lunes, 5 de enero de 2015

LA CIUDAD DE DIOS 3.



LIBRO DUODECIMO: BONDAD Y MALICIA DE LOS ÁNGELES. CREACIÓN DEL HOMBRE.


CAPITULO PRIMERO: Cómo la naturaleza de los ángeles buenos y malos es una misma.


Antes de tratar de la creación del hombre, donde se descubrirá el origen y principio de las dos ciudades en lo tocante al linaje de los racionales y mortales, creo conducente, para mayor ilustración del asunto, referir primeramente algunos pasajes tocantes a los mismos ángeles, para demostrar, en cuanto alcanzasen nuestras fuerzas, con cuan justa causa y conveniencia decimos que forman juntamente una sociedad los hombres y los ángeles; de suerte, que adecuadamente se diga que las ciudades, esto es, las compañías, no son cuatro, es a saber: dos de ángeles y otras dos de hombres, sino solas dos, fundadas una en los buenos y otra en los malos, no sólo en los ángeles, sino también en los hombres.
No es licito dudar de que los apetitos entre sí contrarios que tienen los ángeles buenos y los malos no nacieron de la diferencia entre sus naturalezas y principios (habiendo criado a los unos y a los otros un solo Dios, que es autor y criador benigno de todas las sustancias espirituales y corporales); si no de la variedad de sus voluntades y deseos; habiendo perseverado constantemente los unos en el bien común a todos, que es el mismo Dios en su eternidad y caridad, y habiéndose los otros deleitado y pagado de su poder, como si ellos fueran su mismo bien, se apartaron del bien superior, beatífico, común a todos, y volviéronse a sí mismos teniendo el ostentoso fausto de su altivez por altísima eternidad, la astucia de la vanidad por verdad indefectible, y la afición de su parcialidad por una caridad individua, se hicieron soberbios, seductores y embusteros. Así que la causa de la bienaventuranza de los unos es unirse con Dios, y la causa de la miseria y desgracia de los otros es por el contrario, el no unirse con Dios por tanto, si cuando preguntamos: por qué los unos son bienaventurados?, no responden bien, porque están unidos con Dios; asimismo, cuando preguntamos por qué los otros son miserables?, se responde muy bien, porque no está unidos con Dios; pues no hay otro bien con que la criatura racional e intelectual pueda ser enteramente feliz sin Dios. Y por eso, aunque no todas las criaturas puedan ser bienaventuradas (porque no alcanzan este beneficio, ni son capaces de él las bestias, las plantas, las piedras y otros seres semejantes), sin embargo, las que pueden arribar a esta dicha no pueden serlo por sí propias, por cuanto fueron criadas de la nada, sino que han de ser bienaventuradas por aquel Señor por cuya poderosa mano fueron criadas; porque alcanzando a este Señor serán eternamente felices; y perdiéndole, miserables; y así aquel que es bienaventurado, y no con otro bien sino consigo mismo, no puede ser miserable porque no puede perderse a sí mismo.
Confesamos, pues, que el inmutable bien no es sino un solo Dios verdadero y bienaventurado, y todo cuanto hizo el Señor, aunque es bueno porque lo hizo, no obstante, son mudables y caducas todas las cosas que produjo porque no las hizo de sí, sino de la nada. Así que, aunque no sean sumos bienes para los que consideran a Dios por el mayor bien, con todo, son grandes e inestimables aquellos bienes mudables que pueden unirse para ser bienaventurados con el sumo bien inmutable, el cual es en tanto grado bien suyo, que sin él es absolutamente preciso que sean infelices. Tampoco son entre todas las criaturas las mejores las que no pueden ser miserables; pues no podemos decir que todos los demás miembros de nuestro cuerpo son mejores que los ojos, porque no pueden ser ciegos. Pero así como es mejor la naturaleza sensitiva, aun cuando está doliente, que la piedra, que no puede en modo alguno padecer dolor, así también la naturaleza racional es más excelente, aun siendo miserable, que la que carece de razón y sentido, y, por consiguiente, no es susceptible por su naturaleza de sufrir miseria ni infortunio alguno. Siendo esto cierto, realmente esta naturaleza, criada con tanta excelencia y adornada de tantas dotes y prerrogativas, aunque sea mudable, sin embargo, uniéndose con el bien inconmutable, esto es, con Dios todopoderoso, puede conseguir la bienaventuranza, y no se completa ni se llena su indigencia sino siendo bienaventurada, no bastando a llenar su vacío otro que el mismo Dios; y así verdaderamente, digo que el no unirse con el Señor es un vicio en ella; y todo vicio es dañoso a la naturaleza, y, por consiguiente, contrario a la naturaleza; luego la naturaleza que se une con Dios no se diferencia de la otra sino por el vicio, aunque con este vicio no deja de manifestar la naturaleza cuán noble y cuán excelente sea en su origen; porque donde el vicio con justa causa es reprendido, allí, sin duda, se alaba la naturaleza, puesto que una de las justas represensiones que se dan al vicio es porque con él se deshonra y afea la buena y loable naturaleza. Por eso cuando al vicio en la vista llamamos ceguera, hacemos ver que a la naturaleza de los ojos corresponde la facultad de ver; y cuando al vicio del oído llamamos sordera, demostramos que a su naturaleza pertenece el oír; así, siempre que decimos que es vicio de la criatura angélica el no unirse con Dios, con esta expresión evidentemente declaramos que conviene y es propio de su naturaleza unirse con Dios. Y cuán meritoria y loable acción sea el unirse con Dios para vivir perpetuamente con Él, saber con Él, alegrarse con Él, y gozar de tantos bienes sin error y sin molestia, quién dignamente lo podrá imaginar o expresar? Así también con el vicio de los ángeles, quienes no se unen a Dios por ser todo vicio perjudicial a la naturaleza, bastantemente se da a entender que Dios crió tan buena, tan pura y tan noble la naturaleza de los espíritus infernales, que les es sumamente nocivo el no estar unidos con Dios.


CAPITULO II: Que ninguna esencia es contraria a Dios, porque a aquel Señor que es, y siempre es, parece que se le opone todo lo que no es.


Sirva esta doctrina para que niguno imagine, cuando habláremos de los ángeles apóstatas, que pudieron tener otra naturaleza distinta, como criados por otro principio, y que Dios no es el autor de su naturaleza. Pues tanto más fácilmente se librará cualquiera de la impiedad de este error, cuanta fuese mayor la atención con que considere lo que dijo Dios por su ángel, cuando envió a Moisés por su legado a los hijos de Israel, significándole el nombre y autoridad del supremo príncipe y legislador que le enviaba por estas insinuantes y misteriosas palabras: Yo soy el que soy. Porque siendo Dios suma esencia, esto es, siendo sumo, y siendo por esto inmutable, a las cosas que crió de la nada dio el ser, pero no un ser sumo, como lo es su Divina Majestad. A unos distribuyó el ser en más y a otros en menos; y así ordenó respectivamente por sus grados la naturaleza de las esencias (porque así como del saber toma el nombre la sabiduría, así del ser se llama esencia; bien que con un nombre nuevamente inventado, no usado de los antiguos autores de la lengua latina, pero ya usado en nuestros tiempos para que no faltase en nuestro idioma la voz que los griegos denominan en la suya usia, pues esta palabra está traducida a la letra para decir y significar la esencia); y, por consiguiente, a la naturaleza que sumamente es, de cuya poderosa mano proceden todos los entes que tienen ser, no hay naturaleza contraria sino la que no es, pues a lo que es, se opone, o es contrario el no ser; y por eso, respecto de Dios, esto es, de la suma esencia y autor de todas y cualesquiera esencias, no hay esencia alguna contraria.


CAPITULO III: De los enemigos de Dios, no por naturaleza, sino por voluntad contraria, la cual, cuando a ellos les perjudica, sin duda que daña a una naturaleza buena, porque el vicio, si no daña, no existe.


Llámanse en la Sagrada Escritura enemigos de Dios los que contradicen y resisten a su mandado, no por impulso de su naturaleza, sino con sus vicios, con los cuales no son bastante poderosos a dañar al Señor en cosa alguna, sino a sí mismos. Pues son enemigos precisamente por la voluntad que tienen de resistir, y no por la potestad que obtengan de ofender, porque Dios es inmutable y totalmente incorruptible. Por eso el vicio con que resisten a Dios los que se llaman sus enemigos no es mal para Dios, sino para ellos mismos, y esto no por otra causa sino porque estraga en ellos lo bueno que tiene en sí la naturaleza. Así pues, la naturaleza no es contraria a Dios, sino el vicio, porque lo que es malo es contrario a lo bueno. Y quién podrá negar que Dios es sumamente bueno? El vicio, pues, es contrario a Dios, así como lo malo a lo bueno. También es un bien la naturaleza que vicia y estraga el vicio, por lo cual es contrario también a este bien; pero a Dios solamente, como a lo bueno lo malo; mas a la naturaleza que vicia no sólo es malo, sino dañoso; porque no hay mal alguno que sea dañoso a D, ios, sino a las naturalezas mudables y corruptibles; sin embargo, éstas son buenas por el testimonio aun de los mismos vicios; puesto que si no fueran buenas, los vicios no las pudieran causar daño. Porque qué es lo que les hacen con su daño, sino quitarles su integridad, hermosura, salud, virtud y todo lo bueno de que suele despojarse y desposeerse la naturaleza por el vicio? Lo cual, si totalmente no se halla en ella, así como no le priva de cosa buena, así tampoco le hará daño, y, consiguientemente, no será vicio; porque ser vicio y no hacer daño no puede ser. De donde se infiere que aunque el vicio no puede dañar al bien inmutable, sin embargo, no puede dañar sino a lo bueno, por cuanto no se halla sino donde hace daño. Puede decirse también que no puede haber vicio en el sumo bien, y que el vicio no puede existir si no es en algún objeto bueno. Por eso puede haber en alguna parte solas cosas buenas, y solas malas no las puede haber en ninguna; pues aun aquellas naturalezas que están estragadas por el vicio de una voluntad mala, en cuanto están viciadas y estragadas son malas, y en cuanto son naturaleza son buenas. Y cuando la naturaleza viciada está sufriendo penas además de lo que es ser naturaleza, también es bueno el no estar sin castigo, porque esto es justo, y todo lo justo sin duda es bueno. Porque ninguno paga las penas debidas por los vicios naturales, sino por los contrarios; pues hasta el vicio que por la costumbre habitual y por el demasiado fomento ha adquirido tales fuerzas que se ha hecho como natural, de la voluntad tomó su primer principio. Hablamos, pues, al presente, de los vicios de la naturaleza que posee un entendimiento capaz de la luz inteligible con la que distinguimos y diferenciamos lo justo de lo injusto.


CAPITULO IV: De la naturaleza de las cosas irracionales o que carecen de vida, la cual, en su género y orden, no desdice de la hermosura y decoro del Universo.


Pasando a la consideración de los demás seres, seguramente que el imaginar que los vicios de las bestias, árboles y de las demás cosas mudables y mortales, y que carecen de entendimiento, de sentido o vida con que su disoluble naturaleza se estraga y corrompe, son dignos de reprensión, es asunto digno de risa; habiendo recibido las criaturas este orden por voluntad de su Creador, para que, pereciendo unas y sucediendo otras, cumplan en su clase la interior hermosura corporal corceniente a las partes de este mundo. Por cuanto no habían de igualarse a las cosas celestiales las terrenas, ni debieron éstas faltar en el Universo, porque las otras son mejores. Cuando en estos lugares, donde convenía que hubiese tales seres, nacen unos faltando otros, rindiéndose los menores a los mayores, y convirtiéndose los vencidos en cualidades de los que vencen, éste es el orden que se observa en las cosas mudables y transitorias. El decoro y hermoso ornato de este admirable orden por eso nos deleita y satisface, porque estando nosotros incluidos y arrinconados en una parte de él según la condición de nuestra humana naturaleza, no podemos descubrir y observar el Universo, al cual con grande gracia y conveniencia cuadran las pequeñas partes que nos ofenden. Y así a nosotros en los puntos que somos menos idóneos para contemplar y descubrir la alta providencia del Creador, con justa causa se nos prescribe que la creámos, a fin de que no nos atrevamos, alucinados con la vanidad de la humana temeridad, a reprender y motejar en lo más mínimo las obras del Artífice supremo. Aunque si prudentemente consideramos los vicios de las cosas terrenas, que no son voluntarios ni penales, nos recomiendan a las mismas naturalezas, de las cuales no hay una sola cuyo autor y criador no sea Dios, porque aun respecto de ellas nos desagrada el que nos quite el vicio, lo que nos agrada, atendida solamente la naturaleza; a no ser que al hombre le descontenten las más veces las mismas naturalezas, cuando le son dañosas, no considerándolas precisamente por su respeto y esencia, sino atendiendo únicamente a su propia utilidad, como se refiere de aquellos animalejos cuya abundancia sirvió de azote para castigar la soberbia de los egipcios. Pero siguiendo este modo de opinar, también pondrán tacha en el sol, porque a ciertos delincuentes o deudores los condenan los jueces a que los pongan al sol. Así que, considerada la naturaleza en sí misma, y no conforme a la comodidad o incomodidad que nos resulta de sus influencias, da gloria a su artífice; y en esta conformidad la naturaleza del fuego eterno es también seguramente loable, aunque haya de ser penosa e insufrible a los impíos condenados. Porque qué objeto hay más hermoso y apacible a la vista que el fuego ardoroso, vivo y resplandeciente? Qué más útil cuando calienta, nos cura y pone en sazón lo que necesitamos para nuestro sustento, aunque no haya otro más insufrible cuando nos quema? El mismo que para un efecto es pernicioso, aplicado convenientemente y en debido tiempo es muy provechoso. Porque quién podría declarar las utilidades que tiene y causa en el Universo? Ni deben ser oídos los que en el fuego alaban la luz y reprenden el calor, porque le estiman, no por su naturaleza, sino conforme a su bienestar o incomodidad. Quieren ver y no arder; y no consideran que la misma luz que les agrada suele ser dañosa por la disconveniencia o perjuicio que les resulta a los que tienen los ojos llorosos y tiernos; y que en el mismo ardor que les desagrada acostumbran por su propia utilidad a vivir cómodamente algunos animales.


CAPITULO V: Que el Creador es loable en todos los modos y especies de la naturaleza.


Así que todas las naturalezas, en cuanto tienen ser y, por consiguiente, disfrutan de su orden respectivo, especie y cierta paz consigo mismas, sin duda son buenas; y también cuando residen allí, donde según el orden de la naturaleza deben estar, y conforme a la cualidad y esencia que recibieron, conservan su ser; y las que no recibieron siempre el ser según el estilo y movimiento de las cosas a que por expresa ley del que las gobierna están sujetas, se mudan a un estado mejor o peor, dirigiéndose y caminando por las rectas sendas de la divina Providencia, al fin que incluye en sí la razón principal del gobierno del Universo; de modo que ni la corrupción tan notable, cuanta es la que reduce las naturalezas inestables, mudables y mortales, hasta acabar con ellas con la muerte hace, de tal suerte no ser lo que era, que consiguientemente no resulte y se haga de allí lo que debía ser. Lo cual siendo cierto, Dios, que sumamente es, y por eso toda esencia es obra de sus manos (la cual no es suma porque no debía ser igual al Señor lo que se hizo de la nada, y no podía ser ni existir de modo alguno si no fuera hecha por Dios), ni por la ofensa de vicio alguno debe ser reprendido; antes, por la consideración de todas las naturalezas, debe ser alabado.


CAPITULO VI: Cuál es la causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos y de la miseria.

de los ángeles malos

Por tanto, inferimos rectamente que la verdadera causa de la bienaventuranza de los ángeles buenos es porque están unidos con él, que es el sumo Ser entre todos los seres. Y cuando indagamos la causa de la miseria de los ángeles malos, con razón se nos ofrece que es porque, volviendo las espaldas al sumo Dios, se miraron a sí mismos, que no son sumos u omnipotentes; y a este vicio cómo le designaremos, sino con el nombre de soberbia? Porque la soberbia es el origen de todo pecado. No quisieron, pues, referir a Dios su fortaleza, y los que fueran más, si se unieran con el Señor, que es sumo, prefiriéndose a El, antepusieron lo que realmente es menos. Este fue el primer defecto, la primera falta y el primer vicio de la naturaleza angélica, que fue criada en tal conformidad, que no fue suma, aunque pudo gozar, obteniendo la bienaventuranza de aquel, Señor, que es sumo a quien, volviendo las espaldas, aunque no se aniquiló, pero fue menos que era, y, por tanto, eternamente infeliz. Y si buscamos la causa eficiente de una voluntad tan perversa, hallaremos que es nada. Porque qué es lo que hace mala a la voluntad, cuando obra alguna acción pecaminosa? Luego la voluntad es la causa eficiente de la mala obra, y la causa principal de la mala voluntad es nada; porque si es algo, o tiene o no tiene voluntad. Si la tiene, la tiene, sin duda, o buena o mala; si buena, quién ha de ser tan ignorante que diga que la voluntad buena hace a la voluntad mala? Porque si así fuese, la voluntad buena sería causa del pecado, lo que no puede imaginarse. Pero si lo que constituye la voluntad mala también tiene voluntad mala, pregunto: Qué causa es la que la hizo? Y para no proceder de un modo infinito, vuelvo a preguntar: Cuál es la causa de la primera voluntad mala? Porque no hay primera voluntad mala a la cual haya hecho alguna voluntad también mala, sino que aquélla es la primera a quien ninguna hizo; pues si precedió, quien la hiciese, aquella es primero que hizo a la otra. Si respondieren que ninguna causa la hizo, y que por eso existió siempre, pregunto: Acaso estaba en alguna naturaleza? Porque si no estaba en ninguna, tampoco tenía ser, y si en alguna la estragaba, corrompía y causaba perjuicio y daño, y, por consiguiente, la privaba del bien. Y por eso la voluntad mala no pudo estar en la naturaleza mala, sino en la buena, aunque mudable, a quien este vicio podía dañar; porque si no la hizo daño, sin duda que no fue vicio, y, consiguientemente, tampoco debe decirse que fue voluntad mala; y si hizo daño, el daño que hizo fue quitando o disminuyendo el bien. Luego no pudo haber voluntad eterna mala en cosa alguna dotada de bien natural, el cual, causando daño, podía quitarlo la voluntad mala. Y supuesto que no era sempiterna, pregunto: Quién la hizo? Resta que digan que hizo a la voluntad mala una cosa en la que no hubo ninguna voluntad. Esta, pregunto, ha de ser superior, inferior o igual; si es superior, sin duda es mejor; cómo, pues, carece de voluntad o no la tiene buena? Y esto mismo, sin duda, puede decirse si fuere igual; porque cuando nos fueren igualmente de buena voluntad, no hace uno en el otro voluntad mala. Resta que alguna cosa inferior, que no tiene voluntad, sea la que hizo en la naturaleza angélica, que fue la primera que pecó, la voluntad mala; pero tambien esta misma cosa, cualquiera que sea, aun la más inferior, hasta la ínfima tierra, por ser naturaleza y esencia, sin duda es buena, y tiene su cierto modo y especie en su género y orden. Cómo, pues, la cosa buena es eficiente de la voluntad mala? Cómo, digo, lo bueno es causa de lo malo? Porque cuando la voluntad, dejando, lo superior y convirtiéndose a los objetos inferiores se hace mala, no es porque es malo aquello a que se convierte, sino porque la misma conversión es perversa. Por eso no fue la cosa inferior la que hizo la voluntad mala, sino ésta la que se hizo mala apeteciendo perversa y desordenadamente la cosa inferior. Pues si dos igualmente dispuestos en el alma y en el cuerpo observan la hermosura de un cuerpo, y viéndola uno de ellos se mueve a quererla gozar ilícitamente, perseverando el otro constantemente en una voluntad casta, cuál diremos será la causa de que en el uno se haga y en el otro no se haga la voluntad mala? Qué causa la motivó en aquel en que fue hecha? Porque no la hizo la hermosura del cuerpo, puesto que no la produjo en los dos, ocurriendo a un mismo tiempo, y representándose a los ojos de ambos del mismo modo. Por ventura la causa es la carne mortal del que mira? Y por qué no es también la del otro? Acaso es el alma? Y por qué no la de ambos? Porque a los dos pusimos igualmente dispuestos en el alma y en el cuerpo. O por ventura diremos que el uno fue tentado con secreta y oculta sugestión del espíritu infernal, como a esa sugestión o a cualquiera especie de persecución no hubiera consentido la propia voluntad? Este consentimiento, pues; esta mala voluntad que asintió al que le persuadió mal, preguntamos: Qué cosa fue la que la hizo? Pues para que quitemos el escollo de esta duda, si tienta a los dos una misma tentación, y el uno se rinde y consiente, y el otro persevera el mismo que antes, qué se infiere sino que el uno quiso y el otro no quiso mancillar la castidad? Y por qué sino por la voluntad propia? Supuesto que hubo en el uno y en el otro una misma afección y disposición de cuerpo y alma, a los dos igualmente se les representó una misma hermosura, a ambos acometió igualmente una oculta y peligrosa tentación. Así que los que quisieren saber que fue el secreto impulso que obró en el uno de éstos la propia voluntad mala, si bien lo miran e investigan, encontrarán que es nada. Porque si dijésemos que él mismo la motivó, qué era él mismo antes de estar poseído de la voluntad mala, sino una naturaleza buena, cuyo autor es Dios, que es un bien inmutable? El que dijere que aquel que consistió al que no le tentó y persuadió (cuando no consintió el otro para gozar ilícitamente de la hermosura del cuerpo que igualmente se representó a los ojos de ambos, habiendo, sido los dos, antes de aquella tentacion, semejantes en el alma y en el cuerpo), él mismo se hizo la voluntad mala; sin duda, siendo antes de la voluntad mala, bueno, indague o pregunte por qué la hizo; si porque es naturaleza, o porque fue hecha de la nada, y hallará que la voluntad mala no empezó a ser de aquello porque es naturaleza, sino porque tal fue criada de nada. Pues si la naturaleza es causa de la voluntad mala, qué más podemos decir, sino que lo bueno engendra lo malo, y que lo bueno es causa de lo malo, puesto que por la naturaleza buena se hace la voluntad mala? Y cómo puede suceder que la naturaleza buena, aunque mudable, antes que tenga voluntad mala haga algún mal, esto es, haga la misma voluntad mala?


CAPITULO VII: Que no debe buscarse la causa eficiente de la mala voluntad.


Ninguno, pues, investigue la causa eficiente de la mala voluntad, por cuanto no es eficiente, sino deficiente, supuesto que ella tampoco es efecto, sino defecto. Pues el dejar la unión del que es sumo por lo que es menos, esto es empezar a tener mala voluntad. Querer, pues, hallar las causas de estas defecciones, no siendo eficientes, sino deficientes, es como si uno quisiese ver las tinieblas u oír el silencio, aunque ambas cualidades nos son conocidas: lo primero, no sino por los ojos, y lo segundo, no sino por los oídos, aunque no por su especie, sino por la privación de su especie. Ninguno intente saber de mí lo que sé que ignoro, si no es para aprender a no saber lo que ha de saber, que no puede saberse. Porque las cosas que se saben, no por su especie, sino por su privación, si puede decirse o entenderse, en cierto modo se saben no sabiendo, de modo que sabiendo no se sepan; pues cuando la vista de los ojos corporales corre por las especies corporales, en ninguna parte observa las tinieblas sino donde empieza a no ver. Así también el silencio pertenece, no a algún otro sentido, sino solamente al oído, el cual, sin embargo, de ninguna manera se percibe, si no es oyendo. Así nuestro entendimiento va comprendiendo las especies inteligibles, pero cuando faltan, aprende no sabiendo. Porque quién hay que conozca los errores?


CAPITULO VIII: Del amor perverso con que la voluntad se aparta del bien inmutable y se inclina al bien mudable.


Esto sé yo, que la naturaleza divina nunca ni por parte alguna puede faltar y que pueden faltar los seres formados de la nada. Los cuales, cuanto más son y obran el bien, tienen causas eficientes; pero en cuanto faltan, y con esto obran perversamente tienen causas deficientes. Asimismo estoy firmemente persuadido que cuando se hace la mala voluntad, ésta se efectúa de suerte que, si él no quisiera, no se hiciera, y por eso sigue justamente la pena a los defectos, no necesarios, sino voluntarios. No porque se inclina a las cosas malas, sino porque malamente se inclina; esto es, no a las naturalezas malas, sino porque malamente; pues pasa contra el orden de las naturalezas, de lo que es sumo a lo que es menos. Por cuanto la avaricia no es vicio del oro, sino del hombre que ama perversamente al oro dejando la justicia, que sin comparación se debía anteponer al oro, Ni la lujuria es vicio de los cuerpos hermosos y delicados, sino del alma que apasionadamente ama los deleites corporales, dejando la templanza con que nos acomodamos a objetos espiritualmente más hermosos e incorruptiblemente más suaves. Ni la jactancia es viciio de la alabanza humana, sino del alma que impíamente apetece ser elogiada de los hombres, despreciando el testimonio de su propia conciencia. Ni la soberbia es vicio del que concede la potestad, sino del alma que perversamente ama su potestad, vilipendiando la potestad más justa del que es más poderoso. Y, por consiguiente, el que ama temerariamente el bien de cualquiera naturaleza, aunque la alcance, él mismo se hace en lo bueno malo y miserable privándose de lo mejor.


CAPITULO IX: Si los santos ángeles, al que tienen por Creador de su naturaleza, lo tienen también por autor de su buena voluntad, difundiendo en ellos su caridad por el Espíritu Santo.


No existiendo, pues, causa alguna eficiente natural, o si puede decirse así, esencial de la mala voluntad, porque de ella misma principia en los espíritus mudables el mal con que se disminuye y estraga el bien de la naturaleza, ni a semejante voluntad la hace, sino la defección con que se deja a Dios, de cuya defección falta, sin duda, también la causa; si dijésemos que no hay tampoco causa alguna eficiente de la buena voluntad, debemos guardarnos, no se entienda que la voluntad buena de los ángeles buenos no es cosa hecha, sino coeterna a Dios. Porque siendo ellos criados y hechos, cómo puede decirse que ella no fue hecha? Y puesto que fue hecha, pregunto: Si fue hecha con ellos, o ellos fueron primero sin ella? Pero si lo fue con ellos, no hay duda que fue hecha por aquel Señor por quien fueron ellos; y luego que fueron hechos, se unieron a aquel por quien fueron hechos con el amor con que fueron hechos. Y por eso se apartaron éstos de la amable compañía de aquéllos, porque éstos permanecieron en la misma voluntad buena, y aquéllos, faltando a ella, se mudaron, es decir, con la mala voluntad, por el mismo hecho de apartarse del bien, del cual no se separaran si hubieran querido. Y si los buenos ángeles estuvieron primero sin la buena voluntad, y ésta la hicieron ellos en sí mismos sin que obrase Dios, mejores se hicieron ellos por sí mismos que fueron hechos por Dios. Pero no. Porque qué fueran sin la buena voluntad sino malos? O si por eso no eran malos, porque tampoco tenían mala voluntad (pues no se habían apartado de aquella que aun no habían comenzado a tener), a lo menos entonces aun no eran tales, ni eran tan buenos como empezaron a ser con la buena voluntad. O si no pudieron hacerse a sí mismo mejores que lo que Dios les había hecho, pues ninguno hace las cosas más perfectas que este Señor, sin duda que no pudieran tampoco tener la buena voluntad con que fueron mejores sin la intervención del auxilio de su Creador. Y cuando su voluntad buena hizo que se convirtiesen, no a sí mismos, que eran menos, sino a Dios, que era el sumo y omnipotente, y uniéndose con él fuesen más, y participando de su divina gracia viviesen sabia y bienaventuradamente, qué se deduce sino que la voluntad, por más buena que fuera, quedara indigente y permaneciera en sólo el deseo, si aquel que hizo de la nada la naturaleza buena capaz de sí, llenándola de su gracia, no la hiciera mejor que criándola primero con vivificarla y animarla más deseosa?
Porque también debe discutirse: si los buenos ángeles, ellos en sí mismos hicieron la buena voluntad, la hicieron con alguna o sin ninguna voluntad? Si con ninguna, sin duda que no la hicieron; si con alguna, con mala o con buena. Si con mala, cómo pudo la mala voluntad hacer a la buena voluntad? Si con buena, luego ya la tenían, y ésta quién la crió sino el que los crió con la buena voluntad, esto es, con amor casto, para qué se unieran con él, criando en ellos juntamente la naturaleza y dándoles la gracia? Y así, no ha de creerse que los santos ángeles estuvieron jamás sin la buena voluntad, esto es, sin el amor de Dios. Pero éstos, que, habiéndolos criado buenos el Señor, con todo, son malos por su propia voluntad mala (a la cual no hizo la buena naturaleza sino cuando se apartó voluntariamente del bien; de forma que la causa de lo malo no sea lo bueno, sino el desviarse y apartarse de lo bueno), digo que éstos, o recibieron menor gracia en el divino amor que los que perseveraron en la misma, o si los unos y los otros igualmente fueron criados buenos cayendo éstos con la mala voluntad, los otros tuvieron mayor auxilio, con el cual llegaron a la posesión de aquella plenitud de bienaventuranza donde estuviesen ciertos que nunca habían de caer, como lo referimos ya en el libro anterior. Así que debemos confesar, tributando la debida alabanza y gioria al Creador, que no sólo pertenece a los hombres santos, sino que también puede decirse de los ángeles, que el amor y caridad de Dios se derramó copiosamente en ellos por medio del Espíritu Santo, que les fue dado; y que aquel sumo bien de quien dice la Sagrada Escritura: Mi bien y bienaventuranza es unirme con Dios, no sólo es bien propio y peculiar de los hombres, sino que primero y principalmente es bien cacterístico de los ángeles. Los que comunican y participan de este bien le tienen asimismo con aquel Señor con quien y entre sí se unen en una compañía santa, componiendo una Ciudad de Dios, la cual es un vivo sacrificio suyo y un vivo templo suyo. De cuya parte (la que se va formando de los hombres mortales para incorporarse con los ángeles inmortales, y que al presente, siendo mortal, peregrina en la tierra, o está descansando ya, cuales son los que murieron y moran en los secretos receptáculos y moradas de las almas) observo que ya es conveniente examinar el origen y principio que tuvo siendo su autor el mismo Dios, como se ha dicho de los ángeles, por que de un hombre que crió Dios en el principio, tuvo su origen el humano linaje, según el constante tesmonio de las sagradas letras, las cuales obtienen en toda la tierra, no sin justa razón, admirable autoridad; y entre otras cosas que la misma Escritura dijo con verdadero espíritu divino, anunció que todas las gentes y las naciones la habían de dar entero crédito y fe.


CAPITULO X: De la opinión de aquellos que creen que así como el mundo existió siempre, los hombres también existieron.


Dejemos, pues, las vanas conjeturas de los hombres que ignoran lo que dicen sobre la naturaleza o creación del género humano. Porque unos, así como lo creyeron del mundo, imaginan que siempre existieron los hombres. Así, Apuleyo. describiendo este género de animales, dice: Tomándolos particulannente, son mortales; pero generalmente, en todo su género son perpetuos. Y cuando les objetan: si siempre fue o existió el género humano, cómo puede ser verdadera su historia cuando ésta refiere quiénes fueron, y de las artes e instrumentos de que fueron inventores, quiénes los primeros maestros de las artes liberales y de otras facultades, y quiénes principiaron a poblar esta o aquella provincia o parte de la tierra, y esta o aquella isla? Responden que por ciertos intervalos de tiempo se suelen despoblar y destruir muchas regiones de la tierra con los diluvios y los incendios, aunque no todas, de modo que vienen a reducirse los hombres a un número muy limitado y corto, de cuya generación se vuelve a reparar y restaurar la perdida multitud, reparándose de este modo ordinariamente y criándose nuevos individuos como los primeros, siendo cierto que así se restituyen los que se interrumpieron y consumieron con las inmensas ruinas o desolaciones, siendo cierto que de ninguna manera puede proceder a derivarse el hombre sino de otro individuo de su misma naturaleza. Pero dicen lo que imaginan, y no lo que saben.


CAPITULO XI: De la falsedad de la historia que atribuye muchos miles de años a los tiempos pasados.


Engáñanlos asimismo algunos mentirosos escritos, los cuales dicen que en la historia de los tiempos se contienen muchos millares de años; siendo así que de la Sagrada Escritura consta no haber transcurrido desde la creación del mundo hasta la actualidad más que seis mil años cumplidos; y, por no alegar aquí infinitos testimonios que demuestren cómo se conoce y comprueba la vanidad y falacia de aquellos escritos donde se refieren muchos más millares de años, sin embargo de no hallarse en ellas autoridad alguna idónea, mencionaré, para ratificar esta falsa aserción, aquella carta de Alejandro Magno a su madre Olimpias, en la cual insertó lo que refería a un sacerdote egipcio, tomando de las escrituras que entre ellos se tienen por sagradas, expresando juntamente en ella, según el orden de los tiempos, el origen de los reinos, de que tiene asimismo noticia la historia griega; entre los cuales, en la misma carta de Alejandro, se hace conmemoración del reino de los asirios, el cual pasa de cinco mil años, según lo relacionado en ella; pero en la historia de los griegos no tiene más que unos mil y trescientos desde que comenzó a reinar Belo, al cual coloca también el egipcio en el principio del mismo reino; y al imperio de los persas y macedonios, hasta el mismo Alejandro, con quien hablaba, le atribuye más de ocho mil años, siendo así que el de los macedonios, hasta la muerte de Alejandro, no se halla entre los griegos que tenga más de cuatrocientos ochenta y cinco, y el de los persas, hasta que expiró con las victorias de Alejandro, doscientos treinta y tres. Así que, sin comparación, es menor el número de estos años respecto de aquellos de los egipcios, ni pueden llegar a ellos, aunque se triplicaran. Pues escriben que los egipcios usaron por algún tiempo de años tan cortos que sólo tenían cuatro meses, y así el año más cumplido y verdadero, cual es el que en la actualidad tenemos nosotros, y ellos también, contenia tres años antiguos de los suyos. Pero ni aun de esta manera, como dije, concuerda la historia de los griegos con la de los egipcios en el número de los tiempos, y así, debemos dar más crédito a la griega, porque no excede a la verdad de los años que se hallan en nuestras Escrituras, que son verdaderamente sagradas. Y si esta carta de Alejandro, que fue tan notoria entre los egipcios, en orden al tiempo, desdice infinito de la probabilidad y fe de lo realmente sucedido, cuánto menos debe creerse a las historias y memorias que nos quieran alegar, llenas de fabulosas antigüedades, contra la autoridad de los libros tan conocidos y divinos, que vaticinaron y dijeron que todo el orbe había de darles crédito, y según lo expresaron así, todo el mundo les prestó gustosamente su asenso, los cuales prueban y demuestran que dijeron verdad en lo que nos refieren de los sucesos pretéritos, cuando vemos que se va cumpliendo con tanta puntualidad todo cuanto dijeron que había de suceder?

CAPITULO XII: De los que opinan que este mundo, aunque no es eterno, sin embargo, se reproduce; esto es, que el mismo mundo al cabo de ciertos siglos vuelve a nacer.


Otros están persuadidos que el mundo no es eterno, ya piensen que no es uno solo, sino que son innumerables; ya confiesen que es uno solo, pero que por ciertos intervalos de siglos nace y muere innumerables veces. Estos es necesario que confiesen que el linaje humano estuvo primero sin hombres que pudiesen procrear. Porque esto no sucede del mismo modo que en los diluvios e incendios de las tierras, los cuales no suceden generalmente en todo el mundo, y por eso pretenden que siempre quedan algunos pocos hombres con quienes se pudo reparar la generación extinguida. Así también pueden éstos imaginar que, pereciendo el mundo, quedan algunos hombres en el mundo; pero así como piensan que el mundo renace de su materia, así piensan que en él brota de los elementos el linaje humano, y después de sus padres, la generación de los mortales, como la de los otros animales.


CAPITULO XIII: Qué debe responderse a los que ponen por inconveniente que fue tarde la creación del mundo.


Lo que respondimos cuando tratamos del principio y origen del mundo a los que no quieren creer que no fue o existió siempre, sino que empezó a ser (como también expresamente lo confiesa Platón, aunque, algunos crean que sintió lo contrario de lo que dijo), eso mismo responderé sobre la creación del hombre por satisfacer a los que asimismo se ofenden porque el hombre no fue criado innumerables e infinitos tiempos antes, y porque fue criado tan tarde; pues en la Sagrada Escritura está escrito que ha menos de seis mil años que principió a ser. Pues si ofende a éstos la brevedad del tiempo, viendo tan pocos años, desde donde refieren nuestras memorias auténticas que fue criado el hombre, consideren que no media un tiempo diuturno o largo, donde hay algún extremo; y cualesquiera espacios y siglos infinitos y limitados cotejados con la infinita eternidad sin límites, no deben tenerse por pequeños, sino por nada. Por consiguiente, si dijésemos, no cinco o seis mil, sino sesenta o seiscientos millares de anos, o si por otros tantos otras tantas veces se multiplicara esta suma, de modo que no tuviésemos nombre, ni número con que expresar los años después que crió Dios al hombre, de la misma manera puede preguntarse por qué no le crió antes. Porque la cesación eterna que tuvo Dios antes de criar al hombre sin principio es tan grande, que si comparamos con ella cualquiera número de tiempos, por grande que sea, con tal que termine en ciertos y determinados, espacios, no debe parecer tanta como si comparásemos una mínima gota de agua a todo el mar y con cuanto el profundo caos del Océano comprende; porque de estas dos cosas, sin duda, la una es muy pequeña y la otra sin comparación muy grande e inmensa; sin embargo, ambas son limitadas, y el espacio de tiempo que procede de algún principio y se acaba con algún término, aunque se dilate y extienda, comparado con lo que no tiene principio, dudo si se debe estimar por cosa mínima o por ninguna. Porque si a ésta poco a poco la fueron quitando desde el fin sus momentos, por brevísimos que sean, decreciendo el número, aunque sea tan inmenso, que no tenga nombre, volviendo hacia atrás (como si fueses quitando al hombre los días, empezando desde aquel en que ahora vive hasta aquel en que nació), al fin, alguna vez llegarás al principio con aquel quitar. Pero si fueren desmembrando o quitando hacia atrás en el espacio que no tuvo principio, no digo yo poco a poco, pequeños momentos de horas, o de días, o de meses, o cantidades aun de años, sino tan grandes espacios como aquella suma de. años, que no pueda nombrar ningún aritmético por hábil que sea, pero que, en efecto, se consume, quitandola paulatinamente los momentos; y le fueran quitando estos espacios tan grandes, no una, o dos, o muchas veces, sino siempre, qué es lo que harán, puesto que jamás llegarán al principio, porque realmente carece de él? Por lo cual, lo que nosotros preguntamos ahora, al cabo de cinco mil y más años, podrán también nuestros descendientes, aun después de seiscientos mil, preguntar, excitados de la misma curiosidad, si durare, y perseverare tanto tiempo naciendo y muriendo la humana naturaleza, y su ignorante imbecilidad y mortalidad. También pudieran los que nos precedieron, luego que fue criado el hombre, mover esta cuestión; y, finalmente, el mismo primer hombre, un día después, o el mismo en que fue criado, pudo preguntar por qué Dios no le crió antes. Y por más que se anticipara y fuera criado con anterioridad de tiempo, no por eso esta controversia sobre el origen y principio que tuvieron las cosas temporales hallará más sólidos fundamentos entonces que al presente, ni los hallará después.


