que sus historiadores pasaron en silencio una particularidad tan
esencial? Cómo es posible que los que andaban cazando acciones gloriosas para
atribuírselas a esta nación belicosa, buscándolas curiosamente en todos los
lugares y tiempos, hubieran omitido un hecho tan señalado, que, según su sentir,
es el rasgo característico de la piedad, el más notable y digno de encomios? De
Marco Marcelo, famoso capitán romano que ganó la insigne ciudad de Siracusa, se
refiere que la lloró viéndose precisado a arruinarla, y que antes de derramar
la sangre de sus moradores vertió él sobre ella sus lágrimas, cuidó también de
la honestidad, queriendo se observase rigurosamente este precepto, a pesar de
ser los siracusanos sus enemigos. Y para que todo esto se ejecutase como
apetecía, antes que como vencedor mandase acometer y dar el asalto a la ciudad,
hizo publicar un bando por el que se prescribía que nadie hiciese fuerza a todo
el que fuese libre; con todo, asolaron la ciudad, conforme al estilo de la
guerra, y no se halla monumento que nos manifieste que un general tan casto y clemente
como Marcelo mandase no se molestase a los que se refugiasen en tal o cual
templo. Lo cual, sin duda, no se hubiera pasado por alto, así como tampoco se
pasaron en silencio las lágrimas de Marcelo y el bando que mandó publicar en
los reales a favor de la honestidad. Quinto Fabio Máximo, que destruyó la
ciudad de Tarento, es celebrado porque no permitió se saqueasen ni maltratasen
las estatuas de los dioses. Esta orden procedió de que, consultándole su
secretario qué disponía se hiciese de las imágenes y estatuas de los dioses, de
las que muchas habían sido ya cogidas, aun en términos graciosos y burlescos, manifestó
su templanza, pues deseando saber de qué calidad eran las estatuas, y
respondiéndole que no sólo eran muchas en número y grandeza, sino también que
estaban armadas, dijo con donaire: Dejémosles a los tarentinos sus dioses
airados. Pero, supuesto que los historiadores romanos no pudieron dejar de
contar las lágrimas de Marcelo, ni el donaire de Fabio, ni la honesta clemencia
de aquél y la graciosa moderación de éste, cómo lo omitieran si ambos hubiesen
perdonado alguna persona por reverencia a alguno de sus dioses, mandando que no
se diese muerte ni cautivase a los que se refugiasen en el templo?
CAPITULO VII: Que lo que hubo de rigor en la destrucción de Roma sucedió según el estilo de la guerra, y lo que de clemencia provino del poder del nombre de Cristo.
Todo cuanto acaeció en este
último saco de Roma: efusión de sangre, ruina de edificios, robos, incendios, lamentos
y aflicción, procedía del estilo ordinario de la guerra; pero lo que se
experimentó y debió tenerse por un caso extraordinario, fue que la crueldad
bárbara del vencedor se mostrase tan mansa y benigna, que eligiese y señalase
unas iglesias sumamente capaces para que se acogiese y salvase en ellas el
pueblo, donde a nadie se quitase la vida ni fuese extraído; adonde los enemigos
que fuesen piadosos pudiesen conducir a muchos para librarlos de la muerte, y
de donde los que fuesen crueles no pudiesen sacar a ninguno para reducirle a
esclavitud; éstos son, ciertamente, efectos de la misericordia divina. Pero si
hay alguno tan procaz de no advertir que esta particular gracia debe atribuirse
a nombre de Cristo y a los tiempos cristianos, sin duda está ciego; o no lo ve
y no lo celebra es ingrato, y de que se opone a los que celebran con júbilo y
gratitud este sin beneficio es un insensato. No permita Dios que ningún cuerdo
quiera imputar esta maravilla a la fuerza de los bárbaros. El que puso terror
en los ánimos fieros, el que los refrenó, el que milagrosamente los templó, fue
Aquel mismo que mucho antes habla dicho por su Profeta: Tomaré enmienda de
ellos castigando sus culpas y pecados, enviándoles el azote de las guerras, hambre
y peste; pero no despediré de ellos mi misericordia ni alzaré la mano del
cumplimiento de la palabra que les tengo dada.
CAPITULO VIII: De los bienes y males, que por la mayor parte, son comunes a los buenos y malos.
No obstante, dirá alguno: por qué
se comunica esta misericordia del Altísimo a los impíos e ingratos?, y
respondemos, no por otro motivo, sino porque usa de ella con nosotros. Y quién
es tan benigno para con todos? El mismo que hace que cada día salga el sol para
los buenos y para los malos, y que llueva sobre los justos y los pecadores. Porque
aunque es cierto que algunos, meditando atentamente sobre este punto, se
arrepentirán y enmendarán de su pecado, otros, como dice el Apóstol, no
haciendo caso del inmenso tesoro de la divina bondad y paciencia con que los
espera, se acumulan, con la dureza y obstinación incorregible de su corazón, el
tesoro de la divina ira, la cual se les manifestará en aquel tremendo día, cuando
vendrá airado a juzgar el justo Juez, el cual compensará a cada uno, según las
obras que hubiere hecho. Con todo, hemos de entender que la paciencia de Dios
respecto de los malos es para convidarlos a la penitencia, dándoles tiempo para
su conversión; y el azote y penalidades con que aflige a los justos es para
enseñarles a tener sufrimiento, y que su recompensa sea digna de mayor premio. Además
de esto, la misericordia de Dios usa de benignidad con los buenos para
regalarlos después y conducirlos a la posesión de los bienes celestiales; y su
severidad y justicia usa de rigor con los malos para castigarlos como merecen, pues
es innegable que el Omnipotente tiene aparejados en la otra vida a los justos
unos bienes de los que no gozarán los pecadores, y a éstos unos tormentos tan
crueles, con los que no serán molestados los buenos; pero al mismo tiempo quiso
que estos bienes y males temporales de la vida mortal fuesen comunes a los unos
y a los otros, para que ni apeteciésemos con demasiada codicia los bienes de
que vemos gozan también los malos, ni huyésemos torpemente de los males e
infortunios que observamos envía también Dios de ordinario a los buenos; aunque
hay una diferencia notable en el modo con que usamos de estas cosas, así de las
que llaman prósperas como de las que señalan como adversas; porque el bueno, ni
se ensoberbece con los bienes temporales, ni con los males se quebranta; mas al
pecador le envía Dios adversidades, ya que en el tiempo de la prosperidad se
estraga con las pasiones, separándose de las verdaderas sendas de la virtud. Sin
embargo, en muchas ocasiones muestra Dios también en la distribución de
prosperidad y calamidades con más evidencia su alto poder; porque, si de
presente castigase severamente todos los pecados, podría creerse que nada
reservaba para el juicio final; y, por otra parte, si en la vida mortal no
diese claramente algún castigo a la variedad de delitos, creerían los mortales
que no había Providencia Divina. Del mismo modo debe entenderse en cuanto a las
felicidades terrenas, las cuales, si el Omnipotente no las concediese con mano
liberal a algunos que se las piden con humillación, diríamos que esta
particular prerrogativa no pertenecía a la omnipotencia de un Dios tan grande, tan
justo y compasivo, y, por consiguiente, si fuese tan franco que las concediese
a cuantos las exigen de su bondad, entenderla nuestra fragilidad y limitado
entendimiento que no debíamos servirle por otro motivo que por la esperanza de
iguales premios, y semejantes gracias no nos harían piadosos y religiosos, sino
codiciosos y avarientos. Siendo tan cierta esta doctrina, aunque los buenos y
malos juntamente hayan sido afligidos con tribulaciones y. gravísimos males, no
por eso dejan de distinguirse entre sí porque no sean distintos los males que unos
y otros han padecido; pues se compadece muy bien la diferencia de los
atribulados con la semejanza de las tribulaciones, y, a pesar de que sufran un
mismo tormento, con todo, no es una misma cosa la virtud y el vicio; porque así
como con un mismo fuego resplandece el oro, descubriendo sus quilates, y la paja
humea, y con un mismo trillo se quebranta la arista, y el grano se limpia; y
asimismo, aunque se expriman con un mismo peso y husillo el aceite y el
alpechín, no por eso se confunden entre sí; así también una misma adversidad
prueba, purifica y afina a los buenos, y a los malos los reprueba, destruye y
aniquila; por consiguiente, en una misma calamidad, los pecadores abominan y
blasfeman de Dios, y los justos le glorifican y piden misericordia; consistiendo
la diferencia de tan varios sentimientos, no en la calidad del mal que se
padece, sino en la de las personas que lo sufren; porque, movidos de un mismo
modo, exhala el cieno un hedor insufrible y el ungüento precioso una fragancia
suavísima.
CÁPITULO Ix: De las causas por qué castiga Dios juntamente a los buenos y a los malos.
Qué han padecido los cristianos
en aquella común calamidad, que, considerado con imparcialidad, no les haya
valido para mayor aprovechamiento suyo? Lo primero, porque reflexionando con
humildad los pecados por los cuales indignado Dios ha enviado al mundo tantas
calamidades, aunque ellos estén distantes de ser pecaminosos, viciosos e impíos,
con todo, no se tienen por tan exentos de toda culpa que puedan persuadirse no
merecen la pena de las calamidades temporales. Además de esto, cada uno, por
más ajustado que viva, a veces se deja arrastrar de la carnal concupiscencia, y
aunque no se dilate hasta llegar a lo sumo del pecado, al golfo de los vicios y
a la impiedad más abominable, sin embargo, degeneran en pecados, o raros, o
tanto más ordinarios cuanto son más ligeros. Exceptuados éstos, dónde
hallaremos fácilmente quien a estos mismos (por cuya horrenda soberbia, lujuria
y avaricia, y por cuyos abominables pecados e impiedades, Dios, según que nos
lo tiene amenazado repetidas veces por los Profetas, envía tribulaciones a la
tierra) les trate del modo que merecen y viva con ellos de la manera que con
semejantes debe vivirse? Pues de ordinario se les disimula, sin enseñarlos ni
advertirlos de su fatal estado, y a veces ni se les increpa ni corrige, ya sea
porque nos molesta esa fatiga tan interesante al bien de las almas, ya porque
nos causa pudor ofenderles, cara a cara, reprendiéndoles sus demasías, ya
porque deseamos excusar enemistades que acaso nos impidan y perjudiquen en
nuestros intereses temporales o en, los que pretende nuestra ambición o en, los
que teme perder nuestra flaqueza; de modo que, aunque a los justos ofenda y
desagrade la vida de los pecadores, y por este motivo no incurran al fin en el
terrible anatema que a los malos les está prevenido en el estado futuro, con
todo, porque perdonan y no reprenden los pecados graves de los impíos, temerosos
de los suyos, aunque ligeros y veniales, con justa razón les alcanza juntamente
con ellos el azote temporal de las desdichas, aunque no el castigo eterno y las
horribles penas del infierno. Así pues, con justa causa gustan de las amarguras
de esta vida, cuando Dios los aflige juntamente con los malos, porque, deleitándose
en las dulzuras del estado presente, no quisieron mostrarles la errada senda
que seguían cuando pecaban, y siempre que cualquiera deja de reprender y
corregir a los que obran mal, porque espera ocasión más' oportuna, o porque
recela que los pecadores pueden empeorarse con el rigor de sus correcciones, o
porque no impidan a los débiles, necesitados de una doctrina sana, que vivan
ajustadamente, o los persigan y separen de la verdadera creencia, no parece que
es ocasión de codicia, sino consejo de caridad. La culpa está en que los que
viven bien y aborrecen los vicios de los malos, disimulan los pecados de
aquellos a quienes debieran reprender, procurando no ofenderlos porque no les
acusen de las acciones que, los inocentes usan lícitamente; aunque este
saludable ejercicio deberían practicarlo con aquel anhelo y santo celo del que
deben estar internamente inspirados los que se contemplan como peregrinos en
este mundo y únicamente aspiran a obtener la dicha de gozar la celestial patria.
En esta suposición, no sólo los flacos, los que viven en el estado conyugal y
tienen sucesión o procuran tenerla y poseen casa y familias (con quienes habla
el Apóstol, enseñándoles y amonestándolos cómo deben vivir las mujeres con sus
maridos y éstos con aquéllas, los hijos con sus padres y los padres con sus
hijos, los criados con sus señores y los señores con sus criados) procuran
adquirir las cosas temporales y terrenas, perdiendo su dominio contra su
voluntad, por cuyo respeto no se atreven a corregir a aquellos cuya vida
escandalosa y abominable les da en rostro, sino también los que están ya en
estado de mayor perfección, libres del vinculo y obligaciones del matrimonio, pasando
su vida con una humilde mesa y traje; éstos, digo, por la mayor parte, consultando
a su fama y bienestar, y temiendo las asechanzas y violencias de los impíos, dejan
de reprenderlos; y aunque no los teman en tanto grado que para hacer lo mismo
que ellos se rindan a sus amenazas y maldades, con todo, aquellos pecados en
que no tienen comunicación unos con otros, por lo común no los quieren
reprender, pudiendo, quizá, con su corrección lograr la enmienda de algunos, y,
cuando ésta les parece imposible, recelan que por esta acción, llena de caridad,
corra peligro su crédito y Vida; no porque consideren que su fama y vida es
necesaria para la utilidad y enseñanza del prójimo, sino porque se apodera de su
corazón flaco la falsa idea de que son dignas, de aprecio las lisonjeras
razones con que los tratan los pecadores, y que, por otra parte, apetecen vivir
en concordia entre los hombres durante la breve época de su existencia; y, si
alguna vez temen la critica del vulgo y el tormento de la carne o de la muerte,
esto es por algunos efectos que produce la codicia en los corazones, y no por
lo que se debe a la caridad. Esta, en mi sentir, es una grave causa, porque juntamente
con los malos atribula Dios a los buenos cuando quiere castigar las corrompidas
costumbres con la aflicción de las penas temporales. A un mismo tiempo derrama
sobre unos y otros las calamidades y los infortunios, no porque juntamente
viven mal, sino porque aman la vida temporal como ellos, y estas molestias que
sufren son comunes a los justos y a los pecadores, aunque no las padecen de un
mismo modo; por esta causa los buenos deben despreciar esta vida caduca y de
tan corta duración, para que los pecadores, reprendidos con sus saludables consejos,
consigan la eterna y siempre feliz; y cuando no quieren asentir a tan santas
máximas ni asociarse con los buenos para obtener el último galardón, los
'debemos sufrir y amar de corazón, porque mientras existen en esta vida mortal,
es siempre problemático y dudoso si mudarán la voluntad volviéndose a su Dios y
Criador. En lo cual no sólo son muy desiguales, sino que están más expuestos a
su condenación aquellos de quienes dice Dios por su Profeta: El otro morirá, sin
duda, justamente por su pecado, pero a los centinelas yo los castigaré como a
sus homicidas, porque para este fin están puestas las atalayas o centinelas, esto
es, los Propósitos y Prelados eclesiásticos, para que no dejen de reprender los
pecados y procurar la salvación de las almas; mas no por eso estará totalmente
exento de esta culpa aquel que, aunque no sea Prelado, con todo, en las
personas con quienes vive y conversa ve muchas acciones que reprender, y no lo
hace por no chocar con sus índoles y genios fuertes, o por respeto a los bienes
que posee lícitamente, en cuya posesión se deleita más de lo que exige la razón.
En cuanto a lo segundo, los buenos tienen que examinar otra causa, y es el por
qué Dios los aflige con calamidades temporales, como lo hizo Job, y, considerada
atentamente, conocerá que el Altísimo opera con admirable, probidad y por un
medio tan esencial a nuestra salud, para que de este modo se conozca el hombre
a sí mismo y aprenda a amar a Dios con virtud y sin interés. Examinadas
atentamente estas razones, veamos si acaso ha sucedido algún trabajo a los
fieles y temerosos de Dios que no se les haya convertido en bien, a no ser que
pretendamos decir es vana aquella sentencia del apóstol, donde dice. Que es
infalible que a los que aman a Dios, todas las cosas, así prósperas como
adversas, les son ayudas de costa para su mayor bien.
CAPITULO X: Que los Santos no pierden nada con la pérdida de las cosas temporales.
Si dicen que perdieron cuanto
poseían, pregunto: Perdieron la fe? Perdieron la religión? Perdieron los bienes
del hombre interior, que es el rico en los ojos de Dios? Estas son las riquezas
y el caudal de los cristianos, a quienes el esclarecido Apóstol de las gentes
decía: Grande riqueza es vivir en el servicio de Dios, y contentarse con lo
suficiente y necesario, porque así como al nacer no metimos con nosotros cosa
alguna en este mundo, así tampoco, al morir, la podremos llevar. Teniendo, pues,
que comer y vestir, contentémonos con eso; porque los que procuran hacerse
ricos caen en varias tentaciones y lazos, en muchos deseos, no sólo necios, sino
perniciosos, que anegan a los hombres en la muerte y condenación eterna; porque
la avaricia es la raíz de todos los males, y cebados en ella algunos, y
siguiéndola perdieron la fe y se enredaron en muchos dolores. Aquellos que en
el saqueo de Roma perdieron los bienes de la tierra, si los poseían del modo
que lo habían oído a este pobre en lo exterior, y rico en lo interior, esto es,
si usaban del mundo como si no usaran de él, pudieron decir lo que Job, gravemente
tentado y nunca vencido: Desnudo salí del vientre de mi madre, y desnudo
volveré a la tierra. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; como al Señor le
agradó, así se ha hecho; sea el nombre del Señor bendito, para que, en efecto, como
buen siervo estimase por rica y crecida hacienda la voluntad y gracia de su
Señor; enriqueciese, sirviéndole con el espíritu, y no se entristeciese ni le
causase pena el dejar en vida lo que había de dejar bien presto muriendo. Pero
los más débiles y flacos, que estaban adheridos con todo su corazón a estos
bienes temporales, aunque no lo antepusiesen al amor de Jesucristo, vieron con
dolor, perdiéndolos, cuánto pecaron estimándolos con demasiado afecto; pues tan
grande fue su sentimiento en este infortunio como los dolores que padecieron, según
afirma el Apóstol, y dejo referido, y así convenía que se les enseñase también
con la doctrina la experiencia a los que por tanto tanto tiempo no hicieron
caso de la disciplina de la palabra, pues cuando dijo el Apóstol Pablo que los
que procuran hacerse ricos caen en varias tentaciones, sin duda que en las
riquezas no reprende la hacienda, sino la codicia. El mismo Santo Apóstol
ordena en otro lugar a su discípulo Timoteo el siguiente reglamento para que
anuncie entre las gentes, y le dice: Que mande a los que son ricos en este
mundo que no se ensoberbezcan ni confíen y pongan su esperanza en la
instabilidad e incertidumbre de sus riquezas, sino en Dios vivo, que es el que
nos ha dado todo lo necesario para nuestro sustento y consuelo con grande
abundancia; que hagan bien, y sean ricos de buenas obras y fáciles en repartir
con los necesitados, y humanos en el comunicarse, atesorando para lo sucesivo
un fundamento sólido para alcanzar la vida eterna. Los que así dispusieron de
sus haberes recibieron un extraordinario consuelo, reparando sus pequeñas
quiebras con un excesivo interés y ganancia, pues dando con espontánea voluntad
lo pusieron en mejor cobro, formándose un tesoro inagotable en el cielo, sin
entristecerse por la privación de la posesión de unos bienes que, retenidos, más
fácilmente se hubieran menoscabado y consumido. Estos bienes pudieron muy bien
haber perecido en esta vida mortal por los fatales accidentes que
ordinariamente acaecen, los cuales, en vida, pudieron poner en las manos del
Señor. Los que no se separaron de los divinos consejos de Jesucristo, que por
boca de San Mateo nos dice: No queráis congregar tesoros en la tierra, adonde
la polilla y el moho los corrompen, y adonde los ladrones los desentierran y
hurtan, sino atesoraos los tesoros en el cielo, adonde no llega el ladrón ni la
polilla lo corrompe, porque adonde estuviere vuestro tesoro, allí estará también
vuestro corazón. En el tiempo de la tribulación y de las calamidades
experimentaron con cuánta discreción obraron en no haber desechado el consejo
del Divino Maestro, fidelísimo y segurísimo custodio. Pero si algunos se
lisonjearon de haber tenido guardadas sus riquezas adonde por acaso sucedió que
no llegase el enemigo, con cuánta más certidumbre y seguridad pudieron
alegrarse los que, por consejo de su Dios, transfirieron sus haberes al lugar
donde de ningún modo podía penetrar todo el poder del vencedor? Y así nuestro
Paulino, Obispo de Nola, que, de hombre poderoso se hizo voluntariamente pobre cuando
los godos destruyeron la ciudad de Nola, una vez ya en su poder hacía oración a
Dios con el mayor fervor, implorando su piedad por estas enérgicas expresiones:
Señor, no padezca yo vejaciones por el oro ni por la plata, porque Vos sabéis
dónde está toda mi hacienda. Y estas palabras manifestaban evidentemente que todos
sus haberes los había depositado en donde le había aconsejado aquel gran Dios; el
cual había dicho, previendo los males futuro:, que estas calamidades habían de
venir al mundo, y por eso los que obedecieron a las persuasiones del Redentor, formando
su tesoro principal donde y como debían, cuando los bárbaros saquearon las
casas y talaron los campos no perdieron ni aun las mismas riquezas terrenas; mas
aquellos a quienes pesó por no haber asentido al consejo divino dudoso del fin que
tendrían sus haberes, echaron de ver ciertamente, si no ya con la ciencia del
vaticinio, a lo menos con la experiencia, lo que debían haber dispuesto para
asegurar perpetuamente sus bienes. Dirán que hubo también algunos cristianos
buenos que fueron atormentados por los godos sólo porque les pusiesen de
manifiesto sus riquezas; con todo, éstos no pudieron entregar ni perder aquel
mismo bien con que ellos eran buenos, y si tuvieron por más útil padecer
ultrajes y tormentos que manifestar y dar sus fortunas; haberes, seguramente, que
no eran buenos; pero a éstos, que tanta pena sufrían por la pérdida del oro; era
necesario advertirles cuánto se debía tolerar por Cristo para que aprendiesen a
amar, especialmente al que se enriquece y padece por Dios, esperando la
bienaventuranza, y no a la plata ni al oro, pues en apesadumbrarse por la
pérdida de estos metales fuera una acción pecaminosa, ya los ocultasen mintiendo,
ya los manifestasen y entregasen diciendo la verdad; porque en la fuerza de los
mayores tormentos nadie perdió a Cristo ni su protección, confesando, y ninguno
conservó el oro sino negando, y por eso las mismas afrentas que les daban
instrucciones seguras para creer debían amar el bien incorruptible y eterno
eran, quizá, de más provecho que los bienes por cuya adhesión y sin ningún
fruto eran atormentados sus dueños; y si hubo algunos que, aunque nada tenían
que poseer patente, cómo no los daban crédito, los molestaron con injurias y
malos tratamientos, también éstos, acaso, desearían gozar grandes haberes, por
cuyo afecto no eran pobres con una voluntad santa y sincera, y éste es el
motivo porque - era necesario persuadirles que no era la hacienda, sino la
codicia de ella la que me-recia semejantes aflicciones; pero si por profesar
una vida perfecta e intachable no tenían atesorado oro ni plata, no sé
ciertamente si aconteció acaso a alguno de éstos que le atormentasen creyendo
que tenía bienes; y, dado el caso de que así sucediese, sin duda, el que en los
tormentos confesaba su pobreza, a Cristo confesaba; pero aun cuando no
mereciese ser creído de los enemigos, con todo, el confesor de tan loable
pobreza no pudo ser afligido sin la esperanza del premio y remuneración que le estaba
preparada en el Cielo.
CAPITULO XI: Del fin de la vida temporal ya sea breve ya sea larga.
Mas se dirá perecieron muchos
cristianos al fuerte azote del hambre, que duró por mucho tiempo, y respondo
que este infortunio pudieron convertirle en utilidad propia los buenos, sufriéndole
piadosa y religiosamente, porque aquellos a quienes consumió el hambre se
libraron de las calamidades de esta vida, como sucede en una enfermedad
corporal; y los que aún quedaron vivos, este mismo azote les suministró los
documentos más eficaces no sólo para vivir con parsimonia y frugalidad, sino
para ayunar por más tiempo del ordinario. Si añaden que muchos cristianos
murieron también a los filos de la espada, y que otros perecieron con crueles y
espantosas muertes, digo que si estas penalidades no deben apesadumbrar, es una
ridiculez pensarlo así, pues ciertamente es una aflicción común a todos los que
han nacido en esta vida; sin embargo, es innegable que ninguno murió que alguna
vez no hubiese de morir; y el fin de la vida, así a la que es larga como a la
que es corta, las iguala y hace que sean una misma cosa, ya que lo que dejó una
vez de ser no es mejor ni peor, ni más largo ni más corto. Y qué importa se
acabe la vida con cualquier género de muerte, si al que muere no puede
obligársele a que muera segunda vez, y, siendo manifiesto que a cada uno de los
mortales le están amenazando innumerables muertes en las repetidas ocasiones
que cada día se ofrecen en esta vida, mientras está incierto cuál de ella le ha
de sobrevenir? Pregunto si es mejor sufrir una, muriendo, o temerlas todas, viviendo.
No ignoro con cuánto temor elegimos antes el vivir largos años debajo del
imperio de un continuado sobresalto y amenazas de tantas muertes, que muriendo
de una, no temer en adelante ninguna; pero una cosa es lo que el sentido de la carne,
como débil, rehúsa con temor, y otra lo que la razón bien ponderada y examinada
convence. No debe tenerse por mala muerte aquella a que precedió buena vida, porque
no hace mala a la muerte sino lo que a ésta sigue indefectiblemente; por esto los
que necesariamente han de morir, no deben hacer caso de lo que les sucede en su
muerte, sino del destino adonde se les fuerza marchar en muriendo. Sabiendo, pues,
los cristianos, que fue mucho mejor la muerte del pobre siervo de Dios que murió
entre las lenguas de los perros que lamían sus heridas, que la del impío rico
que murió entre la púrpura y la holanda, de qué inconveniente pudieron ser a
los muertos que vivieron bien aquellos horrendos género de muertes con que
fueron despedazados?
CAPITULO XII: De la sepultura de los cuerpos humanos, la cual, aunque se les deniegue, a los cristianos no les quita nada.
Pero dirán que, siendo tan
crecido el número de los muertos, tampoco hubo lugar espacioso para sepultarlos.
Respondo que la fe de los buenos no teme sufrir este infortunio, acordándose
que tiene Dios prometido que ni las bestias que los comen y consumen han de ser
parte para ofender a los cuerpos que han de resucitar, pues ni un cabello de su
cabeza se les ha de perder. Tampoco dijera la misma verdad por San Mateo No
temáis a los que matan al cuerpo y no pueden mataros el alma, si fuese
inconveniente para la vida futura todo cuanto los enemigos quisieran hacer de
los cuerpos de los difuntos; a no ser que haya alguno tan necio que pretenda
defender, no debemos temer antes de la muerte a los que matan el cuerpo, precisamente
por el hecho de darle muerte, sino después de la muerte, porque no impidan la
sepultura del cuerpo; luego es tanto lo que dice el mismo Cristo, que pueden
matar el cuerpo y no más, si tienen facultad, para poder disponer tan
absolutamente de los cuerpos muertos; pero Dios nos libre de imaginar ser incierto
lo que dice la misma Verdad. Bien confesamos que estos homicidas obran seguramente
por sí cuando quitan la vida, pues cuando ejecutan la misma acción en el cuerpo
hay sentido; pero muerto ya el cuerpo, nada les queda que hacer, pues ya no hay
sentido alguno que pueda padecer; no obstante, es cierto que a muchos cuerpos
de los cristianos no les cubrió la tierra, así como lo es que no hubo persona
alguna que pudiese apartarlos del, cielo y de la tierra, la cual llena con su
divina presencia. Aquel mismo que sabe cómo ha de resucitar lo que crió. Y
aunque por boca de su real profeta dice: Arrojaron los cadáveres de sus siervos
para que se los comiesen las aves, y las carnes de tus Santos, las bestias de
la tierra. Derramaron su sangre alrededor de Jerusalén como agua, y no había
quien les diese sepultura; mas lo dijo por exagerar la impiedad de los que lo
hicieron, que no la infelicidad de los que la padecieron; porque, aunque estas acciones,
a los ojos de los hombres, parezcan duras y terribles; pero a los del Señor
siempre fue preciosa la muerte de sus Santos; y así, el disponer todas las
cosas que se refieren al honor y utilidad del difunto, como son: cuidar del
entierro, elegir la sepultura, preparar las exequias, funeral y pompa de ellas,
más podemos caracterizarlas por consuelo de los vivos que por socorro de los
muertos. Y si no, díganme qué provecho se sigue al impío de ser sepultado en un
rico túmulo y que se le erija un precioso mausoleo, y les confesaré que al
justo no perjudica ser sepultado en una pobre hoya o en ninguna. Famosas exequias
fueron aquellas que la turba de sus siervos consagró a la memoria de su Señor, tan
impío como poderoso, adornando su yerto cuerpo con holandas y púrpura; pero más
magnificas fueron a los ojos de aquel gran Dios las que se hicieron al pobre Lázaro,
llagado, por ministerio de los ángeles, quienes no le enterraron en un suntuoso
sepulcro de mármol, sino que depositaron su cuerpo en el seno de Abraham. Los
enemigos de nuestra santa religión se burlan de esta santa doctrina, contra
quienes nos hemos encargado de la defensa de la Ciudad de Dios, y, con todo
observamos que tampoco sus filósofos cuidaron de la sepultura de sus difuntos; antes,
por el contrario, observamos que, en repetidas ocasiones, ejércitos enteros
muertos por la patria no cuidaron de elegir lugar donde, después de muertos, fuesen
sepultados, y menos, de que las bestias podrían devorarlos dejándolos
desamparados en los campos; por esta razón pudieron felizmente decir los poetas:
Que el cielo cubre al que no tiene losa. Por esta misma razón no debieran
baldonar a los cristianos sobre los cuerpos que quedaron sin sepultura, a quienes
promete Dios la reformación de sus cuerpos, como de todos lo: miembros, renovándoselos
en un momento con increíbles mejoras.
CAPITULO XlII: De la forma que tienen los Santos en sepultar los cuerpos.
No obstante lo que llevamos
expuesto, decimos que no se deben menospreciar, ni arrojarse los cadáveres de
los difuntos, especialmente los de los justos y fieles, de quienes se ha
servido el, Espíritu Santo como de unos vasos de elección e instrumentos para
todas las obras buenas; porque si los vestidos, anillos y otras alhajas de los
padres, las estiman sobremanera sus hijos cuanto es mayor el respeto y afecto
que les tuvieron, así también deben ser apreciados los propios cuerpos que les
son aún más familiares y aún más inmediatos que ningún género de vestidura; pues
éstas no son cosas que nos sirven para el adorno o defensa que exteriormente
nos ponemos, sino que son parte de la misma naturaleza. Y así, vemos que los
entierros de los antiguos justos se hicieron en su tiempo con mucha piedad, y
que se celebraron sus exequias, y se proveyeron de sepultura, encargando en
vida a sus hijos el modo con que debían sepultar o trasladar sus cuerpos. Tobías
es celebrado por testimonio de un ángel de haber alcanzado la gracia y amistad
de Dios ejercitando su piedad de enterrar los muertos. El mismo Señor, habiendo
de resucitar al tercero día, celebró la buena obra de María Magdalena, y
encargó se celebrase el haber derramado el ungüento precioso sobre Su Majestad,
porque lo hizo para sepultarle; y en el Evangelio, hace honorífica mención San
Juan de José de Arimatea y Nicodemus, que, bajaron de la cruz el santo cuerpo
de Jesucristo, y procuraron con diligencia y reverencia amortajarle y
enterrarle; sin embargo, no hemos de entender que las autoridades alegadas
pretenden enseñar que hay algún sentido en los cuerpos muertos; por el
contrario, nos significan que los, cuerpos de los muertos están, como todas las
cosas, bajo la providencia de Dios, a quien agradan semejantes oficios de
piedad, para confirmar la fe de la resurrección. Donde también aprendemos para
nuestra salud cuán grande puede ser el premio y remuneración de las limosnas
que distribuimos entre los vivos indigentes, pues a Dios no se le pasa por alto
ni aun el pequeño oficio de sepultar los difuntos, que ejercemos con caridad y
rectitud de ánimo, nos ha de proporcionar una recompensa muy superior a nuestro
mérito. También debemos observar que cuanto ordenaron los santos Patriarcas
sobre los enterramientos o traslaciones de los cuerpos quisieron lo tuviésemos
presente como enunciado con espíritu profético; mas no hay causa para que nos
detengamos en este punto; basta, pues, lo que va insinuado, y si las cosas que
en este mundo son indispensables para sustentarse los vivos, como son comer y
vestir, aunque nos falten con grave dolor nuestro, con todo, no disminuyen en
los buenos la virtud de la paciencia ni destierran del corazón la piedad y
religión, antes si, ejercitándola, la alientan y fecundizan en tanto grado; por
lo mismo, las cosas precisas para los entierros y sepulturas de los difuntos, aun
cuando faltasen, no harán míseros ni indigentes a los que están ya descansando
en las moradas de los justos; y así cuando en el saco de Roma echaron de menos
este beneficio los cuerpos cristianos, no fue culpa de los vivos, pues no
pudieron ejecutar libremente esta obra piadosa, ni pena de los muertos, porque
ya no podían sentirla.
CAPITULO XIV: Del cautiverio de los Santos, y cómo jamás les faltó el divino consuelo.
Sí dijesen que muchos cristianos
fueron llevados en cautiverio, confieso que fue infortunio grande si, por acaso,
los condujeron donde no hallasen a su Dios; mas, para templar esta calamidad, tenemos
también en las sagradas letras grandes consuelos. Cautivos estuvieron los tres
jóvenes, cautivo estuvo Daniel y otros profetas, y no les faltó Dios para su
consuelo. Del mismo modo, tampoco desamparó a sus fieles en el tiempo de la
tiranía y de la opresión de gente, aunque bárbara, humana, el mismo que no
desamparó a su profeta ni aun en el vientre de la ballena. A pesar de la
certeza de estos hechos, los incrédulos a quienes instruimos en estas saludables
máximas intentan desacreditarlas, negándolas la fe que merecen, y, con todo, en
sus falsos escritos creen que Arión Metimneo, famoso músico de cítara, habiéndose
arrojado al mar, le recibió en sus espaldas un delfín y le sacó a tierra; pero
replicarán que el suceso de Jonás es más increíble, y, sin duda, puede decirse
que es más increíble, porque es más admirable, y más admirable, porque es más
poderoso.
CAPITULO XV: De Régulo, en quien hay un ejemplo de que se debe sufrir el cautiverio aun voluntariamente por la religión, lo que no pudo aprovecharle por adorar a los dioses.
Los contrarios de nuestra
religión tienen entre sus varones insignes un noble ejemplo de cómo debe
sufrirse voluntariamente el cautiverio por causa de la religión. Marco Atilio Régulo,
general del ejército romano, fue prisionero de los cartagineses, quienes teniendo
por más interesante que los romanos les restituyesen los prisioneros, que ellos
tenían que conservar los suyos, para tratar de este asunto enviaron a Roma a
Régulo en compañía de sus embajadores, tomándole ante todas cosas juramento de qué
si no se concluía favorablemente lo que pretendía la República, se volvería a
Cartago. Vino a Roma Régulo, y en el Senado persuadió lo contrario, pareciéndole
no convenía a los intereses de la República romana el trocar los prisioneros. Concluido
este negocio, ninguno de los suyos le forzó a que volviese a poder de sus
enemigos; pero no por eso dejó Régulo de cumplir su juramento. Llegado que fue
a Cartago, y dada puntual razón de la resolución del Senado, resentidos los cartagineses,
con exquisitos y horribles tormentos le quitaron la vida, porque metiéndole en
un estrecho madero, donde por fuerza estuviese en pie, habiendo clavado en él
por todas partes agudísimos puntas, de modo que no pudiese inclinarse a ningún
lado sin que gravemente se lastimase, le mataron entre los demás tormentos con
no dejarle morir naturalmente. Con razón, pues, celebran la virtud, que fue
mayor que la desventura, con ser tan grande; pero, sin embargo estos males le vaticinaban
ya el juramento que había hecho por los dioses, quienes absolutamente prohibían
ejecutar tales atrocidades en el género humano, como sostienen sus adoradores. Mas
ahora pregunto: si esas falsas deidades, que eran reverenciadas de los hombres
para que los hiciesen prósperos en la vida presente, quisieron o permitieron
que al mismo que juró la verdad se le diesen tormentos tan acerbos, qué
providencia más dura pudieran tomar cuando estuvieran enojados con un perjuro?,
Pero, por cuanto creo que con este solo argumento no concluiré ni dejaré
convencido lo uno ni lo otro, continúo así. Es cierto que Régulo adoró y dio
culto a los dioses, de modo que por la fe del juramento ni se quedó en su
patria ni se retiró a otra parte, sino que quiso volverse a la prisión, donde
había de ser maltratado de sus crueles enemigos; si pensó que esta acción tan
heroica le importaba para esta vida, cuyo horrendo fin experimentó en sí mismo,
sin duda, se engañaba; porque con su ejemplo nos dio un prudente documento de
que los dioses nada contribuían para su felicidad temporal, pues adorándolos
Régulo fue, sin embargo, vencido y preso, y porque no quiso hacer otra cosa, sino
que cumplir exactamente lo que había jurado por los, falsos dioses, murió
atormentado con un nuevo nunca visto y horrible género de muerte; pero si la
religión de los dioses da después de esta vida la felicidad, como por premio, por
qué calumnian a los tiempos cristianos, diciendo que le vino a Roma aquella calamidad
por haber dejado la religión de sus dioses? Pues, acaso, reverenciándoles con
tanto respeto, pudo ser tan infeliz como lo fue Régulo? Puede que acaso haya
alguno que contra una verdad tan palpable se oponga todavía con tanto furor y extraordinaria
ceguedad, que se atreva a defender que, generalmente, toda una ciudad que
tributa culto a los dioses no puede serlo, porque de estos dioses es más a
propósito el poder para conservar a muchos que a cada uno en particular, ya que
la multitud consta de los particulares. Si confiesan que Régulo, en su
cautiverio y corporales tormentos, pudo ser dichoso por la virtud del alma, búsquese
antes la verdadera virtud con que pueda ser también feliz la ciudad, ya que la
ciudad no es dichosa por una cosa y el hombre por otra, pues la ciudad no es
otra cosa que muchos hombres unidos en sociedad para defender mutuamente sus
derechos. No disputo aquí cuál fue la virtud de Régulo; basta por ahora decir
que este famoso ejemplo les hace confesar, aunque no quieran, que no deben
adorarse los dioses por los bienes corporales o por los acaecimientos que exteriormente
sucedan al hombre, puesto que el mismo Régulo quiso más carecer de tantas
dichas que ofender a los dioses por quienes había jurado. Pero, qué haremos con
unos hombres que se glorían de que tuvieron tal ciudadano cual temen que no sea
su ciudad, y si no temen, confiesan de buena fe que casi lo mismo que sucedió a
Régulo pudo suceder a la ciudad, observando su culto y religión con tanta
exactitud como él, y dejen de calumniar los tiempos cristianos? Mas por cuanto
la disputa empezó sobre los cristianos, que igualmente fueron conducidos a la
prisión y al cautiverio, dense cuenta de este suceso y enmudezcan los que por
esta ocasión, con desenvoltura e imprudencia, se burlan de la verdadera
religión; porque si fue ignominia de sus dioses que el que más se esmeraba en
su servicio por guardarles la fe del juramento creciese de su patria, no teniendo
otra; y que, cautivo en poder de sus enemigos, muriese con una prolija muerte y
nuevo género de crueldad, mucho menos debe ser reprendido el nombre cristiano
por la cautividad de los suyos, pues viviendo con la verdadera esperanza de conseguir
la perpetua posesión de la patria celestial, aun en sus propias tierras saben
que son peregrinos.
CAPITULO XVI: SI las violencias que quizá padecieron las santas doncellas en su cautiverio pudieron contaminar la virtud del ánimo sin el consentimiento de la voluntad.
Piensan seguramente que ponen un
crimen enorme a los cristianos cuando, exagerando su cautiverio, añaden también
que se cometieron impurezas, no sólo en las casadas y doncellas, sino también
en las monjas, aunque en este punto ni la fe, ni la piedad, ni la misma virtud
que se apellida castidad, sino nuestro frágil discurso es el que, entre el
pudor y la razón, se, halla como en caos de confusiones o en un aprieto, del
que no puede evadirse sin peligro; mas en esta materia no cuidamos tanto de contestar
a los extraños como de consolar a los nuestros. En cuanto a lo primero, sea, pues,
fundamento fijo, sólido e incontestable, que la virtud con que vivimos
rectamente desde el alcázar del alma ejerce su imperio sobre los miembros del
cuerpo, y que éste se hace santo con el uso y medio de una voluntad santa, y
estando ella incorrupta y firme, cualquiera cosa que otro hiciere del cuerpo o
en el cuerpo que sin pecado propio no se pueda evitar, es sin culpa del que
padece, y por cuanto no sólo se pueden cometer en un cuerpo ajeno acciones que
causen dolor, sino también gusto sensual, lo que así se cometió, aunque no
quita la honestidad, que con ánimo constante se conservé, con todo causa pudor
para que así no se crea que se perpetró con anuencia de la voluntad lo que
acaso no pudo ejecutarse sin algún deleite carnal; y por este motivo, qué
humano afecto habrá que no excuse o perdone a las que se dieron muerte por no
sufrir esta calamidad? Pero respecto de las otras que no se mataron por
librarse con su muerte de un pecado ajeno, cualesquiera que les acuse de este
defecto, si le padecieron, no se excusa de ser reputado por necio.
CAPITULO XVII: De la muerte voluntaria por miedo de la pena o deshonra.
Si a ninguno de los hombres es
lícito matar a otro de propia autoridad, aunque verdaderamente sea culpado, porque
ni la ley divina ni la humana nos da facultad para quitarle la vida; sin duda
que el que se mata a sí mismo también es homicida, haciéndose tanto más culpado
cuando se dio muerte, cuanta menos razón tuvo para matarse; porque si
justamente abominamos de la acción de Judas y la misma verdad condena su
deliberación, pues con ahorcarse más acrecentó que satisfizo el crimen de su
traición (ya que, desesperado ya de la divina misericordia y pesaroso de su
pecado, no dio lugar a arrepentirse y hacer una saludable penitencia, cuánto más
debe abstenerse de quitarse la vida el que con muerte tan infeliz nada tiene en
sí que castigar? Y en esto hay notable diferencia, porque Judas, cuando se dio
muerte, la dio a un hombre malvado, y, con todo, acabó esta vida no sólo
culpado en la muerte del Redentor, sino en la suya propia, pues aunque se mató
por un pecado suyo, en su muerte hizo otro pecado.
CAPITULO XVIII: De la torpeza ajena y violenta que padece en su forzado cuerpo una persona contra su voluntad.
Pregunto, pues, por qué el hombre,
que a nadie ofende ni hace mal, ha de hacerse mal a sí propio y quitándose la
vida ha de matar a un hombre sin culpa, por no sufrir la culpa de otro, cometiendo
contra sí un pecado propio, porque no. se cometa en él el ajeno? Dirán: porque
teme ser manchado con ajena torpeza; pero siendo, como es, la honestidad una
virtud del alma, y teniendo, como tiene, por compañera la fortaleza, con la
cual puede resolver el padecer ante cualesquiera aflicciones que consentir en
un solo pecado, y no estando, como no está, en la mano y facultad del hombre
más magnánimo y honesto lo que puede suceder de su cuerpo, sino sólo el
consentir con la voluntad o disentir, quién habrá que tenga entendimiento sano
que juzgue que pierde su honestidad, si acaso en su cautivo y violentado cuerpo
se saciase la sensualidad ajena? Porque si de este modo se pierde la honestidad,
no será virtud del alma ni será de los bienes con que se vive virtuosamente, sino
será de lo: bienes del cuerpo, como son las fuerzas, la hermosura, la
complexión sana y otras cualidades semejantes, las cuales dotes, aunque
decaigan en nosotros, de ninguna manera nos acortan la vida buena y virtuosa; y
si la honestidad corresponde a alguna de estas prendas tan estimadas, por qué
procuramos, aun con riesgo del cuerpo, que no se nos pierda? Pero si toca a los
bienes del alma, aunque sea forzado y padezca el cuerpo, no por eso se pierde; antes
bien, siempre que la santa continencia no se rinda a las impurezas de la carnal
concupiscencia, santifica también el mismo cuerpo. Por tanto, cuando con invencible
propósito persevera en no rendirse, tampoco se pierde la castidad del mismo
cuerpo, porque está constante la voluntad en usar bien y santamente de él, y
cuanto consiste en él, también la facultad. El cuerpo no es santo porque sus miembros
estén íntegros o exentos de tocamientos torpes, pues pueden, por diversos
accidentes, siendo heridos, padecer fuerza, y a veces observamos que los
médicos, haciendo sus curaciones, ejecutan en los remedios que causan horror. Una
partera examinando con la mano la virginidad de una doncella, lo fuese por odio
o por ignorancia en su profesión, o por acaso, andándola registrando, la echó a
perder y dejó inútil; no creo por eso que haya alguno tan necio que presuma que
perdió la doncella por esta acción la santidad de su cuerpo, aunque perdiese la
integridad de la parte lacerada; y así cuando permanece firme el propósito de
la voluntad por el cual merece ser santificado el cuerpo, tampoco la violencia
de ajena sensualidad le quita al mismo cuerpo la santidad que conserva in
violable la perseverancia en su continencia. Pregunto: si una mujer fuese con voluntad
depravada, y trocado el propósito que había hecho a Dios a que la deshonrase
uno que la había seducido y engañado, antes que llegue al paraje designado, mientras
va aún caminando, diremos que es ésta santa en el cuerpo, habiendo ya perdido
la santidad del alma con que se santificaba el cuerpo? Dios nos libre de
semejante error. De esta doctrina debemos deducir que, así como se pierde la
santidad del cuerpo, perdida ya la del alma, aunque el cuerpo quede íntegro e intacto,
así tampoco se pierde la santidad del cuerpo quedando entera la santidad del
alma, no obstante de que el cuerpo padezca violencia; por lo cual, si una mujer
que fuese forzada violentamente sin consentimiento suyo, y padeció menoscabo en
su cuerpo con pecado ajeno, no tiene que castigar en sí, matándose
voluntariamente, cuánto más antes que nada suceda, porque no venga a cometer un
homicidio cierto, estando el mismo pecado, aunque ajeno, todavía incierto? Por
ventura, se atreverán a contradecir a esta razón tan evidente con que probamos
que cuando se violenta un cuerpo, sin haber habido mutación en el propósito de
la castidad, consintiendo en el pecado, es sólo culpa de aquel que conoce por
fuerza a la mujer, y no de la que es forzada y de ningún modo consiente con
quien la conoce? Tendrán atrevimiento, digo, a contradecir estas reflexiones
aquellos contra quienes defendemos que no sólo las conciencias, sino también
los cuerpos de las mujeres cristianas que padecieron fuerza en el cautiverio
fueron inculpables y santos?
CAPITULO XIX: De Lucrecia, que se mató por haber sido forzada.
Celebran y ensalzan los antiguos
con repetidas alabanzas a Lucrecia, ilustre romana, por su honestidad y haber
padecido la afrenta de ser forzada por el hijo del rey Tarquino el Soberbio. Luego
que salió de tan apretado lance, descubrió la insolencia de Sexto a su marido
Colatino y a su deudo Junio Bruto, varones esclarecidos por su linaje y valor, empeñándolos
en la venganza; pero, impaciente y dolorosa de la torpeza cometida en su
persona, se quitó al punto la vida. A vista de este lamentable suceso, qué
diremos? En qué concepto hemos de tener a Lucrecia, en el de casta o en el de
adúltera? Pero quién hay que repare en esta controversia? A este propósito, con
verdad y elegancia, dijo un célebre político en una declaración: Maravillosa
cosa; dos fueron, y uno sólo cometió el adulterio; caso estupendo, pero cierto.
Porque, dando a entender que en esta acción en el uno había habido un apetito
torpe y en la otra una voluntad casta, y atendiendo a lo que resultó, no de la
unión de los miembros, sino de la diversidad de los ánimos; dos, dice, fueron, y
uno sólo cometió el adulterio. Pero qué novedad es ésta que veo castigada con
mayor rigor a la que no cometió el adulterio? A Sexto, que es el causante, le destierran
de su patria juntamente con su padre, y a Lucrecia la veo acabar su inocente
vida con la pena más acerba que prescribe la ley: si no es deshonesta la que
padece forzada, tampoco es justa la que castiga a la honesta. A vosotros apelo,
leyes y magistrados romanos, pues aun después, de cometidos los delitos jamás
permitísteis matar libremente a un facineroso sin formarle primero proceso, ventilar
su causa por los trámites del Derecho y condenarle luego; si alguno presentase
esta causa en vuestro tribunal y os constase por legítimas pruebas que habían
muerto a una señora, no sólo sin oírla ni condenarla, sino también siendo casta
e inocente, pregunto: no castigaríais semejante delito con el rigor y severidad
que merece?. Esto hizo aquella celebrada Lucrecia: a la inocente, casta y
forzada Lucrecia la mató la misma Lucrecia; sentenciadlo vosotros, y si os excusáis
diciendo no podéis ejecutarlo porque no está presente para poderla castigar, por
qué razón a la misma que mató a una mujer casta e inocente la celebráis con
tantas alabanzas? Aunque a presencia de los jueces infernales, cuales
comúnmente nos los fingen vuestros poetas, de ningún modo podéis defenderla
estando ya condenada entre aquellos que con su propia mano, sin culpa, se
dieron muerte, y, aburridos de su vida, fueron pródigos de sus almas a quien. deseando
volver acá no la dejan ya las irrevocables leyes y la odiosa laguna con sus
tristes ondas la detiene; por ventura, no está allí porque se mató, no inocentemente,
sino porque la remordió la conciencia? Qué sabemos lo que ella solamente pudo
saber, si llevada de su deleite consintió con Sexto que la violentaba, y, arrepentida
de la fealdad de esta acción, tuvo tanto sentimiento que creyese no podía satisfacer
tan horrendo crimen sino con su muerte? Pero ni aun así debía matarse, si podía
acaso hacer alguna penitencia que la aprovechase delante de sus dioses. Con
todo, si por fortuna es así, y fue falsa la conjetura de que dos fueron en el
acto y uno sólo el que cometió el adulterio, cuando, por el contrario, se
presumía que ambos lo perpetraron, el uno con evidente fuerza y la otra con
interior consentimiento, en este caso Lucrecia no se mató inocente ni exenta de
culpa, y por este motivo los que defienden su causa podrán decir que no está en
los infiernos entre aquellos que sin culpa se dieron la muerte con sus propias manos;
pero de tal modo se estrecha por ambos extremos el argumento, que si se excusa
el homicidio se confirma el adulterio, y si se purga éste se le acumula aquél; por
fin, no es dable dar fácil solución a este dilema: si es adúltera, por qué la
alaban?, y si es honesta, por qué la matan? Mas respecto de nosotros, éste es
un ilustre ejemplo para convencer a los que, ajenos de imaginar con rectitud, se
burlan de las cristianas que fueron violadas en su cautiverio, y para nuestro
consuelo bastan los dignos loores con que otros han ensalzado a Lucrecia, repitiendo
que dos fueron y uno cometió el adulterio, porque todo el pueblo romano quiso
mejor creer que en Lucrecia no hubo consentimiento que denigrase su honor, que
persuadirse que accedió sin constancia a un crimen tan grave. Así es que el
haberse quitado la vida por sus propias manos no fue porque fuese adúltera, aunque
lo padeció inculpablemente; ni por amor a la castidad, sino por flaqueza y
temor de la vergüenza. Tuvo, pues, vergüenza de la torpeza ajena que se había
cometido en ella, aunque no con ella, y siendo como era mujer romana, ilustre
por sangre y ambiciosa de honores, temió creyese él vulgo que la violencia que
había sufrido en vida había sido con voluntad suya; por esto quiso poner a los
ojos de los hombres aquella pena con que se castigó, para que fuese testigo de
su voluntad ante aquellos a quienes no podía manifestar su conciencia. Tuvo, pues,
un pudor inimitable y un justo recelo de que alguno presumiese había sido
cómplice en el delito, si la injuria que Sexto había cometido torpemente en su
persona la sufriese con paciencia. Mas no lo practicaron así las mujeres
cristianas, que habiendo tolerado igual desventura aun viven; pero tampoco vengaron
en si el pecado ajeno, por no añadir a las culpas ajenas las propias, como lo
hicieran, si porque el enemigo con brutal apetito sació en ellas sus torpes
deseos, ellas precisamente por el pudor público fueran homicidas de sí mismas. Es
que tenían dentro de sí mismas la gloria de su honestidad, el testimonio de su
conciencia, que ponen delante de los ojos de su Dios, y no desean más cuando
obran con rectitud ni pretenden otra cosa por no apartarse de la autoridad de
la ley divina, aunque a veces se expongan a las sospechas humanas.
CAPITULO XX: Que no hay autoridad que permita en ningún caso a los cristianos el quitarse a sí propios la vida.
Por eso, no sin motivo, vemos que
en ninguno de los libros santos y canónicos se dice que Dios nos mande o
permita que nos demos la muerte a nosotros propios, ni aun por conseguir la
inmortalidad, ni por excusarnos o libertarnos de cualquiera calamidad o
desventura. Debemos asimismo entender que nos comprende a nosotros la ley, cuando
dice Dios, por boca de Moisés: no matarás, porque no añadió a tu prójimo, así
como cuando nos vedó decir falso testimonio, añadió: no dirás falso testimonio
contra tu prójimo; mas no por eso, si alguno dijere falso testimonio contra sí
mismo, ha de pensar que se excusa de este pecado, porque la regla de amar al
prójimo la tomó el mismo autor del amor de si mismo, pues dice la Escritura: amarás
a tu prójimo como a ti mismo, y si no menos incurre en la culpa de un falso
testimonio el que contra sí propio le dice que si le dijera contra su prójimo, aunque
en el precepto donde se prohíbe el falso testimonio se prohíbe específicamente
contra el prójimo, y acaso puede figurárseles a los que no lo entienden bien
que no está vedado que uno le diga contra sí mismo; cuánto más se debe entender
que no es licito al hombre el matarse a sí mismo, pues donde dice la Escritura
no matarás, aunque después no añada otra particularidad, se entiende que a
ninguno exceptúa, ni aun al mismo a quien se lo manda. Por este motivo hay algunos
que quieren extender este precepto a las bestias, de modo que no podemos matar
ninguna de ellas; pero si esto es cierto en su hipótesis, por qué no incluyen
las hierbas y todo que por la raíz se sustenta y planta en la tierra? Pues
todos estos vegetales, aunque no sientan, con todo se dice que viven y, por
consiguiente, pueden morir; así pues, siempre que las hicieren fuerza las
podrán matar, en comprobación de esta doctrina, el apóstol de las gentes, hablando
de semejantes semillas dice: Lo que tú siembras no se vivifica si no muere
primero; y el salmista dijo: matóles sus vidas con granizo. Y acaso cuando nos mandan
no matarás, diremos que es pecado arrancar una planta? Y si así lo
concediésemos, no caeríamos en el error de los maniqueos? Dejando, pues, a un
lado estos dislates, cuando dice no matarás, debemos comprender que esto no
pudo decirse de las plantas, porque en ellas no hay sentido; ni de los
irracionales, como son: aves, peces, brutos y reptiles, porque carecen de
entendimiento para comunicarse con nosotros; y así, por justa disposición del
Criador, su vida y muerte está sujeta a nuestras necesidades y voluntad. Resta,
Pues, que entendamos lo que Dios prescribe respecto al hombre: dice no matarás,
es decir, a otro hombre; luego ni a ti propio, porque el que se mata a sí no
mata a otro que a un hombre.
CAPITULO XXI: De las muertes de hombres en que no hay homicidio.
A pesar de lo arriba dicho, el
mismo legislador que así lo mandó expresamente señaló varias excepciones, como
son, siempre que Dios expresamente mandase quitar la vida a un hombre, ya sea
prescribiéndolo por medio de alguna ley o previniéndolo en términos claros, en
cuyo caso no mata quien presta su ministerio obedeciendo al que manda, así como
la espada es instrumento del que la usa; por consiguiente, no violan este
precepto, no matarás, los que por orden de Dios declararon guerras o
representando la potestad pública y obrando según el imperio de la justicia
castigaron a los facinerosos y perversos quitándoles la vida. Por esta causa, Abraham,
estando resuelto a sacrificar al hijo único que tenía, no solamente no fue
notado de crueldad, sino que fue ensalzado y alabado por su piedad para con
Dios, pues aunque, cumpliendo el mandato divino, determinó quitar la vida a
Isaac, no efectuó esta acción por ejecutar un hecho pecaminoso, sino por
obedecer a los preceptos de Dios, y éste es el motivo porque se duda, con razón,
si se debe tener por mandamiento expreso de Dios lo que ejecutó Jepté matando a
su hija cuando salió al encuentro para darle el parabién de su victoria, en
conformidad con el voto solemne que había hecho de sacrificar a Dios el primero
que saliese a recibirle cuando volviese victorioso. Y la muerte de Sansón no
por otra causa se justifica cuando justamente con los enemigos quiso perecer
bajo las ruinas del templo, sino porque secretamente se lo había inspirado el
espíritu de Dios, por cuyo medio hizo acciones milagrosas que causan admiración.
Exceptuados, pues, estos casos y personas a quienes el Omnipotente manda matar
expresamente o la ley que justifica este hecho y presta su autoridad, cualquiera
otro que quitase la vida a un hombre, ya sea a sí mismo, ya a otro, incurre en
el crimen de homicidio.
CAPITULO XXII: Que en, ningún caso puede llamarse a la muerte voluntaria grandeza de ánimo.
Todos los que han ejecutado en
sus personas muerte voluntaria podrán ser, acaso, dignos de admiración por su
grandeza de ánimo, mas no alabados por cuerdos y sabios; aunque si con
exactitud consultásemos a la razón, advertiríamos no debe llamarse grandeza de
ánimo cuando uno, no pudiendo sufrir algunas adversidades o pecados de otros, se
mata a sí mismo porque en este caso muestra más claramente su flaqueza, no
pudiendo tolerar la dura servidumbre de su cuerpo o la necia opinión del vulgo;
pero si deberá tenerse por grandeza de ánimo la de aquel que sabe soportar las penalidades
de la vida y no huye de ellas, como la del que sabe despreciar las ilusiones
del juicio humano, particularmente las del vulgo, cuya mayor parte está
generalmente impregnada de errores, si atendemos a las máximas que dicta la luz
y la pureza de una conciencia sana. Y si se cree que es una acción capaz de
realizar la grandeza de ánimo de un corazón constante el matarse a sí mismo, sin
duda que Cleombroto es singular en esta constancia, pues de él refieren que, habiendo
leído el libro de Platón donde trata de la inmortalidad del alma, se arrojó de
un muro, y de este modo pasó de la vida presente a la futura, teniéndola por la
más dichosa, ya que no le había obligado ninguna calamidad ni culpa verdadera o
falsa a matarse por no poderla sufrir y sólo su grandeza de ánimo fue la que
excitó su constancia a romper los suaves lazos de la vida con que se hallaba aprisionado;
pero de que cita acción fue temeraria y no efecto de admirable fortaleza, pudo
desengañarle el mismo Platón, quien seguramente se hubiera muerto a sí mismo y
mandado a los hombres lo ejecutasen así, si reflexionando sobre la inmortalidad
del alma, no creyera que semejante despecho no solamente no debía practicarse, sino
que debía prohibirse.
CAPITULO XXIII: Sobre el concepto que debe formarse del ejemplo de Catón, que, no pudiendo sufrir la victoria de César, se mató.
Dirán que muchos se mataron por
no venir en poder de sus enemigos; pero, por ahora, no disputamos si se hizo, sino
si se debió hacer, en atención a que, en iguales circunstancias, a los ejemplos
debemos anteponer la razón con quien concuerdan éstos, y no cualesquiera de
ellos, sino los que son tanto más dignos de imitar cuanto son más excelentes en
piedad. No lo hicieron ni los patriarcas, ni los profetas, ni los apóstoles
hicieron esto. El mismo Cristo Señor Nuestro, cuando aconsejó a sus discípulos
que siempre que padeciesen persecución huyesen de una ciudad a otra, les pudo
decir que se quitasen la vida para no venir a manos de sus perseguidores; y si
el Redentor no mandó ni aconsejó que de este modo saliesen los apóstoles de
esta vida miserable (a quienes en muriendo, prometió tenerles preparadas las
moradas eternas), aunque nos opongan los gentiles cuantos ejemplares quieran, es
manifiesto que semejante atentado no es lícito a los que adoran a un Dios
verdadero; no obstante que las naciones que no conocieron a Dios, a excepción
de Lucrecia, no hallan otros personajes con cuyo ejemplo puedan eludir nuestra
doctrina sólo Catón, precisamente porque fuese quien ejecutó en sí este crimen,
fue reputado entre los hombres por bien y docto. Y éste es el motivo que puede
hacer creer a algunos que cuando Catón tomó esta deliberación, podía hacerse, o
que él tenía facultad para ejecutarlo cuando lo puso en práctica: Pero de un
hecho tan temerario, qué podré yo decir sino que algunas personas doctas, amigos
suyos, que con más cordura le disuadían de su determinación, consideración esta
acción como hija de un espíritu débil y no de un corazón fuerte? Pues por ella
venía a manifestar, no la virtud que huye de las acciones torpes, sino la
flaqueza que no puede sufrir las adversidades, lo cual dio a entender el mismo
Catón en la persona de su hijo; porque si era cosa vergonzosa vivir bajo los
triunfos y protección de César, como lo aconsejaba a su hijo, a quien persuadió
tuviese confianza, que alcanzaría de la benignidad de César cuanto le pidiese, por
qué no le excitó a que, imitando su ejemplo, se matase con él? Si Torcuato, loablemente,
quita la vida a su hijo, que contra su orden presentó la batalla al enemigo, no
obstante de quedar vencedor, por qué Catón vencido perdona a su hijo vencido, no
habiéndose perdonado a sí propio? Por ventura era acaso acción más humillante
ser vencedor contra el mandato que contra el decoro de sufrir al vencedor? Luego
Catón no tuvo por ignominioso vivir bajo la tutela de César vencedor; pues si
hubiera sentido lo contrario, con su propia espada libertaría a su hijo de esta
deshonra. Y cuál pudo ser el motivo de esta persuasión paterna? Sin duda no fue
otro tan singular como fue el amor que tuvo a su hijo, a quien quiso que César
perdonase; tanta fue la envidia que tuvo de la gloria del mismo César, porque
no llegase el caso de ser perdonado de éste, como refieren que lo dijo César, o
para expresarlo con más suavidad, tanta fue la vergüenza de hacerse prisionero
de su enemigo.
CAPITULO XXIV: Que 'en la virtud en que Régulo superó a Catón se aventajan, mucho más los cristianos.