CAPITULO XIV: De la revolución de los siglos, los cuales algunos filósofos los incluyen dentro de un cierto y limitado fin, y así creyeron que todas las cosas volvían siempre a un mismo orden y a una misma especie.


No imaginaron los filósofos del siglo que podían, o debían, resolver de otro modo esta controversia sino introduciendo un circuito y revolución de tiempos, con que dicen que unas mismas cosas se han ido renovando y repitiendo siempre en el mundo, y que así será en adelante, sin cesar jamás, con la revolución de unos mismos siglos que van y vienen; ya se hagan. estos circuitos y revoluciones, permaneciendo en su mismo ser el mundo, o ya por ciertos intervalos, naciendo y muriendo el Universo, produzca siempre como nuevas unas mismas cosas, las pasadas y las futuras. De cuyo devaneo no pueden eximir y libertar el alma, que es totalmente inmortal, aun cuando haya conseguido la sabiduría, haciéndola que camine sin cesar a la falsa bienaventuranza y que vuelva sin interrupción a la verdadera miseria. Cómo puede ser verdadera bienaventuranza aquella, de cuya eternidad jamás está segura el alma, o por no conocer la futura miseria, procediendo con la mayor ignorancia en la verdad, o por tener con temor noticia de ella? Pero si de los infortunios va caminando a la bienaventuranza para nunca jamás volver a ellos, ya en el tiempo se hace alguna cosa nueva que no tiene fin de tiempo. Por qué no decir lo mismo del mundo? Y por qué no asimismo de un hombre criado en el mundo para que, procediendo con la doctrina sana por una senda recta; excusemos aquellos falsos circuitos y retornos inventados por engañosos sabios? Porque las palabras del Eclesiastés sobre Salomón: Qué fue? Lo mismo que será. Qué se hizo? Lo mismo que se hará; y no hay cosa nueva debajo del sol. Ninguno puede decir esto es nuevo, porque ya precedió en los siglos que fueron antes de nosotros; quieren algunos que se refieran a estos circuitos y revoluciones que vuelven a lo mismo, y lo traen todo a lo mismo; habiéndolo él dicho, o de las demás cosas de que trata arriba, esto es, de las generaciones, unas que van y otras que vienen; de las vueltas que da el sol; de las sendas y caminos de los arroyos o, a lo menos, de todas las cosas generales y corruptibles. Porque hubo hombres antes que nosotros, los hay con nosotros y los habrá después de nosotros. Asimismo animales y árboles, y aun los mismos monstruos que nacen fuera del curso ordinario, aunque son entre sí diferentes, y de algunos de ellos se dice que los hubo una sola vez; sin embargo, en cuanto generalmente son seres raros y monstruosos, también fueron y los habrá; pues no es cosa reciente y nueva que nazca un monstruo debajo del sol. Aunque algunos hayan entendido estas palabras como si el sabio quisiera decir que todas las cosas fueron ya en la predestinación de Dios, que por eso no hay cosa nueva debajo del sol; pero no permita Dios en la fe verdadera que profesamos, que creamos que estas palabras de Salomón signifiquen o digan aquellos circuitos y retornos con que ellos piensan que unas mismas revoluciones de los tiempos y de las cosas temporales van dándo la vuelta; de manera que -pongamos por ejemplo- en este siglo Platón, insigne filósofo, enseñó a sus discípulos en la ciudad de Atenas, en la escuela que se dijo Academia; y después de innumerables siglos, aunque por muy largos y prolijos intervalos, pero ciertos y determinados, el mismo Platón, la misma ciudad, la misma escuela y los mismos discípulos volvieron a ser y existir, y por innumerables siglos después volverán a ser. Así que Dios nos libre de que creamos esto: porque una vez murió Jesucristo por nuestros pecados, y habiendo resucitado de entre los muertos, ya no muere, ni la muerte tendrá más dominio sobre él, y nosotros, después de la resurrección, estaremos siempre con el Señor, a quien con confianza decimos ahora lo que nos advierte el real profeta: Tú, Señor, nos guardarás y ampararás de esta generación para siempre. Y me parece que muy al caso les conviene lo que sigue: los impíos andan en circuito, no porque ha de venir a dar la vuelta su vida por los circuitos imaginarios que creen, sino porque es tal en la actualidad el camino errado que llevan, esto es, su falsa doctrina.


CAPITULO XV: De la temporal creación del hombre, la cual hizo Dios, no con nuevo acuerdo o consejo ni con voluntad mudable.


Y qué maravilla es que andando descaminados en estos circuitos y círculos no hallen entrada ni salida? Pues ignoran qué principio tuvo, ni qué fin tendrá el linaje humano y esta nuestra mortalidad; porque es imposible penetrar la alteza de Dios, pues siendo el Señor eterno y sin principio, sin embargo, por algún principio, empezaron los tiempos; y al hombre, que jamás había criado antes, lo hizo en el tiempo, pero no con algún nuevo y repentino consejo, sino con acuerdo inmutable y eterno. Y quién podrá comprender esta grandeza incomprensible, e investigar lo que es incapaz de indagarse; cómo crió Dios en el tiempo con inmutable voluntad al hombre temporal, antes del cual jamás hubo otro hombre, y con quien solamente multiplicó el humano linaje? Porque habiendo ya dicho el mismo real profeta: Tú, Señor, nos guardarás y ampararás de esta generación para siempre; y habiendo después cargado la mano sobre aquellos en cuya insensata e impía doctrina no se halla para el alma libertad alguna ni bienaventuranza eterna, añade inmediatamente, en círculo, dice, y alrededor andan los impíos; como si le dijeran: qué es lo que tú crees, sientes y entiendes? Acaso hemos de pensar que de improviso vino a Dios la voluntad de criar al hombre, a quien jamás durante una infinita eternidad había hecho, siendo Dios, al que nada le puede suceder de nuevo, y en quien no hay cosa mudable? Y porque oyendo nosotros esta doctrina no nos inquietara acaso alguna, duda, inmediatamente respondió hablando con el mismo Dios: conforme a tu grandeza, multiplicaste a los hijos de los hombres. Sientan, dice, los hombres y estén satisfechos de lo que piensan, e imaginén lo que les agrade y todo cuanto quieran, y de eso disputen y conferencien; vos, Señor, conforme a vuestra grandeza y majestad, la cual no puede comprender ningún entendimiento humano, multiplicaste los hijos de los hombres. Porque es asunto muy escabroso, profundo e incomprensible el querer investigar cómo Dios fue siempre, y cómo quiso hacer primeramente en algún tiempo al hombre; que nunca antes había criado, y cómo, sin embargo, no mudó ni de dictamen ni de voluntad.


CAPITULO XVI: Si para que se entienda que fue siempre Señor así como siempre fue Dios, hemos de creer que no le faltó jamás criatura de quien fuese Señor; y cómo se puede llamar siempre criado lo que no puede decirse coeterno.


Así como no me atrevo a decir que Dios nuestro Señor alguna vez no fue Señor así no debo dudar que el hombre no existió siempre, sino que en algún tiempo fue criado. Pero cuando considero de quién pudo ser siempre Señor, si la criatura no existió siempre, temo afirmar cosa alguna, porque me considero a mí mismo, y advierto también que dice el Apóstol: Qué hombre hay que baste a saber los altos decretos de Dios? O quién podrá imaginar lo que quiere la voluntad del Señor? Porque los pensamientos de los mortales son falsos y tímidos, inciertos y engañosos nuestros discursos, pues este cuerpo corruptible agrava el alma, y esta habituación de tierra abate y oprime el espíritu ocupado con varios pensamientos y cuidados. Entre esta multitud de ideas que revuelvo y hallo en esta terrena habitación y casa (que, en efecto, son muchas, y entre ellas hay alguna en que acaso no pienso, y tal vez sea la verdadera), si dijere que la criatura fue o existió siempre -cuyo Señor fuese el que es siempre Señor y nunca dejó de ser Señor-, pero que esta criatura es ahora una, ahora otra, según los diversos tiempos, para que así no digamos que hay alguna coeterna a su Criador, que es contra la fe y buena razón, nos debamos guardar de que sea un absurdo ajeno de la luz de la verdad, que la criatura mortal haya sido siempre por el orden y sucesión de los tiempos, pasando una y sucediendo otra, y que la inmortal no empiece a ser sino cuando llegaron nuestros siglos, cuando fueron criados los ángeles (si es que los significa aquella luz que primeramente fue criada o aquel cielo de quien dice la Sagrada Escritura: en el principio hizo Dios el cielo y la tierra), no habiendo existido antes de ser formados. Porque si decimos que los inmortales fueron siempre, no debe entenderse que son coeternos a Dios. Y si dijeron que los ángeles no fueron criados en el tiempo, sino que fueron antes de todos los tiempos, para que Dios fuera su Señor, que nunca fue sino Señor; asimismo me preguntarán: si es que fueron criados antes de todos los tiempos, pudieron acaso ser siempre los que fueron hechos? Aquí, por ventura, parece que se podrá responder: cómo no siempre, puesto que lo que es en todo tiempo sin inconveniente se dice que es siempre? Y de tal suerte fueron los ángeles en todo tiempo que fueron criados antes de todos los tiempos; y si con el cielo comenzaron los tiempos, ellos eran ya antes del cielo; pero si el tiempo no tuvo su origen con el cielo, sino que fue todavía antes del cielo, aunque no en horas, días, meses y años (porque estas dimensiones de los espacios temporales que continuamente y con propiedad se llaman tiempos, principiaron con los movimientos de las estrellas, y así, cuando los crió, dijo Dios: Sirvan de señales y de distinguir los tiempos, días y años), sino que existió el tiempo en algún movimiento mudable, cuyas partes se sucedieron porque no podían estar juntas; si antes del cielo, digo, en los movimientos angélicos hubo algo de esto y por eso hubo ya tiémpo; y los ángeles, después que fueron criados temporalmente, se movían; así fueron también en todo tiempo, puesto que con ellos se hicieron los tiempos. Y quién dirá que no fue siempre lo que, en otro tiempo fue?
Pero si yo les respondiere esto me dirían: cómo no son coeternos a su Creador si él fue siempre, y ellos fueron siempre? Y cómo puede decirse que fueron criados si se entiende que fueron siempre? A esto qué responderemos? Diremos acaso que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo, los que con el tiempo fueron formados, o con quienes fueron hechos los tiempos, y que, sin embargo, fueran criados? Porque tampoco podemos negar que los mismos tiempos fueron criados; aunque ninguno dude que en todo tiempo hubo tiempo. Porque si en todo tiempo no hubo tiempo, resultaría que hubo tiempo cuando no hubo tiempo alguno; y quién habrá tan ignorante que diga esto? Podemos, pues, decir muy bien: hubo tiempo cuando no era Roma, hubo tiempo cuando no era Jerusalén, hubo tiempo cuando no era Abraham, hubo tiempo cuando no era el hombre, y otras cosas semejantes. Finalmente, si no fue criado el mundo con principio de tiempo, sino después de algún tiempo, podemos decir: hubo tiempo cuando no era el mundo; pero decir hubo tiempo cuando no hubo tiempo alguno, es tan contradictorio, como si uno dijera hubo hombre cuando no hubo hombre alguno; o había este mundo cuando no había mundo. Porque si se entiende de diferentes, de éste y de otro, podrá decirse en cierto modo: hubo otro hombre cuando no había este hombre; y así podremos decir bien; había otro tiempo cuando no había este tiempo; pero hubo tiempo cuando no había tiempo alguno, quién habrá tan ignorante que lo diga? Así, pues; como decimos que fue criado el tiempo, aunque el tiempo fue siempre, porque en todo tiempo hubo tiempo; así también no se sigue que porque siempre fueron los ángeles, no hayan sido criados; de manera que por lo mismo se dice que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo; y por eso fueron en todo tiempo, porque en ninguna manera sin ellos pudo haber tiempo, pues donde no hay criatura alguna con cuyos inestables movimientos se hagan los tiempos, no puede haber de ningún modo tiempos; por lo cual, aunque siempre hayan existido, son criados; y no, aunque siempre fueron, por eso son coeternos a su Criador. Porque Dios siempre fue con eternidad inmutable, pero los ángeles fueron criados; mas por eso se dice que fueron siempre, porque fueron en todo tiempo, y sin ellos los tiempos en ninguna manera pudieron ser; pero el tiempo que corre y pasa con mutabilidad no puede ser coeterno a la eternidad inmutable. Así, pues, aunque la inmortalidad de los ángeles no pasa en el tiempo; ni ha pasado como si ya no fuese; ni es futura como si aun no fuese; con todo, sus movimientos con que se hacen los tiempos pasan de lo futuro a lo pasado, y por eso no pueden ser coeternos a su Criador, en cuyo movimiento no podemos decir que fue lo que ya no es, o que ha de ser lo que aún no es.
Por lo cual, si Dios fuese siempre Señor, siempre tendría criatura que le sirviese, aunque no engendrada de si mismo, sino formada por Él de la nada, y no coeterna a su Divina Majestad; porque era antes que ella, aunque en ningún tiempo sin ella; no traspasándola en el espacio, sino precediéndola con la eternidad permanente. Pero cuando respondiere esto a los que me preguntan: cómo el Creador fue siempre Señor, si no hubo siempre criatura que le sirviese; o cómo la criatura fue criada y no es coeterna a su Creador, si siempre fue? Recelo les parezca que más fácilmente afirmo lo que ignoro que enseño lo que sé. Vuelvo, pues, a lo que nuestro Creador quiso que supiésemos, porque las cosas que quiso las supiesen en esta vida los más sabios, o las que reservó para que las supiesen los que son del todo perfectos en la otra, confieso que exceden a mis débiles fuerzas; pero me pareció exponerlas sin afirmar cosa alguna, para que los que esto leyesen observen de cuántas cuestiones escabrosas, intrincadas e insolubles se deben excusar, y no presuman que son idóneos y hábiles para todo; antes más bien adviertan cuán obedientes debemos ser al saludable precepto del Apóstol: Yo, nos dice, usando de la gracia y merced, que Dios me ha hecho, mando a cualquiera de vosotros que no intentéis saber más de lo que conviene, sino que seáis sabios con moderación, conforme a los dones que el Señor repartió a cada uno de la nueva vida espiritual. Porque si a una criatura pequeña la sustentaren y dieren de comer conforme al estado de sus fuerzas, llegará a crecer y a ser capaz de que le alarguen poco a poco el nutrimiento; pero si le dieren más de lo que exigen sus fuerzas, antes desfallecerá y no crecerá.


CAPITULO XVII: Cómo ha de entenderse que prometió Dios al hombre vida eterna antes de.

los tiempos eternos

Qué siglos hayan pasado antes de la creación del hombre, confieso que no lo sé; pero no dudo que ninguna cosa criada es coeterna a su Creador. Llama también el Apóstol a los tiempos eternos, y no a los futuros, sino, lo que excita más la admiración, a los pasados, explicándose con estas palabras: para esperar la vida eterna que nos prómetió Dios, que no miente, antes de los tiempos eternos, y nos cumplió y manifestó a su tiempo su palabra. Y ved aquí, como dice, que hubo anteriores tiempos eternos, los cuales, sin embargo, no fueron coeternos a Dios, puesto que no sólo el Señor era antes de los tiempos eternos, sino que también nos prometió la vida eterna la cual nos manifestó a su tiempo, esto es, en el tiempo conveniente. Y qué otra prenda más segura que su Verbo? Porque éste es la vida eterna. Pero cómo lo prometió, ya que lo prometió efectivamente a los hombres, que aun no eran, antes de los tiempos eternos, sino porque en su misma eternidad y en su misma palabra y Verbo, coeterno al mismo Dios, estaba ya, mediante la alta predestinación; establecido y decretado lo que a su tiempo debía ser?


CAPITULO XVIII: Qué es lo que la verdadera fe sostiene sobre el inmutable consejo, y voluntad de Dios, contra los discursos de los que quieren que las obras de Dios, derivándolas desde la eternidad, vuelvan siempre por unos mismos círculos y.

revoluciones de siglos

Tampoco pongo en duda en que antes que Dios criase al primer hombre jamás hubo hombre alguno; ni tampoco que él mismo volviese a existir no sé con qué circuitos o rodeos, ni al cabo de cuántas revoluciones; ni otro alguno semejante a él en naturaleza. Ni de esta fe y creencia me pueden apartar los argumentos de los filósofos, entre los que se tiene por más agudo aquel que dice: que con ninguna ciencia pueden comprenderse las cosas que son infinitas; y así, dicen, las razones que tiene Dios acerca de las cesas finitas que hizo son finitas; y debemos creer que su bondad jamás estuvo ociosa, porque no venga a ser temporal la operación de aquel Señor cuya inacción haya sido antes eterna, como si se hubiese arrepentido de la ociosidad primera sin principio, y por esto hubiese comenzado a obrar; por lo que dicen, es necesario que unas mismas cosas vuelvan por su orden, y que las mismas pasen y corran para tornar siempre a volver, ya sea permaneciendo mudable el mundo, en cual, aunque siempre haya existido sin principio de tiempo, sin embargo, ha sido criado; ya sea repitiendo siempre y debiendo repetir con aquellos circulos y revoluciones su nacimiento y ocaso; porque si dijésemos que alguna vez comenzaron primeramente las obras de Dios, no se entienda que condenó de modo alguno aquella su primera inacción sin principio como ociosa y sin destino, y que por eso, como poco satisfecho de ella, la mudó. Si dijeren que siempre estuvo haciendo las cosas temporales, aunque ahora unas, ahora otras, y así llego también a formar al hombre, que nunca antes había criado, parecerá que hizo lo que hizo con cierta casual inconstancia, y no con la ciencia, sino como por acaso, como le vino a la imaginación. Pero si admitimos, dicen, aquellos circuitos y rodeos con que (o permaneciendo el mundo o mezclando con los propios circuitos sus volubles nacimientos y ocasos) se vuelven a hacer las mismas cosas temporales, ni atribuiremos a Dios el ocio vergonzoso de una tan larga duración sin principio, ni la impróvida temeridad de sus obras; porque si no se repiten y vuelve a hacer las mismas, no puede ninguna ciencia o presciencia suya comprender la infinidad de ellas variadas con tanta diversidad.
De esos argumentos con que los infieles procuran torcer del camino recto a nuestra sencilla y piadosa fe, para que andemos con ellos alrededor, aun cuando la razón no los pudiera refutar, la fe se debiera reir. Además, que con el favor de Dios nuestro Señor, estos volubles circulos que inventa la opinión los deshace la razón clara y manifiesta, por cuanto en esto se engañan, queriendo más caminar en su falso círculo que por el verdadero y derecho camino; pues miden el entendimiento divino del todo inmutable, capaz de cualquiera infinidad, y que enumera todo lo innumerable sin ninguna sucesión alternativa de su pensamiento, con el suyo, que es humano, inestable y limitado, sucediéndoles lo que dice el Apóstol: que midiendo y comparándose ellos mismos a sí mismos, no se entienden y conocen a sí mismos. Porque como ellos todo cuanto se les antoja hacer de nuevo, lo hacen con nuevo acuerdo, porque tienen mudable entendimiento, sin duda que considerando e imaginando, no a Dios a quien no pueden imaginar, sino a sí mismos por él, no miden ni comparan a Dios con Dios, sino ellos mismos se comparan a sí mismos. Pero nosotros no podemos ni debemos creer que de un modo está dispuesto Dios cuando esta ocioso y de otro cuando obra, porque no puede decirse que se dispone, como si en su naturaleza sucediese y hubiese alguna novedad que antes no había, por cuanto el que se dispone padece, y es mudable todo el que padece algo. Así, que no se imagine que en su inacción haya ociosidad, inercia o pereza, como tampoco en sus obras, trabajo, conato o industria. Sabe él estando quieto trabajar, y trabajando estarse quieto. Puede aplicar a la obra nueva no nuevo acuerdo, sino el acuerdo eterno, y sin arrepentirse, de que primero hubiese cesado, empezó a obrar lo que antes no había creado. Pero aunque primero cesó y después obró, esto, sin duda, que llamamos primero y postrero, estuvo en las cosas que primero no hubo, y después hubo; pero en Él no mudó alguna voluntad nueva otra voluntad que antes tuviese, sino que con una misma sempiterna e inmutable voluntad hizo que las cosas que crió primero no fuesen hasta que no fueron; y después fuesen cuando comenzaron a ser; manifestando acaso con esto maravillosamente a los que pueden ser capaces de entender estas cosas, que no tenía necesidad de ellas, sino que las crió por su mera gratuita bondad, habiendo estado sin ellas en no menor bienaventuranza desde la eternidad sin principio.


CAPITULO XIX: Contra los que dicen que las cosas que son infinitas no las puede comprender.

ni aun la ciencia de Dios

Sobre el otro punto que dicen, que ni la ciencia de Dios puede comprender las cosas infinitas, les resta el atreverse a decir, sumergiéndose en este profundo abismo de impiedad, que no conoce Dios todos los números. Porque éstos es indudable que son infinitos, pues en cualquiera número que os pareciere parar y hacer fin, este mismo puede, no digo yo que añadiéndole uno, acrecentarse, sino que por alto que sea y por inmensa la multitud que abrace, en la misma razón y ciencia de los números puede no sólo duplicarse, sino multiplicarse. Y de tal modo cada número acaba y termina con sus propiedades, que ninguno de ellos puede ser igual a otro alguno. Así que son desiguales entre sí y diferentes; cada uno es finito y todos son infinitos. Y que sea posible que Dios todopoderoso no sepa los números por su infinidad, y que la ciencia de Dios llegue hasta cierta suma de números, y que ignore los demás, quién habrá que pueda decirlo, por más ignorante y necio que sea? Y no es posible que se atrevan éstos a despreciar los números y decir que no pertenecen a la ciencia de Dios, pues entre ellos Platón, con grande autoridad, enaltece a Dios, que fabricó el mundo con números. Y entre nosotros leemos que se atribuye a Dios el que todo lo dispuso según medida, número y peso; de quien dice asimismo el profeta: que produce en número el siglo, y el Salvador en el Evangelio: todos vuestros cabellos, dice, están contados. De ningún modo dudemos de que conoce todos los números Aquel cuya inteligencia, como dice el salmista, no tiene número. Así que la infinidad del número, aunque no haya número de números infinitos, con todo, no es incomprensible a aquel cuya inteligencia no tiene número. Por lo cual, si lo que comprende la ciencia se limita con la comprensión del que posee la sabiduría, sin duda que cualquiera infinidad en cierto modo inefable es finita y limitada para Dios, pues no es incomprensible a su ciencia. Y así que la infinidad de los números para la ciencia de Dios, que la comprende, no puede ser infinita, qué presunción es la nuestra, que siendo unos hombrecillos nos atrevemos a poner limites a su ciencia, diciendo que si unas mismas cosas temporales no vuelven con los mismos circuitos y revoluciones de tiempos, no puede Dios en todas las cosas que ha hecho, o preverlas para hacerlas o conocerlas habiéndolas hecho?, cuya sabiduría, siendo una y varia, y uniformemente multiforme, o de muchas formas, con tan incomprensible entendimiento comprende todas las cosas incomprensibles, que si siempre quisiese obrar por más que se siguiesen cosas nuevas y diferentes de las pasadas, no pudiera tenerlas desordenadas e imprevistas, ni las previera de tiempo cercano y próximo, sino que las comprendiera y abrazara en sí con presciencia eterna.


CAPITULO XX: De los siglos de los siglos.


Lo cual, si lo ejecuta así y si se va uniendo entre sí con una continuada conexión los que acostumbramos llamar siglos de los siglos, aunque transcurriendo unos y otros con un ordenado desorden y desemejanza, y permaneciendo, sin embargo, solos los que se libertan de la miseria en su bienaventurada inmortalidad sin fin; o si se llaman siglos de siglos, los siglos que permanecen en la sabiduría de Dios con una inmoble estabilidad como causas eficientes de estos siglos que pasan con el tiempo, no me atrevo a definirlo. Porque acaso podrá ser que se llame siglo lo que son siglos, así como no es otra cosa que cielo de cielo, que cielos de cielos. Porque cielo llamó Dios al firmamento sobre el que están las aguas, y, no obstante, dice el real profeta: Las aguas que están sobre los cielos alaben el nombre del Señor. Qué cosa sea de estas dos, o si fuera de ambas, podemos entender alguna otra por siglos de los siglos, es una cuestión muy profunda; ni al punto que tratamos impedirá si, dejándola indecisa, la diferimos para adelante; ya sea que podamos definir sobre ella, ya sea que, tratándola con más exactitud, nos hagamos más cautos y reservados, para que en tanta oscuridad no nos atrevamos y arroguemos la facultad de determinar decisivamente sobre un negocio tan escabroso, lo que siempre sería temeraria e inconsiderablemente. Porque al presente disputamos con los que ponen aquellos circuitos con que entienden que necesariamente unas mismas cosas vuelven siempre por sus intervalos y espacios de tiempo. Pero cualquiera de aquellas dos opiniones acerca de los siglos de los siglos que sea verdadera no hace al caso para estos circuitos; porque ya sean los siglos de los siglos, no los que, volvieron por aquella su revolución, sino los que corren, derivándose unos de otros con una conexión y trabazón muy concertada, quedando la bienaventuranza de los libertados certísima, sin que tengan recurso alguno los trabajos e infortunios; ya los siglos de los siglos sean eternos, como eficiente de los siglos temporales, como señores de sus súbditos, aquellas revoluciones con que vuelven unos mismos no tienen aquí lugar, a las cuales especialmente confunde y convence la vida eterna de los santos.


CAPITULO XXI: De la impiedad de los que dicen que las almas que gozan de la suma y verdadera bienaventuranza han de tornar a volver una y otra vez por los circuitos de los tiempos a las mismas miserias y aflicciones pasadas.


Y qué católico temeroso de Dios ha de poder oír que después de haber pasado una vida con tantas calamidades y miserias (si es que merece nombre de vida ésta, que con más razón puede llamarse muerte, tanto más grave que, por amarla, tememos la muerte que de ella nos libra), que después de tan horrendos males, tantos y tan horribles, purificados finalmente por medio de la verdadera religión y sabiduría, lleguemos a la presencia de Dios y nos hagamos bienaventurados con la contemplación de la luz incorpórea (participando de aquella inmortalidad inmutable, con cuyo amor y deseo de conseguirla vivimos), de modo que nos sea preciso al fin dejarla en algún tiempo; y que los que la dejan, privados de aquella eternidad, verdad y felicidad, se vuelvan a enlazar en la mortalidad infernal, en la torpe demencia y abominable miseria donde vengan a perder a Dios, donde aborrezcan la verdad, donde por medio de los detestables vicios vengan a buscar la bienaventuranza; y que esto haya sido y haya de ser una y otra vez sin ningún fin, por ciertos intervalos y dimensiones de los siglos que han sucedido y sucederán; y esto para que Dios pueda en la misma luz de la verdad, no tener noticia exacta de sus obras que hemos de ser miserables, o ciertos y limitados circuitos que van y estando en la cumbre de la suma felicidad vuelven constantemente por nuestras, temamos que lo habremos falsas felicidades y yerdaderas miserias. Porque si allá hemos de ignorarrlas, que aunque alternas con la la calamidad que nos ha de sobrevevolucion incesable, son sempiternas; más sabia es acá nuestra miseria, porque no puede cesar de hacer, ni donde tenemos noticia de la ciencia comprender las cosas que hemos de gozar; y si allá que son inútiles. Quién puede escuchar no se nos ha de esconder la miseria esta doctrina? Quién daría crédito que esperamos, con más felicidad pasa? Quién puede sufrirla? Que si su tiempo el alma miserable; pues, fuese verdad, no sólo con más cordura ha de subir a la bienaventuranza, se pasara en silencio, sino también que la bienaventurada, pues decir según mi posibilidad lo que el suyo ha de volver al estado siento fuera prueba de más sabiduría de miseria. Y así la esperanza que hay el no saberlo. Pues si en la eternidad en nuestra desdicha será dichosa, y no hemos de tener memoria de estas dichada la que hay en nuestra felicidad, y por eso hemos de ser bienaventurados. Por lo cual se deduce que puesto aventurados, por qué razón aquí; con que aquí padecemos los males presentes la noticia que tenemos de ellas, se nos las tememos los que nos agrava más esta nueva miseria? Y si nazan y aguardan, con más verdad en la vida futura necesariamente las seremos siempre miserables que alguna hemos de saber, a lo menos no las segunda vez bienaventurados.
Mas porque esta doctrina es falsa más dichosa la esperanza, que allá el. Y manifiestamente contraria a la religión y posesión del sumo bien; puesto a la verdad (pues; efectivamenque aquí esperamos conseguir la vida que, nos promete Dios aquella verdadera eterna, y allá sabemos que hemos al fin felicidad, de cuya seguridad estaremos alguna vez de perder la vida siempre ciertos, sin que la interrumpa aunque no eterna, ninguna desdicha), sigamos el camino. Y si dijesen que ninguno puede ser recto que para nosotros es Jesucristo, a aquella bienaventuranza, si auxiliados de este ínclito caudillo y escuela de esta vida no hubiere salvador, enderecemos las sendas de estos circuitos y revoluciones, nuestra fe y desviémonos de este vano donde alternativamente suceden el absurdo círculo de los impíos. Por bienaventuranza y la misena, cómo que si el platónico Porfirio no quiso enseñar que cuanto uno más amare a seguir la opinión de los suyos acerca de Dios, tanto más fácilmente llegarán a de estas revoluciones, idas y venidas la bienaventuranza los que enseñan alternativas de las almas sin cesar un doctrina con que se enfríe el momento, ya fuese movido por este amor? Porque quién habrá que la vanidad, ya lo fuese por tener al no ame más remisa y sabiamente a algún respeto a los tiempos cristianos, y quien sabe que necesariamente ha de mejor decir que el alma fue entregada al venir a dejar y contra cuya verdad y mundo para que conociese los males, sabiduría ha de sentir; y esto cuando y librada y purificada de ellos, cuando con la perfección de la bienaventuranza, volviese al Padre, no padeciese ya y hubiere llegado, según su capacidad, semejantes mutaciones en su estado, a tener plena y cumplida noticia de su vida cuánto más debemos nosotros abominar y huir de ésta sabiduría? Pues ni huir de esta falsedad contraria amigo puede uno amar fielmente a la fe cristiana? Descubiertos, pues, si sabe que ha de venir a ser su enemigo ya, y deshechos estos círculos. Pero Dios nos libre de creer que no habrá necesidad de decir sea verdad esto, que nos promete que el género humano no tuvo amenaza una verdadera miseria que de tiempo, en que empezara a nunca ha de acabarse, sino que con la existir; pues por no sé qué circuitos interposición de la falsa bienaventuranza y revoluciones no hay cosa nueva en el muchas veces y sin fin se ha de ir del mundo que no haya sido antes por interrumpiendo. Porque qué cosa puede con ciertos intervalos de tiempos, y después no haya de volver a ser. Porque si se liberta el alma para no volver más a las miserias, de manera que nunca antes se ha librado a sí misma, ya se hace en ella algún efecto que jamás se hizo antes, y ésta es, en efecto, cosa muy grande, pues es la eterna felicidad que nunca ha de acabarse. Y si en la naturaleza inmortal ha de haber tan singular novedad, sin que haya sucedido jamás ni haya de volver a suceder con ningún circuito o revolución, por qué porfían que no la puede haber en las cosas mortales? Y si dijeron que no alcanza el alma ninguna nueva bienaventuranza, porque torna a dar vuelta a aquella en que siempre estuvo, por lo menos es nuevo en ella libertarse de la miseria en que nunca estuvo cuando se libra el infortunio; y también lo es la misma miseria que nunca hubo. Y si esta novedad no es de las cosas ordinarias que se gobiernan por la divina Providencia, sino que sucede al acaso, dónde están aquellos circuitos en quienes no sucede cosa nueva, sino que vuelven a ser las mismas cosas que antes fueron? Y si a esta novedad tampoco la eximen del gobierno de la divina Providencia pueden hacerse cosas nuevas, que ni antes habían sido hechas, ni son, sin embargo, ajenas y extrañas del orden natural de las cosas. Y si pudo el alma forjarse a sí misma por su imprudencia una nueva miseria que no fuese imprevista a la divina Providencia, de manera que ésta la incluyese en el orden y gobierno de las cosas, y de tal estado la misma Providencia la libertase, con qué temeridad y vana presunción humana nos atrevemos a negar que pueda Dios hacer, no para sí, sino para el mundo, cosas nuevas que ni antes las haya hecho ni jamás las haya tenido imprevistas? Y si dijeren que aunque las almas que se hubieren libertado no han de caer en la miseria, pero que cuando esto sucede no sucede cosa nueva en el mundo, porque siempre se han ido librando unas y otras almas, y se libran y librarán, con esto a lo menos conceden si es así, que se forman nuevas almas, y en ellas también nueva miseria y nueva libertad. Porque si dijeren que son las antiguas y de atrás sempiternas, con las cuales diariamente se hacen nuevos hombres (de cuyos cuerpos, si han vivido sabia y rectamente, salen libres, de manera que nunca más vuelven a la miseria) han de decir, por consiguiente, que estas almas son infinitas. Pues por grande que se suponga que haya sido el numero de las almas, no pudiera ser suficiente para los infinitos siglos pasados, para que de ellas se fuesen haciendo siempre los hombres, cuyas almas se libraron siempre de esta mortalidad para no volver después más a ella. No nos podrán explicar de modo alguno cómo en las cosas de este mundo, que suponen no las comprende Dios porque son infinitas, haya un número infinito de almas. Por lo cual, quedando ya excluidas aquellas revoluciones y círculos con que se suponía que el alma necesariamente había de volver a unas mismas miserias, qué otra cosa nos resta que más convenga a la piedad y religión católica, sino creer que no es imposible a Dios criar cosas nuevas que jamás hava hecho, y con su inefable presciencia no tenga voluntad mutable? Pero si el número de las almas que se han librado y no han de volver ya al estado de la miseria se puede siempre acrecentar, examínenlo los que discurren con tanta sutileza sobre limitar la infinidad de las cosas; porque nosotros cerramos y concluimos nuestro argumento por ambas partes. Pues si se puede, qué razón hay para negar que se pudo criar lo que nunca antes fue criado, si el número que nunca antes hubo de las almas libertadas no sólo se hizo de una vez, sino que jamás se dejará y acabará de hacer? Y si es necesario que haya cierto número limitado de almas libertadas que no vuelvan más a la miseria, y que este número no se acreciente más, también éste, cualquiera que hubiere de ser, nunca fue. Ni realmente pudiera crecer y llegar al término de su cantidad sin algún principio, el cual tampoco existió antes. Para que hubiese este principio fue criado el hombre, antes del cual no hubo hombre alguno.


CAPITULO, XXII: De la creación del primer hombre solo, y en él la del linaje humano.


Habiendo explicado ya, según lo que permiten nuestras facultades, esta difícil y espinosa cuestión por la eternidad de Dios que va criando nuevas especies sin novedad alguna en su voluntad, no será dificultoso el advertir que fue mucho mejor lo que Dios hizo cuando de un solo hombre, que crió al principio, multiplicó el género humano, que si le empezara por muchos. Porque habiendo criado a los demás animales, a unos solitarios, agrestes y en cierto modo solivagos, esto es, que apetecen y gustan más de la soledad y de vivir solos, como son las águilas, milanos, leones, lobos y todos los demás que son de esta especie; a otros los hizo aficionados a la sociedad y a vivir congregados para habitar juntos en bandadas y en rebaños, como son las palomas, estorninos, ciervos, gamos y otros semejantes; con todo, no propagó y multiplicó estos dos géneros principiando por uno, sino mandó que fuesen muchos juntos. Pero el hombre, cuya naturaleza la criaba en cierto modo intermedia entre los ángeles y las bestias, de tal suerte, que si se sujetase a su Criador como a verdadero Señor y guardase con piadosa obediencia su precepto y mandato, pasase al bando y sociedad de los ángeles sin intermisión de la muerte, alcanzando la bienaventurada inmortalidad sin fin, y si usando de su libre voluntad con soberbia y desobediencia ofendiese a Dios, su Señor, condenado a muerte viviese bestialmente y fuese siervo de su propio apetito, y después de la muerte destinado a la pena eterna; le crió uno y singular, no para dejarlo solo sin la humana compañía, sino para encomendarle con esto más estrechamente la unión con la misma compañía y el vínculo de la concordia; viniéndose a juntar los hombres entre sí, no sólo por la semejanza de la naturaleza, sino también por el afecto del parentesco, pues aun a la misma mujer que se había de unir con el varón no la quiso crear como a él, sino de él, a fin de que todo el género humano se propagase y extendiese de un solo hombre.


CAPITULO XXIII: Que supo y previó Dios que el primer hombre que crió había de pecar; y juntamente vio el número de los santos y piadosos que de su generación, por su gracia, había de trasladar a la compañía de los ángeles..