Los incrédulos, contra cuyas
opiniones disputamos, no quieren que antepongamos a Catón, un varón tan santo
como fue Job, que quiso más padecer en su cuerpo horribles y pestíferos males, que,
con darse muerte, carecer de todos aquellos tormentos, o a otros santos que, por
el irrefragable testimonio de nuestros libros, tan autorizados como dignos de
fe, consta quisieron más sufrir el cautiverio de sus enemigos que darse a sí
propios la muerte. Con todo, por lo que resulta de los libros de estos fanáticos,
a M. Catón podemos preferir Marco Régulo, en atención a que Catón jamás venció
en campal batalla a César, siendo así que César había vencido a Catón, el cual,
viéndose vencido, no quiso postrar su orgullosa cerviz sujetándose a su
albedrío, y por no rendirse quiso más matarse a si propio; pero Régulo había ya
batido y vencido varias veces a los cartagineses, y siendo aún general, había
alcanzado para el Imperio romano una señalada victoria, no lastimosa para sus
mismos ciudadanos, sino célebre por ser de sus enemigos; y, con todo, vencido
al fin por los africanos, quiso más sufrir sus injurias sirviendo como esclavo
que huir de la esclavitud dándose la muerte; y así, bajo el yugo de los
cartagineses, mostró paciencia, y en el amor a su patria constancia, no
privando a los enemigos de un cuerpo ya vencido, ni a sus ciudadanos de un
ánimo invencible. Jamás tuvo la idea de quitarse la vida por insufribles que
fuesen sus calamidades, y esto lo hizo por el deseo de conservar la vida; cuya
presunción ratificó cuando, en virtud del juramento referido, volvió sin recelo
al poder de sus contrarios, a quienes había causado en el Senado mayor
perjuicio con sus raciocinios y dictamen que en campaña con su acreditado valor
y temibles ejércitos. Así, pues, un tan gran menospreciador de la vida presente,
que quiso más terminar su carrera entre enemigos crueles, padeciendo toda
suerte de desdichas, que darse por sí mismo la muerte, sin duda que tuvo por
horrendo crimen que el hombre a sí mismo se quite la vida. Entre todos sus
varones insignes en virtud, armas y letras, no hacen alarde los romanos de otro
mejor que de Régulo, a quien ni la felicidad le perdió; pues con tantas
victorias murió pobre, ni la infelicidad quebrantó su constante ánimo, puesto
que volvió sin temor a una servidumbre tan fiera, sólo por atender la felicidad
de su patria; y si tales hombres, acérrimos defensores de Roma y de sus dioses
(a quienes adoraban con el mayor respeto, observando religiosamente los
juramentos que por ellos hacían), pudieron quitar la vida a sus enemigos, atendiendo
el derecho de la guerra, éstos, ya que la veían conservada por la piedad del
vencedor, no quisieron matarse a sí propios; pues no temiendo los horrores de
la muerte, tuvieron por más acertado sufrir el yugo de sus señores que
tomársela por sus propias manos. A vista de tales ejemplos, con cuánta mayor
razón los cristianos, que adoran a un Dios verdadero y aspiran a la patria
celestial, deben guardarse de cometer este pecado, siempre que la Divina
Providencia los sujete al imperio de sus enemigos, ya para probar la rectitud
de su corazón, ya para su corrección? Pues es indudable que en tal calamidad no
los desampara aquel gran Dios, que, siendo el Señor de los señores, vino en
traje tan humilde a este mundo, para enseñarnos con su ejemplo a practicar la humildad,
por lo cual, aquellos mismos a quienes ninguna ley, derecho militar ni práctica
autoriza para atar al enemigo vencido, deben ser más cuidadosos en conservar
vidas y no quebrantar las divinas sanciones.
CAPITULO XXV: Que no se debe evitar un pecado con otro pecado.
Qué error tan craso es el que se
apodera de nuestra imaginación cuando llega a persuadir al hombre se mate a sí
mismo, ya sea porque su enemigo pecó contra él, o por que no peque cuando no se
atreve a matar al mismo enemigo que peca o ha de pecar? Dirán que se debe temer
que el cuerpo, sujeto al apetito sensual del enemigo, convide y atraiga con él
demasiado regaló al alma a consentir en el pecado; y por eso añaden que debe
matarse uno a sí mismo, no ya por el pecado ajeno, sino por el suyo propio
antes que le cometa; pero de ningún modo consentirá en tal flaqueza un alma que
acceda al apetito carnal, irritada con el torpe deseo de otro; un alma, digo, que
está más sujeta a Dios y a su admirable sabiduría que el apetito corporal; y si
es una acción detestable y una maldad abominable el matarse el hombre a sí
mismo, como la misma verdad nos lo predica, quién será tan necio que diga: pequemos
ahora para que no pequemos después; cometamos ahora el homicidio, no sea que después
caigamos en adulterio? Pregunto: si dado caso que domine en nuestros corazones
con tanto despotismo la maldad, que no escojamos ni echemos mano de la
inocencia, sino de los pecados, no será mejor el adulterio incierto futuro que
el homicidio cierto de presente? No sería menos culpable cometer un pecado que
se pueda restaurar con la penitencia que cometer otro en que no se deja tiempo
para hacerla? Esto he dicho por aquellos que por evitar el pecado, no ajeno, sino
propio (no sea que a causa del ajeno apetito vengan a consentir también con el
propio irritado), piensan que deben hacerse fuerza a sí y matarse. Pero
líbrenos Dios que el alma cristiana que confía en su Dios, teniendo puesta en
él su esperanza y estribando en su favor y ayuda, caiga, se rinda y ceda a un
deleite carnal para consentir en una torpeza, aumentando un delito con otro
delito. Y si la resistencia carnal, que había aun en los miembros moribundos, se
mueve como por un privilegio suyo contra el de nuestra voluntad, cuánto más
será en el cuerpo del que no consiente, si se halla en el cuerpo del que duerme
CAPITULO XXVI: Cuando vemos que los Santos hicieron cosas que, no son lícitas, cómo debemos creer que las hicieron?
Pero instarán diciendo que
algunas santas mujeres, en tiempo de la persecución, por librarse de los
bárbaros que perseguían su honestidad, se arrojaron en los ríos, cuyas
arrebatadas aguas habían de ahogarlas, precisamente, y que de esto murieron, a las
que, sin embargo, la Iglesia celebra con particular veneración en sus
martirologios. De éstas no me atreveré a afirmar cosa alguna sin preceder un
juicio muy circunstanciado, porque ignoro si el Espíritu Santo persuadió a la
Iglesia con testimonios fidedignos a que celebrase su memoria; y puede ser que
sea así. Y quién podrá averiguar si estas heroínas lo hicieron no seducidas de
la humana ignorancia, sino inspiradas por alguna revelación divina, y no
errando, sino obedeciendo a los altos e inescrutables decretos del Criador? Así
como de Sansón no es justo que creamos otra cosa, sino lo que nos dice la
Escritura y exponen los Santos Padres; y cuando Dios así lo prescribe, quién
osará poner tacha en tal obediencia? Quién criticará una obra piadosa? Pero no
por eso obrará bien quien se determinare a sacrificar su hijo a Dios, movido de
que Abraham lo hizo, y que de esta acción le resultó una gloria incomparable y
su justificación; porque también el soldado, cuando, obedeciendo a su capitán, a
quien inmediatamente está sujeto, mata a un hombre, por ninguna ley civil
incurre en la culpa de homicida; antes, por el contrario, si no obedece a la
voz de su jefe, incurre en la pena de los transgresores de las leyes militares,
y si lo ejecutase por su propia autoridad y sin mandato, incurrirá en la culpa
de haber derramado sangre humana; así pues, por la misma razón que le
castigarán si lo ejecuta sin ser mandado, por la misma le castigarán si no lo
hiciera mandándoselo; y si esto sucede cuando lo manda un general, con cuánta
más razón si así lo prescribiese el Criador? El que oye que no es lícito
matarse, hágalo si así se lo previene Aquel cuyo mandamiento no se puede
traspasar, pero atienda con el mayor cuidado si el divino mandato vacila en alguna
incertidumbre. Nosotros, por lo que oímos, examinamos la conciencia, mas no nos
usurpamos e juzgar de lo que nos es oculto, pues nadie sabe lo que pasa en el
hombre, sino su espíritu, que está con él. Lo que decimos, lo que afirmamos, lo
que en todas maneras aprobamos, es que ninguno debe darse la muerte de su
propia voluntad, como con achaque de excusar las molestias temporales, porque
puede caer en las eternas; ninguno debe hacerlo por pecados ajenos, porque por
el mismo hecho no se haga reo de un pecado propio gravísimo y mayor que aquel a
quien no tocaba el ajeno; ninguno por pecados pasados, porque para éstos
tenemos más necesidad de la vida, para enmendarlos con la penitencia, y ninguno
por deseo de mejor vida que espera en muriendo, porque a los culpados en su
muerte, después de muertos, no les aguarda mejor vida.
CAPITULO XXVII: Si por evitar el pecado se debe tomar muerte voluntaria.
Réstanos una causa que exponer, de
la que ya habíamos empezado a tratar, y es que es muy importante darse la
muerte por no caer en el pecado, ya sea convidado por la blandura del deleite o
forzado por la crudeza del dolor; pero; si admitiésemos esta causa, pasaría tan
adelante, que nos obligase a exhortar a los hombres a que se matasen, especialmente
cuando, habiéndose purificado con el agua del bautismo, acaban de recibir el
perdón de todos sus pecados, porque entonces es tiempo a propósito para
guardarse de todos los pecados que pueden sobrevenir cuando ya están perdonados;
lo cual, si se hace bien en la muerte voluntaria, por qué no se hará entonces
más que nunca? Por qué todos los que se bautizan no se matan? Por qué, habiéndose
una vez librado, vuelven nuevamente a meterse en tantos peligros como hay en
esta vida, siendo fácil medio para huir de todos el darse muerte? Y diciendo la
Escritura que quien ama el peligro cae en él, por qué motivos se aman tantos y
tan graves peligros? O, si no se aman verdaderamente, por qué se meten los
hombres en ellos? Para qué se queda en esta vida aquel a quien es lícito irse
de ella? Por ventura, puede haber error tan disparatado, que trastorne el
juicio de un hombre y no le deje reflexionar en aquella verdad que, si no se
debe matar por no caer en pecado, viviendo en poder del que la cautivó; piense
que le está bien el vivir para sufrir al mismo mundo, lleno a todas horas de
tentaciones, y tales cuales se podían, viviendo, temer debajo la sujeción de un
señor, y otras innumerables, sin las cuales no se vive en este mundo? Para qué,
pues, consumimos el tiempo en las acostumbradas exhortaciones, siempre que
procuramos persuadir a los bautizados, o la integridad virginal, o la
continencia vidual, o la fe del casto matrimonio, teniendo un atajo libre de
todos los peligros de pecar, para que todos los que pudiésemos persuadir que se
den muerte en acabando de recibir la remisión de sus pecados, los enviemos al
Señor con las conciencias más sanas y más puras? Si alguno cree que puede
ejecutar o persuadir esta doctrina, no sólo es ignorante, sino loco. Con qué
valor dirá a un hombre: Mátate, porque a tus pecados veniales acaso no añadas alguno
grave viviendo, tal vez, en poder de un bárbaro o sensual, quien no puede decir
sino con impiedad: Mátate, en estando absuelto de tus pecados, porque no
vuelvas a caer en otro acaso más graves viviendo en un mundo tan engañoso, cercado
de lazos y deleites, tan furioso, con tanto número de nefandas crueldades, y
tan enemigo, con tantos errores y sobresaltos? Y si se dice que esto es maldad,
sin duda lo es matarse, pues si pudiera haber alguna justa causa para hacerlo
voluntariamente, ciertamente no habría otra más arreglada que ésta, y supuesto
que ésta no lo es, luego ninguna hay para cometer un delito tan execrable Y
esto, oh fieles de Jesucristo!, no amargue vuestra vida; si de vuestra
honestidad acaso se burló el enemigo, grande y verdadero consuelo os queda si
tenéis la segura conciencia de no haber consentido a los pecados de los que
Dios permitió pecasen en vosotros.
CAPITULO XXVIII: Por qué permitió Dios que la pasión del enemigo se cebase en los cuerpos de los continentes.
Y si acaso preguntáis por qué
permitió Dios tan horribles crímenes, diré con el Apóstol: Alta es, sin duda, y
que se pierde de vista la providencia del Autor y Gobernador del mundo, incomprensibles
sus juicios e investigables sus ideas y caminos. Con todo, preguntádselo
fielmente y examinad vuestras conciencias, no sea que os hayáis engreído
demasiado por la gracia de la virginidad y continencia, o por el privilegio de
la castidad, y llevadas de la complacencia de las humanas alabanzas, envidiéis también
esta prerrogativa a otras. No acuso lo que ignoro, ni oigo lo que a la pregunta
os responden vuestros corazones. No obstante, si respondieren que es así, no
debéis maravillaros que hayáis perdido la fama con que pretendíais conquistar
los corazones de los hombres, si os ha quedado lo que no se pueden manifestar a
los hombres, que es el pudor. Si no consentísteis con los que pecaron con
vosotras, a la gracia divina, para que no se, pierda, se le añade el divino
favor, y a la humana gloria para que no se la estime ni aprecie sucede el
humano baldón. En lo uno y lo otro os podéis consolar las pusilánimes, pues por
un lado fuísteis probadas y por otro castigadas, por uno justificadas y por
otro enmendadas; pero a las que su corazón, preguntado, les responde que jamás
se ensoberbecieron por el bien de la virginidad, o de la viudez o del casto
matrimonio, y que no despreciaron, sino que se acomodaron con las humildes, alegrándose
con temor y respeto por la merced que Dios les había concedido, y no envidiando
a ninguno la excelencia de otra santidad y castidad igual o más excelente, antes
bien, sin hacer caso de la humana gloria, que suele ser tanto mayor cuanto el
bien que pide la alabanza es más raro y singular, habían deseado que fuese
mayor el número de éstas que no el que entre pocas fuesen ellas las más
ilustres. Tampoco las que fueron tales, si acaso a algunas de ellas lastimó su
honra la bárbara licencia, deben irritarse contra la divina permisión, ni crean
que por esto no cuida Dios de estas cosas, porque permite lo que ninguno comete
impunemente. De estos pecados, los unos, como contrapeso de nuestros torpes
apetitos, se nos perdonan en la vida presente por oculto juicio de Dios, pero
otros se reservan para el último y tremendo juicio, que será patente a todos
los mortales; y acaso también estas señoras, a quienes asegura el testimonio de
su conciencia de no haberse envanecido ni engreído por el bien de la castidad, padeciendo,
no obstante, violencia en sus cuerpos, tenían oculta alguna flaqueza que
pudiera degenerar en soberbia, si en aquella miserable forma escaparán de la
humillación con que las sujetó la barbarie del vencedor. Así como la muerte
arrebató a algunos porque la malicia no les trastornase el juicio, así a éstas
se les arrebató violentamente una cierta interior prerrogativa, para que la
prosperidad no desvirtuase su modestia. A las unas y a las otras, que con
respecto a su cuerpo les habían padecido afrenta alguna contra su honestidad, o
eran ya soberbias, o acaso podrían ensoberbecerse si la violencia del enemigo
no las hubiera tocado; pero esta acción no fue causa de perder la castidad, sino
de recomendarles la humildad, proveyó Dios en lance tan crítico; de pronto remedió
a la soberbia presente de las unas, y a la que amenazaba en lo sucesivo a las
otras. Sin embargo, no se debe omitir que algunas que padecieron violencia pudo
ser creyesen que el bien de la continencia era bien exterior del cuerpo, y que
se poseía incorrupto mientras no sufriese torpeza de alguno, y que no consistía
únicamente en la constancia de la voluntad, que estriba en el favor divino para
que sea santo el cuerpo y el espíritu, y, finalmente, que este bien no es de
calidad que no se pueda perder, aunque le pe se a la voluntad. Del, cual error
quizá salieron con la experiencia, porque, cuando consideran con qué conciencia
sirvieron a Dios y con fe cierta, creen que a los que así sirven invocan de
ningún modo puede desampararlos, y, por último, no dudan lo agradable que es a
sus divinos ojos la castidad, observan al mismo tiempo es infalible
consecuencia que en ninguna manera permitiría sucediesen semejantes infortunios
a sus santos si por ellos pudieran perder la santidad e incorruptibilidad de
costumbres que el mismo autor de la Naturaleza les concedió y aprecia en ellos.
CAPITULO XXIX: Qué deben responder los cristianos a los infieles cuando los baldonan de que no los libró Cristo de la furia de los enemigos.
Tienen, pues, todos los hijos del
verdadero Dios su consuelo, no falaz ni fundado en la vana confianza de las
cosas mudables, caducas y terrenas, antes más bien, pasan la vida temporal sin
tener que arrepentirse de ella, porque en un breve transcurso se ensayan para
la eterna, usando de los bienes terrenos como peregrinos, sin dejarse arrebatar
de sus ligeras representaciones y sufriendo con notable conformidad los males
que prueban su constancia o corrigen su vida; pero los que se burlan de los suaves
medios de que Dios se sirve para acrisolar nuestra justificación, diciendo al
hombre perseguido cuando le ven rodeado de calamidades temporales: Adónde está
tu Dios? , digan ellos, adónde están sus dioses cuando padecen iguales
infortunios, pues para eximirse de tales vejaciones, o acuden a su adoración, o
pretenden que se deben adorar? Pero los atribulados por la mano poderosa
constantemente responden: Nuestro Dios, en todas partes y en todo lugar está
presente, sin estar limitadamente encerrado en un solo lugar, pues es tan
visible su omnipotencia, que puede hallarse presente estando oculto y ausente
sin moverse. Este gran Señor, siempre que nos lastima con calamidades y
adversidades, lo hace, o por examinar el grado en que se hallan nuestros
méritos, o para castigar nuestras culpas, teniéndonos preparado el premio
eterno por haber sufrido con constancia estos temporales Infortunios; pero, quién
sois vosotros para que yo me entregue a raciocinar con vosotros ni de vuestros
dioses, cuanto más de mi Dios, que es terrible sobre todos los dioses, porque
todos los dioses de los gentiles son demonios, y sólo el Señor crió los Cielos?
CAPITULO XXX: Que desean abundar en abominables prosperidades los que se quejan de los tiempos cristianos.
Si viviera aquel insigne Escipión
Nasica, que fue ya vuestro pontífice (a quien, al mismo tiempo que estaba más
encendida la segunda guerra Púnica, burlando la República una persona de la más
excelente bondad para recibir la madre de los dioses que transportaban de
Frigia, le escogió unánimemente todo el Senado para desempeñar este honorífico
encargó), este ínclito héroe, el grande Escipión, digo, cuyo mismo rostro no os
atreveríais a mirar, él reprimiría vuestra altanería. Porque, pregunto, si queréis
que os diga mi sentir: cuando os veis afligidos con las adversidades, acaso os
quejáis por otro motivo de los tiempos cristianos, sino porque apetecéis tener
seguros y libres de temores vuestros deleites, vuestros apetitos, y entregaros
a una vida viciosa, sin que en ella se experimente molestia ni pena alguna? Y
la razón es obvia y convincente, porque vosotros no deseáis la paz y abundancia
de bienes para usar de ellos honestamente, es decir, con sobriedad, frugalidad
y templanza, sino para buscar con inmensa prodigalidad infinita variedad de
deleites, y lo que sucede entonces es que, con las prosperidades, renacen en la
vida y las costumbres unos males e infortunios tan intolerables, que hacen más
estragos en los corazones humanos que la furia irritada de los enemigos más
crueles. Aquel Escipión, vuestro pontífice máximo, aquel grande hombre; superior
en bondad a todos los patricios romanos, según el juicio del Senado, temiendo
en vosotros esta calamidad, resistía a la destrucción de Cartago, émula y
competidora en, aquella época del pueblo romano, contradiciendo a Catón, cuyo
dictamen era se destruyese temeroso del ocio y de la seguridad, que es enemiga
de los ánimos flacos, y viendo que era importante y necesario el miedo, como
tutor idóneo de la flaqueza infantil de sus ciudadanos; mas no se engañó en
este modo de pensar, porque la experiencia acreditó cuán cierto era lo que
exponía, pues, destruida Cartago, esto es, habiendo ya sacudido y desterrado de
sus ánimos el terror que tenía amedrentados a los romanos, inmediatamente se
sucedieron tan crecidos males, nacidos de las prosperidades, que; rota la
concordia primeramente con las sediciones populares, crueles y sangrientas, después,
enlazándose unas revoluciones con otras, con las guerras civiles, se hizo tanto
estrago, se derramó tanta sangre, creció tan insensiblemente la bárbara crueldad
de las prescripciones y robos, que aquellos mismos ínclitos romanos que, viviendo
moderadamente, temían recibir algún daño de sus enemigos, perdida la moderación
y la inocencia de costumbres, vinieron a padecer terribles infortunios, ejecutados
por la fiera mano de sus propios ciudadanos; finalmente, el insaciable apetito
de reinar, que entre los otros vicios comunes a todos los hombres ocupaba el
primer lugar, especialmente en los corazones de los romanos, después que salió
con victoria respecto de muy pocos, y ésos no muy poderosos, al fin, habiendo
quebrantado las fuerzas de los demás, los vino a oprimir también con duro yugo
de la servidumbre.
CAPITULO XXXI: Con, qué vicios y por qué grados fue creciendo en los romanos el deseo de reinar.
Y cómo había de aquietarse este
deseo en aquellos ánimos soberbios, sino hasta el instante mismo en que con la
continuación de los honores acabase de llegar la potestad real que a todos
sujetase? Lo cierto es que no hubiera habido posibilidad para continuar tales
dignidades, sino prevaleciera la ambición. Tampoco hubiera dominado la ambición
si no fuera porque ya Roma estaba estragada con la abundancia de riquezas, deleites
y festines; es innegable que el pueblo llegó a ser codicioso y vicioso en su
trato y regalo por las propiedades pasadas, como sentía prudentemente el
insigne Nasica, cuando era de dictamen que no se destruyese la ciudad más
populosa, más fuerte y más poderosa de los enemigos, a fin de que el terror
refrenase el apetito, y, moderado éste, no excediese en sus regalos y deleites;
templados éstos no creciese la codicia, y, atajados estos vicios, floreciese y
se fomentase la virtud, importante para la existencia del poder romano, permaneciendo
y conservándose consiguientemente la libertad que, naturalmente, había de
seguir a esta virtud. De estos principios y del aplaudido amor a la patria
procedió lo que el mismo pontífice máximo (escogido por el Senado unánimemente
como el varón más insigne en bondad) impidió para evitar graves inconvenientes,
y fue que, teniendo resuelto el Senado fabricar un amplio teatro, puso en juego
toda su elocuencia para persuadir que no debía ejecutarse, haciendo ver a aquel
respetable Congreso en un enérgico discurso no era conveniente permitiesen el
que se introdujesen paulatinamente en las varoniles costumbres de su patria los
deleites, sensualidades y regalos de Grecia, y menos, consintiesen en que una
peregrina superfluidad y fausto se estableciese, pues no serviría más que para
destruir y corromper el valor y virtud romana. Fue tan eficaz el raciocinio de
Nasica y tanta impresión hizo en los ánimos de los magistrados, que, movidos de
sus poderosas razones, ordenaron los senadores que de allí adelante no se pusiesen
los bancos o escaños que entonces solían poner en lugar de teatro y
acostumbraban a usar para ver los juegos. Con cuánta diligencia hubiera
desterrado, Nasica de Roma los juegos escénicos si se hubiera atrevido a
oponerse a la autoridad de los que él tenía por dioses y no sabía que eran
demonios? Y, en caso que lo supiese, creía que primero debía aplacarles con las
funciones que menospreciarles, pues en estos tiempos aún no se había declarado
ni predicado a las gentes la doctrina del Cielo, la cual, purificando el
corazón con la fe, pudiera enderezar el afecto humano para procurar con
humildad las cosas celestiales librándole al mismo tiempo de la sujeción de los
demonios
CAPITULO XXXII: Del origen de los juegos escénicos.
Con todo, sabed los que ignoráis,
y advertid los que disimuláis no saberlo y murmuráis contra el que os vino a
librar de vuestra esclavitud, que los juegos escénicos, espectáculos de
torpezas y vivo retrato de la humana vanidad, se instituyeron primeramente en
Roma, no por los vicios de los hombres, sino por mandato de vuestros dioses. Ciertamente
fuera más tolerable que dieseis honor y culto divino a aquel esclarecido
Escipión, que no el que adoraseis semejantes dioses, cuando éstos no eran mejores
que su pontífice. Advertid y escuchad, si el juicio, trastornado tiempo ha con
los errores que ha bebido en el maternal pecho, os deja considerar algún punto
que sea conforme a razón. Los dioses, para aplacar la pestilencia de los
cuerpos, mandaron que se les hiciesen los juegos escénicos; y vuestro pontífice,
porque se preservasen de la infección de los ánimos, estorbó el que se
edificase el teatro. Si os quedó en el entendimiento alguna luz con que
conozcáis, podéis preferir el ánimo al cuerpo; elegid a quien habéis de adorar.
Aquella decantada pestilencia de los cadáveres no cesó tampoco entonces, a
pesar de observar fielmente las fiestas prescritas; por cuanto en un pueblo
belicoso y acostumbrado de antemano a solos los juegos circenses, no sólo se
introdujeron la delicadeza y la lascivia de los juegos escénicos, sino que, observando
la perspicaz astucia de los malignos espíritus que aquel contagio, había de
cesar, llegado su total complemento, procuró con esta ocasión enviarles otro
mucho más grave, no en los cuerpos, sino en las costumbres, el cual cegó con tan
oscuras tinieblas los ánimos de los miserables y los estragó con tan reiteradas
torpezas, que, aún al presente (que será quizá increíble si viniere a noticia
de nuestros descendientes), después de destruida Roma, los que estaban atacados
de aquella enfermedad contagiosa, y huyendo de ella pudieron llegar a Cartago, cada
día concurren a porfía a los teatros, por el ansia y desatino de ver estos
juegos,
CAPITULO XXXIII: De los vicios de los romanos, los cuales no pudo enmendar la destrucción de su patria.
Oh juicios sin juicio! Qué error!,
o, por mejor decir, qué furor es éste tan grande, que llorando vuestra ruina
-según he oído- las naciones orientales y haciendo públicas demostraciones de
sentimiento y tristeza las mayores ciudades que hay en las partes más remotas
de la tierra, vosotros busquéis aún los teatros, entréis en ellos hasta
llenarlos del todo, y ejecutéis mayores desvaríos que antes! Esta ruina e
infección de los ánimos, este estrago de la bondad y de la virtud, es lo que
temía en vosotros el ínclito Escipión cuando prohibía severamente que se
edifiquen teatros; cuando examinaba en su interior que las prosperidades
fácilmente estragarían vuestros corazones, y cuando quería que no vivieseis
seguros del terror de vuestros enemigos, porque no tenía aquel celebrado héroe
por feliz la República que tenía los muros de pie y las costumbres por el suelo.
Pero en vosotros pudo más la ingeniosa astucia y seducción de los impíos demonios
que las providencias justas de hombres sensatos, de donde se infiere
necesariamente que los males que hacéis no queréis imputároslos a vosotros; pero
los que padecéis los imputáis a los tiempos cristianos, ya que en la época de
la seguridad no pretendéis la paz de la República, sino la libertad de vuestros
vicios, los que no pudísteis enmendar con las adversidades, porque ya vuestro
corazón estaba pervertido con las prosperidades. Quería Escipión que os pusiera
miedo el enemigo para que no cayeseis en el vicio, y vosotros, aún hollados y
abatidos por el enemigo, no quisísteis desistir del vicio, perdísteis el fruto
de la tribulación, habéis venido a ser miserables y quedado contagiados con
vuestros pasados excesos; y, con todo, si lográis el vivir, debéis creer es por
singular merced de Dios, que, con perdonaros, os advierte que os enmendéis
haciendo penitencia. Por último, hombres ingratos, debéis estar persuadidos
íntimamente que este gran Dios usó con vosotros la grande misericordia de
libraros de la furia, del enemigo amparándoos bajo el nombre de sus siervos o
en lugares y oratorios de sus mártires, adonde os acogíais y salvábais vuestras
vidas.
CAPITULO XXXIV: De la clemencia de Dios con que mitigó la destrucción de Roma.
Refieren que Rómulo y Remo
hicieron un asilo o lugar privilegiado adonde cualquiera que se acogiese fuese
libre de cualquier daño o pena merecida, procurando con este ardid acrecentar
la población de la ciudad que fundaban; maravilloso ejemplo precedió a la
presente ruina para que sobre él se aumentase la gloria de Jesucristo, y los
que arruinaron a Roma hicieron lo mismo que habían antes establecido sus
fundadores, pero con esta diferencia: que éstos lo ejecutaron para suplir el
número de sus ciudadanos, que era muy escaso, si había de formarse una
población tan numerosa como apetecían, y aquellos igualmente lo practicaron por
conservar el considerable número de hombres que había en ella. Responda a sus
contrarios la familla redimida con la sangre de Jesucristo, y su peregrina
ciudad, si más copiosa y cómodamente pudiere, estas y otras cosas semejantes.
CAPITULO XXXV: De los hijos de la iglesia que hay encubiertos entre los impíos, y de los falsos cristianos que hay dentro de la iglesia.
Pero acuérdese que entre estos
sus amigos hay algunos ocultos que han de ser ciudadanos suyos; porque no
juzgue es sin fruto, aun mientras conversa con ellos, que sufra a los que la
aborrecen y persiguen hasta que finalmente se declaren y manifiesten; así como
en la Ciudad de Dios, mientras es peregrina en el mundo, hay algunos que gozan
al presente en ella de la comunión de los sacramentos, los cuales, sin embargo,
no se han de hallar con ella en la patria eterna de los Santos, y de éstos unos
hay ocultos y otros descubiertos, quienes con los enemigos de la religión no
dudan en murmurar contra Dios, cuyo sacramento traen, acudiendo unas veces en
su compañía a los teatros, y otras con nosotros a las iglesias. Pero de la
enmienda aún de algunos de éstos con más razón no debemos perder la esperanza, pues
entre los mismos enemigos declarados vemos que hay encubiertos algunos amigos
predestinados sin que ellos mismos lo conozcan; porque estas' dos ciudades en
este siglo andan confusas y entre sf mezcladas, hasta que se distinga en el
juicio final, de cuyo nacimiento, progresos y fin, con el favor de Dios, diré
lo que me pareciere a propósito para mayor gloria de la Ciudad de Dios, la cual
campeará mucho más cotejada con sus contrarios.
CAPITULO XXXVI: De lo que se ha de tratar en el siguiente discurso.
Pero todavía me quedan que decir
algunas razones contra los que atribuyen las pérdidas de la República romana a
nuestra religión, porque les prohíbe ésta que sacrifiquen a sus dioses; referiré
también cuántas calamidades me pudieren ocurrir, o cuántas me parecieren dignas
de referirse, que padeció aquella ciudad, o las provincias que estaban debajo
de su Imperio, antes que se prohibiesen sus sacrificios. Todas las cuales, sin
duda, nos las atribuyeran si tuvieran entonces, o noticia de nuestra religión, o
les prohibiera así sus sacrílegos sacrificios. Después manifestaré cuáles fueron
sus costumbres y por qué causa quiso, el verdadero Dios -en cuya mano están
todos los imperios- ayudarles para acrecentar el suyo, y cómo en nada
favorecieron los que ellos tenían por sus dioses, antes por el contrario, cuánto
daño les causaron con sus engaños. Últimamente, hablaré contra los que, refutados
y convencidos con argumentos insolubles, procuran defender la adoración de los
dioses, no por la utilidad que se saca de ellos en vida, sino por la que se
espera después de la muerte. En la cuestión si no me engaño, habrá mucho más en
que entender, y será digna de que se trate con mayor esmero, de modo que en
ella vengamos a disputar contra los filósofos, y no cualesquiera, sino contra
los que entre ellos son de mejor fama y nombre, y concuerdan en muchas cosas
con nosotros; es a saber, en la inmortalidad del alma, en que el verdadero Dios
creó al mundo y en la admirable Providencia con que gobierna todo lo que creó; mas
porque es justo que los refutemos también en los puntos que opinan contra
nosotros, no dejaré tampoco de dar satisfacción a esta parte, para que, refutadas
las impías contradicciones conforme a las fuerzas que Dios me diere, presentemos
la Ciudad de Dios y la verdadera religión, mediante la cual se nos promete con
verdad la eterna bienaventuranza. Así con esto concluyo este libro, para que lo
que tenemos dispuesto lo comencemos en un nuevo libro.
LIBRO SEGUNDO: DEGRADACIÓN DE ROMA ANTES DE CRISTO.
CAPITULO PRIMERO: Del método que se ha de observar al exponer este tratado.
Si el pervertido y estragado
corazón del hombre no se atreviera comúnmente a oponerse a la razón y a la
verdad sólida y evidente, sino que sujetara su enferma ignorancia a la doctrina
sana, como a medicina, hasta que con los auxilios de Dios, y mediante la fe de
la religión y de una piedad edificante recobrara la salud, no tendrían
necesidad de emplear muchas razones los que sienten bien y declaran lo que
entienden con palabras convenientes vara convencer y destruir cualquier error
de los que opinan vanamente lo contrario. Mas porque en la presente época la
dolencia más incurable y más contagiosa de las almas necias es aquella con que
sus discursos e imaginaciones sin razón ni fundamento, aun después de haberle
dado una instrucción tal cual está obligado a suministrar un hombre a otro, o
de pura ceguedad, que les impide ver aun los objetos más perceptibles, o por
tenaz obstinación, que le impele a no admitir aun aquello mismo que registran
sus ojos, defienden sus temerarios caprichos como si fueran la misma razón y
verdad, es fuerza que en la mayor parte de las materias que hayan de proponerse
seamos algo extensos, aun en los asuntos por su esencia evidentes, como si las
propusiéramos, no a los que tienen ojos para verlas, sino a los que andan a
tientas y a ojos cerrados, para que las toquen y palpen. Pero qué fin tendría
la disputa d a qué límites habrían de ceñirse las expresiones si hubiéramos de
contestar siempre a los que nos responden? Porque aquellos que no pueden
entender lo que decimos, o son tan inflexibles por la repugnancia de sus
juicios, que, aun dado el caso que lo perciban, no quieren desistir de su
tenacidad, responden como dice la Escritura: Profieren expresiones impías, no
cansándose jamás de ser vanos. Cuyas contradicciones, si tantas veces las
hubiéramos de refutar cuantas ellos se han empeñado con obstinación en sostener
sus errores, ya ves cuán prolija, molesta e infructífera seria esta fatiga!, por
lo cual ni tú propio -carísimo hijo mío Marcelino! - ni los demás a quienes
nuestras penosas tareas serán útiles para conservaros en el amor y caridad de
Jesucristo, gustaría fueseis jueces de mis obras, pues los incrédulos echan
siempre de menos las respuestas, aunque oigan contradecir algún punto que hayan
leído, y son como aquellas mujercillas de quienes dice él Apóstol que aprenden
siempre y nunca acaban de conseguir la ciencia de la verdad.
CAPITULO II: De las materias que se han resuelto en el primer libro.
Habiendo comenzado a hablar en el
libro anterior de la Ciudad de Dios, en cuya defensa he emprendido toda esta
obra, decimos que, en primer lugar, se me ofreció responder con exactitud y
extensión a los que imputan a la religión cristiana las crueles guerras con que
es agitado el universo, y, principalmente, el último saqueo y destrucción que
hicieron los bárbaros en Roma; no por otro motivo, sino porque prohíbe el culto
de los demonios y sus nefarios sacrificios, debiendo antes atribuir a
Jesucristo el que por reverencia a su santo nombre y contra el instituto de la guerra,
les concedieron los godos lugares religiosos y capaces donde se pudiesen acoger
libremente; quienes en muchas acciones que ejecutaron demostraron que no
solamente habían honrado y respetado el culto debido al Salvador, sino también
que, ocupados del temor, presumieron no era lícito ejecutar lo que permitía el
derecho de la guerra. Con este motivo se ofreció la cuestión de por qué causa
fueron comunes estos divinos beneficios a los impíos e ingratos y, asimismo, por
qué los sucesos ásperos y lastimosos que acaecieron en la toma de la ciudad
afligieron juntamente a los buenos y a los malos. Para dar cumplida solución a
esta cuestión, que encierra otras varias (pues todo lo que ordinariamente
observamos, así beneficios divinos como desgracias humanas, que los unos y los
otros acontecen indiferentemente muchas veces a los que viven bien y mal, convenía,
me he detenido algún le excitar los corazones de algunos incrédulos); para
resolver, digo, especialmente para consolar a las mujeres santas y castas en
quienes ejecutó con violencia el enemigo, y que no perdieron la prenda de la
honestidad, aunque las lastimasen el pudor y empacho de presentarse después en
público, pues así podía reducir seguramente a que no les pesase de vivir a las
que no tenían culpa de qué arrepentirse. Después dije algunas cosas contra
aquellos que se rebelan contra los cristianos incluidos en las expresadas
calamidades, como también contra las mujeres virtuosas y honestas que
padecieron fuerza, siendo así que ellos son torpes e infames por sus costumbres
y conducta, en lo que degeneran de aquella decantada virtud romana, de donde se
precian descender; y mucho más desdicen con sus obras de ser dignos sucesores
de aquellos ínclitos romanos, de quienes refieren las historias acciones
famosas, propias solamente de una virtud sólida y elevada; y lo que es más, han
reducido a la antigua Roma (fundada gracias a la diligencia de los antiguos, fomentada
y acrecentada con su industria y valor) a un estado más deplorable y abominable
que cuando el enemigo la arruinó, porque en su ruinas cayeron solamente las
piedras y los maderos, en la que éstos la han preparado han caído por tierra
los más vistosos edificios y ornamentos, no de los muros, sino de las
costumbres, haciendo más daño en sus corazones el ardor de sus sensuales
apetitos que el fuego en los edificios de aquella ciudad; y con esto concluí el
primer libro. Ahora expondré todas las calamidades que ha padecido Roma desde
su fundación, así dentro, como en las provincias sujetas a su Imperio; todas
las cuales, ciertamente, las atribuyeran a la religión cristiana si entonces la
doctrina evangélica predicara libremente contra sus falsos y seductores dioses.
CAPITULO III: De cómo se ha de aprovechar la historia que expone los trabajos acaecidos a los romanos cuando adoraban los dioses y antes que se propagase la religión cristiana.
Pero advierte que cuando refiero
estas particularidades hablo todavía con los ignorantes, de quienes dimanó
aquel refrán común: No llueve, la culpa es de los cristianos; porque entre
ellos hay algunos instruidos en su literatura y aficionados a la Historia, por
la cual saben todo esto. Pero estos engreídos y preocupados literatos, para
malquistarnos con la turba de los ignorantes, fingen o disimulan que no tienen
tal noticia, queriendo dar a entender al mismo tiempo al vulgo que las
calamidades y aflicciones con que en ciertos tiempos conviene castigar a los
hombres, suceden por culpa del nombre cristiano, el cual se extiende y propaga
con aplauso y fama por todo el ámbito de la tierra, mientras que se desmembra
la reputación de sus dioses. Recorran, pues, con nosotros los tiempos anteriores
a la venida del Salvador, y a la deseada época en que su augusto nombre se
manifestó a las gentes con aquella gloria y majestad que en vano envidian, y
advertirán con cuántas calamidades ha sido afligido incesantemente al Imperio
romano, y en ellas excusan y defiendan a sus dioses si pueden; y si es que los
adoran por no padecer estas desgracias, de las cuales, si ahora sufren alguna, procuran
echarnos la culpa, pregunto: Por qué permitieron los dioses que a sus
adoradores les sucediesen las calamidades que he de referir, antes que les
molestase el nombre de Cristo y prohibiese sus sacrificios?
CAPITULO IV: Que los que adoraban a los dioses jamás recibieron de ellos precepto alguno de virtud, y que en sus fiestas celebraron muchas torpezas y deshonestidades.
Y en cuanto a lo primero, por lo
que se refiere a las costumbres, por qué causa no procuraron sus dioses que no
las tuviesen tan abominables? El Dios verdadero no hizo caso de aquellos que no
le adoraban; pero los dioses, cuya veneración se quejan estos hombres ingratos
que se les prohíbe, por qué no auxiliaron con saludables leyes a sus adoradores
para que pudiesen vivir bien y santamente? ciertamente, era justo que así como
éstos cuidaban de sus sacrificios, así atendieran aquellos a su vida; pero a
esta objeción responden que cada uno es malo porque quiere. Y quién lo negará? Con
todo eso, era cargo indispensable de los dioses a quienes consultaban no
ocultar al pueblo que les rendía adoración los preceptos y mandamientos
necesarios para vivir ajustadamente, antes manifestárselos con toda claridad, hablarles
por medio de sus adivinos, reprenderles sus pecados, amenazar con los castigos
más severos a los que viviesen mal, y prometer premios proporcionados a los que
viviesen bien. Cuándo se oyó en los templos de estas falsas deidades clamar
contra los vicios y engrandecer las virtudes? Íbamos nosotros, siendo jóvenes, a
los espectáculos y juegos sagrados, observábamos los linfáticos o furiosos, oíamos
los músicos y gustábamos de los torpes juegos que se celebraban en honra de los
dioses y las diosas. A la Celeste virgen, y a Berecynthia, madre de todos los
dioses, en el día solemne que la sacaban procesionalmente, delante de sus andas
la cantaban los corrompidos actores cánticos tan obscenos, que no sería justo
lo oyera, no digo la madre de los dioses, pero ni la de cualquier senador o
persona honesta; y, lo que es más, ni aun las madres de estos mismos actores, porque
guarda para con los padres el respeto y pudor humano cierta reverencia que no
puede quitársela aun la misma torpeza; y así las mismas expresiones feas y
abominables que decían ejecutaban (y que se avergonzaran los mismos actores de
hacerlas por vía de ensayo en sus casas y en presencia de sus madres) las
hacían por las calles públicas delante de la madre de los dioses, observándolo
y oyéndolo el concurso innumerable de gentes que se congregaba a estas fiestas.
Pero si aquella muchedumbre pudo hallarse presente a estas funciones, permitiéndoselo
la curiosidad, por lo menos por el escándalo público y ofensa a la castidad
debieron confundirse. Y a qué llamaremos sacrilegios, si éstas eran ceremonias
sagradas? qué profanación, si aquélla era purificación? A estas indecentes operaciones
llamaban férculos, o, como si dijéramos, platos en que los demonios celebraran
una especie de convite, y usando de estos manjares, se apacentaban y complacían.
Y quién hay tan inconsiderado que no advirtiera qué clase de espíritus son los
que gustan de semejantes torpezas? Esto es, aquellos que ignoran que hay
espíritus inmundos que engañan a las gentes con el dictado de dioses; o los que
hacen tal vida, que en ella desean tener antes a éstos propicios, o temen
tenerlos enojados más que al verdadero Dios.
CAPITULO V: De las torpes deshonestidades con que honraban a la madre de los dioses sus devotos.
Bien desearía en el presente
asunto no tener por jueces a los que procuran, primero que oponerse, entretenerse
con los vicios de su mala vida y costumbres; y únicamente apetecería tener por
mi censor al mismo Escipión Nasica, a quien el Senado eligió, como hombre de
suma bondad, para recibir la estatua de la madre de los dioses, que
introdujeron con pompa y aparato en la ciudad. Este nos diría si deseaba que su
madre hubiera hecho tantos beneficios a la República, que por ellos se la
decretaran las honras divinas, así como consta que los griegos, los, romanos y
otras naciones las decretaron a ciertos hombres, por la gran, estimación que
hicieron de las gracias que de ellos recibieron, creyendo que, colocados en el
número de los inmortales, estaban ya admitidos en el catálogo de los dioses. Ciertamente
que una felicidad tan grande, si fuera posible, la apetecería Escipión para su
madre. Pero si le preguntáramos enseguida si le gustaría que entre sus divinos
honores se celebraran las torpezas y deshonestidades, seguramente clamaría que
quería más que su madre permaneciese muerta, sin sentido alguno, que, constituida
diosa, viviese para oír semejantes obscenidades. No es posible que un senador
romano, perseverando en el sano juicio con que prohibió se edificase un teatro
en una ciudad poblada de gente valerosa, gustara que se diese culto a su madre
en tales términos, que, contada entre las diosas, la aplacaron con ceremonias
tales, que estando solamente en la clase de las matronas le ofenderían. Tampoco
podría persuadirse que el pudor natural de una mujer honrada se transformaba
con la divinidad en el extremo contrario, de modo que los que la adoraban la
invocasen con tales honras, que cuando se dijesen semejantes denuestos contra
alguno y oyéndolo en vida no se tapara los oídos y huyera de tales insolencias,
se corrieran y avergonzaran de ella sus deudos, marido e hijos. Y si esta madre
de los dioses, que tuviera vergüenza aun el hombre más abandonado y miserable
de tenerla como madre propia, para apoderarse de los ánimos de los romanos
buscó un hombre extremadamente bueno, no para hacerle tal con sus consejos y
auxilio, sino para pervertirle con sus engaños; en todo semejante, pues, a
aquélla mujer de quien dice la Escritura que va pescando las preciosas almas de
los hombres para que aquel ánimo dotado de un excelente natural, engreído con
este divino testimonio y teniéndose por extremadamente bueno, no buscase la
verdadera piedad y religión, sin la cual cualquier índole, aunque buena, se
desvanece y precipita con la soberbia. Y cómo había de buscar aquella diosa, si
no es cautelosamente, a. un hombre tan justificado cuando para sus ceremonias, aun
las más sagradas, hace elección de aquellas que no gustan los hombres honrados
se representen en sus banquetes?
CAPITULO VI: Que los dioses de los paganos nunca establecieron doctrina para bien vivir.
De aquí se sigue necesariamente
no vigilaban aquellos dioses en la vida y costumbres de las ciudades y naciones
que les rendían culto; y esto, sin duda, lo ejecutaban con el fin de dejarlas
que se saciasen de tan horrendos y abominables males, no precisamente en sus
campos y viñas, no en sus casas y riquezas, finalmente, no en su cuerpo, que está
sujeto al alma, sino en la propia alma, en el mismo espíritu que gobierna al
cuerpo, entregándose así a todos los vicios, sin temor de algún precepto o
mandamiento suyo que se lo prohibiese. Y en caso que vedasen semejantes
torpezas, es importantísimo nos lo averigüen y prueben; si bien es cierto que
permitían ciertos susurros inspirados en los oídos de algunos, bien pocos y tal
cual instruidos, como una secreta y misteriosa religión, con que dicen se
aprende la bondad y santidad de vida. Y si no, muestren los lugares que se
hayan alguna vez consagrado para semejantes reuniones, no donde se representen
los juegos con torpes expresiones y acciones de los farsantes, ni donde se
solemnizan las fiestas fugales, en cuyas funciones dan rienda suelta a todas
las deshonestidades, porque huyen de todo género de pudor y virtud, sino adonde
el pueblo pudiese oír lo que mandaban los dioses acerca de refrenar la avaricia,
moderar la ambición, cercenar el fausto y deleites, y adonde pudiesen estos
miserables aprender lo que, reprendiendo a los hombres, enseña Persio: Aprended,
dice, oh miserables mortales, y procurad con el auxilio de la Filosofía conocer
las causas y principios de las cosas naturales; quién y qué sois con un
conocimiento propio y exacto, y para qué fin nacísteis en esta vida; aprended
un modo de vivir que sea honesto, comprended cuán breve y frágil es la vida y
por qué lo sea la humana inconstancia; entended cuál es lo más sustancial de
las riquezas, qué es lo que se debe desear, y pedid a Dios el provecho y
utilidad del dinero con su verdadero uso; y para no ser pródigos ni escasos, aprended
lo que se debe de dar y emplear en los enemigos y deudos, en los padres y en la
patria, y considerad la vocación y estado que Dios os dio, para que viváis contentos
con vuestra suerte. Dígannos: en qué lugares o templos se acostumbran dictar
semejantes preceptos y documentos que enseñasen los dioses y adonde acudiesen a
oírlas las naciones que los adoran, como nosotros podemos señalar iglesias
fundadas con este laudable objeto en todas partes que ha sido admitida la
religión cristiana?
CAPITULO VII: Que poco aprovecha lo que ha inventado la Filosofía sin la autoridad divina, pues a uno que es inclinado a los vicios, más le mueve lo que hicieron los dioses que lo que los hombres averiguaron.
Si acaso alegaren en
contraposición de lo que llevamos expuesto las famosas escuelas y disputas de
los filósofos, digo, lo primero: que estos insignes liceos no tuvieron su
origen en Roma, sino en Grecia, y si ya pueden llamarse en la actualidad
romanos, porque. Grecia ha venido a ser provincia romana y estar sujeta a su
imperio, no son preceptos y documentos de los dioses, sino invenciones de los
hombres, quienes, poseyendo natural-mente sutilísimos ingenios, procuraron con
la fecundidad de su discurso descubrir lo que estaba encubierto en los arcanos
de la Naturaleza, buscando con la mayor exactitud aquello que se debía desear o
huir en la vida y costumbres; y, por último, que aquel arcano, observando escrupulosamente
las reglas del discurso y argumentación, concluía con cierto y necesario enlace
de términos, o no concluía, o repugnaba. Algunos de estos celebres filósofos
hallaron y conocieron, con el auxilio divino, cosas grandes, así como erraron
en otras que no podían alcanzar por la debilidad de conocimientos que por sí
posee la humana naturaleza, especialmente cuando a su altanería y caprichos se
oponía la Divina Providencia; con lo cual se nos hace ver claramente cómo el
campo de la piedad y de la religión comienza en la humildad hasta elevarse al
Cielo, de todo lo cual tendremos después tiempo para discurrir y disputar, si
fuese la voluntad de nuestro gran Dios. Con todo, si los filósofos encontraron
algunos medios que puedan servir para vivir bien y conseguir la bienaventuranza,
con cuánta más razón se les debería haber decretado las honras divinas? Cuánto
más decente y plausible fuera se leyeran en el templo sus libros de Platón, que
no que en los templos de los demonios se castraran los galos, se consagraran
los hombres más impúdicos, se dieran de cuchilladas los furiosos y se
ejercieran todos los demás actos de crueldad y torpeza, o torpemente crueles, o
torpemente torpes, que suelen celebrarse en las fiestas y entre las ceremonias
sagradas de los dioses? Cuánto más importante sería para instruir y enseñar a
la juventud la justicia y buenas costumbres, leer públicamente las leyes de los
dioses, que alabar vanamente las leyes e instituciones de los antepasados? Porque
todos los que adoran a semejantes dioses, luego que les tienta el apetito, como
dice Persio, abrasados de un vivo fuego sensual, más ponen la mira en lo que
Júpiter hizo que en lo que Platón enseñó, o en lo que a Catón le pareció. Por
eso leemos en Terencio de un mozo vicioso y distraído que, mirando un cuadro
colocado en la pared, donde estaba primorosamente pintado el suceso de que en
cierto tiempo Júpiter hizo llover en el regazo de Danae el rocío de oro, fundó
en esta alusión la causa y defensa de su torpeza y mala conducta, jactándose
que en ella imitaba a un dios Y a qué dios dice? A aquel que hace temblar los
más altos templos y edificios, tronando desde el cielo; y yo, siendo un puro
hombre, no lo había de hacer? En verdad que así lo he ejecutado y de muy buena
gana.
CAPITULO VIII: De los juegos escénicos donde, aunque se referían las torpezas de los dioses, ellos no se ofenden, antes se aplacan.
Dirán acaso los defensores de
estos falsos dioses que no se enseñan estas obscenidades en las ceremonias
sagradas de los dioses, como se ven escritas en las fábulas de los poetas. No
pretendo decir que aquellas misteriosas ceremonias son aún más obscenas que las
del teatro: sólo digo lo mismo que persuade la historia a los que lo niegan, y
lo es, que los juegos escénicos donde reinan las ficciones de los poetas, no
los inventaron e introdujeron los romanos en las ceremonias sagradas de sus
dioses por motivo de ignorancia, sino que los mismos dioses establecieron que
les celebrasen solemnemente estos juegos y los consagrasen en honor suyo, mandándoselo
rigurosamente; y, si así puede decirse, obligándolos por fuerza a practicarlo; todo
lo cual toqué breve y concisamente en el libro primero: así es que, por
autoridad de los Pontífices, y con motivo de acrecentarse el cruel azote de la
peste, se instituyeron los juegos escénicos en Roma. Quién habrá, pues, que en
el orden y método de su vida no juzgue que debe seguir mejor lo que se hace en
los juegos escénicos, instituidos por autoridad divina; que lo que se halla
escrito en las leyes promulgadas por los hombres? Si los poetas falsamente
delinearon y pintaron a Júpiter como adúltero, sin duda que estos dioses, si
fuesen cautos, se debían enojar y tomar completa satisfacción de la injuria, pues
por medio de estos humanos juegos se les motejaba de una maldad tan execrable, aunque
no por eso dejaban de celebrarla. Y aun esto es lo más tolerable que se halla
en los juegos escénicos, digo las comedias y las tragedias, es a saber, las
fábulas de los poetas compuestas para representarlas en los espectáculos que
contienen en realidad muchas acciones torpes, aunque a lo menos en las palabras
no se hallan obscenidades y deshonestidades, y éstas procuran los ancianos que
las lean y aprendan los jóvenes entre los estudios que llaman honestos y
liberales.
CAPITULO IX: De lo que sintieron lo antiguos romanos sobre el reprimir la licencia de los poetas, la cual los griegos siguiendo el parecer de los dioses, quisieron que fuese libre.
Y lo, que acerca de estas
funciones sintieron los antiguos romanos nos lo dice Cicerón en su libro cuarto
de República, donde discutiendo Escipión varias materias, dice: Jamás las
comedias, si no lo exigiera así el actual método de vivir, pudieran conseguir
que se admitiesen con aplauso en el teatro sus torpezas. Algunos griegos
antiguos guardaron cierta analogía en su errada opinión, entre quienes permitía
la ley que en la comedia dijesen lo que quisiesen; y de quien les pareciera. Por
esta razón, en los mismos libros dice Escipión el Africano: Quién ha habido en
la comedia que no haya sido zaherido, o, por mejor decir, quién ha escapado de
su crítica, o quién se ha visto perdonado? Y bien que haya ofendido solamente a
Cleón, Cleofonte e Hipérbolo, hombres plebeyos de mala vida, y sediciosos
contra la República. Pasemos, dice, por esto, aunque a semejantes personas
fuera mejor que las notara o reprendiera el censor que no el poeta. Pero que a
Pericles, después de haber gobernado con suma autoridad y prudencia su
República por tantos años, ya habiendo paz, ya guerras continuadas, le ultrajen
con sus versos y los reciten en el teatro, es tan impropio como si nuestro
Plauto o Nevio quisieran decir mal de Publio y Neyo Escipión, o Cecilio de
Marco Catón. Poco más adelante dice: Al contrario, nuestras Doce Tablas, aunque
a pocos crímenes impusieron la pena capital, les pareció conveniente establecer
esta pena, siempre que alguno representase o compusiese versos que causasen
nota o infamia a alguno. Sabia constitución es ésta seguramente, ya que debemos
tener nuestra vida sujeta a la decisión jurídica y sus legitimas
determinaciones, y no a los gracejos y ficciones de los poetas; además de esto,
tampoco debemos oír ignominia, alguna de boca de otro, sino de modo que podamos
contestar y defendernos en juicio. Estas expresiones me pareció conveniente
sacarlas de Cicerón en dicho libro cuarto, dejando algunas expresiones como
están, o mudándolas algún tanto para que se entiendan mejor, porque importan
mucho, para lo que voy a explicar, si tuviese capacidad para ello. Añade
Cicerón después otras particularidades, y concluye el asunto propuesto, manifestando
que los antiguos romanos aborrecieron el que a ninguno en vida le alabasen o
vituperasen en el teatro. Pero esta libertad, como ya dije, los griegos quisieron
permitirla, advirtiendo que sus dioses gustaban se representasen en las fábulas
escénicas las ignominias y abominaciones, no sólo de los hombres, sino también
de los dioses, ya fuesen ficciones de poetas, ya fuesen verdaderas, maldades de
los dioses las que recitaban en los teatros, y ojalá que a sus adoradores les pareciesen
sólo dignas de ser reídas y no imitadas! Fue, sin duda, demasiada soberbia y
atrevimiento respetar la fama de los principales ciudadanos, cuando sus dioses
quisieron no se respetase su propio honor; porque las razones que alegan en su
defensa sólo significan no ser cierto lo que dicen contra sus dioses, sino
falso y fingido; y por el mismo hecho es mayor, maldad, si atendéis al respeto
que se debe a la religión. Y si consideráis la malicia de los demonios, qué
espíritus puede haber más astutos y sagaces para engañar? Pues cuando se
propala una expresión injuriosa contra un príncipe que es bueno y útil a su
patria, pregunto: esta acción no es más indigna, cuanto más remota de la verdad
y más ajena de su conducta? Y qué castigo, por terrible que sea, será bastante
cuando se hace a Dios esta injuria tan atroz?
CAPITULO X: De la astucia de los demonios para engañarnos, queriendo que se cuenten sus culpas, falsas o verdaderas.
Pero los malignos espíritus, a
quienes tienen por dioses, se complacen en que se cuenten de ellos aun las
obscenidades que nunca cometieron, a trueque de empeñar y trabar las almas de
los hombres con semejantes opiniones como con redes, y llevarlos consigo a los
tormentos que les están aparejados; ya las hayan cometido hombres a quienes
desean los tengan por dioses los que se lisonjean en la ceguedad e ignorancia
humana, y con el fin de que los adoren también por tales, se entremeten con
infinitas cautelas y artificios perjudiciales y engañosos; ya no hayan sido
realmente cometidas por hombre alguno, las cuales gustan los espíritus falaces
que se finjan de los dioses, a fin de que parezca hay autoridad bastante para
cometer torpezas y obscenidades, viendo que, al parecer, traen su derivación y
ejemplo del mismo Cielo a la tierra. Viendo, pues, los griegos que servían a
tales dioses, que en los teatros se representaban semejantes ignominias contra
la santidad de sus dioses, no les pareció era razón les perdonasen de modo
alguno los poetas, ya fuese por querer aun en esto asemejarse a sus dioses, o
por temer que, pretendiendo mejor fama y prefiriéndose por este motivo a ellos,
los enojasen y provocasen su ira. Y ésta es la razón de la razón por qué a los
autores y representantes escénicos de estas fábulas los tenían por merecedores de
las honras y cargos más importantes de la ciudad; pues como se refiere en el
citado libro República, el elocuentísimo ateniense Esquines, después de haber
representado tragedias en su juventud, entró en el gobierno de la República; y
Aristodemo, autor también trágico, fue enviado en varias ocasiones por los
atenienses en calidad de embajador al rey Filipo de Macedonia, sobre negocios gravísimos
de paz y guerra. Porque estaban persuadidos de que no era razón tener por
infames a los mismos que representaban los juegos escénicos, de los cuales
veían que gustaban sus dioses.
CAPITULO XI: Cómo entre los griegos admitieron a los autores escénicos al gobierno de la República, porque les pareció no era razón menospreciar a aquellos por cuyo medio aplacaban a los dioses.
Esta política, aunque torpe, la
seguían los griegos por ser muy conforme al placer de sus dioses, sin atreverse
a eximir la vida y, costumbres de sus ciudadanos de las mordaces lenguas de los
poetas y farsantes, observando estaba sujeta a sus dicterios y reprensión la de
los dioses. Fundados en estos principios, creyeron que no solamente no debían
despreciar a los hombres que representaban en el teatro estas impiedades, de
que se agradaban sus dioses, a quienes adoraban; antes, por el contrario, debían
honrarlos con más distinción; pues qué causa podían hallar para tener por
honrados a los sacerdotes por cuyo ministerio ofrecían sacrificios agradables a
los dioses, y al mismo tiempo tener por viles a los autores escénicos, por cuyo
medio sabían tributaban a los dioses aquel honor que ellos habían establecido? Y
más cuando así lo pedían los dioses, y aun se enojaban cuando suspendían tales
funciones; y, lo que es más, advirtiendo que el erudito Labeón hace también
distinción de cultos entre los dioses buenos y los malos, diciendo que los
malos se aplacan con sangre y con sacrificios tristes y los buenos con, servicios
alegres y placenteros, como son, según afirma, los juegos, banquetes y mesas
que preparaban a los dioses en los templos, de todo lo cual hablaremos después
particularmente, si Dios nos lo permite. Ahora, lo que se refiere al asunto de
que vamos tratan, do es que, ya atribuyan a los dioses indiferentemente y sin
distinción de buenos y de malos todas las operaciones como si fuesen todos
buenos (porque no es razón que sean los dioses malos, aunque por ser todos
espíritus inmundos todos son malos), ya les sirvan, como le pareció a Labeón, con
cierta distinción, señalando para, los unos ciertos ritos y ceremonias y para
los otros otras diferentes, diremos que con justa causa los griegos tienen por
honrados así a los sacerdotes por cuyo ministerio se les ofrece el sacrificio
como a los autores escénicos, por cuyo medio se les celebran los juegos; pues
así no pueden acusarles de que agravian, o, generalmente a todos los dioses, si
es que todos gustan de los juegos, o, lo que sería más indigno, a los que tienen
por buenos, si únicamente éstos son aficionados a tales diversiones.
CAPITULO XII: Que los romanos, con quitar a los poetas contra los hombres la libertad que les concedieron contra los dioses, sintieron mejor de si que de sus dioses.
Pero los romanos, como se gloría
Escipión en la mencionada obra República, no quisieron tener expuesta su vida y
fama a los dicterios e injurias de los poetas, antes por el contrario, impusieron
la pena capital contra cualquiera que se atreviese a hacer semejantes poemas, la
cual ley sin duda promulgaron en favor suyo y con sobrado fundamento; mas
respecto de sus dioses, esta constitución era irreligiosa y contraria a su
decoro, y el motivo de esta indolencia pudo consistir en que, como observasen
que sus dioses sufrían, no sólo con paciencia, sino con placer, ser tratados de
los poetas con denuestos e injurias, presumieron asimismo eran indignos de los
dicterios con que se profanaba la autoridad de los dioses, y para esto se
abroquelaron con una sanción tan rigurosa, permitiendo, sin embargo, el que se
mezclasen en las solemnidades y fiestas las afrentas con que injuriaban a los
dioses. Que sea posible, Escipión, que alabes y encarezcas el haber prohibido a
los poetas romanos la licencia de que no puedan notar con ignominia a ningún
ciudadano romano, viendo que ellos no han perdonado a ninguno de vuestros
dioses! Es posible que os haya parecido más estimable la reputación de vuestro
Senado que la del Capitolio, o, por mejor decir, la de toda Roma, más que la de
todo el Cielo, que prohibieseis severamente por medio de una autorizada sanción
a los poetas vomitasen la ponzoña de sus lenguas contra el honor de vuestros
ciudadanos, y el que sin temor del castigo y contra la majestad de sus mismos
dioses pudiesen zaherirles con sus frecuentes dicterios y afrentas ningún
senador, ningún censor, ningún príncipe, ningún pontífice lo prohíba? Fue, por
cierto, reprensible que Plauto y Nevio hablasen mal de Publio y Neyo Escipión y
Cecilio de Marco Catón; pero por qué reputáis por una acción justa y calificada
el que vuestro Terencio, refiriendo el delito de Júpiter Optimo Máximo, excitase
el apetito sensual de la juventud?
CAPITULO XIII: Que debían echar de ver los romanos que sus dioses, que gustaban los honrasen con tan torpes juegos y solemnidades, eran indignos del culto divino.