No ignoraba Dios que el hombre había de pecar, y que, estando ya sujeto a la muerte, había de procrear y propagar hombres asimismo sujetos a la muerte, y que habían de excederse sobremanera los mortales con la licencia y demasía de pecar; que más seguras y pacíficas habían de vivir entre sí, sin tener voluntad racional, las bestias de una especie (cuya propagación empezó de muchas, parte en el agua y parte en la tierra) que los hombres, cuya generación para fomentar la concordia se comenzó a propagar de uno solo. Porque nunca han traído tales guerras entre sí los leones o los dragones, como los hombres. Pero consideraba al mismo tiempo Dios que con su gracia había de convidar y llamar al pueblo piadoso y devoto a su adopcion; y que, absuelto de los pecados y justificado por el Espíritu Santo, le había de unir inseparablemente con los santos ángeles en la paz eterna, habiendo destruido al último enemigo, que es la muerte; al cual pueblo le había de ser no de poca importancia la consideración de cómo Dios, para manifestar a los hombres cuán acepta le es también la unión entre muchos, crió al linaje humano y le propagó de un solo individuo.


CAPITULO XXIV: De la naturaleza del alma del hombre, criada a imagen y semejanza de Dios.


Crió Dios al hombre a imagen y semejanza suya, porque le dio una alma de tal calidad, que por la razón y el entendimiento fuese aventajada a todos los animales de la tierra, del agua y del aire, que no tendría otra tal mente. Y habiendo formado al hombre del polvo o limo de la tierra, y habiéndole infundido una alma, como dije (ya la hubiese hecho, y se la infundiese soplando, ya, por mejor decir, la hiciese soplando) y queriendo que aquel soplo que hizo soplando fuese el alma del hombre, también le crió una mujer para su compañía y auxilio en la generación, sacándole una costilla del lado, obrando como Dios. Porque no hemos de imaginar esto al modo común de la carne, como vemos que los artífices fabrican de cualquier materia cosas terrenas con los miembros corporales, lo mejor que pueden con la industria de su arte. La mano de Dios es la potencia de Dios, el cual aun las cosas visibles las obra invisiblemente. Pero estas cosas las tienen por fabulosas más que por verdaderas los que miden por estas obras ordinarias y cotidianas la virtud y sabiduría de Dios, que sabe y puede sin semilla criar la misma semilla; pero las que primeramente crió Dios, porque no las entienden, las imaginan infielmente, como si estas mismas cosas que saben y entienden acerca de las generaciones y partos de los hombres, contándolas a los que no tuvieran experiencia de ellas ni las supieran, no se les hiciesen más increíbles, aunque hay muchos que estas mismas las atribuyen antes a las causas corporales de la naturaleza que a las admirables obras de la divina Providencia.


CAPITULO XXV: Si puede decirse que los ángeles han criado alguna criatura, por mínima que sea.


Pero en estos libros no tratamos ni disputamos con los que no creen que la Majestad Divina es el autor de estas cosas o el que cuida de ellas. Con todo, aquellos que creen a su Platón y sostienen que el sumo Dios que hizo el mundo no crió, sino que con su licencia o mandato, otros menores, que él mismo hizo, criaron todos los animales mortales, y entre ellos al hombre, para que obtuviese el lugar más principal y más próximo a los mismos dioses; si estuviesen exentos de la superstición con que pretenden demostrar que justamente los adoran y ofrecen sacrificios como a autores y criadores suyos, fácilmente se librarán también de la falsedad y engaño de esta opinión. Porque no es lícito creer o afirmar que otro que Dios sea criador de ninguna criatura por mínima y mortal que sea, aun antes que pueda ésta dejarse entender. Y así, los ángeles, a quienes ellos con más gusto llaman dioses, aunque aplican, o mandándoselo Dios o permitiéndoselo, su operación a las cosas que se crían en el mundo, sin embargo, no son más criadores de los animales que lo son los labradores de las mieses y plantas.


CAPITULO XXVI: Que la naturaleza y forma de todas las criaturas no se hace sino por obra divina.


Porque habiendo dos especies de formas, una que se da exteriormente a cualquiera materia corporal, como son las que fabrican los alfareros y carpinteros y otros artífices semejantes, que forjan y hacen figuras y formas parecidas a los cuerpos de los animales; y otra que interiormente tiene sus causas eficientes, según el secreto y oculto albedrío de la naturaleza que vive y entiende; la cual, no sólo hace las formas naturales de los cuerpos, sino también las mismas almas de los animales al nacer; la primera forma se puede atribuir a cualesquiera artífices, pero esta otra no, sino solamente a Dios criador y autor de todos las cosas visibles e invisibles, que crió al mundo y a los ángeles sin ningún mundo y sin ningunos ángeles.
Porque con aquella virtud divina, y, por decirlo así, efectiva, que no sabe ser hecha, sino hacer (con que recibió la forma, cuando se hizo, el mundo, la redondez del cielo y la redondez del sol) con la misma virtud divina y efectiva, que no sabe ser hecha, sino hacer, recibió forma la redondez del ojo y la redondez de la manzana, y las demás figuras naturales que vemos se acomodan a todas las cosas que nacen, no extrínsecamente, sino por virtud y potencia intrínseca del Criador, que dijo: Yo lleno el cielo y la tierra y soy aquel cuya sabiduría toca de fin a fin con fortaleza, y con suavidad dispone todas las cosas. Y así, no sabré decir de qué sirvieron a su Criador la creación de las demás cosas los ángeles que primeramente Dios crió; porque ni me atrevo a atribuirles lo que acaso no pueden, ni debo derogarles lo que pueden. Pero la creación y fábrica de todas las naturalezas, por la que son naturalezas, con asentimiento de ellos mismos, la atribuyo a aquel Dios a quien ellos mismos saben que deben con acción de gracias el ser que tienen. Así que decimos que no sólo los labradores no son criadores de género alguno de frutales, puesto que leemos: Que ni el que planta es el criador, ni el que riega, sino Dios, que es el que da el incremento, mas ni aun la misma tierra, aunque parezca una fecunda madre de todos, que promueve lo que brota en renuevos y pimpollos, y lo que está fijo con raíces lo mantiene; porque asimismo leemos: Que Dios es el que da al grano sembrado su cuerpo como quiere, y a cada semilla su cuerpo conforme a su condición. Por lo que tampoco debemos llamar a la madre autora y criadora de su hijo, sino antes a aquel que dijo a un siervo suyo: Antes que te formara en el vientre de tu madre te conocí. Y aunque el alma de la que está encinta, estando en esta o aquella disposición, pueda imprimir algunas cualidades al fruto de su vientre, como Jacob, que con las varas de diferentes colores hizo que la cría de sus ganados saliese de diferentes colores; con todo, aquella naturaleza no la crió ella misma, como tampoco se hizo a sí misma.
Así que cualesquiera causas corporales o generativas que se apliquen para la procreación de los seres, ya sea por operación de los ángeles o de los hombres, o de cualesquiera animales, ya sea por la conjunción conyugal de varón y hembra, y cualesquiera deseos, pasiones y mociones del alma de la madre, pueden ser poderosos para sembrar algunos lineamientos o colores en los tiernos y suaves embriones; pero a las mismas naturalezas, que en su género se disponen de este o de aquel modo, no las hace sino el sumo Dios, cuyo oculto poder, como lo penetra todo con su inmutable presencia, hace que sea todo lo que en alguna manera tiene que ser de cualquiera manera, poco o mucho que le tenga; porque si el Señor no lo hiciera, no sólo no tuviera tal o tal ser, sino que del todo no pudiera ser. Por lo cual, si en aquella forma que los artífices dan exteriormente a las cosas corporales, decimos que a las ciudades de Roma y Alejandría las fundaron, no los artífices y arquitectos, sino los reyes: a la una, Rómulo, y a la otra, Alejandro, con cuya voluntad, acuerdo y orden fueron edificadas; con cuánta más razón no debemos admitir sino a Dios por aútor y criador de las naturalezas, que es el que ni hace ser alguno de otra materia, sino de la que él mismo hizo y formó, ni tiene otros obreros sino los que él crió? Y si retirase su putencia fabricadora de las cosas, por decirlo nsí, no tendrán más ser que el que tuvieron antes que no fuesen ni existiesen. Antes, digo, en eternidad, no en tiempo; porque quién otro es el autor de los tiempos sino el que hizo todas las cosas, con cuyos movimientos alternativos corriesen los tiempos?


CAPITULO XXVII: De la opinión de los platónicos, que piensan que a los ángeles los crió Dios, pero que los ángeles son los que crían los cuerpos humanos.


El filósofo Platón quiso que los dioses menores que crió el sumo Dios fuesen hacedores de los demás animales, recibiendo del Señor la parte inmortal, y de ellos la mortal. Por lo cual estos dioses no eran criadores de nuestras almas, sino de los cuerpos. Y por cuanto Porfirio, por amor de la purificación del alma, dice que debe huirse de todo lo que es cuerpo, opinando asimismo con su maestro Platón y con los demás platónicos que los que vivieren disoluta y torpemente vuelven a los cuerpos mortales para pagar sus penas (aunque Platón dice que también pasan a los cuerpos de las bestias, y Porfirio solamente a los de los hombres) síguese necesariamente que confiesen que estos dioses a que ellos desean les tributemos adoración como a progenitores y autores nuestros, no son otra cosa que unos fabricadores y arquitectos de nuestras cadenas y cárceles, y no nuestros hacedores, sino crueles carceleros que nos encierran en miserables y horrendos calabozos, y nos ponen gravísimas e insufribles prisiones y cadenas. O desistan, pues, los platónicos de amenazarnos con las penas que resultan a las almas de estos cuerpos, o no nos prediquen que adoremos a los dioses cuyas obras que hacen en nosotros, ellos mismos nos exhortan a que las huyamos en cuanto pudiéremos y nos libremos de ellas, aunque lo uno y lo otro es falsísimo. Porque ni de esta suerte satisfacen las almas las penas que deben, tornando de nuevo a esta vida penal, ni hay otro autor y criador de todos los que viven así en el cielo como en la tierra, sino Aquel que hizo el cielo y la tierra. Porque si no hay otra causa para vivir en este cuerpo mortal sino la de satisfacer a las merecidas penas por las culpas cometidas, cómo dice el mismo Platón que no pudo hacerse de otro modo el mundo tan perfectamente hermoso y bueno si no le llenara Dios de todo género de animales, esto es, de los inmortales y mortales? Y si nuestra creación, por la que fuimos criados, aunque mortales, es don y beneficio divino, cómo puede ser pena el volver a estos cuerpos, esto es, a los divinos beneficios? Y si Dios tenía en su eterna inteligencia las ideas y especies, así como las del Universo, así también las de todos los animales, cómo no criaba él mismo todas las cosas? Cómo no había de querer ser artífice de algunas, teniendo su inefable e inefablemente loable entendimiento arte para hacerlas?


CAPITULO XXVIII: Que en el primer hombre nació toda la plenitud del linaje humano, en la cual previó Dios la parte que había de ser honrada y premiada y la que había de ser condenada y castigada.


Con razón la verdadera religión le reconoce y predica por autor y Criador del mundo y de todos los animales, esto es, de las almas y de los cuerpos. Y entre los terrenos y mortales hizo a su imagen y semejanza, por la causa que he insinuado, si acaso no hay otra más oculta, al hombre solamente, pero no lo dejó solo. Porque nó hay linaje de animal tan desavenido por sus vicios, ni tan sociable por su naturaleza como éste. Tampoco la humana naturaleza pudiera testificar más a propósito contra el vicio de la discordia, o para prevenir que no la hubiese, o para quitarla cuando la hubiese, que trayéndonos a la memoria aquel primer padre, a quien por eso quiso Dios criarle único. de quien se propagase la humana generación, para que con esta advertencia se viniese a conservar también entre muchos una concorde unión. Con haberle Dios formado una mujer, extrayéndola de su costado, nos dio a entender bien claro cuán amada y querida debe ser la unión del marido y de la mujer. Y estas obras de Dios por eso son extraordinarias e inusitadas, porque son primeras. Y los que no las creen tampoco deben creer que hizo Dios estupendos y admirables prodigios, pues que ni éstos, si se efectuasen según el curso ordinario de la naturaleza, se llamarían prodigios. Y qué cosa hay que se haga en vano bajo un gobierno tan soberano y arreglado de la Divina Providencia, aunque su causa no sea oculta y secreta? Por lo que dice el real profeta: Venid, y considerad las obras del Señor, los prodigios que hizo en la tierra. La causa porque Dios hizo a la mujer del costado del varón, y lo que prefiguró éste, que en cierto modo podemos llamar primer prodigio, lo dire en otro lugar con el favor del Señor.
Y ahora, porque hemos de poner fin a este libro, consideremos cómo en el primer hombre, que ante todos fue criado, nacieron, aunque no según evidencia, sin embargo, según la presciencia de Dios, en el linaje humano dos compañías o congregaciones de hombres, como dos ciudades; porque de él habían de nacer, unos para venirse a juntar con los ángeles malos en las penas y tormentos, otros con los buenos en el premio eterno por oculto, pero justo juicio de Dios. Pues, como dice la Sagrada Escritura: Estando todas las sendas y disposiciones del Señor llenas de misericordia y verdad, ni su gracia puede ser injusta, ni cruel su justicia.


LIBRO DECIMOTERCERO: LA MUERTE, PENA DEL PECADO DE ADÁN.


CAPITULO PRIMERO: De la caída del primer hombre, por quien heredamos el ser mortales.


Ya que hemos ventilado las escabrosas y difíciles cuestiones sobre el origen de nuestro siglo y del principio del humano linaje, parece exige el orden metódico que continuemos la disputa acerca de la caída del primer hombre, o, por mejor decir, de los primeros hombres; y del origen y propagación de la muerte del hombre. Porque no crió Dios a los hombres de la misma condición que a los ángeles, que, aunque pecasen, no pudiesen morir; sino de tal condición que, cumpliendo con la obligación de la obediencia, pudiesen alcanzar, sin intervención de la muerte, la inmortalidad angélica y la eternidad bienaventurada, y siendo desobedientes incurriesen en pena de muerte por medio de una justísima condenación, como lo insinuamos ya en el libro anterior.


CAPITULO II: De la muerte que puede sufrir el alma, libre del cuerpo, y de aquella a que está sujeta el alma unida al cuerpo.


Paréceme llegado el momento de tratar con más exactitud y escrupulosidad de los dos géneros de muerte; pues aunque con verdad se dice que el alma del hombre es inmortal, sin embargo, padece también su peculiar muerte. Se dice inmortal porque en cierto modo nunca deja de vivir y sentir, y el cuerpo por eso es mortal, porque puede faltarle totalmente la vida, y por sí mismo no puede vivir de modo alguno. Así, que la muerte del alma sucede cuando la desampara el Señor, así como la del cuerpo cuando la deja el alma; por lo cual, la muerte del uno y del otro, esto es, de todo el hombre, sucede cuando el alma, desamparada de Dios, desampara al cuerpo; porque así ni ella vive con Dios, ni el cuerpo con ella.
A esta muerte de todo el hombre se sigue aquella a quien la autoridad de la Sagrada Escritura llama muerte segunda, la cual nos significó el Salvador cuando dice: Temed a aquel que tiene potestad para arrojar para siempre al cuerpo y al alma en el infierno; lo cual, como no acontece antes que el alma se haya juntado con el cuerpo, sino después, de modo que no haya fuerza que pueda ya dividirlos y apartarlos, puede causar admiración que digamos que el cuerpo muere sin que le desampare el alma; antes si, estando animado y sintiendo, muere atormentado. Porque en aquella pena última y eterna, muy bien puede decirse que muere el alma porque no vive con Dios; pero que muera el cuerpo, cómo puede suceder, si vive con el alma? No podría de otra conformidad sentir los tormentos corporales que ha de sufrir después de la resurrección. Diremos, acaso, que por cuanto la vida, cualquiera que sea, es un singular bien, y el dolor un mal, por eso tampoco debe decirse que vive el cuerpo donde el alma no es causa del vivir, sino de padecer con dolor? Así que vive el alma con Dios cuando vive bien, porque no puede vivir bien si no es obrando Dios en ella lo que es bueno; pero el cuerpo vive con el alma cuando el alma vive en el cuerpo, ya viva ella, ya no viva con Dios. Porque la vida de los impíos en los cuerpos no es vida de las almas, sino de los cuerpos, la cual les pueden dar las almas aunque estén difuntas, esto es, desamparadas de Dios, sin que las deje la propia vida, cualquiera que sea, por la cual son también inmortales. Mas en la última y final condenación, aunque el hombre no dejará de sentir, con todo, porque el mismo sentido ni será suave por el deleite, ni saludable por la quietud, sino penoso por el dolor, no sin razón la llaman mejor muerte que vida, y por lo mismo segunda, porque es después de la primera, con que se hace la división de las naturalezas que estaban juntas, ya sea de Dios y del alma, ya sea del alma y del cuerpo; así que de la primera muerte del cuerpo puede decirse que es buena para los buenos y mala para los malos; pero la segunda, sin dada, que, como no es de ningún bien, así para ninguno es buena.


CAPITULO III: Si la muerte, que por el pecado de los primeros hombres se comunicó a todos los hombres, es también en los santos pena del pecado.


Pero se ofrece una duda que no es razón omitir: si realmente la muerte, con que se dividen el alma y el cuerpo, es buena para los buenos. Porque si es así, cómo podrá defenderse que ella sea también pena del pecado? Pues no incurrieran en ella seguramente los primeros hombres si no pecaran; y de qué manera podrá ser buena para los buenos la que no pudo suceder sino a los malos? Y, por otra parte, si no podía suceder sino a los malos, ya no podía ser buena para los buenos, antes no la debieran sufrir; pues para qué había de haber pena donde no había qué castigar? Por lo cual hemos de confesar que, aunque Dios crió a los primeros hombres de suerte que si no pecaran no incurrieran en ningún género de muerte, sin embargo, a éstos que primeramente pecaron, los condenó a muerte de modo que todo lo que naciese de su descendencia estuviese también sujeto al mismo castigo, puesto que no había de nacer de ellos otra cosa de lo que ellos habían sido. Pues la pena, según la gravedad de aquella culpa, empeoró la naturaleza de tal conformidad, que lo que precedió penalmente en los primeros hombres que pecaron, eso mismo siguiese como naturalmente en los demás que fuesen naciendo. Porque no se formó el hombre de otro hombre, así como se formó el hombre del polvo; pues el polvo para hacer el hombre sirvió de materia, pero el hombre para engendrar al hombre sirvió de padre. Por lo tanto, no es la carne lo que es la tierra, aunque de la tierra se hizo la carne; mientras que lo que es el hombre padre es también el hombre hijo. Todo el linaje humano que se había de propagar por medio de la mujer en sus hijos y generación existió en el primer hombre cuando los dos primeros casados recibieron la divina sentencia de su condenación; y lo que fue hecho el hombre, no cuando le crió Dios, sino cuando pecó y fue castigado, eso fue lo que engendró respecto al origen del pecado y de la muerte.
No quedó el hombre reducido con el pecado o con la pena a la ignorancia y debilidad del alma y cuerpo que observamos en los niños (que en esta ignorancia e imbecilidad quiso Dios que entrasen en la vida, como los hijos de las bestias, los tiernos hijos de los padres que había condenado a una vida y muerte propia de bestias, como lo dice la Sagrada Escritura: El hombre, cuando vivía honrado en la justicia original, no entendió, no uso de la razón, y pecando, vino a ser semejante a las bestias, que no tienen discurso ni razón, siendo mortal como ellas; y aún observamos en los niños que en el uso y movimiento de sus miembros, y en el sentido de apetecer o evitar, son aún más débiles e indolentes que los más tiernos hijos de los demás animales, como si la virtud humana con tanta mayor excelencia se aventajase sobre todos los demás animales, cuanto más se detiene en dilatar su imperio, retirándole atrás como saeta cuando se estiva el arco); así que no sólo cayó el primer hombre con aquella su ilícita y vana presunción, o le arrojaron y condenaron con justísimo decreto a la rudeza y flaqueza de niños, sino que la naturaleza humana quedó en él corrompida y mudada, de manera que padeciese en sus miembros la desobediencia y repugnancia de la concupiscencia, y quedase sujeta a la necesidad de morir, y así engendrase lo que vino a ser por su culpa y por la pena y castigo que en él hicieron, esto es, hijos sujetos al pecado y a la muerte. Y cuando los niños se libran de esta sujeción del pecado por la gracia, de Jesucristo, nuestro mediador y redentor; sólo pueden padecer la muerte que aparta y divide al alma del cuerpo, pero no pasan a aquella segunda de las penas eternas, porque están ya libres de la obligación del pecado.


CAPITULO IV: Por qué a los que están absueltos del pecado por la gracia de la regeneración no los absuelven de la muerte; esto es, de la pena del pecado.


Pero si alguno dudase creer que sufren también esta muerte, si ésta es asimismo pena del pecado, aquellos cuya culpa se perdonó por la gracia, ya está tratada y averiguada esta cuestión en otro libro que intitulé del Bautismo de los niños, donde dije que la causa porque quedaba al alma el haber de pasar por la experiencia de la separación del cuerpo, aunque estuviese absuelta del vínculo del pecado, era porque si consiguientemente al sacramento de la regeneración se siguiera luego la inmortalidad del cuerpo, la misma fe perdiera su fuerza y vigor; la cual entonces es fe, cuando se aguarda con la esperanza lo que aún no se ve en la realidad. Y con la virtud y contraste de la fe en la edad madura habían de llegar a vencer los hombres el temor de la muerte, lo cual principalmente resplandeció en los santos mártires; pues de este contraste. y lucha no hubiera, sin duda, ni victoria ni gloria, porque tampoco pudiera haber este mismo contraste y batalla si después de la regeneración y bautismo no pudieran los santos padecer muerte corporal. Y quién habría que, con los pequeñuelos que se han de bautizar, no acudiese a la gracia de Jesucristo, principalmente por no apartarse y dividirse del cuerpo? No se estimaría, pues, la fe por el premio invisible, ni sería ya fe hallando y recibiendo de contado el premio de sus fatigas.
Pero de esta otra conformidad con mucha mayor y más admirable ventaja de la gracia del Salvador, vemos la pena del pecado convertida en utilidad y aprovechamiento de la justicia; porque entonces dijo Dios al hombre: morirás si pecares, y ahora dice al mártir: muere por que no peques; entonces le dijo: si quebrantaseis el mandamiento, moriréis de muerte; ahora les dice: si rehusareis la muerte, quebrantareis el precepto. Lo que entonces debió ponerles freno y temor para no pecar, ahora lo deben admitir y abrazar para que no pequen; y de esta manera, por la inefable misericordia de Dios, la misma pena de los vicios se convierte y trueca en armas para la virtud, y viene a ser mérito del justo aun el castigo del pecador, porque entonces se ganó la muerte pecando, y ahora se cumple la justicia muriendo. Pero esto se entiende en los santos mártires, a quienes el tirano les propone una de dos, o que abjuren la fe o padezcan la muerte, porque los justos más quieren, creyendo, padecer lo que al principio, no creyendo, padecieron los pecadores; pues si éstos no pecaran, no murieran; pero aquéllos pecarán si no mueren Así que murieron aquéllos porque pecaron; éstos no pecan porque mueren; sucedió por culpa de aquéllos que incurriesen en el castigo; sucede por la pena de éstos que no caigan en la culpa; no porque la muerte se haya convertido en cosa buena, siendo antes mala, sino porque Dios dio tanta gracia a la fe, que la muerte, que, según es notorio, es contraria a la vida, se viniese a hacer instrumento por el cual se pudiese pasar a la vida.


CAPITULO V: Que así como los pecadores usan mal de la ley, que es buena, así los justos usan bien de la muerte, que es mala.


Porque el Apóstol, queriendo demostrar cuán poderoso era el pecado para causar males, cuando falta la ayuda de la gracia, no dudó llamar a la misma ley, que prohíbe el pecado, virtud del pecado: El aguijón, dice, o el arma con que mata la muerte, es el pecado, y la ley es la virtud o potencia del pecado. Y con mucha verdad, ciertamente, porque la prohibición acrecienta el deseo de la acción ilícita cuando no amamos la justicia, de modo que con el gusto y deleite de ella venzamos el apetito de pecar. Y para que amemos y nos deleite la verdadera justicia no nos ayuda y alienta sino la divina gracia. Pero porque no tuviésemos por mala a la ley, porque la llama virtud del pecado, por eso él mismo, tratando en otro lugar de esta cuestión, dice de esta manera: La ley, sin duda, es santa, y los mandamientos, santos, justos y buenos; luego lo que es bueno me ha causado por sí la muerte? En manera alguna, sino el pecado, por manifestarse pecado, esto es, porque campease la grandeza de su impulso por medio del mismo bien, tomando ocasión de la ley, me obró y causó la muerte para mostrarse el pecado sobremanera pecador, esto es, para manifestar todo su veneno y la inmensidad de su malicia. Sobremanera, dijo, porque también se añade pecado cuando, habiendo aumentado en sí el apetito de pecar, se desprecia también la misma ley. Pero a qué fin hemos dicho esto? Para que veamos que así como la ley no es mala cuando acrecienta el apetito de los que pecan, así tampoco la muerte es buena cuando aumenta la gloria de los que padecen; cuando la ley se deja por el pecado y forma prevaricadores y transgresores, o cuando la muerte se recibe por la verdad, y hace mártires; y por eso la ley, aunque es buena porque prohíbe el pecado, y la muerte es mala porque es la paga, recompensa y premio del pecado, sin embargo, así como los malos y pecadores usan mal, no sólo de las cosas malas, sino también de las buenas, así los buenos y justos usan bien, no solamente de las buenas, sino también de las malas; de donde dimana que los malos usan mal de la ley aunque la ley sea buena, y que los buenos mueren bien aunque la muerte sea mala.


CAPITULO VI: Del mal general de la muerte, con que se divide la sociedad del alma y del cuerpo


Por lo cual, en cuanto toca a la muerte del cuerpo, esto es, a la separación del alma del cuerpo, cuando la padecen los que decimos que mueren, para ninguno es buena, porque el mismo impulso con que se separa lo uno y lo otro, que estaba en él viviente unido y trabado, tiene un sentimiento áspero y contrario a la naturaleza en tanto que dura hasta que se extinga y pierda todo el sentido que resultaba de la misma unión del alma y del cuerpo. Toda esta molestia a veces la ataja un golpe en el cuerpo o un trastorno del alma, y no permite que se sienta, con la presteza; pero todo aquello que, en los que mueren con grave sentimiento quita el sentido, sufriéndolo piadosa y fielmente, acrecienta el mérito de la paciencia, mas no la quita el nombre de pena. Y así, siendo la muerte, sin duda, por la descendencia continuada desde el primer hombre, una pena del que nace, con todo, si se emplea por la piedad y justicia, viene a ser gloria del que renace; y siendo la muerte retribución y recompensa del pecado, a veces impetra y alcanza que no se de castigo al pecado.


CAPITULO VII: De la muerte que padecen por la confesión de Jesucristo los que no están bautizados.


Todos aquellos que, sin haber recibido el agua de la regeneración mueren por la confesión de Jesucristo, les vale ésta tanto para obtener la remisión de sus pecados, como si se lavasen en la fuente santa del bautismo; pues si dijo Jesucristo: que el que no renaciere con el agua y con el Espíritu Santo, no entrará en el reino de los cielos, en otro lugar le eximió, cuando con expresiones no menos generales dijo: al que me confesare delante de los hombres le confesaré Yo también delante de mi Padre, que está en los cielos; y en otra parte: el que perdiere por mí su vida, ése la hallará. Por eso dice el real profeta: que es preciosa en los ojos del Señor la muerte de los santos. Pues qué objeto más precioso y estimable que la muerte, por la que consigue el hombre que se le perdonen todos sus pecados y se le acrecienten más colmadamente los merecimientos? Porque no participan de un mérito tan relevante los que, no pudiendo diferir la muerte, se bautizaron, y pasaron de esta vida remitidos todos sus pecados, como le gozan los que pudieron dilatar la muerte no la difirieron, porque más quisieron confesando a Jesucristo acabar esta vida mortal, que negándole conseguir su bautismo. El cual seguramente si lo recibieran también se les perdonara en aquel admirable lavatorio el pecado con que, por temor de la muerte, negaron a Jesucristo; pues en el mismo lavatorio se les perdone igualmente aquel tan enorme crimen a los que crucificaron a Jesucristo. Pero cómo, sino con la abundancia de la gracia de aquel soberano espíritu, que donde quiere inspira, pudieran amar tanto al Salvador, que en peligro tan inminente de la vida, pudiendo, con negarle, alcanzar el perdón, no quisieran hacerlo? Así que la preciosa muerte de los santos (a quienes adelantadamente con tanta gracia se les comunicó la muerte de Jesucristo, que para alcanzarle y gozar de él no dudaron emplear y dar voluntariamente su vida) demostró bien llanamente que lo que antes estaba puesto para castigo del que pecase, se había ya convertido en instrumento de donde naciese al hombre más copioso y abundante el fruto de la justicia. Así pues, la muerte no debe parecer buena porque la veamos transformada en una utilidad tan considerable, no por virtud suya, sino por la divina gracia, la cual determina que la que entonces se propuso por terror y freno para que no pecaran, ahora se proponga que la padezcan para que no se cometa pecado; y para que el cometido se perdone y se conceda a tan plausible victoria la debida palma de la justicia.


CAPITULO VIII: Que en los santos, la primera muerte que padecieron por la verdad fue absolución de la segunda muerte.


Si reflexionamos con más atención, cuando uno muere fiel y loablemente por la verdad, también huye de la muerte, pues padece algún tanto de ella, porque no se le apodere toda y llegue juntamente la segunda, que jamás se acaba. Sufre que le separen el alma del cuerpo, para que no se aparte ésta del cuerpo cuando Dios se encuentre apartado del alma; y cumplida la primera muerte de todo hombre, venga a caer en la segunda y eterna. Por lo cual la muerte, como insinué, cuando la padecen los que mueren y hace en ellos que mueran, para ninguno es buena; pero se sufre loablemente por conservar o alcanzar el sumo bien. Mas cuando están en ella los que se llaman ya muertos, no sin motivo se dice que para los malos es mala, y para los buenos, buena; porque las almas de los justos, separadas de sus cuerpos, están ya en descanso, y las de los impíos están satisfaciendo sus debidas penas, hasta que los cuerpos de las unas resuciten para la vida eterna, y los de las otras para la muerte eterna, que se llama segunda.


CAPITULO IX: Si el tiempo de la muerte en que pierden los que mueren el sentido de la vida, se ha de decir que está en los muertos.


Pero cómo hemos de llamar aquel tiempo en que las almas, separadas de sus cuerpos; están, o participando del sumo bien, o padeciendo el mayor mal? Diremos que es el momento mismo de la muerte, o el tiempo que sigue después de la muerte? Porque si es después de la muerte, ya no es la misma muerte, que ya ha pasado, sino la vida presente del alma que sigue inmediatamente, o buena o mala. Pues la muerte entonces les era mala, cuando ella existía, esto es, cuando la padecían los que morían, por serles grave y molesto lo que sentían; y de este, mal y penalidad usan bien y se aprovechan los buenos. Pero la muerte que ya ha pasado, cómo puede ser o buena o mala, supuesto que ya no es? Y si todavía quisiéremos considerarlo con más escrupulosidad advertiremos que no será muerte la que dijimos que sentían grave y molesta los que morían; porque entre tanto que sienten, aún viven, y si todavía viven, mejor diremos que están o existen antes de la muerte, que no en la muerte; porque cuando ésta llega quita todo el sentido, el cual, aproximándose la muerte, es penoso y molesto al cuerpo. Por lo mismo es difícil declarar cómo decimos que mueren o están en la muerte los que aún no están muertos, sino que acercándose ya la muerte, están padeciendo una extrema y mortal aflicción; aunque de éstos digamos con propiedad que se están muriendo; mas cuando llega la muerte que los amenaza, ya no decimos que se mueren, sino que están muertos Todos los que están muriendo están vivos, porque el que se halla en el último período de la vida, como están, según decimos, los que se encuentran ya dando el alma, mientras no carecen de alma todavía viven. Luego juntamente uno mismo es el que está muriendo y el que vive, aunque se va acercando a la muerte y apartándose de la vida, pero todavía con la vida, porque reside el alma en el cuerpo; y aún no está en la muerte, porque aún no se ha despedido del cuerpo. Y si cuando se ha despedido ya tampoco está entonces en la muerte, sino después de la muerte, quién podrá decir cuándo está en la muerte? Porque tampoco habrá alguno que esté muriendo si nadie puede juntamente estar muriendo y viviendo, pues entre tanto que está el alma en el cuerpo no podemos negar que vive. Y si es mejor decir que está muriendo aquel en cuyo cuerpo ya empieza a mostrarse la muerte, y nadie puede juntamente estar viviendo y muriendo, no sé cuándo diremos que está viviendo.


CAPITULO X: Si la vida de los mortales debe llamarse mejor muerte que vida.


Porque desde el momento que el hombre comienza a existir y residir en este cuerpo mortal que ha de morir, no puede evitar que venga sobre él la muerte, pues lo que hace su mutabilidad en todo el tiempo de la vida mortal es que se acabe por llegar a la muerte. No hay alguno que no esté más próximo a ella al fin del año que lo estaba antes del principio del año, y más cercano mañana que hoy, y más hoy que ayer, y más poco después que ahora, y más ahora que poco antes; porque todo el tiempo que vamos viviendo lo desfalcamos del espacio de la vida, cada día se va disminuyendo más y más lo que resta; de manera que no viene a ser otra cosa el tiempo de esta vida que una precipitada carrera a la muerte, donde a ninguno se permite ni parar un solo instante ni caminar con paso alguno más tardo, sino que a todos los lleva un igual movimiento: ni les obliga a que caminen con diferente paso, porque el que tuvo vida más breve no paso más apriesa sus días que el que la disfrutó más larga, sino que, como al uno y al otro les fueron arrebatando igualmente unos mismos momentos, el uno tuvo más cerca y el otro más distante el término adonde ambos corrían con una misma velocidad; y una cosa es el haber andado más camino y otra el haber caminado con paso más lento.
Así que el que consume más dilatados espacios de tiempo hasta llegar a la muerte no camina más lentamente, sino que anda más camino. Y si desde aquella hora principia cada uno a morir, esto es, a estar en la muerte, desde que comenzó en él a hacerse la misma muerte, es decir, desde que empezó a desfalcársele la vida (porque en concluyendo de desfalcarla estará ya después de la muerte, y no en la muerte), sin duda que desde la hora que comienza a estar en este cuerpo está en la muerte; porque qué otra cosa se hace todos los días, horas y momentos, hasta que, consumida aquella muerte que se iba fabricando, se cumpla y acabe, y principie ya a ser después de la muerte el tiempo, que cuando ya se iba desfalcando la vida estaba en la muerte? Luego nunca se halla el hombre en la vida desde la hora que está en el cuerpo, y aún le podemos decir más muerto que vivo, puesto que juntamente no puede estar en la vida y en la muerte. O acaso diremos que está juntamente en la vida y en la muerte: en la vida, porque vive hasta que se le desfalque toda, y en la muerte, porque ya muere cuando se le defrauda la vida? Porque si no está en la vida, qué es lo que se le desfalca hasta que se consuma del todo? Y si no está en la muerte, qué es aquello que se le desfalca y quita de la vida? No en vano, en habiendo faltado toda vida al cuerpo, decimos que ya es después de la muerte, sino porque estaba en la muerte cuando se le desfalcaba. Porque si acabado de desfalcar el hombre no está en la muerte, sino después de la muerte, cuándo, sino cuando se desfalca, estará en la muerte?


CAPITULO XI: Si puede uno juntamente estar vivo y muerto.