Parece que, si viviera Escipión, acaso
me respondería: Cómo hemos de querer nosotros se castiguen aquellos crímenes
que los mismos dioses constituyeron por ritos sagrados, cuando no sólo introdujeron
en Roma los juegos escénicos, en los cuales se celebran, dicen, y representan
semejantes indecencias, sino que mandaron también que se les dedicasen e
hiciesen en honra suya? Pero y cómo instruidos en estos principios no llegaron
a comprender que no eran verdaderos dioses, ni de modo alguno dignos de que la
República les diese el honor y culto que se debe a Dios? Porque aquellos mismos
que debían, por justas causas, no reverenciarlos, si hubieran deseado que se
representaran los juegos escénicos con afrenta de los romanos, pregunto: cómo
los tuvieron por dioses y creyeron dignos de adorarlos? Cómo no echaron de ver
que eran espíritus abominables, que, con ansia de engañarlos, les pidieron que
en honra suya les celebrasen sus torpezas y crímenes abominables? Además de
esto, los romanos, aunque estaban ya bajo el yugo de una religión tan perversa
que les inclinaba a dar culto a unos dioses que veían habían querido les consagrasen
las representaciones obscenas de los juegos escénicos; con todo, mirando a su
autoridad y decoro, no quisieron honrar a los ministros y representantes de
semejantes fábulas, como lo ejecutaron los griegos, sino que, como dice
Escipión y refiere Cicerón, considerando el arte de los cómicos y el teatro
como ejercicio ignominioso, no solamente no quisieron que sus actores gozasen de
los privilegios y honores comunes a los demás ciudadanos romanos, sino que
hasta los privaron de su tribu, conforme a lo resuelto en la visita que
practicaron los censores. Determinación verdaderamente prudente y digna de que
se refiera entre las alabanzas de los romanos, pero yo quisiera que se siguiera
a sí misma y se imitara a sí propia en tan acertadas decisiones: porque, reflexionad
un poco está muy bien ordenado que a cualquiera ciudadano romano que eligiese
el oficio de los farsantes, no sólo le admitiesen a la obtención de honor
alguno, sino que por orden del censor no le dejasen siquiera permanecer en su
propia tribu? Oh, glorioso decreto de una ciudad esclarecida, tan deseosa de
alabanza como en el fondo verdaderamente romana! Pero, respóndanme: qué motivo
tuvieron para privar a los escénicos de todos los cargos de la ciudad, y, sin
embargo, los mismos juegos los dedicaron al honor de sus dioses? Pasaron
ciertamente muchos años en que la virtud romana no conoció los ejercicios del
teatro, los cuales, silos hubieran buscado por humana diversión, su
introducción, sin duda, hubiera procedido del vicio y relajación de las
costumbres humanas; pero no nacieron de este principio: los dioses mismos
fueron los que pidieron se les sirviese con ellos; y a vista de este particular
precepto, cómo menosprecian al actor por cuyo ministerio se sirve a Dios? Y con
qué valor se tacha y castiga al que representa la fábula en el teatro, al mismo
tiempo que se adora al que lo pide? En esta controversia se hallan desavenidos
en sus dictámenes los griegos y los romanos. Los griegos opinan que hacen bien
en honrar a los actores, supuesto que adoran a los dioses que les piden tales
juegos, y los romanos no consienten que se deslustre y desacredite con los
actores una tribu de gente plebeya, cuanto más el orden de los senadores. Mas
en ésta disputa se resuelve el punto de la cuestión con este argumento: proponen
los griegos: si han de adorarse los tales dioses, por la misma razón debe
honrarse a los que ejecuten sus juegos; resumen los romanos: Ahora bien; de
ningún modo se debe dar honor a tales hombres. Concluyen los cristianos: luego
por ninguna razón se deben adorar tales dioses.
CAPITULO XIV: Que Platón, que no admitió a los poetas en una ciudad de buenas costumbres, es mejor que los dioses que quisieron los honrasen con juegos escénicos.
Pregunto aún más: por qué razón
no hemos de tener por infames, como a los actores, a los mismos poetas que
componen estas fábulas, a quienes por la ley de las Doce Tablas se les prohíbe
el ofender la fama de los ciudadanos y se les permite lanzar tantas ignominias
contra los dioses? Cómo puede caber en una razón rectamente dirigida, y menos
en la justicia, que se tengan por infames los actores y los dioses, y al mismo
tiempo se honre a los autores? Acaso en este particular hemos de dar la gloria
al griego Platón, quien, fundando una ciudad tal cual era conforme a razón, fue
de parecer se desterrasen de ella los poetas como enemigos de la tranquilidad
pública? Platón no pudo sufrir las injurias que se hacían a los dioses; pero
tampoco quiso que se estragasen los ánimos de los ciudadanos con ficciones y
mentiras. Cotejemos ahora la condición humana de Platón, que destierra a los
poetas de la ciudad porque no seduzcan a los ciudadanos con falsas imágenes, con
la divinidad de los dioses, que desean y piden que los honren con los juegos
escénicos. Platón, aunque no lo persuadió, con todo, disertando sobre estos
puntos y atendiendo a la disolución y lascivia de los griegos, aconsejó que no
se escribiesen semejantes obscenidades. Pero los dioses, mandándolo
expresamente, obligaron con toda su autoridad y aun hicieron que la gravedad, y
modestia de los romanos les representase tales funciones; y no se contentaron
precisamente con que se les recitasen semejantes torpezas, sino que quisieron
se las dedicasen y solemnemente se las celebrasen. Y a quién con más justa
causa debía mandar la ciudad romana Se tributasen honores como a Dios, a Platón,
que prohibía estas maldades y abominaciones, o a los demonios, que gustaban de
estos delirios de los hombres, a quienes Platón no pudo desengañar, ni
persuadir la verdad? Fundado en estas razones, Labeón opinó que debíamos
colocar y contar a Platón entre los semidioses, como a Hércules y Rómulo; y
respecto de los semidioses, les pospone o coloca en el orden siguiente a los
héroes, aunque a unos y otros coloca entre los dioses; pero Platón, a quien
llama semidiós, no dudo debe ser preferido y antepuesto, no sólo a los héroes, sino
a los mismos dioses. Las leyes de los romanos corresponden de algún modo con la
doctrina de Platón, en cuanto éste condena absolutamente todas las ficciones
poéticas; y ciertamente quitan a los poetas la licencia de infamar directamente
a los hombres. Platón extermina y prohíbe a los poetas el habitar en la ciudad,
y los romanos destierran a los actores y les cierran el paso para poder subir a
los honores y prerrogativas correspondientes a los demás ciudadanos; y si del
mismo modo se atrevieran con los dioses que deseen y resuelven los juegos
escénicos, acaso lograran exterminarlos del todo: luego de ninguna manera
pudieran esperar los romanos de sus dioses leyes bien combinadas para
establecer las buenas costumbres o para corregir las malas; antes los vencen y
convencen con sus desatinadas constituciones; porque ellos les piden los juegos
escénicos en honra suya, y éstos privan de todos los honores correspondientes a
su estado a los actores escénicos. Ordenan los romanos igualmente que se
celebren por medio de las ficciones poéticas las acciones abominables de los
dioses, y al mismo tiempo refrenan la libertad de los Poetas, prohibiéndoles
injuriar a los hombres. Pero el semidiós Platón, no sólo se opuso al apetito
descabellado de los dioses, sino que enseñó cuál era lo más conforme a la
índole natural de los romanos, pues no quiso habitasen en una ciudad tan bien
formada los mismos poetas, o los que, por mejor decir, mentían a su albedrío o
proponían a los hombres acciones injustas que imitasen o representasen los
crímenes de sus dioses Nosotros no defendemos que Platón es dios, ni semidiós, ni
le comparamos a los ángeles buenos del verdadero Dios, ni a los profetas, ni a
los apóstoles, ni a los mártires de Jesucristo, ni a algún hombre cristiano, y
la razón de este dictamen la daremos en su lugar, pero, con todo, supuesto que
quieren sostener fue semidiós, me parece debemos anteponerle, si no a Rómulo y
a Hércules (aunque de Platón no ha habido historiador alguno o poeta que diga o
finja que dio muerte a su hermano, ni haya cometido otra maldad), por lo menos
debe ser preferido a Príapo o a un cinocéfalo, o, finalmente, a la fiebre, que
son dioses que los temían los romanos, parte de otras naciones y parte los
consagraban ellos propios. Y de qué modo habían de prohibir el culto de
semejantes dioses, y menos oponerse con sabios preceptos y leyes a tantos
vicios como los que amenazan al corazón humano y a las costumbres del hombre? O
cómo habían de extirpar aquellos que naturalmente nacen y están arraigados en
él? Mas, por el contrario, todos éstos procuraron fomentar y aun acrecentar, queriendo
que tales torpezas suyas, o como si lo fuesen, se divulgasen por el pueblo por
medio de las fiestas y juegos del teatro, para que, como con autoridad divina, se
encendiese naturalmente el apetito humano, no obstante estar clamando contra
este desenfreno en vano Cicerón, quien, tratando de los poetas, a los cuales, como
les divierten, dice, la voz y el aplauso del pueblo, como si fuese un perfecto
y eminente maestro, qué de tinieblas introducen.!, cuántos miedos infunden!, qué
de pasiones y apetitos inflaman!
CAPITULO XV: Que los romanos hicieron para sí algunos dioses, movidos, no por razón, sino por lisonja.
Y qué razón tuvo esta nación
belicosa para adoptarse estos dioses, que no fuese más una pura lisonja en la
elección que hicieron de ellos, aun de los mismos que eran falsos? Pues a
Platón, a quien respetan por semidiós (que tanto estudió y escribió sobre estas
materias, procurando que las costumbres humanas no adoleciesen ni se
corrompiesen con los males y vicios del alma, que son los que principalmente se
deben huir), no le tuvieron por digno de un pequeño templo, y a Rómulo le
antepusieron a muchos dioses, no obstante que la doctrina que ellos consideran
como misteriosa y oculta le celebre más por semidiós que por dios, y en esta
conformidad le crearon también un sacerdote que llamaban Flamen, cuya especie
de sacerdocio fue tan excelente y autorizado en las funciones y ceremonias
sagradas de los romanos, que usaban la insignia de un birreta de mitra, la que
usaban los tres flamines que servían a los tres dioses, como eran un flamen
dial para Júpiter, otro marcial para Marte y otro quirinal para Rómulo; pero
habiendo canonizado a éste, y habiéndole colocado en el Cielo como por dios en
atención a lo mucho que le estimaban sus ciudadanos, se llamó después Quirino, y
así con esta honra quedó Rómulo preferido a Neptuno y a Plutón, hermanos de
Júpiter, y al mismo Saturno, padre de éstos, confiriéndole como a dios grande
el sumo sacerdocio que habían dado a Júpiter y Marte, como a su padre, y quizá
por su respeto.
CAPITULO XVI: Que si los dioses tuvieran algún cuidado de la justicia, de su mano debieran recibir los romanos leyes para vivir, antes que pedirlas prestadas a otras naciones.
Si pudieran los romanos haber
obtenido de sus dioses leyes para vivir y gobernarse, no hubieran ido algunos
años después de la fundación de Roma a pedir a los atenienses que les prestasen
las leyes de Solón, aunque de éstas tampoco usaron del modo que las hallaron
escritas, sino que procuraron corregirlas y mejorarlas conforme a sus usos; no
obstante que Licurgo fingió había dispuesto que las leyes que dio a los
lacedemonios con autoridad del oráculo de Apolo, lo cual, con justa razón, no
quisieron creer los romanos, y por eso no las admitieron en todas sus partes, Numa
Pompilio, que sucedió a Rómulo en el reino, dicen que promulgó algunas leyes, las
cuales no eran suficientes para el gobierno de su Estado, y al mismo tiempo
estableció ceremonias del culto religioso; pero no aseguran que estos, estatutos
los recibiesen de mano de sus dioses; así éstos no cuidaron de que sus
adoradores no poseyesen los vicios del alma, de la vida y de las costumbres, que
son tan grandes, que algunos doctos romanos afirman que con estos males perecen
las Repúblicas, estando aún las ciudades en pie; antes procuraron, como dejamos
probado, el que se acrecentasen.
CAPITULO XVII: Del robo de las sabinas y de otras maldades que reinaron en Roma, aun en los tiempos que tenían por buenos.
Pero diremos acaso que el motivo
que tuvieron los dioses para no dar leyes al pueblo romano fue porque, como
dice Salustio, la justicia y equidad reinaban entre ellos no tanto por las
leyes cuanto por su buen natural; y yo creo que de esta justicia y equidad
provino el robo de las sabinas; porque, qué cosa más justa y más santa hay que
engañar a las hijas de sus vecinos, bajo el pretexto de fiestas y espectáculos,
y no recibirlas por mujeres con voluntad de sus padres, sino robarlas por
fuerza, según cada uno podía?. Porque si fuera mal hecho el negarlas los
sabinos cuando se las pidieron, cuánto peor fue el robarlas, no dándoselas? Más
justa fuera la guerra con una nación que hubiera negado sus hijas a sus vecinos
por mujeres después de habérselas pedido que con las que pretendían, después se
las volviesen por habérselas robado. Esto hubiera sido entonces más conforme a
razón, pues, en tales circunstancias, Marte pudiera favorecer a su hijo en la
guerra, en venganza de la injuria que se les hacia en negarles sus hijas por
mujeres, consiguiendo de este modo las que pretendían; porque con el derecho de
la guerra, siendo vencedor, acaso tomaría justamente las que sin razón le
habían negado; lo que sucedió muy al contrario -ya que sin motivo ni derecho
robó las que no le habían sido concedida-, sosteniendo injusta guerra con sus
padres, que justamente se agraviaron de un crimen tan atroz. Sólo hubo en este
hecho un lance que verdaderamente pudo tenerse por suceso de suma importancia y
de mayor ventura, que, aunque en memoria de este engaño permanecieron las
fiestas del circo, con todo, este ejemplo no se aprobó en aquella magnífica
ciudad; y fue que los romanos cometieron un error muy craso, más en haber canonizado
por su dios a Rómulo, después de ejecutado el rapto, que en prohibir que
ninguna ley o costumbre autorizase el hecho de imitar semejante robo. De esta
justicia y bondad resultó que, después de desterrados el rey Tarquino y sus
hijos, de los cuales Sexto había forzado a Lucrecia, el cónsul Junio Bruto hizo
por la fuerza que Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia, y su compañero
en el consulado, hombre inocente y virtuoso, que sólo el nombre y parentesco
que tenía con los Tarquinos renunciase el oficio, no permitiéndole vivir en la
ciudad, cuya acción fea efectuó con auxilio o permisión del pueblo, de quien el
mismo Colatino habla recibido el consulado, así como Bruto. De esta justicia y
bondad dimanó que Marco Camilo, varón singular de aquel tiempo, que al cabo de
diez años de guerra, en que el ejército romano tantas veces había tenido tan
funestos sucesos que estuvo en términos de ser combatida la misma Roma, venció
con extraordinaria felicidad a los de Veyos, acérrimos enemigos del pueblo
romano, ganándoles su capital; pero siendo examinado Camilo en el Senado sobre
su conducta en la guerra, la cual determinación extraña motivó el odio
implacable de sus antagonistas y la insolencia de los tribunos del pueblo, halló
tan ingrata la ciudad que le debía su libertad, que, estando seguro de su
condenación, se salió de ella, desterrándose voluntariamente; y a pesar de
estar ausente multaron en 10, 000 dineros a aquel héroe, que nuevamente había
de volver a librar a su patria de las incursiones y armas de los galos. Estoy
ya fastidiado de referir relaciones tan abominables e injustas con que fue
afligida Roma, cuando los poderosos procuraban subyugar al pueblo y éste
rehusaba sujetarse; procediendo las cabezas de ambos partidos más con pasión y
deseo de vencer, que con intención de atender a lo que era razón y justicia.
CAPITULO XVIII: Lo que escribe Salustio de las costumbres de los romanos, así de las que estaban reprimidas con el miedo, como de las que estaban sueltas y libres con la seguridad.
Seré, pues, breve, y me
aprovecharé del incontestable testimonio de Salustio, quien habiendo dicho en
honor de los romanos que la justicia y bondad entre ellos florecía no tanto por
las leyes cuanto por su buen natural, celebrando la gloriosa época en que, desterrados
los reyes, insensiblemente y en breve tiempo aquella admirable ciudad; sin
embargo, el mismo Salustio, en el libro primero de su historia y en las
primeras páginas, confiesa que, casi en el mismo instante en que, extinguido el
poder real se estableció el consular, padeció la República considerables
vejaciones y agravios de los poderosos; por lo que resultaron divisiones entre
el pueblo y los senadores, sin referir las discordias y daños que en seguida acaecieron;
pues habiendo dicho cómo el pueblo romano había vivido con laudables costumbres
y mucha concordia, aun en aquellos tiempos calamitosos en que la segunda y
última guerra de Cartago atrajo considerables males, y habiendo asimismo
expuesto que la causa de esta felicidad fue, no el amor de la justicia, sino el
miedo de la poca seguridad de la paz que había mientras vivía Cartago en su
grandeza, que era la razón porque también Nasica no quería que se destruyera a
Cartago, para de este modo reprimir la disolución, conservar las buenas
costumbres y refrenar con el miedo los vicios, añade: Pero la discordia, la
avaricia, la ambición y los demás vicios y desgracias que suelen resultar de
las prosperidades, crecieron extraordinariamente después de la destrucción de
Cartago, para que lo entendiésemos que antes no sólo solían nacer, sino
igualmente crecer, los vicios; y dando la razón por qué se explica en estos
términos, prosigue diciendo: Porque hubo vejaciones y agravios que cometían los
poderosos, de donde procedía la división entre los senadores y el pueblo, y
otras discordias domésticas en el principio, cuando apenas había cesado la
autoridad de los reyes, viviendo los hombres con equidad y modestia mientras
duró el miedo de Tarquino y la peligrosa guerra con los etruscos. Veis cómo
también el miedo fue la causa de haber vivido un espacio de tiempo tan corto, después
de desterrados los reyes, con alguna equidad y honestidad; pues se temía la
guerra que el rey Tarquino, despojado del reino, excitaba, y hacía contra los
romanos, aliados de los etruscos? Advierte, pues, ahora lo que añade en seguida:
Comenzaron los padres a tratar al pueblo como a esclavo, disponiendo de su vida
y de sus espaldas, al modo que acostumbran los reyes, defraudándolos del
repartimiento de los campos, quedándose ellos solos con el gobierno y autoridad,
sin conferir con los demás parte alguna. Oprimido el pueblo con un gobierno tan
tiránico, y principalmente con el peso de las deudas y usuras, sufriendo
igualmente con la continuación de las guerras, el tributo y la milicia, se
amotinó y acudió armado al monte Sacro y al Aventino, donde eligió para su
gobierno tribunos de la plebe y estableció varias leyes; no teniendo otro fin
más feliz las discordias de uno y otro bando que la segunda guerra Púnica. Veis
desde qué tiempo, esto es, poco después de ser desterrados los reyes, cómo se
portaron entre silos romanos, de quienes se dice que la justicia y bondad valía
entre ellos no tanto por las leyes como por su buen natural? Pues si vemos que
fueron tales aquellos tiempos en que dicen fue virtuosa, inocente y hermosa la
República romana, qué nos parece podemos ya decir o pensar de aquellos célebres
romanos que les sucedieron, en cuya época, habiéndose transformado
paulatinamente para usar de los términos del mismo historiador), de hermosa y
buena se hizo muy mala y disoluta, es a saber: después de la destrucción de
Cartago, como lo insinuó el mismo Salustio; y del modo que este historiador
recopila y describe estos tiempos que pueden examinarse en su historia, es
fácil observar con cuánta malicia y corrupción de costumbres, nacida de las
prosperidades, se fueron corrompiendo hasta el desdichado tiempo de las guerras
civiles. Desde esta época, dice, las costumbres de los antepasados, no poco a
poco como antes, sino como un arroyo que se precipita, se relajaron en tanto
grado y la juventud se estragó tanto con las galas, deleites y avaricia, que con
razón se dijo de ella que había nacido una gente que no podía tener haciendo ni
sufrir que otros la tuviesen. Dice Salustio muchas cosas acerca de los vicios
de Sila y de los demás desórdenes de la República, en lo que convienen todos
los escritores, aunque se diferencian mucho en la elocuencia. Ya veis, a lo que
entiendo, y cualquiera persona que quiera advertirlo fácilmente podrá notar, la
relajación y corrupción de costumbres en que estaba sumergida Roma antes de la
venida de nuestro Señor Jesucristo. Acaeció, pues, esta desenfrenada disolución
no sólo antes que Cristo encarnase y predicase personalmente su divina doctrina,
sino también aun antes que naciese de la Virgen Santísima; y supuesto no se
atrevieron a imputar los graves males acaecidos por aquellos tiempos, ya fuesen
los tolerables al principio o los intolerables y horribles sucedidos después de
la destrucción de Cartago; no atreviéndose, digo, a imputarlos a sus dioses, que
con maligna astucia sembraban en los humanos corazones unas opiniones y
principios prevaricadores de donde naciesen semejantes vicios, por qué tienen
la osadía de atribuir los males presentes a Cristo, quien por medio de una
doctrina sana nos libra, por una parte, de la adoración de los falsos y
seductores dioses, y por otra, abominando y anatematizando con autoridad divina
esta perjudicial y contagiosa codicia de los hombres, poco a poco va
entresacando de todas las partes del mundo corrompidas, y aun destruidas, con
estos males, su dichosa familia, para ir estableciendo y fundando con ella la ciudad
que es eterna y verdaderamente gloriosa, no por voto y como un aplauso de la
humana vanidad, sino a juicio de la misma verdad, que es Dios?
CAPITULO XIX: De la corrupción que hubo en la República romana antes que Cristo prohibiese el culto de los dioses.
Y ved aquí cómo la República
romana (lo cual no soy yo el primero que lo digo, sino que sus cronistas, de
quienes a costa de muchas tareas y molestias lo aprendimos, lo dijeron muchos
años antes de la venida de Cristo) poco a poco se fue mudando, y de hermosa y
virtuosa se convirtió en mala y disoluta. Ved aquí cómo antes de la gloriosa
venida del Salvador, y después de la destrucción de Cartago, las costumbres de
sus antepasados no paulatinamente como antes, sino como una rápida avenida de
un arroyo, se entregaron y relajaron en tanto grado, que la juventud se
corrompió con la superfluidad de las galas, deleites y codicia. Léannos algunos
preceptos que hayan promulgado sus dioses contra el lujo, regalo y ambición del
pueblo romano, a quien ojalá hubieran callado las cosas santas y modestas y no
le hubieran pedido también las torpes y abominables, para acreditarlas mediante
el oráculo de su falsa divinidad con más daño de sus adoradores. Lean los
nuestros, así los Profetas como el santo Evangelio, los hechos apostólicos y
las epístolas canónicas, y observarán en todos estos admirables escritos gran
abundancia y copia de máximas saludables y de persuasiones convincentes, predicadas
al pueblo mediante el influjo del espíritu divino, contra la avaricia y lujuria,
no excitando el ruidoso estrépito y vocería que se oye a los filósofos desde su
cátedras, sino tronando como desde unos oráculos y nubes de Dios, y, sin
embargo, no imputan a sus dioses el haberse convertido la República antes de la
venida de Cristo en disoluta y perversa, con los fuertes incentivos del deleite,
del lujo, del regalo y con costumbres tan torpes como sanguinarias; antes bien,
cualquiera aflicción que sufre en la presente situación su soberbia y molicie
la atribuyen al influjo de la religión cristiana, cuyos preceptos sobre las
costumbres sanas y virtuosas, si los oyesen y juntamente se aprovechasen de
ellos los reyes de la tierra, los jóvenes y las doncellas y todas las naciones
juntas, los príncipes y los jueces de la tierra, los ancianos y los mozos, todos
los de edad capaz de juicios, hombres y mujeres, y aquellos a quienes habla San
Juan Bautista, los mismos publicanos y soldados, no sólo ilustraría y adornaría
la República con su felicidad las tierras de esta vida presente, sino que
subiría a la cumbre de la vida eterna para reinar eternamente y con perpetua
dicha; pero por cuanto uno lo oye y otro lo desprecia, y los más son
aficionados más a la perniciosa condescendencia y atractivo de los vicios que
al importante rigor y aspereza de las virtudes, se les notifica y manda a los
siervos de Jesucristo que tengan paciencia y sufran, ya sean reyes, príncipes, ya
jueces, soldados, de provincias, ricos, pobres, libres, esclavos, de cualquier condición
que sean, hombres y mujeres, que toleren, digo, aun a la República más disoluta
y perversa, y que con este sufrimiento granjearán y conseguirán un elevado y
distinguido lugar en aquella santa y augusta Corte de los Ángeles y República
celestial, cuyas leyes y ordenanzas son la misma voluntad de Dios.
CAPITULO XX: Cuál es la felicidad de que quieren y las costumbres con que quieren vivir los que culpan los tiempos de la religión cristiana.
Aunque los que aprecian y adoran
a los dioses, cuyos crímenes y maldades se lisonjean de imitar, de ningún modo
procuran atender a la conservación de una República mala y disoluta, con tal
que ésta exista o que florezca en abundancia de bienes y gloriosas victorias; o
lo que es mayor felicidad, con tal que goce de una paz segura y estable, qué
nos importa a nosotros? Antes bien, lo que a cada uno interesa más es que
cualquiera aumente continuamente sus riquezas, con las cuales haya para
sostener los diarios gastos, y, del mismo modo, es que fuere más poderoso pueda
sujetar igualmente a los más necesitados, o que obedezcan a los ricos los más
pobres, sólo para conseguir la comida y aliviar su necesidad, y para que a la
sombra de su amparo gocen del ocio y de la quietud, y se sirvan los ricos de
los indigentes para sus ministerios respectivos, y para la, ostentación de su
pompa y fausto; que el pueblo aplauda, no a los que le persuaden lo que le
importa, sino a los que le proporcionan gustos y deleites; que no se les mande
cosa dura, ni se les prohíba cosa torpe; que los reyes no atiendan a si son
buenos y virtuosos sus vasallos, sino a si obedecen sus órdenes; que las
provincias sirvan a los reyes, no como gobernadores o primeros directores de
sus costumbres, sino como a señores o dueños absolutos de sus haciendas y como
a proveedores o dispensadores de sus deleites y regalos, y al mismo tiempo que
los honren y reverencien, no sinceramente o de corazón, sino que los teman
servilmente; que castiguen severamente las leyes primero lo que ofende a la
vida ajena que lo que daña a la vida propia; que ninguno lleve a la presencia
del juez, sino al que fuere perjudicial a los bienes, casa o salud ajena, o
fuere importuno o nocivo por sus costumbres relajadas; que en lo demás, con sus
afectos o deudos, o de los haberes de éstos, o de cuales quiera que
condescendiere haga cada uno lo que más le agradare; que asimismo haya
abundancia de mujeres públicas, para todos los que quisiesen participar de
ellas, o particularmente para los que no pueden tenerlas en su casa; que se
edifiquen grandes, magníficas y suntuosas casas donde se frecuenten los saraos
y convites, y donde, según le pareciere a cada uno, de día y de noche, juegue, beba,
se divierta, gaste y triunfe; que continúen sin interrupción los bailes, hiervan
los teatros con el aplauso y voces de alegría; que se conmuevan con la
representación de actos deshonestos y todo género de deleites tan abominables y
torpes, y que sea tenido por enemigo público el que no gustare de esta
felicidad; que a cualquiera que intentase alterarla o quitarla puedan todos, libremente,
echarle adonde no le oigan, le destierren donde no sea visto y le saquen de
entre los vivientes; que sean tenidos por verdaderos dioses los que procuraron
que el pueblo consiguiese esta felicidad y, conseguida, supieron inventar
medios para conservársela; que los reverencien y tributen del modo que les
fuera más agradable; que pidan los juegos y fiestas que fuesen de su voluntad y
pudiesen alcanzar de sus adoradores, con tal que procuren con todo su esfuerzo
que esta felicidad momentánea esté segura de las invasiones del enemigo, de los
funestos efectos del contagio y de cualquiera. otra calamidad; y quién de sano
juicio habrá que quiera comparar esta República, no digo yo con el Imperio
romano, sino con la casa de Sardanápalo, quien, siendo por algún tiempo rey de
los asirios, se entregó con tanta demasía a los deleites que mando se
escribiese en su sepulcro que después de muerto sólo conservaba lo que había
devorado y consumido en vida su torpe apetito? Si la suerte hubiera dado a los
romanos por rey a Sardanápalo, y contemporizara y disimulara estas torpezas sin
contradecirles de modo alguno, sin duda de mejor gana le consagraran templo y
flamen que los antiguos romanos a Rómulo.
CAPITULO XXI: Lo que sintió Cicerón de la República romana.
Pero si no hicieron caso del
erudito escritor que llamó a la República romana mala y disoluta, ni cuidan de
que esté poseída de cualesquiera torpezas y costumbres abominables y
corrompidas, con tal que exista y persevere; digan cómo no solo se hizo procaz
y disoluta, como dice Salustio, sino que, según enseña Cicerón, en aquella
época había ya perecido del todo la República, sin quedar rastro ni memoria de
ella Introduce, pues, en el raciocinio este sabio orador al valeroso Escipión, aquel
mismo que destruyó Cartago, disertando sobre la República en un tiempo en que
ya se sospechaba y advertía que estaba vacilante y expuesta a ser destruida con
los vicios y corrupción de costumbres, sobre lo que elegantemente habla
Salustio. Suscitose, pues, esta controversia en el tiempo en que ya uno de los
Gracos había muerto, en cuyo gobierno -como escribe Salustio- tuvieron
principio graves discordias, y de cuya muerte se hace mención en los mismos
libros; y habiendo dicho Escipión al fin del libro segundo, que así como se
debe guardar en la citara, en la flauta y en la canción una cierta consonancia
de distintas y diferentes voces, la cual, si se muda, disuena, ofende y no la
puede sufrir un oído delicado, y esta misma consonancia, aunque de diferentes voces,
con sólo contemplarlas y arreglarías a una perfecta modulación, se hace grata y
suave al oído; así también una ciudad compuesta de diferentes órdenes y estados,
altos, medios y bajos, como voces bien templadas, con la conformidad y
concordia de partes de entre sí tan diferentes, vive concorde y tranquila; lo
que llaman los músicos en el cántico armonía, esto era en la ciudad la
concordia, que es un estrecho e importante vínculo para la conservación de toda
la República, la cual de ningún modo podía existir sin la justicia; pero
disertando después dilatada y copiosamente sobre lo que interesaba el que
hubiese justicia en la ciudad, como de los graves daños que se seguían en todo
Estado que no se observaba; tomó la mano Filón, uno de los que disputaban, y
pidió que se averiguase más circunstancialmente esta opinión, tratándose con
más extensión de la justicia, porque comúnmente se decía que era imposible
regir y gobernar una República sin injusticia, y por esto fue Escipión de
parecer convenía aclarar y ventilar esta duda, diciendo le parecía que era nada
cuanto hasta entonces habían hablado acerca del gobierno de la República, y que
aún podría decir más, a no estar confirmado y fuera de toda ambigüedad que era
falso el principio de que sin justicia podía regirse un pueblo, así como era
cierto el otro, de que es imposible gobernar una República sin una recta
justicia. Y habiendo diferido la resolución de esta cuestión para el día
siguiente, en el tercer libro se trató de esta materia copiosamente, refiriendo
las disputas que ocurrieron para su decisión. El mismo Filón siguió el partido
de los que opinaban era imposible regir la República sin injusticia, justificándose
en primer lugar para que no se creyese que él realmente era de este parecer, y
disertó con mucha energía en favor de la injusticia, y contra la justicia, dando
a entender quería manifestar con ejemplos y razones verosímiles que aquélla
interesaba a la República y ésta era inútil. Entonces Lelio, a ruegos de los
senadores, empezando a defender con nervio y eficacia la justicia, ratificó, y
aun aseguró cuanto pudo la opinión contraria, hasta demostrar que no había cosa
más contraria al régimen y conservación de una ciudad que la injusticia, y que
era absolutamente imposible gobernar un Estado y hacer que perseverase en su
grandeza, sino obrando con rectitud y justicia. Examinada y ventilada esta
cuestión por el tiempo que se creyó suficiente, volvió Escipión al mismo asunto
que había dejado, tornando a repetir y elogiar su concisa definición de la
Republica, en la que había asentado que era algo del pueblo; y resuelve que
pueblo no es cualquiera congreso que compone la multitud, sino una junta
asociada unánimemente y sujeta a unas mismas leyes y bien común. Después
demuestra cuánto importa la definición para las disputas, y de sus definiciones
colige que entonces es República, esto es, bien útil al pueblo, cuando, se
gobierna bien y de acuerdo, ya sea por un rey, ya por algunos patricios, ya por
todo el pueblo; pero siempre que el rey fuese injusto, a quien llamó tirano, como
acostumbraban los griegos, injustos serían los principales encargados del
gobierno, cuya concordia y unión dijo era parcialidad; o injusto sería el mismo
pueblo, para quien no halló nombre usado, y por eso le llamó también tirano; no
era ya República viciosa, como el día anterior habían dicho, sino que, como
manifestaba el argumento y razones deducidas de las establecidas definiciones, de
ningún modo era República, porque no era bien útil al pueblo, apoderándose de
ella el tirano con parcialidad; ni el mismo pueblo era ya pueblo si era justo, porque
no representaba ya la multitud unida y ligada por unas mismas leyes y bien
común, como se ha definido al pueblo. Cuando la República romana era de tal
condición cual la pintó Salustio, no era ya mala y disoluta, como él dice, sino
que totalmente no era ya República, como se confirmó en la disputa que se
suscitó sobre ella entre sus principales patricios que la gobernaban, así como
el mismo Tulio, hablando no ya en nombre de Escipión ni de otro alguno, sino
por si mismo, lo mostró al principio del libro quinto, alegando en su favor el
verso del poeta Ennio, que dice: Que conservan la República romana en su
primitivo esplendor las antiguas buenas costumbres y los muchos hombres
excelentes que había producido. El cual verso, dice él, me parece que, o por su
concisión o sencillez, le pronunció como si fuese tomado de algún oráculo, porque
ni los varones excelentes, si, no estuviera tan bien formada y acostumbrada la
ciudad, ni las costumbres, si no presidieran y gobernaran estos insignes
varones, hubieran podido establecer ni conservar una República tan dilatada con
un dominio en su gobierno tan justo y tan extendido; así pues, en los tiempos
pasados, las mismas costumbres o la buena conducta de nuestra patria elegía
varones insignes, quienes conservaban en su primer esplendor las costumbres e
instituciones de sus mayores; pero nuestro siglo, habiendo recibido el gobierno
del Estado como una pintura hermosa que se deteriora y desmejora con la
antigüedad, no solamente no cuidó de renovar los mismos colores que solía tener,
pero ni procuró que por lo menos conservase la forma y sus últimos perfiles; porque
que retenemos ya de las antiguas costumbres con que dice estaba en pie la
República romana, las cuales vemos tan desacreditadas y olvidadas, que no sólo
se estiman, pero ni aun las conocen? Y de los varones puede decir que las
mismas costumbres perecieron por falta de hombres que las practicasen, de cuya
desventura no solamente hemos, de dar la razón, sino que también, como reos de
un crimen capital, hemos de dar cuenta ante el juez de esta causa, en atención
a que por nuestros propios vicios, no por accidente alguno, conservamos de la
República sólo el nombre; pero la sustancia de ella realmente hace ya tiempo
que la perdimos. Esto confesaba Cicerón, aunque mucho después de la muerte de
Africano, a quien hizo disertar en sus libros sobre la República, pero todavía,
antes de la venida de Jesucristo, y si esto se hubiera pensado y divulgado
cuando ya florecía la religión cristiana, quién hubiera entre éstos que no le
pareciera que se debía imputar esta relajación a los cristianos? Por qué no
procuraron sus dioses que no pereciera ni se perdiera entonces aquella
República, la cual Cicerón, muchos años antes que Cristo naciese de la
Santísima Virgen, tan lastimosamente llora por perdida? Examine atentamente los
que tanto ensalzan, qué tal fue aun en la época en que florecieron aquellos
antiguos varones y celebradas costumbres; si acaso floreció en ella la
verdadera justicia, o si quizá entonces tampoco vivía por el rigor de las
costumbres, sino que estaba pintada con bellos colores, la cual aun el mismo
Cicerón, ignorándolo cuando la celebraba y prefería, lo expresó; pero en otro lugar
hablaremos de esto, si Dios lo quiere, procurando manifestar a su tiempo, conforme
a las definiciones del mismo Cicerón, cuán brevemente explicó lo que era
República y lo que era pueblo en persona de Escipión, conformándose con él
otros muchos pareceres, ya fuesen suyos o de los que introduce en la misma
disputa, donde sostiene que aquélla nunca fue República, porque jamás hubo en
ella verdadera justicia; pero, según las definiciones más probables en su clase,
fue antiguamente República, y mejor la gobernaron y administraron los antiguos
romanos que los que se siguieron después; en atención a que no hay verdadera
justicia, sino en aquella República cuyo Fundador, Legislador y Gobernador es
Cristo, si acaso nos agrada el llamarla República, pues no podemos negar que
ella es un bien útil al pueblo; pero si este nombre, que en otros lugares se
toma en diferente acepción, estuviese acaso algo distante del uso de nuestro
modo de hablar, por lo menos la verdadera justicia se halló, en aquella ciudad
de quien dice la Sagrada Escritura: Cuán gloriosas cosas están dichas de la, Ciudad
de Dios!
CAPITULO XXII: Que jamás cuidaron los dioses de los romanos de que no se estragase y perdiese la República por las malas costumbres.
Por lo que se refiere a la
presente cuestión, por más famosa que digan fue, o es, la República, según el
sentir de sus más clásicos autores, ya mucho antes de la venida de Cristo se
había hecho mala y disoluta, o por mejor decir, no era ya tal República, y
había perecido del todo con sus perversas costumbres; luego para que no se
extinguiese, los dioses, sus protectores, debieran dar particulares preceptos
al pueblo que los adoraba para uniformar su vida y costumbres, siendo así que
los reverenciaba y daba culto en tantos templos, con tantos sacerdotes, con
tanta diferencia de sacrificios; con tantas y tan diversas ceremonias, fiestas
y solemnidades, con tantos y tan costosos regocijos y representaciones
teatrales; en todo lo cual no hicieron los demonios otra cosa que fomentar su
culto, no cuidando de inquirir cómo vivían antes, y procurando que viviesen mal;
pero si todo esto lo hicieron por puro miedo en honra y honor de los dioses, o
si éstos les dieron algunos saludables preceptos, tráiganlos, manifiéstenlos y
léannos qué leyes fueron aquellas que dieron los dioses a Roma y violaron los
Gracos cuando la turbaron con funestas sediciones, cual fueron Mario, Cinna y
Carbón, que fomentaron las guerras civiles, cuyas causas fueron muy injustas, y
las prosiguieron con grande odio y crueldad y con mucha mayor las acabaron, las
cuales, finalmente, el mismo Sila, cuya vida y costumbres, con las impiedades
que cometió, según las pinta Salustio, y otros historiadores, a quién no causan
horror? Quién no confesará que entonces pereció aquella República? Acaso por
semejantes costumbres experimentadas reiteradamente en Roma se atreverán, como
suelen, a alegar en defensa de sus dioses aquella expresión de Virgilio en el
libro 2 de la Eneida, donde dice que todos los dioses que sustentaba en pie
aquel Imperio se marcharon, desamparando sus templos y aras? Si lo primero es
así, no tienen que quejarse de la religión cristiana, pretendiendo que, ofendidos
de ella sus dioses, los desampararon; pues sus antepasados muchos años antes, con
sus costumbres, los espantaron como a moscas de los altares de Roma; pero, con
todo, adónde estaba esta numerosa turba de dioses cuando, mucho antes que se
estragasen y corrompiesen las antiguas costumbres, los galos tomaron y quemaron
a Roma? Acaso estando presentes dormían? Entonces, habiéndose apoderado el
enemigo de toda la ciudad, sólo quedó ileso el monte Capitolino, el cual
también le hubieran tomado si, durmiendo los dioses, por lo menos no estuvieran
de vela los gansos; de cuyo suceso resultó que vino a caer Roma casi en la
misma superstición de los egipcios, que adoran a las bestias y a las aves, dedicando
sus solemnidades al ganso; mas no disputo, por ahora, en estos males casuales
que conciernen más al cuerpo que al alma, y suceden por mano del enemigo o por
otra desgracia o casualidad. Ahora únicamente trato de la relajación de las
costumbres, las cuales, perdiendo al principio poco a poco sus bellos colores y
despeñándose después al modo de la avenida de un arroyo arrebatado, causaron, aunque
subsistían las casas y los muros, tanta ruina en la República, que autores
gravísimos de los suyos no dudan en afirmar que se perdió entonces; y para que
así fuese hicieron muy bien en marcharse todos los dioses, desamparando sus
templos y aras, si la ciudad menospreció los preceptos que les habían dado
sobre vivir bien, con rectitud y justicia; pero, pregunto ahora: quiénes eran
estos dioses que no quisieron vivir ni conversar con un pueblo que los adoraba,
al que viviendo escandalosamente no enseñaron a vivir bien?
CAPITULO XXIII: Que las mudanzas de las cosas temporales no dependen del favor o contrariedad. de los demonios, sino de la voluntad del verdadero Dios.
Acaso no se puede demostrar que, aunque
estos falsos dioses o deidades alentaron y ayudaron a los romanos a satisfacer
sus torpes apetitos, sin embargo, no les asistieron para refrenarlos? Por qué
los que favorecieron a Mario, hombre nuevo y de baja condición, cruel autor y
ejecutor de las guerras civiles, para que fuese siete veces cónsul, y que en su
séptimo consulado viniera a morir viejo y lleno de años, no le patrocinaron
asimismo a fin de que no cayera en manos de Sila, que había de entrar luego
vencedor? Por qué no le ayudaron también para que se amansara y evitara tantas
y tan inmensas crueldades como hizo? Pues si para esta empresa no le ayudaron
sus dioses, ya expresamente confiesa que, sin tener uno a sus dioses propicios
y favorables, es factible que consiga la temporal felicidad que tan sin término
codician, y que pueden algunos hombres, como fue Mario, a despecho y contra las
disposiciones y 'voluntad de los dioses, adquirir y gozar de salud, fuerzas y
riquezas de honras y dignidades y larga vida; y que pueden igualmente algunos
hombres, como fue Régulo, padecer y morir muerte afrentosa en cautiverio, servidumbre,
pobreza y desconsuelo, estando en gracia de los dioses, y si conceden que esto
es así, confiesan en breves palabras que de nada sirven, y que en vano los
reverencian; porque si procuraron que el pueblo se instruyese en los principios
más opuestos a las virtudes del alma y a la honestidad de la vida, cuyo premio
debe esperar después de la muerte, y si en estos bienes transitorios y
temporales ni pueden dañar a los que aborrecen ni favorecer a los que aman, para
qué los adoran y para qué con tanto anhelo? Por qué murmuran en los tiempos
adversos y desgraciados, como si ofendidos se hubieran ido, y al mismo tiempo
con impías imprecaciones injurian la religión cristiana? Y si en estas cosas
tienen poder para hacer bien o mal, por qué en ellas favorecieron a Mario
siendo un hombre tan malo, y fueron infieles a Régulo siendo tan bueno? Y acaso
con este procedimiento, no hacen ver claramente que son sumamente injustos y
malos? Pero si por estos motivos creyeron que deben ser aún más temidos y
reverenciados, tampoco esto debe creerse, porque es sabido que del mismo modo los
adoró Régulo que Mario, y no por eso nos parezca se debe escoger la mala vida, porque
se presume que los dioses favorecieron más a Mario que a Régulo, ya que Metelo,
uno de los mejores y más famosos romanos, que tuvo hijos dignos del consulado, fue
también dichoso en las cosas temporales, y Catilina, uno de los peores, fue
desdichado, perseguido de la pobreza y murió vencido en la guerra que tan
injustamente había promovido. Verdadera y cierta es solamente la felicidad que
consiguen los buenos que adoran a Dios, y es de quien solamente la pueden
alcanzar, pues cuando se iba corrompiendo y perdiendo Roma con las malas
costumbres, no tomaron providencia alguna sus dioses para corregirlas o
enmendarlas y para que no se aniquilase, antes cooperaron a su depravación, corrupción
y completa destrucción. Ni por eso se finjan buenos como aparentando en cierto
modo que, ofendidos de las culpas y crímenes de los ciudadanos, se ausentaron, pues
seguramente estaban allí; con lo cual ellos mismos se descubren y conocen, puesto
que al fin no pudieron ayudarlos con sus consejos, ni pudieron encubrirse
callando. Paso por alto el que los minturnenses, excitados de Ia compasión, encomendaron
los sucesos de Mario a la diosa Marica, a, quien rendían adoración en un bosque
contiguo al lugar y consagrado a su hombre, para que le favoreciese y diese
prósperos sucesos en todas sus empresas; y sólo advierto que, vuelto a su
primera prosperidad desde la suma desesperación, caminó fiero y cruel contra
Roma, llevando consigo un poderoso y formidable ejército, adonde cuán
sangrienta fue su victoria, cuán cruel y cuánto más fiera que la de cualquier
enemigo, léanlo los que quisieren en los autores que la escribieron. Pero esto,
como digo, lo omito, ni quiero atribuir a no sé qué Marica la sangrienta felicidad
de Mario, sino a la oculta providencia de Dios, para tapar la boca a los, incrédulos
y para librar de su ceguedad y error a los que tratan este punto, no con
compasión, sino que lo advierten con prudencia, porque aunque en estos acontecimientos
pueden algo los demonios, es tanto su poder cuantas son las facultades que les
concede el oculto juicio del que es Todopoderoso, para que, en vista de tales
desengaños, no apreciemos demasiado las felicidades terrenas, las cuales como a
Mario, se dispensan también por la mayor parte a los malos, ni tampoco
mirándola bajo otro aspecto la tengamos por mala, viendo que, a despecho de los
demonios, la han tenido también por lo mismo muchos santos y verdaderos siervos
del que es un solo Dios verdadero; ni, finalmente, entendamos que debemos
acatar o temer a estos impuros espíritus por los bienes o males de la tierra; porque
así como los hombres malos no pueden hacer en la tierra todo lo que quieren, así
tampoco ellos, sino en cuanto se les permite por orden de aquel gran Dios, cuyos
juicios nadie los puede comprender plenamente y nadie justamente reprender.
CAPITULO XXIV: De las proezas que hizo Sila, a quien mostraron favorecer Ios dioses.
El mismo Sila, cuyos tiempos
fueron tales que se hacían desear los pasados (a pesar de que a los ojos
humanos parecía el reformador de las costumbres), luego que movió su ejército
para marchar a Roma contra Mario, escribe Tito Livio que, al ofrecer
sacrificios a los dioses, tuvo tan prósperas señales, que Postumio
-sacrificador y adivino en este holocausto- se obligó a pagar con su cabeza si no
cumplía Sila todo cuanto tenía proyectado en su corazón con el favor de los
dioses. Y ved aquí cómo no se habían ausentado los dioses desamparando los
sagrarios y las aras, supuesto que presagiaban los sucesos de la guerra y no
cuidaban de la corrección del mismo Sila. Prometíanle, adivinando los futuros
contingentes, grande felicidad, y no refrenaban su codicia amenazándole con los
más severos castigos; después, manteniendo la guerra de Asia contra Mitrídates,
le envió a decir Júpiter con Lucio Ticio que había de vencer a Mitrídates, y
así sucedió; pero en adelante, tratando de volver a Roma y vengar con guerra
civil las injurias que le habían hecho a él y a sus amigos, el mismo Júpiter
volvió a enviar a decirle con un soldado de la legión sexta, que anteriormente
le había anunciado la victoria contra Mitrídates, y que entonces le prometía
darle fuerzas y valor para recobrar y restaurar, no sin mucha sangre de los
enemigos, la República. Entonces preguntó qué forma o figura tenía el que se le
había aparecido al soldado, y respondiendo éste cumplidamente, se acordó Sila
de lo que primero le había referido Ticio cuando de su parte le trajo el aviso
de que había de Vencer a Mitrídates. Qué podrán responder a esta objeción si
les preguntamos por qué razón los dioses cuidaron de anunciar estos sucesos
como felices, y ninguno de ellos atendió a corregirlos con sus amonestaciones, o
recordar al mismo Sila las futuras desgracias públicas, si sabían que había de
causar tantos males con sus horribles guerras civiles, las cuales no sólo
habían de estragar, sino arruinar totalmente la República? En efecto, se
demuestra bien claro quiénes son los demonios, como muchas veces lo he
insinuado. Sabemos nosotros por el incontrastable testimonio de la Sagrada
Escritura, y su calidad y circunstancias nos muestran, que hacen su negocio
porque les tengan por dioses, adoren y ofrezcan votos, que, uniéndose con éstos
los que se les ofrecen, tengan juntamente con ellos delante del juicio de Dios
una causa de muy mala condición. Después de llegado Sila a Tarento y
sacrificado allí, vio en lo más elevado del hígado del becerro como una imagen
o representación de una corona de oro. Entonces Postumio -el adivino de quien
se ha hecho mención- le dijo que aquella señal quería dar a entender una famosa
victoria que había de conseguir de sus enemigos; por lo que le mandó que sólo
él comiese de aquel sacrificio. Pasado un breve rato un esclavo de Lucio Poncio,
adivinando, dio voces, diciendo: Sila, mensajero soy de Belona; la victoria es
tuya; añadiendo a estas palabras las siguientes: Que se había de quemar el
Capitolio. Dicho esto, se apartó del campo, donde estaba alojado el ejército, y
al día siguiente volvió aún más conmovido, y dando terribles voces, dijo que el
Capitolio se había quemado, lo que era cierto, aunque era muy fácil que el
demonio lo hubiese previsto y manifestado luego. Pero es digno de advertir lo
que hace principalmente á nuestro propósito, y es, bajo qué dioses gustan estar
los que blasfeman del Salvador, que es quien pone en libertad las voluntades de
los fieles, sacándolas del dominio de los demonios. Dio voces del hombre, vaticinando:
Tuya es la victoria, Sila; y para que se creyese que lo decía con espíritu
divino, anunció también lo que era posible sucediese y después acaeció, estando,
sin embargo, muy distante aquel por quien el espíritu hablaba; pero no dio
voces, diciendo: Guárdate de cometer maldades, Sila, las cuales, siendo vencedor
cometió en Roma el mismo que en el hígado del becerro, por singular señal de su
victoria, tuvo la visión de la corona de oro. Y si semejantes señales
acostumbraban a dar los dioses buenos y no los impíos demonios, sin duda que en
las entrañas de la víctima prometerían primero abominables males y muy
perniciosos al mismo Sila: en atención a que la victoria no fue de tanto
interés y honor a su dignidad cuanto fue perjudicial a su codicia, con la cual
sucedió que, anhelando ensoberbecido y ufano las prosperidades, fue mayor la
ruina y muerte que se hizo a si mismo en sus costumbres que el estrago que hizo
a sus enemigos en sus personas y bienes. Estos fatales acaecimientos, que
verdaderamente son tristes y dignos de lágrimas, no los anunciaban los dioses
ni en las entrañas de las víctimas sacrificadas, ni con agüeros, sueños o
adivinaciones de alguno, porque más temían que se corrigiese, que no que fuese
vencido; antes procuraban lo posible que el vencedor de sus mismos ciudadanos
se rindiese vencido y cautivo a los vicios nefandos, y por ellos más
estrechamente a los mismos demonios.
CAPITULO XXV: Cuánto incitan al hombre a los vicios los espíritus malignos, cuando para hacer las maldades interponen su ejemplo como una autoridad divina.
Y de cuanto va referido, quién no
entiende, quién no advierte, sino es el que gusta más de seguir e imitar
semejantes dioses que apartarse con la divina gracia de su infame compañía, cuánto
procuran los malignos espíritus acreditar los vicios y maldades con su ejemplo
como con autoridad divina? En cuya comprobación decimos, que en una espaciosa
llanura de tierra de campaña, adonde poco después los ejércitos civiles se
dieron una reñida batalla, los vieron a ellos mismos pelear entre sí; allí se oyeron
primero grandes rumores y estruendos, y luego refirieron muchos que habían
visto por algunos días pelear mutuamente dos ejércitos; y, concluida la batalla,
hallaron como huellas de hombres y caballos, cuantas pudieran imaginarse en un
encuentro igual. Ahora, pues, si de veras pelearon los dioses entre sí, no se
culpen ya las guerras civiles entre los hombres, sino considérese la malicia o
miseria de estos dioses; y si fingieron que pelearon, qué otra cosa hicieron
sino trayendo entre sí los romanos guerras civiles, darles a entender no
cometían maldad alguna teniendo aquel ejemplo de los dioses? A la sazón ya
habían comenzado las guerras civiles y precedido algunos casos horrorosos y
abominables de tan fieras batallas; y asimismo había ya conmovido los corazones
de muchos el fatal suceso acaecido a un soldado que, despojando a otro que había
muerto; descubriendo su cuerpo, conoció que era su hermano, y abominando de las
guerras civiles, se mató a sí mismo en el mismo lugar, haciendo así compañía al
difunto cuerpo de su hermano, lo cual sin duda les movía, persuadía, no
precisamente a que se avergonzasen y arrepintiesen de una maldad tan execrable,
sino a que creciese más y más el furor de tan perjudiciales guerras; luego
estos demonios a quienes los tenían por dioses y les parecía debían adorarlos y
reverenciarlos, quisieron aparecerse a los hombres peleando entre sí, para que,
a vista de este espectáculo, no revelase el afecto y amor de una misma patria
semejantes encuentros y combates; antes el pecado y error humano se excusase
con el ejemplo divino. Con este ardid prescribieron también los malignos
espíritus que se les consagrasen los juegos escénicos, de los que he referido
ya circunstancialmente algunas particularidades, y en los que han celebrado
tantas abominaciones de los dioses, así en los cánticos y músicas del teatro
como en las representaciones de las fábulas, para que todo el que creyese que
ellos hicieron tales acciones, lo mismo que el que no lo creyese, a pesar de
ver que ellos querían gustosamente que se les ofreciesen semejantes fiestas, seguramente
los imitase; y para que ninguno imagine cuando los poetas cuentan que pelearon
entre sí, que habían escrito contra los dioses injurias y oprobios, y no
acciones propias de su divinidad, ellos mismos, para engañar a los hombres, confirmaron
los dichos de los poetas, mostrando a los ojos humanos sus batallas, no sólo
por medio de los actores en el teatro, sino también por sí mismos en el campo. Nos
ha movido a referir esto el observar que sus propios autores no dudaron en
decir y escribir, que muchos años antes de las guerras civiles se había perdido
la República romana con las perversas costumbres de sus ciudadanos, y que no
había quedado sombra de República antes de la venida de nuestro Señor
Jesucristo; cuya perdición no imputan a sus dioses los que atribuyen a Cristo, los
males transitorios y temporales con que los buenos, ya vivan, o ya mueran, no pueden
perecer. Habiendo nuestro, gran Dios dado tantos preceptos contra las malas
costumbres y en favor de las buenas, y no habiendo tratado sus dioses negocio
alguno por medio de semejantes preceptos con el pueblo que los adoraba, para
que aquella República no se perdiese, antes corrompiendo las mismas costumbres
con su ejemplo y detestable autoridad, hicieron que totalmente se perdiese, de
la cual - a lo que entiendo- ninguno se atreviera ya a decir que se perdió
entonces, porque se marcharon todos los dioses; desamparando los sagrarios y
las aras como afectos a las virtudes y ofendidos de los vicios de los hombres; pues
por tantas señales de sacrificios, agüeros y adivinaciones con que deseaban
recomendar su divinidad y presciencia y dar a entender conocían lo futuro y
favorecían en las guerras, quedan convencidos de que estaban presentes; y si de
veras se hubieran ido, sin duda con más piedad y clemencia se hubieran portado
los romanos en las guerras civiles, aunque no se lo inspiran las instigaciones
de los dioses, sino sólo sus pasiones y deseos ambiciosos.
CAPITULO XXVI: De los avisos y consejos secretos que dieron los demonios tocante a las buenas costumbres, aprendiéndose por otra parte públicamente todo género de maldades en sus fiestas.
Siendo esto así, y habiéndose
manifestado públicamente las torpezas, junto con las crueldades y afrentas de
los dioses, y sus crímenes, verdaderos o fingidos, pidiéndolo ellos mismos y
enojándose si no se ejecutaban, teniéndolos consagrados en ciertas solemnidades
y habiendo pasado tan adelante que los han propuesto en los teatros a vista de
todo el concurso como dignos de ser imitados, qué significa el que estos mismos
demonios, que en semejantes deleites se entremeten y confiesan que son
espíritus inmundos y que sus crímenes y maldades, sean verdaderas o fingidas, y
con apetecer que se las celebren, rogándoselo a los disolutos, y consiguiéndolo
por fuerza de los modestos, se declaren ser autores de la vida disoluta y torpe?
Con todo, se asegura que allá en sus sagrarios y en lo más secreto de sus
templos, dan algunos preceptos para practicar las buenas costumbres a algunas
personas como escogidas, predestinadas o consagradas a su deidad; y si esto fuese
cierto, por el mismo hecho se convence de más engañosa la malicia de los
malignos espíritus; porque es tan poderosa la fuerza de la bondad y de la
honestidad, que toda o casi toda la naturaleza humana se conmueve con su
alabanza, y jamás llega a tan torpe y viciosa que del todo se estrague y pierda
el sentido de la honestidad; en esta inteligencia, si la malicia de los
espíritus infernales no se transfigura a veces -como nos lo advierte la Sagrada
Escritura- en ángel de luz, no puede salir con su pretensión, reducida
únicamente a engañarnos; así que en público la impura y detestable torpeza por
todas partes se vende a todo el pueblo, con notable estruendo y rumor, pero en
secreto la honestidad fingida apenas la oyen algunos pocos; la publicidad es
para las cosas abominables y vergonzosas, y el secreto para las honestas y
loables; la virtud está oculta y la maldad descubierta; el mal que se hace y
practica convida a todos los que le ven, y el bien que se predica apenas halla
alguno que le oiga, como si lo honesto fuera vergonzoso y lo torpe, digno de
gloria. Pero dónde se obra tan impíamente sino en los templos de los demonios? En
los tabernáculos de los embustes y engaños? Pues lo primero lo ejecutaron para
coger y prender a los virtuosos y honestos, que son pocos en número, y lo segundo
porque no se corrijan y enmienden los muchos que son torpes y viciosos dónde y
cuándo aprendiesen sus escogidos los preceptos de la celestial honestidad, lo
ignoramos. Con todo, en el frontispicio del mismo templo adonde veíamos colocado
aquel otro simulacro todos los que de todas partes concurríamos acomodándonos
donde cada uno podía estar mejor, con gran atención veíamos los juegos que se
hacían; pero volviendo los ojos a un lado, observábamos la pompa, fausto y
aparato de las rameras, y volviéndonos a otros, veíamos la virgen diosa, y cómo
adoraban humildemente a ésta, y celebraban delante de la otra tantas torpezas. No
vimos allí ningún mimo recatado y honesto, en actora que manifestase alguna
modestia o pudor; antes todos cumplían exactamente todos los oficios de
deshonestidad e impureza. Sabían lo que agradaba al ídolo virginal, y
representaban lo que la matrona más prudente podía llevar del templo a su casa.
Algunas que eran más pundonorosas volvían los rostros por no mirar los torpes
meneos de los actores, y, teniendo pudor de ver el arte y dechado de las
impurezas, le aprendían reparándolo con disimulo; pues por estar los hombres
presentes tenían vergüenza, y no se atrevían a mirar con Iibertad los ademanes
y posturas deshonestas; pero al mismo tiempo no osaban condenar con ánimo casto
las ceremonias sagradas de la deidad que reverenciaban. En fin, presentaban
públicamente estas obscenidades para que se aprendiese en el templo aquello que
para ejecutarlo, por lo menos en casa, se busca el aposento más oculto; sería
sin duda cosa extraña el que hubiera allí algún pudor en los mortales, para no
cometer libremente las torpezas humanas que religiosamente aprendían delante de
los dioses, habiendo de tenerlos airados si no procuraban representarlas en
honra suya. Porque, qué otro espíritu con secreto instinto mueve las almas
perversas y depravadas, las insta para que se cometan adulterios y se apacienta
y complace en los cometidos, sino el que se deleita con semejantes juegos
escénicos, poniendo en los templos los simulacros de los demonios ya gustando
en los juegos de las imágenes y retratos de los vicios, murmurando en lo
secreto lo que toca a la justicia, para seducir aun a los pocos buenos, y
frecuentando en lo público lo que nos excita a la torpeza, para apoderarse de
infinitos malos?
CAPITULO XXVII: Con cuánta pérdida de la moralidad pública hayan consagrado los romanos, para aplacar a sus dioses, las torpezas de los juegos.
Tulio, aquel tan grave y tan
excelso filósofo, cuando comenzó a ejercer el oficio de edil, clamaba delante
del pueblo que entre las demás cosas que pertenecían a su oficio era una
aplacar a la diosa Flora con la solemnidad de los juegos, los cuales suelen
celebrarse con tanta más religión cuanta es mayor la torpeza. Dice en otro
lugar, siendo ya cónsul, que en un grave peligro en que se vio la ciudad se
habían continuado los juegos por diez días, y que no se había omitido
circunstancia alguna para aplacar a los dioses; como si no fuera más
conveniente enojar a semejantes dioses con la modestia que aplacarlos con la
torpeza, y hacerlos con la honestidad enemigos antes que ablandarlos con tanta
disolución; porque no pudieran causar tan graves daños por más fiereza y
crueldad que usaran los enemigos por cuyo respeto los aplacaban, como causaban
ellos con hacer aplacar con tan abominables impurezas; pues para excusar el
daño que se temía causaría el enemigo en los cuerpos, se aplacaban los dioses
de tal manera, que se extinguía la fuerza y el valor en los ánimos, supuesto
que aquellos dioses no se habían de poner a la defensa contra los que combatían
los muros, si primero no daban en tierra y arruinaban las buenas costumbres. Esta
satisfacción ofrecida a semejantes dioses, deshonesta, impura, disoluta, desenfrenada
y torpe en extremo, condenó a sus ministros en el honor el honrado pundonor y
buen natural de los primeros romanos, los privó de su tribu, los reconoció por
torpes y deshonestos, y los dio por infames. Esta satisfacción, digo, digna de
vergüenza y de que la abomine la verdadera religión; estas fábulas torpes y
llenas de calumnias contra los dioses, y estas ignominiosas acciones de los
dioses, maligna y torpemente fingidas, o más maligna y torpemente cometidas, dándoles
públicamente ojos para ver y orejas para oír tales impurezas, las aprendía
generalmente toda la ciudad. Estas representaciones veía que agradaban a los
dioses, y por tanto, creía que no sólo las debía recitar públicamente, sino que
era razón imitarlas también, y no aquel no sé qué de bueno o de honesto que se
manifestaba a tan pocos y tan en secreto; mas de tal modo se decía, que más
temían que no se supiese y divulgase que el que no se ejecutase.
CAPITULO XXVIII: De la saludable doctrina de la religión cristiana.