Y si es un absurdo el decir que el hombre antes que llegue a la muerte está ya en la muerte (porque a que muerte diremos que se va acercando cuando va cumpliendo los días de su vida, si ya está en ella?), especialmente que es cosa muy dura y extraordinaria el que se diga que a un mismo tiempo está viviendo y muriendo, puesto que no puede estar en un solo instante velando y durmiendo; resta saber cuándo estará muriendo. Porque antes que venga la muerte no está muriendo, sino viviendo, y cuando hubiere ya venido estará muerto, y no muriendo. Así que aquello es todavía antes de la muerte, y esto ya después de la muerte Cuándo, pues, está en la muerte? Porque entonces está muriendo; pues así como son tres cosas cuando decimos: antes de la muerte, en la muerte y después de la muerte, así a cada una de éstas acomodamos otras tres, a cada una la suya cuando está viviendo, muriendo y muerto. Cuándo diremos que estará muriendo, esto es, en la muerte, adonde ni esté viviendo, que es antes de la muerte; ni muerto, que es después de la muerte, sino muriendo, que es en la muerte? Con gran dificultad puede determinarse, porque entre tanto que reside el alma en el cuerpo, principalmente si está con sus sentidos, sin duda que vive el hombre, que consta de alma y cuerpo, y, por consiguiente, hemos de decir que todavía es antes de la muerte, y no en la muerte; y cuando se hubiere partido el alma y quitado todo el sentido del cuerpo, ya decimos que es después de la muerte, y que está muerto. Desaparece, pues, entre lo uno y lo otro; cuando está muriendo o en la muerte; porque si todavía vive es antes de la muerte, y si dejó de vivir ya es después de la muerte. Así que nunca puede entenderse y comprenderse cuándo esté muriendo o en la muerte.
Así también en el discurso del tiempo buscamos el presente y no le hallamos, porque no tiene espacio alguno aquello por donde se pasa del futuro nl pretérito. Pero conviene fijar la atención bastante para que no vengamos de esta manera a decir que no hay muerte alguna en el cuerpo. Porque si la hay, cuándo es, pues ella no puede estar en nadie, ni alguno en ella? Cuando se vive, aun todavía no está, porque esto es antes de la muerte, y no en la muerte; y si se dejó de vivir, ya no está, porque también esto es ya después de la muerte, y no en la muerte. Y, por otra parte, si no hay muerte alguna antes o después, qué es lo que llamamos antes de la muerte o después de la muerte? Porque también lo diremos vanamente si no hay muerte alguna. Y pluguiera, a Dios que, viviendo bien en el Paraíso, hubiéramos hecho que en realidad de verdad no la hubiera; pero ahora no sólo la hay, sino que también la que hay es tan molesta, que en ninguna manera tenemos palabra para explicarla ni traza alguna para excusarla. Hablemos, pues, conforme al uso y a la costumbre, porque no es razón que hablemos de otro modo, y digamos antes de la muerte primero que suceda la muerte, como lo dice la Sagrada Escritura: Antes de la muerte no alabes a ningún hombre. Digamos también cuando sucediere: después de la muerte de fulano o de zutano sucedió esto o aquello; digamos también del tiempo presente como pudiéramos, así como cuando decimos: muriendo fulano hizo testamento, y muriendo dejó esto y aquello a fulano y a zutano, aunque esto en ninguna manera lo pudo hacer nadie sino viviendo, y lo hizo antes de la muerte, y no en la muerte. Raciocinemos también, como lo hace la Escritura, que sin escrúpulo, alguno llama también muertos, no a los que se hallan después de la muerte, sino en la muerte; y así dice el real Profeta: Porque en la muerte no hay quien se acuerde de ti. Pues hasta que vivan y resuciten se dice muy bien que están en la muerte, como decimos que está uno metido en el sueño hasta que despierta; aunque a los que están en el sueño decimos que están durmiendo; con todo, no podemos decir del mismo modo a los que ya han muerto que están muriendo. Porque no mueren todavía los que, respecto a la muerte del cuerpo, de que tratamos ahora, están ya separados de los cuerpos. Esto es lo que dije que no se podía explicar con palabras; cómo a los que mueren decimos que viven, o cómo a los que ya han muerto, aun después de la muerte, todavía decimos que están en la muerte? Porque cómo se hallan después de la muerte, si aún están en la muerte, principalmente no pudiendo decir que están muriendo? Como a los que están en el sueño decimos que están durmiendo; y a los que en el trabajo, trabajando; y a los que en la pena, penando; y a los que en la vida, viviendo. Pero a los muertos, antes que resuciten, decimos que están en la muerte; y, sin embargo, no podemos decir que están muriendo.
Por lo cual muy a propósito, y no sin que le cuadre, me parece que sucedió que este verbo moritur, que es morirse, en el idioma latino no le pudieron declinar los gramáticos por la regla que suelen declinarse sus semejantes. Porque del verbo oritur se deriva el pretérito ortus est y otros semejantes que se declinan por los participios del tiempo pretérito; pero del verbo moritur, si preguntásemos el tiempo pretérito, responderán mortuus est, duplicando la letra u. Porque así decimos mortuus, como fatuus, arduus, conspicuus y otros tales que no son del tiempo pretérito, sino que, como sus nombres, se declinan sin tiempo. Mas como para que se decline lo que no puede declinarse, pónese y constitúyese un nombre por participio del tiempo pretérito. Sucedió, pues, muy bien, que así como aquello que significa no se puede evitar en la realidad, así el mismo verbo no puede declinarse hablando. Podemos, sin embargo, con el auxilio y gracia de nuestro Redentor, a lo menos, declinar la muerte segunda. Porque ésta es la más grave y el colmo de todos los males, la cual sucede, no por la división del alma y del cuerpo, sino con la unión de ambos para la pena eterna. En ésta, por el contrario, no estarán los hombres, antes de la muerte, ni después de la muerte, sino que siempre se hallarán en la muerte; y, por consiguiente, nunca viviendo, ni jamás muertos, sino muriendo sin fin. Pues nunca le sucederá al hombre peor en la muerte que en donde habrá la misma muerte sin muerte.


CAPITULO XII: Con qué género de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantasen su mandamiento.


Cuando se pregunta con qué especie de muerte amenazó Dios a los primeros hombres si quebrantaban el mandamiento que les puso, y si no le guardaban obediencia, si con la del alma o la del cuerpo, o con la de todo el hombre, o con la que se dice segunda? Responderemos que con todas. Porque la primera consta de las dos, y la segunda totalmente de todas. Pues así como toda la tierra consta de muchas tierras, y toda la Iglesia de muchas iglesias, así toda la muerte de todas. Porque la primera consta de las dos: de la del alma y de la del cuerpo; de manera que la primera sea muerte de todo el hombre, cuando el alma sin Dios y sin el cuerpo paga por cierto tiempo sus penas; en la segunda queda el alma sin Dios y con el cuerpo, y satisface las penas eternas. Así que cuando Dios dijo al primer hombre, a quien colocó en el Paraíso, acerca del manjar que le mandaba no comiese: El día que comiereis de él moriréis de muerte, no sólo comprendió
aquella amenaza la primera parte de la primera muerte, donde el alma queda privada de Dios; ni sola la última, donde el cuerpo queda privado del alma; ni tampoco solamente toda la primera, donde el alma padece sus penas separada de Dios y del cuerpo, sino que comprendió todo lo que hay de muerte hasta la última, que se llama la segunda, después de la cual no hay otra que la suceda.


CAPITULO XIII: Cuál fue el primer castigo de la culpa de los primeros hombres.


Apenas quebrantaron nuestros primeros padres el precepto, cuando los desamparó luego la divina gracia y quedaron confusos y avergonzados de ver la desnudez de sus cuerpos. Y así, con las hojas de higuera, que fueron acaso las primeras que, estando turbados, hallaron a mano, cubrieron sus partes vergonzosas, que antes, aunque eran los mismos miembros, no les causaban vergüenza. Sintieron, pues, un nuevo movimiento de su carne desobediente como una pena recíproca de su desobediencia. Porque ya el alma, que se había deleitado y usado mal de su propia libertad y se había desdeñado de obedecer a Dios, la iba dejando la obediencia que le solía guardar el cuerpo, y porque con su propia voluntad y albedrío desamparó al Señor, que era superior; al criado, que era su inferior, no le tenía a su albedrío, ni del todo tenía ya sujeta la carne como siempre la pudo tener si perseverara ella guardando la obediencia y subordinación a su Dios. Entonces, pues, la carne comenzó a desear contra el espíritu, y con esta batalla y lucha nacimos, trayendo con nosotros el origen de la muerte, y trayendo en nuestros miembros y en la naturaleza viciada y corrompida la guerra continuada con ella o la victoria contra el primer pecado.


CAPITULO XIV: De las cualidades con que crió Dios al hombre, y en la desventura que cayó por el albedrío de su voluntad.


Dios crió al hombre recto, como verdadero autor de las naturalezas, y no de los vicios; pero como éste se depravó en su propia voluntad, y por ello fue justamente condenado, engendró asimismo hijos malvados y condenados. Puesto que todos nos representamos en aquel uno, cuando todos fuimos aquel uno que por la mujer cayó en el pecado, la cual fue formada de él antes del pecado. Aún no había criado y distribuido Dios particularmente la forma en que cada uno habíamos de vivir; pero existía ya la naturaleza seminal y fecunda de donde habíamos de nacer; de modo que estando ésta corrupta y viciada por causa del pecado, obligada al vínculo de la muerte y justamente condenada, no podía nacer del hombre otro hombre que fuese de distinta condición. Y así del mal uso del libre albedrío nació el progreso y fomento de esta calamidad, la cual, desde su origen y principio depravado, como de una raíz corrompida, trae al linaje humano con la trabazón de las miserias hasta el abismo de la muerte segunda, que no tiene fin, a excepción de los que se escapan y libertan por beneficio de la divina gracia.


CAPITULO XV: Que pecando Addn; primero dejó él a Dios que Dios le dejase a él, y que la primera muerte del alma fue el haberse apartado de Dios.


Por lo cual, cuando les dijo Dios morte moriemini, moriréis de muerte, ya que no dijo de muertes, si quisiéremos entender sólo aquella que sucede cuando el alma queda desamparada de su vida, que para ella es Dios (que no la desamparó para que ella desamparase, sino que fue desamparada por haberse desamparado; pues para el daño suyo primero es su voluntad, mientras para su bien, primero es la voluntad de su Criador; así para criarla cuando no era, como para restaurarla y redimirla cuando, pecando, se perdió) por ello decimos que Dios les amenazó y denunció esta muerte al decir: El día que comiereis de él moriréis de muerte; como si dijera: El día que me dejareis por la desobediencia os desampararé por la justicia; y, sin duda, que en aquella muerte les amenazó y notificó también las demás que infaliblemente se habían de seguir de ella. Porque cuando nació en la carne del alma desobediente el movimiento rebelde y desobediente, por el cual cubrieron sus partes vergonzosas, entonces sintieron la primera muerte con que desamparó Dios al alma. Esta la significaron aquellas palabras cuando, escondiéndose el hombre, despavorido de miedo, le dijo Dios: Adán, dónde estás? No como quien le busca por ignorar donde estaba, sino por advertirle con la reprensión que considerase donde estaba al no estar Dios con él. Pero cuando la misma alma viene ya a desamparar el cuerpo, menoscabado por la edad y deshecho por la senectud, sucede la otra muerte de la cual dijo Dios al hombre, procediendo todavía contra el pecado: Tierra eres y a la tierra volverás, para que con estas dos se acabase de cumplir aquella primera muerte, que es la de todo hombre, tras la cual se sigue al último la segunda, si no se escapa y libra el hombre por el beneficio de la divina gracia. Porque el cuerpo, que es de tierra, no volviera a la tierra si no fuera por su muerte, la cual le sucede cuando le desampara su vida, esto es, su alma. Y así consta entre los cristianos que tienen la verdadera fe católica, que tampoco la muerte del cuerpo nos vino por ley de la naturaleza, porque en ella no dio Dios muerte alguna al hombre, sino que nos la dio en pena y castigo del pecado; pues castigando Dios al pecado dijo al hombre, en quien entonces estábamos comprendidos todos: Tierra eres, y a la tierra volverás.


CAPITULO XVI: De los filósofos que opinan que la separación del alma y del cuerpo no es por pena o castigo del pecado de desobediencia.


Pero los filósofos, de cuyas calumnias procuramos defender la Ciudad de Dios, esto es, su Iglesia, se ríen y mofan de lo que decimos, que la división y separación que hace el alma del cuerpo se debe enumerar entre sus penas; porque, efectivamente, ellos sostienen que viene a ser perfectamente bienaventurada, quedando despojada íntegramente de todo lo que es cuerpo, simple sola, y en cierto modo desnuda vuelve a Dios. En lo cual, si no hallara en la doctrina de los mismos filósofos fundamentos con que refutar esta opinión, más prolijidad hubiera de costarme el demostrarles que el cuerpo no es trabajoso y pesado al alma, sino solamente el cuerpo corruptible. Esto mismo quiso decir el sabio cuando dijo que el cuerpo corruptible es el que agrava al alma; pues añadiendo esta voz, corruptible, dice que agrava al alma, no cualquier cuerpo, sino el que hizo el pecado, con las cualidades que le siguieron con el castigo; y aun cuando esto no lo añadiera, no deberíamos entender otra cosa.
Pero confesando con toda claridad Platón que los dioses hechos y formados por mano del sumo Dios tienen cuerpos inmortales, y añadiendo que el mismo Dios que los crió les prometió por singular beneficio el que hará que vivan eternamente con sus cuerpos, y que con ninguna especie de muerte se separen de ellos, por qué nuestros adversarios, por sólo el hecho de perseguir la fe cristiana, fingen ignorar lo que saben, contradiciéndose a sí mismos, por no dejar de contradecirnos? Estas son las palabras de Platón, como las refiere Cicerón en latín; introduciendo al sumo Dios, hablando y diciendo a los dioses que crió: Vosotros, que nacísteis por generación de los dioses, atended que las obras que yo he hecho son indisolubles a mi albedrío, aunque todo lo que está ligado se puede disolver; pero no es bueno disolver lo que está atado con discreción. Porque habéis nacido, no podéis ser inmortales e indisolubles; no obstante, jamás os disolveréis, ni hado alguno de muerte os quitará la vida, ni será más poderoso que mi idea y voluntad, que es vínculo mayor y más fuerte para vuestra perpetuidad, que el hado a que quedásteis obligados cuando principió vuestra generación. Y ved aquí cómo Platón dice que los dioses, por la mezcla del cuerpo y del alma, son mortales, y que, sin embargo, son inmortales por la voluntad del Dios que los hizo. Luego, si es pena del alma el residir en cualquier cuerpo, por qué hablándoles Dios como temerosos de que se les entrase casualmente la muerte por sus puertas, esto es, de que se separasen del cuerpo, les asegura de su inmortalidad, no por su naturaleza, que es compuesta, y no simple, sino por su invicta voluntad, con que puede hacer que ni lo engendrado se corrompa ni lo compuesto se resuelva, sino que perseveren incorruptibles? Y si es verdad o no lo que en este particular dice Platón de las estrellas, es otra cuestión; porque no hemos de concederle incontinente que estos globos resplandecientes o estas estrellas que con su luz corpórea alumbran o de día o de noche la tierra, viven con sus almas propias, y éstas intelectuales y bienaventuradas; lo cual asimismo constantemente afirma del mismo mundo, como de un animal donde se contienen todos los demás animales. Pero ésta es otra cuestión, la cual no tratamos por ahora de averiguar; sólo quise insinuarla para refutar a los que se glorían de ser llamados platónicos, o quieren seguir su doctrina, y por la vanidad y soberbia de este nombre se ruborizan de ser cristianos, porque tomando el apellido común como el vulgo, no se les disminuya y apoque el de los del palio filosófico, que viene a ser tanto más vano cuanto es menor el número que se halla de ellos; y buscando qué tachar y reprender en la cristiana doctrina, dan contra la eternidad de los cuerpos, como si fuera entre sí contradictorio el que indaguemos la bienaventuranza del alma y queramos que ésta esté siempre en el cuerpo, como encerrada en una molesta y miserable prisión; confesando su jefe y maestro Platón que es merced y beneficio que el sumo Dios hizo a los dioses formados de su mano que nunca mueren, esto es, que nunca se separen y dividan de los cuerpos con que una vez los juntó.


CAPITULO XVII: Contra los que dicen que, los cuerpos terrenos no pueden hacerse incorruptibles y eternos.


Pretenden también estos filósofos que los cuerpos terrestres no pueden ser eternos, sosteniendo, por otra parte, que toda la tierra es miembro de su Dios, aunque no del sumo, sino del grande, esto es, de todo este mundo visible y sempiterno. Habiéndoles, pues, criado aquel Dios sumo, a otro que ellos imaginan que es Dios, esto es, a este mundo, digno de preferirse a todos los demás dioses que están debajo de él; y defendiendo que este mismo es animal, es, a saber, adornado del alma, según dicen racional o intelectual, encerrada en la inmensa máquina de su cuerpo; y habiendo obstinación; de modo que se contradicen claramente a sí mismos con grandes y prolijas disputas, afirmando, por una parte, que el alma, para que sea bienaventurada, no sólo debe huir del cuerpo terreno, sino de todo género de cuerpo, y asegurando, por otra, que los dioses disfrutan de almas beatisimas, y que, sin embargo, las tienen en cuerpos eternos, aunque los celestiales en cuerpos ígneos; y que el alma del mismo Júpiter, que quieren que sea este mundo, está contenida o encerrada por todos los elementos corpóreos de que consta toda esta máquina, principiando desde la tierra hasta el cielo. Por cuanto esta alma imagina Platón que se difunde y extiende por números músicos, desde el íntimo medio de la tierra, que los geómetras llaman centro, hasta las últimas y extremas partes del cielo; de suerte que este mundo sea un animal inmenso, beatísimo y eterno, cuya alma, por una parte, tenga perfecta felicidad de sabiduría, no desamparando su propio cuerpo, y por otra, que este su cuerpo viva por ella eternamente, y que, sin embargo, de no ser simple, sino compuesto de tantos y tan grandes cuerpos, no por eso la puede embotar y entorpecer. Permitiendo toda esta licencia a sus imaginaciones y sospechas, por qué no quieren creer que, por la divina voluntad y poder, pueden los cuerpos terrenos venir a ser inmortales, donde las almas, sin separarse de ellos con ninguna especie de muerte, sin gravamen ni apego a ellos, vivan eterna y felizmente; así como aseguran que pueden vivir sus dioses en los cuerpos ígneos, y el mismo Júpiter, rey monarca de todos los números, en todos los elementos corpóreos? Porque si el alma, para ser bienaventurada, debe huir y, escaparse de todo lo que es cuerpo, huyan sus dioses de los globos de las estrellas, huya Júpiter del cielo y de la tierra; o, si no pueden, repútenlos por miserables. Pero ni lo uno ni lo otro quieren, pues ni se atreven a dar a sus dioses la separación de los cuerpos, porque no parezca que los adoran siendo mortales, ni la privación de la bienaventuranza, por no confesar que son infelices. Así que para conseguir la eterna felicidad no es necesario huir de cualesquiera cuerpos, sino de los corruptibles, molestos, graves y mortales, no cuales los crió la bondad de Dios o los primeros hombres, sino cuales les obligó a ser la pena del pecado.


CAPITULO XVIII: De los cuerpos terrenos que dicen los filósofos que no pueden estar en los cielos, porque a lo que es terreno, su peso natural lo llama y atrae la tierra.


Con toda seriedad dicen que el peso natural en la tierra detiene los cuerpos terrenos o los conduce impelidos por fuerza a la tierra, por lo que no pueden estar en el cielo. De los primeros hombres sabemos que estuvieron en una tierra poblada de bosques y fructífera, que se llamó Paraíso; mas porque a esta objeción hemos de responder igualmente, así por el cuerpo de Jesucristo, con que subió glorioso a los cielos, como por los demás santos, quienes los tendrán en la resurrección, es bien que consideremos con alguna más singular atención los dichos pesos terrenos. Porque si el ingenio humano puede hacer con ciertos artificios que algunos vasos fabricados de metal, cuya materia, Colocada sobre el agua, luego se hunde, anden todavía nadando sobre ella, cuánto más creíble y eficazmente puede Dios, con un oculto y secreto modo de su divina acción (con cuya omnipotente voluntad, dice Platón, que ni las cosas que no tienen ser por generación se corrompen, ni las compuestas se disuelven, siendo más digno de admiración que estén unidas las incorpóreas con las corpóreas, que cualquiera cuerpo con cualesquiera cuerpos), puede, digo, dar a los cuerpos y máquinas terrenas impulso para que no los deprima y tire hacia la tierra ningún peso; y a las almas, que son ya perfectamente bienaventuradas, que pongan donde quieran sus cuerpos, aunque terrenos, pero ya incorruptibles, y que los muevan donde quieran con una disposición y movimiento facilísimo? Y si pueden los ángeles arrebatar cualesquiera animales terrenos de cualquier parte y ponerlos donde quieran, hemos acaso de creer que no lo pueden hacer sin molestia o que sienten el peso y la carga? Y por qué no creemos que las almas de los santos, que por especial gracia y beneficio de Dios son perfectos y bienaventurados, pueden llevar sin dificultad sus cuerpos donde quisieren y ponerlos donde fuese su voluntad?
Pues siendo cierto que acostumbramos imaginar llevando a cuestas el peso de los cuerpos terrenos, que cuanto mayor es la cantidad tanto mayor es la gravedad, de suerte que oprime y fatiga más lo que más, pesa; sin embargo, el alma más fácil y ligeramente lleva los miembros de su cuerpo cuando están sanos y robustos, que cuando están enfermos y flacos. Y siendo más pesado cuando le llevan otros, el sano y robusto que el flaco y enfermo, con todo, él mismo, para mover y traer su cuerpo, es más ágil cuando, estando bueno y sano, tiene más peso que cuando en la pestilencia o hambre tiene menos fuerza. Tanto puede para sustentar aun los cuerpos terrenos, aunque todavía corruptibles y mortales, no el peso de la cantidad, sino el modo del temperamento.
Y quién podía explicar con palabras la diferencia tan grande que hay entre la sanidad presente que decimos y la futura inmortalidad? No arguyan y reprendan, pues nuestra fe los filósofos por los pesos y los cuerpos. Porque no quiero preguntarles por qué causa no creen que puede estar en el cielo el cuerpo terreno, viendo que toda la tierra se sustenta en nada. Porque quizá parezca verosímil la razón y el argumento que se toma del mismo lugar medio del mundo, puesto que acude a él todo lo que es grave.
Sólo quiero decir: si los dioses menores, a quienes Platón dio facultad para hacer, entre los demás animales terrestres, al hombre, pudieron, como dice, separar del fuego la calidad que tiene de quemar y dejarle la de resplandecer, como es la que sale y resplandece por los ojos, por qué no concederemos al sumo Dios (a cuya voluntad y potestad concedió él mismo el privilegio de que no se corrompan y mueran las cosas que tienen ser por generación, y que cosas tan diversas e incomparables, como son las corpóreas e incorpóreas entre sí unidas y conglutinadas, no puedan desunirse y descomponerse de modo alguno), que pueda desterrar del cuerpo del hombre, a quien hace la gracia de la inmortalidad, la corrupción, dejarle la naturaleza; conservarle la congruencia de la figura y de los miembros y quitarle la gravedad del peso? Pero al fin de esta obra, si fuese voluntad de Dios, trataremos más particularmente de la fe de la resurrección de los muertos y de sus cuerpos inmortales.


CAPITULO XIX: Contra la doctrina de los que no creen que fueran inmortales los primeros hombres si no pecaron.


Ahora declaremos lo que principiamos a decir de los cuerpos de los primeros hombres. Pues ni esta muerte, que dicen es buena para los buenos, y que la conocen no sólo algunos pocos inteligentes o creyentes, sino que es notoria a todos; muerte con que se hace la división del alma y del cuerpo; con la cual, sin duda, el cuerpo del animal que evidentemente vivía, evidentemente muere; no les pudiera sobrevenir a ellos si no se siguiera el mérito del pecado.
Pues aunque no es lícito dudar que las almas de los difuntos piadosos y justos viven en perpetuo descanso, con todo, les fuera tanto mejor vivir con sus cuerpos buenos y sanos, que aun aquellos que son de parecer que de todas maneras es mayor la felicidad de estar sin cuerpo, convéncense de esta opinión, aunque contraria a su propio dictamen. Porque ninguno se atreverá a anteponer sus hombres sabios, que han de morir, o que ya han muerto, esto es, los que carecen de cuerpos o han de dejar los cuerpos, a los dioses inmortales, a quienes el sumo Dios, según Platón, por grande beneficio, les permite una vida indisoluble, esto es, una compañía eterna con sus cuerpos. Y al mismo Platón le parece particular felicidad la de los hombres cuando, habiendo pasado esta vida santa y justamente separados de sus cuerpos, son admitidos en el seno de los mismos dioses, que nunca dejan los suyos para que, en efecto, olvidados de lo pasado, puedan volver otra vez al mundo y empiecen a desear el volver a nuevos cuerpos; lo que celebran haber dicho Virgilio siguiendo la doctrina de Platón. Porque de esta manera entiende que las almas de los mortales no pueden estar siempre en sus cuerpos, sino que, con la necesidad de la muerte, se vuelven a disolver; y que tampoco sin los cuerpos duran perpetuamente, sino que por sus tandas y alternativas piensa que sin cesar se hacen los vivos de los muertos y los muertos de los vivos; de modo que parece que la diferencia que hay de los Sabios a los demás hombres es ésta: que los sabios de la muerte, suben a las estrellas a descansar cada uno algún tiempo más en el astro y constelación que más le agrade, y, desde allí, otra vez, olvidado de la miseria pasada y vencido del deseo de volver a su cuerpo, vuelve a los trabajos y miserias de los mortales; pero los que vivieron neciamente, al momento vuelven a los cuerpos, conforme a sus méritos, o de hombres o de bestias. En este estado tan duro coloca Platón también a las almas buenas y sabias, a las cuales no les reparte y distribuye cuerpos con que puedan vivir siempre inmortalmente, sino que ni pueden permanecer en los cuerpos, ni sin ellos pueden durar en la eterna pureza. Ya dijimos en los libros anteriores cómo Porfirio, en los tiempos cristianos, se avergonzó de esta doctrina de Platón. y que no sólo eximió a las almas de los hombres de los cuerpos de las bestias, sino que también quiso que la de los sabios de tal manera fuesen libres de los vínculos del cuerpo, que, huyendo de todo lo que es cuerpo, estuviesen junto al Padre gozando de la bienaventuranza sin fin.
Así que por no parecer inferior a Jesucristo, que promete a los santos vida eterna, también él a las almas purificadas las colocó en la eterna felicidad, sin que tengan necesidad de volver a las miserias pasadas; y por contradecir a Jesucristo, negando la resurrección de los cuerpos incorruptibles, dijo que habían de vivir para siempre, no sólo sin los cuerpos terrenos, sino totalmente sin ningún cuerpo. Sin embargo, a pesar de dicha opinión, no se atrevió a prohibir a estas almas que se sujetasen y respetasen con reverencia religiosa a los dioses corpóreos, porque no creyó que, a pesar de no tener cuerpo alguno, fueran mejores que ellos. Por lo cual, si no han de atreverse, como entiendo que no lo han de efectuar, a anteponer las almas de los hombres a estos dioses felicísimos, aunque tengan cuerpos eternos, por qué les parece absurdo lo que enseña la fe cristiana, de que a los primeros hombres los crió Dios de tal suerte que, si no pecaran, no se apartaran con ninguna muerte de sus cuerpos, sino que por los méritos de la obediencia fielmente observada, remunerados con la inmortalidad, vivieran con ellos eternamente; y que los santos, en la resurrección, han de tener de tal manera los mismos cuerpos en que aquí fueron afligidos, que ni a su carne le ha de poder acontecer corrupción alguna o dificultad, ni a su bienaventuranza algún dolor o infelicidad?


CAPITULO XX: Que los cuerpos de los santos que descansan ahora con esperanza se han de venir a reparar con mejor calidad que la que tuvieron los de los primeros hombres antes del pecado.


Y por eso al presente las almas de los santos difuntos no sienten pesar por la muerte con que las separaron de los cuerpos, porque su carne descansa con esperanza, por mas ignominias que parezca que han recibido, estando ya fuera de todo sentido. Y no desean, como opinó Platón, olvidarse de sus cuerpos, sino acordándose de la promesa de aquel Señor que a ninguno engaña, el cual les aseguró que no perderían ni un cabello, con gran deseo y paciencia esperan la resurrección de sus cuerpos en que padecieran muchos trabajos para no sentirlos ya jamás en ellos. Pues si no aborrecían a su carne cuando ella con su flaqueza resistía al espíritu, y la reprimían por el derecho natural del espíritu, cuánto más la amarán habiendo ella de ser también espiritual! Porque así como muy a propósito se llama carnal el espíritu que sirve a la carne, así la carne que sirve al espíritu se llamará muy bien espiritual; no porque se haya de convertir en espíritu, como algunos piensan, porque dice la Escritura: Siémbrase el cuerpo animal, y resucita cuerpo espiritual; sino porque con suma y admirable facilidad y obediencia se sujeta al espíritu hasta cumplir la segura voluntad de la indisoluble inmortalidad, libre ya de todo género de molestia, corruptibilidad y pesadumbre.
Pues no sólo será cual es ahora, cuando está más robusta y más sana, pero ni cual fue en los primeros hombres antes que pecaran; los cuales, aunque no hubiesen de morir si no pecaran, con todo, usaban como hombres de alimentos, trayendo consigo cuerpos terrenos, aún no espirituales, sino animales. Los cuales, aunque no se estragasen con la senectud, de manera que necesariamente llegasen a morir (el cual estado, por gracia de Dios, se les concedía en virtud del árbol de la vida, que estaba juntamente con el árbol vedado en medio del Paraíso); con todo, comían también de todos los otros manjares, exceptuando sólo un árbol del que les mandó Dios que no comiesen, no porque el árbol fuese malo, sino por recomendarnos lo bueno de la pura y simple obediencia, que es una grande virtud de la criatura racional, subordinada debajo de su Criador y Señor. Porque donde no era malo lo que se tocaba, sin duda que si estando vedado se tocaba, pecábase sólo por la desobediencia. Así pues, se sustentaban comiendo de otros manjares para que los cuerpos animales no sintiesen molestia alguna con el hambre y la sed; y del árbol de la vida comían porque no se les entrase la muerte de ninguna suerte, o consumidos de la vejez, en corriendo y pasando los espacios del tiempo se muriesen; como si todos los demás manjares les sirviesen de sustento y alimento, y aquel del árbol de la vida de Sacramento; de manera que entendamos que sirvió el árbol de la vida en el Paraíso corporal, como en el espiritual, esto es, en el Paraíso inteligible, la sabiduría de Dios, de quien dice, el sagrado texto que es árbol de vida para los que lo abrazaren.


CAPITULO XXI,: De cómo el Paraíso, donde estuvieron los primeros hombres, se puede bien entender que nos figura y significa alguna cosa espiritual, salva la verdad de lo que la Historia refiere del lugar corporal.


Algunos alegorizan y refieren todo el Paraíso, donde dice verdaderamente la Sagrada Escritura que estuvieron los primeros hombres, padres del linaje humano, a las cosas inteligibles, y convierten todos aquellos árboles y plantas fructíferas en virtudes y costumbres arregladas para vivir bien, como si no hubiera habido aquellas cosas visibles y corporales, sino que se dijeron o escribieron así para significarnos las cosas inteligibles. Pero no debe deducirse de esto que no pudo haber Paraíso corporal, por cuanto podemos entenderle igualmente que el espiritual, y tanto valdría asegurar que no hubo dos mujeres, Agar y Sara, y dos hijos de Abraham habidos en ellas, uno de la esclava y otro de la libre, porque dice el apóstol que se figuraron en ellas los dos Testamentos; o que no corrió el agua de la piedra que hirió Moisés con la vara, porque allí por una significación figurada puede entenderse también Jesucristo, puesto que dice San Pablo que la piedra era Cristo.
Así pues, ninguno contradice que por el Paraíso puede entenderse la vida de los bienaventurados; por sus cuatro ríos, las cuatro virtudes cardinales, prudencia, fortaleza, templanza y justicia; por sus árboles, todas las artes útiles; por el fruto de los árboles, las costumbres de los justos; por el árbol de la vida, la misma sabiduría, madre de todos los bienes; y por el árbol de la ciencia del bien y del mal, la experiencia del precepto violado. Porque puso Dios la pena muy a propósito, puesto que, la puso justamente a los pecadores y, aunque no por su bien, la experimenta el hombre.
Podemos también acomodar toda esta doctrina a la Iglesia, para que así lo entendamos mejor, tomando estos objetos como figuras y profecías de lo venidero; por el Paraíso, a la misma Iglesia, como se lee de ella en los Cantares; por los cuatro ríos del Paraíso, los cuatro Evangelios; por los árboles fructíferos, a los santos; por su fruta, sus obras; por el árbol de la vida, el santo de los santos, que es Jesucristo, y por el árbol de la ciencia del bien y del mal, el propio albedrío de la voluntad, pues ni aun de sí mismo puede el hombre usar muy mal si desprecia la voluntad divina; y así llega a saber la diferencia que hay cuando abraza el bien común a todos; o cuando gusta del suyo propio. Porque amándose a sí mismo, se premia a sí mismo, para que, viéndose por ello lleno de temores y tristezas, diga aquella expresión del real Profeta, si es que siente sus males: En mí propio se me ha turbado el alma; y, enmendado ya, diga: Mi fortaleza, Señor, la dejaré en tus manos. Si estas cosas, y otras semejantes, pueden decirse más cómodamente para que entendamos espiritualmente el Paraíso, díganlas en hora buena sin contradicción alguna, con tal que creamos también la certeza de aquella historia que nos refiere fielmente lo que pasó en realidad de verdad.


CAPITULO XXII: Que los cuerpos de los santos, después de la resurrección, serán espirituales, de manera que no se convierta la carne en espíritu.


Así que los cuerpos de los justos que han de hallarse en la resurrección ni tendrán necesidad de árbol alguno, para que ni la enfermedad ni la senectud los menoscabe y mueran, ni de otros cualesquiera corporales alimentos contra la molestia de la hambre o de la sed, porque infaliblemente y en todas maneras gozarán del don y beneficio inviolable de la inmortalidad; de suerte que si quieren comer podrán hacerlo, pero no por necesidad. Como tampoco comieron los ángeles cuando aparecieron visible y tratablemente, porque tenían necesidad, sino porque querían y podían, por acomodarse con los hombres, usando de cierta benignidad humana en su ministerio. Pues no debemos creer que los ángeles comieron imaginaria y fantásticamente cuando vinieron a ser huéspedes de los hombres, aunque a los que ignoraban si eran ángeles les pareciese que comían con la misma necesidad que acostumbramos nosotros. Y esto es lo que dice el ángel en el libro de Tobías: Me veíais comer, pero sólo me veíais a vuestro parecer, esto es, pensábais que comía por necesidad que tenía de reparar el cuerpo, como lo hacéis vosotros.
Pero aunque de los ángeles quizá se puede sostener otra opinión que sea más creíble, sin embargo, la fe cristiana no pone duda que nuestro Salvador, después de la resurrección, teniendo ya el cuerpo espiritual, comió y bebió con sus discípulos, porque lo que vendrán a perder semejantes cuerpos será la necesidad, no la potestad o posibilidad y así serán espirituales, no porque dejarán de ser cuerpos, sino porque se sustentaran y perseverarán con el espíritu que los vivifica.


CAPITULO XXIII: Qué es lo que debemos entender por el cuerpo animal y por el cuerpo espiritual; quiénes son los que mueren en Adán y quiénes los que se vivifican en Cristo.


Así como estos que aun no poseen un espíritu vivificante, sino una alma viviente, se llaman cuerpos animales, no siendo almas, sino cuerpos, así se denominan espirituales aquellos cuerpos; con todo, de ninguna manera debemos creer que han de ser espíritus, sino cuerpos que han de tener substancia de carne, pero que no han de padecer con el espíritu vivificante imperfección ni corrupción carnal. Entonces el hombre no será más ya terreno, sino celestial, no porque el cuerpo que se formó de la tierra no será el mismo, sino porque, por don del cielo, será tal que convenga también para morar en el cielo, no por haber, perdido su naturaleza, sino por haber mudado de calidad. Al primer hombre, como era de la tierra terreno, le hizo Dios ánima viviente y no espíritu vivificante, lo cual se le reservaba que viniera a serlo por mérito de la obediencia. Por eso su cuerpo (que tenía necesidad de comer y de beber para no tener hambre y sed, y el árbol de la vida le guardaba de la necesidad de la muerte y le conservaba en la flor de la juventud, aunque no tuviera la inmortalidad absoluta e indisoluble) indudablemente no era espiritual, sino animal, aunque por ninguna razón muriera si no incurriera pecando en la sentencia con que Dios le había amenazado.
Y fuera del Paraíso, no faltándole los alimentos, pero no dejándole gustar del árbol de la vida, viniera a acabar más tarde, con el tiempo y la senectud, aquella vida, la cual, en el cuerpo, aunque animal, pudo tener perpetua en el Paraíso, si no pecara. Por lo cual, aun cuando entendamos que juntamente les significó Dios esta muerte manifiesta con que se hace la división del alma y del cuerpo en el anatema con que rigurosamente les amenazó: En el día que comiereis del árbol vedado moriréis de muerte; no por eso debe parecer absurdo, porque no dejaron los cuerpos aquel mismo día en que comieron de la fruta vedada y mortífera. Pues desde este día se empeoró y corrompió la naturaleza, y quedando justamente excluida del árbol de la vida, se le siguió la necesidad de la muerte corporal, con cuyo fatal destino hemos nacido nosotros.
Por eso no nos dice el Apóstol que el cuerpo morirá por causa del pecado, sino que dice que el cuerpo está muerto por causa del pecado, pero que el espíritu vive por la justificación. Después prosigue y dice: Mas si aquel espíritu que resucitó a Jesucristo de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por el espíritu de Dios, que habita en vosotros. Así que entonces tendrá espíritu vivificante el cuerpo que ahora tiene alma viviente, y, sin embargo, le llama el Apóstol muerto, porque está ya constituido en la dura necesidad de morir. Pero en el Paraíso, de tal modo tenía alma viviente, aunque no espíritu vivificante, que no se podía decir con propiedad muerto, por cuanto no podía tener necesidad de morir, si no es cometiendo el pecado.
Habiéndonos Dios significado cuando dijo: Adán, adónde estás? la muerte del alma, que se efectuó desamparándola el Señor; y cuando dijo: tierra eres, y a la tierra volverás, la muerte del cuerpo que se verifica al separarse el alma del cuerpo, debemos creer que no hizo mención de la muerte segunda, porque quiso que estuviese oculta por causa de la dispensación del Nuevo Testamento, donde expresamente se nos manifiesta, para que primero se nos hiciese ver que aquella primera muerte, que es común a todos, vino y procedió de aquel pecado que en uno fue común a todos; pero la muerte segunda no es común a todos, por aquellos que, según el propósito y elección divina, son llamados a la santidad, a los cuales entrevió y predestinó, como dice el Apóstol, que fuesen conformes a la imagen de su Hijo, para que él fuese el primogénito entre muchos hermanos, a quienes la gracia de Dios, por el mediador, libertó de la segunda muerte.
Así que, hablando en estos términos el Apóstol, nos da a entender que fue criado el primer hombre en cuerpo animal; pues queriendo distinguir este animal que al presente tenemos, del espiritual que ha de haber en la resurrección:. Siémbrase como semilla –dice- en la sepultura nuestro cuerpo, sujeto a la corrupción, y se levantará y resucitará incorruptible; siémbrase ignominioso y feo, y resucitará claro y glorioso; siémbrase sujeto a mil flaquezas, y resucitará con mucha virtud y vigor; siémbrase cuerpo animal sujeto a hambre y sed, y resucitará sutil y espiritual, sin necesidad de comer ni beber. Después, para probar está doctrina: Si hay -dice- cuerpo animal, hay también cuerpo espiritual. Y para demostrar qué cosa es cuerpo animal, añade: Así lo dice la Sagrada Escritura: hizo Dios al primer hombre alma viviente.
De este modo nos quiso manifestar qué cosa es cuerpo animal; aunque el sagrado texto no dijo del primer hombre, que se llamó Adán, cuando Dios, con su aliento y soplo, crió aquella alma: Crió Dios al hombre en cuerpo animal, sino hizo Dios al primer hombre alma viviente. Luego, cuando dice el sagrado texto: Hizo Dios al primer Adán alma viviente, quiso el Apóstol que entendiésemos el cuerpo animal del hombre; y cómo hemos de entender el espiritual nos lo patentizó, añadiendo: Pero el ultimo Adán le hizo Dios espíritu vivificante, aludiendo, sin duda, a Cristo, que resucitó de entre los muertos, de suerte que no puede ya más morir. Después prosigue y dice: Aunque no fue primero el cuerpo espiritual, sino el animal, y después el espiritual, donde con más claridad nos dio a entender cómo nos quiso significar el cuerpo animal en aquella expresión de la Escritura, que hizo Dios al primer Adán alma viviente; y cuerpo espiritual en la otra, donde dice: Y al último Adán espíritu vivificante. Porque primero es el cuerpo animal, como le tuvo el primer Adán (aunque no cuerpo que muriera si no pecara, como le tenemos nosotros ahora, de una naturaleza tan trocada y corrompida, como se trocó en él después que pecó, por lo cual le sobrevino la necesidad de morir.
Así también al principio quiso y se dignó tener cuerpo Jesucristo por nosotros, aunque no por necesidad, sino por potestad. Después es el cuerpo espiritual y cual precedió ya en Cristo, como en cabeza nuestra sucederá también en sus miembros en la última resurrección de los muertos. Añade después el Apóstol la evidentísima diferencia que hay entre estos dos hombres, diciendo: El primer hombre fue de la tierra, terreno, y el segundo, del cielo, celestial; y cual fue aquel terreno, tales son también los terrenos; y cual es el celestial, tales también los celestiales; como representamos, pues, y vestimos la imagen del terreno, así también representamos y nos vistamos la imagen de aquel que vino del cielo. Esta doctrina la describió el Apóstol de manera que se realice ahora en nosotros, según el sacramento de la regeneración, como lo dice en otro lugar: Todos los que os habéis bautizado en Cristo os habéis vestido de Cristo, esto es, os habéis hecho conformes y semejantes a Él.
Pero, realmente, se acabará de hacer y cumplir esta semejanza en nosotros cuando lo que en nosotros es animal por el nacimiento, se hubiere hecho espiritual por la resurrección. Porque usando nuevamente de sus expresiones, dice: Nuestra salvación ha sido en esperanza; esto es, que aunque ahora no la veamos con nuestros ojos, con todo, el rescate se efectuó de suerte que esperamos salvarnos perfectamente.
Vestímonos de la imagen y semejanza del hombre terreno por la propagación del pecado y de la muerte, de que nos hizo herederos. la generación; pero de la imagen y semejanza del hombre celestial nos vestimos por la gracia del perdón y de la vida eterna, de que nos hace herederos la regeneración por virtud de Jesucristo, hombre mediador de Dios y de los hombres, que es a quien entiende por el hombre celestial, pues vino del cielo para vestirse del cuerpo de la mortalidad terrena y vestir después al cuerpo de la celestial inmortalidad, Por eso llama también celestiales a los otros; pues por la gracia vienen a ser miembros suyos, de modo que Cristo viene a ser uno con ellos, como la cabeza y el cuerpo.
Esto lo dice más claro en la misma epístola con estas palabras: Por un hombre entró la muerte y por otro hombre la resurrección de los muertos; porque así como morimos todos en Adán, así en Cristo todos resucitaremos a la vida eterna; y esto será ya con el cuerpo espiritual, que será espíritu vivificante; no porque todos los que mueren en Adán hayan de ser miembros de Cristo (puesto que la mayor parte de ellos irán condenados eternamente a la muerte segunda), sino que por eso dijo todos, en los unos y en los otros, en los que mueren y en los que vivirán, porque así, como ninguno muere en cuerpo animal, si no es en Adán, así ninguno revive y resucita en cuerpo espiritual, si no es en Cristo.
Por eso no debemos imaginar que en la resurrección hemos de tener el cuerpo de la misma cualidad que le tuvo el primer hombre antes del pecado; ni aquella expresión con que dice: Cual es el terreno, tales serán también los terrenos, debe entenderse, según lo que se hizo, cometiendo el pecado; porque no debemos pensar que antes que pecara tuvo cuerpo espiritual, y que por el pecado y su mérito se mudó en animal.
Los que así opinan atienden poco a palabras de un tan ilustre doctor, que dice: Si hay cuerpo animal, hay también cuerpo espiritual, como leemos en el Génesis, que hizo Dios al primer hombre alma viviente; fue, acaso, después de la culpa cuando éste era el primer estado del hombre a que alude el santo Apóstol, para demostrar que era cuerpo animal, tomando dicho testimonio de la ley?


CAPITULO XXIV: Cómo debe entenderse aquel soplo de Dios con que se hizo al primer hombre alma viviente, o aquel de Cristo Nuestro Señor, cuando dijo: Tomad el Espíritu Santo.


Del mismo modo entendieron algunos con poca consideración aquellas palabras: Inspiróle Dios soplando en su rostro el espíritu de vida, y quedó hecho el hombre alma viviente, que no le infundió Dios entonces primeramente al hombre alma, sino que a la que ya tenía la vivificó con el Espíritu Santo. Y se inclinan a creerlo por advertir que Cristo Nuestro Señor, después que resucitó de los muertos, inspiró y sopló, diciendo a sus discípulos: Tomad el Espíritu Santo. Por eso piensan que se hizo aquí parte de lo que allá pasó, como si aquí también, prosiguiendo el santo evangelista; dijera: Hízolo Dios alma viviente; lo cual, si seguramente dijera, entenderíamos que el espíritu de Dios es una especie de vida de las almas racionales, sin el cual éstas deben tenerse por muertas, aunque con la presencia de ellas parezca que viven los cuerpos.
Pero que esto no fue así cuando crió Dios al hombre bastantemente lo declaran las palabras del Génesis, donde se lee: Y formó Dios del polvo de la tierra al hombre, cuya expresión, queriendo algunos interpretarla con más claridad, dijeron: Hizo Dios al hombre del limo o barro de la tierra, porque había dicho arriba: Subía de la tierra una fuente y regaba toda la faz de la tierra, como si por eso debiera entenderse el barro que se forma con la humedad y la tierra.
Pero, dicho esto, continúa diciendo la Escritura: Y formó Dios del polvo de la tierra al hombre, como se lee en los códices griegos, de cuyo idioma se tradujo al latino la Sagrada Escritura. Pero dígase formavit o finxit, qúe en griego dice eplasen, aquí no importa nada, aunque más propiamente se dice finxit; pero los que dijeron formavit quisieron huir de la ambigüedad porque en latín es más común decir fingere con respecto a los que componen alguna cosa fingida y disimuladamente. A este hombre, pues, formado del polvo de la tierra o del légamo, porque era el polvo húmedo, y, por decirlo más expresamente, como la Escritura, polvo de la tierra; a éste digo, nos enseña el Apóstol que le hizo Dios cuerpo animal cuando le infundió el alma, hizo Dios a este hombre alma viviente, esto es, a este polvo formado le hizo alma viviente.
Pero dirán que ya tenía alma, porque de otra suerte no se llamara hombre, pues el hombre no es el cuerpo solo o el alma sola, sino el que consta del alma y cuerpo. Verdaderamente no es el alma todo el hombre, sino la parte más noble del hombre; ni todo el hombre es el cuerpo, sino parte inferior del hombre; pero cuando está lo uno y lo otro juntos, se llama hombre, al cual nombre, sin embargo, tampoco lo pierden el cuerpo y el alma de por sí, aun cuando hablemos de cada uno de ellos separadamente. Porque quién quita que se diga, según la ley recibida, en el lenguaje ordinario, tal hombre murió y ahora está en descanso o en penas pudiendo solo decirse esto del alma; y tal hombre se enterró en tal o en tal lugar, no pudiéndose entender sino de sólo el cuerpo? Y si dijeren que no suele hablar así la Sagrada Escritura, por el contrario, ella nos confirma de manera que, aun cuando estas dos cualidades están unidas y vive el hombre, sin embargo, a cada cosa de por sí la llama ella con nombre de hombre, es a saber, al alma; hombre interior, y al cuerpo, hombre exterior, como si fueran dos hombres, siendo lo uno y lo otro juntos un hombre.
Pero conviene, saber en qué sentido se dice el hombre imagen y semejanza de Dios, y en cuál se dice el hombre tierra, y qué es lo que ha de ir a la tierra. Porque lo primero se dice según el alma racional que Dios infundió al hombre, esto es, al cuerpo del hombre, soplando, o, como se dice más a propósito, inspirando, y lo último se dice respecto del cuerpo, que formó Dios al hombre del polvo, a quien infundió el alma para que se hiciera cuerpo animal, esto es, el hombre animal viviente.
Por eso, en lo que practicó Jesucristo nuestro Señor cuando sopló diciendo: Tomad el Espíritu Santo, quiso darnos a entender que el Espíritu Santo no sólo es Espíritu del Padre, sino también del mismo Unigénito, porque un mismo Espíritu es el del Padre y el del Hijo, con quien es Trinidad, el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, no criatura, sino Criador. Pero aquel soplo corporal que salió de la boca carnal no era substancia o naturaleza del Espíritu Santo, sino una significación suya, para que entendiéramos, como insinué, que el Espíritu Santo era común al Padre y al Hijo, porque no tiene cada uno el suyo, sino que uno mismo es el de ambos.
Y siempre este Espíritu, en la Sagrada Escritura, en griego se dice Pneuma, como también en este lugar le llamó el Señor cuando le repartió a sus discípulos, significándole con el soplo de su boca corporal; y no me acuerdo que se llame jamás de otra manera en toda la Escritura. Pero donde se lee: Y formó Dios al hombre del polvo de la, tierra, y le infundió, soplándole en el rostro, espíritu de vida, no pone el idioma griego esta voz Pneuma, que suele significar el Espíritu Santo, sino Pnoen, lo cual más de ordinario se lee de la criatura que del Criador; y así también algunos latinos, para diferenciarlos, quisieron mejor interpretar este mismo nombre y llamarle, no Espíritu, sino soplo. Este mismo se halla también en griego en Isaías, donde dice Dios: Yo hice todos los soplos, significando, sin duda, todas las almas.
Por ello, lo que en griego se dice Pnoen, los nuestros lo interpretan algunas veces soplo, otras espíritu, otras inspiración o aspiración, y otras también alma; pero la palabra Pneuma siempre es espíritu, ya sea del hombre, como cuando dice el Apóstol: Qué hombre puede saber lo que está encerrado en el pecho del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? ; ya sea de las bestias, como se lee en el Eclesiastés: Quién sabe si el espíritu del hombre sube al cielo, y si el espíritu de la bestia baja a la tierra, y perece juntamente con el cuerpo? ; ya sea este espíritu corpóreo, que también llamamos viento, porque este nombre se halla en el salmo, donde dice: El fuego, el granizo, la nieve, la helada y el espíritu tempestuoso; ya sea, no el espíritu criado, sino el Criador, como lo es cuando dice el Señor en el Evangelio: Tomad el Espíritu Santo, significándonosle con el soplo corporal de su santísima, boca; y donde dice: Andad y bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, donde excelentemente y con la mayor evidencia se nos declara la Santísima Trinidad; y donde dice: Dios es espíritu, como en otros muchos lugares de la Escritura; pues en todos ellos la versión griega vemos que dice, no Pnoen, sino Pneuma, y la latina, no soplo, sino espíritu. Por lo cual, si cuándo dijo inspiró, o, si se dice con más propiedad, sopló en su cara, le infundió el espíritu de vida, en la versión griega no se pusiera Pnoen, como en ella se lee, sino Pneuma, tampoco podría deducirse que necesariamente debíamos entender el Espíritu Criador, que propiamente se llama en la Trinidad el Espíritu Santo, puesto que consta, como hemos dicho, que Pneuma se suele decir, no sólo del Criador, sino también de la criatura.
Pero dirán que cuando dijo espíritu no añadiera de vida, si no quisiera entender allí el Espírítu Santo, y cuando dijo: Hizo Dios al hombre alma no añadiera viventem, viviente, si no significara la vida del alma que se le comunicó por don y gracia del Divino Espíritu; porque viviendo el alma -dicen- con su propia vida, qué necesidad había de añadir viviente, sino para que se entendiese la vida que se le da por el Espíritu Santo? Y esto qué es sino defender con mucho cuidado la parte de la sospecha humana, y no atender sino con mucho descuido a la Sagrada Escritura? Porque qué mucho era, sin ir muy lejos, leer en el mismo libro poco más arriba: Produzca la tierra el alma viviente, cuando crió Dios todos los animales terrestres? Después, interponiendo algunos pocos capítulos, aunque en el mismo libro, que mucho era advertir lo que dice: Que todo lo que tenía espíritu de vida y estaba sobre la tierra había perecido? Luego si hallamos también en las bestias alma viviente y espíritu de vida, según el estilo de la Sagrada Escritura, y habiendo dicho el griego asimismo en este lugar, donde se lee, todo lo que tenía espíritu de vida, no Pneuma, sino Pnoen, por qué no preguntamos qué necesidad había de añadir viviente, puesto que no puede ser alma si no vive? O qué necesidad había de añadir de vida, habiendo dicho espíritu? Entendemos que la Escritura, según su estilo, dijo espíritu de vida y alma viviente, queriendo dar a entender los animales, esto es, los cuerpos animados, que por el alma participan también de estos sentidos visibles del cuerpo.
Pero en la creación del hombre no reparamos en cómo suele hablar la Escritura, habiendo hablado totalmente conforme a su estilo, por darnos a conocer que el hombre, aun después de haber recibido el alma racional (la cual quiso dar a entender que fue criada, no de la tierra, ni del agua, como toda carne, sino del aliento y soplo de Dios), fue, sin embargo, criado de modo que viviese en cuerpo animal; lo que sucede viviendo en él el alma, como viven aquellos animales de quienes dijo: produzca la tierra almas vivientes, y asimismo los que dijo que tuvieran en sí espíritu de vida, donde también el griego no escribe Pneuma, sino Pnoen, declarando con este nombre, sin duda, no el Espíritu Santo, sino el alma de estos animales.
Pero, no obstante, dicen ellos, se deja entender que el soplo de Dios salió de la boca de Dios, el cual, si creyéremos que es el alma, habremos de confesar que es de su misma substancia e igual que aquella sabiduría, que dice: Yo salí de la boca del Altísimo. Pero es de advertir que no dijo la sabiduría que la sopló Dios de su boca, sino que ella salió de su boca. Porque así como nosotros podemos hacer, no de nuestra naturaleza de hombres, sino de este aire que nos circunda y con que respiramos, un soplo cuando soplamos, así Dios todopoderoso, no de su naturaleza, ni de alguna materia criada, sino de la nada, pudo hacer un soplo, el cual con mucha conveniencia se dijo que le inspiró y sopló para infundirle en el cuerpo del hombre, siendo él incorpóreo y el soplo también incorpóreo, pero él inmutable y el soplo mudable; porque siendo él no criado, le infundió criado. Mas para que entiendan los que quieren hablar de las Escrituras y no advierten las frases y metáforas con que habla la Escritura, que no solamente se dice que sale de la boca de Dios lo que es su igual o de su misma naturaleza, oigan o lean lo que dice Dios en el sagrado texto: Porque eres tibio, y no cálido ni frío, te comenzaré a lanzar de mi boca.
Así que no hay razón alguna para que resistamos o contradigamos a las palabras evidentes y claras del Apóstol cuando, distinguiendo el cuerpo animal del cuerpo espiritual, esto es, este en que en la actualidad existimos, de aquel en que hemos de estar después, dice: Arrojóse como semilla en la sepultura el cuerpo animal, y vuelve a nacer y a levantarse cuerpo espiritual; hay cuerpo animal y hay cuerpo espiritual; conforme a lo que dice la Escritura que hizo Dios al primer hombre, Adán, alma viviente, y al último Adán, espíritu vivificante; aunque no fue primero el cuerpo espiritual, sino el animal, y luego el espiritual. El primer hombre de tierra fue terreno, el segundo hombre de cielo fue celestial; cual es el terreno, tales son asimismo los terrenos, y cual es el celestial, tales serán también los celestiales. Luego, así como nos vestimos la imagen y semejanza del terreno, vistámonos igualmente la imagen y semejanza de aquel que es del cielo. Sobre todas estas palabras del Apóstol hemos ya raciocinado. El cuerpo animal, con el que dice San Pablo que hizo Dios al primer hombre, Adán, no era formado de suerte que no pudiese morir, sino de manera que no muriera si el hombre no pecara. Porque aquel que con el espíritu vivificante será espiritual e inmortal, no podrá de ningún modo morir; así como el alma que fue criada inmortal, aunque se dice que muere con el pecado, careciendo de una especie de vida suya, esto es, del espíritu de Dios, con que podía vivir sabia y bienaventuradamente; sin embargo, no deja de vivir con una vida suya propia, aunque miserable, porque la crió Dios inmortal.
También a los ángeles apóstatas, aunque, en cierto modo, murieron pecando, porque apostataron y desampararon la fuente de la vida, que es Dios, bebiendo de la cual podían vivir virtuosa y felizmente; no obstante, no pudieron morir de suerte que totalmente dejasen de vivir y sentir, porque los crió Dios inmortales; y así, después del juicio final los arrojará y condenará a la muerte segunda, de manera que ni aun allí carezcan, de vida, puesto que no han de carecer de sentido, habiendo de vivir en dolor y tormento. Pero los hombres que participan de la gracia de Dios, ciudadanos de los santos ángeles que viven en la bienaventuranza, se vestirán los cuerpos espirituales de modo que ni pequen ya más ni se mueran, sino que gozarán de aquella inmortalidad que, como la de los ángeles, no pueda perderse con el pecado; quedándoles, con todo, la naturaleza de la carne, pero sin rastro de corruptibilidad o imperfección carnal.
Réstanos por explorar una cuestión que es indispensable tratemos y, con el auxilio soberano del Señor de la verdad, decidamos formalmente. Si en los primeros hombres, cuando los desamparó la gracia divina, el apetito de los miembros corporales desobedientes nació del pecado de la desobediencia (por lo que vinieron a abrirse los ojos sobre su desnudez, esto es, la miraron con más curiosidad, y porque el movimiento torpe resistía al albedrío de la voluntad, cubrieron su cuerpo), cómo vinieran a engendrar y propagar sus hijos si como Dios los crió, perseveraran sin pecar? Pero por ser ya tiempo de concluir este libro, y una cuestión tan célebre no es justo atropellarla, siendo cortos en su examen y exposición, la suspenderemos para tratarla con más comodidad y claridad en el libro siguiente.


LIBRO DECIMOCUARTO: EL DESORDEN DE LAS PASIONES, PENA DEL PECADO.


CAPITULO PRIMERO: Por la desobediencia del primer hombre, todos caerían en la eternidad de la segunda muerte, si la gracia de Dios no librase a muchos.


Dijimos ya en los libros precedentes cómo Dios, para unir en sociedad a los hombres, no sólo con la semejanza de la naturaleza, sino también para estrecharlos en una nueva unión y concordia con el vínculo de la paz por medio de cierto parentesco, quiso criarlos y propagarlos de un solo hombre; y cómo ningún individuo del linaje humano muriera si los dos primeros, creados por Dios, el uno de la nada y el otro del primero, no lo merecieran por su desobediencia; los cuales cometieron un pecado tan enorme, que con el se empeoró la humana naturaleza, trascendiendo hasta sus más remotos descendientes la dura pena del pecado y la necesidad irreparable de la muerte, la cual, con su despótico dominio, de tal suerte se apoderó de los corazones humanos, que el justo y condigno rigor de la pena llevara a todos como despeñados a la muerte segunda, sin fin ni término, si de ella no libertara a algunos la inmerecida gracia de Dios. De donde ha resultado que, no obstante el haber tantas y tan dilatadas gentes y naciones esparcidas por todo el orbe, con diferentes leyes y costumbres, con diversidad de idiomas, armas y trajes, con todo no haya habido más que dos clases de sociedades, a quienes, conforme a nuestras santas Escrituras, con justa causa podemos llamar dos ciudades: la una, de los hombres que desean vivir según la carne, y la otra, de los que desean vivir según el espíritu, cada una en su paz respectiva, y que cuando consiguen lo que apetecen viven en peculiar paz.


CAPITULO II: El vivir según la carne se debe entender no sólo de los vicios del cuerpo, sino también de los del alma.


Conviene, pues, examinar en primer lugar qué es vivir según la carne y qué según el espíritu; porque cualquiera que por vez primera oyese estas proposiciones, desconociendo o no penetrando cómo se expresa la Sagrada Escritura, podría imaginar que los filósofos, epicúreos son los que viven según la carne, dado que colocan el sumo bien y la bienaventuranza humana en la fruición del deleite corporal, así como todos aquellos que en cierto modo han opinado que el bien corporal es el sumo bien del hombre, como el alucinado vulgo de los filósofos que, sin seguir doctrina alguna, o sin filosofar de esta manera, estando inclinados a la sensualidad, no saben gustar sino de los deleites que reciben por los sentidos corporales; y que los estoicos, que colocan el sumo bien en el alma, son los que viven según el espíritu, puesto que el alma humana no es otra cosa que un espíritu. Sin embargo, atendiendo el común lenguaje de las sagradas letras, es cierto que unos y otros viven según la carne, porque llama carne no sólo al cuerpo del animal terreno y mortal, como cuando dice: No toda carne es de una misma especie; diferente es la carne del hombre y la de las bestias; y diferente la de las aves y la de los peces, sino que usa con diversidad de la significación de este nombre; y entre estos distintos modos de hablar, muchas veces también al mismo hombre, esto es, a la naturaleza humana, suele llamar carne, tomando, conforme al estilo retórico, el todo por la parte, como cuando dice: No hay carne alguna que se justifique por las obras de la ley. Qué quiso dar aquí a entender sino ningún hombre? Lo cual, con mayor claridad lo dice después. Ningún hombre se justificará por la ley; y escribiendo a los gálatas, les dice: Sabiendo que ningún hombre puede justificarse por las obras de la ley.
Conforme a esta doctrina se entiende aquella expresión del sagrado cronista: El Verbo eterno se hizo carne, esto es, hombre; la cual, como no la comprendieron bien algunos, imaginaron que Jesucristo no tuvo alma humana, porque así como el todo se toma por la parte en el sagrado Evangelio, cuando dice la Magdalena: Han llevado de aquí a mi Señor, y no sé dónde le han puesto, hablando solamente de la carne de Jesucristo, la que, después de sepultada, pensaba la habían sacado de la sepultura, así también por la parte se entiende el todo, y diciendo la carne se entiende el hombre, como en los lugares que arriba hemos alegado.
De modo que dando la Sagrada Escritura a la carne diversas significaciones, las cuales sería largo buscar y referir, para que podamos deducir qué cosa sea vivir según la carne (lo cual, sin duda, es malo, aunque no sea mala la misma naturaleza de la carne), examinemos con particular cuidado aquel lugar de la Epístola de San Pablo a los Gálatas: Las obras de la carne son bien notorias y conocidas; como son los adulterios, fornicaciones, inmundicias, lujurias, idolatrías, hechicerías, enemistades, contiendas, celos, iras, disensiones, herejías, envidias, embriagueces, glotonerías Y otros vicios semejantes, sobre los cuales os advierto, como ya os tengo dicho, que los que cometen semejantes maldades no conseguirán el reino de los cielos.
Todo este lugar del Apóstol, considerado con la madurez y atención correspondiente para el negocio presente, podrá resolvernos esta cuestión: qué es el vivir según la carne. Porque entre las obras de la carne que dijo eran notorias, y refiriéndolas, las condenó, no sólo hallamos las que pertenecen al deleite de la carne, como son las fornicaciones, inmundicias, disoluciones, embriagueces y glotonerías, sino también aquellas con que se manifiestan los vicios del ánimo, que son ajenos al deleite carnal; porque quién hay que ignore que la idolatría, las hechicerías, las enemistades, rivalidades, celos, iras, disensiones, herejías y envidias, son vicios del espíritu más que de la carne? Puesto que puede suceder que por la idolatría o por error de alguna secta se abstenga uno de los deleites carnales, sin embargo, aun entonces se comprende, por el testimonio del Apóstol, que vive el hombre según la carne, aunque parezca que modera y refrena los apetitos de la carne. Quién no tiene la enemistad en el alma? Quién de su enemigo o de quien piensa que es su enemigo dice: mala carne, sino más bien, mal ánimo tienes contra mí? Finalmente, así como al oír carnalidades nadie dudaría atribuirlas a la carne, así, al oír animosidades, las atribuirá al espíritu; por qué, pues, a estas cosas y a otras tales el doctor de las gentes en la fe y la verdad las llama obras de la carne, sino porque, conforme al modo de hablar con que se significa el todo por la parte, quiere que por la carne entendamos el mismo hombre?


CAPITULO III: La causa del pecado provino del alma y no de la carne, y la corrupción que heredamos del pecado no es pecado, sino pena.


Si alguno dijere que en la mala vida la carne es la causa de todos los vicios, porque así vive el alma que está pegada a la carne, sin duda que no advierte bien ni pone los ojos en toda la naturaleza humana; porque aunque es indudable que el cuerpo corruptible agrava y deprime el alma, el mismo Apóstol, tratando de este cuerpo corruptible, había dicho: Aunque este nuestro hombre exterior se corrompa, sin embargo -añade-, sabemos que si ésta nuestra morada terrena en que vivimos se deshiciese, tenemos por la merced de Dios otra no temporal ni hecha por mano de artífice, sino eterna en los cielos; ésta es por la que también suspiramos, deseando vernos y abrigarnos en aquella nuestra mansión celestial, esto es, deseando vestirnos de la inmortalidad e incorruptibilidad, lo cual conseguiremos si no nos halláremos desnudos, sino vestidos de Cristo; porque entretanto que vivimos en esta morada suspiramos con el peso de la carne, pues no gustaríamos despojarnos del cuerpo, sino vestirnos sobre él de aquella gloria celestial, de manera que la vida eterna embebiese y consumiese, no el cuerpo, sino la corrupción Y mortalidad.
Así pues, nos agrava y oprime el cuerpo corruptible; pero sabiendo que la causa de este pesar no es la naturaleza o la substancia del cuerpo, sino su corrupción, no querríamos despojarnos del cuerpo, sino llegar con él a la inmortalidad. Y aunque entonces será también cuerpo, como no ha de ser corruptible, no agravará. Por eso ahora agrava y oprime el alma el cuerpo corruptible, y esta morada nuestra de tierra no deja alentar al espíritu con el peso de tantos pensamientos y cuidados.
Los que creen, pues, que todas las molestias, afanes y males del alma le han sucedido y provenido del cuerpo, se equivocan sobremanera, porque aunque Virgilio, en aquellos famosos versos donde dice: Tienen estas almas en su origen un vigor de fuego y una raza y descendencia del cielo, en cuanto no las fatiga y abruma el dañoso cuerpo y las embotan los terrenos y mortales miembros, parece que nos declara con toda evidencia la sentencia de Platón, y, queriendo darnos a entender que todas las cuatro perturbaciones, agitaciones o pasiones del alma tan conocidas: el deseo, el temor, la alegría y la tristeza, que son como fuentes y manantiales de todos los vicios y pecados, suceden y provienen del cuerpo, añada y diga: De este terreno peso les proviene el dolerse, desear, temer, gozarse, ni de la lóbrega y oscura cárcel en que están pueden o contemplar su ser o soltarse; con todo, muy disonante y distinto es lo que sostiene y nos enseña la fe; porque la corrupción del cuerpo, que es la que agrava el alma, no es causa, sino pena del primer pecado; y no fue la carne corruptible la que hizo pecadora al alma, sino, al contrario, el alma pecadora hizo a la carne que fuese corruptible.
Y aunque de la corrupción de la carne proceden algunos estímulos de los vicios y los mismos apetitos viciosos, sin embargo, no todos los vicios de nuestra mala vida deben atribuirse a la carne para no eximir de todos ellos al demonio, que no está vestido de carne mortal, pues aunque no podamos llamar con verdad al príncipe de las tinieblas fornicador o borracho u otro dicterio semejante alusivo al deleite carnal, aunque sea secreto instigador y autor de semejantes pecados, con todo, es sobremanera soberbio y envidioso; el cual vicio de tal modo se apoderó de su vano espíritu, que por él se halla condenado al eterno tormento en los lóbregos calabozos de este aire tenebroso.
Y estos vicios, que son los principales que tiene el demonio, los atribuye el Apóstol a la carne, de la cual es cierto que no participa el demonio, porque dice que las enemistades, contiendas, celos, iras y envidias son obras de la carne, de todos los cuales vicios la fuente y cabeza es la soberbia, que, sin carne, reina en el demonio Qué enemigo tienen mayor que él los santos? Quién hay contra ellos más solícito, más animoso, más contrario y envidioso?
Y teniendo todas estas deformes cualidades sin estar vestido de la carne, cómo pueden ser obras de la carne sino porque son obras del hombre, a quien, como dije, llama carne? Pues no por tener carne, sino por vivir conforme a sí propio, esto es, segun el hombre, se hizo el hombre semejante al demonio, el cual también quiso vivir conforme a sí propio cuando no perseveró en la verdad para hablar mentira, movido, no de Dios, sino de sí propio, que no sólo es mentiroso, sino padre de la mentira. El fue el primero que mintió, por él principió el pecado y por él tuvo su origen la mentira


CAPITULO IV: Qué es vivir según el hombre y vivir según Dios?.


Cuando vive el hombre según el hombre y no según Dios, es semejante al demonio; porque ni el ángel debió vivir según el ángel, sino según Dios, para que perseverara en la verdad y hablara verdad, que es fruto propio de Dios y no mentira, que es de su propia cosecha; por cuanto aun del hombre, dice el mismo Apóstol en otro lugar: Si con mi mentira campea más y sale más ilustre y tersa la verdad de Dios, a la mentira la llamo mía y a la verdad de Dios.
Por eso, cuando vive el hombre según la verdad, no vive conforme a sí mismo, sino según Dios; porque el Señor es el que dijo: Yo soy la verdad, y cuando vive conforme a sí mismo, esto es, según el hombre y no según Dios, sin duda que vive según la mentira, no porque el mismo hombre sea mentira, pues Dios, que es autor y criador del hombre, ni es autor ni criador de la mentira, sino porque de tal suerte crió Dios recto al hombre, que viviese no conforme a sí mismo, sino conforme al que le crió, esto es, para que hiciese no su voluntad, sino la de su Criador, que el no vivir en el mismo estado en que fue criado para que viviese es la mentira, porque quiere ser bienaventurado aun no viviendo de modo que lo pueda ser; y qué cosa hay más falsa y mentirosa que esta voluntad?
Así, pues, no fuera de propósito puede decirse que todo pecado es mentira, porque no se forma el pecado sino con aquella voluntad con que queremos que nos suceda bien o con que no queremos que nos suceda mal; luego mentira es lo que, haciéndose para que nos vaya mejor, por ellos nos va peor. Y de dónde proviene esto sino de que sólo le puede venir el bien al hombre de Dios, a quien, pecando, desampara, y no de sí mismo, a quien siguiendo peca? Así como insinuamos que de aquí procedieron dos ciudades entre sí diferentes y contrarias, porque los unos vivían según la carne y los otros según el espíritu, del mismo modo podemos también decir que los unos viven según el hombre y los otros según Dios, porque claramente dice San Pablo: Y supuesto que hay entre vosotros emulaciones y contiendas, acaso no sois carnales y vivís según el hombre? Luego lo que es vivir según el hombre, eso es carnal, pues por la carne, tomada como parte del hombre, se entiende el hombre.
Poco antes había llamado animales a los hombres, a quienes después llama carnales, diciendo: Así como ningún hombre sabe los secretos del corazón humano, si no es el espíritu del hombre que está en él, así los de Dios ninguno los sabe si no es el espíritu de Dios, y nosotros no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que procede de Dios para conocer las mercedes y gracias que Dios nos ha hecho, las cuales, como las conocemos, así las predicamos no con palabras artificiosas y acomodadas a la sabiduría humana, sino con las que hemos aprendido del espíritu, declarando los misterios espirituales con términos y palabras espirituales, porque el hombre animal no entiende ni admite las cosas del espíritu de Dios, teniendo por necedad cuando se aparta de lo que su sentido alcanza. Y a estos tales, esto es, a los carnales, dice poco después: Y yo, hermanos, no os pude hablar como a espirituales, sino como a carnales; lo cual se entiende igualmente según la misma manera de hablar, esto es, tomando el todo por la parte, porque por el alma y por la carne, no son partes del hombre, se puede significar el todo, que es el hombre, y así no es otra cosa el hombre animal que el hombre carnal, sino que lo uno y lo otro es una misma cosa, esto es, el hombre que vive según el hombre; así como tampoco se entiende otra cosa que hombres cuando se, dice: Ninguna carne se justificará por las obras de la ley, o cuando dice: Setenta y cinco almas bajaron con Jacob a Egipto, porque en estos lugares por ninguna carne se entiende ningún hombre, y por setenta y cinco almas se entienden setenta y cinco hombres.
Lo que dijo: No con palabras artificiosamente compuestas y acomodadas a la humana sabiduría, pudo decirse también a la carnal sabiduría; así como lo que dijo: Vivís según el hombre, pudo decirse según la carne; y más se declaró esto cuando añadió: Porque diciendo unos: yo soy de Pablo, y otros: yo soy de Apolo, acaso no manifestáis que sois hombres? Lo que antes dijo: Sois animales y sois carnales, más clara y expresamente lo dice aquí: Sois hombres, es decir, vivís según el hombre y no según Dios, que si según él vivieseis, seríais dioses.


CAPITULO V: Aunque es más tolerable la opinión de los platónicos que la de los maniqueos sobre la naturaleza del cuerpo y del alma, con todo, también aquellos son reprobados, porque las causas de los vicios las atribuyen a la naturaleza de la carne.


En nuestros vicios y pecados no hay motivo para que acusemos con ofensa e injuria del Criador a la naturaleza de la carne, la cual en su orden y especies es buena; pero el vivir según el bien criado, dejando el bien, que es su Criador, no es bueno, ya elija uno vivir según la carne, o según el alma, o según todo el hombre que consta de alma y carne, que es por donde le podemos llamar también con sólo el nombre del alma y con sólo el nombre de la carne. Porque el que estima como sumo bien a la naturaleza del alma y acusa como mala a la naturaleza de la carne, sin duda que carnalmente ama al alma y que carnalmente aborrece a la carne; pues lo que siente, lo siente con vanidad humana y no con verdad divina.
Y aunque los platónicos no procedan con tanto error como los maniqueos, aborreciendo los cuerpos terrenos como a naturaleza mala, supuesto que atribuyen todos los elementos de que este mundo visible y material está compuesto, y todas sus cualidades a Dios como a su verdadero artífice, con todo, opinan que las almas de tal suerte son afectadas por los miembros terrenos y mortales, que de aquí les proceden los afectos de los deseos y temores, de la alegría y de la tristeza, en cuyas cuatro perturbaciones, como las llama Cicerón, o pasiones, como muchos, palabra por palabra, lo interpretan del griego, consiste todo el vicio de la vida humana; lo cual, si es cierto, por qué en Virgilio se admira Eneas de esta opinión oyendo en el infierno a su padre que las almas habían de volver a sus cuerpos, y exclamando: Oh padre mío! Es posible que hemos de creer que algunas de estas almas han de subir desde aquí a ver el cielo, y que han de volver a encerrarse en la estrecha concavidad de los cuerpos? Qué deseo tan horrible y abominable es éste que tienen de vivir los miserables? Por ventura, este tan detestable deseo aun permanece en aquella tan celebrada pureza de las almas, heredado de los terrenos e inmortales miembros? Acaso dice que no están ya limpias y purgadas de todas estas pestes corpóreas cuando otra vez principian a querer volver a los cuerpos?
De donde se infiere que aunque fuera cierto lo que es totalmente falso, el que sea una alternativa sin cesar la purificación y profanación de las almas que van y vuelven, con todo, no puede decirse con verdad que todos los movimientos malos y viciosos de las almas nacen y provienen de los cuerpos terrenos, supuesto que, según ellos, es tanta verdad que aquel horrible deseo no procede del cuerpo, de modo que al alma que está ya purificada de toda pestilencia y contagio corporal, y fuera de todo lo que es cuerpo, la puede compeler y forzar a que vuelva al cuerpo; y así también, por confesión de ellos, el alma no sólo se altera y turba movida de la carne, de manera que desee, tema, se alegre y entristezca, sino que también de suyo y de sí propia puede moverse con estas pasiones.


CAPITULO VI: De la naturaleza de la voluntad humana, según la cual las pasiones del alma vienen a ser o malas o buenas.


Lo que importa es qué tal sea la voluntad del hombre, porque si es mala, estos movimientos serán malos, y si es buena, no sólo serán inculpables, sino dignos de elogio, puesto que en todos ellos hay voluntad, o, por mejor decir, todos ellos no son otra cosa que voluntades; porque qué otra cosa es el deseo y alegría sino una voluntad conforme con las cosas que queremos? Y qué es el miedo y la tristeza sino una voluntad disconforme a las cosas que no queremos? Pero, cuando nos conformamos deseando las cosas que queremos, se llama deseo, y cuando nos conformamos gozando de los objetos, que nos son más agradables y apetecibles, se llama alegría, y asimismo cuando nos es menos conforme y huimos de lo que no queremos que nos acontezca, tal voluntad se llama miedo, y cuando nos conformamos y huimos de lo que con nuestra voluntad nos sucede, tal voluntad es tristeza, y sin duda alguna que, según la variedad de las cosas que se desean o aborrecen, así como se paga de ellas u ofende la voluntad del hombre, así se muda, y convierte en estos o aquellos afectos, por lo que el hombre que vive según Dios y no según el hombre, es necesario que sea amigo de lo bueno, de donde se sigue que, aborrezca lo malo; y porque ninguno naturalmente es malo, sino que es malo por su culpa y vicio, el que vive según Dios debe aborrecer de todo corazón a los malos, de suerte que ni por el vicio aborrezca al hombre, ni ame el vicio por el hombre, sino que aborrezca al vicio y ame al hombre, porque, quitando el vicio, resultará que todo deba amarse y nada aborrecerse.


CAPITULO VII: Que el amor y dilección indiferentemente se usa en la Sagrada Escritura en bueno y mal sentido.