Quéjanse, pues, y murmuran los
hombres perversos e ingratos y los que están más profunda y estrechamente
oprimidos del maligno espíritu de que los sacan mediante el nombre de
Jesucristo del infernal yugo y penosa compañía de estas impuras potestades, y
de que los transfieren de la tenebrosa noche de la abominable impiedad a la luz
de la saludable piedad v religión; danse por sentidos de que el pueblo acuda a
las iglesias con una modesta concurrencia y con una distinción honesta de
hombres y mujeres, adonde se les enseña cuánta razón es que vivan bien en la
vida presente, para que después de ella merezcan vivir eternamente en la
bienaventuranza; donde oyendo predicar y explicar desde la cátedra del Espíritu
Santo en presencia de todos la Sagrada Escritura y la doctrina evangélica, a
fin de que los que obran con rectitud la oigan para obtener el eterno premio, y
los que así no lo hacen, lo oigan para su juicio y eterna condenación; y donde
cuando acuden algunos que se burlan de esta santa doctrina, toda su insolencia
e inmodestia, o la dejan con una repentina mudanza o se ataja y refrena en
parte con el temor o el pudor; porque allí no se les propone cosa torpe o mal
hecha para verla o imitarla, ya que, o se les enseñan los preceptos y
mandamientos del verdadero Dios, o se refieren sus maravillas y estupendos
milagros, o se alaban y engrandecen sus dones y misericordias, o se piden sus
beneficios y, mercedes.
CÁPITULO XXIX: Exhortación a los romanos para que dejen el culto de los dioses.
Esto es lo que principalmente
debes desear, oh generosa estirpe de la antigua Roma! Oh descendencia ilustre
de los Régulos, Escévolas, Escipiones y Fabricios! Esto es lo que
principalmente debes apetecer; en esto principalmente es en lo que te debes
apartar de aquella torpe vanidad y engañosa malignidad de los demonios. Si
florece en ti naturalmente alguna obra buena, no se purifica y perfecciona sino
con la verdadera piedad, y con la impiedad se estraga y viene a sentir el rigor
de la justicia. Acaba ahora de escoger el medio que has de seguir para que seas
sin error alguno alabada, no en ti, sino en el Dios verdadero; porque aunque
entonces alcanzaste la gloria y alabanza popular, sin embargo, por oculto
juicio de la divina Providencia te faltó la verdadera religión que poder elegir.
Despierta ya este día como has despertado ya en algunos, de cuya virtud
perfecta y de las calamidades que han padecido por la verdadera fe nos
gloriamos; pues, peleando por todas partes con las contrarias potestades y
venciéndolas muriendo valerosamente, con su sangre nos han ganado esta patria. A
ella te convidamos y exhortamos para que acrecientes el número de sus ciudadanos,
cuyo asilo en alguna manera podemos decir que es la remisión verdadera de los
pecados. No des oídos a los que desdicen y degeneran de ti; a los que murmuran
de Cristo o de los cristianos y se quejan como de los tiempos malos buscando
épocas en que se pase, no una vida quieta, sino una en que se goce
cumplidamente de la malicia humana. Esto nunca te agradó a ti, ni aun por la
eterna patria. Ahora, echa mano y abraza la celestial, por la cual será muy
poco lo que trabajarás, y en ella verdaderamente y para siempre reinarás, porque
allí, ni el fuego vestal, ni la piedra o ídolo del Capitolio, sino el que es
uno y verdadero Dios, que sin poner límites en las grandezas que ha de tener, ni
a los años que ha de durar, te dará un imperio que no tenga fin. No quieras
andar tras los dioses falsos y engañosos; antes deséchalos y desprécialos, abrazando
la verdadera libertad. No son dioses, son espíritus malignos a quienes causa
envidia y da pena tu eterna felicidad. No parece que envidió tanto Juno a los
troyanos, de quienes desciendes según la carne, los romanos alcázares, cuanto
estos demonios, que todavía piensas que son dioses, envidian a todo género de
hombres las sillas eternas y celestiales. Y tú misma en muchos condenaste a
estos espíritus cuando los aplacaste con juegos, y a los hombres, por cuyo
ministerio celebraste los mismos juegos, los diste por infames. Déjate poner en
libertad del poder de los inmundos espíritus, los cuales colocaron sobre tus
cervices el yugo de su ignominia para consagraría a sí propios y celebrarla en
su nombre. A los que representaban las culpas y crímenes de los dioses los
excluiste de tus honores y privilegios; ruega, pues, al verdadero Dios que
excluya de ti aquellos dioses que se deleitan con sus culpas, verdaderas, que
es mayor ignominia, o falsas, que es cosa maliciosa. Si bien, por lo que a ti
se refería, no quisiste que tuviesen parte en la ciudad los representantes y
los escénicos. Despierta y abre aún más los ojos; de ningún modo se aplaca la
Divina Majestad con los medios con que se desacredita y profana la dignidad
humana. Cómo, pues piensan tener a los dioses que gustan de semejantes honras
en el número de las santas potestades del cielo, pues a los hombres por cuyo
medio se les tributan estos honores, imaginaste que no merecían que los tuviesen
en el número del más ínfimo ciudadano romano? Sin comparación, es más ilustre
la ciudad soberana donde la victoria es la verdad, donde la dignidad es la
santidad, donde la paz es la felicidad, donde la vida es la eternidad, mucho
menos que no admite en su compañía semejantes dioses, pues tú en la tuya
tuviste vergüenza de admitir a tales hombres. Por tanto, si deseas alcanzar la
ciudad bienaventurada, huye del trato con los demonios. Sin razón e
indignamente adoran personas honestas a los que se aplacan por medió de
ministros torpes. Destierra a éstos y exclúyelos de tu compañía por la
purificación cristiana, como excluiste a aquellos de tus honras y privilegios, por
la reforma del censor, y lo que toca a los bienes carnales, de los cuales
solamente quieren gozar los malos, y lo que pertenece a los trabajos y males
carnales, los cuales no quieren padecer solos. Y como ni aun en éstos tienen
estos demonios el poder que se imagina (y aunque le tuvieran, con todo, deberíamos
antes despreciar estos bienes y males, que por ellos adorar a los demonios, y
adorándolos, privarnos de poder llegar a aquella gloria que ellos nos envidian;
pero ni aun en esto pueden lo que creen aquellos que por esto nos procuran
persuadir que se deben adorar); esto después lo veremos, para que aquí demos
fin a este libro.
LIBRO TERCERO: CALAMIDADES DE ROMA ANTES DE CRISTO.
CAPITULO PRIMERO: De las adversidades que sólo temen los malos, y que siempre ha padecido el mundo mientras adoraba a los dioses.
Ya me parece que hemos dicho lo
bastante de los males de las costumbres y de los del alma, que son de los que
principalmente nos debemos guardar y cómo los falsos dioses no procuraron favorecer
al pueblo que los adoraba, a fin de que no fuese oprimido con tanta multitud de
males; antes, por el contrario, pusieron todo su esfuerzo en que gravemente
fuese afligido. Ahora me resta decir de los males que éstos no quieren padecer,
como son el hambre, las enfermedades, la guerra, el despojo de sus bienes, ser
cautivos y muertos, y otras calamidades semejantes a éstas que apuntamos ya en
el libro primero, porque éstas sólo los malos tienen por calamidades, no siendo
ellas las que, los hacen malos; ni tienen pudor en ser malos los mismos que las
engrandecen, y más les pesa una mala silla donde descansar que mala vida, como
si fuera el sumo bien del hombre tener todas las cosas buenas fuera de sí mismo.
Pero ni aun de estos males que solamente temen los excusaron o libraron sus
dioses cuando libremente los adoraban, porque, cuando en diferentes tiempos y
lugares padecía el linaje humano innumerables e increíbles calamidades antes de
la venida de nuestro redentor Jesucristo, qué otros dioses que éstos adoraba
todo el Universo, a excepción del pueblo hebreo y algunas personas de fuera de
este mismo pueblo, dondequiera que por ocultó y justo juicio de Dios merecieron
los tuviese de su mano la divina gracia? Mas por no ser demasiado largo omitiré
los gravísimos males de todas las demás naciones, y sólo referiré lo que
pertenece a Roma y al romano Imperio, esto es, propiamente a la misma ciudad, y
todo lo que las demás, que por todo el mundo estaban confederadas con ella o sujetas
a su dominio, padecieron antes de la venida de Jesucristo, cuando ya
pertenecían, por decirlo así, al cuerpo de su República.
CAPITULO II: Si los dioses a quienes los romanos y griegos adoraban de un mismo modo tuvieron causas para permitir la destrucción de Troya.
Primeramente la misma Troya o
Ilion, de donde trae su origen el pueblo romano (porque no es razón que lo
omitamos o disimulemos, como lo insinué en el libro primero, capítulo IV), teniendo
y adorando unos mismos dioses, por qué fue vencida, tomada y asolada por los
griegos? Príamo, dice Virgilio, pagó el juramento que quebrantó su padre
Laomedonte; luego es cierto que Apolo y Neptuno sirvieron a Laomedonte por
jornal, pues aseguran les prometió pagarles su trabajo y que se lo juró
falsamente. Me causa admiración que Apolo, famoso adivino, trabajase en una
obra tan grande, y no previese que Laomedonte no había de cumplirle lo pactado;
aunque no era justo que tampoco Neptuno, su tío, hermano y rey del, mar, ignorase
las cosas futuras, pues a éste le introduce Homero presagiando gloriosos
sucesos de la descendencia de Eneas, cuyos sucesores vinieron a ser los que
fundaron a Roma, habiendo vivido, según dice el mismo poeta, antes de la fundación
de aquella ciudad, a quien también arrebató en una nube, como dice, porque no
le matase Aquiles; deseando, por otra parte, trastornar desde los fundamentos
los muros de la fementida Troya que había fabricado con sus manos, como
confiesa Virgilio. No sabiendo, pues, dioses tan grandes, Neptuno y Apolo, que
Laomedonte les había de negar el premio de sus tareas, edificaron graciosamente
a unos ingratos los muros de Troya. Adviertan no sea peor creer en tales dioses
que el no haberles guardado el juramento hecho por ellos, porque eso, ni aun el
mismo Homero lo creyó fácilmente, pues pinta a Neptuno peleando contra los
troyanos y a Apolo en favor de éstos, diciendo la fábula que el uno y el otro
quedaron ofendidos por la infracción del juramento. Luego si creen en tales
fábulas, avergüéncense de adorar a semejantes dioses, y si no las creen, no nos
aleguen los perjurios troyanos, o admírense de que los dioses castigasen a los
perjuros troyanos y de que amasen a los romanos. Porque, de dónde diremos
provino que la conjuración de Catilina, formada en una ciudad tan populosa como
relajada, tuviese asimismo tan grande número de personas que la siguiesen, si
no de la mano y la lengua que sustentaba la fuerza de la conspiración, con el
perjurio o con la sangre civil? Y qué otra cosa hacían los senadores tantas
veces sobornados en los juicios, tantas el pueblo en los sufragios o en las
causas que ante él pasaban, por medio de las arengas que les hacían, sino
perjurar también? Porque en la época en que florecían costumbres tan detestables
se observaba el antiguo rito de jurar, no para guardarse de pecar con el miedo
o freno de la religión, sino para añadirles perjurios al crecido número de los
demás crímenes.
CAPITULO III: Que no fue posible que se ofendiesen los dioses con el adulterio de Paris, siendo cosa muy usada entre ellos, como dicen.
Así que no hay causa legítima por
la cual los dioses que sostuvieron, como dicen, aquel Imperio, probándose que
fueron vencidos por los griegos, nación más poderosa que ellos, se finjan enojados
contra los troyanos porque no les guardaron el juramento: ni tampoco se
irritaron por el adulterio de Paris para dejar a Troya, en atención a que ellos
suelen ser autores y maestros de los más horrendos crímenes. La ciudad de Roma,
según yo lo he entendido, la fundaron y poseyeron al principio los troyanos, que,
fugitivos de su patria con el caudillo Eneas, andaban vagando por la tierra sin
tener aún asiento fijo; luego si los dioses creyeron conveniente vengar el
adulterio de Paris fuera razón que le castigaran antes los troyanos o también
en los romanos, supuesto que la madre de Eneas fue la que cometió este crimen: y
por qué motivo condenaban en Paris aquel pecado los que disimulaban en Venus su
crimen con Anquises, que produjo el nacimiento de Eneas? Fue acaso porque aquél
se hizo contra la voluntad de Menelao, y éste con el beneplácito de Vulcano? Pero
yo creo que los dioses no son tan celosos de sus mujeres, que no gusten de
comunicarlas a los hombres. Acaso parecerá que voy satirizando las fábulas y
que no trato con gravedad causa de tanto momento; luego no creamos, si os
parece, que Eneas fue hijo de Venus, y esto es lo que os concedo, con tal que
tampoco se diga que Rómulo fue hijo de Marte; y si éste lo es, por qué no lo ha
de ser el otro? Por ventura es ilícito que los dioses se mezclen con las, mujeres
de los hombres, y es lícito que los hombres se mezclen con las diosas? Dura e
increíble condición que lo que por derecho de Venus le fue lícito a Marte, esto,
en su propio derecho, no lo sea lícito a la misma Venus. Con todo, lo uno y lo
otro está admitido y confirmado por autoridad romana, porque no menos creyó el
moderno César era Venus su abuela, que el antiguo Rómulo ser Marte su padre.
CAPITULO IV: Del parecer de Varrón, que dijo era útil se finjan los hombres nacidos de los dioses.
Dirá alguno: y crees tú esto?, y
yo respondo que de ninguna manera lo creo. Pues aun su docto Varrón, aunque no
lo afirma con certeza, con todo, casi confiesa que es falso. Dice que interesa
a las ciudades que las personas de valor, a pesar de ser falso, se tengan por
hijos de los dioses, para que de este modo el corazón humano, como alentado con
la confianza de la divina estirpe, emprenda con mayor ánimo y denuedo las
acciones grandes, las examine con más madurez y eficacia y con la misma
seguridad las acabe más felizmente. Este dictamen de Varrón, referido como pude
con mis palabras, ya veis cuán grande portillo abre a la falsedad, cuando
entendamos que se pudieron ya inventar y fingir muchas ceremonias sagradas, y
como religiosas, cuando pensemos que aprovechan e importan a los ciudadanos
romanos las mentiras aun sobre los mismos dioses.
CAPITULO V: Que no se prueba que los dioses castigaron el adulterio de Paris, pues en la madre de Rómulo le dejaron sin castigo.
Pero si pudo Venus con Anquises
parir a Eneas, o Marte de la unión con la hija de Numitor engendrar a Rómulo, dejémoslo
por ahora, porque casi otra semejante cuestión se origina igualmente de nuestras
Escrituras, cuando se pregunta si los ángeles prevaricadores se juntaron con
las hijas de los hombres, de donde nacieron unos gigantes, esto es, unos
hombres de estatura elevada y fuertes, con que se pobló entonces la tierra. Pero,
entre tanto, nuestro discurso abrazará lo uno y lo otro; porque si es cierto lo
que entre ellos se lee de la madre de Eneas y del padre de Rómulo, cómo pueden
los dioses enfadarse de los adulterios de los hombres, sufriéndolos ellos entre
sí con tanta conformidad? Y si es falso, tampoco pueden enojarse de los
verdaderos adulterios humanos los que se deleitan aun de los suyos fingidos, y
más que si el crimen de Marte no se cree, tampoco puede creerse el de Venus. Así
que con ningún ejemplo divino, se puede defender la causa de la madre de Rómulo,
en atención a que Silvia fue sacerdotisa vestal, y por eso debieran los dioses
vengar antes este crimen sacrílego contra los romanos que el adulterio de Paris
contra los troyanos. Era, pues, un delito tan execrable entre los antiguos
romanos éste, que enterraban vivas a las sacerdotisas vestales, convencidas de
deshonestidad; y a las mujeres adúlteras, aunque las afligían lo bastante, con
todo, no era con ningún género de muerte cruel, pero acostumbraban a castigar
con más rigor a los que pecaban contra los sagrarios divinos, que no a los que
manchaban los lechos humanos.
CAPITULO VI: Del parricidio de Rómulo, no vengado por los dioses.
Y añado otra circunstancia, y es
que, si tanto se irritaron los dioses de los pecados de los hombres, que
ofendidos del rapto de Paris asolaron a Troya a sangre y fuego, pudiera
moverles. Más contra los romanos la muerte impía del hermano de Rómulo, que
contra los troyanos la burla hecha al esposo griego: sin duda más debía
irritarles el parricidio cometido en una ciudad recién fundada, que el
adulterio de la que ya reinaba, cuya investigación nada importa para el asunto
que ahora tratamos; esto es, si el asesinato le mandó hacer Rómulo, o si le
ejecutó él mismo, lo cual muchos lo niegan sin reflexión, otros por vergüenza
lo ponen en duda, y algunos de pena disimulan. Y para que no nos detengamos en
averiguar con demasiada diligencia esta circunstancia, atendiendo a los testimonios
de tantos escritores, consta claramente que mataron al hermano de Rómulo, no
los enemigos, ni los extraños, sino el mismo Rómulo, que ejecutó por sí mismo
el fratricidio, o mandó se hiciese; y aun cuando así fuese, parece tuvo mejor
derecho para decretarlo, pues Rómulo era el primer jefe y legislador de los
romanos, y Paris no lo era de los troyanos. Por qué razón provocó la ira de los
dioses contra los troyanos aquel que robó la mujer ajena y Rómulo, que mató a
su hermano, excitó y convidó a los mismos dioses a que tomasen sobre sí la
tutela y amparo de los romanos? Y si este delito ni le cometió ni le mandó
ejecutar Rómulo, no obstante que la trasgresión era digna de castigo, toda la
ciudad fue la que le hizo, porque toda pasó por él y no hizo caso de él; y no
mató precisamente a su hermano, sino lo que es más notable, a su mismo padre; en
atención a que el uno y el otro fue su fundador, y quitando al uno alevosamente
la vida no le dejaron reinar, creo que no hay para qué insinuar el castigo que
mereció Troya para que la desamparasen los dioses, y así pudiese perecer, y el
bien que mereció Roma para que hiciesen en ella asiento los dioses y pudiese
creer, a no ser que digamos que, vencidos, huyeron de Troya y se vinieron a
Roma para engañar también a estos nuevos fundadores de la República romana; sin
embargo, de que es más cierto el que se quedaron en Troya para engañar, como
suelen, a los que habían de ir a vivir en aquellas tierras, y ejercitando en
Roma los mismos artificios de sus retiradas seducciones, fueron ensalzadas con
mayores glorias, siendo adorados con extraordinarios honores.
CAPITULO VII: De la destrucción de Ilion, asolada por Fimbria, capitán de Mario.
Y para explicarnos con más
sencillez, decimos que, cuando ya pululaban las guerras civiles, en qué había
pecado la miserable ciudad de Ilion para que Fimbria, hombre facineroso del
bando y parcialidad de Mario, la asolase con mayor fiereza e inhumanidad que
antiguamente lo hicieron los griegos? Entonces al menos escaparon muchos
huyendo, y muchos hechos cautivos a lo menos vivieron, aunque en servidumbre; pero
Fimbria mandó, ante todo promulgar un bando por el cual ordenaba que a ninguno
se perdonase, y así quemó y abrasó toda la ciudad y sus moradores. Este impío
decreto se mereció la ciudad de Ilion, no por mano de los griegos, a quienes
había irritado con sus maldades, sino por la de los romanos, a quienes había
propagado con sus calamidades, no favoreciendo para estorbar tantas desgracias
los dioses que los unos y los otros comúnmente adoraban, o lo que es más cierto,
no pudiendo ayudarles en infortunio tan grave. Acaso entonces, desamparando sus
sagrarios y aras se habían ausentado todos los dioses que sostenían en pie
aquel lugar después que los griegos le quemaron y asolaron? Y si se habían ido,
deseo saber la causa; y cuanto más la examino, hallo que tanto mejor es la de
los ciudadanos cuanto es peor la de los dioses; porque los habitantes cerraron
las puertas a Fimbria sólo por conservar la ciudad a Sila, y él, enojado, les
puso fuego, los abrasó y destruyó del todo; hasta entonces Sila era capitán de
la mejor parte civil, y hasta entonces procuraba con las armas recobrar la
República; pero de estos buenos principios aún no hablan llegado a
experimentarse los malos fines. Qué deliberación más justa y concertada
pudieron tomar en tal apuro los vecinos de aquella ciudad? Cuál más honesta? Cuál
más fiel? Qué acción más digna de la amistad y parentesco que tenían con Roma
que conservar la ciudad en defensa de la mejor causa de los romanos y cerrar
las puertas a un parricida de la República romana? Pero en cuán grande ruina y
destrucción suya se les convirtió esta generosa acción, véanlos los defensores
de los dioses que desamparasen éstos a los adúlteros y que dejasen Ilion en
poder de las llamas griegas, para que de sus cenizas naciese Roma más casta, sea
enhorabuena; pero, por qué causa desampararon después la ciudad cuna, de los
romanos, no rebelándose contra Roma su noble hijo, sino guardando la fe más
constante y piadosa al que en ella tenía mejor causa? Y, sin embargo, la
dejaron para que la asolase, no a los más valientes griegos, sino al hombre más
torpe de los romanos. Y si no agradaba a los dioses la parcialidad de Sila, que
es para quien los infelices moradores guardaban su ciudad cuando cerraron las
puertas, por qué prometían tantas felicidades al mismo Sila? Con esta
demostración se conoce igualmente que son más lisonjeros de los felices que
protectores de los desdichados: luego no fue asolado entonces ya Ilion porque
ellos le desampararon; ya que los demonios, que están siempre vigilantes para
engañar, hicieron lo que pudieron; pues habiendo arruinado y quemado con el
lugar todos los ídolos, sólo el de Minerva, dicen, como escribe Livio, que en
una ruina tan grande de sus templos quedó entero, no porque se dijese en su
alabanza: Oh dioses patrios, bajo cuyo amparo está siempre Troya! Sino porque
no se dijese para su defensa que se habían ido todos los dioses, desamparando
sus sagrarios y aras, en atención a que se les permitió pudiesen conservar
aquel ídolo, no para que por este hecho se probase que eran poderosos, sino
para que se viese que les eran favorables.
CAPITULO VIII: Si fue prudente encomendarse Roma a los dioses de Troya.
Qué prudente deliberación fue
encomendar la, conservación de Roma a los dioses troyanos, después de haber
visto por experiencia lo que pasó en Troya! Dirá alguno que ya estaban acostumbrados
a vivir en Roma cuan do Fimbria asoló Ilion; pero, dónde estaba el simulacro de
Minerva? Y si estaban en Roma cuando Fimbria destruyó Ilion, acaso cuando los
galos tomaron y abrasaron a Roma estaba en Ilion? Pero como tienen perspicaz el
oído y veloz el movimiento, al graznido de los gansos volvieron en seguida para
defender siquiera la roca del Capitolio, que solamente había quedado; mas para
poder venir a defender el resto de la ciudad llegó el aviso tarde.
CAPITULO IX: Si la paz que hubo en tiempo de Numa se debe creer que fue obra de los dioses.
Créese también que éstos ayudaron
a Numa Pompilio, sucesor de Rómulo, para que gozase la paz que disfrutó en todo
su reinado, y a que cerrase las puertas de Jano, que suelen estar abiertas en tiempo
de guerra; es, a saber, porque enseñó a los romanos muchos ritos y ceremonias
sagradas. A éste se le pudiera dar el parabién del ocio y quietud que gozó en
el tiempo de su reinado, si pudiera emplearla en proyectos saludables, y, dejándose
de una curiosidad perniciosa, se aplicara con verdadera piedad a buscar al Dios
verdadero. Mas no fueron los dioses los que le concedieron el reposo, y es
creíble que menos le engañaran si no le hallaran tan ocioso, porque cuanto
menos ocupado le hallaron, tanto más le empeñaron en sus detestables designios
y cuáles fueron sus pretensiones y los artículos con que pudo introducir para
sí o para la ciudad semejantes dioses, lo refiere Varrón, de lo cual, si fuere
la voluntad de Dios, hablaremos más largamente en su lugar; pero ahora, porque
tratamos de sus beneficios, decimos que grande. y singular merced es la paz, mas
las incomparables gracias del verdadero Dios son comunes por la mayor parte, como
el sol, el agua y otros medios importantes para la vida, para los ingratos y
gente perdida; y si este tan particular bien le hicieron los dioses a Roma o a
Pompilio, por qué después jamás se le hicieron al Imperio romano en tiempos
mejores y más loables? Eran, acaso, más interesantes los ritos y ceremonias
sagradas cuando se instituían que cuando, después de instituidas, se celebraban?
Ahora bien; entonces no existían, sino que se estaban instituyendo, y después
ya existían y para que aprovechasen se guardaban. Cuál fue la causa de que los
cincuenta y tres años, o como otros quieren, treinta y nueve, se pasaron con
tanta paz reinando Numa, y después, establecidas ya, las ceremonias sagradas y
teniendo ya por protectores a los mismos dioses que habían sido honrados con
las mismas ceremonias, apenas después de tantos años, desde la fundación de
Roma hasta Augusto César, se refiera uno por gran milagro, concluida la primera
guerra pánica, en que pudieron los romanos cerrar las puertas de la guerra?
CAPITULO X: Si se debió desear que el imperio romano creciese con tan rabiosas guerras, pudiendo estar seguro, con lo que creció en tiempo de Numa.
Responderán acaso que el Imperio
romano no podía extender tanto por todo el mundo su dominio y ganar tan grande
gloria y fama, si no es con las guerras continuas, sucediéndose sin
interrupción las unas a las otras. Graciosa razón por cierto; para que fuera
dilatado el Imperio, qué necesidad tenía de estar en guerra? Pregunto: en los
cuerpos humanos, no es más conveniente tener una pequeña estatura con salud, que
llegar a una grandeza gigantesca con perpetuas aflicciones, y cuando hayáis
llegado, no descansar, sino vivir con mayores males cuando son mayores los miembros?
Y qué mal hubiera sido, o qué bien no hubiera sucedido, si duraran aquellos
tiempos que notó Salustiano, cuando dice: Al principio los reyes (porque en el
mundo éste fue el primer nombre que tuvo el mando y el imperio) fueron
diferentes: unos ejercitaban el ingenio, otros el cuerpo, los hombres pasaban
su vida sin codicia, y cada uno estaba sobradamente con lo suyo? . Acaso, para
que creciera tanto el Imperio, fue necesario lo que aborrece Virgilio, diciendo
que a poco vino la edad peor y achacosa, y sucesivamente la rabia de la guerra
y la ansia de poseer? Mas seguramente se excusan con justa causa los romanos de
tantas guerras como emprendieron e hicieron, con decir estaban obligados a
resistir a los enemigos que imprudentemente les perseguían, y que no era la
codicia de alcanzar gloria y alabanza humana, sino la necesidad de defender su
vida y libertad la que les incitaba a tomar las armas. Sea así enhorabuena: porque
después que su República se engrandeció con las leyes, costumbres y posesiones,
y parecía que estaba harto próspera y poderosa, como sucede las más veces en las
cosas humanas, de la opulencia y riqueza nació la envidia y la emulación: así
que los reyes y pueblos comarcanos los comenzaron a tentar con la guerra, y
pocos de sus amigos acudieron en su favor, pues los demás, aterrados con el
miedo, hurtaron el cuerpo a los peligros; pero los romanos, diligentes en la
paz y en la guerra, comenzaron a darse prisa, disponíanse con denuedo, animábanse
los unos a los otros, salían al encuentro a sus enemigos, defendían con las
armas su libertad, padres y patria; mas después habiéndose librado con su valor
de los peligros inminentes que les rodeaban, se aplicaron a socorrer a sus
amigos, aliados y confederados, empezando con esta política a granjear
amistades más con hacer que con recibir beneficios. Con estos medios suaves se
acrecentó honestamente Roma; pero reinando Numa, para que hubiese una paz tan
estable y prolongada, pregunto: si les acometían los enemigos e incitaban con
la guerra, o si acaso no había recelos de ésta, para que así pudiese perseverar
aquella paz; pues si entonces era provocada Roma con la guerra y no resistía a
las armas con las armas, con la traza que se apaciguaban los enemigos sin ser
vencidos en campal batalla y sin causarles temor con ningún ímpetu de guerra, con
la misma traza podía Roma reinar siempre en paz, teniendo cerradas las puertas
de Jano, y si esto no estuvo en su mano, luego no tuvo Roma paz todo el tiempo
que quisieron sus dioses, sino el que quisieron los hombres, sus comarcanos, que
no se la turbaron con hostilidad alguna; si no es que semejantes dioses se
atrevan también a vender al hombre lo que otro hombre quiso o no quiso. Es
verdad que esta alternativa de acontecimientos coincide con el vicio propio y
culpa de los malos, que opinan que se les permite a estos demonios el
atemorizarles, o animarles sus corazones; pero si siempre dependiesen de su
arbitrio tales sucesos, y por otra oculta y superior potestad no se hiciese
muchas veces lo contrario de lo que ellos pretenden, siempre tendrían en su
mano la paz y las victorias en la guerra, las cuales, las más de las veces, acontecen
según disponen y mueven los ánimos de los hombres.
CAPITULO XI: De la estatua de Apolo Cumano, cuyas lágrimas se creyó que pronosticaron la destrucción de los griegos por no poderles ayudar.
Y con todo, por la mayor parte
suceden semejantes acontecimientos contra su voluntad, según lo confiesan las
fábulas, que mienten mucho y apenas tienen indicio de cosa que sea verosímil, y
también las mismas historias romanas, en cuya comprobación decimos que no por
otro motivo se tuvo aviso que Apolo Cumano lloró cuatro días continuos, al
tiempo que sostenían guerra los romanos contra los aqueos y contra el rey
Aristónico; pero atemorizados los arúspices con este prodigio, y siendo de
parecer que se debía echar en el mar aquel ídolo, intercedieron los ancianos de
Cumas, diciendo que otro semejante milagro se había visto en la misma estatua
en tiempo de la guerra de Antioco y en la de Jerjes, afirmando que en ellas les
había sido próspera la fortuna a los romanos, pues por decreto del Senado le
habían enviado sus dones a Apolo. En virtud de esta contestación congregaron
entonces otros arúspices más prácticos, y examinando el caso con la debida circunspección,
respondieron unánimemente que las lágrimas de la estatua de Apolo eran
favorables a los romanos, porque Cumas era colonia griega, y que llorando Apolo
había significado llanto y desgracias a las tierras de donde le habían traído, esto
es, a la misma Grecia. Después de breve tiempo vino la nueva fatal de haber
sido vencido y preso el rey Aristónico, quien seguramente no quisiera Apolo que
fuera vencido, y de ello le pesaba, significándolo con lágrimas de su piedra, por
lo que no tan fuera de propósito nos pintan como veraz la condición de los
demonios los poetas con sus versos verosímiles, aunque fabulosos; porque en
Virgilio leemos que Diana se duele y aflige por Camila, y que Hércules llora
por Palante, advirtiendo que le habían de matar; por esta causa quizá también
Numa Pompilio, gozando de una suave y larga paz, pero ignorando por beneficio
de quién le provenía aquella felicidad, sin procurar indagarlo, estando Ocioso
imaginando a qué dioses encomendaría la salud de los romanos y la conservación
de su reino, y opinando que el verdadero y poderoso Dios no cuidaba de las
cosas terrenas, y acordándose al mismo tiempo que los dioses troyanos, que
Eneas había traído, no habían podido conservar por mucho tiempo ni el reino de
Troya ni el de Lavinio, que el mismo Eneas había fundado, le pareció seria
bueno proveerse de otros para añadirlos a los primeros que con Rómulo habían
pasado a Roma, o a los que habían de pasar después de la destrucción de Alba, poniéndoselos,
o por guardas como a fugitivos, o por ayuda y socorro como a poco poderosos.
CAPITULO XII: Cuántos dioses añadieron los romanos, fuera de los que hizo Numa, cuya multitud no les ayudó ni sirvió de nada.
Con todo, no quiso contentarse
con tributar culto a todos los dioses, como estableció en ella Numa Pompilio, sino
que trató de añadir otros infinitos. Entonces aún no se había fundado el
suntuoso templo de Júpiter, pues el rey Tarquino fue el que fabricó el Capitolio.
Esculapio de Epidauro vino a Roma para poder, pues era sabio médico, ejercer en
aquella noble ciudad su arte con más gloria y fama; y la madre de los dioses
fue conducida no sé de qué ciudad del Pesinunte, por parecer impropio que, presidiendo
ya y reinando el hijo en el monte Capitolino, estuviese ella escondida en un lugar
de tan poco nombre; la cual, si es cierto que es madre de todos los dioses, no
sólo vino a Roma después de algunos de sus hijos, sino que también precedió o
otros que habían de venir después de ella. Me causa extraordinaria admiración
que esta diosa pariese al Cinocéfalo, que transcurridos muchos años vino de
Egipto, y si procreó igualmente a la diosa Calentura, averígüelo Esculapio, su
biznieto; con todo, cualquiera que fuese su madre, me parece que no se
atreverán los dioses peregrinos o forasteros a decir que es mal nacida y de
baja condición una diosa que es ciudadana romana, estando bajo la protección de
tantos dioses. Y quién habrá que pueda contar los naturales y advenedizos, los
celestes, terrestres, infernales, los del mar, fuentes y ríos, y, como dice
Varrón, los ciertos e inciertos, y los de todo género, como se contienen en los
animales, machos y hembras? Estando, pues, bajo la tutela de tantos dioses
romanos, no sería razón que fuera perseguida y afligida con tan grandes y
horribles calamidades, como de muchas referiré algunas pocas, pues con una tan
grande humareda, como si fuese señal de atalaya, vino a juntar para su defensa
una infinidad de dioses a quienes poder erigir y dedicar templos, altares, sacerdotes
y sacrificios, ofendiendo con tan horrendos holocaustos al verdadero Dios, a
quien sólo se deben estos cultos, practicados con la mayor veneración; y aunque
vivió más dichosa con menos número, con todo, cuanto mayor se hizo, le pareció
era menester proveerse de más, como una nave de marineros desahuciada, a lo que
presumo, y sinceramente persuadida de que aquellos pocos -bajo cuya tutela
había vivido más arregladamente en comparación de sus ordinarios excesos- no bastaban
a socorrer a su grandeza, puesto que en el principio, y en tiempo de los mismos
reyes, a excepción de Numa Pompilio, de quien he hablado ya, es notorio cuántos
males causaron aquellas discordias y contiendas, que llegaron a quitar la vida
al hermano de Rómulo.
CAPITULO XIII: Con que derecho y capitulaciones alcanzaron los romanos las primeras mujeres en casamiento.
Del mismo modo, ni Juno, que con
su Júpiter fomentaba ya y favorecía a los romanos y a la gente togada, ni la
misma Venus pudo ayudar a los descendientes de su Eneas para que pudiesen haber
mujeres conforme a razón; llegando a tanto extremo la falta de ellas, que se
vieron precisados a robarías por engaño, y después del rapto tuvieron necesidad
de tomar las armas contra los suegros, y dotar a las tristes mujeres que por el
agravio recibido en la sangre de sus padres no estaban aún reconciliadas con
sus maridos; y dirán todavía que en esta guerra salieron los romanos vencedores
de sus vecinos? Y estas victorias, pregunto, cuántas heridas y muertes costaron,
así de parientes como de los comarcanos? Por amor a un César y a un Pompeyo, suegro
y yerno, habiendo ya muerto la hija de César, mujer de Pompeyo, exclama Lucano,
excitado de un justo dolor, resultó la más que civil batalla de los campos de
Emacia, y del derecho adquirido con una acción abominable dimanó el ser
necesario que venciesen los romanos para conseguir por fuerza, con las manos
bañadas en sangre de sus suegros, los miserables brazos de sus hijas, y también
para que ellas no se atreviesen a llorar la muerte de sus padres, por no
ofender la gloria de sus maridos, las cuales, mientras ellos peleaban, estaban
suspensas e indecisas, sin saber para quiénes habían de pedir a Dios la
victoria Tales bodas ofreció al pueblo romano Venus, sino Belona, o acaso
Alecto, aquella infernal furia que, cuando los favorecía ya Juno, tuvo contra
ellos más licencia que cuando con sus ruegos la estimulaba contra Eneas; más
venturoso fue el cautiverio de Andrómaca que los matrimonios de los romanos; porque
Pirro, aun después que gozó de sus brazos, ya cautiva, a ninguno de los
troyanos quitó la vida; pero los romanos mataban en los reencuentros a los
suegros cuyas hijas abrazaban ya en sus tálamos. Andrómaca, sujeta ya a la voluntad
del vencedor, sólo pudo sentir la muerte de los suyos, mas no temerla; las
otras, casadas con los que andaban actualmente en la guerra, temían cuando iban
sus maridos a ellas, las muertes de sus padres, y cuando volvían se lamentaban
sin poder temer ni sentir libremente, porque por las muertes de sus ciudadanos,
padres, deudos y hermanos, piadosamente se entristecían, o por las victorias de
sus maridos cruelmente se alegraban. A estas tristes circunstancias se añadía que,
como son varios los sucesos de la guerra, algunas, al filo de la espada de sus
padres, perdían a sus maridos, y otras, con las espadas de los unos y de los
otros, los padres y los maridos. No fueron tampoco de poco momento los
terribles aprietos y peligros que sufrieron los romanos, pues llegaron sus
enemigos a poner cerco a la ciudad, defendiéndose los sitiados a puertas
cerradas; pero habiéndolas abiertas por traición y entrado el enemigo dentro de
los muros, se dio aquella tan abominable y cruel batalla en la misma plaza
entre los suegros y los yernos, en la que iban también de vencida los raptores,
y, a veces, huyendo a sus casas, deslustraban más gravemente sus pasadas
victorias, aunque de la misma manera fueron éstas vergonzosas y lastimosas. Aquí
fue donde Rómulo, desahuciado ya del valor de los suyos, hizo oración a Júpiter,
pidiéndole hiciese que se detuviesen y parasen los suyos; de donde le vino a
Júpiter el nombre de Estator. Ni con esta providencia se hubieran acabado
tantos daños, si las mismas hijas, desgreñadas, desmelenadas, no se pusieran de
repente por medio, y postradas a los pies de sus padres no aplacaran su justo
enojo, no con las armas victoriosas, sino con piadosas y humildes lágrimas. Tranquilizados
los ánimos y acordados por ambas partes los conciertos, Rómulo fue obligado a
admitir por socio en el reino a Tito Tacio, rey de los sabinos, siendo así que
antes no había podido sufrir la compañía de su hermano Remo en el gobierno. Y
cómo había de tolerar a Tacio el que no sufrió a un hermano gemelo? Así pues, le
quitó también la vida, y quedó solo con el reino. Qué condiciones de
matrimonios son éstas? Qué motivos de guerras? Qué modo de conservar la
fraternidad, afinidad, sociedad y divinidad? Finalmente, qué vida y costumbres
éstas de una ciudad que está bajo la tutela de tantos dioses? Notáis cuán
grandes cosas pudiera decir sobre esto si no cuidara de lo que resta y me
apresurara a tratar otras materias?
CAPITULO XIV: De la injusta guerra que los romanos hicieron a los albanos y de la victoria que alcanzaron por codicia de reinar.
Y qué fue lo que sucedió en Roma
después de la muerte de Numa cuando la gobernaban los reyes sus sucesores? Con
cuánto perjuicio, no sólo suyo, sino también de los romanos, fueron provocados
los albanos a tomar las armas? En efecto, la paz de Numa fue tanto más
vergonzosa cuanto fueron más frecuentes las derrotas que padecieron
alternativamente los ejércitos romano y albano, de que se siguió el menoscabo y
quebranto de ambas ciudades, porque la ínclita ciudad de Alba, fundada por
Ascanio, hijo de Eneas, siendo provocada por el rey Tulo Hostilio, tomó las
armas y peleó, y peleando quedaron ambas igualmente destrozadas; y así
determinaron fiar los sucesos de la guerra, por una y otra parte, a los tres
hermanos mellizos. Salieron al campo, de la parte de los romanos, tres Horacios,
y de los albanos, tres Curiacios; éstos mataron a dos Horacios, un Horacio maté
a los tres Curiacios, y así quedo Roma con la victoria, habiendo padecido
también en esta última batalla la desgracia de que de tres, uno solo volvió
vivo a casa. Y para quién fue el daño de los unos de Venus, para los nietos de Júpiter
los otros? Para quién el llanto, sino para el linaje de Eneas, para la descendencia
de Ascanio, para los nietos de Júpiter? Esta guerra fue más que civil, pues
peleó la ciudad hija con la ciudad madre. Causó asimismo este combate postrero
de los mellizos otro fiero y horrible mal, porque como eran ambos pueblos antes
amigos, por ser vecinos y deudos, pues la hermana de los Horacios estaba
desposada con uno de los Curiacios, ésta, luego que vio los tristes despojos de
su esposo en poder de su hermano victorioso, no pudo disimular ni contener las
lágrimas, y por una acción tan natural la asesinó su propio hermano. Estoy
firmemente persuadido que el afecto de esta sola mujer fue más humano que el de
todo el pueblo romano; porque imagino que la que poseía ya a su marido por
medio de la fe dada en los esponsales, y acaso también doliéndose de su hermano,
viendo que había muerto a Curiacio, a quien había prometido a su hermana en
matrimonio, creo, digo, que sus lágrimas no fueron culpables, y así, en
Virgilio, el piadoso Eneas, con justa causa, se duele y lastima de la muerte
del enemigo, aun del que él mató por su propia mano; asimismo Marcelo, considerando
la ciudad de Siracusa y que había caído en un momento entre sus manos toda la
grandeza y gloria que poco antes tenía, pensando en la suerte común, con
lágrimas, se compadeció de su fatal suerte. Por el amor natural que mutuamente
nos debemos, suplico nos dé licencia el ser humano para que, sin llorar una
mujer a su difunto esposo, muerto por mano de su hermano, supuesto que los
hombres pudieron llorar, aun con gloria y aplauso, a los enemigos que habían
vencido; así que, al mismo tiempo que aquella mujer lloraba la muerte que su
hermano había dado a su esposo, Roma se alegraba de haber peleado con tanta
fiereza contra la ciudad, su madre, y de haber vencido con tanta efusión de sangre
de parientes de una y otra parte. Para qué alegan en mi favor el nombre de
alabanzas o el nombre de victoria? Quítense las sombras de la vana opinión, examínense
las obras imparcialmente, pondérense y júzguense desnudas de todo afecto. Dígase
el crimen de Alba, como se decía el adulterio de Troya, y seguramente que no se
hallará ninguna de su clase, ninguna que se le parezca cualquier flojedad o
descuido me preinstigar a los hombres al manejo de las armas y aficionarlos a
desacostumbradas victorias y a los triunfos. Por aquel pecado se vino a cometer
una maldad tan execrable como fue la guerra entre amigos y parientes, y este crimen
tan grave bien de paso le toca Salustio, porque, habiendo referido en compendio
(alabando los tiempos antiguos, cuando pasaban su vida los hombres sin codicia
y vivía cada uno contento con lo suyo), dice que después que comenzaron Ciro en
Asia, y los lacedemonios y atenienses en Grecia, a subyugar las ciudades y
naciones y a tener por motivo justo para declarar la guerra el insaciable
apetito de reinar, y a juzgar que la mayor gloria consistía en poseer un
dilatado Imperio, con lo demás que empezó allí a relacionar, me basta por ahora
el haber referido hasta aquí sus palabras; este deseo de reinar mete a, los
hombres en grandes trabajos y quebrantos. Vencida entonces de este epíteto, Roma
triunfaba de haber vencido a Alba, y doraba su crimen con el pomposo nombre de
gloria, porque, según dice la Sagrada Escritura, el pecador se jacta en los
perversos deseos de su alma, y el inicuo se ve celebrado. Quítense, pues, las
engañosas celadas y las máscaras con que se disfrazan todas las cosas, para que
sinceramente se examinen y consideren. Nadie me diga: aquel y el otro es grande
porque combatió con éste y aquél y venció; pues también combaten los
gladiadores y vencen del mismo modo, y esta crueldad tiene igualmente por
premio la, alabanza; pero en mi concepto, tengo por más laudable pagar la pena
de cualquier flojedad o descuido que pretender la gloria de aquellas armas; y
con todo, si saliesen al teatro y a la arena a combatir entre sí un par de
gl4diadores que el uno fuese padre y el otro hijo, quién pudiera sufrir
semejante espectáculo? Quién no lo estorbara? Cómo, pues, pudo ser gloriosa la
guerra que se hizo entre dos ciudades madre e hija? Hubo, por ventura, aquí
alguna diferencia porque no hubo arena, o porque se llenaron los campos más
extendidos y espaciosos con los cadáveres no de los gladiadores, sino de
infinitos de uno y otro pueblo? Acaso porque estos combates y batallas no las
cercaba algún anfiteatro, sino todo el orbe? O porque se mostraba aquel impío
espectáculo a los entonces presentes y a los venideros hasta donde se extiende
esta fama? Con todo, aquellos dioses patronos del Imperio romano, y que, como
en un teatro, estaban mirando estos debates padecían entre sí los impulsos de
la pasión que tenía cada uno a la parte que favorecía, hasta que la hermana de
los Horacios, como habían sido muertos los tres Curiacios, también ella, muriendo
a manos de su hermano, entró con sus dos hermanos a ocupar el número de los otros
tres de la otra parte, para que así no tuviera menos muertos la vencedora Roma.
Después, para conseguir el fruto de la victoria, asolaron a Alba, donde después
de Ilion, destruido por los griegos, y después de Lavinio, donde el rey Latino
puso por rey al fugitivo Eneas, habitaron finalmente aquellos dioses troyanos. Pero,
según lo tenían ya de costumbre, quizá también se habían ausentado ya de allí, y
por eso fue destruida. Fuéronse, en efecto, y desampararon sus sagrarios y aras
todos los dioses que mantuvieron en pie aquel Imperio. Y ved aquí cómo se
fueron ya la tercera vez, para que a la cuarta, por justa providencia, se les
encomendase Roma; porque igualmente les descontentó Alba, donde echando del
reino a su hermano, reinó Amulio, y al mismo tiempo les había agradado Roma, donde,
habiendo muerto a su hermano, había reinado Rómulo; pero antes que fuese
asolada Alba, dicen, toda la gente del pueblo se mandó pasar a Roma, para que
de ambas se hiciese una ciudad sola; y dado que fue así, con todo, aquella
ciudad, que fue donde reinó Ascanio y tercer domicilio de los dioses troyanos, siendo
ciudad madre, fue destruida por su hija, y para que de las reliquias que habían
quedado de la guerra, de los dos pueblos se hiciera una miserable unión y
sociedad, primeramente se hubo de derramar tanta sangre de una y otra parte. Qué
diré ya en particular cómo en tiempo de los demás reyes estas mismas guerras se
renovaron tantas veces, cuando parecía que se habían ya acabado con tantas
victorias y que, al parecer, aparentaban habían haber desaparecido finalmente
con tantos estragos? Cómo en una y otra ocasión, después de ajustadas alianzas
y paces, tornaron a renovarse entre los, yernos y suegros, y entre sus
descendientes y posteridad? No pequeño indicio de esta calamidad fue que
ninguno de ellos cerrase las puertas de la guerra; luego ninguno de ellos reinó
en paz bajo la tutela y amparo de tantos dioses.
CAPITULO XV: Cuál fue la vida y el fin que tuvieron los reyes de los romanos.
Y cuál fue el fin que tuvieron
estos reyes? De Rómulo, vean lo que dice la lisonjera fábula, que fue recibido
y canonizado por Dios en el Cielo, y asimismo, observen lo que algunos
escritores romanos dijeron, que por su ferocidad le hicieron pedazos en el
Senado, sobornando con crecidos dones a Julio Próculo para que dijese se le
había aparecido y mandado que dijese al pueblo romano le admitiese en el número
de los dioses, con lo que el pueblo, que había empezado a desabrirse con el
Senado, se había reprimido y aplacado, y por qué sucedió también eclipsarse el
sol, lo cual, ignorando el vulgo que acaece en ciertos tiempos por su natural
curso y movimiento, lo atribuyeron a los méritos de Rómulo, como en realidad de
verdad si llorara el sol por el mismo caso se debía creer que le habían muerto
y que esta maldad la manifestaba con eclipsarse aun la misma luz del día, como
realmente sucedió cuando fue crucificado nuestro Señor Jesucristo por la
crueldad e impiedad de los judíos. Es prueba convincente de que aquel eclipse
no sucedió por el curso regular de los astros el ver que entonces cayó la
Pascua de los judíos -que se celebraba solemnemente- estando la luna llena, y
el eclipse regular del sol no sucede sino al fin de la luna. Cicerón bien claro
da a entender que la admisión de Rómulo entre los dioses fue más opinión vulgar
que una realidad, pues alabándole en los libros de República, en persona de
Escipión dice: Tanto alcanzó, que como no se le viese, habiéndose de pronto
oscurecido el sol, se creyó que le habían recibido en el número de los dioses, cosa
que jamás ningún hombre pudo alcanzar sin estar dotado de singular valor; y en
lo que dice que de repente dejó de ser visto, sin duda se entiende así, o la violencia
de la tempestad o el secreto con que le dieron muerte; pues otros escritores
suyos, al eclipse de sol añaden también una imprevista tempestad, la cual, sin
duda, o dio ocasión y tiempo a aquella muerte, o ella misma fue la que acabó
con Rómulo; porque de Tulo Hostilio, que fue su tercer rey, dice en los mismos
libros Cicerón que no se creyó del mismo modo que le recibieron a éste entre
los dioses muriendo de la manera insinuada, en atención a que lo que probaban
por acaso, esto es, creían de Rómulo los romanos, no quisieron divulgarlo, es
decir, disminuirlo y desacreditarlo, si concedían fácilmente esta prerrogativa
a otro. Dice asimismo, expresamente, en aquellas invectivas: A Rómulo, que
fundó esta ciudad, le hemos colocado entre los dioses inmortales con el amor y
con la fama; para demostrar
que no sucedió realmente, sino
que por los méritos de su valor, junto con el afecto que le profesaban se echó
esta voz y corrió esta fama. Y en el diálogo de Hortensio, hablando de los
ordinarios eclipses del sol, dice así: De modo que se noten las mismas
tinieblas que hubo en la muerte de Rómulo, que sucedió en el eclipse del sol. Es
cierto que aquí no dudó llamarla muerte de hombre, porque desempeñaba más el
cargo de averiguar la verdad que el de hacer un panegírico; pero los demás
reyes del pueblo romano, a excepción de Numa Pompilio y Anco Marcio, que
murieron de enfermedad natural, acaso no expiraron con horribles muertes? A
Tulo Hostilio, como dije, un rayo le abrasó con todo su palacio. Tarquino
Prisco murió por traición de los hijos de su antecesor. Servio Tulo falleció
por el enorme crimen de su yerno Tarquino el Soberbio, que le sucedió en el
reino, y, con todo, no se fueron los dioses, desamparando sus sagrarios y aras,
no obstante haberse cometido tan gran parricidio en el rey más justo y virtuoso
de aquel pueblo. Sin embargo, estos espíritus preocupados dicen que al proceder
así con la miserable Troya y dejarla para que la asolasen y abrasasen los
griegos, les movió el adulterio de Paris, contra lo cual, justamente, se opone
que el mismo Tarquino sucedió en el reino al suegro, a quien había matado. A
este infame parricida, con la muerte de su suegro le vieron aquellos dioses
reinar, triunfar en muchas batallas y edificar con los despojos de ellas el
Capitolio, sin desamparar ellos el lugar; antes hallándose presentes y de
asiento a todos estos lances sufriendo que su rey Júpiter los presidiese y
reinase sobre ellos en aquel elevado templo, esto es, construido por mano de un
parricida, pues entonces aún no era inocente cuando edificó el Capitolio, y
después, por su mala conducta y crueldad, fue echado de la ciudad entrando a
poseer el mismo reino por medio de una abominable maldad y execrable crimen; pues
cuando después le echaron los romanos del reino y le desterraron de los muros
de la ciudad no fue porque él tuviese culpa en la violación de Lucrecia, porque
éste fue pecado de su hijo, que le cometió no sólo sin saberlo, sino estando
ausente, pues estaba a la sazón combatiendo la ciudad de Ardea y dirigiendo la
guerra del pueblo romano. Ignoramos qué hubiera hecho si a su noticia llegara
el delito que había cometido su hijo; y, con todo, sin saber su dictamen y
voluntad, y sin hacer la prueba de ella, el pueblo le privó del reino, y habiendo
recogido el ejército, le cerraron después las puertas de la ciudad y no le
permitieron entrar dentro de ella; pero después de frecuentes y penosas guerras
con que afligió a los romanos, procurando se conjurasen contra ellos sus
comarcanos, viéndose absolutamente desamparado de sus antiguos aliados, en cuyo
favor confiaba, y que no le era posible recobrar la corona, vivió en paz, según
dicen, catorce años como persona particular en el Túsculo, cerca de Roma, y envejeció
con su mujer, muriendo con muerte quizás más digna de envidia que la de su
suegro, que murió por alevosía de su yerno y no ignorándolo su hija, según
dicen. Y con todo, a este Tarquino no le llamaron los romanos el cruel o el
malvado, sino el soberbio, no pudiendo acaso sufrir ellos su real fausto y
soberbia, por otra semejante soberbia de que estaban dominados sus corazones. Y
por qué razón del crimen que cometió en matar a su suegro y a su buen rey
hicieron tan poco caso, que en seguida le colocaron en el trono? Como si en
este acto no cometieran ellos mayor culpa y maldad recompensando tan
extraordinariamente un crimen tan alevoso; y con todo, no se fueron los dioses
desamparando sus sagrarios y aras, si no es, que acaso haya alguno que intente
defenderlos diciendo que por eso se quedaron en Roma, más para poder castigar a
los romanos afligiéndolos que para ayudarlos con beneficios contentándolos con
victorias vanas y destruyéndolos con crueles guerras. Esta fue la vida por casi
doscientos cuarenta y tres años que se pasó en Roma bajo el gobierno de los
reyes, en el tiempo tan alabado por sus escritores, hasta que echaron a
Tarquino el Soberbio, por casi doscientos cuarenta y tres años, habiendo
dilatado el Imperio con todas aquellas victorias compradas y habidas a costa de
tanta sangre y de tantas desgracias, apenas veinte millas alrededor de Roma, espacio
tan corto, que al presente no se puede comparar con ninguna de las ciudades de
Getulia.
CAPITULO XVI: De los primeros cónsules que tuvieron los romanos; cómo el uno de ellos echó al otro de su patria, y después de haber cometido en Roma enormes, parricidios, murió dando la muerte a su enemigo.
A esta época debemos añadir
también la otra hasta la cual dice Salustio que se vivió justa y moderadamente,
mientras duró el miedo que tenían a las armas de Tarquino y se terminó la
peligrosa guerra que sostuvieron con los etruscos; porque todo, el tiempo que
éstos favorecieron a Tarquino en la pretensión de recobrar el reino padeció
Roma una guerra cruel; y por eso dice que se gobernó la República justa y
moderadamente, forzados del terror y no por amor a la justicia. En, este tiempo,
que fue sumamente breve, cuán funesto fue el daño en que se incluyeron los
cónsules, extinguida ya la potestad real, porque no llegaron a cumplir el año; pues
Junio Bruto, despojando de su oficio a su compañero Lucio Tarquino Colatino, le
desterró de la ciudad, y, a poco, viniendo a las manos en una batalla con su
Contrario, cayeron ambos muertos, habiendo el primero quitado antes la vida a
sus propios hijos y a los hermanos de su mujer, porque tuvo noticia de que se
habían conjurado para restituir a Tarquino. Esta hazaña, después de haberla
contado Virgilio como famosamente luego, piadosamente, tuvo horror de ella, porque
habiendo dicho que por conservar la dulce libertad el mismo padre hará dar la
muerte a sus, hijos por haber maquinado contra ellos nuevas guerras; luego
exclama y dice: Desgraciado, en fin, como quiera que entendieren este hecho los
venideros. Como quiera, dice, que los sucesos tomaren este hecho; esto es, como
quiera que le engrandecieren y alabaren. En efecto, el que mata a sus hijos es
desgraciado y desdichado, y como para consuelo de este infeliz, añadió: Vencióle
el amor de la patria y la inmensa ambición de gloria. Por ventura en Bruto, que
mató a sus hijos (y que habiendo dado muerte a su enemigo, hijo de Tarquino, quedando
él muerto de mano del mismo, no pudo vivir más, antes el mismo Tarquino vivió
después de él), no parece que quedó vengada la inocencia de Colatino, su colega,
que, siendo buen ciudadano, después de desterrado Tarquino, padeció
inculpablemente lo que el mismo tirano merecía? Y aun el mismo Bruto, dicen, era
pariente de Tarquino. Pero, en efecto, a Colatino le perjudicó la semejanza en
el nombre, porque también se llamaba Tarquino; forzáranle, pues, a que muere el
nombre y no la patria, y, al fin, a que en su nombre faltara esta voz y se
llamara solamente Lucio Colatino; mas por esto nada perdió en su reputación, ni
lo que sin desdoro alguno pudiera perder, y menos fue motivo para que al primer
cónsul le depusieran de su cargo, y para que a un buen ciudadano le desterraran
de su patria. Es posible que sea gloria y grandeza un crimen tan execrable de
Junio Bruto, tan abominable y tan sin utilidad dc la República? Acaso para
cometer este crimen le venció el amor de la patria y la inmensa ambición de
gloria? En efecto; después de desterrado Tarquino el Tirano, el pueblo eligió
por cónsul, juntamente con Bruto, a Lucio Tarquino Colatino, marido de Lucrecia;
pero con cuánta justicia atendió el pueblo a la vida y costumbres y no al
nombre de su ciudadano, y con cuánta impiedad Bruto, al tomar posesión de
aquella primera y nueva dignidad, privó a su colega de la patria, y del oficio,
a quien pudiera fácilmente privar del nombre, si éste le ofendía, es cosa fácil
de ver. Estas maldades se cometieron y estos desastres sucedieron cuando en
aquella República los romanos se gobernaban y vivían justa y moderadamente. Asimismo,
Lucrecio, antes de concluirse aquel mismo año, murió de una enfermedad, y así
Publio Valerio, que sucedió a Colatino, y Marco Horacio, que entró en lugar del
difunto Lucrecio, terminaron aquel año funesto y desgraciado en que hubo cinco
cónsules; en este mismo, la República romana instituyó el oficio y potestad del
consulado.
CAPITULO XVII: De las calamidades que padeció la República romana después que comenzó el imperio de los cónsules, sin que la favoreciesen los dioses que adoraba.
Entonces, habiendo respirado un
poco del miedo que reinaba en sus corazones, no porque habían cesado las
guerras, sino porque no les estrechaban con tanto rigor, es a saber, acabado el
tiempo en que se rigieron justa y moderadamente de esta manera: Después
comenzaron los senadores a tratar al pueblo como esclavos, disponiendo de su
vida y de sus espaldas al modo que acostumbraban los reyes defraudándolos del
repartimiento de los campos, cargándose ellos con todas las propiedades y
excluyendo a los demás del gobierno. Irritado el pueblo con estas crueldades, y,
principalmente viéndose oprimido con los gravámenes de las deudas públicas y de
las usura sufriendo y soportando a un tiempo con la ocasión de las continuas
guerras la malicia y el tributo, acudió, armado al monte Sagrado y al Aventino,
y entonces estableció para la defensa de sus derechos tribunos de la plebe y
otras leyes, poniendo fin a las discordias y debates que reinaron entre ambos
partidos la segunda guerra púnica. Para qué me detengo, pues, en escribir
tantos sucesos, o para qué molesto a los que los hubieren de leer? Cuán
miserable haya sido aquella República en tan largo tiempo, y por tantos años
como mediaron hasta la segunda guerra púnica, con la inquietud continua de las
guerras de afuera y con las discordias y sediciones de dentro, Salustio nos lo
ha referido sumariamente; y así, aquellas victorias no fueron alegrías y
contentos sólidos de bienaventurados, sino consuelos vanos de miserables, y
unos motivos extraños y celos de personas inquietas que los convidaban a
emprender y sufrir más y más terribles trabajos; y no se enojen con nosotros
los virtuosos y juiciosos romanos, aun que no hay causa para pedírselo ni
advertírselo, pues es evidente que no se han de irritar con nosotros en modo
alguno, porque ni referimos cosas más pesadas ni las decimos más gravemente que
sus propios autores; sin embargo, de que en el estilo y en el tiempo que, nos
queda libre somos muy inferiores, y, con todo, para estudiar y aprender estos
autores no sólo trabajaron ellos mismos, sino que hacen también trabajar en
ellos a sus hijos; y los que se enojan cómo me sufrieran si yo insinuase lo que
dice Salustio? Nacieron muchas revoluciones y discordias, y, al fin, las
guerras civiles, pretendiendo ambiciosamente ser los señores absolutos bajo el
honesto y disfrazado título de favorecer la causa de los padres o del pueblo, algunos
pocos de los más poderosos, cuya gracia y fortuna seguían la mayor parte, concedían
el honor de ciudadanos a los buenos y a los malos, no por los méritos o
servicios que hubiesen hecho a la República, estando todos igualmente
corrompidos, sino según que cada uno era más rico y más poderoso, para agraviar
a otros; porque defendían la causa presente, y lo que se antojaba se tenía por
bueno. Y si a aquellos historiadores les pareció que tocaba a la honesta libertad
no pasar en silencio las calamidades de su propia ciudad, a quien en otros
muchos lugares les ha sido forzoso alabarla con grande gloria y exageración, ya
que, efectivamente, no disfrutaban de la otra más verdadera, adonde se han de
admitir y recibir los ciudadanos eternos, qué obligación nos liga a nosotros
(cuya esperanza en Dios, cuanto es mejor y más cierta, tanto debe ser mayor
nuestra libertad), viendo que imputan y atribuyen a nuestro Señor Jesucristo
los infortunios y calamidades presentes, Para desviar a los débiles y menos
entendidos y enajenarlos de aquella ciudad, la única en que se ha de vivir
eterna y bienaventuradamente? Ni tampoco contra sus dioses decimos cosas más
abominables que sus mismos autores, que ellos leen y alaban, pues de ellos hemos
tomado nuestros discursos, y en ningún modo somos aptos para referir tales y
tantas particularidades como ellos dicen. Dónde, pues, estaban aquellos dioses
que por la pequeña y engañosa felicidad de este mundo creen ellos que deben ser
adorados, cuando los romanos, a quienes con falsa y diabólica astucia se
vendían para que les rindiesen culto andaban afligidos con tantas calamidades? Dónde
estaban cuando los forajidos y esclavos mataron al cónsul Valerio, procurando
ganar el Capitolio que ellos habían ocupado, en el cual aprieto, con más
facilidad pudo él socorrer el templo de Júpiter que a él la turba de tantos
dioses con su rey Optimo Máximo, cuyo templo había librado del furor de sus
enemigos? Dónde estaban cuando fatigada la ciudad con infinitas desgracias, causadas
por las sediciones y discordias civiles, y permaneciendo en parte sosegada, mientras
esperaban el regreso de los embajadores que habían enviado a Atenas para que les
comunicasen sus leyes, fue asolada con una insufrible hambre y cruel
pestilencia? Dónde estaban cuando, en otra ocasión, padeciendo hambre el pueblo,
creó por primera vez un prefecto que cuidase de la provisión del pan, y
creciendo el hambre sobremanera, Espurio Melio, por haber proveído libremente
de trigo al hambriento pueblo, incurrió en el crimen de haber intentado alzarse
con el señorío de la República, siendo a instancia del mismo prefecto, por
orden expresa del dictador Lucio Quincio, viejo ya decrépito, asesinado por
Quinto Servilio, general de la caballería, ni sin una terrible y peligrosa
revolución de la ciudad? Dónde estaban cuando, en una cruel peste, viéndose el
pueblo fatigado por mucho tiempo y sin remedio con sus dioses inútiles, determinó
hacerles nuevos lectisternios, lo que jamás antes había hecho, para lo cual
solían colocar unos lechos o mesas ricamente aderezadas en honra de los dioses,
de donde esta ceremonia sagrada, o, por mejor decir, sacrílega, tomó el nombre?