Porque todo el que quiere amar a Dios, y no según el hombre, sino según Dios, amar al prójimo como a sí mismo, sin duda por este amor se llama de buena voluntad, la cual en la Escritura suele llamarse ordinariamente caridad, aunque también se la denomina amor, porque hasta el Apóstol dice que debe ser amador o amigo de lo bueno aquel que él manda elegir para gobernar el pueblo, y el mismo Señor, preguntando y diciendo al apóstol San Pedro: Me quieres más que a éstos? , respondió: Señor, tú sabes que te amo. En otra ocasión le preguntó no si le amaba, sino si le quería Pedro, quien respondió otra vez: Señor, tú sabes lo que te amo; pero en la tercera pregunta tampoco dice el Salvador me quieres, sino me amas? ; donde, prosiguiendo el evangelista, dice que se entristeció Pedro porque tercera vez le preguntó si le amaba. Habiendo dicho el Señor, no tres veces, sino una, me amas? , y dos veces me quieres? , se da a entender claramente que cuando asimismo decía el Señor: Me quieres? , no decía otra cosa que me amas? Pero San Pedro no mudó la palabra de su interior sentimiento, que era una misma, sino que tercera vez respondió: Señor, tú lo sabes todo, tu sabes que te amo.
He dicho esto porque algunos piensan que una cosa es la dilección o caridad, y otra el amor, pues dicen que la dilección debe tomarse en buen sentido y el amor en malo; sin embargo, es innegable que ni los autores profanos han usado de esta distinción, y, así, adviertan los filósofos si ponen diferencia en esta expresión, o cómo la ponen, en atención a que sus libros con bastante claridad nos insinúan cómo estiman y aprecian el amor en buena parte, y para con el mismo Dios; sin embargo, fue necesario manifestar cómo las Escrituras de nuestra santa religión, cuya autoridad anteponemos a otra cualquiera literatura o ciencia, no constituyen diferencia entre el amor y la dilección o caridad, porque ya hemos demostrado cómo también el amor se dice en buen sentido.
Mas porque ninguno imagine que el amor se dice en buena y en mala parte, y que la dilección no, sino en buena, advierta lo que dice el real Profeta: Quien pone su dilección o cariño en la iniquidad, aborrece a su alma; y el apóstol San Juan: Si alguno pusiere su corazón y dilección en el mundo, en este tal no hay dilección y caridad de Dios. Y ved aquí en un mismo lugar la dilección en bueno y en mal sentido. Que el amor se tome en malo, porque en bueno ya lo hemos demostrado, lean lo que dice la Sagrada Escritura: Serán entonces los hombres amigos y apasionados de sí mismos y amadores del dinero. De modo que la voluntad recta es buen amor, y la voluntad perversa mal amor, el amor, pues, que desea tener lo que ama, es codicia, y el que lo tiene ya y goza de ello, alegría; el amor que huye de lo que le es contrario, es temor, y si lo que le es contrario le sucede, sintiéndolo, es tristeza; y así, estas cualidades son malas si el amor es malo, y buenas si es bueno.
Pero probemos, y comprobémoslo con las sagradas letras. El Apóstol dice: Desea morir y hallarse con Cristo, y más acomodadamente: Deseó mi alma grandemente en todo tiempo, aficionarse a tus preceptos y mandamientos, y el amor de la sabiduría nos conduce al reino eterno. Pero comúnmente hemos convenido en que al decir codicia o concupiscencia, si no añadimos de qué es la codicia o la concupiscencia, no se pueda tomar sino en mala parte. La alegría en el salmo se toma en buena parte: Alegraos en el Señor y regocijaos los justos: Diste alegría a mi corazón; y: Me llenarás de alegría con tu presencia.. El temor se toma en buen sentido en el Apóstol, donde dice: Entended a lo que toca a vuestra salvación con temor y temblor; y: No te engrías y ensoberbezcas; sino teme; y: Temo no suceda que, como la serpiente con su astucia embaucó y engañó a Eva así se profanen vuestras potencias interiores y se desvíen de la castidad y pureza que se debe a Cristo. Pero acerca de la tristeza, a la que llama Cicerón aegritudo, y Virgilio dolor, donde dice dolent, gaudentque, duélense, y se alegran (sin embargo, yo tuve por más conveniente llamarla tristeza, porque la aegritudo o el dolor más ordinariamente se dice de los cuerpos) es más dificultosa la duda sobre si puede entenderse en buen sentido.


CAPITULO VIII: De las tres perturbaciones o pasiones que quieren los estoicos que se hallen en el ánimo del sabio, excepto el dolor o la tristeza, lo cual no debe admitir o sentir la virtud del ánimo.


De las que los griegos llaman eupathías, y nosotros podemos decir pasiones buenas, y Cicerón en el idioma latino llamó constancias, los estoicos no quisieron que hubiese en el ánimo del sabio más que tres en lugar de tres pasiones, por el deseo, voluntad; por la alegría, gozo; por el temor, cautela; pero en lugar del dolor dicen que no puede haber objeto alguno en el ánimo del sabio; porque la voluntad apetece y desea lo bueno, lo que hace el sabio; el gozo es del bien conseguido, lo cual dondequiera alcanza el sabio; la cautela evitar el mal, lo que debe obviar el sabio.
Pero la tristeza, porque es del mal que ya sucedió, son de opinión los estoicos que ningún mal puede traer al sabio y dicen que en lugar de ella no puede haber otra igual en su ánimo; así les parece que; fuera del sabio, no hay quien quiera, goce y se guarde, y que el necio no hace sino desear, alegrarse, temer y entristecerse; y que aquellas tres son constancias y estas cuatro perturbaciones, según Cicerón, y, según muchos, pasiones. En griego, aquellas tres, como insinué, se llaman eupathías, y estas cuatro, pathías.
Buscando yo con la mayor diligencia que pude si este lenguaje cuadraba con el de la Sagrada Escritura, hallé lo que dice el profeta: No se gozan los impíos, dice el Señor, como que los impíos pueden más alegrarse que gozarse de los males, porque el gozo propiamente es de los buenos y piadosos. Asimismo en el Evangelio se lee: Todo lo que queréis que os hagan los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos, y parece que lo dice porque ninguno puede querer algún objeto mal o torpemente, sino desearlo. Finalmente, algunos intérpretes por el estilo común de hablar añadieron todo lo bueno, y así interpretaron: Todo el bien que queréis que os hagan a vosotros los hombres; porque les pareció que era necesario excusar que ninguno quiera que los hombres le hagan acciones inhonestas e indebidas, y por callar las torpes, a lo menos los banquetes excesivos y superfluos, en los cuales, haciendo el hombre lo mismo, le parezca que cumplirá con este precepto. Pero en el Evangelio citado en idioma griego, de donde se tradujo al latino, no se lee lo bueno, sino: Todo lo que queréis que hagan con vosotros los hombres, eso mismo haréis vosotros con ellos; imagino que lo dice así, porque cuando dijo, queréis, ya quiso entender lo bueno, porque no dice cupitis, lo, que deseáis; sin embargo, no siempre debemos estrechar nuestro lenguaje con estas propiedades, aunque algunas veces debemos usar de ellas; y cuando las leemos en aquellos de cuya autoridad no es lícito desviarnos, entonces se deben entender. cuando el buen sentido no pueda hallar otro significado, cómo son las autoridades que hemos alegado, así de los profetas como, del Evangelio. Porque quién ignora que los impíos se regocijan y alegran? Sin embargo, dice el Señor que no se gozan los impíos; y por qué, sino porque cuando este verbo gaudere o gozarse se pone propiamente y en su peculiar sentido significa otra cosa?
Asimismo, quién puede negar que está bien mandado que lo que deseamos que otros hagan con nosotros, eso mismo hagamos nosotros con ellos, para que no nos demos unos a otros deleites y gustos torpes? Y, con todo, es precepto muy saludable y verdadero: Todo lo que queréis que hagan los hombres, con vosotros, eso mismo haréis vosotros con ellos. Y esto por qué, sino porque en este lugar la voluntad se usa en sentido propio, sin que se pueda tomar en mala parte? Pero no diríamos en el lenguaje más común que usamos: No queráis mentir toda mentira, si no hubiese también voluntad mala, de cuya malicia se diferencia aquella voluntad que nos anunciaron y predicaron los ángeles, diciendo: Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, porque inútilmente se dice de buena, si no puede ser sino buena? Y qué alabanza hubiera hecho el Apóstol de la caridad, al decir: No se alegra del pecado si no se alegra con él la malicia?
Pues hasta en los autores profanos se halla esta diferencia de palabras, porque Cicerón, famoso orador, dijo: Deseo, padres conscritos, ser clemente; habiendo puesto este, verbo cupío en bien, quién hay tan poco erudito que no piensa que mejor debía decir volo que cupío? Y en Terencio, un joven libertino llevado de su deshonesto apetito, dice: Nada quiero sino a Filomena; y que esta voluntad era deshonesta, bastantemente lo manifiesta la respuesta que allí da un criado anciano, porque dice a su amo: Cuánto mejor te fuera buscar un medio para desechar ese temor de tu corazón, que hablar expresiones con que en vano vayas encendiendo más y más el voraz fuego de tu apetito? Y que lo que es gaudium o gozo lo hayan también descrito en mal sentido, lo manifiesta aquel verso de Virgilio, donde con suma brevedad compendió estas cuatro perturbaciones: De este terreno peso les proviene dolerse, desear, temer, gozar. Dijo también el mismo poeta: Los malos gozos del alma, por los ilícitos placeres.
Por lo tanto, los buenos y los malos quieren, se guardan, temen y gozan; y, por decir lo mismo con otras palabras, los buenos y los malos desean, temen y se alegran; pero los unos bien y los otros mal, según que es buena o mala su voluntad. Y aun la tristeza, en cuyo lugar dicen los estoicos que no se puede hallar cosa alguna en el alma del sabio, se halla usada en buena parte, y principalmente entre los nuestros; porque el Apóstol elogia a los corintios de que se hubiesen entristecido según Dios.
Pero dirá alguno acaso que el Apóstol les dio el parabién de que se hubiesen acongojado haciendo penitencia, y semejante tristeza no la puede haber sino en los que pecaron; porque dice así: Veo que aquella carta, aunque sólo por algún tiempo, os entristeció; pero ahora me lisonjeo y lleno de placer, no porque os habéis acongojado, sino porque os habéis entristecido para hacer penitencia; pues os habéis contristado según Dios, de manera que por mi no os ha venido ningún daño o detrimento, porque la tristeza que es según Dios, causa en el hombre para su salud espiritual una penitencia y arrepentimiento inarrepentible; pero la tristeza del mundo motiva la muerte, porque ya veis, como esto mismo que es entristecerse según Dios, cuánta solicitud y cuidado pone en nosotros.
Y conforme a esta doctrina pueden los estoicos responder por su parte que la tristeza parece muy útil para que se duelan y arrepientan de su pecado, y que en el ánimo del sabio no puede haber causa, porque no hay pecado cuyo arrepentimiento le cause tristeza, ni puede existir algún otro mal cuya pasión y dolor le contriste; porque aun de Alcibíades refieren que creyendo era bienaventurado oyendo los discursos e instrucciones de Sócrates, que le manifestaron era miserable por ser necio e ignorante, se cuenta que lloró.
Así que la necedad fue aquí la causa propia de esta inútil e importante tristeza con que el hombre se duele de no ser lo que debe ser; mas los estoicos dicen que no el necio, sino el sabio, es incapaz de tristeza


CAPITULO IX: De las perturbaciones del ánimo, cuyas afecciones son rectas en el de los justos.


Pero a estos filósofos, respecto a la cuestión sobre, las perturbaciones del ánimo, ya les, respondimos cumplidamente en el libro IX de esta obra, manifestando cómo ellos disputaban, no tanto sobre las cosas como sobre las palabras, mostrándose más aficionados a disputar y porfiar ridículamente que a investigar la raíz de la verdad; pero entre nosotros, los ciudadanos de la ciudad santa de Dios, que en la peregrinación de la vida mortal viven según Dios, éstos, digo, temen, desean, se duelen y alegran.
Y por cuanto su amor o voluntad es recta e irreprensible, todas estas afecciones las poseen también rectas, temen el castigo eterno, duélense verdaderamente por lo que sufren: Porque ellos aquí entre sí mismos gimen y suspiran, para que se verifique en ellos la adopción, esperando la redención e inmortalidad de su cuerpo, alégranse por la esperanza, porque se cumplirá ciertamente lo que está escrito en caracteres indelebles, que la muerte quedará absorbida y vencida por el triunfo y victoria de Jesucristo.
Asimismo temen pecar y ofender a la Majestad Divina; desean perseverar en la gracia, duélense de los pecados cometidos y se alegran de las buenas obras; pues para que teman el caer en la culpa les dice el Salvador: Que crecerá tanto la iniquidad, que se entibiará la caridad de muchos; y para que deseen perseverar, les dice: El que perseverase hasta el fin, se salvara. Para que se duelan de los pecados, les advierte San Juan: Si dijésemos que no tenemos pecado, nosotros mismos nos alucinamos y engañamos, y no hay verdad en nosotros.
Para que se llenen de gozo por las buenas obras, les certifica San Pablo: Que ama Dios al que da lo que da con alegría y de buena voluntad; y asimismo, según son débiles o fuertes, temen o apetecen las tentaciones; porque, para temerías, oyen: Si alguno -dice el Apóstol- cayere en algún crimen, vosotros, los que sois más espirituales, mirad por él, procurando levantarle con espíritu de mansedumbre, considerando cada uno en sí mismo que puede también precipitarse en el abismo del pecado; y para desearías, oyen que dice un varón fuerte de la Ciudad de Dios, esto es, el real profeta David: Pruébame, Señor, y tiéntame, abrasa y consume mis entrañas y mi corazón. Para que se duelan en ellas advierten cómo llora amargamente San Pedro; para que se alegren de ellas, escuchan, como dice Santiago: Estimad por sumo contento cuando os vieseis afligidos de varias tentaciones.
Y no sólo por sí propios se mueven con estos afectos, sino también por las personas que desean eficazmente se salven y temen se pierdan, sienten entrañablemente si se pierden y se alegran sobremanera si se salvan, porque tienen puestos los ojos en aquel santo y fuerte varón que se gloria en sus dolores y aflicciones (para citar nosotros que hemos venido a la Iglesia de Jesucristo de en medio de los gentiles a aquel que es doctor de las gentes en la fe y la verdad, que trabajó más que todos sus compañeros los apóstoles y con más epístolas instruyó al pueblo de Dios, no sólo a los que tenía presentes, sino también a los que preveía que habían de venir), porque tenían, digo, puestos los ojos en aquel San Pablo, campeón y atleta de Jesucristo, enseñado e instruido por el mismo Salvador, ungido por El, crucificado con El, glorioso y triunfante en El; a quien en el teatro de este mundo, donde vino a ser espectáculo de los ángeles y de los hombres, miramos con satisfacción y con los ojos de la fe, luchando el gran combate, corriendo en busca de la palma y gloria de la soberana vocación y caminando siempre adelante, viéndole cómo se alegra con los alegres y llora con los que lloran, cómo fuera padece persecuciones y dentro temores, deseando apartarse ya de su cuerpo y hallarse con Cristo con ansia de ver a los romanos por tener algún fruto en ellos como en las demás gentes, estimulando a los corintios y temiendo con el mismo celo que no les engañen y desvíen sus almas de la fe y pureza que deben a Cristo, teniendo una gran tristeza y continuo dolor de corazón por los israelitas, porque ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la suya, no estaban sujetos a la justicia de Dios, y no sólo manifestando su dolor, sino también sus lágrimas por algunos que habían pecado y no habían hecho penitencia de sus deshonestidades y fornicaciones.
Si estos movimientos y afectos que proceden del amor del bien y de una caridad santa se deben llamar vicios, permitamos asimismo que a los verdaderos vicios los llamen virtudes; pero siguiendo estas afecciones a la buena y recta razón, cuando se aplican donde conviene, quién se atreverá a llamarlas en este caso flaquezas o pasiones viciosas? Por lo cual el mismo Señor, queriendo pasar la vida humana en forma y figura de siervo, pero sin tener pecado, usó también de ellas cuando le pareció conveniente, porque de ningún modo en el que tenía verdadero cuerpo de hombre y verdadera alma de hombre era falso el afecto humano.
Cuando se refiere del Redentor en el Evangelio que se entristeció con enojo por la dureza del corazón de los judíos, y cuando dijo: Me alegro por causa de vosotros, para que creáis, cuando habiendo de resucitar a Lázaro lloró, cuando deseó comer la Pascua con sus discípulos, cuando acercándose su pasión estuvo triste su alma hasta la muerte, sin duda que esto no se refiere con mentira; pero el Señor, por cumplir seguramente con el misterio de la Encarnación, admitió estos movimientos y extrañas impresiones con ánimo humano cuando quiso; así como cuando fue su divina voluntad se hizo hombre.
Por eso no puede negarse que, aun cuando tengamos estos afectos rectos, y según Dios, son de esta vida y no de la futura que esperamos, y muchas veces nos rendimos a ellos, aunque contra nuestra voluntad. Así que, en algunas ocasiones, aunque nos movamos no con pasión culpable, sino con amor y caridad loable; aun cuando no queremos, lloramos. Los tenemos, pues, por flaqueza de la condición humana, pero no los tuvo así Cristo Señor nuestro, cuya flaqueza estuvo también en su mano y omnipotencia. Pero entre tanto que conducimos con nosotros mismos la humana debilidad de la vida mortal, si carecemos totalmente de afectos, por el mismo hecho es prueba de que vivimos bien; porque el Apóstol reprendía y abominaba de algunos, diciendo de ellos que no tenían afecto.
También culpó el real profeta a aquellos de quienes dijo: Esperé quien me hiciera compañía en mi tristeza, y no hubo uno solo. Porque no dolerse del todo mientras vivimos en la mortal miseria, como lo manifestó también uno de los filósofos de este siglo: No puede acontecer sino que el ánimo esté dominado de fiera crueldad y el cuerpo de insensibilidad. Por lo cual, aquella que en griego se llama apatía, y si pudiese ser en latín se diría impasibilidad, si la hemos de entender por vivir sin los afectos y pasiones que se rebelan contra la razón y perturban el alma, sin duda que es buena y que principalmente debe desearse; pero tampoco se halla ésta en la vida actual, porque no son de cualesquiera, sino de los muy piadosos, justos y santos aquellas palabras: Si dijéremos que no tenemos pecado, a nosotros mismos nos engañamos, y no se halla verdad en nosotros.
Habrá, por consiguiente, apatía o impasibilidad cuando no haya pecado en el hombre; pero al presente bastante bien se vive si se vive sin pecado que sea grave; y el que piensa que vive sin pecado, lo que consigue es no carecer de pecado, sino más bien no alcanzar perdón. Y si ha de decirse apatía o impasibilidad cuando totalmente en el ánimo no puede haber algún afecto, quién no dirá que esta insensibilidad es peor que todos los vicios?
Por eso, sin que sea absurdo, puede decirse que en la perfecta bienaventuranza no ha de haber estimulo o vestigio de temor o de tristeza; pero que no haya de haber en la celestial patria amor y alegría, quién lo puede decir sino el que estuviere del todo ajeno de la verdad? Mas si es apatía o impasibilidad no tener miedo alguno que nos espante, ni dolor que nos aflija, la debemos huir en esta vida, si queremos vivir rectamente, esto es, según Dios; y sólo en la bienaventurada la podemos esperar. Porque el temor de quien dice el apóstol San Juan: En la caridad no hay temor, antes la caridad perfecta echa fuera el temor, porque va acompañado de pena y de tristeza, y el que teme no ha llegado a la perfección de la caridad, no es ciertamente de la calidad de aquel con que temía el Apóstol San Pablo que los corintios fuesen seducidos y engañados con alguna infernal astucia, porque este temor no sólo le hay en la caridad, sino que sólo le hay en la caridad. El temor que no se halla en la caridad es aquel del que dijo el mismo apóstol San Pablo: No habéis vuelto a recibir espíritu de servidumbre y temor. El temor casto y santo que permanece en los siglos de los siglos, si es que ha de existir también en el otro siglo (porque cómo puede entenderse de otra manera que permanece en los siglos de los siglos), no es temor que nos refrena y aparta del mal que puede acontecer, sino que persevera en el bien que no puede perderse, porque donde hay amor inmutable del bien conseguido, sin duda, si puede decirse así, seguro está el temor de que ha de guardarse del mal.
Con el nombre de temor casto se nos significa aquella voluntad con que será necesario que no queramos ya pecar, y que nos guardemos de pecado, no porque temamos que nuestra flaqueza nos induzca al pecado, sino por la tranquilidad con que la caridad evitará el pecado, y no ha de haber temor de ninguna especie en aquella cierta seguridad de los perpetuos y bienaventurados gozos y alegrías. Así se dijo: El temor casto y santo que permanece perdurable en los siglos de los siglos, como se dijo: La paciencia de los pobres no perecerá eternamente, porque la paciencia no ha de ser eterna, supuesto que no es necesaria sino donde se hayan de padecer trabajos, mientras que será eterna la felicidad adonde se llega por la tolerancia. Por eso se dijo que el temor santo permanece y dura por los siglos de los siglos, porque permanecerá aquello adonde nos conduce el mismo temor.
Y siendo esto cierto, ya que hemos de vivir una vida recta e irreprensible para llegar con ella a la bienaventuranza, todos estos afectos los tiene rectos la vida justificada, y la perversa, perversos.
La vida bienaventurada y la que será eterna tendrá amor y gozo no sólo recto, sino también cierto, y no tendrá temor ni dolor, por donde se deja entender y se nos descubre con toda evidencia cuáles deben ser en esta peregrinación los ciudadanos de la Ciudad de Dios, que viven según el espíritu y no según la carne, esto es, según Dios y no según el hombre, y cuáles serán en aquella inmortalidad adonde caminan, porque la ciudad, esto es, la sociedad de los impíos que viven según el hombre y no según Dios, y que en el mismo culto falso y en el desprecio del verdadero Dios siguen las doctrinas de los hombres o de los demonios, padece los combates de estos perversos afectos como malignas enfermedades y turbaciones del ánimo, y si hay algunos ciudadanos en ella que parece templan y moderan semejantes movimientos, la arrogante impiedad los ensoberbece de manera que por lo mismo es en ellos mayor la vanidad, cuanto son menores los dolores.
Y si algunos, con una vanidad tanto más intensa cuanto más rara, han pretendido y deseado que ningún afecto los levante ni engrandezca, y que ninguno los abata y humille, más bien con esto han venido a perder toda humanidad que llegado a conseguir la verdadera tranquilidad, pues no porque alguna materia esté dura, está recta, o lo que está insensible está sano.


CAPITULO X: Si es creíble que los primeros hombres en el Paraíso, antes que pecaran, no sintieron pasión o perturbación alguna.


Muy a propósito se pregunta si el primer hombre o las primeras personas tenían estos afectos y pasiones en el cuerpo animal antes del pecado, cuales no los hemos de tener en el cuerpo espiritual después de purificado y consumado todo pecado; que si los tenían, cómo eran tan bienaventurados en aquel famoso sitio de bienaventuranza, esto es, en el Paraíso? Y quién absolutamente se puede llamar bienaventurado que sienta temor o dolor? Y de qué podían temerse o dolerse aquellos hombres colmados de tantos bienes, donde ni temían a la muerte, ni alguna mala disposición del cuerpo, ni les faltaba cosa que pudiese alcanzar la buena voluntad, ni tenían cosa que ofendiese a la carne o al espíritu del hombre en aquella dichosa vida? Había en ellos amor imperturbable para con Dios, y entre sí los casados guardaban fiel y sinceramente el matrimonio, y de este amor resultaba inexplicable gozo, sin faltarles cosa alguna de las que amaban y deseaban para gozarlo. Había una apacible y tranquila aversión al pecado, con cuya perseverancia por ningún otro extremo les sobrevenía mal alguno que les entristeciese Acaso dirá alguno que deseaban tomar el árbol cuya fruta les estaba prohibido comer, pero temían morir y, según esto, ya el deseo, ya el miedo, inquietaba a aquellos espíritus en aquel delicioso jardín?
Líbrenos Dios de imaginar que hubiera cosa semejante donde no había género de pecado; porque no deja de ser pecado desear lo que prohíbe la ley de Dios, y abstenerse de ello por temor de la pena y no por amor a la justicia. Dios nos libre, digo, que antes de haber pecado alguno cometiesen ya el de hacer con el árbol de la fruta prohibida lo que de la mujer dice el Señor: Que el que mira a la mujer para desearla, ya peca con ello en su corazón.
Así pues, tan felices fueron los primeros hombres sin padecer perturbación alguna de ánimo y sin sufrir incomodidad alguna en el cuerpo, tan dichosa fuera la sociedad humana si ni ellos cometieran el mal que traspasaron. a sus descendientes, ni alguno de sus sucesores cometiese pecado alguno por donde mereciera ser condenado; permaneciendo esta felicidad hasta que por aquella bendición de Dios: Creced y multiplicaos se llenara el número de los santos predestinados y consiguieran otra mayor, cual se les dio a los bienaventurados ángeles, donde tuvieran seguridad cierta de que ninguno había de pecar ni a había de morir; y fuera tal la vida de los santos sin haber sabido qué cosa era trabajo o dolor ni muerte, cual será después la experiencia de todas estas cosas en la incorrupción e inmortalidad de los cuerpos, luego que hubieren resucitado los muertos.


CAPITULO XI: De la caída del primer hombre, en quien crió Dios buena la naturaleza, y viciada no la pudo reparar sino su autor.


Porque Dios prevé y sabe todas las cosas, por eso no pudo ignorar que el hombre también había de pecar, y como el Señor lo previó y dispuso, debemos hablar de la Ciudad Santa según su presciencia y no según lo que no pudo llegar a nuestra noticia, afirmar que no estuvo en la previsión de Dios. Porque de ningún modo pudo el hombre con su pecado perturbar el divino consejo, como obligando a Dios a mudar lo que había determinado, habiendo previsto Dios, con su presciencia lo uno y lo otro, esto es, cuán malo, había de ser el hombre a quien crió bueno, y lo bueno que aún así había de hacer de él. Pues aunque se dice que muda Dios lo que una vez tenía determinado (y así la Sagrada Escritura metafóricamente dice que Dios se arrepiente), dícese de lo que el hombre esperaba, o según la disposición y orden de las cosas naturales, y no conforme a lo que Dios todopoderoso supo que había que hacer. Formó, pues, Dios, como lo insinúan las sagradas letras, al hombre recto y, por consiguiente, de buena voluntad, porque no fuera recto si no tuviera buena voluntad, y así la buena voluntad es obra de Dios, porque con ella crió Dios al hombre; pero la mala voluntad primera, que precedió en el hombre a todas las obras malas, antes fue un apartamiento o abandono de la obra de Dios que obra alguna positiva, y fueron malas estas obras de la mala voluntad porque las hizo el hombre conforme a si propio, y no según Dios, de suerte que la voluntad fuese como un árbol malo que produjo malos frutos, o, si se quiere, como el mismo hombre de mala voluntad.
Aunque esta mala voluntad no sea conforme a la naturaleza, sino contra la naturaleza, porque es vicio, con todo, es de la naturaleza del vicio, el cual no puede existir sino en la naturaleza, es decir, en aquella que fue criada de la nada, no en la que engendró el Criador de sí mismo, como engendró al Verbo por quien fueron criadas todas las cosas. Pues aunque formó Dios al hombre del polvo de la tierra, la misma tierra y toda la materia y máquina terrena la crió absolutamente de la nada, y criando el alma de la nada la infundió en el cuerpo cuando hizo al hombre. Y en tanto grado aventajan los bienes a los males, que aunque los males se permitan para manifestar cómo puede también usar bien de ellos la providente justicia del Criador, sin embargo pueden hallarse los bienes sin los males, como es el mismo verdadero y sumo Dios y como son sobre este calignoso aire las criaturas celestiales e invisibles; pero los males no se pueden hallar sin los bienes, porque las naturalezas en que se hallan, en cuanto son naturalezas, son, sin duda, buenas. Quitase el mal no quitando la naturaleza o alguna parte suya, sino corrigiendo y sanando la viciada y depravada.
El albedrío de la voluntad es verdaderamente libre cuando no sirve a los vicios y pecados; tal nos le dio Dios, que en perdiéndole por nuestro propio pecado no le podemos volver a recobrar sino de mano del que nos le pudo dar. Y así dice la misma verdad: Si os librare el Hijo, entonces seréis verdaderamente libres, que es lo mismo que si se dijera: Si el hijo de Dios os salvare, entonces seréis ciertamente salvos, porque es Salvador por el mismo motivo que es Libertador.
Vivía, pues, el hombre según Dios en el Paraíso corporal y espiritual, porque el Paraíso no era corporal por los bienes del cuerpo ni espiritual por los del espíritu, sino espiritual para que se gozara por los sentidos interiores, y corporal para que se gozara por los exteriores. Era verdaderamente lo uno y lo otro por lo uno y por lo otro, hasta que aquel ángel soberbio y, por, consiguiente, envidioso por su soberbia, convirtiéndose en dios a sí propio, y con arrogancia casi tiránica, deseando más tener súbditos que serlo, cayó del Paraíso espiritual (de cuya caída y la de sus compañeros, que de ángeles de Dios se hicieron ángeles suyos, bastantemente traté, según mi posibilidad, en los libros XI y XII de esta obra), y deseando con astucia apoderarse del hombre a quien, porque perseveraba en su estado, habiendo él caído del suyo, tenía envidia, escogió a la serpiente en el Paraíso corporal, donde con aquellas dos personas, hombre y mujer, vivían también los demás animales terrestres sujetos y pacíficos sin hacer daño alguno; escogió, digo, a la serpiente, animal escurridizo que se mueve con torcidos rodeos, acomodado a su designio para poder hablar por ella, y habiéndola rendido por la presencia angélica y por la naturaleza más excelente con astucia espiritual y diabólica, y usando de ella como instrumento, cautelosamente comenzó a platicar con la mujer, empezando por la parte inferior de aquella humana compañía, para de lance en lance llegar al todo, juzgando que el varón no era tan crédulo y que no podía ser engañado sino cediendo y dejándose llevar del error del otro.
Así como Aarón no consintió con el engañado pueblo en la construcción del ídolo siendo él engañado, sino que cedió y se dejó llevar forzado; ni es creíble que Salomón con error pensase que tenía obligación de servir a los ídolos, sino que le compelieron a ejecutar semejantes sacrilegios los halagos y caricias de las mujeres, así se debe creer que Adán creyó a su mujer, como cree uno a otro, el hombre a los hombres, el marido a su mujer, para quebrantar la ley de Dios, no engañado y persuadido de que le decía verdad, sino por condescendencia con ella, obedeciéndola por el amor que la tenía.
Porque no en vano dijo el Apóstol: Adán no fue engañado, la mujer fue la engañada, porque ella tomó como verdadero lo que le dijo la serpiente, y él no quiso apartarse de su única consorte ni en la participación del pecado. Mas no por eso fue menos reo y culpable, sino que, sabiéndolo y viéndolo, pecó; y así no dice el apóstol no pecó, sino no fue engañado, porque ya manifiesta seguramente que pecó cuando dice: Por un hombre entró el pecado en el mundo; y poco después más claramente: A semejanza del pecado de Adán.
Por engañados quiso, pues, se entendiesen aquellos que piensan que lo que hacen no es pecado; pero Adán lo supo, porque, de no saberlo, cómo seria verdad que Adán no fue engañado?; aunque como no tenía experiencia del divino rigor y severidad, pudo engañarse en pensar y creer que el pecado era venial; y así por este camino, aunque no fue engañado en lo que la mujer lo fue, se engañó en cómo había de tomar y juzgar Dios la excusa que había de dar, diciendo: La mujer que me diste por compañera; ella me dio y comí. Para qué, pues, nos cansamos y alargamos en esto? Verdad es que ambos no fueron engañados, pero ambos pecaron, y por ello quedaron presos y enredados en los lazos del demonio.


CAPITULO XII: De la calidad del primer pecado que cometió el hombre.


Si alguno dudase por qué la naturaleza humana no se muda con los otros pecados como se mudó con el pecado de aquellos dos primeros hombres, quedando sujeta a la corrupción que vemos y sentimos, y por ella a la muerte, turbándose y padeciendo tanto número de afectos tan poderosos y entre si tan contrarios, de todo lo cual no sintió ella nada en el Paraíso antes del pecado, aunque estuviese en cuerpo animal; si alguno dudase, repito, y viere en esto dificultad, no por eso debe pensar que fue ligera y pequeña aquella culpa porque se hizo en cosa de comida, que no era mala ni dañosa, sino en cuanto era prohibida; pues no criara Dios cosa mala ni la plantara en aquel lugar de tanta felicidad, sino que en el mandamiento les encargó y encomendó Dios la obediencia, virtud que en la criatura racional es en cierto modo madre y custodia de todas las virtudes, porque crió Dios a la criatura racional de manera que le es útil e importante el estar sujeta y muy pernicioso hacer su propia voluntad y no la del que la crió.
Así que este precepto y mandamiento de no comer de un solo género de comida donde había tanta abundancia de otras cosas, mandamiento tan fácil y ligero de guardar tan breve y compendioso para tenerle en la memoria, principalmente cuando aun el apetito no contradecía a la voluntad, lo cual se siguió después en pena de la infracción del precepto, con tanta mayor injusticia se violó y quebrantó, con cuanta mayor facilidad y observancia se pudo guardar.


CAPITULO XIII: En el pecado de Adán, a la mala obra precedió la mala voluntad.


Antes empezaron a ser malos en secreto que viniesen a caer en aquella manifiesta desobediencia, porque no llegaron a ejecutar aquel horrendo pecado si no precediera mala voluntad. Y el principio de la mala voluntad, qué pudo ser sino la soberbia? Porque la cabeza y fuente de todos los pecados es la soberbia. Y qué es la soberbia sino una ambición y apetito de perversa grandeza? Porque es maligna altanería querer el alma en algún modo hacerse y ser principio de sí misma, dejando el principio con quien debe estar unida. Esto sucede cuando uno se complace demasiado a sí mismo, y complácese a sí mismo de esta manera cuando declina y deja aquel bien inmutable que debió agradarle más que ella a sí misma.
Esta declinación y defecto es espontáneo y voluntario, porque si la voluntad permaneciera estable en el amor del bien superior inmutable, que era el que la alumbraba para que viviese y la encendía para que amase, no se desviara de allí para agradarse a si misma, ni se quedara sin luz, a oscuras, ni sin amor helada; de manera que ni Eva creyera que la decía verdad la serpiente, ni Adán antepusiera al precepto de Dios el gusto de su esposa, ni imaginara que sólo pecaba venialmente si a la compañera inseparable de su vida la acompañaba también en el pecado.
Así que no hicieron la obra mala, esto es, aquella trasgresión y pecado comiendo del manjar prohibido, sino siendo ya malos; aquella fruta era mala porque provenía del árbol malo, y el árbol hízose malo contra naturam; porque si no es por vicio de la voluntad, el cual es contra el buen orden de la Naturaleza, no se hiciera malo; que el depravarse y estragarse con el vicio, no sucede sino en la naturaleza formada en la nada. Así pues, el ser naturaleza lo tiene por ser criatura de Dios, y el degenerar y declinar de Aquel que la hizo, porque fue hecha de la nada. Pero tampoco de tal manera degeneró el hombre que del todo fuese nada, sino que, inclinándose a sí mismo, vino a ser menos de lo que era cuando estaba unido con Aquel que es Sumo en su esencia.
Por esto, dejar a Dios y pretender ser en sí mismo, esto es, agradarse y complacerse de sí mismo, no es ser nada; sino, acercarse a la nada; por lo cual la Sagrada Escritura llama por otro nombre a los soberbios, gente que se agrada y paga de sí, porque bueno es tener el corazón levantado o elevado, pero no a sí propio, que es efecto de la soberbia, sino a Dios, que lo es de la obediencia, la cual no se halla sino en los humildes.
Tiene la humildad cierta cualidad que con modo admirable levanta el corazón, y tiene, cierto atributo la soberbia que deprime y abate el corazón, y aunque parece casi contradictorio que la soberbia esté debajo y la humildad encima, sin embargo, la santa humildad, como se sujeta al superior, y no hay otra cosa más superior que Dios, ensalza y eleva al que hace súbdito de Dios; pero la altivez que hay en el vicio, por el mismo hecho de rehusar la sujeción y subordinación, cae de aquel que no tiene sobre sí superior, y por lo mismo, viene a ser inferior, sucediendo lo que dice la Sagrada Escritura: Los abatiste cuando iban subiendo y ensalzándose; y no dijo cuando estaban ya elevados y ensalzados, de modo que primero estuviesen ensalzados y después los derribase y abatiese, sino que cuando iban subiendo, entonces los abatió y derribó; porque el mismo acto de subir y ensalzarse es comenzar a abatirse, por lo cual al presente en la Ciudad de Dios y a la Ciudad de Dios que anda peregrinando en este siglo se recomienda principalmente la humildad que en su Rey, Cristo, singularmente se celebra; porque el vicio de la soberbia, contrario a esta virtud, nos manifiestan las sagradas letras que domina y reina principalmente en su cruel enemigo, el demonio.
Verdaderamente es ésta una notable diferencia con que se distingue y conoce la una y la otra Ciudad de que vamos hablando, es a saber, la compañía de los hombres santos y piadosos y la de los impíos y pecadores, cada una con los ángeles que la pertenecen, en quienes precedió por una parte el amor de Dios y por otra el amor de sí mismo.
Así que el demonio no sorprendiera al hombre en un pecado tan manifiesto, haciendo lo que Dios había prohibido se hiciese si no hubiera él empezado a agradarse y a complacerse de sí mismo. Porque de aquí nació el complacerse en lo que le dijeron: Seréis como dioses, lo cual pudieron ser mejor estando conformes y unidos con el sumo y verdadero principio por la obediencia, que no haciéndose ellos principio suyo por la soberbia, porque los dioses criados no son dioses por virtud propia, sino por participación del verdadero Dios.
Cuando el hombre apetece más, es menos, y queriendo ser bastante para sí mismo declinó de aquel que era verdaderamente bastante para él
El mal de agradarse a sí mismo y complacerse el hombre, como si él fuera la luz, apartándole de aquella luz que, si quisiera, también haría luz al hombre; aquel mal, digo, precedió en secreto para que se siguiera este mal que se cometió en público; porque es verdad lo que dice la Escritura: Que antes que caiga se sube y eleva el corazón, y antes que llegue a alcanzar la gloria se humilla y abate. La caída en secreto precede a la caída en público, no pensando que aquélla es caída; porque quién imagina que la exaltación es caída, hallándose ya el defecto y caída al desamparar al Excelso? Y quién no advertirá que es caída el traspasar evidentemente el mandato?
Por eso Dios prohibió un hecho que, una vez cometido, no se pudiese excusar ni defender con ninguna imaginación de justicia, y por eso me atrevo a decir que es de importancia para los soberbios el caer en un pecado público y manifiesto, para que se desagraden de sí mismos los que, por agradarse y pagarse de sí, incurrieron en el más enorme reato. Más útil e importante le fue a Pedro el desagradarse de sí cuando lloró que el agradarse y pagarse de sí cuando presumió, y esto es lo mismo que dice el santo real profeta: Cárgalos, Señor, de confusión e ignominia para que busquen tu nombre, esto es, para que tú les agrades y se paguen de ti buscando tu nombre, los que buscando el suyo se agradaron y pagaron de sí.


CAPITULO XIV: La soberbia de la transgresión fue peor que la misma transgresión.


Peor es y mas detestable la soberbia cuando hasta en los pecados manifiestos se pretende la acogida de la excusa, como sucedió en aquellos primeros hombres, entre quienes dijo la mujer: La serpiente. me engañó y comí; y el hombre: La mujer que me diste, ésa me dio del fruto del árbol y comí. De ninguna manera se acuerdan en este caso de pedir perdón; por ningún motivo piden el remedio y la medicina, porque aunque éstos no niegan, como Caín, el pecado que cometieron, no obstante, la soberbia procura cargar a otro la culpa que ella misma tiene: la soberbia de la mujer a la serpiente y la soberbia del hombre a la mujer. Pero más verdadera es la acusación que no la excusa, cuando manifiestamente quebrantaron el divino precepto, porque no dejaron de pecar porque lo hiciera la mujer a persuasión de la serpiente y el hombre a instancias de la mujer, como sí pudiera haber alguna cosa que se debiera creer o anteponer a Dios.


CAPITULO XV: De la justa paga que recibieron los primeros hombres por su desobediencia.


Porque no atendieron al mandato de Dios, que los había criado y había hecho a su imagen y semejanza, que los había designado por superiores y señores de los demás animales, los había colocado en el Paraíso, les había dado salud y abundancia de todas las cosas, que no les cargó de preceptos numerosos, graves y dificultosos, sino que les dio uno solo, y ése compendioso y levísimo, para conservar la obediencia y la subordinación con que les advertía que él era Señor de aquella criatura a quien estaba bien una libre servidumbre, fueron justamente condenados; condenados de tal modo, que el hombre, que si observara puntualmente el mandamiento fuera espiritual aun en la carne, fuese carnal hasta en el espíritu; y pues con su soberbia se había agradado y pagado de sí, por justicia de Dios fuese entregado a sí mismo para que no estuviese, como había pretendido, en omnímoda, absoluta e independiente potestad, sino que, desavenido igualmente consigo mismo, sufriese debajo de aquel con quien se había avenido pecando una dura y miserable esclavitud, en lugar de la libertad que buscó; muriendo voluntariamente en el espíritu, y debiendo de morir contra su voluntad en el cuerpo; y desertor de la vida eterna, fuera condenado a la muerte eterna, si no le libertase la gracia.
Y el que piensa que semejante condenación es excesiva o injusta, sin duda no sabe medir ni tantear la gravedad de la malicia que hubo en el pecado, donde había tanta facilidad en no pecar; porque así como, no sin razón, se celebra por grande la obediencia de Abraham, porque en sacrificar a su hijo le mandaron una acción dificultosísima, así también en el Paraíso tanto mayor fue la desobediencia cuanto más fácil era lo que se les mandaba. Y así como la obediencia del segundo Adán es más celebrada y digna de perpetuarse en los faustos y anales del mundo, porque fue obediente hasta la muerte, así la desobediencia del primero fue más abominable, porque fue desobedecida hasta la muerte.
Porque cuando hay impuesta rigurosa pena a la desobediencia, y lo que manda el Criador es fácil en la ejecución, quién podrá encarecer bastantemente cuán grave maldad sea no obedecer en un precepto tan obvio y a un mandamiento de tan soberana potestad y so pena tan horrible? Y, en efecto, por decirlo en breves palabras, en la pena y castigo de aquel pecado, con qué castigaron o pagaron la desobediencia sino con la desobediencia? Pues qué cosa es la miseria del hombre sino padecer contra sí mismo la desobediencia de sí mismo, y que ya que no quiso lo que pudo, quiera lo que no puede?
Porque aunque en el Paraíso, antes de pecar, no podía todas las cosas, con todo, lo que no podía no lo quería, y por eso podía todo lo que quería; pero ahora, como vemos en su descendencia y lo insinúa la Sagrada Escritura, el hombre se ha vuelto semejante a la vanidad; pues quién podrá referir cuánta inmensidad de cosas quiere que no puede, entretanto que él mismo a sí propio no se obedece, esto es, no obedece a la voluntad, el ánimo, ni la carne, que es inferior al ánimo?
Porque, a pesar suyo, muchas veces el ánimo se turba y la carne se duele, envejece y muere, y todo lo demás que padecemos no lo sufriéramos contra nuestra voluntad, si nuestra naturaleza obedeciese completamente a nuestra voluntad; pero, a la verdad, padece algunas cosas la carne que no la dejan servir. Qué importa en lo que esto consiste con tal que por la justicia de Dios, que es el Señor, a quien siendo sus súbditos no quisieron servir, nuestra carne, que fue nuestra súbdita, no sirviéndonos, nos sea molesta? Bien que, nosotros, no sirviendo a Dios, pudimos hacernos molestos a nosotros y no a El; porque no tiene el Señor necesidad de nuestro servicio como nosotros del de nuestro cuerpo, y así es nuestra pena lo que recibimos, no suya; y los dolores que se llaman de la carne, del alma son, aunque en la carne y por la carne.
Porque la carne de qué se duele por sí sola? Qué desea? Cuando decimos que desea o se duele la carne, o es el mismo hombre, como anteriormente dijimos, o alguna parte del alma que excita la pasión carnal, la cual, si es áspera, causa dolor; si suave, deleite; pero el dolor de la carne sólo es una ofensa del alma que procede de la carne, y cierto desavenimiento de su pasión o apetito; como el dolor del alma que llamamos tristeza es un desavenimiento de las cosas que nos suceden contra nuestra voluntad. A la tristeza las más veces precede el miedo, el cual también está en el alma, y no en la carne; pero al dolor de la carne no le precede un miedo de la carne que antes del dolor se sienta en la carne. Al deleite le precede el apetito que se siente en la carne, como un deseo suyo, por ejemplo, el hambre y la sed, y el que en los miembros vergonzosos más comúnmente se llama libido, siendo éste un vocablo general para designar todos los apetitos. Porque aun la ira, dijeron los antiguos que no era otra cosa que libido, o un apetito de venganza, aunque a veces también el hombre se enfada y enoja con las cosas inanimadas, donde no hay razón alguna de venganza, de manera que de enojo y cólera, porque no escribe bien la pluma, la rompe y arroja. Sin embargo, también esto, aunque menos razonable, es apetito de venganza, y no sé qué, por llamarle así, como sombra de retribución; que los que mal hacen, mal padezcan.
Así pues, hay apetito de venganza qye se llama ira; hay apetito o codicia de poseer, que se llama avaricia; hay apetito o deseo, como quiera, de vencer, que se llama pertinacia; hay apetito y ansia de gloriarse o jactarse, que se llama jactancia; hay muchos y varios apetitos que en idioma latino se dicen libidines, que algunos de ellos tienen asimismo sus voces propias, y otros no las tienen; porque quién podrá fácilmente decir cómo se llama el apetito de dominio y señorío, del cual, no obstante, nos muestra y testifica la funesta experiencia de las guerras civiles, que es muy poderoso y señor absoluto de los corazones y almas de los tiranos?


CAPITULO XVI: De la malicia del apetito, que en latín se llama libido, cuyo nombre, aunque cuadre a muchos vicios propiamente, se atribuye a los movimientos torpes, y deshonestos del cuerpo.


Aunque los apetitos de muchas cosas llámanse en latín libidines, cuando se escribe sólo libido, sin decir a qué pasión se refiere, casi siempre se entiende el apetito carnal; apetito que no sólo se apodera del cuerpo en lo exterior, sino también en lo interior, y conmueve de tal modo a todo el hombre juntando y mezclando al efecto del ánimo con el deseo de la carne, que resulta el mayor de los deleites del cuerpo; de suerte que cuando se llega a su fin, se embota la agudeza y vigilia del entendimiento.


CAPITULO XVII: De la desnudez de los primeros hombres y de cómo, después que pecaron, les pareció torpe y vergonzosa.


Con razón nos avergonzamos de este apetito y con razón también los miembros que, por decirlo así, lo alientan o refrenan no del todo a nuestro albedrío, se llaman vergonzosos; lo cual no fueron antes de que pecara el hombre. Porque, como dice la Escritura, estaban desnudos y no se avergonzaban; no porque dejasen de ver su desnudez, sino porque ésta no era aún vergonzosa; porque la carne ni movía el deseo contra la razón, ni en manera alguna con su desobediencia daba en rostro al hombre acusándole de la suya.
No crió Dios ciegos a los primeros hombres, como piensa el necio vulgo, porque Adán vio los animales a quienes puso los nombres, y de Eva dice el Evangelio: Vio la mujer que era buena la fruta del árbol y agradable a la vista. Tenían, pues, los ojos abiertos, pero no atendían y miraban de manera que conociesen lo que la gracia les encubría, cuando sus miembros ignoraban lo que es desobedecer a la voluntad. Al faltar esta gracia, para que la desobediencia fuese castigada con pena recíproca, hallóse en el movimiento del, cuerpo una desvergonzada novedad, que convirtió en indecente la desnudez y los dejó avergonzados y confusos. De aquí que, después que quebrantaron al descubierto mandamiento de Dios, diga de ellos la Escritura: Y se abrieron los ojos de entrambos, y conocieron que estaban desnudos y entrelazaron hojas de higuera y se hicieron sendos ceñidores. Abriéronse, dice, los ojos de entrambos, no para ver, porque también antes veían, sino para discernir y conocer el bien que habían perdido y el mal en que habían caído. De aquí que el árbol que daba este conocimiento a los que comían su fruto contra la prohibición del mandamiento tomase el nombre de árbol de la ciencia del bien y del mal; porque con la experiencia de los trabajos que se padecen en la enfermedad apréciase mejor el gusto de la salud.
Conocieron, pues, que estaban desnudos, estándolo, en efecto, de aquella gracia que era la que hacia que ninguna desnudez del cuerpo los avergonzase y confundiese. Conocieron, pues, lo que, por fortuna suya, hubieran ignorado si, siendo siempre fieles y obedientes a Dios, no hubieran cometido un pecado que les forzó a tocar y sentir por experiencia el daño que causan la infidelidad y la desobediencia. Confusos, pues, y avergonzados por la desobediencia de su carne, testigo y pena de la suya propia, acomodaron unas hojas de higuera en la forma que algunos traductores latinos llaman campestría, esto es, succintoría, o ceñidores, para cubrirse con ellos. Prefiero la palabra campestría, que es latina, y significa calzón, vestido corto que usaban los jóvenes que se ejercitaban luchando en el campo, cubriendo sus cinturas, y de aquí que a los así ataviados les llame el vulgo, campestratos.
Así pues, lo que en pena de la culpa de desobediencia movía el apetito desobediente contra el fuero de la voluntad, cubríalo con empacho de vergüenza. De aquí que todas las gentes, por descender de aquel tronco, tan cuidadosamente acostumbran a cubrirse de suerte que algunos bárbaros ni aun en los baños se desnudan.


CAPITULO XVIII: Pudor que acompaña al acto de la generación.


En el acto mismo de la generación -y no hablo sólo de ciertas uniones carnales que buscan la obscuridad para escapar a la justicia humana, sino también del uso de prostitutas, que la ciudad terrena, al dar su aprobación, lo ha hecho lícito-, aun en este caso permitido e impune, la libido huye la luz y las miradas. Los mismos lupanares tienen por rubor natural una cámara obscura, y así vemos que ha sido más fácil a la impureza eximirse de la prohibición de la ley que a la desvergüenza cerrar el paso al pudor. Los deshonestos llaman deshonestas a sus acciones, y, siendo amadores de ellas, no se atreven a ser ostensores. Y qué diré del concúbito conyugal, que, según la ley de las Tablas matrimoniales, tiene por objeto la procreación de los hijos? No se busca también para él, aunque es lícito y honesto, un lugar secreto y retirado? Y antes de que el esposo comience su juego de caricias, no echa fuera a todos cuantos alguna necesidad permitía su presencia, a los sirvientes y, a los mismos paraninfos? Es verdad que el mayor maestro de la elocuencia romana -como alguien le llama- dice que las cosas bien hechas buscan la luz, es decir, aman ser conocidas; pero esta acción recta apetece ser conocida de una manera muy rara, avergonzándose de ser vista. Quién ignora lo que hacen los esposos entre sí con vistas a la procreación de los hijos y cuál es el objeto de celebrar las bodas con tanta pomposidad? Y, sin embargo, en el acto mismo de la generación no permiten que sean testigos ni los hijos, si tienen ya algunos. El conocimiento de esta acción recta ama de tal manera la luz de los ánimos, que rehuye la de los ojos. Y de dónde nace esto sino de que lo naturalmente honesto va del brazo, aunque por pena con lo vergonzoso?


CAPITULO XIX: Los impulsos de la ira y de la liviandad se mueven tan viciosamente, que es necesario para moderarlos el freno de la razón.


Los filósofos que se acercaron más a la verdad confesaron que la ira y el apetito sensual eran dos partes viciosas del alma, porque se mueven tan turbadamente y sin orden, aun en las cosas que la razón no prohíbe, que tienen necesidad del gobierno de la razón, la cual siendo, según dicen, la tercera parte del alma, está puesta en lugar preeminente para regir a aquellas dos partes, a fin de que, mandando la razón y obedeciendo la ira y la liviandad, pueda conservar el hombre en todas las partes de su alma la justicia.
Las citadas partes, pues que, según dichos filósofos, aun en el hombre sabio y templado son viciosas, para que la razón las refrene y desvíe, apartándolas de las cosas a que injustamente se mueven o las suelte para las que permite y concede la ley de la sabiduría, como es la ira para ejercer el justo castigo, y el apetito sexual para la propagación de la especie humana; las citadas partes, repito, no eran viciosas en el Paraíso antes del pecado, porque no se inclinaban a cosa contraria a la recta voluntad que exigiera contenerlas con el freno de la recta razón. El moverse ahora de modo que los que viven honesta, justa y santamente las gobiernan a veces con facilidad, y otras con dificultad las repriman y refrenen, no es, sin duda, salud propia de la naturaleza, sino enfermedad que procede de la culpa.
Si los actos que provienen de la ira y de los demás afectos no procura la vergüenza encubrirlos y esconderlos, como hace con los qué proceden del apetito sensual, débese a que los miembros del cuerpo que se emplean en la ejecución de aquellos no dependen en sus movimientos de las pasiones, sino de la voluntad, que es quien los domina. Porque el que enojado y con cólera dice alguna palabra ofensiva o hiere a otro, no pudiera hacer tales cosas si la voluntad no moviera la lengua o las manos, miembros a quienes también mueve la voluntad, aun cuando no haya ira o cólera alguna.
Pero respecto de la pasión carnal, de tal manera está apoderado de ellos el apetito sensual, que sólo obedecen a la excitación de éste, sea espontánea o estimulada. Esto es lo que da vergüenza y lo que ruboriza a quien lo ve, y por ello prefiere el hombre, cuando se enoja injustamente con otro, que le miren cuantos quieran, a que le vea alguno cuando, conforme a la razón, condesciende con la pasión de la carne.


CAPITULO XX: De la vanísima torpeza de los cínicos.


La antedicha razón no la tuvieron presente los filósofos caninos, es decir, los cínicos, al defender la opinión bestial encaminada a suprimir el pudor. El pudor natural, sin embargo, ha podido más que esta opinión. Porque aun cuando han escrito que hizo Diógenes con arrogancia, gloriándose de ello y pensando que sería su secta más famosa si quedara arraigada en la memoria de las gentes esta famosa desvergüenza suya, con todo, después desistieron de esto los cínicos, y más pudo en ellos la vergüenza y el respeto que mutuamente se deben los hombres, que el error y el disparate con que los hombres afectaban ser semejantes a los perros.
Ahora también vemos, filósofos cínicos, porque lo son todos los que no sólo visten el palio, sino llevan también su báculo; pero ninguno se atreve a hacer tal cosa, porque si alguno se atreviera, no diré que le apedrearan, sino que, por lo menos, a puro escupirle, le echaran del mundo.
Así pues, la naturaleza humana se avergüenza, y con razón, de este apetito torpe que sujeta la carne a su albedrío, apartándola de la jurisdicción de la voluntad, y esta desobediencia prueba claramente el pago que se dio a la desobediencia del primer hombre.


CAPITULO XXI: De la bendición que echó Dios al hombre antes del pecado para que creciese y se multiplicara, no destruida por la prevaricación.


No creamos en manera alguna que los dos casados que estuvieron en el Paraíso habrían de cumplir por medio de este apetito sensual lo que en su bendición les dijo Dios: Creced y multiplicaos y henchid la tierra, porque este torpe apetito nació después del pecado, y después del pecado, la naturaleza, que no es deshonesta, al perder la potestad y jurisdicción bajo la cual el cuerpo en todas sus partes le obedecía y servía, echó de ver este apetito, lo consideró, se avergonzó y lo cubrió.
Pero la bendición del matrimonio para que los casados creciesen, se multiplicaran y llenaran la tierra, aunque quedó también para los delincuentes, siendo anterior a su falta, quedó para que se conociese que la generación de los hijos es cosa que toca a la honra del matrimonio, y no a la pena del pecado.
Algunos que ignoran, sin duda, la felicidad que hubo en el Paraíso, creen que en él Adán y Eva no tuvieron hijos.
Otros no aceptan totalmente la Divina Escritura, donde se lee que, después del pecado, se avergonzaron de verse desnudos, y cómo infieles, se ríen de ella. Otros, aunque aceptan y honran la Escritura, no quieren, sin embargo, que se entienda la frase creced y multiplicaos en el sentido de la multiplicación de la carne, porque encuentran otra que se refiere a la multiplicación del espíritu: Multiplicarás y acrecentarás en mi alma la virtud y fortaleza; y en lo que continúa diciendo el Génesis: Y henchid la tierra y sed señores de ella, entienden que la palabra tierra quiere decir el cuerpo que anima el, alma con su presencia, y le domina y sujeta cuando las virtudes se multiplican en ella. Pero añaden que los hijos carnales ni aun entonces los pudieron engendrar, como tampoco ahora pueden, sin el torpe apetito que nació, se vio, se confundió y se cubrió después del pecado; y que dentro del Paraíso no tuvieron hijos, sino fuera de él, como así sucedió; porque después que los echaron de allí los engendraron.


CAPITULO XXII: Cómo Dios ordenó y bendijo el matrimonio.


Pero en manera alguna dudamos nosotros que el crecer y multiplicar y henchir la tierra conforme a la bendición de Dios es don del matrimonio que instituyó Dios desde el principio, antes del pecado, cuando crió al varón y la mujer, cuya diferencia clara y evidentemente se halla en la carne, pues a esta obra que hizo Dios fue a la que también echó su bendición, según dice la Escritura: Hízolos Dios varón y mujer, e inmediatamente añade: Y bendíjolos Dios, diciendo: creced y multiplicaos, y henchid la tierra, y sed señores de ella, etc.
Aunque todo esto pueda entenderse en un sentido espiritual, sin embargo, no puede decirse que las palabras varón y mujer deban aplicarse a dos cosas que se encuentran en un solo hombre, con pretexto de que dentro de él una cosa es la que gobierna y otra la gobernada; sino, como evidentemente se echa de ver en cuerpos de diferente sexo, los crió Dios, varón y mujer para que, engendrando hijos, creciesen y se multiplicasen y llenaran la tierra.
El empeño en contradecir sentido tan claro es grandísimo disparate; porque ni del espíritu que manda, ni de la carne que obedece, o del animal racional que rige y del apetito irracional que es regido, o de la virtud contemplativa, que es preeminente, y de la activa, que es inferior, o de la razón del alma y del sentido del cuerpo, sino claramente del vínculo del matrimonio a que se obliga y sujeta uno y otro sexo, hablaba el Señor cuando, preguntado si era lícito por cualquier causa despedir la mujer, porque Moisés, atendiendo a la dureza de corazón de los israelitas, les permitió repudiarla, contestó: No habéis leído que el que los crió al principio los crió varón y mujer, y dijo: Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se juntará con su mujer, y los dos serán una misma carne? No son, pues, ya dos, sino una sola carne; por tanto, lo que Dios unió no lo separe el hombre.
Es, pues, indudable que desde el principio fueron creados los dos sexos en dos seres distintos, como ahora existen, y que se les llama un solo hombre o por la unión del matrimonio o a causa del origen de la mujer, formada del costado del hombre; origen que aprovecha el Apóstol para recomendar que los hombres amen a sus mujeres.


CAPITULO XXIII: Si Adán y Eva hubiesen tenido hijos en el Paraíso, en el caso de no pecar.


Los que defienden que Adán y Eva no engendraran hijos si no pecaran defienden acaso otra cosa sino que, para aumentar el número de los santos, era necesario el pecado del hombre? Porque si no podían engendrar sino pecando, y si no engendraban quedaban solos, para que hubiese no ya dos hombres, sino muchos, era necesario el pecado. Imposible es defender este absurdo. No es mejor creer que el número de los santos necesario para poblar aquella bienaventurada ciudad fuera tan grande, aunque nadie hubiese pecado, como lo es ahora que la gracia de Dios los elige entre la multitud de pecadores, mientras los hijos de este siglo son engendrados y engendran?
Así pues, si el primer matrimonio digno de la felicidad del Paraíso no hubiese pecado, tuviera descendencia digna de su amor, y no apetito que lo avergonzara.


CAPITULO XXIV: La voluntad y los órganos de la generación en el Paraíso.


1. Allí el hombre seminaria y la mujer recibiría el semen cuando y cuanto fuere necesario, siendo los organos de la generación movidos por la voluntad, no excitados por la libido. Porque no movemos solamente a nuestro antojo los miembros articulados con huesos, como los pies, las manos y los dedos, sino también movemos los compuestos de nervios fláccidos agitándolos y los enderezamos encogiéndolos a nuestro capricho. Así hacemos con los miembros de la boca y de la cara, que los mueve la voluntad como le place. Los pulmones, que son las vísceras más blandas, exceptuadas las medulas, y por eso resguardadas por la caja torácica para respirar y aspirar y para emitir o modificar la voz, sirven como fuelles de órgano, a la voluntad del que sopla, respira, habla, grita o canta. Y no me detengo a decir que a algunos animales les es natural e innato mover, cuando sienten alguna molestia sobre el cuerpo, solamente la piel que cubre el lugar en que la sienten, y espantan con el temblor de su piel no sólo las moscas que se les posan encima, sino también los aguijones que les clavan. Y porque el hombre no pueda hacer esto, hemos de decir que el Creador no pudo dar esa facultad a los vivientes que quiso? Luego al hombre le fue también posible tener sujetos los miembros inferiores, facultad que perdió por su desobediencia, ya que para Dios fue fácil crearlo de manera que los miembros de su carne, que ahora únicamente son movidos por la libido, los moviera sólo la voluntad.
2. Conocidas nos son las naturalezas de algunos hombres, distintas de los demás y admirables por lo raras, que hacen con su cuerpo a placer cosas que otros no pueden hacer y que, oídas, apenas las creen. Hay quienes mueven las dos orejas a la vez o por separado; y otros que, sin mover la cabeza, echan sobre su frente la cabellera y la retiran cuando les place. Hay otros que, comprimiendo un poco los diafragmas, sacan como de una bolsa lo que quieren de la infinidad y variedad de cosas que han engullido. Otros hay que imitan y expresan tan a la perfección el canto de las aves y las voces de las bestias y de otros hombres, que, sino se les ve, es imposible distinguirlos. No faltan algunos que, sin fetidez, emiten por el fondo sonidos tan armoniosos, que se diría que cantan por esa boca. Yo mismo he visto sudar a un hombre cuando quería, y a nadie se le oculta que hay algunos que lloran cuando quieren y se anegan en un mar de lágrimas. Pero es mucho más increíble un hecho sucedido hace poco y del que fueron testigos muchos hermanos nuestros. En una parroquia de la iglesia de Calama había un presbítero llamado Restituto, que, cuando le placía (solían pedir que hiciera esto quienes deseaban ser testigos presenciales de la maravilla), al oír voces que imitaban el lamento de un hombre, se enajenaba de sus sentidos y yacía tendido en tierra tan semejante a un muerto, que no sólo no sentía los toques y los pinchazos, sino que a veces era quemado con fuego sin sentir dolor, hasta más tarde y por efecto de la herida. Y prueba de que su cuerpo no se movía, no porque él lo aguantaba, sino porque no sentía, era que no daba señal alguna de respiración, como un muerto. Sin embargo, contaba después que, cuando hablaban más alto los concurrentes, oía voces como a lo lejos.
Si, pues, en la presente vida grávida de pesares por la carne corruptible, hay personas a las que obedece el cuerpo de modo maravilloso y extraordinario en muchas mociones y afecciones, por qué no creemos que, antes de la desobediencia y de la corrupción, los miembros del hombre pudieron servir a la voluntad sin ninguna libido en lo relativo a la generación? El hombre fue abandonado a sí mismo porque abandonó a Dios, complaciéndose en sí mismo, y, no obedeciendo a Dios, no pudo obedecerse a sí mismo. Su más palmaria miseria procede de allí, y consiste en no vivir como quiere. Es cierto que, si viviera a su capricho, se juzgaría feliz; pero en realidad no lo sería si viviera torpemente.


CAPITULO XXV: De la verdadera bienaventuranza, la cual no se consigue en la vida temporal.


Si lo consideramos con madura reflexión, ninguno sino el que es feliz vive como quiere, y ninguno es bienaventurado sino el justo; y ni aun el mismo justo vive como quiere, si no llega a donde nunca pueda morir, padecer engaño ni ofensa, y le conste y esté asegurado de que siempre sera así; porque esto lo apetece y desea la naturaleza, y no será perfectamente cumplida y bienaventurada si no es consiguiendo lo que apetece.
Mas ahora, qué hombre hay que pueda vivir como quiere, cuando el mismo vivir no está en su mano? Porque él quiere vivir, y es indispensable que muera, ha de vivir como quiera el que no vive todo lo que quiere? Y si quisiese morir, cómo ha de vivir a su gusto el que no quiere vivir? Y si acaso quiere morir, no porque no quiere vivir, sino por vivir mejor después de la muerte, aun así no vive como quiere, sino cuando llegare, muriendo, a lo que quiere.
Pero demos que viva como quiere, porque se hizo fuerza y mandó a sí mismo el no querer lo que no puede y querer lo que puede, como lo dice Terencio: Supuesto que no puedes hacer lo que quieres, te importa querer lo que puedes?; acaso será bienaventurado, porque con paciencia sufra su miseria? Porque la vida no es bienaventurada si no es la que se desea; y si se ama y posee, es necesario que se ame con mayor afecto que a todo lo demás, pues por ésta se debe desear todo lo demás que se ama; y si se ama tanto cuanto merece ser amada (pues no es bienaventurado el que no ama la vida bienaventurada, cual ella merece), no puede ser que el que así la ama no quiera que sea eterna. Luego será bienaventurada cuando fuere eterna.


CAPITULO XXVI: Que se debe creer que la felicidad de los que vivían en el Paraíso pudo cumplir el débito matrimonial sin el apetito vergonzoso.


Así que vivía el hombre en el Paraíso como quería, entretanto que quería lo que Dios mandaba; vivía gozando de Dios, con cuyo bien era bueno; vivía sin mengua o necesidad de cosa alguna, y así tenía en su potestad el poder vivir siempre. Abundaba la comida porque no tuviese hambre, la bebida porque no tuviese sed. Tenía a mano el árbol de la vida porque no le menoscabase la senectud, ni había género de corrupción en su cuerpo, ni por el cuerpo sentía alguna especie de molestia, no había enfermedad alguna, en lo interior ni en lo exterior tenía herida alguna, gozaba de perfecta salud en el cuerpo y de cumplida tranquilidad y paz en el alma; y así como en el Paraíso no hacía frío ni calor, así para los que en él vivían no había objeto que, por deseado o temido, alterase su buena voluntad. No había cosa melancólica y triste, nada vanamente alegre. El verdadero gozo se iba perpetuando con la asistencia de Dios, a quien amaban con ardiente caridad, con corazón puro, con ciencia buena y fe no fingida, y entre los casados se conservaba fielmente la sociedad indisoluble por medio del amor casto. Había una concorde vigilancia del alma y del cuerpo y una observancia exacta del divino precepto, sin fatiga. No existía cansancio que molestase al ocio, ni sueño que oprimiese contra la voluntad.
Donde había tanta comodidad en las cosas y tanta felicidad en los hombres, Dios nos libre de sospechar que no pudieron engendrar sus hijos sin intervención del torpe apetito.
Con todo eso, al sumo Dios todopoderoso y al Criador sumamente bueno de todas las naturalezas, que ayuda y remunera las buenas voluntades y da de mano y condena las malas, y ordena y dispone de las unas y de las otras, no le faltó traza y consejo como poder cumplir el número determinado de los ciudadanos que tenía él predestinado en su sabiduría para su ciudad, aun del linaje condenado de los hombres; no diferenciándolos por anteriores méritos, supuesto que toda la masa, como en raíz dañada y corrompida, quedó condenada, sino escogiéndolos con su gracia y mostrando a los libertados la merced que les hace, no sólo por el bien de la libertad propia, sino también por la miseria de los no libertados; pues conoce cada uno que ha escapado de los males por la bondad, no debida, sino graciosa, de Dios cuando se ve libre de la compañía de aquellas personas con quienes justamente pudiera padecer la pena. Por qué, pues, no había de criar Dios a los que sabía que habían de pecar, pues podía manifestar en ellos y por ellos lo que merecía su culpa y lo que les concedía su gracia; y siendo El Criador y dispensador, el perverso desorden de los delincuentes no podía pervertir el orden recto del Universo?


CAPITULO XXVII: De los pecadores, así Ángeles como hombres, cuya perversidad no perturba a la Providencia divina.


Por tanto, no pueden practicar acción alguna los pecadores, así los ángeles como los hombres, por la que puedan impedir las obras grandes de Dios, cuya razón depende de sola su voluntad, porque el que con su providencia y omnipotencia distribuye a cada cosa lo que le pertenece, no sólo sabe usar bien de los bienes, sino también de los males; y así, usando bien Dios del ángel malo, que por mérito de su primera voluntad mala se condenó, obstinó y endureció de manera que ya no puede tener buena voluntad, por qué razón no había de permitir que tentara al primer hombre, a quien había criado recto, esto es, de buena voluntad? Supuesto que estaba ya dispuesto que si confiaba en la ayuda de Dios, el hombre bueno venciera al ángel malo; y si, agradándose a sí propio con soberbia, dejaba a Dios su Criador y auxiliador, había de ser vencido; teniendo el mérito bueno de la voluntad recta favorecida de Dios, y el malo en la voluntad perversa desamparando a Dios. Y aunque confiar en la ayuda de Dios no le era posible sin la ayuda de Dios, no por eso dejaba de estar en su potestad al apartarse, agradándose a sí propio de estos beneficios de la divina gracia.
Porque así como no está en nuestra mano el vivir en este cuerpo sin la ayuda de los elementos, y está en nuestra potestad no vivir en él, como lo hacen los que se matan, así no estaba en nuestra potestad el vivir bien en el cuerpo sin el favor de Dios, aun en el Paraíso, pero estaba en nuestra facultad el vivir mal, aunque con condición de que no había de permanecer la bienaventuranza, sino que había de sobrevenimos la condigna pena y castigo.
Pues no ignorando Dios esta caída que había de dar el hombre, por qué motivo no le había de dejar tentar por la malicia del ángel envidioso? Y aunque en ningún modo estaba incierto de si había de ser vencido, con todo, preveía ya entonces que este mismo demonio seria vencido por la descendencia del hombre, ayudada de su gracia con mayor gloria de los santos; y así fue que ni a Dios se le escondió cosa alguna futura, ni por su presciencia compelió a pecar a nadie; y maniféstó con la experiencia a la criatura racional, angélica y humana, la diferencia que hay entre la propia presunción de cada uno y entre su defensa y amparo; porque quién se atreverá a creer o decir que no estuvo en la potestad de Dios el que no cayese ni el ángel ni el hombre? Pero más quiso no quitar la libertad a su albedrío, manifestando de esta manera cuánto mal podía traer la soberbia de ellos, y cuánto bien su divina gracia.


CAPITULO XXVIII: De la calidad de las dos ciudades, terrena y celestial.


Así que dos amores fundaron dos ciudades; es a saber: la terrena, el amor propio, hasta llegar a menospreciar a Dios, y la celestial, el amor a Dios, hasta llegar al desprecio de sí propio. La primera puso su gloria en sí misma, y la segunda, en el Señor; porque la una busca el honor y gloria de los hombres, y la otra, estima por suma gloria a Dios, testigo de su conciencia; aquélla, estribando en su vanagloria, ensalza su cabeza, y ésta dice a su Dios: Vos sois mi gloria y el que ensalzáis mi cabeza; aquélla reina en sus príncipes o en las naciones a quienes sujetó la ambición de reinar; en ésta unos a otros se sirven con caridad: los directores, aconsejando, y los súbditos, obedeciendo; aquélla, en sus poderosos, ama su propio poder; ésta dice a su Dios: A vos, Señor, tengo de amar, que sois mi virtud y fortaleza; y por eso, en aquélla, sus sabios, viviendo según el hombre, siguieron los bienes, o de su cuerpo, o de su alma, o los de ambos; y los que pudieron conocer a Dios no le dieron la gloria como a Dios, ni le fueron, agradecidos, sino que dieron en vanidad con sus imaginaciones y discursos, y quedó en tinieblas su necio corazón; porque, teniéndose por sabios, quedaron tan ignorantes, que trocaron y transfirieron la gloria que se debía a Dios eterno e incorruptible por la semejanza de alguna imagen, no sólo de hombre corruptible, sino también de aves, de bestias y de serpientes; porque la adoración de tales imágenes y simulacros, o ellos fueron los que la enseñaron a las gentes, o ellos mismos siguieron e imitaron a otros, y adoraron y sirvieron antes a la criatura que al Criador, que es bendito por los siglos de los siglos. Pero en esta ciudad no hay otra sabiduría humana sino la verdadera piedad y religión con que rectamente se adora al verdadero Dios, esperando por medio de la amable compañía de los santos no sólo de los hombres, sino también de los ángeles, que sea Dios todo en todos.


LIBRO DECIMOQUINTO: PRINCIPIO DE LAS DOS CIUDADES EN LA TIERRA.

CAPITULO PRIMERO: De dos géneros de hombres que caminan a diferentes fines.


Acerca de la felicidad del Paraíso o del mismo Paraíso y de la especie de vida que en él hicieron los primeros hombres de su pecado, pena y condigno castigo, opinaron variamente muchos escritores y dijeron y escribieron con bastante extensión sobre el particular.
Nosotros, asimismo, hemos disputado en los libros precedentes sobre este mismo asunto según lo que resulta de las sagradas letras o lo que hemos leído en ellas, y de su lección y meditación hemos podido entender, conformándonos con su autoridad, las cuales, si quisiéramos desmenuzar e investigar con más particularidad, resultarían ciertamente muchas y varias cuestiones, siendo indispensable llenar con ellas muchos más libros de los que exige esta obra y la cortedad de tiempo de que disfrutamos, el cual, por ser tan escaso, nos impide detenernos en el examen de todas las dudas y objeciones que pueden ponernos los ociosos y nimiamente escrupulosos, quienes son más prontos a preguntar que capaces para entender.
Sin embargo, soy de sentir que quedan plenamente satisfechas y comprobadas las cuestiones más arduas, espinosas y dificultosas que se citan acerca del principio o fin del mundo, o del alma, o del mismo linaje humano, al cual hemos distribuido en dos géneros: el uno, de los que viven según el hombre, y el otro, según Dios; y a esto llamamos también místicamente dos ciudades, es decir, dos sociedades o congregaciones de hombres, de las cuales la una está predestinada para reinar eternamente con Dios, y la otra para padecer eterno tormento con el demonio, y éste es el fin principal de ellas, del cual trataremos después. Mas ya que del nacimiento y origen (ya de los ángeles, cuyo número específico ignoramos, o de los dos primeros hombres) hemos raciocinado lo bastante, me parece que ya es ocasión de tratar de su discurso y progresos, principiando desde que los hombres empezaron a engendrar, hasta los tiempos en que dejarán de procrear; porque todo este siglo en que se van los que mueren, y suceden los que nacen, es el discurso y progreso de estas dos ciudades de que tratamos.
El primero que nació de nuestros primeros padres fue Caín, que pertenece a la ciudad de los hombres, y después Abel, que pertenece a la ciudad de Dios; pues así como en el primer hombre, según expresión del apóstol, no fue primero lo espiritual, sino lo animal, y después lo espiritual (de donde cada hombre, naciendo de raíz corrompida primero es fuerza que por causa del pecado de Adán sea malo y carnal, y si renaciendo en Cristo le cupiere mejor suerte, después viene a ser bueno y espiritual), así en todo el linaje humano, luego que estas dos ciudades, naciendo y muriendo, comenzaron a discurrir, primero nació el ciudadano de este siglo, y después de él el que es peregrino en la tierra y que pertenece a la Ciudad de Dios predestinado por la gracia, elegido por la gracia y por la gracia peregrino en el mundo, y por la gracia ciudadano del cielo.
En cuanto a su naturaleza, nació de la misma masa, que originalmente estaba toda inficcionada y corrompida; pero Dios, como insigne alfarero, hizo de una misma masa un vaso destinado para objetos de estimación y aprecio, y otro para cosas viles.
Sin embargo, primeramente se hizo el vaso para destinos humildes y despreciables, y después el otro para los preciosos y grandes; porque aun en el mismo primer hombre, como insinué, primero es lo réprobo y malo, por donde es indispensable que principiemos, y en donde no es necesario que nos quedemos; y después es lo bueno, adonde, aprovechando espiritualmente, lleguemos, y en donde, llegando, nos quedemos.
Por lo cual, aunque no todo hombre malo será bueno, no obstante, ninguno será bueno que no haya sido malo; pero cuanto más en breve se mude en mejor, más pronto conseguirá que le nombren con el dictado de aquello que alcanzó, y con el nombre último encubrirá el primero.
Así que dice la Sagrada Escritura dé Caín que fundó una ciudad; pero Abel, como peregrino, no la fundó, porque la ciudad de los santos es soberana y celestial, aunque produzca en la tierra los ciudadanos, en los cuales es peregrina hasta que llegue el tiempo de su reino, cuando llegue a juntar a todos, resucitados con sus cuerpos, y entonces se les entregará el reino prometido, donde con su príncipe, rey de los siglos, reinarán sin fin para siempre.