Dónde estaban cuando por diez años continuos, peleando con mal suceso contra
los veyos, el ejército romano padeció muchos y muy terribles estragos y calamidades,
los que se hubieran acrecentado si al cabo no le socorriera Furio Camilo, a
quien después condenó la ingrata ciudad? Dónde estaban cuando los galos
ocuparon a Roma y la saquearon, quemaron e hicieron infinitas muertes? Dónde
cuando aquella funesta peste causó tan terribles daños, en la cual murió
también Furio Camilo, que defendió a aquella República ingrata primeramente de
las armas de los veyos y después la libertó de la irrupción de los galos, y con
ocasión de este contagio mortífero se introdujeron los juegos escénicos, que
fue otra nueva infección en las costumbres y vida humana, que es lo más
doloroso, aunque quedaron ilesos los cuerpos de los romanos? Dónde estaban
cuando se fomentó otra pestilencia más grave, nacida, a lo que se sospecha, de
los mortales venenos de las matronas, cuya vida y costumbres causaron más
funestas desgracias que la mayor peste? O cuando en las Horcas Caudinas, estando
cercados por los samnitas ambos cónsules, con su ejército, fueron forzados a
concluir con ellos unas paces tan vergonzosas, quedando en rehenes 600
caballeros romanos, y los demás, perdidas las armas y despojados de sus
insignias y vestidos, pasaron humildemente debajo del yugo de los enemigos? O
cuando estando todos gravemente enfermos de la peste muchos perecieron en el
ejército, a causa de los rayos que cayeron del cielo? O cuando asimismo, por
otro intolerable y funesto contagio, fue obligada Roma a traer de Epidauro a
Esculapio, como a dios médico, porque a Júpiter, rey universal de todos, que ya
había mucho tiempo que presidía en el Capitolio, las muchas liviandades a que
se entregó siendo joven no le dieron, quizá, lugar para estudiar la Medicina? O
cuando, conjurándose a un mismo tiempo sus enemigos los lucanos, brucios, samnitas,
etruscos y galos senones, primeramente les mataron sus embajadores y después
rompieron y derrotaron el ejército con su pretor, muriendo con él siete
tribunos y 13, 000 soldados? O cuando en Roma, después de graves y largas
discordias, en las cuales, al fin, el pueblo se amotinó y retiró al Janicolo? Siendo
tan terrible este infortunio y calamidad, que por su causa hicieron dictador a
Hortensio, nombramiento que sólo se ejecutaba en los mayores apuros, quien
habiendo sosegado al pueblo murió en el mismo cargo, suceso que antes no había
acaecido a ningún dictador, el cual, para aquellos dioses, teniendo ya presente
a Esculapio, fue culpa más grave.
Después de esto surgieron por
todas partes tantas y tan crueles guerras, que, por falta de soldados, recibían
en la milicia a los proletarios, los cuales se llamaron así porque su único y
principal encargo era multiplicar la prole y generación, no pudiendo por su
pobreza servir en la guerra. Entonces los tarentinos trajeron en su favor a
Pirro, rey de Grecia, quien se declaró enemigo acérrimo de los romanos; y
consultando éste al dios Apolo sobre el suceso que había. de tener la guerra, le
respondió con un oráculo tan ambiguo, que cualquiera de las dos cosas que
sucediese podía quedar con la reputación y crédito de adivino, porque dijo así:
Dico te, Pyrrhe vincere posse romanos, y de esta manera, ya los romanos
venciesen a Pirro, o Pirro a los romanos, el agorero seguramente podía esperar
el éxito, cualquiera de las dos cosas que sucediesen Y qué estrago y matanza
padeció uno y otro ejército? No obstante, Pirro fue más venturoso en el combate,
de modo que ya pudiera, interpretando en su favor a Apolo, publicarle y celebrarle
por adivino si luego en esta batalla no llevaran lo mejor los romanos. En medio
de la tribulación y despecho que causaban las guerras, sobrevino igualmente una
peligrosa peste en las mujeres, porque antes de que al tiempo natural pudiesen
parir las criaturas, morían con ellas, estando aún embarazadas, en lo cual, a
lo que entiendo, se excusaba Esculapio, diciendo que él profesaba la facultad
de médico mayor y no la de partera; del mismo modo perecía el ganado, siendo ya
tan terrible la mortandad, que llegaron a persuadirse las gentes que se había
de extinguir la generación de los animales. Y qué diré de aquel invierno tan
memorable en la Historia, que fue sobremanera cruel y riguroso, durando en la
plaza por espacio de cuarenta días la nieve tan elevada, que ponía horror, helando
también el Tiber? Si esto sucediera en nuestros tiempos, qué de cosas y cuán
grandes nos dijeran éstos! Y asimismo, cuánto duró el rigor de aquella funesta
peste? Cuán excesivo fue el número de los que mató? La cual, como empezase a
continuar aún más gravemente por otro año, teniendo en vano presente a
Esculapio, acudieron a los libros Sibilinos, que son un género de oráculos; según
refiere Cicerón en los libros de Divinatione, en que más se suele creer a los
intérpretes que conjeturan como pueden o como quieren sobre las cosas dudosas. Entonces,
pues, dijeron que la causa del contagio era porque muchas personas particulares
tenían ocupadas varias de las casas consagradas a los dioses; y así libraron en
esta ocasión a Esculapio de la indisculpable calumnia de ignorancia o desidia; y
por qué motivo, pregunto, se habían ido muchos a vivir en aquellas casas sin
prohibírselo ninguno, sino porque inútilmente y por mucho tiempo habían acudido
a pedir remedio a tanta multitud de dioses? Así, poco a poco, los que los reverenciaban
desamparaban las casas para que, como baldías; por lo menos sin ofensa de nadie,
pudiesen volver a servir a las necesidades de los hombres, y las que entonces, con
toda diligencia, se renovaron y taparon con ocasión de aplacar la peste, si no
volvieron a estar otra vez de la misma manera encubiertas y por haberlas
desamparado, sin duda que no se tuviera por tan grande la noticia y erudición
de Varrón, pues escribiendo de las casas consagradas a los dioses, refiere
tantas de que no se tenía noticia y estaban olvidadas; pero entonces, más
procurando inventar una aparente disculpa para con los dioses que el remedio
necesario para atajar la peste.
CAPITULO XVIII: Cuán graves calamidades afligieron a los romanos en tiempo de las guerras púnicas, habiendo deseado y pedido en balde el auxilio y favor de sus dioses.
En el tiempo en que se sostenían
las guerras púnicas o cartaginesas, vacilando entre uno y otro Imperio, como in
cierta y dudosa, la victoria, y haciendo estos dos poderosos pueblos fuertes y costosas
jornadas, qué reinos de menos reputación fueron destruidos? Qué de ciudades
populosas e ilustres asoladas? Cuántas afligidas? Cuántas perdidas? Qué de
provincias y tierras taladas de extremo a extremo? Cuántas veces fueron
vencidos los de acá, y vencedores los de allá? Cuántos perecieron, ya de
soldados peleando, ya de los pueblos que no peleaban y estaban en paz? Y si
intentáramos referir la infinidad de naves que quedaron sumergidas también en
los combates navales y anegadas con diversas tempestades, borrascas y
temporales contrarios, qué otra cosa vendríamos a ser nosotros que
historiadores? Entonces, despavorida y turbada con un extraordinario miedo la
ciudad de Roma, acudió presurosa a buscar remedios vanos e irresistibles. Renovaron
por autoridad de los libros Sibilinos los juegos seculares, cuya solemnidad, habiéndose
establecido de cien en cien años, y en los tiempos mejores habiéndose olvidado
su memoria, se habían dejado ya de celebrar. Renovaron también los pontífices
los juegos consagrados a los dioses infernales, estando también éstos ya
olvidados con los muchos años que habían pasado sin solemnizarse; porque, en
efecto, cuando los renovaron, como se habían enriquecido los dioses infernales
con tanta copia y multitud de los que se morían, gustaban por lo mismo ya de
jugar, en atención a que, seguramente, los tristes y miserables hombres, haciéndose
rabiosa guerra, mostrando su valor y corazón sanguinario, alcanzando el uno y
otro hemisferio funestas victorias, celebraban solemnes juegos a los demonios y
banquetes abundantes y suntuosos a los dioses del infierno. No sucedió
ciertamente tragedia más lamentable en la primera guerra púnica que el haber sido
vencidos en ella los romanos; siendo hecho prisionero de guerra Régulo, de
quien hicimos mención en el primero y segundo libros, persona sin duda de gran
valor, que, primero había venido y dominado a los cartagineses, el cual hubiera
podido terminar la primera guerra púnica, si por una extraordinaria ansia de
gloria y alabanza no hubiera pedido a los rendidos cartagineses condiciones más
duras de las que ellos podían sufrir. Si la prisión impensada de aquel célebre
general, si la esclavitud y servidumbre indigna, si la fidelidad del juramento
y la bárbara crueldad de su muerte no avergüenza a los dioses, sin duda es
cierto que son de bronce y que no tienen gota de sangre que les pueda salir al
rostro; al mismo tiempo no faltaron dentro de sus propios hogares gravísimos
males y desgracias; porque, saliendo de madre el río Tiber fuera de lo
acostumbrado, arruinó casi toda la parte baja de la ciudad, llevándose parte
con el furioso ímpetu y avenida, y derribando parte con la humedad
reconcentrada en tanto tiempo como estuvieron detenidas las aguas en las calles.
Siguió a esta desgracia la del fuego, más perjudicial que la anterior, pues prendiendo
por la plaza en los mas altos y encumbrados techos, no quisieron perdonar ni
aun el templo de Vesta, su mayor amigo y familiar, adonde acostumbraban las que
no eran tan honradas vírgenes conservar el fuego y darle, añadiéndole con
diligencia leña, como una perpetua vida en donde el fuego entonces no sólo
vivía, sino que se fomentaba más y más, de cuyo ímpetu y vigor, aturdidas las
vírgenes, no pudiendo salvar de tan voraz incendio aquellos fatales dioses que
habían ya oprimido tres ciudades donde habían tenido su residencia, el
pontífice Metelo, olvidado en cierto modo de su vida y atravesando
valerosamente por medio de las llamas, los sacó ilesos, saliendo él bastante
chamuscado, porque ni aun a él le tocó el fuego, ni tampoco había allí dios, que
aun cuando le hubiera no huyera más bien, podemos decir que el hombre pudo ser
de más importancia a los dioses del templo de Vesta que ellos al hombre. Y si a
sí propios no se podían defender del fuego, a aquella ciudad, cuyo principio, esplendor
y conservación se creía que amparaban, en qué la pudieran ayudar contra las
aguas y las llamas, como, en efecto, la misma experiencia manifestó que nada
pudieron? No les hiciéramos estas objeciones si dijeran que aquellos dioses los
habían instituido no para custodia de los bienes temporales, sino para
significar los eternos; y así, aunque sucediese perderse por ser cosas
corporales y visibles, nada se perdía de aquellos objetos en, cuya
significación fueron instituidos, y que se podían renovar y reparar de nuevo
para el mismo defecto; pero es cierto que con extraña ceguedad creen que fue
posible alcanzar con aquellos dioses, que no podían perecer, que no, pudiese acabar
la salud corporal y la felicidad temporal de la ciudad; y así, cuando los
manifestamos que, permaneciendo aún salvos sus dioses, les sucedió o el estrago
en la salud, o la infelicidad, aún tienen valor para no mudar o abandonar la
opinión que no pueden defender.
CAPITULO XIX: De los trabajos de la segunda guerra púnica, en que gastaron las fuerzas de una y otra parte.
Y viniendo a tratar de la segunda
guerra púnica, sería largo de contar el estrago que estos dos pueblos se
hicieron mutuamente con tantas guerras como en tantas partes entre sí
sostuvieron, de modo que, en sentir aún de los que tomaron de propósito a su
cargo no tanto de referir las guerras romanas como el elogiar al Imperio romano,
más representación tuvo de vencido el que venció, porque levantando Aníbal
formidables ejércitos en España y pasando los montes Pirineos, atravesando y
corriendo Francia, rompiendo los Alpes, acrecentando sus fuerzas con tanto rodeo,
talando y sujetando cuanto se le ponía por delante y dando consigo, como una
impetuosa e imprevista avenida, en el centro de Italia, cuán sangrienta se hizo
la guerra, qué de reencuentros y choques hubo, qué de veces fueron vencidos los
romanos, qué de pueblos se humillaron y rindieron al enemigo, cuántos de éstos
fueron entrados a fuerza de armas y saqueados, cuán crueles y horribles
batallas se dieron, y muchas veces con gloria de Aníbal y ruina y desdoro de
los romanos! Qué diré, pues, de aquella derrota horrible digna de admiración, padecida
en Cannas, donde Aníbal, no obstante ser cruel, con todo, saciado ya de la
sangre de sus enemigos, dice que mandó a sus soldados que los perdonasen las
vidas, enviando allí a Cartago tres celemines de anillos de oro, para dar a
entender que en el combate había dado muerte a tantos individuos de la nobleza
romana, que más fácilmente se pudieron medir que contar; y asimismo para que se
conjeturase el estrago del ejército que murió sin anillos, que sería, sin duda,
tanto más numeroso cuanto más débil? Finalmente, después de esta batalla
sobrevino tan notable falta de gente para la guerra, que los romanos se reemplazaban
y echaban mano de hombres facinerosos, ofreciéndoles el perdón de sus crímenes,
dando también libertad a los esclavos, y, con todos no tanto suplieron cuanto
formaron un vergonzoso ejército. Estos esclavos que habían de pelear por la
República, faltándoles las armas ofensivas y defensivas, se vieron precisados a
tomar las de los templos, como si dijeran los romanos a su dioses: Dejad lo que
tanto tiempo habéis tenido en vano, por si acaso nuestros esclavos pueden hacer
algo de provecho con lo que vosotros, siendo nuestros dioses, no habéis podido
emprender acción alguna heroica. Entonces, estando exhaustos igualmente el
erario público para pagar el sueldo del ejército, vinieron las haciendas de los
particulares a servir al beneficio común en tanto grado, que dando todos los
ciudadanos cuanto poseían, el mismo Senado no se reservó, alhaja alguna de oro,
a excepción de varios anillos y joyeles, insignias miserables de su dignidad, y
así toda la gente. de las demás clases y tribus. Quién pudiera tolerar a éstos
si en nuestros tiempos vinieran a esta necesidad, apenas pudiéndoles sufrir
ahora, cuando por un superfluo deleite dan más a los cómicos que entonces
dieron a las legiones por el servicio de salvar la República de un peligro
extremo?
CAPITULO XX: De la destrucción de los saguntinos, a los cuales, muriendo por conservar la amistad de los romanos, no les socorrían los dioses de los romanos.
Pero entre todas las calamidades
que sucedieron en la segunda guerra púnica, ninguna hubo más lastimosa ni más
digna de compasión y justa queja. Porque esta ciudad de España, por ser amiga y
confederada del pueblo romano, y por observar constantemente su asustad, fue
destruida, y de esta conquista quebrantando la paz con los romanos, tomó
ocasión Aníbal para irritarlos y obligarlos a la guerra. Cercó, pues, bárbaramente
a Sagunto, lo cual, sabido en Roma, enviaron sus embajadores a Aníbal para que
levantase el sitio, y, no haciendo caso de sus ruegos, marcharon a Cartago, donde,
querellándose de la infracción de la paz y sin concluir cosa alguna, volvieron
a Roma. Mientras andábase en estas dilaciones, la infeliz Sagunto, ciudad
opulentísima y aliada de la República romana, fue destruida por los
cartagineses al cabo de ocho o nueve meses de cerco, cuya ruina causa horror al
leerlo, cuanto más al escribir cómo aconteció; sin embargo, la referiré
brevemente, porque interesa al asunto que tratamos. Primeramente se fue
consumiendo por el hambre, pues aseguran que al nos comieron los cuerpos
muertos e sus mismos compatriotas; después, reducida al mayor extremo con la
penuria y escasez de todas las cosas necesarias a la vida y a su propia defensa,
por no verse m aun cautiva en manos de Aníbal, formó en la plaza pública una
grande hoguera, y, degollando a todos sus amados hijos y parientes y demás
ciudadanos, se arrojaron todos en ella. Hicieran aquí alguna admirable acción
los dioses glotones y seductores, hambrientos de buenos bocados y manjares de
los sacrificios, y empeñados solamente en alucinar a los idiotas con la
oscuridad y la ambigüedad de sus engañosos presagios. Obraran aquí algún
prodigio estupendo y socorrieran a una nación amiga del pueblo romano, y no
dejaran perecer a la que se sepultaba voluntariamente en sus ruinas por
conservar su amistad en atención a que ellos fueron los que presidieron en la
unión y confederación que ella estipuló con la República romana. Así que, por
observar escrupulosamente los sagrados tratados y conciertos que, presidiendo o
autorizando estas falsas deidades, había concluido con verdadera voluntad, ligado
con la amistad y estrechado con juramento inviolable, fue cercada, ocupada y
asolada por un hombre pérfido y fementido. Si estos dioses fueron los que
después espantaron y ahuyentaron a Aníbal de los muros de Roma con crueles
tempestades y encendidos rayos, entonces, con tiempo, debieran obrar alguno de
estos particulares prodigios, pues se atrevió a decir que con más justa razón
pudieron enviar la tempestad en favor de los amigos de los romanos, expuestos
al inminente riesgo de perderse puesto que, por no faltar a la fe dada a los
romanos, estaban en peligro de perecer, y entonces, totalmente faltos de ayuda,
que en favor de los mismos romanos, que peleaban y corrían riesgo por sí, y
contra Aníbal teman en sí mismos bastante auxilio; luego si fueran tutores y
defensores de la felicidad y gloria de Roma, debieran haberla librado de una
culpa tan grave como fue la ruina de Sagunto. Pero ahora consideremos cuán
neciamente creen que no se perdió Roma por la defensa de estos dioses cuando
andaba victorioso Aníbal si vemos que no pudieron socorrer a la ciudad de
Sagunto para que no se perdiese por guardar a Roma su amistad. Si el pueblo de
Sagunto fuera cristiano y padeciera algún infortunio como éste por la fe
evangélica (aunque no se hubiera él profanado a sí mismo, matándose a fuego y
sangre), y si padeciera su destrucción por la fe evangélica, la sufriría con
aquella esperanza que creyó en Jesucristo, y gozaría del premio y galardón, no
de un brevísimo tiempo, sino de una eternidad sin fin. Pero en favor de estos
dioses, los cuales dicen que por eso deben ser adorados y por eso se buscan
para adorarlos, para asegurar la felicidad de estos bienes temporales y
transitorios, qué nos han de responder sus defensores sobre la pérdida de los
saguntinos, sino lo mismo que sobre la muerte de Régulo? Porque la diferencia
que hay es que aquél fue una persona particular, y ésta una ciudad entera; pero
la causa de la ruina de ambos fue el querer guardar puntualmente la lealtad, pues
por ésta quiso el otro volverse a poder de sus enemigos, y ésta no quiso
entregarse; luego la lealtad observada inviolablemente, provoca la ira de los
dioses? O es, acaso, cierto que pueden también, teniendo propicios a los dioses,
perderse no sólo cualesquiera hombres, sino también las ciudades enteras? Elijan,
pues, lo que más les agradare, porque si ofenden a estos dioses con una
fidelidad bien guardada, busquen a los pérfidos y fementidos que los adoren; pero
si teniéndolos aún propicios pueden perderse y acabar los hombres, y las
ciudades ser afligidas con muchos y graves tormentos, sin provecho ni fruto alguno
de esta felicidad los adoran. Dejen, pues, de enojarse los que entienden y
creen que ha causado su desgracia el haber perdido los templos y sacrificios de
estos dioses, porque pudieran, no sólo sin haberlos perdido, sino teniéndolos
aún de su parte propicios y favorables, no como ahora, quejarse de su
infortunio y miseria, sino, como entonces Régulo y los saguntinos, perderse y
perecer también del todo con horribles calamidades y tormentos.
CAPITULO XXI: De la ingratitud que usó Roma con Escipión, su libertador, y las costumbres que hubo en ella, cuando cuenta Salustio que era muy buena.
Además de esto, en el tiempo que medió
entre la segunda y última guerra púnica, cuando dice Salustio que vivieron los
romanos con costumbres muy buenas y mucha concordia; en este tiempo, pues, de
tan buenas costumbres y tanta concordia, aquel Escipión que libró a Roma y a
Italia, que acabó tan honrosamente la segunda guerra púnica, tan horrible, tan
sangrienta y tan peligrosa; aquel vencedor de Aníbal, domador de Cartago, aquel
cuya vida se refiere que desde su juventud fue encomendada a los dioses y
criada en los templos, cedió a las acusaciones de sus enemigos, y desterrado de
su patria, pasó y acabó el resto de su vida en Linterno, después de su famoso
triunfo, con tan poca afición a Roma, que dicen mandó que ni aun le enterrasen
en ingrata patria. Después de estos su sucesos, habiendo triunfado el procónsul
Gn. Manlio de los gálatas, comenzó a cundir por Roma la molicie de Asia, aún
más perjudicial que el mayor enemigo: porque entonces dicen fue la primera vez
que se vieron lechos labrados de metal y preciosos tapetes. Entonces se
comenzaron a usar en los banquetes mozas que cantaban y otras licenciosas
desenvolturas; mas ahora no es mi intención otra que la de tratar de los males
que impacientemente padecen los hombres, y no de los que ellos causan
voluntariamente: y así aquellas gloriosas acciones que referí de Escipión, de
cómo cediendo a sus enemigos murió fuera de su patria, a la cual había
libertado, hacen más el propósito de lo que vamos, anunciando; pues los dioses
de Roma, cuyos templos había defendido Escipión de los rigores de Aníbal, no le
correspondieron a sus continuas fatigas, adorándolos ellos solamente por esta
felicidad; pero como Salustio dijo que entonces florecieron allí las buenas
costumbres, por esto me pareció referir lo de la molicie del Asia, para que se
entienda también que Salustio dijo aquellas expresiones, hablando en
comparación de los demás tiempos, en los cuales, sin duda, con las gravísimas
discordias, fueron las costumbres mucho peores, porque entonces también, esto
es, entre la segunda y última guerra cartaginesa, se publicó la ley Voconia, por
la cual se mandaba que ninguno dejase por su heredero a mujer alguna, aunque
fuese hija única suya. No sé que se pueda decir o imaginar orden más injusta
que esta ley. Con todo, en aquel espacio de tiempo que duraron las dos guerras
púnicas, fue mal tolerable la desventura, pues solamente con las guerras
padecía el ejército de afuera, pero con las victorias se consolaba y en la
ciudad no habla discordia alguna, como en otros tiempos; mas en la última
guerra púnica, de un golpe fue asolada y totalmente destruida la émula y
competidora del Imperio romano por el otro segundo Escipión, que por esto se
llamó por sobrenombre el Africano; y desde este tiempo en adelante fue
combatida la República romana con tantos infortunios que hace demostrarle que
con la prosperidad y seguridad (de donde corrompiéndose en extremo las
costumbres, nacieron acumuladamente aquellos males hizo más estrago y daño
Cartago con su rápida ruina que lo había hecho en tanto tiempo manteniéndose en
pie contra su enemigo. En todo este tiempo, hasta Augusto César, quien parece
no quitó del todo a los romanos, según la opinión de éstos, la libertad
gloriosa, sino la perniciosa que totalmente estaba ya descaecida y muerta, y
que, revocándolo todo y reduciéndolo al real albedrío, renovó en cierto modo la
República arruinada ya y perdida casi con los males y achaques de la vejez; en
todo este tiempo, pues, omito unas y otras derrotas de ejércitos nacidas de
varias causas, y la paz numantina violada con tan horrible ignominia, porque
volaron, en efecto, las aves de la jaula y dieron, como dicen, mal agüero al
cónsul Mancino, como si por tantos años en que aquella pequeña ciudad, estando
cercada, había afligido al ejército romano, empezando ya a poner terror a la
misma República romana, los demás capitanes también hubieran ido contra ella
con mal agüero.
CAPITULO XXII: Del edicto del rey Mitrídates, en que mandó matar a todos los ciudadanos romanos que se hallasen en Asia.
Pero como dejo insinuado, omito
estos sucesos, aunque no puedo pasar en silencio cómo Mitrídates, rey de Asía, mandó
matar en un día todos los ciudadanos romanos, dondequiera que se hallasen en
Asia, así los peregrinos y transeúntes como otra innumerable multitud de
mercaderes y negociantes ocupados en sus tratos, y así se ejecutó. Cuán lastimosa
tragedia fue ver en un momento matar de repente e impíamente a todos éstos
dondequiera que los hallaban, en el campo, en el camino, en las villas, en casa,
en la calle, en la plaza, en el templo, en la cama, en la mesa! Qué de gemidos habría
de los que morían, qué de lágrimas de los que veían esta catástrofe, y acaso
también de los mismos que los mataban! Cuán; dura fuerza se hacía a los
huéspedes, no sólo en haber de examinar con sus propios ojos, y en sus casas, aquellas
desgraciadas muertes, sino también en haber de ejecutarlas por sí mismos, trocando
repentinamente el semblante apacible y humano para ejecutar en tiempo de
tranquila paz un crimen tan horrendo, matándose de un golpe, por decirlo así, lo
mismo los matadores como los muertos, pues si el uno recibía la muerte en el
cuerpo, el otro la recibía en el alma! Acaso todos éstos no habían. apreciado
asimismo los agüeros? No tenían dioses domésticos y públicos a quienes pudieran
consultar cuando partieron de sus tierras a aquella infeliz peregrinación? Y, si'
esto es cierto, no tienen los incrédulos en este punto de qué quejarse de
nuestros tiempos, pues hace tiempo que los romanos no se ocupan de estas
vanidades; mas si acaso los consultaron, digamos: de qué les aprovecharon
semejantes cosas, cuando por solas las leyes humanas, sin que nadie lo
prohibiese, fueron. licitas semejantes cosas?
CAPITULO XXIII: De os males interiores que padeció la República romana con un prodigio que precedió, que fue rabiar todos los animales de que se sirve ordinariamente el hombre.
Pero empecemos ya a referir
brevemente, como pudiéremos, aquellas calamidades que, cuanto más interiores, fueron
tanto más funestas, las discordias civiles; o, por mejor decir, inciviles e inhumanas,
no ya sediciones, sino guerras urbanas dentro de Roma, donde se derramó tanta
sangre, donde los que favorecían las diversas parcialidades usaban de mayor
rigor contra los otros, no ya con porfiadas demandas, contestaciones y
destempladas voces, sino con las espadas y las armas; pues las guerras sociales,
serviles y civiles, cuánta sangre romana hicieron derramar, cuántas tierras
talaron y asolaron en Italia? Y antes que se moviesen contra Roma los aliados
del Lacio, todos los animales que están ordinariamente sujetos al servicio del
hombre, como son perros, caballos, jumentos, bueyes y las demás bestias y
ganados que están bajo su dominio, se embravecieron repentinamente, y, olvidados
de su doméstica mansedumbre, se salieron de las casas y andaban sueltos, huyendo
por varias partes, no sólo de los no conocidos, sino de sus propios dueños, con
daño mortal o peligro del que se atrevía a acosarlos de cerca. Y si esto fue
solamente un presagio que de suyo fue un mal tan enorme, cuán grande fatalidad
fue aquella que vaticinó? Si igual desgracia sucediera en nuestros tiempos, sin
duda que sentiríamos a los incrédulos aún más rabiosos que los otros a sus
animales.
CAPITULO XXIV: De la discordia civil causada por las sediciones de los gracos.
La causa que motivó las guerras
civiles fueron las sediciones de los Gracos, nacidas de la promulgación de las
leyes agrarias sobre el repartimiento de los campos, por las que se mandaba
distribuir entre el pueblo las heredades que los nobles poseían con injusto
título; pero el querer remediar una injusticia tan inveterada fue proyecto muy
arriesgado, o, por mejor decir, como enseñó la experiencia, muy pernicioso. Qué
de muertes sucedieron cuando asesinaron al primer Graco, y cuántas hubo, pasado
algún tiempo, cuando quitaron la vida al otro hermano! A los nobles y plebeyos
los mataban los ministros de Justicia, no conforme a lo que dictaban las leyes
y procediendo contra ellos jurídicamente, sino en movimientos sediciosos y
pendencias, combatiéndose mutuamente con las armas. Después muerto el segundo
Graco, el cónsul Lucio Opimio quien dentro de Roma movió contra él las armas y
habiéndole vencido y muerto, hizo un considerable estrago en los ciudadanos, procediendo
ya entonces por vía judicial persiguiendo a los demás conjurados, dicen que
mató a tres mil hombres, de donde puede colegirse la infinidad de muertos que
pudo haber en las frecuentes revoluciones y choques, cuando hubo tanta en los
tribunales, después de examinadas escrupulosamente las causas. El homicida de
Graco vendió al cónsul su cabeza por tanta cantidad de oro como pesaba; pues
ésta había sido la recompensa ofrecida por Opimio, y en seguida quitaron la
vida al consular Marco Fulvio, con sus hijos.
CAPITULO XXV: Del templo que edificaron por decreto del Senado a la Concordia en el lugar donde las sediciones y muertes tuvieron lugar.
Y mediante un elegante decreto
del Senado, edificaron un templo a la Concordia en el mismo lugar donde se dio
aquel funesto y sangriento tumulto, en el que murieron tantos ciudadanos de todas
clases y condiciones, para que, como testigo ocular del merecido castigo de los
Gracos, diese en los ojos de los que oraban y hacían sus arengas al pueblo y
les escarmentase la memoria de tan lamentable catástrofe. Y esto, qué otra cosa
fue que hacer mofa de los dioses, erigiendo un templo a una diosa que si
estuviera en la ciudad no se sepultara en sus ruinas, con tantas disensiones, a
no ser que, culpada la Concordia porque desamparó los corazones de los
ciudadanos, mereciese que la encerrasen en aquel templo como en una cárcel? Y
pregunto: si quisieron acomodarse a los acontecimientos que pasaron, por qué no
fabricaron más bien un templo a la Discordia? Acaso traen alguna razón poderosa
para que la Concordia sea diosa y la Discordia no lo sea; y según la distinción
de Labeón, ésta sea buena y aquélla mala? Esto supuesto, no parece le movió
otra razón para deliberar de este modo, sino el haber visto en Roma un templo
dedicado, no sólo a la Fiebre, sino a la Salud; luego de la misma manera, no
solamente debieron erigir templo a la Concordia, sino también a la Discordia. Así
que en gran peligro quisieron vivir los romanos teniendo enojada a una diosa
tan mala, sin acordarse de la destrucción de Troya, que tuvo su principio en
haberla ofendido; porque ella fue la que, por no haber sido convidada entre los
dioses, trazó la competencia de las tres diosas con la manzana de oro, de donde
nació la lid y pendencia de éstas, la victoria de Venus, el robo de Elena y la
destrucción de Troya; por lo cual, si acaso irritada porque no mereció tener en
Roma templo alguno entre los dioses, turbada hasta entonces con tan grandes
alborotos la ciudad, cuánto más furiosamente se pudo enojar viendo en el lugar
de aquella horrible matanza; esto es, en el lugar de sus hazañas, edificado un
templo a su enemiga? Cuando nos reímos de estas vanidades se indignan y enojan
estos doctos sabios, y con todo, ellos, que adoran a los dioses buenos y malos,
no pueden soltar esta dificultad de la Concordia y Discordia, ya se olvidasen
de estas diosas y antepusiesen a ellas las diosas Fiebre y Belona, a quienes
construyeron templos en lo antiguo, ya también las adorasen a ellas; pues
desamparándolos así, la Concordia, la feroz Discordia los condujo hasta
meterlos en las guerras civiles.
CAPITULO XXVI: De las diversas suertes de guerras que se siguieron después que edificaron el templo de la Concordia.
Curioso baluarte contra las
sediciones fue poner a los ojos de los que hablaban al pueblo el templo de la
Concordia por testigo, memoria de la muerte y castigo de los Gracos La utilidad
que de esto sacaron lo manifiesta el fatal suceso de las calamidades que se
siguieron; pues desde entonces procuraron los que hablaban no separarse del
ejemplo de los Gracos; antes salir con lo que ellos pretendieron, como fueron
Lucio Saturnino, tribuno del pueblo y Gayo Servilio, pretor, y mucho después
Marco Druso. De cuyas sediciones y alborotos resultaron primeramente infinitas
muertes, encendiéndose después el fuego de las guerras sociales, con las cuales
padeció mucho Italia, llegando a sufrir una infeliz desolación y destrucción. En
seguida acaeció la guerra de los esclavos y las guerras civiles, en las cuales
hubo reñidos encuentros y batallas, derramándose mucha sangre, de manera que
casi todas las gentes de Italia, en que principalmente consistía la fuerza del
Imperio romano, fueron domadas con una fiera barbarie; tuvo principio la guerra
de los esclavos de un corto número; esto es, de menos que de setenta
gladiadores; pero a cuán crecido número, fuerte, feroz y bravo llegó? Qué de
generales romanos venció aquel limitado ejército? Qué de provincias y ciudades
destruyó? En fin, fueron tantas, que apenas lo pudieron declarar circunstanciadamente
los que escribieron la historia. Y no sólo hubo esta guerra de los esclavos, sino
que también antes de ella, gentes viles y de baja condición talaron la
provincia de Macedonia, y después Sicilia y toda la costa del mar; y quién
podrá referir conforme a su grandeza cuán grandes y horrendos fueron al principio
los latrocinios y cuán poderosa fue la guerra de los corsarios que vino después?
CAPITULO XXVII: De las guerras civiles entre Mario y Sila.
Y cuando Mario, ensangrentado ya
con la sangre de sus ciudadanos, habiendo muerto y degollado a infinitos del
partido contrario, vencido, se fue huyendo de Roma, respirando apenas por un breve
rato la ciudad -por usar las palabras de Tulio-, venció de nuevo Cinna a Mario.
Entonces, con la muerte de hombres tan esclarecidos, murió la refulgente
antorcha, honor y gloría de esta ínclita ciudad. Vengó después Sila la crueldad
de esta victoria, y no es menester referir con cuánta pérdida de ciudadanos y
con cuánto daño de la República fue, porque de esta venganza, que fue más
perniciosa que si los delitos que se castigaban quedaran sin castigo, dice
también Lucano: Fue peor el remedio que la enfermedad y profundizó demasiado la
mano por donde cundía el mal. Perecieron los culpados, más en un tiempo en que
solamente quedaban los culpables; y en esta lastimosa situación se dio libertad
a los odios, corrió presurosamente la ira y el rencor, sin miedo al freno de
las leyes. En esta guerra de Mario y Sila, además de los que murieron fuera, en
los combates, también dentro de Roma se llenaron de muertos las calles, plazas,
teatros y templos, de modo que apenas se pudiera imaginar cuándo los vencedores
hicieron mayor matanza, si cuando vencían, o después de haber vencido; pues en
la victoria de Mario, cuando volvió del destierro, además de las muertes que se
hicieron a cada paso por todas partes, la cabeza del cónsul Octavio se puso en
la tribuna; degollaron en sus mismas casas a César y a Fimbria; hicieron
pedazos a los Crasos, padre e hijo, al uno en presencia del otro; Bebio y
Numitor perecieron arrastrados con unos garfios, derramando por el suelo sus
entrañas. Catulo, tomando veneno, se libró de las manos de sus enemigos. Merula,
que era sacerdote de Júpiter, abriéndose las venas, sacrificó su vida a Júpiter;
y delante del mismo Mario daban luego la muerte a quienes al saludarle no
alargaban la mano.
CAPITULO XXVIII: Cuál fue la victoria de Sila, que fue la que vengó la crueldad de Mario.
La victoria de Sila, que siguió
luego (la que, en efecto, vengó la crueldad pasada a fuerza de mucha sangre de
los ciudadanos, con cuyo derramamiento y a cuya costa se había conseguido
terminada ya la guerra, permaneciendo todavía las enemistades), ejecutó aún más
fieramente su rigor en la paz. Después de las primeras y recientes muertes que
ejecutó Mario el mayor, habían ya hecho otras aún más horribles Mario el joven
y Carbón, que eran del mismo partido de Mario, sobre quienes, viniendo
enseguida Sila, desesperados, no sólo de la victoria, sino también de la misma vida,
llenaron toda la ciudad de cadáveres, así con sus propias muertes como con las
ajenas; porque, además del daño que por diversas partes hicieron, cercaron
también el Senado, y de la misma curia, como de una cárcel, los iban sacando al
matadero. El pontífice Mucio Escévola (cuya dignidad entre los romanos era la
más sagrada, como el templo de Vesta, donde servía, se abrazó con la misma ara,
y allí le degollaron; y aquel fuego, que con perpetuo cuidado y vigilancia de
las vírgenes siempre ardía, casi pudo apagarse con la sangre del sumo sacerdote.
Enseguida entró Sila victorioso en la ciudad, habiendo primeramente, en el
camino, en un lugar público, degollado, no peleando, sino por expreso mandato, siete
mil hombres que se le habían rendido desarmados del todo. Y como por toda la
ciudad cualquiera partidario de Sila mataba al que quería, era imposible contar
los muertos; hasta que advirtieron a Sila que era conveniente dejar a algunos
con la vida, para que hubiese a quien pudiesen mandar los vencedores. Entonces,
habiéndose ya aplacado la desenfrenada licencia de matar que por todas partes
se observaba incesantemente, se propuso con grandes parabienes y aplauso una
tabla que contenía dos mil personas que se habían de matar y proscribir del
estado noble, contándose así de los caballeros como de los senadores un número
sumamente crecido; pero daba consuelo solamente el ver que tenía fin, y no por
ver morir a tantos era tanta la aflicción como era la alegría de ver a los
demás libres del temor. Sin embargo, de la misma seguridad de los demás hubo
motivos suficientes para compadecer y llorar los exquisitos géneros de muertes
que padecieron algunos de los que fueron condenados a muerte; porque hubo
hombre a quien, sin instrumento alguno, le hicieron pedazos entre las manos, despedazando
los verdugos a un hombre vivo con más fiereza que acostumbran las mismas fieras
despedazar un cuerpo muerto. A otro, habiéndole sacado los ojos y cortándole
parte por parte sus miembros, le hicieron vivir penando entre horribles tormentos,
o, por mejor decir, le hicieron morir muchas veces. Vendiéronse en almoneda, como
si fueran granjas, algunas nobles ciudades, y entre ellas una, como si mandaran
matar a un particular delincuente, decretaron toda ella pasada a cuchillo. Todo
esto se hizo en paz, después de concluida guerra, no por abreviar en conseguir
la victoria, sino por no despreciar la ya alcanzada. Compitió la paz sobre cuál
era más cruel con la guerra, y venció; porque la guerra mató a los armados, y
la paz, a los desnudos. La guerra se fundaba en que el herido, si podía, hiriese;
mas la paz estribaba no en que el que escapase viviese, sino' que muriese sin
hacer resistencia.
CAPITULO XXIX: Compara la entrada de los godos con las calamidades que padecieron los romanos, así de los galos como de los autores y caudillos de las guerras civiles.
Qué furor de gentes extrañas, qué
crueldad de bárbaros se puede comparar a esta victoria de ciudadanos conseguida
contra sus mismos ciudadanos? Qué espectáculo vio Roma más funesto, más
horrible y feroz? Fue, por ventura, más inhumana la entrada que en tiempos
antiguos hicieron los galos, y poco hace los godos, que la fiereza que usaron
Mario y Sila y otros insignes varones de su partido, que eran como lumbreras de
esta ciudad, con sus propios miembros? Es verdad que los galos pasaron a
cuchillo a los senadores y a todos cuantos pudieron hallar en la ciudad, a excepción
de los que habitaban en la roca del Capitolio, los cuales se defendieron por
todos los medios. Con todo, a los que se habían guarecido en aquel lugar les
vendieron a lo menos las vidas a trueque de oro, las cuales, aunque no pudieron
quitárselas con las armas, sin embargo pudieron consumírselas con el cerco. Y
por lo que se refiere a los godos, fueron tantos los senadores a quienes
perdonaron la vida, que causa admiración que se la quitasen a algunos; pero, al
contrario, Sila, viviendo todavía Mario, entró victorioso en el mismo Capitolio,
para ponerse a decretar allí las muertes de sus compatriotas; y habiendo huido
Mario, escapando para volver más fiero y más cruel, éste, en el Capitolio, por
consultas y decreto del Senado, privó a infinitos de la vida y de la hacienda; y
los del partido de Mario, estando ausente Sila, qué cosa hubo de las que se
tienen por sagradas a quien ellos perdonasen, cuando ni perdonaron a Mucio, que
era su ciudadano, senador y pontífice, teniendo asida con infelices brazos la
misma ara, adonde estaba -como dicen-el hado y la fortuna de los romanos? Y
aquella última tabla o lista de Sila, dejando aparte otras innumerables muertes,
'no degolló ella sola más senadores que los que fueron maltratados por los
godos?
CAPITULO XXX: De la conexión de muchas guerras que precedieron antes de la venida de Jesucristo.
Con qué ánimo, pues, con qué valor,
desvergüenza, ignorancia o, mejor decir, locura, no se atreven a imputar
aquellos desastres a sus dioses, y estos los atribuyen a nuestro Señor
Jesucristo? Las crueles guerras civiles; más funestas aún, por confesión de sus
propios autores, que todas las demás guerras tenidas con sus enemigos (pues con
ellas se tuvo a aquella República no tanto por perseguida, sino por totalmente
destruida), nacieron mucho antes de la venida de Jesucristo, y por una serie de
malvadas causas, después de la guerra de Mario y Sila, llegaron las de Sertorio
y Catilina, uno de los cuales había sido proscrito y vendido por Sila, y el
otro se había criado con él; en seguida vino la guerra entre Lépido y Catulo, y
de estos uno quería abrogar lo que había hecho Sila, y el otro lo quería
sostener; siguióse la de Pompeyo y César, de los cuales, Pompeyo había sido del
partido de Sila, a cuyo poder y dignidad había ya llegado, y aun pasado, lo
cual no podía tolerar César, por no ser tanto como él; pero al fin logró
conseguirla y aún mayor, habiendo vencido y muerto a Pompeyo.
Finalmente, continuaron las
guerras hasta el otro César, que después se llamó Augusto -en cuyo tiempo nació
Jesucristo- y porque también este Augusto sostuvo muchas guerras civiles, y en
ellas murieron innumerables hombres ilustres, entre los cuales uno fue Cicerón,
aquel elocuente maestro en el arte de gobernar la República. Asimismo Cayo
César, haciendo merced a sus enemigos de las vidas y dignidades, como si fuera
tirano y se conjugaron contra él algunos nobles senadores, bajo pretexto de la
libertad republicana, y le dieron de puñaladas en el mismo Senado, a cuyo poder
absoluto y gobierno déspota parece aspiraba después Antonio, bien diferente de
él en su condición, contaminado y corrompido con todos los vicios, a quien se
opuso animosamente Cicerón, bajo el pretexto de la misma libertad patria. Entonces
comenzó a descubrirse el otro César, joven de esperanzas y bella índole, hijo
adoptivo de Cayo julio César, quien como llevo dicho, se llamó después Augusto.
A este mancebo ilustre, para que su poder creciese contra el de Antonio, favorecía
Cicerón, prometiéndose que Octavio, aniquilado y oprimido el orgullo de Antonio,
restituiría a la República su primitiva libertad; pero estaba tan obcecado y
era poco previsor de las consecuencias futuras, que el mismo Octavio, cuya
dignidad y poder fomentaba, permitió después, y concedió, como por una
capitulación de concordia, a Antonio, que pudiese matar a Cicerón, y aquella
misma libertad republicana, en cuyo favor había perorado tantas veces Cicerón, la
puso bajo su dominio.
CAPITULO XXXI: Con qué poco pudor imputan a Cristo los presentes desastres aquellos a quienes no se les permite que adores a sus dioses, habiendo habido tantas calamidades en el tiempo que los adoraban.
Acusen a sus dioses por tan
reiteradas desgracias los que se muestran desagradecidos a nuestro Salvador por
tantos beneficios. Por lo menos cuando sucedían aquellos males hervían de gente
las aras de los dioses y exhalaban de sí el olor del incienso Sabeo y de las
frescas y olorosas guirnaldas. Los sacerdocios eran ilustres, los lugares
sagrados, lugar de placer; se frecuentaban los sacrificios, los juegos y
diversiones en los templos, al mismo tiempo que por todas partes se derramaba
tanta sangre de los ciudadanos por los mismos ciudadanos, no solo en cualquiera
lugar, sino entre los mismos altares de los dioses. No escogió Cicerón templo
donde acogerse, porque consideró que en vano le había escogido Mucio; pero
estos ingratos que con menos motivo se quejan de los tiempos cristianos, o se
acogieron de los lugares dedicados a Cristo, o los mismos bárbaros los
condujeron a ellos para que librasen sus vidas. Esto tengo por cierto, y
cualquiera que lo mirase sin pasión, fácilmente advertirá (por omitir muchas
particularidades que ya he referido y otras que me pareció largo contarlas) que
si los hombres recibieran la fe cristiana antes de las guerras púnicas y sucedieran
tantas desgracias y estragos como en aquellas guerras padeció África y Europa, ninguno
de éstos que ahora nos persiguen lo atribuyera sino a la religión cristiana; y
mucho más insufribles fueran sus voces y lamentos por lo que se refiere a los
romanos, si después de haber recibido y promulgado la religión cristiana, hubiera
sucedido la entrada de los galos o la ruina y destrucción que causó la
impetuosa avenida del río Tiber y el fuego, o lo que sobrepuja a todas las
calamidades, aquellas guerras civiles y demás infortunios que sucedieron, tan
contrarios al humano crédito, que se tuvieron por prodigios, los que sucedieran
en los tiempos cristianos, a quiénes se lo habían de atribuir como culpas sino
a los cristianos? Paso en silencio, pues, los sucesos que fueron más admirables
que perjudiciales, de cómo hablaron los bueyes: cómo las criaturas que aún no
habían nacido pronunciaron algunas palabras dentro del vientre de sus madres; cómo
volaron las serpientes; cómo las gallinas se convirtieron en gallos y las
mujeres en hombres, y otros portentos de esta jaez, que se hallaban estampados
en sus libros, no en los fabulosos, sino en los históricos, ya sean verdaderos,
ya sean falsos, que causan a los hombres no daño, sino espanto y admiración; asimismo
aquel raro suceso de cuando llovió tierra, greda y piedras, en cuya expresión
no se entiende que apedreó, como cuando se entiende el granizo por este nombre,
sino que realmente cayeron piedras, cantos y guijarros; esto, sin duda, que
pudo hacer también mucho daño. Leemos en sus autores que, derramándose y
bajando llamas de fuego desde la cumbre del monte Etna a la costa vecina, hirvió
tanto el mar, que se abrasaron los peñascos y se derritió la pez y resina de
las naves; este suceso causó terribles daños. Aunque fue una maravilla
increíble. En otra ocasión, con el mismo fuego, escriben que se cubrió Sicilia
de tanta cantidad de ceniza, que las casas de la ciudad de Catania, oprimidas
por el peso, dieron en tierra; y, compadecidos de esta calamidad, los romanos
les perdonaron benignamente el tributo de aquel año; también refieren en sus historias
que en África, siendo ya provincia sujeta a la República romana, hubo tanta
multitud de langosta que anublaban el sol, las cuales, después de consumir los
frutos de la tierra, hasta las hojas de los árboles, dicen que formaron una
inmensa e impenetrable nube y dio consigo en el mar, y que muriendo allí, y
volviendo el agua a arrojarlas a la costa, inficionándose con ellas la
atmósfera, aseguran que causó tan terrible peste, que, según su testimonio, solo
en el reino de Masinisa perecieron 80, 000 personas, y muchas más en las
tierras próximas a la costa. Entonces afirman que en Utica, de 30, 000 soldados
que había de guarnición quedaron vivos sólo diez. No puede darse semejante
fanatismo como el que nos persigue y obliga a que respondamos que el suceso más
mínimo de éstos que hubiese acontecido en la actual época le atribuirían el
influjo y profesión de la religión cristiana, si le vieran en los tiempos
cristianos. Y, con todo, no imputan estas desgracias a sus dioses, cuya
religión procuran establecer por no padecer iguales calamidades o menores
habiéndolas padecido mayores los que antes los adoraban.
LIBRO CUARTO: LA GRANDEZA DE ROMA ES DON DE DIOS.
CAPITULO PRIMERO: De lo que se ha dicho en el libro primero.
Debiendo empezar ya a tratar de
la ciudad de Dios, fui de parecer que debía responder, en primer lugar, a los
enemigos, quienes, como viven arrastrados de los gustos y deleites terrenos, apeteciendo
con ansia los bienes caducos y perecederos, cualquiera adversidad que padecen, cuando
Dios, usando de su misericordia, los avisa, suspendiendo el castigarlos con
todo rigor y justicia, lo atribuyen a religión cristiana, la cual es solamente
la verdadera y saludable, religión, y porque entre ellos hay también vulgo
estúpido e ignorante, se arrebatan con mayor ardor e irritan contra nosotros, como
excitados y sostenidos de la autoridad respetable de los doctos; persuadiéndose
los necios que los sucesos extraordinarios que acaecen con la vicisitud de los
tiempos no solían acontecer en las épocas pasadas. Confirman su falsa opinión
con disimular que lo ignoran, no obstante que saben que es falso, para que de
este modo se puedan persuadir los entendimientos humanos ser justa la queja que
manifiestan tener contra nosotros, porque lo que fue necesario demostrar por
los mismos libros que escribieron sus historiadores dándonos una noticia
extensa y circunstanciada de la historia y sucesos ocurridos en los tiempos
pasados, que es muy al contrario de, lo que opinan; y asimismo enseñar que los
dioses falsos que entonces adoraban públicamente y ahora todavía adoran en
secreto, son unos espíritus inmundos, perversos y engañosos demonios, tan
procaces, que tienen su mayor deleite y complacencia en oír y examinar las
culpas y maldades más execrables, sean ciertas o fingidas, aunque seguramente
suyas, las cuales quisieron se celebrasen y anunciasen solemnemente en sus
fiestas, a fin de que la humana imbecilidad no se ruborizase en perpetrar
acciones feas y reprensibles, teniendo por imitadores de las más impías a las
mismas deidades, lo cual no he probado yo precisamente por meras conjeturas
falibles, sino ya por lo sucedido en nuestros tiempos, en los que yo mismo vi
hacer y celebrar semejantes torpezas en honor de los dioses, ya por lo que está
escrito en autores que dejaron a la posteridad el recuerdo de estas torpezas, considerándolas
no como infames, sino como honoríficas y apreciables a sus dioses. De modo que
el docto Varrón, de grande autoridad entre los gentiles, escribiendo unos
libros que trataban de las cosas divinas y humanas, y distribuyendo, conforme a
la calidad de cada uno, en unos las materias divinas y en otros las humanas a
lo menos no colocó los juegos escénicos entre las cosas humanas, sino entre las
divinas, siendo seguramente cierto que si en Roma hubiera solamente personas
honestas y virtuosas, ni aun en las cosas humanas fuera justas que hubiera
juegos escénicos; lo cual, ciertamente, no estableció Varrón por su propia
autoridad, sino como nacido y criado en Roma, los halló considerados entre las
cosas divinas. Y porque al fin del libro primero expusimos en compendio lo que
en adelante habíamos de referir, y parte de ello dijimos en los dos libros
siguientes, reconozco la obligación en que estoy empeñado de cumplir en lo restante
con la esperanza de los lectores.
CAPITULO II: De lo que se contiene en el libro segundo y tercero.
Prometimos, pues, hablar contra
los que atribuyeron las calamidades padecidas en la República romana a nuestra
religión, y referir extensamente todos los males y penalidades grandes y
pequeños que nos ocurriesen, o los suficientes para demostrar claramente los
que padeció Roma y las provincias que estaban bajo su Imperio antes de que se
prohibieran absolutamente los sacrificios. Todos los cuales infortunios, sin
duda, nos los atribuyeran si entonces tuvieran ellos noticia de nuestra
religión, o les vedase sus sacrílegas oblaciones: este punto, a lo que creo, le
hemos explicado bastantemente en el libro segundo y tercero. En el segundo, cuando
tratamos de los males de las costumbres, que se deben estimar por los únicos y
por los más grandes, y en el tercero, cuando tratamos de las calamidades que
temen los necios y huyen de padecer; es, a saber: de los males corporales y de
las cosas exteriores, las cuales por mayor parte sufren también los buenos; pero,
al contrario, las desgracias con que empeoran sus costumbres las toleran, no
digo con paciencia, sino con mucho gusto. Ha sido sumamente limitada la
relación que he dado de las desgracias de Roma y de su Imperio, y de éstas no
he referido todas las ocurridas hasta Augusto César; pues si me hubiera
propuesto contar y exagerarlas todas, no las que se causan los hombres
mutuamente unos a otros, como son los estragos y ruinas que motivan las guerras,
sino las que atraen a la tierra los elementos celestes, las que resumió Apuleyo.
en el libro que escribió del mundo, diciendo que todas las cosas de la tierra
sufren cambios y destrucciones, porque asegura, para decirlo con. sus palabras,
que se abrió la tierra con terribles temblores, se tragó ciudades enteras y
mucha gente; que rompiéndose las cataratas del cielo se anegaron provincias enteras;
que las que anteriormente había sido continente y tierra firme quedaron
aisladas por el mar; que otras, por el descenso del mar, se hicieron accesibles
a pie enjuto; que fueron asoladas y destruidas hermosas ciudades con furiosos
vientos y tempestades; que de las nubes descendió fuego, con que perecieron y
fueron abrasadas algunas regiones en el Oriente; que en el Occidente, las
frecuentes avenidas de los ríos causaron igual estrago, y que en tiempos
antiguos, abriéndose y despeñándose de las cumbres, del monte Etna hacia abajo
aquellas encendidas bocas con divino incendio, corrieron ríos de llamas y fuego,
como si fuesen una impetuosa avenida de agua. Si estas particularidades y otras
semejantes intentara yo recopilar, cuándo acabaría de referir las que
acontecieron en aquellos lastimosos tiempos, antes que el nombre de Cristo
reprimiese a los incrédulos sus vanidades y contradicciones a la verdadera fe? Prometí
asimismo patentizar cuáles fueron las costumbres que quiso favorecer para
acrecentar con ellas el imperio el verdadero Dios, en cuya potestad están todos
los reinos, y por qué causa y cuán poco les auxiliaron estos que tienen por
dioses, o, por mejor decir, cuántos daños les causaron con sus seducciones y
falacias; sobre lo cual advierto ahora que me conviene hablar, y aún más del
acrecentamiento del Imperio romano, porque del pernicioso engaño de los
demonios, a quienes adoraban como a dioses, y de los grandes daños que ha
causado en sus costumbres su culto, queda ya dicho lo suficiente, especialmente
en el libro segundo. En el discurso de los tres libros, donde lo juzgué a
propósito, referí igualmente los imponderables consuelos que en medio de los
trabajos de la guerra envía Dios a los buenos y a los malos por amor a su santo
nombre, a quien, al contrario de lo que se acostumbra en campaña, tuvieron los
bárbaros tanto respeto, tributando obediencia y reconocimiento al augusto
nombre de Aquel que hace salga el sol sobre los buenos y los malos, y que
llueva sobre los justos y los injustos.
CAPITULO III: Si la grandeza del Imperio que no se alcanza sino con la guerra, se debe contar entre los bienes que llaman, así de los felices como de los sabios.
Veamos ya y examinemos las causas
que puedan alegar para demostrar la grandeza y duración tan dilatada del
Imperio romano, no sea que se atrevan a atribuirla a estos dioses, a quienes pretenden
haber reverenciado y servido honestamente con juegos torpes y por ministerio de
hombres impúdicos; aunque primero quisiera indagar en qué razón o prudencia
humana se funda, que no pudiendo probar sean felices los hombres que andan
siempre poseídos de un tenebroso temor y una sangrienta codicia en los estragos
de la guerra y en derramar la sangre de sus ciudadanos o de otros enemigos, aunque
siempre humana (tanto que solemos comparar al vidrio el contento y alegría de
estos tales que frágilmente resplandece, de quien con más horror tememos no se
nos quiebre de improviso), con todo, quieran gloriarse de la opulencia y
extensión de su Imperio. Y para que esto se entienda más fácilmente y no nos
desvanezcamos llevados del viento de la vanidad, y no escandalicemos la vista
de nuestro entendimiento con voces de grande bulto, oyendo pueblos, reinos, provincias,
pongamos dos hombres, porque así como las letras en un escrito, cada hombre se
considera como principio y elemento de una ciudad y de un reino, por más grande
y extenso que sea. Supongamos que el uno de éstos es pobre y el otro muy rico; pero
este contristado con temores, consumido de melancolía, abrazado de codicia, nunca
seguro, siempre inquieto, batallando con perpetuas contiendas y enemistades, que
con estas miserias va acrecentando sobremanera su patrimonio, y con tales
incrementos va acumulando también grandísimos cuidados; y el de mediana
hacienda, contento con su corto caudal,, acomodado a sus facultades, muy querido
de sus deudos, vecinos confidentes y amigos, gozando de una paz dulce, piadoso
en la religión, de corazón benigno, de cuerpo sano, ordenado en la vida, honesto
en las costumbres y seguro en conciencia, No sé si pueda haber alguno tan necio
que se atreva a poner en duda sobre a cuál de éstos, haya de preferir. Así, pues,
como en estos dos hombres, así en dos familias, así en dos pueblos, así en dos
reinos se sigue la misma razón de semejanza e igualdad, la cual, aplicada con
acuerdo, si corrigiésemos los ojos de nuestro entendimiento, fácilmente
advertiríamos dónde se halla la vanidad y dónde la felicidad; por lo cual, si
se adora al verdadero Dios y le sirven con verdaderos sacrificios con buena
vida y costumbres, es útil e importante que los buenos reinen mucho tiempo con
crecidos honores; cuya felicidad no es precisamente útil a ellos solos, sino a
aquellos sobre quienes reinan; pues por lo que se refiere a éstos, su religión
y santidad les basta para conseguir la verdadera felicidad, con la que pueden
pasar dichosamente esta vida y después alcanzar la eterna. En la tierra se
concede el reino a los buenos, no tanto por utilidad suya como de las cosas
humanas; pero el reino que se da a los malos, antes es en daño de los que
reinan, pues estragan y destruyen sus almas con la mayor libertad de pecar, aunque
a los súbditos y a los que los sirven no les puede perjudicar sino su propio
pecado; pues todos cuantos perjuicios causan los malos señores a los justos no
es pena del pecado, sino prueba de la virtud, por tanto, el bueno, aunque sirva,
es libre, y el malo, aunque reine, es esclavo, y no de sólo un hombre, sino, lo
que es más pesado, de tantos señores como vicios le dominan, de los cuales, tratando
la Escritura, dice: que por el mismo hecho de dejarse uno vencer o rendir a
otro, viene a ser su esclavo.
CAPITULO IV: Cuán semejante a los latrocinios son los reinos sin justicia.
Sin la virtud de la justicia, qué
son los reinos sino unos execrables latrocinios? Y éstos, qué son sino unos
reducidos reinos? Estos son ciertamente una junta de hombres gobernada por su
príncipe la que está unida entre si con pacto de sociedad, distribuyendo el
botín y las conquistas conforme a las leyes y condiciones que mutuamente
establecieron. Esta sociedad, digo, cuando llega a crecer con el concurso de
gentes abandonadas, de modo que tenga ya lugares, funde poblaciones fuertes, y
magnificas, ocupe ciudades y sojuzgue pueblos, toma otro nombre más ilustre
llamándose reino, al cual se le concede ya al descubierto, no la ambición que
ha dejado, sino la libertad, sin miedo de las vigorosas leyes que se le han
añadido; y por eso con mucha gracia y verdad respondió un corsario, siendo
preso, a Alejandro Magno, preguntándole este rey qué le parecía cómo tenía
inquieto y turbado el mar, con arrogante libertad le dijo: y qué te parece a ti
cómo tienes conmovido y turbado todo el mundo? Mas porque yo ejecuto mis
piraterías con un pequeño bajel me llaman ladrón, y a ti, porque las haces con
formidables ejércitos, te llaman rey.
CAPITULO V: De los gladiadores fugitivos, cuyo poder vino a ser semejante a la dignidad real.
Por lo cual dejo de examinar qué
clase de hombres fueron los que juntó Rómulo para la fundación de su nuevo
Estado, resultando en beneficio suyo la nueva creación del Imperio; pues que se
valió de este medio para que con aquella nueva forma de vida, en la que tomaban
parte y participaban de los intereses comunes de la nueva ciudad, dejasen el
temor de las personas que merecían por sus demasías, y este temor los impelía a
cometer crímenes más detestables, y desde entonces viviesen con más sosiego
entre los hombres. Digo que el Imperio romano, siendo ya grande y poderoso con
las muchas naciones que había sujetado, terrible su nombre a las demás, experimentó
terribles vaivenes de la fortuna, y temió con justa razón, viéndose con gran
dificultad para poder escapar de una terrible calamidad, cuando ciertos
gladiadores, bien pocos en número, huyéndose a Campania de la escuela donde se
ejercitaban, juntaron un formidable ejército que, acaudillado por tres famosos
jefes, destruyeron cruelmente gran parte de Italia Dígannos: qué dios ayudó a
los rebeldes para que, de un pequeño latrocinio, llegasen a poseer un reino, que
puso terror a tantas y tan exorbitantes fuerzas de los romanos? Acaso porque
duraron poco tiempo se ha de negar que no les ayudó Dios, como si la vida de
cualquier hombre fuese muy prolongada? Luego, bajo este supuesto, a nadie
favorecen los dioses para que reine, pues todos se mueren presto, ni se debe
tener por beneficio lo que dura poco tiempo en cada hombre, y lo que en todos
se desvanece como humo. Qué les importa a los que en tiempo de Rómulo adoraron
los dioses, y hace, tantos años que murieron, que después de su fallecimiento
haya crecido tanto el Imperio romano, mientras ellos están en los infiernos? Si
buenas o malas, sus causas no interesan al asunto que tratamos, y esto se debe
entender de todos los que por el mismo Imperio (aunque muriendo unos, y
sucediendo en su lugar otros, se extienda y dilate por largos años), en pocos
días y con otra vida lo pasaron presurosa y arrebatadamente, cargados y
oprimidos con el insoportable peso de sus acciones criminales. Y si, con todo, los
beneficios de un breve tiempo se deben atribuir al favor y ayuda de los dioses,
no poco ayudaron a los gladiadores, que rompieron las cadenas de su servidumbre
y cautiverio, huyeron y se pusieron en salvo, juntaron un ejército numeroso y
poderoso, y obedeciendo a los consejos y preceptos de sus caudillos y reyes, causando
terror a la formidable Roma, resistiendo con valor y denuedo a algunos
generales romanos, tomaron y saquearon muchas poblaciones, gozaron de muchas
victorias y de los deleites que quisieron, hicieron todo cuanto les proponía su
apetito, eso mismo hicieron, hasta que finalmente fueron vencidos, y vivieron
reinando con poder y majestad. Pero descendamos a asuntos de mayor momento.
CAPITULO VI: De la codicia del rey Nino, que por extender su dominio fue el primero que movió guerra a sus vecinos.
Justino, que, siguiendo a Trogo
Pompeyo, escribió un compendio, de la Historia griega, o, por mejor decir, universal,
comienza su obra de esta manera: Al principio del mundo el imperio de las naciones
le tuvieron los reyes, quienes eran elevados al alto grado de la majestad, no
por ambición popular, sino por la buena opinión que los hombres tenían de su
conducta. Los pueblos se gobernaban sin leyes, sirviendo de tales los arbitrios
y dictámenes de los reyes, los cuales estaban acostumbrados más a defender que
a dilatar ambiciosamente los términos de su imperio. El reino que cada uno
poseía se incluía dentro de los límites de su patria. Nino, rey de los asirios,
fue el primero que con nueva codicia y deseo de dominar, mudó esta antigua
costumbre conservada de unos a otros desde sus antepasados. Este monarca fue el
primero que movió guerra a sus vecinos, y sujetó, como no sabían aún hacer
resistencia, todas las naciones situadas hasta los confines de Libra; y más
adelante añade: Nino robusteció el poder de su codiciado dominio con un largo
reinado. Habiendo, pues, sujetado a sus comarcanos, como con el acrecentamiento
de las fuerzas militares pasase con más pujanza contra otras naciones, y siendo
la victoria que acababa de conseguir instrumento para la siguiente, sojuzgó las
provincias y naciones de todo el Oriente. Sea lo que fuere el crédito que se
debe dar a Justino o a Trogo (porque otras historias más verdaderas manifiestan
que mintieron en algunos particulares); con todo, consta también entre los
otros escritores que el rey Nino fue el que extendió fuera de los límites
regulares el reino de los asirios, durando por tan largos años, que el Imperio
romano no ha podido igualársele en el tiempo; pues según escriben los cronologistas,
el reino de los asirios, contando desde el primer año en que Nino empezó a
reinar hasta que pasó a los medos, duró mil doscientos cuarenta años El mover
guerra a sus vecinos, pasar después a invadir a otros, afligir y sujetar los
pueblos sin tener para ello causa justa, sólo por ambición de dominar, cómo
debe llamarse sino un grande latrocinio?
CAPITULO VII: Si los dioses han dado o dejado de dar su ayuda a los reinos de la tierra para su esplendor y decadencia.
Si el reino de los asirios fue
tan opulento y permaneció por tantos siglos sin el favor de los dioses, por qué
el de los romanos, que se ha extendido por tan dilatadas regiones y ha durado
tantos años, se ha de atribuir su permanencia a la protección de los dioses de
los romanos, cuando lo mismo pasa en el uno y en el otro? Y si dijesen que la
conservación de aquél debe atribuirse también al auxilio y favor de los dioses,
pregunto: De qué dioses? Si las otras naciones que domó y sujetó Nino no
adoraban entonces otros dioses, o si tenían los asirios dioses propios que
fuesen como artífices más diestros para fundar y conservar Imperios, pregunto: Se
murieron, acaso, cuando ellos perdieron igualmente el Imperio? O por qué no les
recompensaron sus penosos cuidados, o por qué ofreciéndoles mayor recompensa, quisieron
más pasarse a los medos, y de aquí otra vez, convidándolos Ciro y
proponiéndolos tal vez partidos más ventajosos, a los persas? Los cuales, en muchas
y dilatadas tierras de Oriente, después del reino de Alejandro de Macedonia, que
fue grande en las posesiones y brevísimo en su duración, todavía perseveran hasta
ahora en su reino. Y si esto es cierto, o son infieles los dioses que, desamparando
a los suyos, se pasan a los enemigos (cuya traición no ejecutó Camilo, siendo
hombre, cuando habiendo vencido y conquistado para Roma una ciudad, su mayor
émula y enemiga, ella le correspondió ingrata, a la cual, a pesar de este
desagradecimiento, olvidado después de sus agravios y acordándose del amor de
su patria, la volvió a librar segunda vez de la invasión de los galos) o no son
tan fuertes y valerosos cómo es natural sean los dioses, pues pueden ser
vencidos por industria o por humanas fuerzas; o cuando traen en sí guerra no
son los hombres quienes vencen a los dioses, sino que acaso los dioses propios
de una ciudad vencen a los otros. Luego también estos falsos númenes se
enemistan mutuamente, defendiendo cada uno a los de su partido. Luego no debió
Roma adorar más a sus dioses que a los extraños, por quienes eran favorecidos
sus adoradores. Finalmente, como quiera que sea este paso, huida o abandono de
los dioses en las batallas, con todo, aún no se había predicado en aquellos
tiempos y en aquellas tierras el nombre de Jesucristo cuando se perdieron tan poderosos
reinos o pasaron a otras manos su poder y majestad con crueles estragos y
guerras; porque si al cabo de mil doscientos años y los que van hasta que se
arruinó el Imperio de los asirios, predicara ya allí la religión cristiana otro
reino eterno, y prohibiera la sacrílega adoración, de los falsos dioses, qué
otra cosa dijeran los hombres ilusos de aquella nación, sino que el reino que
había existido por tantos años no se pudo perder por otra causa sino por haber
desamparado su religión y abrazado la cristiana? En esta alucinación, que pudo
suceder, mírense éstos como en un espejo y tengan pudor, si acaso conservan
alguno, de quejarse de semejante acaecimientos; aunque la ruina del Imperio
romano más ha sido aflicción que mudanza, la que le acaeció igualmente en otros
tiempos muy anteriores a la promulgación del nombre de Jesucristo y de su ley
evangélica, reponiéndose al fin de aquella aflicción; y por eso no debemos
desconfiar en esta época, porque en esto, quién sabe la voluntad de Dios?
CAPITULO VIII: Qué dioses piensan los romanos que les han acrecentado y conservado su imperio, habiéndoles parecido que apenas se podía encomendar a estos dioses, y cada uno de por si, el amparo de una sola cosa.
Parece muy a propósito veamos
ahora entre la turba de dioses que adoraban los romanos cuáles creen ellos
fueron los que acrecentaron o conservaron aquel Imperio. Por qué en empresa tan
famosa y de tan alta dignidad no se atreven a conceder alguna parte de gloria a
la diosa Cloacina, o la Volupia, llamada así de coluptale, que es el deleite, o
la Libentina, denominada así de libidini, que es el apetito torpe, o al
Vaticano, que preside a los llantos de las criaturas, o la Cunina, que cuida
sus cunas? Y cómo pudiéramos acabar de referir en un solo lugar de este libro
todos los nombres de los dioses o diosas, que apenas caben en abultados
volúmenes, dando a cada dios un oficio propio y peculiar para cada ministerio? No
se contentaron, pues, con encomendar el cuidado del campo a un dios particular,
sino que encargaron la labranza rural a Rusina, las cumbres de los montes al
dios Jugatino, los collados a la diosa Colatina, los valles a Valona. Ni
tampoco pudieron hallar una Segecia, tal que de una vez se encargase y cuidase
de las mieses, sino que las mieses sembradas, en tanto que estaban debajo de la
tierra, quisieron que las tuviese a su cargo la diosa Seya; y cuando habían ya
salido de la tierra y criado caña y espiga, la diosa Segecia; y el grano ya
cogido y encerrado en las trojes para que se guardase seguramente, la diosa
Tutilina; para lo cual no parecía bastante la Segecia, mientras la mies llegaba
desde que comenzaba a verdeguear hasta las secas aristas. Y, con todo eso, no
bastó a los hombres amantes de los dioses este desengaño para evitar que la
miserable alma no se sujetase torpemente a la turba de los demonios, huyendo
los castos abrazos de un solo Dios verdadero. Encomendaron, pues, a Proserpina
los granos que brotan y nacen; al dios Noduto los nudos y articulaciones de las
cañas; a la diosa Volutina los capullos y envoltorios de las espigas, y a la
diosa Patelena, cuando se abren estos capullos para que salga la espiga; a la
diosa Hostilina, cuando las mieses se igualan con nuevas aristas, porque los
antiguos, al igualar, dijeron hostire; a la diosa Flora, cuando las mieses
florecen; a Lacturcia, cuando están en leche; a la diosa Matura, cuando maduran;
a la diosa Runcina, cuándo los arrancan de la tierra; y no lo refiero todo, porque
me ruborizo de lo que ellos no se avergüenzan. Esto he dicho precisamente para
que se entienda que de ningún modo se atreverán a decir que, estos dioses
fundaron, acrecentaron y conservaron el Imperio romano; pues en tal conformidad
daban a cada uno su oficio, pues a ninguno encargaban todos en general. Cuándo
Segecia había de cuidar del Imperio, si no era lícito cuidar a un mismo tiempo
de las mieses y de los árboles? Cuándo había de cuidar de las armas Cunina, si
su poder no se extendía más que a velar sobre las cunas de los niños? Cuándo
Noduto les había de ayudar en la guerra, si su poder ni siquiera se extendía al
cuidado del capullo de la espiga, sino tan sólo a los nudos de la caña? Cada
uno pone en su casa un portero, y porque es hombre, es, sin duda, bastante. Estos
pusieron tres dioses: Fórculo, para las puertas; Cardea, para los quicios; Limentino,
para los umbrales. Acaso era imposible que Fórculo pudiese cuidar juntamente de
las puertas, quicios y umbrales?
CAPITULO IX: Si la grandeza del imperio romano y el haber durado tanto se debe atribuir a Júpiter, a quien sus adoradores tienen por el supremo de los dioses.
Dejada, pues, a un lado por
tiempo breve la turba de estos dioses particulares, es necesario pasemos a
indagar el oficio y cargo de los dioses mayores, con que Roma ha llegado a
creer en tanto grado que ha tenido el dominio sobre tantas naciones crecido
número de siglos. Luego, en efecto, esta gloria se debe a Júpiter Optimo Máximo,
ya que quieren que éste sea el rey de todos los dioses y diosas; lo cual
manifiesta su cetro y la elevada roca Tarpeya en el Capitolio. De este dios
refieren, aunque por un poeta, que se dijo muy bien Jovis omnia plena, que todo
estaba lleno de Júpiter. Este -cree Varrón- es el que adoraban también los que
veneran a un solo dios sin necesidad de imágenes, aunque le llaman con otro
nombre; y si esto es así por qué le trataron tan mal en Roma, así como algunos,
igualmente, entre las de-más naciones, erigiéndole estatuas, lo cual al mismo
Varrón le desconcertó tanto, que con ser contra el uso y depravada costumbre de
una ciudad tan populosa, no dudó en escribir que los que en los pueblos
instituyeron estatuas les quitaron el temor y les añadieron error?
CAPITULO X: Las opiniones que siguieron los que pusieron diferentes dioses en diversas partes del mundo.
Y por qué ponen a su lado también
a su esposa, Juno, y permiten que ésta se llame hermana y esposa? Por qué
motivo por Júpiter entendemos el cielo, y por Juno el aire, siendo así que
estos dos elementos están juntos, el uno más alto y el otro más bajo? Luego no
es aquel dé quien se dijo que todo estaba lleno de Júpiter, si alguna parte la
llena también Juno. Por ventura cada uno de ellos hinche el cielo y el aire, y
ambos están juntamente en estos dos elementos y en cada uno de ellos? Por qué
causa atribuyen el cielo a Júpiter y el aire a Juno? Finalmente, si estos dos
solos fuesen bastantes, para qué el mar le atribuyen a Neptuno, y la tierra a
Plutón? Y porque éstos no estuvieran tampoco sin sus mujeres, les añadieron, a
Neptuno, Salacia, y a Plutón, Proserpina; pues así como Juno, dicen, ocupa la
parte inferior del cielo, esto es, el aire, así Salacia ocupa la parte inferior
del mar, y Proserpina la de la tierra. Buscan solícitos estratagemas para
sostener sus fábulas, y no las hallan; pues si esto fuese así, sus mayores
mejor dijeran que los elementos del mundo eran tres, que no cuatro, para que a
cada elemento le cupiera su casamiento con los dioses; no obstante, es cierto
que afirman ser una cosa el cielo y otra el aire; y el agua, ya sea la de
arriba o la de abajo, seguramente sea agua. Pero supongo que sea diferente; acaso
es tanta la diferencia que la inferior no sea agua? Y la tierra, qué puede ser
otra cosa que tierra, por más diferente que sea, y más cuando con estos tres o
cuatro elementos estará ya perfeccionado todo el mundo corpóreo? Minerva, dónde
estará? Qué lugar ocupará? Cuál llenará? Ya, juntamente con los otros, la
tienen puesta en el Capitolio, aunque no es hija de ambos; y si dicen que
Minerva ocupa la parte superior del cielo, y por esta causa fingen los Poetas
que nació de la cabeza de Júpiter, por qué motivo no tienen a ésta por reina de
los dioses, que es superior a Júpiter? Es por ventura porque es impropio preferir
una hija a su padre'? Y si ésta es la causa, por qué no se hizo esta justicia a
Saturno con el mismo Júpiter? Es por ventura porque fue vencido? Luego pelearon?
De ninguna manera, dicen, sino que esto es cosa de fábulas. Sea así enhorabuena;
no creamos a las fábulas y tengamos mejor concepto de los dioses; mas por que
no le han dado al padre de Júpiter, ya que no lugar más alto, por lo menos uno
igual en honra? Porque Saturno, dicen, es la longitud del tiempo. Luego adoran
al tiempo los que adoran a Saturno, y suficientemente se nos insinúa que el rey
de los dioses, Júpiter, es hijo del tiempo. Qué expresión indigna se profiere
cuando se dice que Júpiter y Juno son hijos del tiempo, si él es el Cielo y
ella la Tierra, supuesto que el Cielo y la Tierra son cosas criadas? Esto
también lo confiesan sus doctos y sabios en sus libros, y no lo tomo de
ficciones poéticas, sino de los libros de los filósofos, donde dijo Virgilio: Entonces
el Cielo, padre todopoderoso, con fecundas lluvias desciende en el regazo de su
festiva esposa; esto es, en el regazo de la Tellus o Tierra, porque también
quieren que haya algunas diferencias, y en la misma tierra una cosa piensan que
es la Tierra, otra Tellus, otra Tellumón, y tienen a todos éstos como dioses, llamándolos
con sus propios nombres y con sus oficios distintos, y reverenciando a cada uno
en particular con sus aras y sacrificios. A la misma Tierra denominan también
madre de los dioses; de modo que viene ya a ser más tolerable lo que fingen los
poetas, si, según los libros de éstos, no los poéticos, sino los que tratan de
su religión, Juno no sólo es hermana y mujer, sino también madre de Júpiter. Esta
misma Tierra quieren que sea Ceres, la misma también, Vesta, aunque, por la mayor
parte afirmen que Vesta no es sino el fuego que pertenece a los hogares, sin
los cuales no puede pasar la ciudad, y que por esto le suelen servir las
vírgenes, porque así como de la virgen no nace cosa alguna, tampoco del fuego, Toda
esta vanidad fue preciso que la desterrase y deshiciese el que nació de la
Virgen; porque quién podría sufrir que tributando tanto honor al fuego y atribuyéndole
tanta castidad, algunas veces no tenga pudor de decir que Vesta es también
Venus, para que en sus siervas sea vana la virginidad tan estimada y honrada? Por
que si Vesta fue Venus, cómo la podría servir legítimamente las vírgenes no
imitando a Venus? Por ventura hay dos Venus, una virgen y otra casada? O, por
mejor decir, hay tres: una, de las vírgenes, la cual se llama también Vesta; otra,
de las casadas, y otra, de las camareras. A ésta también los fenicios ofrecían
sus oblaciones, resultantes de la torpe ganancia que hacían sus hijas con sus
cuerpos antes que las diesen en matrimonio a sus maridos. Cuál de estas
matronas es la de Vulcano? Sin duda que no, es la virgen, porque tiene mando, y
por ningún caso será tampoco la ramera, porque no parece que hacemos agravio al
hijo de Juno, auxiliar de Minerva; luego se infiere que ésta es la que
pertenece a las casadas; pero no queremos que la imiten en lo que ella hizo con
Marte. Otra vez, dicen, volvéis a las fábulas; mas qué razón o qué justicia es
ésta, agraviarse de, nosotros porque hablamos de sus dioses y no agraviarse de
sus propios cuando tan de buena gana se ponen a mirar en los teatros como se
representan semejantes delitos de sus dioses, y, lo que es más increíble, si
constantemente no se probase con la experiencia que estos mismos crímenes
teatrales de sus dioses se instituyeron en honor de su divinidad?
CAPITULO XI: De muchos dioses que los maestros y doctores de los paganos defienden que son un mismo Júpiter.
Por más razones y argumentos filosóficos
que quieran alegar, jamás podrán sostener que Júpiter es ya el alma de este
mundo corpóreo que llena y mueve toda esta máquina, fabricada y compuesta de
los cuatro elementos o de cuantos quisieren añadir; con tal que ceda su parte a
su hermana y hermanos, ya sea el Cielo, de modo que tenga abrazada por encima a
Juno, que es el aire y tiene debajo de sí; ya sea todo el Cielo, juntamente con
el aire, y fertilice con fecundas lluvias y semillas la tierra, como a su mujer,
y a la misma como a su madre; supuesto que tan extraña mezcla de parentescos en
los dioses no se tiene por acción criminal; ya porque no sea necesario
discurrir particularmente por todas sus cualidades si es un solo dios, de quien
creen algunos habló el poeta cuando dijo que Dios se difunde por todas las
tierras, por todos los golfos y senos del mar, y por toda la profunda máquina
del Cielo. Pues bien; el que en el Cielo es Júpiter; en el aire, Juno; en el mar,
Neptuno; en las partes inferiores del mar, Salacia; en la tierra, Plutón; en la
parte inferior de la tierra, Proserpina; en los domésticos hogares, Vesta en
las fraguas de los herreros, Vulcano; en los astros, el Sol, Luna y Estrellas; en
los adivinos, Apolo; en las mercaderías, Mercurio; en Jano, el que comienza; en
Término, el que acaba; en el tiempo, Saturno; Marte y Belona, en las guerras; Uber,
en las viñas; Ceres, en las mieses; Diana, en las selvas; Minerva, en los
ingenios; finalmente, sea Júpiter también la turba de dioses plebeyos; él sea
el que preside, con el nombre de Libero, a la semilla o virtud generativa de
los varones, y con nombre dc Ubera, a la de las mujeres; él sea Diespiter, el
que lleva a feliz término los nacimientos; él sea la diosa Mena, a quien
encargaron los menstruos de las mujeres; él sea Lucina, a quien invocan las que
paren; él sea el que ayuda a los que nacen, recibiéndolos en el regazo de la
tierra, y llámese Opis, el que en los llantos de las criaturas les abra la boca,
y Ilámese dios Vaticano el que las levante de la tierra, y llámese la diosa
Levana; el que tenga cuenta de las cunas, llámese diosa Cunina; no sea otro
sino sea el mismo en aquellas diosas que dicen su suerte a, los que nacen, y se
llaman Carmentes; tenga cargo de los sucesos fortuitos, y llámese Fortuna; ya
representando a la diosa Ruma, dé leche a las criaturas, porque los antiguos al
pecho llamaban ruma; en la diosa Potina, dé de beber bebida; en la diosa Educa,
la comida; del pavor de los niños llámese Pavencia; de la esperanza que viene, Venilla;
del deleite, Volupia; del acto generativo, Agenoria; de los estímulos con que
se mueve el hombre con exceso al acto sexual llámese la diosa Estímula; sea la
diosa Estrenua haciéndole estrenuo y diligente; Numeria, que le enseñe a
numerar y contar; Camena, a cantar; él sea el dios Conso dándole consejos, los
que particularmente no son adorados, cómo no temen, habiendo aplacado a tan pocos,
vivir teniendo airado contra si a todo el Cielo? Y si adoran y tributan culto a
todas las estrellas, porque están contenidas en Júpiter, a quien reverencian, con
este atajo pudieran en él solo venerar a todos, pues así ninguna se enojara, pues
que, en sólo Júpiter se rogaba a todas, y ninguna era despreciada; mas adorando
a unas se daría justa causa a otras de enojarse por ser adoradas las cuales son
muchas más, sin comparación, mayormente cuando estando ellas resplandecientes
desde su elevado asiento, se les prefiera hasta el mismo Príapo desnudo y
torpemente armado.
CAPITULO XII: De la opinión de los que pensaron que Dios era el alma del mundo y que el mundo era el cuerpo de Dios.
Y qué diremos del otro absurdo? Acaso
no es asunto que debe excitar los ingenios expertos, y aun a los que no sean
muy agudos? En este punto no hay necesidad de poseer elevada excelencia de
ingenio para que, dejada la manía de porfiar, pueda cualquiera advertir que, si
Dios es el alma del mundo, y que respecto de esta alma el mundo se considera
como cuerpo, de suerte que sea un animal que conste de alma y cuerpo; Y si este
dios es un seno de la Naturaleza que en sí mismo contiene todas las cosas, de
modo que de su alma, que vivifica toda esta máquina, se extraigan y tomen las
vidas y almas de todos los vivientes, conforme a la suerte de cada uno que nace,
no puede quedar de modo alguno cosa que no sea parte de Dios; y si esto es
verdad, quién no echa de ver la gran irreverencia e inconciencia que se sigue
de que pisando uno cualquier cosa haya de pisar y hollar parte de Dios, y que
matando cualquier animal haya de matar parte de Dios? No quiero referir todas
las reflexiones que pueden ocurrir a los que lo consideraren maduramente, y no
se pueden indicar sin pudor.
CAPITULO XlII: De los que dicen que sólo los animales racionales son parte del que es un solo Dios.
Y si se obstinan en sostener la
errada máxima de que solamente los animales racionales, como son los hombres, son
partes de Dios, no puedo comprender cómo, si todo el mundo es Dios, separan de
sus partes a las bestias. Pero a qué es necesario porfiar? Del mismo animal, esto
es, del hombre, qué mayor extravagancia pudiera creerse si se intentara
defender que azotan parte de Dios cuando azotan a un muchacho? Pues querer
hacer a las partes de Dios lascivas, perversas, impías y totalmente culpables, quién
lo podrá sufrir, sino el que del todo estuviere loco? Finalmente, para qué se
ha de enojar con los que no le adoran, si sus partes son las que no le veneran?
Resta, pues, que digan que todos los dioses tienen sus peculiares vidas, que
cada uno vive de por sí y que, ninguno de ellos es parte de otro, sino que se
deben adorar todos los que pueden ser conocidos y adorados, porque son tantos, que
no todos lo pueden ser, y entre ellos, como Júpiter preside como rey, entiendo
se persuaden que él les fundó y acrecentó el Imperio romano. Y si este prodigio
no le obró esta deidad suprema, cuál será el que creerán pudo emprender obra
tan majestuosa estando ocupados todos los, demás en sus oficios y cargos
propios, sin que nadie se entremeta en el cargo del otro? Luego puede ser que
el rey de los dioses propagase y amplificase el reino de los hombres?
CAPITULO XIV: Que sin razón atribuyen a Júpiter el aumento de los reinos, pues si, como dicen, la victoria es odiosa, ella sola bastará para este negocio.
Pregunto ahora lo primero: por
qué también el mismo reino no es algún dios? Y por qué no lo será así, si la
victoria es dios? O qué, necesidad hay de Júpiter en este asunto si nos
favorece la Victoria, la tenemos propicia y siempre acude en favor de los que
quiere que sean vencedores? Con el socorro y favor de esta diosa, aunque esté
quedo e inmóvil Júpiter, y ocupado en otros negocios, qué naciones no se
sujetaran? Qué reinos no se rindieran? Es acaso porque aborrecen los buenos el
pelear con injusta causa, y provocar con voluntaria guerra por el ansia de
dilatar los términos de su Imperio a los vecinos que están pacíficos y no
agravian ni causan perjuicios a sus comarcanos? Verdaderamente que si así lo
sienten, lo apruebo y alabo.
CAPITULO XV: Si conviene a los buenos querer extender su reino.
Consideren, pues, con atención, no
sea ajeno del proceder de un hombre de bien el gustar de la grandeza de! reino,
porque el ser malos aquellos a quienes se declaró justamente la guerra sirvió para
que creciese el reino, el cual sin duda fuera pequeño y limitado si la quietud
y bondad de los vecinos comarcanos, con alguna injuria, no provocara contra sí
la guerra; pero si permaneciesen con tanta felicidad las cosas humanas, gozando
los hombres con quietud de sus haberes, todos los reinos fueran pequeños en sus
limites, viviendo alegres con la paz y concordia de sus vecinos, y así hubiera
en el mundo muchos reinos de diferentes naciones, así como hay en Roma
infinitas casas compuestas de un número considerable de ciudadanos; y por eso
el suscitar guerras y continuarías, como el dilatar del reino, sojuzgando
gentes y pueblos, a los malos les parece felicidad y a los buenos necesidad; mas
porque sería peor que los malos, procaces e injuriosos, se enseñoreasen de los
buenos y pacíficos, no fuera de propósito, sino muy al caso, se llama también
este trastorno felicidad. Con todo, seguramente, es dicha más apreciable tener
amigo a un buen vecino que sujetar por fuerza al malo belicoso. Perversos
deseos son desear tener odios y temores, para poder tener triunfos. Luego si
sosteniendo juntos guerras, no impías ni injustas, pudieron los romanos
conquistar un Imperio tan dilatado, acaso deben o están obligados a adorar
igualmente como a diosa a la injusticia ajena? Pues observamos que ésta cooperó
mucho para conseguir esta grandeza y posesión vasta del Imperio, en atención a
que ella misma formaba malévolos, para que hubiese con quien sostener justa
guerra, y así acrecentar el Imperio; y por qué motivo no será diosa del mismo
modo la maldad, a lo menos de las otras naciones, si el Pavor, la Palidez y la
Fiebre merecieron ser diosas de los romanos? Así que con estas dos, esto es, con
la maldad ajena y con la diosa Victoria, levantando las causas y ocasiones de
la guerra la maldad, y acabándola con dicho fin la Victoria, creció el Imperio
sin hacer nada Júpiter; porque qué parte pudiera tener aquí Júpiter, supuesto
que los sucesos que pudieran considerarse como beneficios suyos los tienen por dioses,
los llaman dioses y los adoran como dioses, y a éstos llaman e invocan en vez
de sus partes? Aunque pudieran tener aquí alguna parte si él se llamara también
reino, como se llama la otra victoria; y si el reino es don y merced de Júpiter,
por qué no ha de tenerse la victoria por beneficio suyo? Y, sin duda, se
tuviera por tal, si conocieran y adoraran, no a la pedirían en el Capitolio, sino
al verdadero Rey de Reyes y Señor de Señores.
CAPITULO XVI: Cuál fue la causa por que, atribuyendo los romanos a cada cosa y a cada movimiento su dios, pusieron el templo de la Quietud fuera de las puertas de Roma.
Pero me causa grande admiración
el observar que, atribuyendo los romanos su dios respectivo a cada objeto, y a
casi todos los movimientos naturales en particular, llamando diosa Agenoria a
la que los excita a obrar; diosa Estímula a la que los estimulaba con exceso a
obrar desordenadamente; diosa Murcia, a la que con demasía los dejaba mover y
hacía al hombre, como dice Pomponio, murcidum; esto es, demasiado flojo e
inactivo; diosa Estrenía, a la que los hacía diligentes. A todos estos dioses y
diosas les señalaron públicas fiestas; pero a la que llamaban Quietud, porque concedía
quietud y descanso, teniendo su templo fuera de la puerta Colina, no quisieron
recibirla públicamente. Ignoro si fue esta deliberación indicio seguro de su
ánimo inquieto, o si acaso nos quisieron dar a entender que él que adoraba
aquella turba, no de dioses verdaderos, sino de demonios, no podía gozar de
quietud y reposo, a que nos llama y con vida el verdadero médico, diciendo: Aprended
de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras
almas.
CAPITULO XVII: Pregúntase si, teniendo Júpiter el poder supremo, se debió tener por diosa a la Victoria.
Dirán seguramente que Júpiter es
quien envía con los mensajes felices a la diosa Victoria, y que ella, como, obediente
al rey de los dioses, va adonde él se lo manda y allí hace su residencia? Esta particular
prerrogativa se dice con verdad no de aquel Júpiter, a quien según su opinión
suponen rey de los dioses, sino de aquel verdadero rey de los siglos, que envía
no la victoria, que no es sustancia, sino a su ángel, haciendo que venza el que
le ama de corazón, cuyo consejo y altas disposiciones pueden ser ocultas, pero
no injustas;, que si la Victoria es diosa, por qué no es dios también el
Triunfo y se une con la Victoria, como marido, o como hermano, o como hijo? Tales
absurdos idearon los antiguos gentiles, respecto de sus dioses, los cuales si
los poetas lo fingieran y nosotros los reprendiéramos, respondieran que eran
ridículas patrañas de los poetas, y no cualidades que se debían atribuir a los
verdaderos dioses. Con todo, no se reían de sí mismos no digo cuando leían
semejantes desatinos en los poetas, pero ni cuando los adoraban en sus templos;
y en tales circunstancias debieran, pues, suplicar y dirigir sus oraciones a
Júpiter en todas sus necesidades, acudieron a él solo con sus votos y ruegos; porque
si la Victoria es diosa y está subordinada a este rey, no pudiera o no se
atreviera a contradecirle, antes más bien cumplirla exactamente su voluntad.
CAPITULO XVIII: Por qué tuvieron por dioses distintos a la Felicidad y a la Fortuna.
Supuesto que la Felicidad es
también diosa, le fue erigido templo, mereció ara, le dedicaron ceremonias
propias; luego debieran adorar a ésta sola, porque donde ésta se halle, qué
bien no habrá? Pero qué significa que del mismo modo tienen y adoran por diosa
la Fortuna? Es, por ventura, una cosa la felicidad y otra la fortuna? Sin duda,
la fortuna puede ser también mala; pero la felicidad, si fuera mala, no será
felicidad; pues ciertamente todos los dioses varones y hembras no los debemos
tener sino por buenos. Esto lo enseña Platón y lo enseñan otros filósofos y los
más insignes príncipes de los pueblos. Y como la diosa Fortuna a veces es buena
y a veces es mala, acaso cuando es mala no es diosa, sino que de repente se convierte
en espíritu maligno? Cuántas son estas diosas? Sin duda, cuantos son los
hombres afortunados; esto es, de buena fortuna; porque habiendo otros muchos
juntamente, esto es, en una misma época, de mala fortuna, pregunto: si ella
fuera tal, sería juntamente buena y mala; para esto, una, y para los otros, otra?
O la que es diosa, es acaso siempre buena? Luego de esta manera ella es la
felicidad, y si lo es, para qué las ponen diversos nombres? Pero esto, dicen, se
puede sufrir, porque también acostumbramos llamar a una misma cosa con
diferentes nombres. A qué vienen entonces diversos templos, diversas aras y
sacrificios? Dicen que la causa es porque felicidad es la que tienen los buenos
por sus merecimientos; pero la fortuna que se dice buena viene fortuitamente a
los buenos y a los malos, sin tener en cuenta sus méritos, y por eso se, llama
también fortuna. Cómo es buena la que sin juicio ni discreción viene a los
buenos y a los malos? Y para qué la adoran siendo tan ciega y ofreciéndose a
cada paso a cualquier persona, de modo que por la mayor parte desampara a los
que la adoran y se hace de la parte de los que la desprecian? Y si es que
aprovechan o sacan alguna utilidad los que la tributan culto de manera que ella
los atienda y los ame, y tiene en cuenta los méritos y no viene por acaso. Dónde
está, pues, aquella definición de la Fortuna? Y por qué se llamó Fortuna del
caso fortuito? Porque es cierto que no aprovecha el rendirla adoración si es
fortuna; pero si acude a sus devotos, y a los que la reverencian, de modo que
utilizase su influjo, no es fortuna. O es que Júpiter la puede enviar donde
quiera? Entonces adórenle sólo a él; porque no puede resistir a sus mandatos ni
dejar de ir adonde Júpiter quisiere. Pero, en fin, adórenla si quieren los
malos, que no se preocupan de adquirir méritos con que granjear el afecto de la
diosa Felicidad.
CAPITULO XIX: De la Fortuna femenil.
Tanto poder atribuyen a esta
diosa que llaman Fortuna, que la estatua que la dedicaron las matronas y se
llamó Fortuna femenil refieren que habló y dijo, no una vez, sino dos, que legítimamente
la habían dedicado las matronas, de lo cual, dado que sea verdad, no hay por
qué maravillarnos: porque el engañarnos de este modo no es difícil a los
malignos espíritus, cuyas cautelas debieran éstos advertir mucho mejor por este
ejemplar, viendo que, habló una diosa que socorre por acaso y no por méritos, supuesto
que vino a ser la fortuna parlera y la felicidad muda, y con qué objeto, sino para
que los hombres no cuidasen de vivir bien, habiendo ganado para sí la Fortuna
que los puede hace? dichosos sin ningún merecimiento suyo? Si la Fortuna había
de hablar, por lo menos hablara no la mujeril, sino la varonil, a fin de que no
pareciese que las mismas que habían dedicado la estatua habían también fingido
tan gran portento por la locuacidad de las mujeres.
CAPITULO XX: De la virtud y fe, a quienes los paganos honraron con templos y sacrificios, dejándose otras cosas buenas que asimismo debían adorar, si se concedía rectamente a las otras la divinidad.
Hicieron asimismo diosa a la
Verdad, y si en realidad lo fuera, debiera ser preferida a muchas; pero
supuesto que no es diosa, sino un don particular de Dios, pidámosla a Aquel que
solamente la puede dar, y desaparecerá como humo toda la canalla de los dioses
falsos. Mas por qué motivo tuvieron por diosa a la Fe y la dedicaron templo y
altar, a quien el que prudentemente lo reconoce, se convierte a sí mismo en
templo y morada para ella? Y de dónde saben ellos qué cosa sea fe, cuyo primero
y principal deber es que se crea en el verdadero Dios? Y por qué no se
contentaron con sola la Virtud? Por ventura no está allí también la fe, pues
observaron que la virtud se divide en cuatro especies: prudencia, justicia, fortaleza
y templanza? Y cómo cada una de éstas tienen sus especies subalternas, debajo de
la justicia está comprendida la fe, y tiene el primer lugar entre cualquiera de
nosotros que sabe lo que es: Justos ex fide vivit, que el justo vive por la fe;
pero me admiro de estos que tienen ansia por aglomerar dioses. Cómo o por qué
causa, si la Fe es diosa, agraviaron a otras diosas sin hacer caso de ellas a
quienes asimismo pudieran dedicar templos y aras? Por qué no mereció ser diosa
la templanza, habiendo alcanzado con su nombre no pequeña gloria algunos
príncipes romanos? Por qué razón, finalmente, no es diosa la fortaleza, la que favoreció
a Murcio cuando extendió su diestra sobre las llamas; la que favoreció a Murcio
cuando se arrojó por la defensa de su patria en un boquerón abierto en la
tierra; la que motivó pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden
que favoreció a Decio padre y a Decio hijo cuando ofrecieron sus vidas a los
dioses por salvar el ejército? Si es que había en todos estos campeones verdadera
fortaleza, de lo cual ahora no tratamos, por qué la prudencia y sabiduría del
nombre genérico de la misma virtud se reverencian y sobreentienden todas? Luego
por el mismo motivo pudieran venerar a un solo Dios, cuyas partes entienden que
son todos los demás, y así es, que en la virtud sola se contienen igualmente la
Fe y la Pureza, las cuales, sin embargo, merecieron se las erigiese altares en
sus propios templos.
CAPITULO XXI: Que los que no conocían un solo Dios, por lo menos se debieran contentar con la virtud y con la felicidad.
A estas virtudes de que acabamos
de hablar las hizo diosas no la verdad, sino el capricho humano; pues de hecho
son dones del verdadero Dios, no diosas. Con todo, donde está la virtud y la felicidad,
para qué buscan otra causa? Qué le ha de bastar a quien no le es suficiente la
virtud y la felicidad? La virtud comprende en sí todas las acciones loables que
se deben practicar, y la felicidad todas las que se pueden desear; si porque
les concediera éstas adoraban a Júpiter (que, en efecto, si la grandeza y
duración larga del Imperio es algún bien, pertenece en cierto modo a la felicidad),
por qué, pregunto, no entendieron que eran dones de Dios y no diosas? Y si
pensaron que eran divinidades, a lo menos no debieron buscar la demás turba
numerosa de dioses, pues, considerados atentamente los oficios respectivos de
todos ellos, los cuales fingieron como quisieron, según que a cada uno le
pareció, busque si quieren alguna prerrogativa que pueda conceder algún dios al
hombre, mediante la cual se haya virtuoso y consiga la felicidad. Qué razón
había para pedir doctrina a Mercurio o a Minerva, comprendiéndola toda en sí la
virtud? Los antiguos nos definieron la virtud, diciendo que era arte de vivir
bien y rectamente, de la cual se entiende, que tomaron los latinos su
derivación y tradujeron el nombre de arte, y si la virtud no podía recaer sino
en el ingenios, qué necesidad había del dios padre Cacio para que los hiciera
cautos, esto es, agudos, pudiendo desempeñar este ministerio la felicidad? Porque
el nacer uno ingenioso, a la felicidad pertenece; y así, aunque no pudo ser
reverenciada la diosa Felicidad por el que aún no había nacido para que
lisonjeándola en su favor le concediera este don gratuito, con todo, pudo hacer
gracia a sus padres, sus devotos, para que les naciesen los hijos ingeniosos. Qué
necesidad había de que las que estaban de parto invocasen a Lucina, pues si
tenían propicia a la felicidad, no sólo habían de tener feliz parto, sino
también buenos hijos? Qué necesidad había de encomendar a la diosa Opis las
criaturas que nacían; al dios Vaticano las que lloraban; a la diosa Cunina las
que estaban en las cunas; a la diosa Rumina las que mamaban; al dios Estalino
las que se tenían ya en pie; a la diosa Adeona las que llegaban; a la Abeona
las que partían; a la diosa Mente, para que las diera buena muerte y
entendimiento; al dios Volumno y a la diosa Volumna, para que quisiesen cosas
buenas; a los dioses Nupciales, para que las casaran bien; a los dioses
Agrestes, para que los proporcionaran abundantes, Y copiosos frutos, y
principalmente a la misma diosa Fructesea; a Marte y Belona, para que
guerreasen con éxito; a la diosa Victoria, para que venciesen; al dios Honor, para
que fuesen honrados; al dios Esculano y a su hijo Argentino, para que tuviesen
dinero de vellón y plata? Y por eso tuvieron a Esculano por parte de Argentino,
porque primero se principió a usar la moneda de vellón y después la de plata; pero
me admiro que el Argentino no engendrase a Aurino, pues que a poco tiempo
empezó a usarse la de oro; pues si éstos tuvieran por dios a éste, así como
antepusieron a Júpiter Saturno, así también prefieran el Aurino a su padre
Argentino y a su abuelo Esculano. Qué necesidad había por el interés de estos
bienes del cuerpo, o de los del alma, o de los exteriores, de adorar e invocar
tanta multitud de dioses, que ni yo Ios he podido contar todos, ni ellos han
podido proveer ni destinar a todos los bienes humanos, distribuidos menudamente
y a cada uno de por sí, sus imbéciles y particulares dioses, pudiendo con un
atajo importante y fácil conceder todos estos bienes la diosa Felicidad por sí
sola; en cuyo caso, no sólo no buscaran otro alguno para alcanzar los bienes, pero
ni aun para excusar los males? Para qué habían de llamar para aliviar a los
cansados a la diosa Fessonia; para rebatir los enemigos, a la diosa Pelonia; para
cuidar a los enfermos, al médico Apolo o Esculapio, o a ambos juntos, cuando
hubiese mucho peligro? Qué falta les haría implorar el favor del dios Epinense
para que les arrancase las espinas o abrojos del campo, ni a la diosa Rubigo
para que no se les aneblasen las mieses, estando la Felicidad sola presente, con
cuyo auxilio no se ofrecerían males algunos, o fácilmente se evitarían? Finalmente,
puesto que hablamos de estas dos diosas, Virtud y Felicidad, si ésta es premio
de la virtud, no es diosa, sino don de Dios, y si es diosa, por qué no diremos
que también ella da virtud, ya que el con-seguirla es una inestimable felicidad?
CAPITULO XXII: De la ciencia del culto de los dioses, la cual se gloria Varrón haberla el enseñado a los romanos.
Cómo se atreve a vender Varrón
por un beneficio muy apreciable a sus ciudadanos no sólo el darles cuenta de
los dioses a quienes deben venerar los romanos, sino el enseñarlos también lo
que pertenece a cada uno? Así como, dice, no aprovecha que sepan los hombres el
nombre y circunstancias de un médico si no saben que es médico, así, dice, no
aprovecha saber que es dios Esculapio, sin saber asimismo que ayuda a recobrar
la salud, y por esto ignoras lo que debes pedir. Esta misma doctrina enseña con
otra semejante muy a propósito, diciendo que no sólo ninguno puede vivir
acomodadamente, pero que ni absolutamente puede vivir si no sabe quién es el
carpintero, quién el pintor, quién el albañil a quien pueda pedir lo que
necesita de su oficio, de quien pueda ayudarse para que le encamine y le enseñe
lo que hubiere de hacer, y de este mismo modo nadie duda que es útil el
conocimiento de los dioses, si supiere la facultad o poder que cada dios tiene
sobre cada cosa; porque de esta investigación resultarán el que podamos, dice, saber
a qué dios debemos llamar e invocar para cada cosa, y no ejecutaremos lo que
acostumbraban los bufones de las comedias pidiendo el agua a Baco y a las
ninfas el vino. Grande utilidad, por cierto, y quién no se lo agradecería a
este sabio escritor si enseñara la verdad y manifestara con expresiones
sencillas y concluyentes el modo como debían los hombres reverenciar a un solo
Dios verdadero, de quien proceden todos los bienes?
CAPITULO XXIII: De la Felicidad, a quien los romanos, con tener a muchos dioses, en mucho tiempo no adoraron con culto divino, siendo ella sola bastante en lugar de todos.
Pero, volviendo a lo que íbamos
hablando, si sus libros y los puntos tocantes a su religión son verdaderos, y
la Felicidad es diosa, por qué no crearon a ésta sola por divinidad, supuesto
que todo podría concederlo, y sin dificultad hacer a cualquiera dichoso? Quién
hay, por acaso, que desee alcanzar alguna cosa por otro fin que por ser feliz y
dichoso? Por qué, finalmente, después de tantos príncipes romanos, vino Lúculo
a dedicar templo, tan tarde, a una diosa tan célebre y poderosa? Por qué razón
el mismo Rómulo, ya que deseaba fundar una ciudad feliz, no edificó, antes que
a otro, a ésta un templo? Y para qué suplicó gracia alguna a los demás dioses, pues
nada le faltaría si tuviese sólo a ésta propicia? Porque ni él fuera en sus
principios rey ni, según ellos lo predican, después dios, si no hubiera tenido
a está diosa por su favorita. Para qué dio Rómulo por dioses a Jano, Júpiter, Marte,
Pico, Fauno, Tiberino, Hércules, si hay otros? Para qué Tito Tacio les añadió a
Saturno, Opis, el Sol, la Luna, Vulcano, la Luz y los demás que aumentó, entre
los cuales puso a la diosa Cloacina, si para nada valen dejándose a la
Felicidad? Para qué añadió Numa tantos dioses y tantas diosas si no hizo caso
de ésta? Es, por ventura, porque entre tanta turba no la vio? El rey Hostilio
tampoco hubiera introducido nuevamente por dioses para tenerlos propicios al
pavor y a la palidez si se conociera y adorara a esta diosa, porque en
presencia de la Felicidad todo pavor y palidez se ausentaron, no por, haberlos
aplacado, sino que, contra su voluntad, se marcharan. Y asimismo, qué diremos
fue el motivo de que, no obstante haberse extendido por diferentes provincias
la dominación romana, sin embargo, todavía ninguno adoraba a la Felicidad? Diremos,
acaso, que por esto fue el Imperio más grande y feliz? Mas cómo podría haber
verdadera felicidad donde no había verdadera piedad y religión?, puesto que la
piedad es el culto del verdadero Dios, y no el culto de los dioses falsos, que
son tan dioses como demonios; con todo, aun después de haber recibido ya en el
número sus falsos dioses a la Felicidad, sobrevino poco después aquella
terrible infelicidad causada de las guerras civiles. Diremos, acaso, que el
motivo de esta catástrofe dimanó de haberse enojado con justa causa la Felicidad
por haberla convidado tan tarde y por no honrarla, sino para afrentarla, con
especialidad viendo que juntamente con ella tributaban rendidos cultos a Príapo
y a Cloacina, al Pavor y a la Palidez, a la Fiebre y a los demás, no dioses que
se debían adorar, sino vicios de los que adoraban? Finalmente, si les pareció
conveniente venerar a una tan célebre diosa en compañía de una turba tan infame,
por qué siquiera no la adoraban y reverenciaban con más solemnidad que a los
otros? Quién ha de sufrir que no colocasen a la Felicidad ni aun entre los
dioses Cosentes, que dicen asisten al consejo de Júpiter, ni entre los dioses
que llaman Sabetos, dedicándola algún templo que, por la excelencia del lugar y
la majestad del edificio, fuera preeminente? Y por qué no debía ser más
suntuoso que el del mismo Júpiter? Pues quién dio el reino a Júpiter, sino la
Felicidad? Si, pero fue feliz cuando reinó, y mejor es, sin duda, la felicidad
que el reino, porque es infalible que fácilmente hallaréis quien rehúse ser rey,
pero no hallaréis ninguno que no quiera ser feliz; luego si consultaran a los
mismos dioses, por vía de prestigio o agüeros, o de cualquier otro modo que
éstos entienden que pueden ser consultados, si, por ventura, querían ceder su
lugar a la Felicidad, aun en el caso que el paraje donde hubiese de erigirse a
la Felicidad su mayor y más suntuoso templo estuviese ocupado con algunos
templos y altares de otros dioses, hasta el mismo Júpiter cediera el suyo a la
Felicidad y señalara la misma cumbre del monte Capitolino, lo que ninguno
contradijera si no opusiera a la Felicidad, sino lo que es imposible, el que, quisiese
ser infeliz. Es evidente que si se lo preguntaran a Júpiter, no practicara, lo
que hicieron con él los dioses Marte, Término y Juventas, que no quisieron de
modo alguno cederle su lugar, no obstante ser el mayor y su rey; pues, según
refieren sus historias, queriendo el rey Tarquino fabricar el Capitolio y
observando que el paraje que le parecía más digno y acomodado, le tenían ya
ocupado algunos dioses extraños, no atreviéndose a deliberar cosa alguna contra
la voluntad de éstos, y creyendo que de su voluntad, gustosamente, cederían el
lugar a un dios tan grande y que era su príncipe, tomando su agüero procuró
saber por el oráculo si querían conceder el lugar a Júpiter, y todos
convinieron en desocuparle a excepción de los referidos Marte, Término y
Juventas; por esta causa se dispuso la fábrica del Capitolio de tal modo, que
quedaron igualmente dentro de él estos tres tan desconocidos y con señales tan
oscuras, que apenas lo sabían hombres doctísimos; así que en ninguna manera
despreciara Júpiter a la Felicidad, como a él le despreciaron Marte, Término y
Juventas; y aun estos mismos que no cedieron a Júpiter, sin duda que cedieran
su lugar a la Felicidad que les dio por rey a Júpiter, o si no se le dejaran no
lo hicieran por menosprecio, sino porque quisieran más ser desconocidos en casa
de la Felicidad que ser sin ella ilustres en sus propios lugares. Y así, colocada
la Felicidad en un lugar tan alto y eminente, supieran todos los ciudadanos
adónde habían de acudir en busca de ayuda y favor para el cumplimiento de todos
sus buenos deseos. Conducidos de la misma Naturaleza, sin hacer caso de la
muchedumbre superflua de los demás dioses, adoraran a sola la Felicidad; a ella
sólo fueran las rogativas, sólo su templo frecuentaran los ciudadanos que
quisiesen ser felices, y no habría uno solo que no lo quisiera hacer. Ella
misma fuera a la que los hombres dirigieran sus plegarias, ella sola a la que
implorasen y rogasen entre todos los dioses, y aun estos mismos; porque quién
hay que quiera alcanzar alguna gracia de un dios, sino la felicidad, o lo que
piensa que importa para la felicidad? Por tanto, si la Felicidad tiene en su
mano el comunicarse a la persona que quisiere (y tiénelo, sin duda, si es diosa,
qué ignorancia tan crasa es pedirla a otro dios, pudiéndola alcanzar de ella
propia? Luego debieran estimar a esta diosa sobre todos los dioses, honrándola
también con darla el mejor lugar; porque, según se lee en sus historias, los
antiguos romanos tributaron adoraciones a no sé qué Sunmiano, a quien atribuían
el descenso de los rayos que calan de noche, aunque con más religiosidad que a
Júpiter, a quien pertenecía la dirección de los rayos que caían de día; pero
después que edificaron a Júpiter aquel templo más magnífico y suntuoso por su
excelencia y majestad, acudió a él tal multitud de gentes, que apenas se halla
ya quien se acuerde siquiera de haber leído el nombre de Sunmiano, el cual no
se oye ya en boca de alguno. Y si la Felicidad no es diosa, como es cierto, porque
es don de Dios, búsquese a aquel Dios que nos la pueda dar, y dejen la multitud
prejuiciosa de los falsos dioses, la cual sigue la ilusa turba de los hombres
ignorantes, haciendo sus dioses a los dones de Dios, ofendiendo con la
obstinación de su arrogante y pervertida voluntad al mismo de quien es peculiar
la distribución de estos dones; porque no le puede faltar infelicidad al que
reverencia a la felicidad como diosa y deja a Dios, dador y dispensador de la
verdadera felicidad; así como no puede carecer de hambre el que lame pan
pintado y no lo pide al que lo tiene verdadero y puede darlo.
CAPITULO XXIV: Cómo defienden los paganos el adorar por dioses a los mismos dones de Dios.
Pero quiero que veamos y
consideremos sus razones: Tan necios, dicen, hemos de creer que fueron nuestros
antepasados, que no entendieron que estas cosas eran dones y beneficios
di-vinos y no dioses? Sino que, como sabían que semejantes gracias nadie las
conseguía si no es concediéndolas algún dios a los dioses, cuyos nombres
ignoraban, les ponían el nombre de los objetos y cosas que veían que ellos
daban, sacando de allí algunos nombres. Como de bello dijeron Belona, y no
bellum; de las cunas, Cunina, y no cuna; de las segetes o mieses, Segecia, y no
seges; de las pomas o manzanas Pomona, y no pomo; de los bueyes Bubona, y no
buey, o también, sin alterar ni la palabra, sino denominándolas con sus propios
nombres, como Pecunia se dijo de la diosa que da el dinero, sin tener de ningún
modo por dios a la misma pecunia; así se llamó Virtud la que concede la virtud;
Honor, el que da la honra; Concordia, la que da concordia; Victoria, la que da victoria;
y por eso dicen que cuando llaman diosa a la Felicidad no se atiende a la que
se da, sino al dios que la da. Con esta razón que nos han suministrado, con
mayor facilidad persuadiremos a los que no fueren de ánimos demasiado
obstinados.
CAPITULO XXV: Que se debe adorar a un solo Dios, cuyo nombre, aunque no se sepa, con todo, se ve que es dador de la felicidad.
Pero si ya echó de ver la humana
flaqueza que la felicidad no la podía conceder sino algún dios, sintiendo esto
mismo los hombres que adoraban tanta multitud de dioses, y entre ellos al mismo
Júpiter, rey de los dioses, porque ignoraban el nombre del que concedía la
felicidad, por eso quisieron llamarle con el nombre peculiar de la gracia que
entendían que daba; luego suficientemente nos dan a entender que ni aun el
mismo Júpiter, a quien ya adoraban, les podía dar la felicidad, sino aquel a
quien con el nombre de la misma felicidad les parecía que se debía adorar; y
apruebo, ciertamente, lo que ellos creyeron, que daba la felicidad un dios a
quien no conocían; luego busquen a éste, adórenle; éste basta. Repudien el
orgullo y tráfico de innumerables demonios; no baste este dios a quien no le
basta su don; a aquél, digo, no le baste, para que adore y reverencie al Dios
dador de felicidad, a quien no le basta ni satisface la misma felicidad; pero
al que le es suficiente sirva a un solo Dios dador de la felicidad. No es éste
el que ellos llaman Júpiter, porque si le reconocieran a éste por dispensador
de la felicidad, sin duda que no buscaran otro u otra del nombre de la misma
felicidad que les concediera esta particular gracia, ni fueran de parecer que
debían adorar al mismo Júpiter por sus muchas maldades.
CAPITULO XXVI: De los fuegos escénicos que pidieron los dioses a los que los adoraban.
Pero crímenes tan obscenos los
finge Homero -dice Tulio-, así como las acciones humanas que transfirió, a los
dioses, y yo quisiera más que trasladara las divinas a nosotros. Con razón desagradó
a tan eximio orador y filósofo la relación del poeta, porque en ella no hizo
más que suponer, falsamente, culpas y crímenes de los dioses; mas por qué causa
celebra los juegos escénicos, donde estos delitos se cantan y representan en
honor de los dioses, y los más doctos entre ellos los colocan entre los ritos
tocantes al culto divino? Aquí pudiera clamar Cicerón no contra las ficciones
de los poetas, sino contra las costumbres de sus mayores. Pero, acaso, no
debían exclamar también ellos en su defensa, diciendo en qué hemos pecado
nosotros? Los mismos dioses nos pidieron que hiciéramos estos juegos en honra
suya; rigurosamente nos lo mandaron, y nos amenazaron con terribles calamidades
si no los ejecutábamos, y porque por accidentes extraordinarios omitimos alguna
particularidad de ellos, o los suspendimos algún tiempo, nos castigaron
severamente, y porque practicamos lo que dejamos de hacer por breves instantes,
se mostraron contentos y apiadados. Entre sus virtudes y hechos maravillosos se
refiere el siguiente: Dijéronle en sueños a Tiro Latino, labrador romano, padre
de familia, fuese y avisase al Senado que volviesen a celebrar de nuevo los
juegos romanos. El primer día en que debían hacerlos sacaron al suplicio a un
malhechor en presencia del pueblo romano, y como pretendían realmente los dioses
lograr un completo júbilo y regocijo en los juegos, les ofendió la triste y
rigurosa justicia pública; y como el que había sido advertido en sueños no se
atrevió al día siguiente a ejecutar lo que le mandaron, la segunda noche le
volvieron a prevenir lo mismo con más rigor, y perdió la vida su hijo mayor, porque
no lo practicó; la tercera noche le dijeron que le amenazaba aún mayor castigo
si no ejecutaba la orden; y no atreviéndose, a pesar de la cruel amenaza, cayó
enfermo con un mal terrible y maligno; entonces, por consejo de sus amigos, dio,
al fin, cuenta a los senadores, haciéndose conducir en una litera al Senado; y
luego que declaró su misterioso sueño, recobró inmediatamente la salud, volviéndose
a pie, sano y bueno, a su casa. Atónito el Senado con tan estupendo portento, mandó,
que se volviesen a celebrar los juegos, gastando en ellos cuatro veces mayor
cantidad de la acostumbrada. Qué hombre juicioso y sensato habrá que no
advierta cómo los hombres sujetos a los infernales espíritus (de cuyo poderío
no los puede librar otro que la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro) fueron
forzados a hacer en honor de estos dioses acciones que con justa razón se
podían tener por torpes? Porque en los juegos escénicos es notorio se celebran
las culpas y ficciones poéticas de los dioses, los cuales se renovaron por
orden del Senado, habiéndole apremiado a ello los dioses. En tales fiestas, los
obscenos y deshonestos farsantes cantaban, representaban y aplacaban a Júpiter
de un modo extraordinario, manifestando claramente cómo era un profanador y
corruptor de la honestidad. Si los sucesos reiterados en el teatro eran
fingidos, enojárase en hora buena; pero si se holgaba y lisonjeaba de sus
crímenes supuestos, cómo había de ser reverenciado si no sirviendo al demonio? Es
posible que había de fundar, dilatar y conservar el Imperio romano este hombre,
el más abatido e infame, que cualquier romano a quien no agradaran ciertamente
semejantes torpezas? Y había de dar la felicidad el que tan infelizmente se
hacía venerar y si así no le reverenciaban, se enojaba en extremo?
CAPITULO XXVII: De tres géneros de dioses de que habló el pontífice Escévola.
Refieren las historias que el
doctísimo pontífice Escévola trató de tres géneros de dioses, de los cuales, el
uno introdujeron los poetas, otro los filósofos y el tercero algunos príncipes
de la ciudad. El primero dice que es una patraña, porque suponen muchas
operaciones indignas del carácter de los dioses. El segundo, que no conviene a
las ciudades, porque tiene algunas cosas superfluas, y otras también que nos
conviene las sepa el pueblo: lo superfluo no es ahora tan digno de tenerse en
cuenta, pues aun entre los doctos se suele decir que lo superfluo no daña; pero
cuáles son aquellas particularidades que, publicadas, dañan al vulgo? El saber
que Hércules, Esculapio, Cástor y Pólux no son dioses, pues escriben los doctos
que fueron hombres, y que murieron como hombres; y qué más?, que de los que son
realmente dioses no tienen las ciudades verdaderas imágenes, porque el que es
verdadero Dios no tiene sexo, ni edad, ni ciertos y determinados miembros del
cuerpo. Esto no quiere el pontífice que lo sepa el pueblo, porque no las tiene
por falsas; luego opinó es bueno que sean engañadas las ciudades en materia de
religión. Lo cual no duda afirmar el mismo Varrón en los libros de las cosas
divinas. Graciosa religión para que acuda a ella el enfermo en busca de su
remedio, e indagando él la verdad para librarse, creamos que le está bien el
engañarse en las mismas historias! No se omite tampoco la razón por qué
Escévola no admite el género poético de los dioses, y es porque de tal manera
afean y desfiguran a los dioses, que ni siquiera se pueden comparar a los
hombres de bien, haciendo al uno ladrón y al otro adúltero. Y del mismo modo
hacen que digan o hagan algunas cosas fuera de su orden natural, torpe y neciamente,
publicando que tres diosas compitieron entre sí sobre quién llevaría el premio
de la hermosura, y que las dos, por haber sido vencidas por Venus, destruyeron
a Troya; que las diosas se casan con los hombres; que Saturno se comía a sus
hijos; en fin, que no se puede fingir engaño alguno sobre horrendos monstruos o
vicios que no se halle allí; todo lo cual es muy ajeno a la naturaleza de los
dioses. Oh Escévola, pontífice máximo! Destierra los juegos, si puedes; manda
al pueblo que no haga tales honores a los dioses inmortales, con los que se
deleite en admirarse de las culpas y delitos de los dioses, y se le antoja de
imitar lo que es posible y fácil, y si te respondiere el pueblo: Vosotros, pontífices,
nos enseñásteis esta doctrina, acude y ruega a los mismos dioses, por cuya
sugestión lo mandaste, que ordene no se ejecuten semejantes fiestas por ellos; las
cuales, si son malas, por la misma razón en ninguna conformidad es justo que se
crean de la majestad de los dioses; pues mayor injuria es la que se hace a
éstos suponiendo libremente y sin temor semejantes abominaciones de ellos, pero
no te oirán, son demonios, enseñan máximas perversas, gustan de torpezas, no
sólo no las tienen por injuria cuando fingen de ellos estas liviandades, sino
que no pueden sufrir de modo alguno la contumelia que reciben cuando estas
torpezas no se representan en sus solemnidades. Ya, pues, si de estos juegos os
quejaseis a Júpiter, especialmente por razón de que en ellos se representa la
mayor parte de sus culpas y horrendos crímenes, acaso, aunque tengáis y
confeséis a Júpiter por persona que rige y gobierna todo este mundo, por el
mismo hecho de meterle vosotros entre la turba de los otros y adorarle
juntamente con ellos y decir que es su reino, le hacéis una notable injuria.
CAPITULO XXVIII: Si para alcanzar y dilatar el Imperio les aprovechó a los romanos el culto de sus dioses.
Luego de ningún modo semejantes
dioses como éstos que se aplacan; o, por mejor decir, se infaman con tales
honores, que es mayor culpa el gastar de ellos siendo falsos que si se dijeran
de ellos con verdad; de ningún modo, digo, estos dioses pudieron acrecentar y
conservar el Imperio romano; porque si pudieran hacerlo, dispensaran antes esta
gracia tan particular a los griegos, quienes en iguales solemnidades divinas, esto
es, en los juegos escénicos, los honraron con mucho más respeto y más
dignamente, supuesto que ni aun a si propios se eximieron de la mordaz crítica
de los poetas con que veían afrentar a los dioses, concediéndoles permiso para
que trataren mal a quien se les antojase, y a los mismos actores no los
tuvieron por personas abominables ni infames, antes los estimaron por
beneméritos dignos de grandes honras y dignidades. Con todo, así como los
romanos, pudieron tener la moneda de oro, aunque no veneraran al dios Aurino, y
así como pudieron tener la de plata y la de bronce, aunque no tuvieran a
Argentino ni a su padre, Esculano, y de este modo todo lo demás cuya narración
fastidia, así también, aunque por ningún titulo pudieran tener el Imperio
contra la voluntad del verdadero Dios, sin embargo, aun cuando ignoraran o
vilipendiaran a estos dioses falsos, conocieran o veneraran a Aquel uno y solo
con fe sincera y buenas costumbres, y no sólo gozaran en la tierra de un reino
mucho más apreciable, cualquiera que fuese, grande o pequeño, sino que después
de éste alcanzaran el eterno, ya le tuvieran aquí o no le tuvieran.
CAPITULO XXIX: De la falsedad del agüero que pareció haber pronosticado la fortaleza y estabilidad del imperio romano.
Y qué fue lo que dicen haber sido
un maravilloso agüero? Digo lo que referí poco antes: que Marte, Término y
Juventas no quisieron ceder su lugar a Júpiter, rey de los dioses, porque con
esto, dicen, pronosticaron que la nación Marcial, esto es, los romanos, a nadie
habían de ceder el lugar que ocupasen; que ninguno había de mudar los términos
y límites romanos por respeto al dios Término, y que la juventud romana, por la
diosa Juventas, a nadie había de ceder en valor y constancia. Advertían, pues, el
aprecio en que tenían al rey de sus dioses y dador de su reino, supuesto que le
oponían tales agüeros, teniendo por presagio muy favorable el que no se le
hubiera cedido el lugar preeminente; aunque si esto es cierto, nada tienen que
temer, ya que no han de confesar ingenuamente que sus dioses, que no quisieron
ceder a Júpiter, cedieron por necesidad a Cristo, puesto que sin detrimento ni
menoscabo de los límites del Imperio pudieron ceder al Salvador los lugares en
donde residían, y, principalmente, los corazones de los fieles. No obstante, antes
que Cristo viniese, al mundo en carne mortal; antes, en fin, que se escribiesen
estos sucesos que referimos y citamos de sus libros, y después que en tiempo de
Tarquino tuvieron aquel agüero, fue derrotado en distintas ocasiones el
ejército romano; esto es, le hicieron huir, y demostró ser falso el agüero que
aquella juventud no había cedido a Júpiter; la gente marcial, vencida por los
galos, fue atropellada y degollada dentro de la misma Roma y los límites del
Imperio, pasándose muchas ciudades al partido de Aníbal, se encogieron y
estrecharon grandemente. Así salieron vanos sus admirables agüeros, y quedó
contra Júpiter la contumacia, no de los dioses, sino de los demonios, porque
una cosa es no haber cedido, y otra el haber vuelto al lugar desde donde habían
cedido, aunque también después. en las provincias del Oriente se mudaron los
límites del Imperio romano, queriéndolo así el emperador Adriano. Este concedió
graciosamente al Imperio de los persas tres hermosas provincias: Armenia, Mesopotamia.
y Asiria, de suerte que el dios Término, que, según éstos, defendía los límites
romanos, y que por aquel admirable agüero no cedió su lugar a Júpiter, parece
que temió más a Adriano, rey de los hombres, que al rey de los dioses; y
habiéndose recobrado en esta época estas provincias, casi en nuestros tiempos
retrocedieron nuevamente los límites, cuando el emperador Juliano, dado a los
oráculos de aquellos dioses, con demasiado atrevimiento mandó quemar las naves
en que se llevaban los bastimentos, con cuya falta el ejército, habiendo muerto
luego el emperador de una herida que le dieron los enemigos, vino a padecer tanta
necesidad, que fuera imposible escapar nadie, viéndose acometidos por todas
partes, y los soldados, turbados con la muerte de su general, si por medio de
la paz no se pusieran los límites del Imperio donde hoy perseveran, aunque no
con tanto menoscabo como los concedió Adriano; pero fijos, en efecto, por medio
de un tratado amistoso. Luego, con vano agüero, el dios Término no cedió a
Júpiter, pues cedió a la voluntad de Adriano; cedió a la temeridad de Juliano y
a la necesidad de Joviano. Bien advirtieron estos lances los romanos más
inteligentes y graves; pero eran poco poderosos para rebatir las inveteradas y
corrompidas costumbres de una ciudad que estaba ligada con los ritos y
ceremonias de los demonios, y ellos, aunque entendían que todo aquello era vanidad,
eran de opinión que se debía tributar el culto divino que se debe a Dios, a la
Naturaleza criada, que está sujeta a la, providencia e imperio de un solo Dios
verdadero; sirviendo, como dice el Apóstol, antes a la criatura que, al Criador,
que es bendito para siempre. El auxilio de este Dios verdadero era necesario
para que nos enviara varones santos y verdaderamente píos que murieran por la
verdadera religión, a fin de que se desterrara de entre los que viven y siguen
la falsa.
CAPITULO XXX: Qué opinan los gentiles de los dioses que adoran.
Cicerón, siendo miembro del
Colegio de Augures o Adivinos, se burla de los agüeros y reprende a los que
disponen el método y régimen de su vida por las voces del cuervo y de la
corneja. Pero éste académico, que sostiene que todas las cosas son inciertas, no
merece crédito ni autoridad alguna en está materia. En sus libros, y en el
segundo, De la naturaleza de los dioses, disputa en persona de Quinto Lucio
Balbo, y aunque admite tas supersticiones que se derivan de la naturaleza de
las cosas, como las físicas y filosóficas, con todo, reprueba la institución de
los simulacros o ídolos y las opiniones falsas, diciendo de este modo: Veis
cómo de las cosas físicas que descubrieron y hallaron los hombres con utilidad
y provecho de la humana sociedad tomaron ocasión para fingir e inventar dioses
fabulosos? Lo cual fue motivo de formarse muchas opiniones falsas, de errores
turbulentos y de supersticiones casi propias de viejas; porque conocemos la
fisonomía de los dioses, su edad, vestido y ornato, y asimismo el sexo, los
casamientos, parentescos y todo ello reducido al modo y talle de nuestra humana
flaqueza, pues nos lo introducen con ánimos perturbados; conocemos, asimismo, los
apetitos de los dioses, sus melancolías. y enojos, ni estuvieron exentos de
disensiones y guerras, no sólo, como vemos en Homero, cuando los dioses, unos
favoreciendo una facción y otros la otra, ayudaban a dos ejércitos contrarios, sino
también cuando sostuvieron sus propias guerras, como las que tuvieron con los
titanes o gigantes. Estas particularidades no sólo se dicen, sino que se creen
muy neciamente, y en realidad no son más que sofismas llenos de vanidad y de
suma liviandad. Y ved aquí, entretanto, palpable lo que confiesan los que
defienden a los dioses de los gentiles; pues cuando añade después que esta
doctrina pertenece a la superstición, y aun a la religión que él parece enseña,
según los estoicos, porque no sólo los filósofos, dicen, sino también nuestros
antepasados, distinguieron la superstición de la religión, en atención a que
todo el día rezaban y sacrificaban para que les sobreviviesen sus hijos
supérstites, por lo cual los llamamos supersticiosos. Quién no advierte que
Cicerón procura aquí, por temor de no contravenir al uso y costumbre de su
ciudad, alabar la religión de sus mayores, y queriéndola distinguir de la
superstición no halla medio para poderlo hacer? Porque silos progenitores
llamaron supersticiosos a los que todo el día rezaban y sacrificaban, acaso no
los denominaron así los que idearon, no sin reprenderlo aquél, las estatuas de
los dioses, de diferente edad, vestido, sexo, sus casamientos y parentescos? Estas
preocupaciones, sin duda, cuando se reprenden como supersticiosas, la misma
culpa comprende a los antepasados, que establecieron y adoraron semejantes
estatuas, que a él mismo, que por más que procurar con el sacrificio de su elocuencia
desenvolverse y librarse de ella, con todo, le era necesario tributarles culto,
por no exponerse a los rigores de un pueblo iluso; ni tampoco lo que dice aquí
Cicerón y defiende con tanta energía se atreviera a mentarlo, perorando delante
del pueblo. Demos, pues, los cristianos gracias a Dios nuestro Señor, no al
cielo ni a la tierra, como éste enseña, sino al que hizo el cielo y la tierra, de
que estas supersticiones, que este Balbo como balbuciente apenas reprende, las
derribó por la elevada humildad de Cristo, por la predicación de los Apóstoles,
por la fe de los mártires, que mueren por la verdad y viven con ella, las
derribó, digo, y desterró no sólo de los corazones religiosos, sino de los
templos supersticiosos, con libre servidumbre de los suyos.
CAPITULO XXXI: De las opiniones de Varrón, que, aunque reprueba la persuasión que tenía el pueblo, y no llega a alcanzar la noticia del verdadero Dios, con todo, es de parecer que se debía adorar un solo Dios.
Pues qué, el mismo Varrón (de
quien nos pesa que haya colocado entre los asuntos de la religión los juegos
escénicos, aunque esto no fuese de su dictamen, pues en muchos lugares, como religioso,
exhorta al culto de los dioses), acaso no confiesa que no sigue por parecer
propio las cosas que refiere instituyó la ciudad de Roma acerca de este punto, de
modo que no duda decir que, si él fundara de nuevo aquella ciudad, dedicara los
dioses y los nombres de éstos según la fábula de su naturaleza? Pero dice que
le precisa seguir como estaba recibida por los antiguos en el pueblo viejo, la
historia de sus nombres y sobrenombres, así como elles nos la dejaron, y
escribir y examinarlos atentamente, llevando la mira y procurando que el vulgo
se incline antes a reverenciarlos que a menospreciarlos; con las cuales
palabras este hombre indiscreto, bastantemente nos da a entender que no declara
todo lo que él solo despreciaba, sino lo que parecía que había de vilipendiar
el mismo vulgo, si no lo pasase en silencio. Pareciera esto, hablando de las
religiones, no dijera claramente que muchas cosas hay verdaderas que no sólo no
es útil que las sepa el vulgo, sino también, dado que sean falsas, es
conveniente que el pueblo lo entienda de otra manera; y por esto los griegos
ocultaron con silencio y entre paredes sus mayores secretos y misterios. Aquí
realmente nos descubrió toda la traza de los presumidos de sabios, por quienes
se gobiernan las ciudades y los pueblos, aunque de estas seducciones y estos
maravillosos gustan los malignos demonios pues igualmente están en posesión de
los seductores y de los seducidos, y de su posesión y dominio no hay quien los
pueda librar, sino, es la gracia de Dios por Jesucristo Señor nuestro. Dice
también el mismo sabio y discreto autor que es Dios los que creyeron era un
espíritu, que con movimiento y discurso gobierna: el mundo; con cuyo sentir, aunque
no alcanzó un conocimiento exacto y genuino de la verdad (porque el Dios
verdadero no es precisamente el alma del mundo, sino más bien el Criador y
Hacedor de este espíritu), con todo, si pudiera eximirse de las opiniones que
estaban ya tan recibidas por la costumbre, confesara y persuadiera eficazmente
que se debía adorar a un solo Dios, que con movimiento y razón el Universo; de
modo que sobre este punto sólo quedara con la indecisa la cuestión y duda en
cuanto que es espíritu, y no como debiera decir, Criador del alma. Dice
asimismo que los antiguos romanos, por más de ciento setenta años, adoraron y veneraron
a los dioses sin estatuas; y si esto, añade, perseverara todavía, con más
castidad y santidad se reverenciaran los dioses, Y en apoyo de su parecer cita,
entre otros, por testigo la nación de los judíos, no dudando de concluir su
discurso diciendo: Que los primeros que introdujeron en el pueblo las estatuas
de los dioses quitaron el miedo a los ciudadanos y los indujeron a nuevos
errores; advirtiendo, como prudente, que fácilmente podía despreciar a los
dioses por la imperfección de sus imágenes; al decir no sólo que enseñaron
errores, sino que les indujeron, quiere dar a entender ciertamente que también
sin las estatuas, había ya errores. Por eso, cuando dice que sólo acertaron a
indicar lo que era Dios los que se persuadieron era el alma que gobernaba el
mundo, y es de parecer que más casta y santamente se guarda la religión sin
estatuas, quién no advierte cuánto se aproximó al conocimiento de la verdad? Porque
si se atreviera a oponerse a un error tan antiguo, sin duda que diría: lo uno
que había un solo Dios, por cuya providencia creía que se gobernaba el mundo! y
lo otro que éste debía adorarse sin representación sensible Y así, hallándose
tan cercano a las primeras nociones de la verdadera religión, acaso cayera
fácilmente en la cuenta, opinando que el alma era mudable, para de este modo
poder entender que Dios verdadero era una naturaleza inmutable que había criado
asimismo a la misma alma. Y siendo esto cierto, todas las vanidades ilusorias
de muchos dioses, de que semejantes autores han hecho mención en sus libros, más
han sido obligados por ocultos juicios de Dios a confesarías como son que
procurando persuadirlas. Cuando citamos algunos testimonios de éstos, los
alegamos para convencer a esos que no quieren advertir de cuán terrible y
maligna potestad de los espíritus infernales nos libra el incruento sacrificio
de la sangre santísima que por nosotros se derramó y el don y gracia del
espíritu que por él se nos comunica.
CAPITULO XXXII: Con qué pretexto quisieron los príncipes gentiles que perseverasen entre sus vasallos las falsas religiones.
Dice también que por lo que se
refiere a las generaciones de los dioses, el pueblo se inclinó más a la
autoridad de los poetas que a la de los físicos, y que por lo mismo sus
antepasados, esto es, los antiguos romanos, creyeron como indudable el sexo y
generaciones de los dioses, y creyeron que entre ellos habla también
casamientos; lo cual, ciertamente, parece que no lo hicieran si no fuera porque
el empeño y principal pretensión de los prudentes y sabios del siglo fue
engañar al pueblo su color de religión, y en esto mismo no sólo adorar, sino
imitar también a los demonios, que principalmente intentan seducirnos; porque
así como los demonios no pueden poseer sino a los que han engañado, así también
los príncipes, no digo los justos, sino los que son semejantes a los demonios, lo
mismo que sabían era mentira y vanidad con nombre de religión, como si fuera
verdad lo persuadieron al pueblo, pareciéndoles que de este modo estrechaban
más en él el vínculo de la unión civil, para tenerle así obediente y sujeto; y
con tal traza, cómo el flaco e ignorante podría evadirse a un tiempo de los
engaños de los príncipes y de los espíritus infernales?
CAPITULO XXXIII: Que todos los reyes y reinos están dispuestos y ordenados por el decreto y potestad del verdadero Dios.
Aquel gran Dios, autor y único
dispensador de la felicidad, esto es, el Dios verdadero, es el único que da los
reinos de la tierra a los buenos y a los malos, no temerariamente y como por
acaso, pues es Dios y no fortuna, sino según el orden natural de las cosas y de
los tiempos, que es oculto a nosotros y muy conocido a El, al cual orden de los
tiempos no sirve y se acomoda como súbdito, sitio que El, como Señor absoluto, le
gobierna con admirable sabiduría, y como gobernador le dispone; mas la
felicidad no la concede sino a los buenos, por cuanto ésta la pueden tener y no
tener los que sirven; pueden también no tenerla y tenerla los que reinan, la
cual, sin embargo, será perfecta y cumplida en la vida eterna, donde ya ninguno
servirá a otro; y por eso concede los reinos de la tierra a los buenos y a los
malos, para que los que le sirven y adoran y son aún pequeñuelos en el
aprovechamiento del espíritu no deseen ni le pidan estas gracias y mercedes
como un don grande y estimable. Y éste es el misterio del Viejo Testamento, en
donde estaba oculto y encubierto el Nuevo, porque allí todas las promesas y
dones eran terrenos y temporales, predicando al mismo tiempo, aunque no
claramente, los que entonces eran inteligentes y espirituales, la eternidad que
significaban aquellas cosas temporales, y en qué dones de Dios consistía la
verdadera felicidad.
CAPITULO XXXIV: Del reino de los judíos, el cual instituyó y conservó el que es sólo y verdadero Dios, mientras que ellos perseveraron en la verdadera religión.
Para que se conociese también que
los bienes terrenos, a que sólo aspiran los que no saben imaginar con más
utilidad espiritual, estaban en manos dcl mismo Dios, y no en la multitud de
dioses falsos, multiplicó en Egipto su pueblo, que era en número muy corto, de
donde le sacó libre de la servidumbre con maravillosos prodigios y señales; y, con
todo, no invocaron a Lucina aquellas mujeres, cuando para que, de un modo
admirable, se multiplicasen e increíblemente creciese aquella nación, las
fecundó; él fue quien libró sus hijos varones; él fue quien los guardó de las
manos y furia de los egipcios, que los perseguían y deseaban matarles; todas
sus criaturas, sin la diosa Rumina, mamaron; sin la Cunina estuvieron en las
cunas; sin la Educa y Potina comenzaron a comer y a beber, y sin tantos dioses
de niños se criaron; sin los dioses conyugales se casaron, sin invocar a
Neptuno se les dividió el mar y concedió paso franco, y anegó, tornando a
juntar sus ondas, a los enemigos que iban en su seguimiento; ni consagraron
alguna diosa Manina cuando les llovió maná del Cielo, ni cuando, estando
muertos de sed, la piedra herida con la misteriosa vara, les brotó abundancia
de agua, adoraron a las ninfas y linfas; sin los desaforados misterios de Marte
y de Belona emprendieron sus guerras; y aunque es verdad que sin la victoria no
vencieron, mas no la tuvieron por diosa, sino por un beneficio singular de Dios.
Tuvieron mieses sin Segecia; sin Bobona bueyes; miel sin Melona; pomos y frutas
sin Pomona; y, en efecto, todo aquello por lo que los romanos creyeron debían
acudir a suplicar a tanta turba de falsos dioses, lo tuvieron con mucha más
bendición y abundancia de la mano de un solo Dios verdadero; y si no pelearan contra
El con curiosidad impía, acudiendo como hechizados con arte mágica a los dioses
de los gentiles y a sus ídolos, y, últimamente, dando la muerte a Cristo, perseveraran
en la posesión del mismo reino, aunque no tan espacioso, pero sí más dichoso. Y
si ahora andan tan derramados por casi todas las tierras y naciones, es
providencia inescrutable de aquel único y solo Dios verdadero, para que, viendo
cómo se destruyen por todas partes las estatuas, aras, bosques y templos de los
falsos dioses, y se prohíben sus sacrificios, se prueba y verifique por sus
libros mismos lo propio que muchos tiempos antes estaba profetizado, porque
leyendo en los nuestros no piensen acaso que es invención y ficción nuestra; pero
lo que se sigue es necesario que lo veamos en el libro siguiente.
LIBRO QUINTO: EL HADO Y LA PROVIDENCIA DIVINA.
PROEMIO
Puesto que consta que el colmo, de
todo cuanto debe desearse es la felicidad, la cual no es diosa, sino don
particular de Dios, y que por eso los hombres no deben adorar otro dios, sino
sólo al que puede hacerles felices, por cuyo motivo, si ésta fuera diosa, con
razón se diría que a ella sola se debía tributar culto; veamos ya, según estos
principios, por qué razón Dios, que puede dar los bienes que pueden gozar
también los que no son buenos, y por el mismo caso los que no son felices, quiso
que el Imperio romano fuese tan dilatado y que durase por tanto tiempo. Supuesto,
pues, que esta tan admirable resolución no la causó la muchedumbre de dioses
falsos que ellos adoraban, y basta por ahora lo que hemos ya referido acerca de
ella; después diremos más donde nos pareciere a propósito.
CAPITULO PRIMERO: Que la felicidad del imperio romano y de todos los reinos no es casual ni debida a la posición de las estrellas.
La causa, pues, de la grandeza y
amplificación del Imperio romano no es fortuita ni fatal, según el sentir de
los que afirman que las cosas fortuitas son las que, o no reconocen causa
alguna, o suceden sin algún orden razonable, y las fatales, las que acontecen
por la necesidad de cierto orden y contra la voluntad de Dios y de los hombres.
Sin duda alguna, que la Divina providencia es la que funda los reinos de la
tierra; y si ningún entusiasta atribuye su erección al hado, fundado en que por
el nombre de hado se entiende la misma voluntad o poder de Dios, siga su
opinión y refrene la lengua; y este tal por qué no dirá al principio lo que ha
de decir al fin cuando le preguntaren que- entiende por hado? Porque cuando lo
oyen los hombres, según el común modo de hablar, no entienden por esta voz sino
la fuerza de la constitución de las estrellas, calculada según el estado en que
se hallan cuando uno nace o es concebido; cuya operación intentan varios eximir
de la voluntad de Dios, aunque otros quieren que este efecto dependa asimismo
de ella; pero a los que son de opinión que sin la voluntad de Dios las
estrellas decretan lo que hemos de practicar o lo que tenemos de bueno o
padecemos de malo, no hay motivo para que les den oídos ni crédito, no sólo los
que profesan la verdadera religión, sino los que siguen el culto de
cualesquiera dioses, aunque falsos; porque esta opinión errónea qué otra cosa
hace que persuadir que de ningún modo se adore a dios alguno, ni se le haga oración?
Contra éstos, al presente, no disputamos, sino contra los que contradicen a la
religión cristiana en defensa de los que ellos tienen por dioses; pero los que
se persuaden estar dependiente de la voluntad de Dios la constitución de las
estrellas, que en alguna manera decretan o fallan cuál es cada uno y lo que le
sucede de bueno y de malo, si juzgan que las estrellas tienen este poder
recibido del supremo poder de Dios, de modo que determinen voluntariamente
estos efectos, hacen grande injuria al Cielo, en cuyo clarísimo consejo e
ilustrísima corte, piensan que se decretan las maldades que se han de perpetrar
por los malvados: que si tales las acordara alguna ciudad de la tierra por
decreto de los hombres, debiera ser destruida y asolada. Y qué imperio y
jurisdicción le queda después a Dios sobre las acciones de los hombres si las
atribuyen a la necesidad del Cielo, o, por mejor decir, a la fatal constelación
de los astros, siendo este gran Dios el Señor absoluto y Criador de los hombres
y de las estrellas? Si dicen que las estrellas no decretan estos sucesos a su
albedrío, aunque hayan obtenido facultad del sumo Dios, sino que en causar
tales necesidades cumplen puntualmente sus mandatos, es posible que hemos de sentir
de Dios lo que nos pareció impropio sentir de la voluntad de las estrellas? Si
instan, diciendo que las estrellas significan los futuros contingentes, pero
que no los ejecutan, de modo que aquella constitución sea como una voz que
anuncia lo que está por venir, mas que no sea causa de ello, no suelen
explicarse así los matemáticos, de forma que digan de esta manera: Marte, puesto
en tal disposición, anuncia un homicidio, sino que dicen: Hace un homicida; pero
aun cuando concedamos que no se expresan como deben, y que es necesario tomen
de los filósofos la regla de cómo han de hablar para pronosticar lo que piensan
que alcanzan para la constitución dc las estrellas, qué arcano tan profundo o
dificultad tan intrincada es ésta, que jamás pudieron dar la razón por qué en
la vida de los mellizos nacidos de un parto, en sus acciones, sucesos, profesiones,
artes, oficios, en todo lo demás que toca a la vida humana y en la misma muerte,
hay por la mayor parte tanta diferencia, que les son más parecidos y semejantes
en cuanto a es-tas cualidades muchos extraños que los mismos mellizos entre sí,
a quienes, al nacer, los dividió un corto espacio de tiempo, y al ser
concebidos con un mismo acto, y aun en un mismo movimiento, los engendraron sus,
padres?
CAPITULO II: De la disposición semejante y desemejante de dos mellizos.
Refiere Cicerón que Hipócrates, insigne
médico, escribe que, habiendo caído enfermos dos hermanos a un mismo tiempo, viendo
que su enfermedad en un mismo instante crecía y en el mismo declinaba, sospechó
que eran gemelos, de quienes el estoico Posidonio, aficionado en extremo a la
Astrología, solía decir que habían nacido bajo una misma constelación, que en
la misma fueron concebidos, de modo que lo que el médico decía pertenecía a la
correspondencia o semejanza que tenían entre si por su disposición física, el
filósofo astrólogo lo atribuía a la influencia y constitución de las estrellas
que se reconoció al tiempo que nacieron y fueron concebidos. En este punto es
mucho más creíble y común la conjetura de los médicos, pues conforme a la disposición
corporal que tenían los padres, pudieron disponerse los primeros materiales de
la generación, de modo que, recibiendo el cuerpo de la madre los mismos
principios nutritivos, naciesen los hijos de igual disposición, fuera buena o
mala; después, criándose en una misma casa, con unos propios alimentos, sobre
cuyas circunstancias dicen los médicos que el aire, el sitio del lugar y la
naturaleza de las aguas pueden mucho para preparar bien o mal el cuerpo y
acostumbrándose también a unos mismos ejercicios, es natural tuviesen los
cuerpos tan semejantes, que de un mismo modo se dispusieran para estar enfermos
a un tiempo, y por unas mismas causas; pero querer atribuir la igualdad y
semejanza de esta enfermedad a la disposición del cielo y de las estrellas que
se observó cuando los engendraron o cuando nacieron, siendo muy posible que se concibiesen
y naciesen tantos de diverso género y de diferentes afectos y sucesos en un
mismo tiempo, en una misma región y tierra colocada bajo un mismo cielo y clima,
no sé si puede darse mayor temeridad; aunque en este país hemos conocido mellizos
que han tenido no sólo diferentes acciones y peregrinaciones, sino que han
padecido diferentes enfermedades; de lo cual, en mi sentir, pudiera dar
fácilmente la causa Hipócrates, diciendo que con el uso de diferentes alimentos
y ejercicios que proceden, no de la templanza del cuerpo, sino de la voluntad
del ánimo, les pudo suceder tener diferentes disposiciones; y seria harto
maravilloso que en este caso Posidonio o cualquier otro defensor del hado o
influencia de las estrellas pudiera hallar qué replicar, a no ser queriendo
trastornar los juicios de los ignorantes con fenómenos raros que no saben ni
entienden; pues los que intentan persuadir, computando el pequeño espacio que
tuvieron entre si los mellizos mientras nacieron con respecto a la partícula
del cielo, donde se coloca la nota de la hora que llaman horóscopo, o no puede
el signo tanto cuanta es la diversidad que hay en las voluntades, acciones, costumbres
y sucesos de los gemelos, o pueden aún más estas cualidades que la misma bajeza
o nobleza del linaje de los mellizos, cuya mayor diversidad no la calculan, sino
la hora en que cada uno nace; y por consiguiente, si tan presto viene a nacer
uno como otro permaneciendo en igual grado la misma parte o punto del horóscopo,
luego deberán ser del todo semejantes o iguales en sus propiedades, lo cual es
imposible hallarse en ningunos mellizos. Y si la dilación del segundo en el
nacimiento muda el horóscopo, luego los padres serán diferentes, cuya
circunstancia no puede verificarse en los mellizos.
CAPITULO III: Del argumento que Nigidio, astrólogo, tomó de la rueda del ollero en la cuestión de los gemelos..
Así que en vano se alega en
comprobación de esta doctrina aquella famosa invención de la rueda del ollero, de
la cual refieren se valió Nigidio para responder hallándose atajado en esta
cuestión, por lo cual le vinieron a llamar Fígulo, pues habiendo impelido y
sacudido con toda su fuerza a la rueda, corriendo ésta la señaló con suma
presteza, como si fuera en un determinado paraje de ella, con tinta dos veces; después,
parando la rueda, hallaron los dos puntos que había señalado en las
extremidades de ella no poco distantes entre sí; del mismo modo, dice, siendo
tan imperceptible la velocidad con que se mueve el cielo, aunque uno tras otro
nazca con tanta presteza con cuanta yo herí dos veces la rueda, es mucho mayor
la ligereza del cielo en su curso; de este principio, prosigue, dimanan todas
las diferencias tan singulares que refieren hay en las costumbres y sucesos de
los mellizos. Esta ficción es más frágil que las mismas ollas que se forjan con
las vueltas de aquella rueda, porque si tanto importa en el cielo que a uno de
los gemelos le venga la herencia y al otro no, cómo se atreven a los que no son
mellizos a pronosticarles sucesos que pertenecen a aquel secreto que nadie
puede comprender, notándolos y atribuyéndolos a los puntos y momentos en que
nacen las criaturas? Y si estos acaecimientos los pronostican en los
nacimientos de los otros porque conciernen a espacios y tiempos más largos, aquellos
puntos y momentos de partes tan menudas que pueden tener entre sí los gemelos
cuando nacen, atribuyéndose a cosas mínimas, sobre que no se suele consultar a
los astrólogos (porque quién ha de preguntar cuándo se sienta uno, cuándo se
posea o cuándo come), por ventura diremos esto cuando en las, costumbres, acciones
y sucesos de los mellizos hallamos tantas y tan diferentes propiedades?
CAPITULO IV: De tos hermanos gemelos Esaú y Jacob, y de la diferencia tan grande que hubo, entre ellos en sus costumbres y acciones.
Nacieron dos gemelos en tiempo de
los antiguos padres, de tal suerte en uno tras el otro, que el segundo tuvo
asida la planta del pie del primero. Hubo tanta diversidad en su vida y
costumbres, tanta desigualdad en sus acciones y tanta diferencia en el amor de
sus padres, que esta distancia les hizo entre sí enemigos. Acaso refieren las
historias esta particularidad de que andando el uno el otro estaba sentado, durmiendo
el uno el otro velaba, y hablando el uno el otro callaba, todo lo cual
pertenece a aquellas menudencias que no pueden comprender los que describen la
constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios nace cada uno, para que en
su vista puedan consultar a los matemáticos? El uno pasó su vida sirviendo a
sueldo, el otro no sirvió; el uno era amado de su madre, el otro no lo era; el
uno perdió la dignidad que entre ellos era tenida en mucho aprecio, y el otro
la alcanzó; pues qué diré de la diversidad que hubo en sus mujeres, hijos y
hacienda? Y si estas cosas se dicen porque se atiende no a las diferencias
pequeñísimas de tiempo que hay entre los mellizos; sino a espacios de tiempo más
considerables, a qué viene la rueda del ollero, sino para que a los hombres que
tienen el corazón de barro los tenga al retortero, para que no queden en mal
lugar las vanidades de los matemáticos?
CAPITULO V: Cómo se, convence a los astrólogos de la vanidad de su ciencia.
Y qué practican, finalmente, aquellos
mismos cuya enfermedad, porque a un mismo tiempo crecía y declinaba, Hipócrates,
mirándolo como médico, sospechó que eran gemelos? Por ventura no es argumento
suficiente contra los que quieren atribuir a las estrellas lo que procedía de
una misma templanza y disposición física de los cuerpos? Pregunto: por qué de
una misma manera y a un mismo tiempo no enfermaban el uno tras el otro, como
habían nacido, pues seguramente no pudieron nacer ambos juntamente? Y si no fue
de momento para que cayeran enfermos en diferentes tiempos el haber nacido en
distintas estaciones, por qué pretenden que vale para la diferencia de las
otras propiedades la diferencia del tiempo en que nacen? Pregunto asimismo: por
qué pudieron peregrinar en diferentes tiempos, y en diferentes tiempos casarse,
engendrar hijos y no pudieron por la misma causa enfermar también en diferentes
tiempos? Porque si la desigualdad y dilación en el nacer mudó el horóscopo y
causó desproporción y diferencia en las demás cualidades, por qué razón
perseveró en las enfermedades lo que tenían los que fueron concebidos con
igualdad a un mismo tiempo? Y si la suerte o hado de la buena o mala
disposición consiste en la concepción, y la de los demás sucesos en el
nacimiento, no debieran vaticinar nada acerca de la salud, mirando las constelaciones
del nacimiento, supuesto que no pueden observar la hora de la concepción. Y si
vaticinan las enfermedades sin examinar el horóscopo de la concepción, por qué
las significan los puntos y momentos en que nacen? Pregunto: cómo podrían
pronosticar a cualquiera de aquellos mellizos, observando la hora de su
nacimiento, cuándo habla de estar enfermo, si el otro que no nació en la misma
hora necesariamente había de enfermar a un mismo tiempo? Pregunto más: si hay
tanta distancia de tiempo en el nacimiento de los mellizos, que por ello sea
preciso sucederles diferentes constelaciones por el horóscopo diferente, y por
esto resultan distintos todos los ángulos cárdines, a los cuales atribuyen un
influjo tan particular, que de ellos quieren procedan diferentes hados y
suertes, por dónde pudo suceder esto, pues la concepción de ellos no pudo ser
en diferente tiempo? Y si dos concebidos en un mismo momento pudieran tener
diferentes hados para nacer, por qué otros dos que nacieron en un mismo
instante de tiempo no pueden tener diferentes hados para vivir y morir? Pues si
un mismo momento en que ambos fueron concebidos no impidió que naciese el uno
primero y el otro después, por qué causa, si nacen dos en un momento, ha de
haber algún motivo que impida que muera el uno primero y el otro después? Si un
momento en la concepción causa el que los gemelos tengan diferentes suertes
hasta en el vientre de su madre, por qué un instante en el nacimiento no motivará
que otros dos cualesquiera tengan diferentes suertes en la tierra, y así se
quiten todas las ficciones de esta arte, o, mejor decir, vanidad? Qué misterio
se encierra en que los concebidos eh un mismo tiempo, en un mismo momento, debajo,
de una misma porción del cielo, tengan diferentes suertes, que los impelan a
nacer en diferente hora, y que dos nacidos igualmente de dos madres en un
momento de tiempo, debajo de una misma constelación del cielo, no pueden tener
diferentes suertes que los traigan a diferente necesidad de vivir o de morir? Acaso
los concebidos no participan de la influencia de los hados sino cuando llega el
momento de nacer? Cómo, pues, aseguran que si se halla la hora de la concepción
pueden adivinar muchas maravillas? Y cómo defienden también algunos que un
sabio escogió la hora en que se había de juntar con su esposa, y mediante una
lección tan prudente logró engendrar un hermoso y perfecto hijo? Cómo, finalmente,
decía Posidonio, aquel grande astrólogo y filósofo, de los dos gemelos, que la
causa de haber enfermado en un mismo tiempo consistió en que nacieron en un
mismo momento, y en uno mismo fueron concebidos? Sin duda, parece, añadió la
concepción, porque no le dijesen que no pudieron nacer precisamente en un mismo
tiempo lo que era notorio fueron concebidos en un mismo momento, y por no atribuir
la particularidad de haber enfermado de un mismo mal y a un mismo tiempo a la
igual templanza o disposición del cuerpo; antes más bien, por imputar y hacer
dependiente de las estrellas aquella misma igualdad y semejanza de enfermedad. Y
si tanto puede para la igualdad de los hados la concepción, no se habían de
mudar estos mismos hados con el nacimiento, o si se inmutan los hados de los
gemelos porque nacen en diferentes tiempos, por qué no hemos de imaginar con
más justa causa que ya se habían mudado para que naciesen en diferentes tiempos?
Que no pueda la voluntad de los vivos mudar los hados del nacimiento, pudiendo
el orden de hacer mudar los hados de la concepción, es admirable, sin duda!
CAPITULO VI: Los mellizos de distinto sexo.
Además, en las concepciones de
los mielgos que han tenido lugar en el mismo momento, de dónde procede que bajo
una misma constelación fatal se conciba uno varón, y otra, hembra? Conocemos
gemelos de distinto sexo. Ambos viven aún, ambos están aún en la flor de la
edad. Aunque ellos tienen rasgos corporales semejantes entre sí, cuanto es
posible entre seres de diferente sexo, con todo, en el comportamiento y tren de
vida son tan dispares, que, fuera de las acciones femeninas, que necesariamente
se han de diferenciar de las viriles, él milita en el oficio de conde y casi
siempre está de viaje fuera de casa, y ella no se separa del suelo patrio y del
propio campo. Más aún (cosa más increíble si se da fe a los hados de los astros,
y no extraña si se consideran las voluntades de los hombres y los dones de Dios),
él es casado y ella virgen consagrada a Dios; él, padre de muchos hijos; ella
ni se casó siquiera. Todavía es grande el poder del horóscopo? Sobre cuánta sea
su vacuidad, ya diserté bastante.
Pero, cualquiera que sea, dicen
que influye en el nacimiento. Acaso también en la concepción, donde es
manifiesto que hay un solo ayuntamiento carnal? Y es tal el orden de la
naturaleza; que, en concibiendo una vez la mujer, no puede concebir después otro.
De donde resulta necesariamente que los mellizos son concebidos en el mismo
momento. Acaso, porque nacieron bajo diverso horóscopo, se cambió, al nacer, a
aquél en varón y a ésta en hembra? Puede, pues sostenerse no de todo punto absurdamente
que ciertos influjos sidéreos valen para solas las diferencias corporales, como
vemos también variar los tiempos del año en las salidas y puestas del sol y
aumentarse y disminuirse algunas cosas con los crecientes y menguantes de la
luna, como los erizos, las conchas y los admirables oleajes del océano, y que
las voluntades de los hombres no se subordinan a las posiciones de los astros. El
que éstos ahora se esfuercen por hacer depender de ellas nuestros actos, nos
previene para que investiguemos cómo esta su razón no puede probarse ni aun en
los cuerpos. Qué hay tan concerniente al cuerpo como el sexo? Y, sin embargo, bajo
la misma posición de los astros pudieron concebirse mellizos de distinto sexo. Por
tanto, qué mayor disparate puede decirse o imaginarse que pensar que la
posición sideral, que fue una misma para la concepción de ambos, no pudo hacer
que, con quien tenía una misma constelación, no tuviera sexo distinto, y pensar
que la posición sideral que presidía la hora del nacimiento pudo hacer que
discrepara tanto de él por la santidad virginal?
CAPITULO VII: De la elección del día para tomar mujer o para plantar o sembrar alguna semilla en el campo.
Quién ha de poder sufrir el oír
que con hacer elección de ciertos días procuran formar con sus acciones unos
nuevos hados? En efecto; no tuvo otro tal felicidad que lograse tener un hijo
admirable; antes, por el contrario, supo le había de engendrar soez y
despreciable, y por eso el hombre docto escogió hora determinada; luego hizo el
hado que no tenía, por el mismo hecho comenzó a ser fatal, lo que no fue en su
nacimiento. Oh estupidez singular! Hacerse elección del día para tomar mujer, porque
de no hacerlo así hubiera podido suceder en fecha no propicia Dónde está, pues,
lo que decretaron las estrellas cuando nació? Puede, acaso, el hombre mudar con
la elección del día lo que le estaba ya decretado, y aquello que él determinó
con la elección del día no lo podrá mudar otra potestad? Mas si los hombres
solos, y no todos los entes que están colocados debajo del cielo, están sujetos
a las constelaciones, por qué escogen días acomodados para plantar viñas, árboles
o mieses, y otros para domar el ganado o para echar los machos a las hembras, para
que se multipliquen las yeguas o los bueyes, y todo lo que es de esta clase? Y
si las elecciones de los días valen para estos ejercicios por causa de que la
posición de las estrellas domina sobre todos los cuerpos terrenos animados o
inanimados, según la diversidad de los momentos de los tiempos, consideren cuán
innumerables son las producciones que debajo de un mismo punto de tiempo nacen
o salen de la tierra o empiezan a crecer, y, con todo, tienen tan diferentes
fines, que a cualquier niño le obligan a que se ría y mofe de estas
observaciones; porque quién hay tan falto de juicio que se atreva a decir que
todos los árboles, todas las plantas y hierbas, todas las bestias, reptiles, aves,
peces, gusanillos e insectos participan, cada uno respectivamente, de
diferentes momentos en su nacimiento? Con todo, suelen algunos, para
experimentar la pericia de los astrólogos, representarles las constelaciones de
algunos animales brutos, cuyos nacimientos han observado diligentemente en su
casa para este efecto, y reputan por excelentes astrólogos a los que, habiendo visto
las constelaciones, responden que no nació hombre, sino alguna bestia, atreviéndose
a decir igualmente la calidad de la bestia, si es a propósito y acomodada para
la lana, para carga, para el arado o para la custodia de la casa; y porque
tienen su sabiduría hasta en los hados de los perros, responden a todo con
grande aclamación de los que se admiran de su vana ciencia; tan necios proceden
los hombres, que imaginan que cuando nace el hombre se impiden los demás
nacimientos de las cosas naturales, de manera que debajo de una misma región
del cielo, no nazca con él ni una mosca; pero si admiten el argumento, éste, paso
a paso y poco a poco, los hace ir de las moscas a los camellos y elefantes. Tampoco
quieren advertir que haciendo elección del día para sembrar el campo, la grande
muchedumbre de granos que cae juntamente en el suelo, juntamente nace, y, nacida,
espiga, grana y blanquea; y con todo, entre ellas, a unas mismas espigas, que
son de un mismo tiempo que las otras, sembradas, nacidas y criadas juntas, las
destruye la niebla, a otras las consumen las aves y a otras las arrancan los
hombres. Cómo han de decir que tuvieron diferentes constelaciones estas
semillas, que ven tienen tan diferentes fines? Por ventura, se avergonzarán y
dejarán de elegir días para estas investigaciones, y negarán que no pertenecen
a los decretos del cielo, y sólo sujetarán al imperio de las estrellas al
hombre, a quien sólo en la tierra dio Dios voluntad libre? Considerando todas
estas justas reflexiones con la meditación debida, no sin razón se cree que
cuando los astrólogos, admirablemente pronostican muchos sucesos que salen
verdaderos, esto sucede por oculto instinto de los espíritus no buenos, a cuyo
cargo está el plantar y establecer en los hombres estas falsas y dañosas
opiniones de los hados o influjos de las estrellas, y no por algún arte que observa
y nota el horóscopo, porque no le hay.
CAPITULO VIII: De los que entienden por hado, no la posición de los astros, sino la trabazón de las causas que penden de la voluntad divina.
Pero los que entienden por nombre
de hado, no la constitución de los astros tomo se halla cuando se engendra, o
nace, o crece alguna especie, sino la trabazón y orden de todas las causas con
que se hace todo lo que se hace, no hay razón para que nosotros nos cansemos ni
porfiemos obstinadamente con ellos sobre la cuestión del nombre, supuesto que
el mismo orden y trabazón de las causas la atribuyen a la voluntad y potestad
del Dios sumo, de quien se cree con realidad y verdad que sabe todas las cosas
antes que se hagan, y que no deja alguna sin orden: de quien dependen todas las
potestades, aunque no dependen de él todas las voluntades; que llamen estos
hados con especialidad a la misma voluntad del sumo Dios, cuyo poder sin
resistencia se difunde por todo lo criado, se prueba con estos versos, que son,
si no me engaño, de Séneca Llévame, Sumo Padre y Señor del alto Cielo, adonde
quiera que quisieres; obedeceré sin dilación alguna. Ved aquí, en resumen, que,
supuesto el caso que no quiera, he de seguirte, aunque no quiera, y haré, por
fuerza, siendo malo, lo que pude hacer de grado siendo bueno. Al que quiere
llévanle suavemente los hados, y al que no quiere, por fuerza. Así que con este
último verso, evidentemente llamó hados a la que había llamado voluntad del
Sumo Padre, a quien dice que está dispuesto a obedecer, para que queriéndolo le
lleven de grado y suavemente, y no queriendo no le llevan por fuerza; porque, en
efecto, al que quiere le llevan suavemente los hados, y al que se resiste, por
fuerza. Apoyan también esta sentencia aquellos versos de Homero que Cicerón
puso en el idioma latino, y dicen: Tales son las voluntades de los hombres, cuales
son las influencias que al mismo padre Júpiter le parece enviar sobre la tierra.
Y aunque fuera de poca autoridad en esta cuestión el parecer del poeta, mas porque
dice que los estoicos suelen citar estos versos de Homero, no se trata ya de la
opinión del Poeta, sino de la de estos filósofos, ya que con estos versos que
citan en la materia, que tratan del hado manifiestamente, declaran qué es lo
que sienten que es hado, supuesto que le llaman Júpiter, el cual piensan y
entienden que es el sumo Dios, de quien dicen que depende la trabazón de los
hados.
CAPITULO IX: De a presciencia de Dios y de a libre voluntad del hombre contra la definición de Cicerón.
A estos filósofos de tal modo
procura refutar Cicerón, que le parece no ser bastante poderoso contra ellos si
no es quitando la adivinación, la cual procura destruir, diciendo que no hay
ciencia de las cosas futuras, y ésta pretende probar con todas sus fuerzas
intelectuales que es del todo ninguna, así en Dios como en los hombres; que no
hay predicción o profecía de ningún futuro; niega, por consiguiente, la
presciencia de Dios, procura enervar, desautorizar y dar por el suelo con vanos
y lisonjeros argumentos todas las profecías más claras que la luz; y
opóniéndose a sí mismo algunos oráculos, a que fácilmente se puede a satisfacción;
no obstante, cuando refuta estas conjeturas de los matemáticos de contestar, con
todo, tampoco triunfa su elocuencia, porque realmente ellas son tales, que
mutuamente se destruyen y confunden. Con todo eso, son mucho más tolerables aún
los que opinan ser infalibles los hados de las estrellas que Cicerón, que quita
la presciencia de las cosas futuras; porque confesar que hay Dios y negar que
sepa lo venidero es caer en un claro desvarío, lo cual, advertido por este
elocuente orador, procuró asimismo establecer como inconcuso aquel verdadero
axioma que se halla en la Escritura: Dijo el necio en su corazón: no hay Dios; aunque
no en su nombre. Porque echó de ver cuan odioso y grave problema era éste; y
por lo mismo, aunque procuró disputase Cota, apoyando la hipótesis contra los
estoicos en los libros de la naturaleza de los dioses; con todo, quiso más
declararse en favor de Lucio Balbo, a quien persuadió defendiese el sistema de
los estoicos, que por Cota, que pretende establecer como principio innegable
que no hay naturaleza alguna divina;. pero en los libros de Divinationes, hablando
él mismo, refute claramente la presciencia de los futuros, todo lo cual parece
lo hace por no conceder que hay hado, y echar por tierra la libertad de la
voluntad o libre albedrío; pues estaba imbuido en el error de que concediendo
la ciencia de lo venidero se seguía necesariamente conceder la influencia del
hado, de forma que en ningún modo se pudiera negar; mas como quiera que sean
las prolijas y perplejas disputas y conferencias de los filósofos, nosotros, así
como confesamos que hay un sumo y verdadero Dios, así también confesamos su
voluntad divina, sumo poder y presciencia; y no por eso tememos que hacemos involuntariamente
lo que practicamos con libre voluntad, porque sabía ya que lo habíamos de
ejecutar Aquel cuya presciencia es infalible. Esta justa repulsa temió Cicerón
por el mismo hecho de combatir la presciencia, y los estoicos igualmente, por
no verse precisados a confesar sinceramente ni decir que todas las cosas se
hacían necesariamente, no obstante que al mismo tiempo sostenían que todas se
hacían por el hado. Pero con especialidad, qué fue lo que temió Cicerón en la
presciencia de los futuros para que así procurase derribarla y destruirla con
un raciocinio tan impío? Es, a saber, porque si se saben todas las cosas
venideras, con el mismo orden que se sabe sucederán han de acontecer; y si han
de acontecer con este orden, Dios, que lo sabe, ab aeterno, observa cierto y
determinado orden; y si hay cierto orden en las cosas, necesariamente le hay
también en las causas, ya que no puede ejecutarse operación alguna a que no
preceda la causa eficiente, y si hay cierto orden de causas con que se efectúa
todo cuanto se hace, con el hado, dice, se hacen todas las cosas que se hacen, lo
cual, si fuese cierto, nada está en nuestra potestad, y no hay libre albedrío
en la voluntad; y si esto lo concedemos, prosigue, todas las acciones de la
vida humana van por el suelo. En vano se promulgan leyes, en vano se aplican
reprensiones, elogios, ignominias y exhortaciones, y sin justicia se prometen
premios a los buenos y penas a los malos. Por este motivo, para que no se sigan
estas consecuencias tan temerarias, funestas y perniciosas a las cosas humanas,
no consiente que haya presciencia de los futuros, reduciendo Cicerón, y
poniendo a un hombre Pío y temeroso de Dios en la estrechez de elegir una de
dos vías: o que hay alguna acción dependiente de nuestra voluntad, o que hay
presciencia de lo venidero; pues le parece que ambas posiciones no pueden ser
ciertas, sino que si se concede la una se debe negar la otra; que si escogemos
la presciencia de los futuros, quitamos el libre albedrío de la voluntad, y si
elegimos éste, quitamos la presciencia del porvenir. El, pues, como varón tan
docto y científico, atendiendo mucho y con mucha discreción y pericia a todo lo
que toca a la vida humana, entre estos dos extremos escogió por más adecuado el
libre albedrío de la voluntad, y para confirmarle y establecerle con solidez
niega la presciencia de los futuros; y' así, queriendo hacer a los hombres
Iibres, los hace sacrílegos; pero un corazón piadoso y temeroso de Dios hace
elección de lo uno y de lo otro. Y cómo es posible esto?, dice; porque si hay
presciencia de lo venidero, síganse todas aquellas consecuencias que están
entre sí trabadas, hasta que lleguemos al extremo de confesar que no hay acción
alguna dependiente de nuestra voluntad, y si alguna depende de nuestra voluntad,
por lo mismos grados llegamos a conocer que no hay presciencia de los futuros, porque
por todas ellas volveremos a raciocinar así, si hay libre albedrío, no todas
las cosas se hacen fatalmente; y s no se hacen todas fatalmente, no de todas
hay cierto y determinado orden de causas. Si no hay cierto orden de causas, tampoco
hay cierto orden de cosas para la presciencia de Dios, las cuales no se pueden
hacer sin causas, antecedentes y eficientes; si no hay cierto orden de las
cosas para la presciencia de Dios, no todas las cosas suceden así como El las
sabía que habían de suceder. Y si no suceden así todas las cosas, como El sabía
que habían de acontecer, no hay, dice, en Dios presciencia de los futuros. Nosotros
confesamos sinceramente contra esta sacrílega e impía presunción, que Dios sabe
todas las cosas antes que se hagan, y que nosotros ejecutamos voluntariamente
todo lo que sentimos, y conocemos que lo hacemos queriéndolo así; pero no
decimos que todas las cosas se hacen fatalmente, antes afirmamos que nada se
hace fatalmente, porque el nombre de hado, donde le ponen los que comúnmente
hablan, eso es, en la constitución de las estrellas, bajo cuyos auspicios fue
concebido o nació cada uno, probamos y demostramos que nada vale; y el orden de
las causas, en cuya influencia puede mucho la voluntad divina, ni le negamos ni
le llamamos con nombre de hado, sino que es, acaso, entendamos que fatum se dijo
de fando, esto es, de hablar; porque no podemos negar que dice la Sagrada
Escritura: Una vez habló Dios y oí estas dos, cosas: que hay en ti, mi Dios, potestad
y misericordia, y que recompensarás a cada uno según sus obras. En las palabras
primeras, donde dice una vez habló, se entiende infaliblemente, esto es, inconmutablemente
habló así, como conocer inconmutablemente todas las cosas que han de suceder, y
las que El ha de hacer; así que en esta conformidad pudiéramos llamar y derivar
el hado de fando, si no estuviera admitido comúnmente el entenderse otra cosa
distinta por este nombre, a cuya excepción no queremos que se inclinen los
corazones de los hombres. Y no se sigue que si para Dios hay cierto orden de
todas las causas, luego por lo mismo nada ha de depender del albedrío de
nuestra voluntad; porque aun nuestras mismas voluntades están en el orden de
las causas, el que es cierto y determinado respecto de Dios, y se comprende en
su presciencia, pues las voluntades humanas son también causas de las acciones
humanas; y así el que sabía todas las causas eficientes de las cosas, sin duda
que en ellas no pudo ignorar nuestras voluntades, de las cuales tenía ciencia
cierta eran causas de nuestras obras; porque aun lo que el mismo Cicerón concede,
que no se ejecuta acción alguna sin que preceda causa eficiente, basta para
convencerle en esta cuestión; y qué le aprovecha lo que dice, que, aunque liada
se hace sin causa, toda causa es fatal, porque hay causa fortuita, natural y
voluntaria? Basta su confesión cuando dice que todo cuanto se hace no se hace
sino precediendo causa; pues nosotros no decimos que las causas que se llaman
fortuitas, de donde vino el nombre de la fortuna, son ningunas, sino ocultas y
secretas, y éstas las atribuimos, o a la voluntad del verdadero Dios, o á la de
cualesquiera espíritus, y las que son naturales no las separamos de la suprema
voluntad de aquel que es Autor y Criador de todas las naturalezas. Las causas
voluntarias, o son de Dios, o de los ángeles, o de los hombres, o de
cualesquiera animales; pero al mismo tiempo deben llamarse voluntades los
movimientos de los animales irracionales, con los que practican ciertas
acciones, según su naturaleza, cuando apetecen alguna cosa buena o mala, o la
evitan; y también se dicen voluntades las de los ángeles, ya sean de los buenos,
que llamamos ángeles de Dios, ya de los malos, a quienes denominamos ángeles
del diablo, y también demonios; asimismo las de los hombres, es a saber, de los
buenos y de los malos; de lo cual se deduce que no son causas eficientes de
todo lo que se hace, sino las voluntarias de aquella naturaleza que es espíritu
de vida; porque el aire se llama igualmente espíritu, mas porque es cuerpo no
es espíritu de vida. El espíritu de vida que vivifica todas las cosas y es el
Criador de todos los cuerpos y espíritus criados, es el mismo Dios, que es Espíritu
no criado. En su voluntad se reconoce un poder absoluto, que dirige, ayuda y
fomenta las voluntades buenas de los espíritus criados; las malas juzga y
condena, todas las ordena, y a algunas da potestad, y a otras no. Porque así
como es Criador de todas las naturalezas, así es dador y liberal dispensador de
todas las potestades; no de las voluntades, porque las malas voluntades no
proceden de Dios en atención a que son contra el orden de la naturaleza que
procede de él. Así que los cuerpos son los que están más sujetos a las
voluntades, algunos a las nuestras, esto es, a las de todos los animales
mortales, y más a las de los hombres que a las de las bestias; y algunos a las
de los ángeles, aunque todos, principalmente, están subordinados a la voluntad
de Dios, de quien también dependen todas sus voluntades, porque ellas no tienen
otra potestad que las que El les concede.
Por eso decimos que la causa que
hace y no es hecha, o más claro, es activa y no pasiva, es Dios; pero las otras
causas hacen y son hechas, como son espíritus creados, y especialmente los
racionales. Las causas corporales, que son más pasivas que activas, no se deben
contar entre las causas eficientes; porque sólo pueden lo que hacen de ellas
las voluntades de los espíritus. Y cómo el orden de las causas hace que no
dependa cosa alguna de nuestra voluntad supuesto que nuestras voluntades tienen
lugar privilegiado en el mismo orden de las causas?
Compóngase como pueda Cicerón, y
arguya nerviosa y eficazmente con los estoicos, que sostienen que este orden de
las causas es fatal, o, por mejor decir, le llaman con el nombre de hado principalmente
por el nombre, que suele tomarse en mal sentido. Y en cuanto niega que la serie
de todas las causas no es certísima y notoria a la paciencia de Dios, abominamos
más de él nosotros que los estoicos, porque o niega que hay Dios (como bajo el
nombre de otra persona lo procuro persuadir en los libros de la naturaleza de
los dioses), o si confiesa que hay Dios, negando que Dios sepa lo venidero, dice
lo mismo que el otro necio en su corazón: Non est Deus, no hay Dios; pues el
que no sabe lo futuro, sin duda, no es Dios, y así también nuestras voluntades
tanto pueden cuanto supo ya y quiso Dios que pudiesen, y por lo mismo, todo lo que
pueden ciertamente lo pueden, y lo que ellas han de venir a hacer en todo
acontecimiento lo han de hacer, porque sabía que habían de poder y lo había de
hacer Aquel cuya presciencia es infalible y no se puede engañar. Por tanto, si
yo hubiera de dar el nombre de hado a alguna cosa, diría antes que el hado era
de la naturaleza inferior, y que puede menos; y que la voluntad es de la
superior y más poderosa, que tiene a la otra en su potestad; que decir que se
quita el albedrío de nuestra voluntad con aquel orden de las causas, a quien
los estoicos a su modo, aunque no comúnmente recibido, llaman hado.
CAPITULO X: Si domina alguna necesidad en las voluntades de los hombres.
Así que tampoco se debe temer
aquella necesidad por cuyo recelo procuraron los estoicos distinguir las causas,
eximiendo a algunas de las necesidades y a otras sujetándolas a ella; y entre
las que no quisieron que dependiesen de la necesidad pusieron también a
nuestras voluntades, para que, en efecto, no dejasen de ser libres si se
sujetaban a la necesidad. Porque si hemos de llamar necesidad propia a la que
no está en nuestra facultad, sino qué, aunque nos resistamos hace lo que ella puede,
como es la necesidad de morir, es claro que nuestras voluntades, con que
vivimos bien o mal, no están subordinadas a esta necesidad, supuesto que
ejecutamos muchas acciones que, si no quisiésemos, las omitiríamos; a lo cual, primeramente,
pertenece el mismo querer; porque si queremos es, si no queremos no es; porque
no quisiéramos si no quisiéramos. Y si se llama y define por necesidad aquella
por la cual decimos es necesario que, alguna cosa sea así o no se haga a no sé
por qué hemos de temer que ésta nos quite la libertad de la voluntad, pues no
ponemos la vida de Dios y su presencia debajo de esta necesidad; porque digamos
es necesario que Dios siempre viva y que lo sepa todo, así como no se disminuye
su poder cuando decimos que no puede morir ni engañarse; porque de tal manera
no puedo esto, que si lo pudiese, sin duda, sería menos facultad. Por esto se
dice con justa causa todopoderoso, el que con todo no puede morir ni engañarse;
pues se dice todopoderoso haciendo lo que quiere y no padeciendo lo que no
quiere; lo cual, si le sucediese, no sería todopoderoso, y por lo mismo no
puede algunas cosas, porque es todopoderoso.
Así también, cuando decimos es
necesario que cuando queremos sea con libre albedrío sin duda, decimos verdad, y
no por eso sujetamos el libre albedrío a la necesidad que quita la libertad. Así
que las voluntades son nuestras, y ellas hacen todo lo que queriendo hacemos, lo
que no se haría si no quisiésemos; y en todo aquello que cada uno padece, no
queriendo, por voluntad de otros hombres, también vale la voluntad, aunque no
es voluntad de aquel hombre, sino potestad dé Dios; porque si fuera sólo
voluntad, y no pudiese lo que quisiese, quedaría impedida con otra voluntad más
poderosa. Con todo, aun entonces, habiendo querer habría voluntad, y no sería
de otro, sino de aquel que quisiese, aunque no lo pudiese lograr; y así todo lo
que padece el hombre fuera de su voluntad no lo debe atribuir a las voluntades
humanas o angélicas o de algún otro espíritu criador, sino a la de Aquel que da
potestad a los que quiere. Luego, no porque Dios quisiese lo que había de
depender de nuestra voluntad deja de haber algo a nuestra libre determinación. Por
otra parte, si que previó lo que había de suceder en nuestra voluntad vio
verdaderamente algo, se sigue que aun conociéndolo él, hay cosas de que puede
disponer nuestra voluntad, por lo cual de ningún modo somos forzados, aunque
admitimos la presciencia de Dios, a quitar el albedrío de la voluntad, ni aún cuando
admitamos el libre albedrío, a negar que Dios sabe los futuros, sino que lo uno
y lo otro tenemos, y lo uno y lo otro fiel y verdaderamente confesamos: lo
primero, para que creamos con firmeza esto otro, y lo segundo, para que vivamos
bien; y mal se vive si no se cree bien de Dios; por lo cual, este gran Dios nos
libre de negar su presciencia intentando ser libres, con cuyo soberano auxilio
somos libres o lo seremos. Y así no son en vano las leyes, las reprensiones, exhortaciones,
alabanzas y vituperios; porque también sabía que habían de ser útiles, y valen
tanto cuanto sabía ya que habían de valer; las oraciones sirven para alcanzar
las gracias que sabía ya había de conceder a los que acudiesen a él con sus ruegos:
y por eso, justamente, están establecidos premios a las obras buenas, y
castigos a los pecados. Ni tampoco paca el hombre, porque sabía ya Dios que
había de pecar, antes por lo mismo, no se duda de que peca cuando peca, pues
Aquel a cuya presciencia es infalible y no se puede engañar, sabía ya que no el
hado, ni la fortuna, ni otra causa, sino él, había de pecar. El cual, si no
quiere, sin duda, no peca; pero si no quisiese pecar, también sabía ya Dios
este su buen pensamiento.
CAPITULO XI: De la providencia universal de Dios, debajo de cuyas leyes está todo.
El sumo y verdadero Dios Padre, con
su unigénito Hijo y el Espíritu Santo, cuyas tres divinas personas son una
esencia, un solo Dios todopoderoso, Criador y Hacedor de todas las almas y de
todos los cuerpos, por cuya participación son felices todos los que son
verdadera y no vanamente dichosos; el que hizo al hombre animal racional, alma
y cuerpo; el que en pecando el hombre no le dejó sin castigo ni sin
misericordia; el que a los buenos y a los malos les dio también ser con las
piedras, vida vegetativa con las plantas, vida sensitiva con las bestias, vida
intelectiva sólo con los ángeles de quien procede todo género, toda especie y
todo orden; de quien dimana la medida, número y peso; de quien pro viene todo
lo que naturalmente tiene ser de cualquier género, de cualquiera estimación que
sea. de quien resultan las semillas de las formas y las formas de las semillas,
y sus movimientos el que dio igualmente a la carne su origen, hermosura. salud.
fecundidad para propagarse, disposición de miembros equilibrio en la salud; y
el que así mismo concedió a alma irracional me moría, sentido y apetito, y a la
racional, además de estas cualidades, espíritu. inteligencia y voluntad; y el
que no sólo al cielo y a la tierra, no sólo al ángel y al hombre, pero ni aun a
las delicadas telas de las entrañas de un pequeñito y humilde animal, ni a la
plumita de un pájaro, ni a la florecita de una hierba, ni a la hoja del árbol
dejó sin su conveniencia, y con una quieta posesión de sus partes, de ningún
modo debe creerse que quiera estén fuera de las leyes de su providencia los
reinos de los hombres, sus señoríos y servidumbres
CAPITULO XII: Cuáles fueron las costumbres de los antiguos romanos con que merecieron que el verdadero Dios, aunque no le adorasen, les acrecentase su imperio.
Por lo cual, examinemos ahora
cuáles fueron las costumbres de los romanos, a quienes quiso favorecer el
verdadero Dios, y los motivos por que tuvo a bien dilatar y acrecentar su
Imperio aquel Señor en cuya potestad están también los reinos de la tierra. Y
con el fin de averiguar este punto más completamente, escribí en el libro
pasado a este propósito, manifestando cómo en este importante asunto no han
tenido ni tienen potestad alguna los dioses a quienes ellos adoraron con varios
ritos, y para el mismo intento sirve lo que hasta aquí hemos tratado en este
libro sobre la cuestión del hado; y no sé que nadie que estuviese ya persuadido
de que el Imperio romano ni se aumentó, ni se conservó por el culto y religión
que tributaba a los falsos númenes, a qué hado pueda atribuir su silencio, sino
a la poderosa voluntad del sumo y verdadero Dios.
Así que los antiguos y primeros
romanos, según lo indica y celebra su historia, aunque como las demás naciones adorasen
a los falsos dioses y sacrificasen en holocausto sus víctimas, no a Dios, sino
a los demonios; con todo, eran aficionados a elogios, eran liberales en el
dinero y tenían por riquezas bastantes una gloria inmortal; a ésta amaron ardientemente,
por ésta quisieron vivir, y por ésta no dudaron morir. Todos los demás deseos
los refrenaron, contentándose con sólo el extraordinario apetito de gloria; finalmente,
porque el servir parecía ejercicio infame, y el ser señores y dominar, glorioso,
quisieron que su patria primeramente fuese libre, y después procuraron que
fuese señora absoluta.
De aquí nació que, no pudiendo
sufrir el dominio de los reyes, establecieron su gobierno anual nombrando dos
gobernadores, a quienes llamaron cónsules de consulendo, no reyes o señores de
reinar o dominar con despotismo. Aunque, en efecto, los reyes parece que se
dijeron así de regir y gobernar; pues el reino se deriva de los reyes, y la
etimología de éstos, como queda dicho, de regir, paro el fausto y pompa real no
se tuvo por oficio y cargo de persona que rige y gobierna; no se estimó por benevolencia
y amor de persona que aconseja y mira por el bien y utilidad pública, sino por
soberbia y altivez de persona que manda. Desterrado, pues, el rey Tarquino, y
establecidos los cónsules, siguiéronse los sucesos que el mismo autor refirió
entre las alabanzas de los romanos: Que la ciudad -cosa increible-, habiendo
conseguido la libertad, cuanto mayor fue su incremento, tanto creció en ella el
deseo de honra y gloria. Esta ambición del honor y deseo de gloria proporcionó
todas aquellas maravillosas heroicidades, tan gloriosas a los ojos y estimación
de los hombres.
Elogia el mismo Salustio por
ínclitos hombres de su tiempo a Marco Catón y a Cayo César, diciendo hacía
muchos años que no había tenido la República persona que fuese heroica por su
valor; pero que en su tiempo hablan florecido aquellos dos excelentes y
valerosos campeones, aunque, diferentes en la condición, ideas y proyectos, y
entre las alabanzas con que elogia el mérito de César, pone que deseaba para si
el generalato, un ejército numeroso y una nueva y continuada guerra, donde
poder demostrar su valor y heroísmo. Y por eso confiaba en los ardientes deseos
de los hombres famosos por su heroicidad y fortaleza, para que provocasen las
miserables gentes a la guerra y las hostigase Belona con su sangriento látigo, a
fin de que de este modo hubiese ocasión para poder ellos manifestar su valor
La causa de estos deseos, sin
duda, era aquella insaciable ansia de honra y de gloria a que aspiraban. Por
esto, primeramente por amor a la libertad, y después por afición al señorío y
por codicia de la honra y de la gloria, hicieron muchas acciones admirables. Confirma
lo uno y lo otro el insigne poeta, diciendo: A Tarquino echado de Roma, pretendía
Porsena restablecer en su reino, y con grueso ejército la sitió; mas los
ínclitos romanos por su libertad se arrojaban a las armas con extraordinario denuedo
y fiereza.
Así que entonces tuvieron ellos
por acción heroica o morir como fuertes y valerosos soldados, o vivir con
libertad; pero luego que consiguieron la libertad, se encendieron tanto en el
deseo de gloria, que les pareció poco sola la libertad, si no alcanzaban igualmente
el dominio y señorío, teniendo por grande suceso lo que el mismo poeta en
persona de Júpiter dice: También Juno la áspera, la que ahora altera
amedrentando los elementos mar, tierra y aire, mudará sus consejos para mejor
parte, favorecerá conmigo a los romanos, señores de todo el mundo, y a la gente
togada. Así lo he tenido a bien de acordarlo. Vendrá tiempo, pasando años, en
que el linaje de Asaraco apremiará con cautiverio a Ftía, y a la noble Micenas,
y se enseñoreará, vencidos los griegos. Todo lo cual Virgilio refiere altamente,
aunque introduce a Júpiter como que profetiza lo venidero; pero él lo dice como
ya pasado, y lo observa como presente.
He querido alegar este testimonio
para demostrar que los romanos, después de obtenida la libertad, estimaron
tanto el mando y señorío, que le colocaban entre uno de sus mayores elogios. De
aquí procede la expresión del mismo poeta, quien prefiriendo a las profesiones
y artes de las demás naciones la pretensión de los romanos, reducida al punto
primordial de reinar, mandar, sojuzgar y conquistar otras naciones, dice: Otros
harán tan al vivo las imágenes que parezca que respiran; no lo pongo en duda. Otros
en el mármol esculpirán al vivo los rostros. Otros abogarán mejor, escribirán
altamente de la astronomía de los movimientos de los cielos y de los aspectos
de los signos. Tú, oh romano, no te olvides de regir a los pueblos con Imperio;
guarda solos estos preceptos; procura siempre conservar la paz, favoreciendo a
los desvalidos y no perdonando a ningún poderoso. Estas artes y profesiones las
ejercitaban con tanta más destreza, cuanto menos se entregaban a los deleites y
a todos los ejercicios que embotan y enflaquecen el vigor del ánimo y del
cuerpo, deseando y acumulando riquezas, y con ellas estragando las costumbres, robando
a sus infelices ciudadanos y gastando pródigamente con los torpes actores; y
las los que habían pasado y sobrepujado ya semejantes deslices y defectos en
las costumbres, y eran ricos y poderosos cuando esto escribía Salustio y cantaba
Virgilio, no aspiraban al honor y a la gloria por medio de aquellas artes, sino
con cautelas y engaños; y así dice él mismo: Pero al principio más ocupados
tuvo los ánimos y corazones de los hombres la ambición que la avaricia, aunque
este vicio frisa más y es más llegado a la virtud; pues la gloria, la honra y
el mando igualmente los desean el bueno y el malo; mas el uno, dice, aspira a
la obtención por el camino verdadero, y el otro procura alcanzarlo con cautelas
y engaños. Los medios limpios son: llegar por la virtud, y no por una ambición
engañosa, a la honra, a la gloria y al mando, todas las cuales felicidades
desean igualmente el bueno y el malo; aunque el bueno las procura por el
verdadero camino, y este camino es la virtud, por la cual procura ascender como
al fin apetecido a la cumbre de la gloría, del honor y del mando; y que estas
particularidades las tuviesen naturalmente fijas en sus corazones los romanos, nos
lo manifiestan asimismo los templos de los dioses que tenían, el de la Virtud y
el del Honor, los cuales los edificaron contiguos y pegados el uno al otro, teniendo
por dioses los dones peculiares que con acede Dios gratuitamente a los mortales.
De donde puede colegirse el fin
que se hablan propuesto, que era el de la virtud, y adónde la referían los que
eran buenos, es a saber, a la honra; porque los malos tampoco poseían la virtud,
aunque aspiraban al honor, el cual procuraban conseguir por medios detestables,
esto es, con cautelas y engaños.
Con más justa razón elogió a
Catón, de quien dice que cuanto menos pretendía la gloria tanto más ella le
seguía; porque la gloria de que ellos andaban tan codiciosos es el juicio y
opinión de los hombres que juzgan y sienten bien de los hombres. Y así es mejor
la virtud, que no se contenta con el testimonio de los hombres, sino con el de
su propia conciencia, por lo que dice el apóstol: Nuestra gloria es ésta: el
testimonio de nuestra conciencia. Y en otro lugar: Examine cada uno sus obras, y
cuando su conciencia no le remordiere, entonces se podrá gloriar por lo que ve
en sí solo, y no por lo que ve en otro.
Así que la virtud no debe caminar
detrás del honor, de la gloria y del mando, que los buenos apetecían y adonde
pretendían llegar por buenos medios, sino que estas cualidades deben seguir a
la virtud; porque no es verdadera virtud, sino la que camina a aquel fin donde
está el sumo bien del hombre, y así los honores que pidió Catón no los debió
pedir, sino que la ciudad estaba obligada a dárselos por su virtud, sin pedirlo;
pero habiendo en aquel tiempo dos personas grandes y excelentes en virtud, César
y Catón, parece que la virtud de Catón se aproximó más a la verdad que la de
César; por lo cual, en sentir del mismo Catón, veamos qué tal fue la ciudad en
su tiempo, y qué tal lo fue antes. No penséis, dice, que nuestros antepasados acrecentaron
la República con las armas. si así fuera, tuviéramosla mucho más hermosa, porque
tenemos mayor abundancia de aliados y de ciudadanos, amén de más armas y
caballos que ellos. Pero hubo otras cosas que los hicieron grandes, y de que carecemos
nosotros: en casa, la industria; fuera, el justo imperio y el ánimo libre en el
dictaminar y exento de culpa y de pasión. En lugar de esto, nosotros gozamos
del lujo y la avaricia, en público de pobreza y en privado de opulencia. Alabamos
las riquezas, seguimos la inactividad. No hacemos diferencia alguna entre los
buenos y los malos. Todos los premios de la virtud están en manos de la
ambición. Y no es maravilla, donde cada uno de vosotros se interesa en privado
por la persona, donde, en casa se da a los placeres, y aquí se hace esclavo del
dinero y del favor. De todo lo cual se sigue que se acomete a la república como
a una víctima sin defensa.
Quien oye estas palabras de Catón
o de Salustio, se imagina que todos o la mayor parte de los viejos romanos de
aquel tiempo conformaban sus vidas con las alabanzas que se les prodigan. Y no
es así. De lo contrario, no fuera verdadero lo que el mismo escribe, que ya
cité en el libro II de esta obra, donde dice que las vejaciones de los
poderosos, y por ellas la escisión entre el pueblo y el senado y otras
discordias domésticas, existieron ya desde el principio. Y no más que después
de la expulsión de los reyes, en tanto que duró el miedo de Tarquino y la
difícil guerra mantenida contra Etruria, se vivió con equidad y moderación. Después
los patricios se empeñaron en tratar al pueblo como a esclavo, en maltratarle a
usanza de los reyes, en removerlos del campo y en gobernar ellos sin contar
para nada con los demás. El fin de tales disensiones fue la segunda guerra
púnica, al paso que unos querían ser señores y otros se negaban a ser siervos. Una
vez más, comenzó a cundir un grave miedo, y a cohibir los ánimos, inquietos y
preocupados por aquellos disturbios, y a revocar a la concordia civil. Pero
unos pocos, buenos según su módulo, administraban grandes haciendas y, tolerados
y atemperados aquellos males, crecía aquella república por la providencia de
esos pocos buenos, como atestigua el mismo historiador que, leyendo y oyendo el
las muchas y preclaras hazañas realizadas en paz y en guerra, por tierra y por
mar, por el pueblo romano, se interesó por averiguar qué cosa sostuvo principalmente
tan grandes hazañas. Sabía él que muchas veces los romanos habían peleado con
un puñado de soldados contra grandes legiones de enemigos; conocía las guerras
libradas con escasas riquezas contra opulentos reyes. Y dijo que, después de
mucho pensar, le constaba que la egregia virtud de unos pocos ciudadanos había
realizado todo aquello, y que el mismo hecho era la causa de que la pobreza
venciera a las riquezas, y la poquedad a la multitud. Mas luego que el lujo y
la desidia, dice, corrompió la ciudad, tomó la república con su grandeza a dar
pábulo a los vicios de los emperadores y de los magistrados,
Catón elogió también la virtud de
unos pocos que aspiraban a la gloria, al honor y al mando por el verdadero
camino, esto es, por la virtud misma. De aquí se originaba la industria
doméstica mencionada por Catón, para que el erario fuera caudaloso, y las haciendas
privadas fueran de poca monta. Corrompidas las costumbres, el vicio hizo todo
lo contrario: públicamente, la pobreza, y en privado, la opulencia.
CAPITULO XIII: Del amor de la alabanza que, aunque es vicio se le tiene por virtud, porque por el cohíbense mayores vicios.
Por eso, habiendo brillado ya por
largo tiempo los reinos de Oriente. quiso Dios se constituyera también el
occidental, que fuera posterior en el tiempo, pero más floreciente en la
extensión y grandeza de imperio. Y lo concedió para amansar las graves males de
muchas naciones a tales hombres, que mediante el honor, la alabanza y la gloria
velaban por la patria, en la que buscaban la propia gloria. No dudaron en
anteponer a su propia vida la salud de la patria, aplastando por este único
vicio, o sea, por el amor de la alabanza, la codicia del dinero y muchos otros
vicios. Con más, cuerda visión apunta él que conoce que el amor de la alabanza
es un vicio, cosa que, no se oculta ni al poeta Horacio, que dice: Te engalla
el amor de la alabanza? Hay remedios certeros en este librito que, leído tres
veces y con sencillez, te podrán aliviar grandemente.
Y el mismo, en verso lírico, canta
así para refrenar la libido de dominio: Reinarás, domando tu insaciable
espíritu, más anchurosamente que si juntaras Libia con la lejana Cádiz y te
sirvieran las dos Cartagos.
Sin embargo, los que no refrenan
sus libidos más torpes, rogando con piadosa fe al Espíritu Santo y amando la
belleza inteligible, sino más bien por la codicia de la alabanza humana y de la
gloria, no son santos ciertamente, pero sí menos torpes. Tulio mismo no pudo
disimular esto en los libros que escribió Sobre la República, donde habla. de
la constitución del príncipe en una ciudad, y dice que hay que alimentarlo con
la gloria. A renglón seguido refiere que el amor de la gloria, inspiró a sus mayores
muchas maravillas. No sólo no oponían resistencia a este vicio, sino que
juzgaban que debía ser alentado y encendido, en la convicción de que era útil
para la república. Ni en los mismos libros de filosofía, donde lo afirma con
mayor claridad, oculta Tulio, esta peste. Hablando de los estudios, que cumple
seguir por el verdadero bien, no por la vanidad de la alabanza humana, inserta
esta sentencia universal y general: El honor es el alimento de las artes, y
todos se apasionan por los estudios por la gloria, y siempre yacen olvidadas
las ciencias desacreditadas entre algunos.
CAPITULO XIV: De cómo se debe cercenar el deseo de la humana alabanza, porque toda la honra y gloria de los justos está puesta en Dios.
Es más conveniente resistir con
firmeza este apetito que dejarse vencer de él; porque tanto más es uno parecido
a. Dios, cuanto está más limpio y puro de semejante inmundicia. La cual, aunque
en la vida presente no se desarraigue totalmente del corazón humano, por cuanto
no deja de tentar aun a los espíritus bien aprovechados, a lo menos vénzase el
deseo de gloria con el amor de la justicia, para que si en alguno hay ciertos
sentimientos nobles que entre los mundanos suelen ser despreciados, el mismo
amor de la alabanza humana se avergüence y se retire ante el amor de la verdad,
porque este vicio es tan enemigo de la fe (que se debe a Dios cuando hay en el
corazón mayor deseo de gloria que temor o amor de Dios), que dijo el Señor: Cómo
podéis vosotros creer, pretendiendo ser honrados y estimados los unos de los
otros, andando a caza de la gloria vana del mundo, olvidados de aquella que
sólo Dios os puede dar? Y asimismo dice el evangelista San Juan de algunos que
habían creído en él y temían confesarle públicamente: estimaron más la gloria y
alabanza de los hombres que la de Dios. Lo que no hicieron los Santos Apóstoles,
quienes predicando el nombre de Jesucristo en parajes y provincias dónde no
sólo no le estimaban (porque, como dijo un sabio, están abatidas y olvidadas
siempre las cosas de las que todos generalmente no hacen caso ni aprecian), sino
que también le aborrecían en extremo, conservando en la memoria lo que habían
oído a su divino Maestro y verdadero médico de sus almas: Si alguno no me
estimare y me negare delante de los hombres, también lo negaré yo delante de mi
Padre, que está en los Cielos, y delante de los ángeles de Dios.
Entre las maldiciones y oprobios,
entre las gravísimas persecuciones y crueles tormentos, no dejaron de proseguir
en la predicación de la salud de los hombres. aun cuando resultaba en notable
ofensa de los hombres. Y aun cuando haciendo y diciendo cosas divinas, y
viviendo divinamente después de haber conquistado en algún modo la dureza de
los corazones, e introducido la paz de la justicia y santidad, alcanzaron en la
iglesia de Cristo una suma gloria, sin embargo, no descansaron en ella como fin
y blanco de su virtud, sino que atribuyendo esto mismo a gloria de Dios por
cuya singular gracia y beneficio eran tales, con este divino fuego encendían
asimismo a los que persuadían que le amasen que también a éstos les hiciese
tales; porque les había enseñado su divino Maestro que no fuesen buenos por
sólo la honra y gloria de los hombres, diciendo: Guardaos, no hagáis vuestras
buenas obras delante de los hombres porque ellos las vean, porque de esta
manera, perderéis el premio de vuestro Padre, que está en los Cielos.
Pero, por otra parte, porque
entendiendo estas expresiones en sentido contrario, no temiesen y dejasen de
agradar a los hombres, y fuesen de menos fruto estando encubiertos, y siendo
buenos, mostrándoles con qué fin se habían de manifestar: resplandezcan, dice, vuestras
obras delante de los hombres, de suerte que vean vuestras buenas obras y glorifiquen
a vuestro Padre que está en los Cielos. Así que no lo practiquéis porque os
vean, esto es, n con intención de que pongan los ojos en vosotros, pues por
vosotros sois nada, sino porque glorifiquen a vuestro Padre que está en los
Cielos, porque, vueltos a El, sean como vosotros. Esta máxima siguieron los
mártires, quienes se aventajaron y excedieron a los Escévolas, a los Curcios y
Decios, no sólo en, la verdadera virtud, sino también en la innumerable
multitud, no tomando por si mismos las penas y tormentos, sino sufriendo con
paciencia los que otros les daban. Pero, como aquéllos vivían en la ciudad
terrena, y se habían propuesto por ella, como fin principal de todas sus obligaciones,
su salvación y que reinase, no en el Cielo, sino en la tierra, no en la vida
eterna, no en el tránsito de los que mueren y en la sucesión de los que habían
de morir, qué habían de amar y estimar sino la honra Y gloria con que querían también
después de muertos vivir en las lenguas de los pregoneros de sus alabanzas?
CAPITULO XV: Del premio temporal con que pagó Dios las costumbres de los romanos.
Aquellos a quienes no habla de
dar Dios vida eterna en compañía de sus santos ángeles en su celestial ciudad, a
la que llegamos por el camino de la verdadera piedad, la cual no rinde el culto
que los griegos llaman la patria si no es a un solo Dios verdadero si a éstos
no les concediera ni aun esta gloria terrena, dándoles un excelente Imperio, no
les premiara y pagara sus buenas artes, esto es, sus virtudes, con que procuraban
llegar a tanta gloria. Porque de aquellos que parece practican alguna acción
buena para que los alaben y honren los hombres, dice también el Señor: De
verdad os dije que y a recibieron su recompensa. Pues bien, éstos despreciaron
sus intereses particulares por el interés común, esto es, por la República, y
por su tesoro resistieron a la avaricia, dieron libremente su parecer en el
Senado por el bien de su patria, viviendo inculpablemente conforme a sus leyes
y refrenando sus apetitos. Y con todas estas operaciones, como por un verdadero
camino aspiraron al honor, al Imperio y a la gloria, y así fueron honrados en
casi todas las naciones, fueron señores y dieron leyes a muchas gentes, y en la
actualidad tienen mucha gloria y fama en los libros e historias por así toda la
redondez del Universo, y, por consiguiente, no se pueden quejar de la justicia
del sumo y verdadero Dios, supuesto que en esta parte recibieron su premio.
CAPITULO XVI: Del premio de los ciudadanos santos de la Ciudad Eterna, a quienes pueden aprovechar los ejemplos de Las virtudes.
de los romanos
Pero muy distante de éste es el
premio y galardón de los santos que sufren también en esta vida con paciencia
los oprobios por la verdad de Dios, con la cual tienen ojeriza los amigos de
este mundo. Aquélla es la Ciudad sempiterna, allí ninguno nace, porque ninguno
muere, donde la felicidad es verdadera y cumplida, no diosa, sino don de Dios. De
allí procede la prenda que tenemos de nuestra fe, en tanto que, peregrinando
por acá, suspiramos por su hermosura. Allí no nace el sol sobre los buenos y
sobre los malos, sino que el sol de justicia sólo abriga a los buenos; allí no
habrá necesidad de mucha industria y trabajo para enriquecer el erario y tesoro
público con los pobres y escasos bienes de los particulares, donde el tesoro de
la verdad es común.
Por tanto, debemos creer que no
se dilató el romano Imperio sólo por la gloria y honor de los hombres, a fin de
que aquel galardón se diera a aquellos hombres, sino también para que los
ciudadanos de la Ciudad Eterna, en tanto que acá son peregrinos, pongan los
ojos con diligencia y cordura en semejantes ejemplos, y vean el amor tan grande
que deben ellos tener a la patria celestial por la vida eterna, cuando tanto
amor tuvieron sus ciudadanos a la terrena por la gloria y alabanza humana
CAPlTULO XVII
Qué fruto sacaron los romanos con
La guerra y cuánto hicieron a los que vencieron
Por lo respectivo a esta vida
mortal, que en pocos días se goza y se acaba, qué importa que viva el hombre
que ha de morir bajo cualquiera imperio o señorío, si los que gobiernan y
mandan no nos compelen a ejecutar operaciones impías e injustas? Acaso fueron
de algún daño o inconveniente los romanos a las naciones, a quienes después de
reducidas a su dominación impusieron sus leyes, sino sólo en cuanto esto se
hizo por medio de crueles guerras? Lo cual, si se hiciera con piedad, lo mismo se
lograra con mejor suceso, aunque fuera ninguna la gloria de los que triunfaban.
Porque tampoco los romanos dejaban de vivir debajo de sus propias leyes que
imponían a los otros; lo que si se hiciera sin intervención de Marte y Belona, de
modo que no tuviera lugar la victoria no venciendo nadie, donde nadie había
peleado, no fuera una misma suerte y condición de los romanos y la de las demás
gentes? Mayormente si luego se determinara lo que después se deliberó grata y
humanamente, ordenando que todos los vasallos que pertenecían al Imperio romano
gozasen de la naturaleza y privilegio de la ciudad, disfrutando el honor de los
ciudadanos romanos, siendo así común a todos la prerrogativa que antes era
peculiar de muy pocos, a excepción de aquel pueblo que no tuviese campos
propios y se sustentase y viviese de los públicos, cuyo sustento con más dulzura
y beneficencia lo sacaran de los que se conformaban voluntariamente con esta
sanción por mano de los prudentes gobernadores de la República que
consiguiéndolo por fuerza de los vencidos.
Porque no veo que importe para la
salud y buenas costumbres y para las mismas dignidades de los hombres que unos
sean vencedores y otros vencidos, salvo aquel vano fausto de la honra humana, con
el cual recibieron su galardón los que tanta ansia tuvieron de él, y tantas
guerras sostuvieron por su logro. Por ventura los campos y haciendas de los
vencidos no pagan su tributo? Acaso pueden ellos aprender y saber lo que los
otros no pueden? Por ventura no hay muchos senadores en otras provincias que ni
aun de vista conocen a Roma? Echemos a un lado la vanagloria. Y qué son todos
los hombres sino hombres? Que si la perversidad del siglo permitiera que los
virtuosos fueran los más honrados, aun de este modo no habría motivo para
estimar en mucho la honra humana, porque es humo de ningún peso y de ningún
momento; pero aprovechémonos también en estos sucesos de los beneficios de Dios
nuestro Señor. Consideremos cuántas bellas ocasiones despreciaron, cuántas
desgracias sufrieron, qué de apetitos propios vencieron por la gloria humana
los que la merecieron alcanzar como galardón y premio de sus virtudes, y
válganos también esta consideración para reprimir la soberbia; pues habiendo
tanta diferencia entre la ciudad donde nos han prometido que hemos de reinar y
entre esta terrena, cuanta hay del cielo a la tierra, del gozo temporal a la
vida eterna, de los vanos elogios a la gloria sólida, de la compañía de los
mortales a la sociedad de los ángeles, de la luz del sol y de la luna a la luz
del que hizo el sol y a la luna, no les parezca que han hecho una acción
heroica los ciudadanos de tan excelente patria, si por conseguirla practicaren
alguna obra buena o su fueren con paciencia algunas malas cuando los otros, por
alcanzar esta terrena, hicieron tantas proezas y sufrieron tantos infortunos, mayormente
cuando el perdón de los pecados, que va recogiendo los ciudadanos dispersos a
aquella eterna patria, tiene alguna semejanza con el asilo de Rómulo, donde la
remisión de cualesquiera delitos fue el mejor aliciente para congregar los
hombres y fundar aquella célebre ciudad.
CAPITULO XVIII: Cuán ajenos de vanagloria deban estar los cristianos, si hicieren alguna loable acción por el amor de la eterna patria, habiendo hecho tanto Ios romanos por La gloria humana y por la ciudad eterna.
Qué acción tan heroica será
despreciar todos los deleites y regalos de este mundo, por más apreciables que
sean, por aquella eterna y celestial patria, si por esta temporal y terrena se
animó Bruto a degollar a sus propios hijos, temeraria resolución a la que nunca
se obliga en aquélla! Pero, realmente, más dificultoso es el matar a los hijos
que lo que debemos nosotros hacer por ésta, y se reduce a que los tesoros que
hablamos de congregar y guardar para los hijos, o los repartamos con los pobres
o los abandonemos si hubiere alguna tentación que nos fuerce a hacerlo por la
fe y la justicia. Pues ni a nosotros ni a nuestros hijos nos hacen felices las
riquezas de la tierra, pues que lo hemos de perder en vida, o muriendo nosotros,
han de venir a poder de quien no sabemos o de quien no quisiéramos, sino Dios
es el que nos hace felices, que es la verdadera riqueza y tesoro de nuestras
almas; además que Bruto, por haber muerto a sus hijos, aun el mismo poeta que
le elogia le tiene por infeliz y despreciado, porque dice: Y siendo padre poco
dichoso, castigará a sus hijos que mueven guerras, deseando la libertad amable
de la patria, lleven como llevaren esto sus descendientes. Pero en el verso que
se sigue consuela al miserable héroe, diciendo: A esto le obligó el amor de la
patria y el deseo desordenado de ser celebrado en el mundo; estas dos
cualidades, la libertad y el deseo de elogios, son las que movieron a los
romanos a hacer empresas heroicas y maravillosas. Luego, si por obtener la
libertad de los que eran mortales y habían de morir, y por el deseo de la
lisonja humana, que son cualidades que apetecen los hombres, pudo un padre
matar a sus hijos, que acción heroica será, por la verdadera libertad que nos
exime de la esclavitud del demonio, del pecado y de la muerte y no por la
codicia de las humanas alabanzas, sino por el amor y caridad de libertar los
hombres, no de la tiranía del rey Tarquino, sino de la de los demonios y de
Luzbel, su príncipe, no digo ya matamos a los hijos, sino que a los pobres de
Jesucristo los tenemos en lugar de hijos?
Asimismo, si otro príncipe romano
llamado Torcuato, quitó la vida a su hijo porque, siendo provocado del enemigo,
con ánimo y brío juvenil peleó, no contra su patria, sino en favor de ella; mas
saliendo victorioso porque dio la batalla contra su orden y mandato, esto es, contra
lo que el general, su padre, le había mandado, porque no fuese mayor
inconveniente el ejemplo de no haber obedecido la orden de su general: qué
gloria hubo en matar al enemigo, para qué se han de jactar los que por las órdenes
y mandamientos de la patria celestial desprecian todos los bienes de la tierra
que se estiman y aman menos que los hijos? Si Furio Camilo, después de haber
apartado de las cervices de su ingrata patria el yugo de los veyos, sus
inexorables enemigos, y no obstante de haberle condenado y desterrado de ella
por envidia sus émulos, con todo, la libertó segunda vez del poder de los galos,
porque no tenía otra mejor patria adonde pudiese vivir con más gloria, por qué
se ha de ensoberbecer como si ejecutara alguna acción plausible el que, habiendo
acaso padecido en la Iglesia alguna gravísima injuria en su honra por los
enemigos carnales, no se pasó a sus enemigos, los herejes, o porque él mismo no
levantó contra ella herejía alguna, sino que antes la defendió cuanto pudo de
los perniciosos errores de los herejes, no habiendo otra ciudad, no donde se
pase la vida con honor y aplauso de los hombres, sino donde se pueda conseguir
la vida eterna'?
Mucio, para que se efectuara la
paz con el rey Porsena, que tenía muy apretados a los romanos con su ejercito, porque
no pudo matar al mismo Porsena, y por yerro mató a otro por él, puso la mano en
presencia del rey sobre unas brasas que en una ara estaban ardiendo, asegurándole
que otros tan valerosos como él se habían conjurado en su muerte, y teniendo el
rey su fortaleza y asechanzas, sin dilación ajustó la paz y alzó la mano de
aquella guerra; pues, si esto sucedió así, quién ha de zaherir o dar en cara al
rey sus méritos, no al de los Cielos, aun cuando hubiere aventurado por él, no
digo yo una mano, no haciéndolo de su voluntad, sino aun cuando padeciendo por
alguna persecución, dejare abrasar todo su cuerpo? Si Curcio, armado, arremetiendo
el caballo, se arrojó con él en un boquerón por donde se había abierto la tierra,
porque en esta acción heroica obedecía a los oráculos de sus dioses, que
ordenaron que echasen allí la mejor prenda que tuviesen los romanos, y no pudiendo
entender otra cosa, advirtiendo que florecían en hombres y armas, sino que era
necesario por mandado de los dioses que se arrojase en aquella horrible
abertura algún hombre armado, cómo se atreve a decir que ha hecho algo grande
por la eterna patria el que cayendo en poder de algún enemigo de su fe, muriese
no arrojándose voluntariamente al riesgo de semejante muerte, sino lanzado por
su enemigo; ya que tiene otro oráculo más cierto de su Señor, y del rey de su
patria, donde le dice: No queráis temer a los que matan el cuerpo y no pueden
matar el alma?
Si los Decios, consagrando su
vida en cierto modo, se ofrecieron solemnemente a la muerte para que con ella y
con su sangre, aplacada la ira de los dioses, se librase el ejército romano, en
ninguna manera se ensoberbezcan los santos mártires, como si hicieran alguna
acción digna de alcanzar parte en aquella patria, donde hay eterna y verdadera
felicidad, si amando hasta derramar su sangre, no sólo a sus hermanos, por
quienes era derramada, sino, como Dios se lo manda, a los mismos enemigos que
se la hacían derramar, pelearon con fe llena de caridad y con caridad llena de
fe.
Marco Pulvilo en el acto de
dedicar el templo de Júpiter, Juno y Minerva, advirtiéndole cautelosamente sus
émulos y envidiosos que su hijo era muerto, para que turbado con tan triste
nueva dejase la dedicación y la honra y gloria de ella la llevase su compañero,
hizo tan poco caso de la noticia, que mandó cuidasen de su sepultura, triunfando
de esta manera en su corazón la codicia de gloria del sentimiento de la pérdida
de su hijo: pues qué heroicidad dirá que ha hecho por la predicación del Santo Evangelio
con que se libran de multitud de errores los ciudadanos de la soberana patria, aquel
a quien estando solícito de la sepultura de su padre, le dice el Señor: Sígueme
y deja a los muertos enterrar sus muertos?
Si Marco Régulo, por no
quebrantar juramento prestado en manos de sus crueles enemigos quiso volver a
su poder desde la misma Roma, porque, según dicen, respondió a los romanos que
le querían detener, que después que había sido esclavo de los africanos no podía
tener allí el estado y dignidad de un noble y honrado ciudadano, y los
cartagineses, porque peroró contra ellos en el Senado romano, le mataron con
graves tormentos, qué tormentos no se deben despreciar por la fe de aquella patria,
a cuya bienaventuranza nos conduce la misma fe? O qué es lo que se le da a Dios
en retorno por todas las mercedes que nos hace, aun cuando por la fe que se le
debe padeciere el hombre otro tanto cuanto padeció Régulo por la fe que debía a
sus perniciosos enemigos?
Y cómo se atreverá el cristiano a
alabarse de la pobreza que voluntariamente ha abrazado para caminar en la
peregrinación de esta vida más desembarazada por el camino que lleva a la
patria, adonde las verdaderas riquezas es el mismo Dios, oyendo y leyendo que
Lucio Valerio, cogiéndole la muerte siendo cónsul, murió tan pobre, que le
enterraron hicieron sus exequias con la suma que el pueblo contribuyó de
limosna? Qué dirá oyendo o leyendo que a Quinto Cincinato, que poseía entre su hacienda
tanto cuanto podían arar en un día cuatro yugadas de bueyes, labrándolo y
cultivándolo todo con sus propias manos, le sacaron del arado para crearle
dictador, cuya dignidad era aún más honrada y apreciada que la de cónsul, y que
después de haber vencido a los enemigos y adquirido una suma gloria, perseveró
viviendo en el mismo estado? O qué estupenda acción se alabará que hizo el que
por ningún premio de este mundo se dejó apartar de la compañía de la eterna
patria, viendo que no pudieron tantas dádivas y dones de Pirro, rey de los
epirotas, prometiéndole aun la cuarta parte de su reino, mudar a Fabricio de
dictamen, ni precisarle por este arbitrio a que dejase la ciudad de Roma, queriendo
más vivir en ella como particular en su pobreza, sin oficio público alguno?
Porque teniendo ellos su
República, esto es, la hacienda del pueblo, la hacienda de la patria, la
hacienda Común, opulenta y próspera, experimentaron en sus casas tanta pobreza
que echaron del Senado, compuesto de hombres indigentes, y privaron de los honores
de la magistratura por nota y visita del censor, a uno de ellos que había sido
cónsul dos veces, porque se averiguó que poseía una vajilla cuyo valor ascendía
como hasta diez libras de plata. Si estos mismos eran tan pobres, éstos, con cuyos
triunfos crecía el tesoro público, acaso todos los cristianos que con otro fin
más laudable hacen comunes sus riquezas, conforme a lo que se escribe en los
hechos apostólicos, que la distribuían entre todos, conforme a la necesidad de
cada uno, y ninguno decía que tenía cosa alguna propia, sino que todo era de
todos en común no advierten que no les debe mover la lisonjera aura de la
vanagloria cuando ejecuten acción semejante por alcanzar la compañía de los
ángeles; habiendo los otros hecho casi otro tanto por conservar la gloria de
los romanos?
Estas y otras operaciones
semejantes, si alguna de ellas se halla en sus historias, cuándo fueran tan
públicas y notorias, cuándo la fama las celebrara tanto, si el Imperio romano, tan
extendido por todo el mundo, no se hubiere amplificado con magníficos sucesos? Así
que, con este Imperio tan vasto y dilatado, de tanta duración, tan célebre y
glorioso por virtudes de tantos y tan famosos hombres, recompensó Dios, no sólo
a la intención de estos insignes romanos con el premio que pretendían, sino que
también nos propuso ejemplos necesarios para nuestra advertencia y utilidad
espiritual, a fin de que, si no poseyésemos las virtudes a que comoquiera son
tan parecidas éstas que los romanos ejercitaron por la gloria de la ciudad terrena,
sino las tuviésemos por la ciudad de Dios, nos avergoncemos y confundamos; y si
las tuviésemos, no nos, ensoberbezcamos. Porque, como dice el Apóstol. no son
dignas las pasiones de éste tiempo de la gloria que se ha de manifestar en
nosotros; pero para la gloria humana y la de este siglo, por bastante loable, y
digna de imitación se tuvo la ejemplar vida que éstos hacían. Y por lo mismo
también concedió Dios a los judíos que crucificaron a Jesucristo, revelándonos en
el Nuevo Testamento lo que había estado encubierto en el Viejo, y
manifestándonos que debemos adorar un solo Dos, no por los beneficios terrenos
y temporales que la Providencia divina, sin diferencia, distribuye entre los
buenos y los malos, sino por la vida eterna, por los dones y premios perpetuos
y por la compañía de la misma ciudad soberana, con muy justa razón, digo, concedió
y entregó a los judíos a la gloria de los gentiles, para que éstos, que
buscaron y consiguieron con la sombra de algunas virtudes de gloria terrena, venciesen
a los que con sus grandes vicios quitaron afrentosamente la vida y despreciaron
al dador y dispensador de la verdadera gloria y ciudad eterna.
CAPITULO XIX: De La diferencia que hay entre el deseo de gloria y el deseo de dominar.
Pero hay notable diferencia entre
el deseo de la gloria humana y el deseo del dominio y señorío; pues aunque sea
fácil que el que gusta con exceso de la gloria humana apetezca también con gran
vehemencia el dominio, con todo los que codician la verdadera gloria, aunque
sea de las humanas alabanzas, procuran no disgustar a los que hacen recta
estimación y discreción de las cosas; porque hay muchas circunstancias buenas
en las costumbres, de las cuales muchos opinan bien y las estiman, no obstante
que algunos no las posean, y procuran por ellas aspirar a la gloria, al imperio
y al dominio, de quien dice Salustio que lo solicitan por el verdadero camino. Pero
cualquiera que sin deseo de la gloria con que teme el hombre disgustar a los
que hacen justa estimación de las cosas, desea el imperio y dominio, aun
públicamente por manifiestas maldades, por lo general procura alcanzar lo que
apetece; y así el que anhela la adquisición de la gloria, una de dos: o la
procura por el verdadero camino, o, a lo menos, por vía de cautelas y engaños, queriendo
parecer bueno no siéndolo. Por eso es gran virtud del que posee las virtudes
menospreciar la gloria, porque el desprecio de ella está presente a los ojos de
Dios, sin cuidar de descubrirse al juicio y aprecio de los hombres. Pues
cualquiera acción que ejecutare a los ojos de los mortales, a fin de dar a entender
que desprecia la gloria si creen que lo hace para mayor alabanza, esto es, para
mayor gloria, no hay cómo pueda mostrar al juicio de los sospechosos que es su
intención muy distinta de la que ellos imaginan. Mas el que vilipendia los
juicios de los que le elogian, menosprecia también la temeridad de los
maliciosos, cuya salvación, si él es verdaderamente bueno, no desprecia; porque
es tan justo el que tiene las virtudes que dimanan del espíritu de Dios, que
ama aun a sus mismos enemigos y de tal modo los estima, que a los maldicientes
y que murmuran de él, corregidos y enmendados los desea tener por compañeros, no
en la patria terrena, sino en la del Cielo, y por lo que se refiere a los que
le alaban, aunque no, haya asunto de que ponderen sus virtudes; pero no deja de
hacer caudal de que le amen, ni quiere engañar a éstos. cuando le elogian por
no engañarlos cuando le aman. Y por eso procura en cuanto puede que antes sea
glorificado aquel señor de quien tiene el hombre todo lo que en él con razón
puede engrandecer. Mas el que menosprecia la gloria y apetece el mando y
señorío, excede al de las bestias en crueldades y torpezas.
Y tales fueron algunos romanos, que
después de haber dado a través con el anhelo de su reputación, no por eso se desprendieron
del deseo insaciable del dominio. De muchos de éstos nos da noticia exacta la
Historia; pero el que primero subió a la cumbre, y como a la torre de homenaje
de este vicio, fue el emperador Nerón, tan disoluto y afeminado, que pareciera
que no se podía temer de él operación propia de hombre, sino tan cruel que
debería decirse con razón no podía haber en él sentimientos mujeriles si no se
supiera. Ni tampoco estos tales llegan a ser príncipes y señores sino por la
disposición de la divina Providencia, cuando a ella le parece que los defectos
humanos merecen tales señores. Claramente lo dice Dios, hablando en los
Proverbios, su infinita sabiduría: Por mí reinan los reyes, y los tiranos por
mí son señores de la tierra. Mas por cuanto por los tiranos no se dejarán de
entender los reyes perversos y malos, y no según el antiguo modo de hablar, los
poderosos, como dijo Virgilio: Gran parte y segura prenda de la paz y amistad que
deseo será para mi el haber tocado la diestra de vuestro tirano; muy claramente
se dice de Dios en otro lugar: Que hace reine un príncipe malo por los pecados
del pueblo; por lo cual, aunque según mi posibilidad he declarado bastantemente
la causa por qué Dios verdadero uno y justo, ayudó a los romanos que fueron
buenos, según cierta forma de ciudad terrena, para que alcanzasen la gloria y
extensión de tan grande Imperio; sin embargo, pudo haber también otra causa más
secreta, y debió ser los diversos méritos del género humano, los cuales conoce
Dios mejor que nosotros; y sea lo que fuere, con tal que conste entre todos los
que son verdaderamente piadosos que ninguno, sin la verdadera piedad, esto es, sin
el verdadero culto del verdadero Dios, puede tener verdadera virtud, y que ésta
no es verdadera cuando sirve a la gloria humana; con todo, los ciudadanos que
no lo son de la Ciudad Eterna, que en las divinas letras se llama la Ciudad de
Dios, son más importantes y útiles a la ciudad terrena cuando tienen también
esta virtud, que no cuando se hallan sin ella. Y cuando los que profesan
verdadera religión viven bien y han cultivado esta ciencia de gobernar cl
pueblo, por la misericordia de Dios alcanzan esta alta potestad, no hay
felicidad mayor para las cosas humanas. Y estos tales, todas cuantas virtudes
pueden adquirir en esta vida no las atribuyen sino a la divina gracia, que fue
servida dárselas a los que las quisieron, creyeron y pidieron, y juntamente con
esto saben lo mucho que les falta para llegar a la perfección de la justicia, cual
la hay en la compañía de aquellos santos ángeles, para la cual se procuran
disponer y acomodar. Y por más que se alabe y celebre, la virtud, que sin la
verdadera religión sirve a la gloria de los hombres, en ninguna manera se debe
comparar con los pequeños principios de los santos, cuya esperanza se funda y
estriba en la divina misericordia.
CAPITULO XX: Que tan torpemente sirven las virtudes a la gloria humana como al deleite del cuerpo.
Acostumbran los filósofos, que Ponen
fin de la bienaventuranza humana en la misma virtud, para avergonzar a algunos
otros de su misma profesión, que, aunque aprueban las virtudes, con todo, las
miden con el fin del deleite corporal, pareciéndoles que éste se debe desear
por sí mismo, y las virtudes por él; suelen, digo, pintar de palabra una tabla,
donde esté sentado el deleite en un trono real como una reina delicada y
regalada, a quien estén sujetas como criadas las virtudes, pendientes o
colgadas de su boca, para hacer lo que les ordenare, mandando a la prudencia
que busque con vigilancia arbitrio para que reine el deleite y se conserve; previniendo
a la justicia que acuda con los beneficios que pueda para granjear las
amistades que fueren necesarias para conseguir las comodidades corporales; que
a nadie haga injuria, para que estando en su vigor las leyes, pueda el deleite
vivir seguro; ordenando a la fortaleza que si al cuerpo le sobreviniere algún
dolor, por el cual no le sea forzoso el morir, tenga a su señora, esto es, al
deleite, fuertemente impreso en su imaginación, para que con la memoria de los
pasados contentos y gustos alivie el rigor de la presente aflicción; prescribiendo
a la templanza que se sirva moderadamente de los alimentos y de los objetos que
le causaren gusto, de modo que por la demasía no turbe a la salud algún manjar
dañoso, y padezca notable menoscabo el deleite. El mayor que hay le hacen
igualmente consistir los epicúreos en la salud de cuerpo; y así las virtudes, con
toda la autoridad de su gloria, servirán al deleite como a una mujercilla
imperiosa y deshonesta.
Dicen que no puede idearse
representación más ignominiosa y fea que esta pintura, ni que más ofenda a los
ojos de los buenos, y dicen la verdad. Con todo, soy de dictamen no llegará la
pintura bastantemente al decoro que se le debe, si también fijamos otro tal, adonde
las virtudes sirvan a la gloria humana; porque, aunque esta gloria no sea una
regalada mujer, con todo, es muy arrogante y tiene mucho de vanidad. Y así no
será razón que la sirva lo sólido y macizo que tienen las virtudes, de manera
que nada provea la prudencia, nada distribuya la justicia, nada sufra la
fortaleza, nada modere la templanza, sino con el fin de complacer a los hombres
y de que sirva al viento instable de la vanagloria. Tampoco se separarán de
esta fealdad los que como vilipendiadores de la gloria no hacen caso de los
juicios ajenos, se tienen por sabios y están muy pegados y complacidos de su
ciencia Porque la virtud de éstos, si alguna tienen, en cierto modo se viene a
sujetar a la alabanza humana, puesto que el que está agradado de sí mismo no
deja de ser hombre; pero el que con verdadera religión cree y espera en Dios, a
quien ama, más mira y atiende a las cualidades en que está desagradado de sí, que
a aquéllas, si hay algunas en él, que no tanto le agraden a él cuanto a la
misma verdad, y esto con que puede ya agradar, no lo atribuye sino a la
misericordia de Aquel a quien teme desagradar, dándole gracias por los males de
que le ha sanado, y suplicándole por la curación de los otros que tiene todavía
por sanar.
CAPITULO XXI: Que la disposición del Imperio romano fue por mano del verdadero Dios, de quien dimana toda potestad, y con cuya providencia se gobierna todo.
Siendo cierta, como lo es, esta
doctrina, no atribuyamos la facultad de dar el reino y señorío sino al
verdadero Dios, que concede la eterna felicidad en el reino de los Cielos a
sólo los piadosos; y el reino de la tierra a los píos y a los impíos, como le agrada
a aquel a quien si no es, con muy justa razón nada place. Pues, aunque hemos ya
hablado de lo que quiso descubrirnos para que lo supiésemos, con todo, es
demasiado empeño para nosotros, y sobrepuja sin comparación nuestras fuerzas
querer juzgar de los secretos humanos y examinar con toda claridad los méritos
de los reinos. Así que aquel Dios verdadero que no deja de juzgar ni de
favorecer al linaje humano, fue el mismo que dio el reino a los romanos cuando
quiso y en cuanto quiso, y el que le dio a los asirios, y también a los persas,
de quienes dicen sus historias adoraban solamente a dos dioses, uno bueno y
otro malo; por no hacer referencia ahora del pueblo hebreo, de quien ya dije lo
que juzgué suficiente, y cómo no adoró sino a un solo Dios, y en qué tiempo
reinó. El que dio a los persas mieses sin el culto de la diosa Segecia, el que les
concedió tantos beneficios y frutos de la tierra sin intervenir el culto
prestado a tantos dioses como éstos multiplican, dando a cada producción el
suyo, y aun a cada una muchos, el mismo también les dio el reino sin la
adoración de aquéllos, por cuyo culto creyeron éstos que vinieron a reinar. Y
del mismo modo les dispensó también a los hombres, siendo el que dio el reino a
Mario el mismo que le dio a Cayo César; el que a Augusto, el mismo también a
Nerón; el que a los Vespasianos, padre e hijo, benignos y piadosos emperadores,
el mismo le dio igualmente al cruel Domiciano; y por qué no vamos discurriendo
por todos en particular? El que le dio al católico Constantino, el mismo le dio
al, apóstata Juliano, cuyo buen natural le estragó por el anheló y codicia de
reinar una sacrílega y abominable curiosidad. En estos vanos pronósticos y
oráculos esta enfrascado este impío monarca cuando, asegurado en la certeza de
la victoria, mandó poner fuego a los bajeles en que conducía el bastimento necesario
para sus soldados; después, empeñándose con mucho ardimiento en empresas
temerarias e imposibles, y muriendo a manos de sus enemigos en pago de su
veleidad, dejó su ejército en tierra enemiga tan escaso de vituallas y víveres,
que no pudieron salvarse ni escapar de riesgo tan inminente si, contra el buen
agüero del dios Término, de quien tratamos en el libro pasado, no demudaran los
términos y mojones del Imperio romano; porque el dios Término, que no quiso
ceder a Júpiter, cedió a la necesidad. Estos sucesos, ciertamente, sólo el Dios
verdadero los rige y gobierna como le agrada. Y aunque sea con secretas y
ocultas causas, hemos, por ventura, de imaginar por eso que son injustas?
CAPITULO XXII: Que los tiempos y sucesos de las guerras penden de la voluntad de Dios.
Y así como está en su albedrío, justos
juicios y misericordia el atribular o consolar a los hombres, así también está
en su mano el tiempo y duración de las guerras, pudiendo disponer libremente
que unas se acaben presto y otras más tarde. Con invencible presteza y brevedad
concluyó Pompeyo la guerra contra los piratas, y Escipión la tercera guerra
púnica, y también la que sustentó contra los fugitivos gladiadores, aunque con
pérdida de muchos generales y dos cónsules romanos, y con el quebranto y
destrucción miserable de Italia; no obstante que al tercer año, después de
haber concluido y acabado muchas conquistas, se finalizó. Los Picenos, Marios y
Pelignos, no ya naciones extranjeras, sino italianas, después de haber servido
largo tiempo y con mucha afición bajo el yugo romano, sojuzgando muchas
naciones a este Imperio, hasta destruir a Cartago, procuraron recobrar su
primitiva libertad. Y esta guerra de Italia, en la que muchas veces fueron
vencidos los romanos, muriendo dos cónsules y otros nobles senadores, con todo,
no duró mucho, porque se acabó al quinto año; pero la segunda guerra púnica, durando
dieciocho años, con terribles daños y calamidades de la República, quebrantó y
casi consumió las fuerzas de Roma; porque en solas dos batallas murieron casi
70, 000 de los romanos. La primera guerra púnica duró veintitrés años, y la
mitridática, cuarenta.
Y porque nadie juzgue que los
primeros ensayos de los romanos fueron más felices y poderosos para concluir
más presto las guerras en aquellos tiempos pasados, tan celebrados en todo
género de virtud, la guerra samnítica duró casi cincuenta años, en la que los
romanos salieron derrotados, que los obligaron a pasar debajo del yugo. Mas por
cuanto no amaban la gloria por la justicia, sino que parece amaban la justicia
por la gloria, rompieron dolorosamente la paz y concordia que ajustaron con sus
enemigos.
Refiero esta particularidad, porque
muchos que no tienen noticia exacta de los sucesos pasados, y aun algunos que
disimulan lo que saben, si advierten que en los tiempos cristianos dura un poco
más tiempo alguna guerra, luego con extraordinaria arrogancia se conmueven
contra nuestra religión, exclamando que si no estuviera ella en el mundo y se
adoraran los dioses con la religión antigua, que ya la virtud y el valor de los
romanos, que con ayuda de Marte y Belona acabó con tanta rapidez tantas guerras,
también hubiera concluido ligeramente con aquélla. Acuérdense, pues, los que lo
han leído cuán largas y prolijas guerras sostuvieron los antiguos romanos, y
cuán varios sucesos y lastimosas pérdidas. según acostumbra a turbarse el mundo,
como un mar borrascoso con varias tempestades, que motivan semejantes trabajos
confiesen al fin lo que no quieren, y dejen de mover sus blasfemas lenguas
contra Dios, de perderse a sí mismo y de engañar a los ignorantes.
CAPITULO XXIII: De la guerra en que Radagaiso, rey de los godos, que adoraba a los demonios, en un día fue vencido con su poderoso ejército.
Pero lo que en nuestros tiempos, y
hace pocos años, obró Dios con admiración universal y ostentando su infinita
misericordia, no sólo no lo refieren con acción de gracias, sino que cuanto es
en sí procuran sepultarlo en el olvido, si fuese posible, para que ninguno
tenga noticia de ello. Este prodigio, si nosotros le pasásemos también en
silencio, seríamos tan ingratos como ellos.
Estando Radagaiso, señor de los
godos, con un grueso y formidable ejército cerca de Roma, amenazando a las
cervices de los romanos su airada segur, fue roto y vencido en un día con tanta
presteza, que sin haber ni un solo muerto, pero ni aun un herido entre los
romanos, murieron más de 100, 000 de los godos; y siendo Radagaiso hecho
prisionero, pagó con la vida la pena merecida por su atentado. Y si aquel que
era tan impío entrara en Roma con tan numeroso y feroz ejército, a quién perdonara?
A qué lugares de mártires respetara? En qué persona temiera a Dios, cuya sangre
no derramara, cuya castidad no violara? Y qué de bondades publicaran éstos en
favor de sus dioses? Con cuánta arrogancia nos dieran en rostro que por eso
había vencido, por eso había sido tan poderoso, porque cada día aplacaba y
granjeaba la voluntad de los dioses con sus sacrificios, que no permitía a los
romanos ofrecer la religión cristiana: pues aproximándose ya al lugar donde por
permisión divina fue vencido, corriendo entonces su fama por todas partes, oí
decir en Cartago que los paganos creían, esparcían y divulgaban que él, por
tener a sus dioses por amigos y protectores, a quienes era notorio que
sacrificaba diariamente, no podía, de ningún modo ser vencido por los que no
hacían semejantes sacrificios a los dioses romanos ni permitían que nadie los hiciera?
Y dejan los miserables de ser
agradecidos a una tan singular misericordia de Dios como ésta; pues habiendo
determinado castigar con la invasión de los bárbaros la mala vida y costumbres
de los hombres dignos de otro mayor castigo, templó su indignación con tanta
mansedumbre, que permitió ante todas cosas que milagrosamente Radagaiso fuese
vencido, para que no se diese la gloria, para derribar los ánimos de los
débiles a los demonios, a quienes constaba que él rendía culto y adoración. Y, además
de esto, siendo después entrada Roma por aquellos bárbaros, hizo que, contra el
uso y costumbre de todas las guerras pasadas, los mismos amparasen, por
reverencia a la religión cristiana, a los que se acogían a los lugares santos, los
cuales eran tan contrarios por respeto del nombre cristiano a los mismos
demonios y a los ritos de los impíos sacrificios en que el otro confiaba, que
parecía que sustentaban más cruel y sangrienta la guerra con ellos que con los
hombres; con cuyos prodigiosos triunfos, el verdadero Señor y Gobernador del
mundo, primeramente, castigó a los romanos con misericordia, y después, venciendo
maravillosamente a los que sacrificaban a los demonios, demostró que aquellos
sacrificios no eran necesarios para conseguir el remedio en las presentes
calamidades, sólo con el loable objeto de que los que no fuesen muy obstinados
y pertinaces, sino que con prudencia considerasen el milagro, no abdicasen la
verdadera religión por los infortunios y necesidades presentes; antes la
tuviesen más asidua con la fidelísima esperanza de alcanzar la vida eterna,.
CAPITULO XXIV: Cuán verdadera y grande sea la felicidad de los emperadores cristianos.
Tampoco decimos que fueron
dichosos y felices algunos emperadores cristianos porque reinaron largos años, porque
muriendo con muerte apacible dejaron a sus hijos en el Imperio, porque
sujetaron a los enemigos de la República, o porque pudieron no sólo guardarse
de sus ciudadanos rebeldes, que se habían levantado contra ellos, sino también
oprimirlos. Porque estos y otros semejantes bienes o consuelos de esta
trabajosa vida también los merecieron y recibieron algunos idólatras de los
demonios que no pertenecen al reino de Dios, al que pertenecen éstos. Y esto lo
permitió por su misericordia, para que los que creyeren en él no deseasen ni le
pidiesen estas felicidades como sumamente buenas. Sin embargo, los llamamos
felices y dichosos; cuando reinan justamente, cuando entre las lenguas de los
que los engrandecen y entre las sumisiones de los que humildemente los saludan
no se ensoberbecen, sino que se acuerdan y conocen que son hombres; cuando
hacen que su dignidad y potestad sirva a la Divina Majestad para dilatar cuanto
pudiesen su culto y religión; cuando temen, aman y reverencian a Dios; cuando
aprecian sobremanera aquel reino donde no hay temor de tener consorte que se le
quite; cuando son tardos y remisos en vengarse y fáciles en perdonar; cuando
esta venganza la hacen forzados de la necesidad del gobierno y defensa de la
República, no por Satisfacer su rencor, y cuando le conceden este perdón, no
porque el delito quede sin castigo, sino por la esperanza que hay de corrección;
cuando lo que a veces, obligados, ordenan, con aspereza y rigor lo recompensan
con la blandura y suavidad de la misericordia, y con la liberalidad y largueza
de las mercedes y beneficios que hacen; cuando los gustos están en ellos tanto
más a raya cuanto pudieran ser más libres; cuando gustan más de ser señores de sus
apetitos que de cualesquiera naciones, y cuando ejercen todas estas virtudes no
por el ansia y deseo de la vanagloria, o por el amor de la felicidad eterna; cuando,
en fin, por sus pecados no dejan de ofrecer sacrificios de humildad, compasión
y oración a su verdadero Dios. Tales emperadores cristianos como éstos decimos
que son felices, ahora en esperanza, y después realmente cuando viniere el
cumplimiento de lo que esperamos.
CAPITULO XXV: De las prosperidades que Dios dio al cristiano emperador Constantino.
La bondad de Dios, a fin de que
los hombres que tenían creído debían adorarle por la vida eterna no pensasen
que ninguno podía conseguir las dignidades y reinos de la tierra, sino los que
adorasen a los demonios, porque estos espíritus en semejantes asuntos pueden
mucho, enriqueció al emperador Constantino, que no tributaba adoración a los
demonios, sino al mismo Dios verdadero, de tantos bienes terrenos cuantos nadie
se atreviera a desear. Concedióle asimismo que fundase una ciudad, compañera
del Imperio romano, como hija de la misma Roma; pero sin levantar en ella
templo ni estatua alguna consagrados a los demonios, reinó muchos años, poseyó
y conservó siendo él solo emperador augusto de todo el orbe romano; en la administración
y dirección de la guerra fue feliz y victorioso; en oprimir los tiranos tuvo
grande prosperidad. Cargado de años, murió de los achaques de la vejez, dejando
a sus hijos por sucesores en el Imperio. Además, para que ningún emperador apeteciese
profesar el cristianismo por el interés de alcanzar la felicidad de Constantino,
debiendo ser cada uno cristiano sólo por hacerse digno de conseguir la vida
eterna, se llevó mucho antes, a Joviano que a Juliano, permitiendo que Graciano
muriese a manos del hierro cruel, aunque con más humanidad que el gran Pompeyo,
que adoraba a los dioses romanos; porque a aquél no le pudo vengar a Catón, a
quien dejó en cierto modo por sucesor en la guerra civil; pero a éste, aunque
las almas piadosas no tengan necesidad de semejantes consuelos, le vengó
Teodosio, a quien había tomado por compañero en el Imperio, no obstante tener
un hermano pequeño, deseando más amistad sincera que mando despótico.
CAPITULO XXVI: De la fe y, religión del emperador Teodosio.
Y así Teodosio, en vida, no sólo
le guardó la fe que le debía, sino también después de muerto; porque habiendo
Máximo, que fue el que le dio a él la muerte, echado del Imperio a Valentiniano,
su hermano, que era aún muy pequeño, Teodosio, como cristiano, acogió al
huérfano y pupilo, asociándole en la parte de su Imperio; amparó con afecto de
padre al que desamparado de todos los auxilios humanos, sin dificultad alguna, podía
quitarle de delante, si reinara en su corazón más la codicia de extender su
Imperio y señorío que el deseo de hacer bien. Y así, acogiéndole y
conservándole la dignidad imperial, le alentó más y consoló con toda clase de
delicadezas y atenciones. Después, notando que con aquella deliberación se
había hecho Máximo muy terrible, áspero y cruel, en el mayor aprieto y
angustias que le causaban sus cuidados, no acudió a las curiosidades sacrílegas
e ilícitas; antes, por el contrario, envió su embajada a un santo varón que
habitaba en el yermo de Egipto, llamado Juan, el cual, por la fama que corría
de él, entendía que era siervo muy estimado de Dios, y que tenía espíritu de profecía,
de quien tuvo aviso cierto de que vencería a su enemigo; luego, habiendo muerto
al tirano Máximo, restituyó al joven Valentiniano, con una reverencia llena de
misericordia, en la parte de su Imperio de que le habían despojado. Y muerto
éste dentro de breve tiempo, ya fuese por asechanzas o por cualquier otro
motivo, o bien por casualidad, lleno de confianza por la respuesta profética
que había recibido, venció y oprimió a otro tirano, llamado Eugenio, que en
lugar de Valentiniano había sido elegido ilegítimamente en el Imperio, peleando
contra su formidable ejército más con la oración que con la espada. A soldados que
se hallaban presentes al referir que les sucedió arrancarles de las manos las
armas arrojadizas, corriendo un viento furiosísimo de la parte de Teodosio
contra los enemigos, el cual no sólo les arrebataba violentamente todo lo que
arrojaban, sino que los mismos dardos que les tiraban se volvían contra los que
los esgrimían; por los cual, también el poeta Claudiano, aunque enemigo del
nombre de Cristo, con todo, en honra y alabanza suya, dijo: Oh, sobremanera
regalado y querido de Dios, por quien el cielo y los vientos conjurados al son
de las trompetas acuden en su favor! Habiendo conseguido la victoria, como lo había
creído y dicho, hizo derribar una estatua de Júpiter, que contra él, no sé con
qué ritos, se había consagrado y colocado en los Alpes; y como los rayos que
tenían estas imágenes eran de oro, y diciendo sus adalides entre las burlas que
permitía aquella alegría, que quisieran ser heridos de aquellos rayos, se les
concedió la petición con júbilo y benignidad. A los hijos de sus enemigos que
habían muerto, no ya por orden suya, sino arrebatados del ímpetu y furia de la
guerra, acogiéndose, aun no siendo cristianos, a la Iglesia, con esta ocasión
quiso que fuesen cristianos, y como tales los amó con caridad cristiana, y no
sólo no les quitó la hacienda, sino que los acrecentó y honró con oficios y
dignidades. No permitió después de la victoria que ninguno con este motivo se
pudiese vengar de sus particulares enemistades. En las guerras civiles no se
portó como Cinna, Mario, Sila y otros semejantes, que después de acabadas no
quisieron que se terminasen, antes tuvo más pena de verlas comenzadas que ánimo
de que, concluidas, fuesen en daño de ninguno.
Entre todas estas revoluciones, desde
su ingreso en el Imperio, no deja de ayudar y socorrer a las necesidades de la
Iglesia promulgando leyes justas y benignas, la cual el hereje emperador
Valente, favoreciendo a los arrianos, había afligido en extremo, y se preciaba
más de ser miembro de esta Iglesia que de reinar en la tierra. Mandó que se
derribasen los ídolos de los gentiles, sabiendo bien que ni aun los bienes de
la tierra están en mano de los demonios, sino en la del verdadero Dios. Y qué acción
hubo más admirable que su religiosa humildad? Fue el caso que se vio obligado
por el pueblo, a instancias de algunos. que andaban a su lado, a. castigar un
grave crimen que cometieron los tesalónicos, a quienes ya por intercesión de
algunos obispos había prometido el perdón. Por esto fue corregido conforme al
estilo de la disciplina eclesiástica, y fue tal su compunción que, rogando a
Dios el pueblo por él, más lágrimas derramó viendo postrada en la tierra la
majestad del emperador que temor había manifestado cuando le vio cegado por la
ira.
Estas admirables acciones y otras
buenas obras hizo que sería largo referirlas, llevando siempre consigo el
desprendimiento del humo temporal de cualquier gloria y lisonja humana, de
cuyas buenas operaciones el premio es la eterna felicidad, la cual sólo da Dios
a los verdaderamente piadosos Pero todas las demás cualidades, ya, sean las más
celebradas fortunas o los subsidios necesarios de ésta vida, como son el mismo
mundo, la luz, el aire, la tierra, el agua, los frutos, el alma del mismo
hombre, el cuerpo, los sentidos, el espíritu y la vida lo da Dios a los buenos
y a los malos, en lo cual se incluye también cualquiera grandeza o exaltación
al trono, lo cual dispensa igualmente este gran Dios según lo piden los tiempos.
Según esto, advierto que
únicamente me resta responder a aquellos que, refutados y convencidos con
manifiestas razones y documentos, con que se demuestra evidentemente que para
la obtención de estas felicidades temporales, que solos los necios desean tener,
no aprovecha el número crecido de los dioses falsos, procuran, no obstante, defender
que se deben adorar esos númenes, no por el provecho y comodidad de la vida
presente, sino por la futura que se espera después de la muerte. Pues a los que
por las amistades mundanas quieren adorar vanidades, y se quejan que no los
permiten entregarse a los gustos y bagatelas de los sentidos, me parece que en
estos cinco libros les hemos respondido lo necesario. De los cuales, habiendo sacado
a luz los tres primeros, y empezando a andar ya en manos de muchos, oí decir
que algunos habían tomado la pluma y disponían no sé qué respuesta contra ellos.
Después me informaron asimismo que habían escrito, pero que aguardaban tiempo para
darlo al público a su salvo; a los cuales advierto que no deseen lo que no les
está. bien, porque es muy fácil parecer que ha respondido uno con no haber
querido callar.
Y qué cosa hay más locuaz y
sobrada de palabras que la vanidad? La cual no por eso puede lo que la verdad; pues
si quisiera, puede también dar muchas más voces que la verdad; si no, considérenlo
todo muy bien, y si acaso, mirándolo sin pasión de las partes, les pareciere
que es de tal calidad que más pueden echarlo a barato que desbaratarlo con su
procaz locuacidad y con su satírica y ridícula liviandad, repórtense y den de
mano a sus vaciedades, y quieran más ser antes corregidos por los prudentes que
alabados por los imprudentes. Porque si aguardan tiempo, no para decir
libremente la verdad, sino para tener licencia de decir mal, Dios los libre de
que les suceda lo que dice Tulio de uno, que por la licencia que tenía de pecar
se llamaba feliz. Oh miserable del que tuvo semejante licencia para pecar! Y
así cualquiera que imaginare que es feliz por la licencia que tiene de maldecir,
será mucho más dichoso si de ningún modo usare de tal permiso pudiendo aún
ahora, dejando aparte la vanidad de la arrogancia, como con pretexto de querer
saber la verdad, contradecir cuanto quisiere y cuanto fuere posible oír y saber
honesta, grave y libremente lo que hace al caso de boca de aquellos con quienes,
confiriéndolo en sana paz, lo preguntaren.
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