CAPITULO II: De los hijos de la carne y de los hijos de promisión.


Sombra de esta ciudad e imagen profética, más para significárnosla que para ponerla y hacérnosla realmente presente, fue la que existió en la tierra cuando convino que se designase y llamase también ciudad santa, por razón de la imagen que significa, y no de la verdad, como ha de llegar a ser.
De esta sombra o imagen que decimos, y de aquella ciudad libre, que representa, dice el Apóstol de este modo escribiendo a los gálatas: Respondedme: los que queréis vivir debajo de la ley, no habéis oído lo que dice la ley? Según refiere la Sagrada Escritura, Abraham tuvo dos hijos, el uno tenido de una esclava, y el otro, de su mujer legítima y libre; pero el tenido de la esclava nació según la carne, esto es, según el curso natural sin milagro o promesa, de joven y fecunda, y él nació de la mujer libre contra el curso ordinario de la naturaleza, nació de vieja y estéril por virtud de la divina promesa, lo cual debemos entender, no sólo literalmente, sino también espiritual y alegóricamente.
Veamos, pues, qué nos quieren dar a entender en sentido alegórico las dos madres y los dos hijos: las dos madres, pues, nos significan dos Testamentos y dos Iglesias, el Testamento Viejo y la antigua sinagoga de los judíos, y el Testamento Nuevo y la nueva Iglesia; de aquél nació un pueblo sujeto a la servidumbre de la ley, y de éste, otro pueblo, por la fe de Jesucristo, libre de la carga y peso de la ley. El uno empezó en el monte Sina, y engendra los hijos siervos, que es lo que significa Agar; porque Sina es un monte en Arabia que confina con lo que ahora se llama Jerusalén, pues sirve con todos sus hijos; pero la Jerusalén que está en alto es la libre, esposa legítima y madre nuestra, que es lo que nos significa Sara, de la cual estaba profetizado por Isaías, viendo concurrir la multitud de varias gentes y naciones a oír el Evangelio de Jesucristo: alégrate, oh Iglesia de las gentes!, la que te llaman estéril y que no dabas hijos a Dios; prorrumpe en voces de alegría y clama, porque parecías estéril, y desamparada, y tendrás más hijos que la que tenía varón. Nosotros, hermanos, todos somos hijos de promisión, como Isaac. Pero así como entonces el que había nacido según la carne perseguía al que había nacido milagrosamente en virtud de la divina promesa, así sucede ahora. Pero qué dice la Sagrada Escritura?: Echa de casa a la esclava y a su hijo, porque no ha de entrar en la herencia el hijo de la esclava con el hijo de la esposa libre y legítima. Nosotros, hermanos, no somos hijos de la esclava, sino de la libre, lo cual debemos a Cristo, que nos puso en libertad.
Esta explicación que nos enseña la autoridad apostólica nos abre el camino para saber cómo hemos de entender la Sagrada Escritura, que está distribuida en dos testamentos, Viejo y. Nuevo, porque una parte de la ciudad terrena viene a ser imagen de la ciudad celestial, no significándose a sí, sino a ésta, y, por tanto, sirviéndola; pues no fue instituida por sí misma, sino para significar a la otra; y con otra imagen anterior la misma, que fue figura, fue también figurada; pues Agar, la esclava de Sara y su hijo fueron una imagen de esta imagen.
Y porque habían de cesar las sombras en viniendo la luz, dijo Sara la libre, que significaba la ciudad libre, a quien, para significar de otro modo servía también aquella sombra: Echa la esclava y a su hijo, porque no ha de ser heredero el hijo de la esclava con mi hijo Isaac, al cual llama el Apóstol hijo de la libre.
Así que hallamos en la ciudad terrena dos formas, una que nos muestra su presencia, y otra que sirve con su presencia para significarnos la ciudad celestial, A los ciudadanos de la ciudad terrena los produce la naturaleza corrompida con el pecado; pero a los ciudadanos de la ciudad celestial los engendra la gracia, libertando a la naturaleza del pecado; y así, los unos se llaman vasos de ira, y los otros, vasos de misericordia.
Esto mismo se nos significa también en los dos hijos de Abraham, pues el uno, que es Ismael, nació naturalmente, según la carne, de la esclava llamada Agar; pero el otro, que es Isaac, nació milagrosamente, según la divina promesa, de Sara, que era libre. Uno y otro fueron hijos de Abraham; pero al uno le engendró el curso ordinario que significa la naturaleza, y al otro le produjo la promesa, que representa la gracia; en el uno se manifiesta la costumbre y uso humano, y en el otro se nos recomienda el beneficio divino.


CAPITULO III: De la esterilidad de Sara, a la cual hizo fecunda la divina gracia.


Porque Sara era estéril y sin esperanza de tener hijos en el orden físico y natural, deseando siquiera tener de su esclava lo que de sí no podía, diósela para este efecto a su marido, de quien había deseado tener hijos y no lo había conseguido:
Nació, pues, Ismael como nacen los hombres, conforme a la ley y curso ordinario de la naturaleza; y por eso dijo la Escritura, según la carne, no porque estos beneficios no sean de Dios, o porque aquello, esto es la generación, no lo haga Dios, cuya sabiduría, como insinúa el sagrado texto, con fortaleza toca de fin a fin, y con suavidad dispone todas las cosas; Sino que para significar cómo la gracia concede gratuitamente a los hombres el don de Dios, que no nos es debido, era necesario que naciera el hijo, contra el curso ordinario de la naturaleza; pues la naturaleza niega ya los hijos a hombre y mujer, cuales eran entonces Abraham y Sara, agregándose a aquella edad la esterilidad de la mujer, la cual no podía dar a luz cuando le faltaba, no edad a la fecundidad, sino fecundidad a la edad. El no deberse, pues, a la naturaleza el fruto de la posteridad significa que la naturaleza humana, corrompida con el pecado, y con justa causa condenada, no merecía en adelante la verdadera felicidad.
Muy bien, pues, significa Isaac, nacido en virtud de la divina promesa, los hijos de la gracia, los ciudadanos de la ciudad libre, los compañeros de la paz eterna; donde hay amor, no de la voluntad propia y en cierto modo particular, sino el amor que gusta del bien común e inmutable, y que, de muchos, hace un corazón; esto es, la obediencia del amor, reducida a una suma y perfecta concordia.


CAPITULO IV: De la guerra o paz que tiene la ciudad terrena.


La ciudad terrena, que no ha de ser sempiterna, porque cuando estuviere condenada a los últimos tormentos no será ciudad, en la tierra tiene su bien propio, del que se alegra como pueden alegrar tales cosas; y porque no es tal este bien, que libre y excuse de angustias a sus amadores, por eso la ciudad de ordinario anda desunida y dividida entre sí con pleitos, guerras y batallas, procurando alcanzar victorias, o mortales o, a lo menos, efímeras; pues por cualquier parte que se quisiese levantar haciendo guerra contra la otra parte suya, pretende ser victoriosa y triunfadora de las gentes, siendo cautiva y esclava de los vicios; y si, cuando vence, se ensoberbece, es mortífera.
Pero si considerando la condición y los casos comunes se aflige más con las cosas adversas que le pueden suceder, que se alegra y regocija con las prósperas que le acontecieron, entonces es solamente perecedera esta victoria pues no podrá, por ser eterna, dominar siempre aquellos que pudo sujetar venciendo.
Pero no es acertado decir que no son bienes los que apetece esta ciudad, puesto que, en su género ella misma es un bien, y más excelente que aquellos otros bienes. Para gozar de ellos desea cierta paz terrena, y con tal fin promueve la guerra; pues si venciere y no hubiere quien resista, tendr0á la paz, que no tenían los partidos que entre sí se contradecían y peleaban por cosas que juntamente no podían tener.
Esta paz pretenden las molestas y ruinosas guerras, y ésta alcanza la que estime por gloriosa victoria, y cuando vencen los que defendían la causa justa, quién duda que fue digna de parabién la victoria, y que sucedió la paz que se pudo desear?
Estos son bienes y dones de Dios pero si no haciendo caso de los mejores, que pertenecen a la ciudad soberana, donde habrá segura victoria en eterna y constante paz, se desean esto bienes, de manera que ellos solos se tengan por tales y se amen y quieras más que los que son mejores, necesariamente resultarán de ello miseria o se acrecentarán las que ya existan.


CAPITULO V: El primer autor y fundador de la ciudad terrena fue fratricida, cuya impiedad imitó con la muerte de su hermano el fundador de Roma.


Caín, el primer fundador de la ciudad terrena, fue fratricida, porque vencido de la envidia mató a Abel, ciudadano de la Ciudad Eterna; que era peregrino en esta tierra.
Por lo cual nadie debe admirarse que tanto tiempo después, en la fundación de aquella ciudad que había d llegar a ser cabeza de la ciudad terrena de que vamos hablando, y había de ser señora y reina de tantas gentes y naciones, haya correspondido a este primer dechado que los riegos dice archêtypo, una imagen de su traza género: porque también allí como dio un poeta refiriendo la misma desventura. Con la sangre fraternal se regaron las murallas que primeramente se construyeron en aquella ciudad pues de este modo se fundó Roma cuando Rómulo mató a su hermano Remo, según refiere la historia romana.
Ambos eran ciudadanos de la ciudad terrena, y los dos pretendían la gloria de la fundación de la República romana; pero ambos juntos no podían tenerla tan grande como la tuviera uno solo, pues el que quería la gloria del dominio y señorío, menos señorío sin duda tuviera si, viviendo un compañero suyo en el gobierno, se enervara su potestad, y por eso, para poder tener uno solo todo el mando y señorío, desembarazóse quitando la vida al compañero, y empeorando con esta impía maldad lo que con inocencia fuera menor y mejor. Mas los hermanos Caín y Abel no tenían entre sí ambición, como los otros, por las cosas terrenas, ni tuvo envidia el uno del otro, temiendo el que mató al otro que su señorío se disminuyese, pues ambos reinaran y fueran señores.
Abel no pretendía señorío en la ciudad que fundaba su hermano, y éste mató por la diabólica envidia que apasiona a los malos contra los buenos, no por otra causa sino porque son buenos y ellos malos. Pues de ningún modo se atenúa la pasión de la bondad por que con su poseedor concurra o permanezca también otro; antes la posesión de la bondad viene a ser tanto más anchurosa cuanto es más concorde el amor individual de los que la poseen.
En efecto, no podrá disfrutar esta posesión el que no quiere que todos gocen de ella, y tanto más amplia y extensa la hallará cuanto más ampliamente amare y deseare en ella compañía; así que lo que aconteció entre Remo y Rómulo nos manifiesta cómo se desune y divide contra sí misma la ciudad terrena; y lo que sucedió entre Caín y Abel nos hizo ver la enemistad que hay entre las mismas dos ciudad terrena entre sí los buenos y los malos; le pero los buenos con los buenos, si son y perfectos, no pueden tener guerra entre sí. Pero los proficientes, los que van aprovechando y no son aún perfectos, pueden también pelear entre sí, e como un hombre puede no estar de acuerdo consigo mismo; porque aun en un mismo hombre la carne desea contra el espíritu y el espíritu contra la carne.
Así que la concupiscencia espiritual puede pelear contra la carnal como pelean entre sí los buenos y los malos, o a lo menos las concupiscencias carnales de dos buenos que no son aun o perfectos como pelean entre sí los malos con los malos hasta que llegue la salud de los que se van curando a conseguir la última victoria.


CAPITULÓ VI: De los sufrimientos que padecen también en la peregrinación de esta vida por la pena del pecado los ciudadanos de la Ciudad de Dios, de los cuales se libran y sanan curándolos Dios.


Porque es indisposición y dolencia mortal la desobediencia de que disputamos en el libro XIV, que nos quedó en castigo de la primera desobediencia, pena que no sufrimos por naturaleza, sino por vicio de la voluntad, aconseja el Apóstol a los buenos que van aprovechando en la virtud y que viven con fe y esperanza en esta peregrinación terrenal: Ayudaos unos a Otros a llevar vuestras cargas, y de esta manera observaréis puntualmente la ley de Jesucristo. Asimismo en otro lugar les dice: Corregid a los inquietos, consolad a los pusilánimes, ayudad y alentad a los flacos y sed con todos pacientes y sufridos; mirad que ninguno vuelva mal por mal. Igualmente en otro lugar añade: Si cayere alguno en algún delito, vosotros, los que fuereis más espirituales, procurad remediarle con espíritu de mansedumbre, considerándose cada uno a si mismo, no caigas tú también en la tentación. Y en otra parte: No se ponga el sol y os anochezca estando enojados y durando el rencor y la cólera. Y en el Evangelio: Si pecare contra ti tu hermano, corrígele entre ti y él a solas.
Asimismo de los pecados en que se pretende evitar el escándalo de muchos, dice el Apóstol: A los que pecan repréndelos públicamente delante de todos, para que los demás se recaten y teman. Por eso sobre el perdonarnos mutuamente las ofensas también nos da saludables consejos, recomendándonos con tanto cuidado la paz, sin la cual ninguno podrá ver a Dios. A cuya doctrina viene muy al caso aquel terror que excita en nuestros corazones cuando ordena al otro siervo devolver la deuda de los diez mil talentos que le habían ya perdonado, porque él no remitió la deuda de cien denarios a su consiervo y compañero. Y habiendo propuesto este símil, añadió el buen Jesús y le dijo: Así también lo hará vuestro Padre celestial con vosotros, si no perdonare cada uno de corazón a su hermano.
De este modo se van curando los ciudadanos de la Ciudad de Dios que peregrinan como pasajeros en esta terrena, y suspiran por la paz imperturbable de la soberana patria: y el Espíritu Santo va obrando interiormente en ellos para que aproveche algún tanto la medicina que exteriormente se les aplica; porque, de otro modo, aunque el mismo Dios, por medio de la criatura que le está sujeta, hable y predique a los sentidos corporales, ya sean del cuerpo o los que se nos ofrecen semejantes a ellos en sueños, si deja Dios de gobernar el espíritu con su interior gracia, no hace impresión en el hombre ninguna verdad que le prediquen.
Y suele Dios hacerlo así, distinguiendo los vasos de ira de los vasos de misericordia con la dispensación que sabe, aunque muy oculta, pero muy justa; porque ayudándonos su Divina Majestad de modo admirable y secreto cuando el pecado que habita en nuestros miembros, como dice el Apóstol: No reina en nuestro cuerpo mortal para obedecer a sus apetitos y deseos, ni le darnos nuestros miembros para que le sirvan de armas para la maldad; nos convertimos al espíritu que, gobernado por Dios, no consiente, con su auxilio, en cosas malas; y este espíritu le tendrá ahora el hombre, y le dirigirá con más tranquilidad; y después, habiendo recobrado enteramente la salud y tomada posesión de la inmortalidad sin pecado alguno, reinará con paz eterna.


CAPITULO VII: De la causa y pertinacia del pecado de Caín, y cómo no fue bastante a hacerle desistir de la maldad que había concebido el hablarle Dios.


Por esto mismo, que según nuestra posibilidad hemos declarado, habiendo Dios hablado a Caín de igual modo que acostumbraba hablar con los primeros hombres, por medio de la criatura, como si fuera un compañero suyo, tomando forma competente, qué le aprovechó? Por ventura no puso por obra la maldad que había concebido de matar a su hermano aun después de habérselo avisado Dios?
Porque habiendo diferenciado los sacrificios de ambos, mirando a los del uno y desechando los del otro, lo cual indudablemente no pudo menos de conocerlo Caín por alguna señal visible que lo declarase; y habiendo hecho esto Dios porque eran malas las obras de éste y buenas las de su hermano, entristecióse grandemente Caín y se le demudó el rostro; pues dice la Sagrada Escritura que le dijo el Señor a Caín: Por qué, te has entristecido, y por qué se ha caído tu rostro? No ves que si ofreces bien, mas no repartes bien, has caído en pecado? Sosiégate, porque a ti se convertirá él y tú le dominarás. En este aviso que dio Dios a Caín aquello que dice: No ves que si ofreces bien y no repartes bien has pecado?, porque no está claro a qué fin o por qué causa se dijo, de su oscuridad han nacido varios sentidos, procurando los expositores de la Sagrada Escritura declararlo, interpretando cada uno conforme a las reglas seguras de la fe.
Porque muy bien, y rectamente se ofrece el sacrificio cuando se ofrece a Dios verdadero, a quien sólo se debe el sacrificio; pero no se reparte bien, y proporcionalmente cuando no se diferencian bien o los lugares, o los tiempos, o las mismas cosas que se ofrecen, o el que las ofrece, o a quien se ofrecen, o aquellos a quien la oblación se distribuye y reparte para comer, de manera que por división entendamos aquí la discreción, ya sea cuando se ofrece donde no conviene, o que no conviene allí, sino en otra parte, o cuando se ofrece cuando no conviene, lo que no conviene entonces, sino en otro tiempo, o cuando se ofrece lo que en ningún lugar y tiempo se debió ofrecer, o cuando reserva en sí el hombre cosas más escogidas o de mejor condición que las que ofrece a Dios, o cuando la cosa que se ofrece se comunica y reparte con el profano o con otro cualquiera a quien no es lícito.
Cuál de estas cosas fue en la que Caín desagradó a Dios, no se puede averiguar fácilmente; pero porque el apóstol San Juan, hablando de estos hermanos, dice: No como Caín, que no era hijo de Dios, sino del maligno espíritu, y mató a su hermano, y por qué causa le quitó impíamente la vida? Porque sus acciones eran perversas y detestables y las de su hermano santas y buenas, se nos da a entender que no miró Dios a sus oblaciones, porque repartía mal, dando a Dios lo peor de sus bienes y reservando para sí los mejores, cual hacen los que, siguiendo no la voluntad de Dios, sino la suya, esto es, los que viviendo no con recto, sino con perverso corazón, ofrecen a Dios oblación y sacrificio con que piensan que le obligan no a que les ayude a sanar de sus perversos apetitos, sino a cumplirlos y satisfacerlos.
Y esto es propio de la ciudad terrena, reverenciar y servir a Dios o a los dioses para reinar, con su favor, con muchas victorias y en paz terrena, no por amor y caridad de gobernar y mirar por otros, sino por codicia de reinar; porque los buenos se sirven del mundo para venir a gozar de Dios; pero los malos, al contrario, para gozar del mundo se quieren servir de Dios, a lo menos los que creen que hay Dios o que cuida de las cosas humanas, porque son mucho peores los que ni aun esto creen.
Viendo, pues, Caín, que había mirado Dios el sacrificio de su hermano y no al suyo, sin duda debía, corrigiéndose, imitar a su virtuoso hermano y no, ensoberbeciéndose, envidiarle; mas porque se entristeció y decayó su rostro, le reprende principalmente Dios el pecado de la tristeza del bien ajeno, y más del bien de un hermano, porque reprendiéndole severamente, le preguntó, diciendo: Por qué motivo te has entristecido y por qué se ha caído tu rostro?, Tenía envidia Caín de su hermano, y esto lo veía Dios y esto era lo que reprendía; pues los hombres que no ven el corazón de su prójimo, bien pudieran dudar y estar inciertos de si aquella tristeza era por el dolor que tenía de su propia maldad cuando vio que había desagradado a Dios, o si era por la bondad con que su hermano agradó a Dios cuando éste miró su sacrificio. Pero dando razón Dios por qué no quiso aceptar su oblación para que antes se desagradase y se ofendiese de sí propio con razón, que sin razón de su hermano, siendo él injusto porque no repartía rectamente, esto es, no vivía bien, Y siendo indigno de que le aceptasen su sacrificio, demuestra y enseña cuánto más injusto era en aborrecer sin motivo a su justo hermano. No por eso deja Dios de darle un consejo santo, justo y bueno: Sosiégate –dice–, porque a ti se convertirá, tú serás señor de éI. Halo de ser acaso de su hermano? En manera alguna. Pues de quién, sino del pecado? Porque había dicho: No ves que has caído en pecado? Y añade después: Sosiégate, porque a ti se convertirá, y tú serás señor de él.
Puede entenderse también que la conversión del pecado debe ser al propio hombre, para que sepa que no lo debe atribuir a otro alguno cuando peca, sino a sí propio; porque ésta es una medicina saludable de la penitencia y una petición del perdón no poco conveniente, como cuando dice: porque a ti su conversión de él, no se entiende será sino sea, a modo de precepto y no de profecía. Porque será cada uno señor del pecado si no le hiciere señor de sí, defendiéndole, si no le sujetare haciendo penitencia; pues de otra manera, favoreciéndole al principio, le servirá también cuando después impere en su ánimo. Pero para que por el pecado se entienda la misma concupiscencia carnal, de la que dice el Apóstol: Que la carne apetece contra el espíritu, entre cuyos frutos carnales comprende también la envidia, que sin duda estimulaba a Caín y le encendía contra su hermano, bien se puede entender será, esto es, a ti será su conversión y tú serás sede él porque cuando se conmoviera la carne, que llama pecado el Apóstol, donde dice: No lo hago yo, sino el pecado que habita en mí (la cual llaman también los filósofos viciosa, no porque deba llevarse tras sí al espíritu, sino a quien debe mandar el espíritu, apartándola de las acciones ilícitas con la razón), cuando esta carne se conmoviere para hacer alguna acción mala; si nos acomodásemos y abrazásemos con el saludable consejo del Apóstol: Que no demos fuerzas y armemos al pecado con nuestros miembros, domada y vencida se sometería al espíritu para darle obediencia y reinara sobre ella la razón.
Esto mandó Dios a Caín, que ardía en rencor y envidia contra su hermano, y al que debiera imitar deseaba quitar la vida: Sosiégate –dice–, esto es, no pongas las manos en ese pecado, no reine él en tu mortal cuerpo, de manera que obedezcas a sus malos deseos y sugestiones, ni le des fuerzas y armas haciendo a tus miembros instrumentos de maldad; porque a ti se convertirá cuando no le ayudares dándole rienda, sino cuando le refrenares sosegándote, y tú serás señor de él, para que, no dejándole salir con su intento en lo exterior, se acostumbre y habitúe también en lo interior a no moverse estando bajo la potestad y gobierno del espíritu, que quiere lo bueno.
Muy semejante a esto es lo que leemos en el mismo libro del Génesis de la mujer, cuando después del pecado, examinando Dios la causa, oyeron las sentencias de su condenación, el demonio en la serpiente y en sus personas Adán y Eva; porque habiéndole dicho a ella: Sin duda que he de multiplicar tus tristezas y dolores, y con ellos darás a luz tus hijos, después añadió: Y a tu marido será tu, conversión y él será señor de ti. Lo mismo que dijo a Caín del pecado, o de la viciosa concupiscencia y apetito de la carne, dice en este lugar de la mujer pecadora, de donde debemos entender que el varón, en el gobierno de su mujer, se debe haber como el espíritu en el gobierno de su carne, y por eso dice el Apóstol: Que el que ama a su mujer; a sí propio se ama, porque jamás hubo quien aborreciese su carne. Estas cosas se deben curar y sanar como propias y no condenarlas como extrañas; pero Caín, como prevaricador que era, así recibió el mandamiento de Dios, porque creciendo en él el pecado de la envidia, cautelosamente y a traición mató a su hermano.
Tal fue el fundador de la ciudad terrena. Pero cómo fue Caín figura de los judíos que mataron a Cristo, pastor verdadero de las ovejas descarriadas que son los hombres, y a quien figuraba Abel, pastor de ovejas que eran bestias, porque en sentido alegórico es cosa de profecía, dejo ahora de referirlo, y me acuerdo que dije lo bastante sobre este asunto, en mi libro contra el maniqueo Fausto.


CAPITULO VIII: Qué razón hubo para que Caín fundase una ciudad al principio del linaje humano.


Ahora parece oportuno defender la historia para que no parezca increíble lo que insinúa la Escritura: que un, solo hombre fundó una ciudad en la época en que precisamente no había en todo el orbe habitado, más que cuatro, o, mejor dicho, tres, después que un hermano mató al otro, esto es, el primer hombre, padre de todos, el mismo Caín y su hijo Enoch, de quien tomó su nombre la ciudad.
Los que en esto reparan no consideran que el cronista de la Sagrada Historia no tuvo obligación de referir y nombrar todos los hombres que pudo haber entonces, sino sólo aquellos que pedía el objeto de su obra; porque el fin principal de aquel escritor, por cuyo medio hacía aquel histórico análisis de hechos el Espíritu Santo, fue llegar, por la sucesión de ciertas generaciones, desde el primer hombre hasta Abraham y después, por los hijos y descendencia de éste, al pueblo de Dios, en quien, por ser distinto de las demás naciones, se habían de prefigurar y vaticinar todos los sucesos que en espíritu se preveían que habían de acontecer en aquella ciudad, cuyo reino ha de ser eterno, y a su rey fundador Jesucristo; pero sin pasar en silencio tampoco lo que fuese necesario referir de la otra sociedad y congregación de hombres que llamamos ciudad terrena, para que de este modo la Ciudad de Dios, cotejada con su adversaria, venga a ser más ilustre y esclarecida.
Así que como la Sagrada Escritura refiere el número de años que vivieron aquellos hombres y concluye diciendo de aquel de quien va hablando, engendró hijos e hijas y que fueron los días que el tal o el cual vivieron tantos años, y que murió, acaso porque no nombra estos mismos hijos e hijas por eso debemos entender que por tantos años como entonces vivían en la primera edad de este siglo no pudieron nacer muchos hombres, con cuyos enlaces y sociedades se pudieran fundar muchas ciudades? Pero tocó a Dios, con cuya inspiración se escribían estos sucesos, el disponer y distinguir primeramente estas dos compañías con sus diversas generaciones, para que se tejiesen de una parte las generaciones de los hombres, esto es, de los que vivían según el hombre, y de otra las de los hijos de Dios, esto es, de los que vivían según Dios, hasta el Diluvio, donde se refiere la distinción y la unión de ambas sociedades: la distinción, porque se refieren de por si las generaciones de ambas, la una de Caín; que mató a su hermano, y la otra del otro, que se llamó Seth, porque también éste había nacido de Adán, en lugar del que mató, Caín; y la unión porque declinando y empeorando los buenos, se hicieron todos tales que los asoló y consumió con el Diluvio, a excepción de un justo que se llamaba Noé, su mujer, sus tres hijos y sus tres nueras, cuyas ocho personas merecieron escapar por medio del Arca de la sumersión y destrucción universal de todos los mortales.
Por ello, pues, de lo que dice la Escritura: Que conoció Caín a su mujer, concibió y dio a luz a Enoch, y edificó una ciudad, y llamóla con el nombre de su hijo Enoch, no se sigue que hemos de creer que éste fue el primer hijo que engendró, porque no hemos de pensar así porque dice que conoció a su mujer, como si entonces se hubiese juntado la primera vez con ella, pues aun del mismo Adán, padre universal del humano linaje, no sólo se dijo esto mismo después de concebido Caín, que parece fue su primogénito, sino también más adelante dice la Sagrada Escritura: Conoció Adán a Eva su mujer, y concibió y dio a luz un hijo, al cual llamó Seth; de donde se infiere que acostumbra a hablar así la Escritura, aunque no siempre, cuando se lee en ella que fueron concebidos algunos hombres y no precisamente cuando por primera vez se conocieron el varón y la mujer.
Ni tampoco es argumento necesario para que opinemos que Enoch fuese primogénito de su padre porqué llamó a la ciudad con su nombre, pues no sería fuera de propósito que, por alguna causa, teniendo también otros hijos, le amase su padre más que a los otros, como tampoco Judas fue primogénito de quien tomó nombre Judea y los judíos sus moradores. Y aunque el fundador de aquella ciudad tuviese este hijo, el primero de todos, no por eso debemos pensar que puso su nombre a la ciudad que fundó cuando nació, supuesto que tampoco uno solo pudo entonces fundar aquella ciudad (que no es otra cosa que una multitud de hombres unida entre sí con cierto vínculo de sociedad), sino que, creciendo la familia de aquel hombre en tanto número que tuviese ya cantidad considerable de vecinos, pudo entonces efectivamente suceder que fundase una ciudad, y que a la fundada le pusiese el nombre de su primogénito; porque era tan larga la vida de aquellos hombres, que de los que allí se refieren, cuyos años no se omiten, el que menos vivió antes del Diluvio llegó a setecientos cincuenta y tres años, porque muchos pasaron de novecientos, aunque ninguno llegó a mil. Quién hay que pueda dudar que en vida de un hombre se pudo multiplicar tanto el linaje humano que no hubiese gente con que se fundase, no una, sino muchas ciudades?
Lo cual podemos conjeturar fácilmente, puesto que de sólo Abraham, en poco más de cuatrocientos años, creció tanto el número de la nación hebrea, que cuando salió aquel pueblo de Egipto se refiere que hube seiscientos mil hombres jóvenes que podían tomar las armas, sin contar la gente de los idumeos, que no pertenece al pueblo de Israel, la que engendró su hermano Esaú, nieto de Abraham, y otras naciones que descendieron del linaje del mismo Abraham y no por vía de su mujer Sara.


CAPITULO IX: De la vida larga que tuvieron los hombres antes del Diluvio, y cómo era mayor la estatura de los cuerpos humanos.


Todo el que prudentemente considerare las cosas, comprenderá que Caín no sólo pudo fundar una ciudad, sino que la pudo también fundar muy grande en tiempo que duraba tanto la vida de los hombres, aunque alguno, de los incrédulos e infieles quiera disputar acerca del dilatado número de años que, según nuestros autores, vivieron entonces los hombres, y diga que a esto no debe darse crédito.
Porque tampoco creen que fue mucho mayor en aquella época la estatura de los cuerpos de lo que son ahora, y, sin embargo, su nobilísimo poeta Virgilio, hablando de una grandísima peña que estaba fija por mojón o señal de término en el campo, la cual en una batalla un valeroso varón de aquellos tiempos arrebató, corrió con ella y, la arrojó, dice que doce hombres escogidos según los cuerpos humanos que produce el mundo en nuestros tiempos apenas la hicieron perder tierra, significándonos que hubo tiempo en que acostumbraba la tierra a producir mayores cuerpos. Cuánto más sería en los tiempos primeros del mundo, antes de aquel insigne y celebrado Diluvio!
En lo tocante a la grandeza de los cuerpos, suelen convencer y desengañar muchas veces a los incrédulos las sepulturas que se han descubierto con el tiempo, o por las avenidas de los ríos, o por otros varios acontecimientos donde han aparecido huesos de muerto de increíble tamaño.
Yo mismo vi, y no solo, sino algunos otros conmigo, en la costa de Utica o Biserta, un diente molar de un hombre, tan grande que si le partieran por medio e hicieran otros del tamaño de los nuestros, me parece que pudieran hacerse ciento de ellos; pero creo que aquél fuese de algún gigante, porque fuera de que entonces los cuerpos de todos generalmente eran mucho mayores que los nuestros, los de los gigantes hacían siempre ventaja a los demás; así como también después, en otros tiempos y en los nuestros, aunque raras veces, pero nunca faltaron algunos que extraordinariamente excedieron la estatura y el tamaño de los otros. Plinio II, sujeto doctísimo, dice que cuanto más y más corre el siglo, produce la Naturaleza menores los cuerpos; lo cual también refiere Homero en sus obras, no burlándose de ello como de ficciones poéticas, sino tomándolo, como escritor de las maravillas de la Naturaleza, como historias dignas de fe.
Pero, como dije, la altura de los cuerpos de los antiguos muchas veces nos la manifiestan, aun en los siglos últimos, los huesos que se han descubierto y hallado, porque son los que duran mucho.
Del número grande de años que vivieron los hombres de aquel siglo no podemos tener en la actualidad experiencia alguna; mas no por eso debemos prescindir de la fe y crédito, que se merece la Historia sagrada, cuyas narraciones son tanto más dignas de crédito cuanto más ciertamente vemos que se va cumpliendo lo que ella nos dijo que había de suceder. Con todo, dice Plinio: Todavía hay gente o nación donde viven doscientos años.
Así que si al presente se cree que en las tierras que no conocemos viven tanto los hombres cuanto nosotros no hemos podido experimentar, por qué no se ha de creer que lo han vivido también en aquellos tiempos? O acaso es creíble que en una región hay lo que aquí no hay, y es increíble que en algún tiempo hubo lo que ahora no hay?.


CAPITULO X: De la diferencia que parece haber en el número de los años entre los libros hebreos y los nuestros.


Aunque parece que entre los libros hebreos y los nuestros hay alguna diferencia sobre el número de los años, lo cual no sé cómo ha sido, con todo, no es tan grande que no confirme lo dicho respecto a que entonces los hombres fueron de tan larga vida; porque del mismo primer hombre, Adán, antes que procrease a su hijo Seth, en nuestros libros se dice que vivió doscientos y treinta años, y en los hebreos, ciento treinta; pero después de haberle engendrado, se lee en los nuestros que vivió setecientos, y en los suyos ochocientos, y así en unos y en otros concuerda toda la, suma de los años.
En la sexta generación en nada discrepan los unos de los otros; y en la séptima, en que nació Enoch (que no murió, sino que por voluntad de Dios se dice que fue trasladado), hay la misma disonancia que en las cinco anteriores sobre los cien años antes que engendrase al hijo que refiere allí; pero en la suma hay la misma conformidad, porque vivió antes que fuese trasladado, según los libros de los unos y de los otros, trescientos sesenta y cinco anos.
La octava generación tiene alguna diversidad, pero menor y diferente de las demás, porque Matusalén, que engendró a Enoch, antes que procrease al que sigue en el orden, vivió, según los hebreos, no cien años menos, sino veinte más, de los cuales, por otra parte, en los nuestros, después que engendró a éste, se hallan añadidos, y en los unos y en los otros está conforme la suma de todos los años.
Solamente en la generación nona, esto es, en los años de Lamech, hijo de Matusalén y padre de Noé, discrepa la suma general, pero no mucho, porque se dice en los hebreos que vivió veinticuatro años más que en los nuestros, pues antes que engendrase al hijo que se llamó Noé tiene seis menos en los hebreos que en los nuestros; pero después que le procreó, en ellos treinta más que en los nuestros, y así, quitados aquellos seis, restan veinticuatro, como queda dicho.


CAPITULO XI: De los años de Matusalén, cuya edad parece que excede al Diluvio catorce años.


De esta diferencia entre los libros hebreos y los nuestros nace aquella celebrada cuestión de que Matusalén vivió catorce años después del Diluvio. La Sagrada Escritura dice positivamente que en el Diluvio, de todos los que habla sobre la tierra, sólo ocho personas escaparon en el Arca de la ruina universal, en las cuales no fue incluido Matusalén.
Pero, según nuestros libros, Matusalén, antes que engendrase al que llamó Lamech, vivió ciento sesenta y siete años; después el mismo Lamech antes que naciese de él Noé, vivió ciento ochenta y ocho años, que juntos suman trescientos cincuenta y cinco; a éstos se añaden seiscientos de Noé, en cuyo sexcentésimo año acaeció el Diluvio; y todos juntos hacen novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el año del Diluvio.
Todos los años que vivió Matusalén se cuentan que fueron novecientos sesenta y nueve, porque habiendo vivido ciento sesenta y siete engendró un hijo que se llamó Lamech, y después de haberle procreado vivió ochocientos dos años, que todos ellos, como he dicho, hacen novecientos sesenta y nueve, de los cuales, quitando novecientos cincuenta y cinco desde que nació Matusalén hasta el Diluvio, quedan catorce, que se cree que vivió después del Diluvio; por ello imaginan algunos que vivió, aunque no en la tierra, donde pereció todo viviente que no pudo existir fuera del agua, sino que vivió algún tiempo con su padre, que habla sido trasladado hasta que pasó el Diluvio, no queriendo derogar la fe a los libros que tiene recibidos la Iglesia por más auténticos, y creyendo que lo de los judíos no contienen la verdad más bien que los nuestros. Porque no admiten que pudo haber aquí error de los intérpretes antes que falsedad en la lengua que se tradujo a la nuestra por medio de la griega; sino dicen que no es creíble que los setenta intérpretes que juntamente a un mismo tiempo y con un mismo sentido la interpretaron pudiesen errar, o que donde a ellos no les iba nada quisiesen mentir; pero que los judíos, de envidia de que la ley y los profetas hayan venido a nuestro poder por medio de la traducción, mudaron algunas cosas en sus libros por disminuir la autoridad de los nuestros.
Esta opinión o sospecha también admítala cada uno como le pareciere; con todo, es cosa cierta que no vivió Matusalén después del Diluvio, sino que murió el mismo año, si es verdad lo que se halla en los libros de los hebreos sobre el número de los años. Lo que a mí me parece de los setenta intérpretes lo diré más particularmente en su propio lugar; al llegar, con el favor de Dios, el momento de tratar de aquellos tiempos cuando lo pida la necesidad y estado de esta obra, porque para la duda presente basta saber que, según los libros de los unos y de los otros, los hombres de aquel siglo tuvieron tan largas vidas que durante la edad de uno que nació el primero, de dos padres que tuvo solos la tierra en aquel tiempo pudo multiplicarse el linaje humano de manera que se pudiera fundar una ciudad.


CAPITULO XII: De la Opinión de los que no creen que los hombres del primer siglo tuvieron tan larga vida como se escribe.


De ningún modo deben ser oídos los que imaginan que de otra manera se contaban en aquella época los años, esto es, tan breves, que uno de los nuestros tiene diez de aquellos, y por eso dicen, cuando oyen o leen que alguno vivió novecientos años, que deben entenderse noventa, por cuanto diez años de aquellos hacen uno nuestro, y diez de los nuestros son entre ellos ciento.
Según este cálculo, creen que era Adán de veintitrés años cuando engendró a Seth, y que éste tenía veinte años y seis meses cuando hubo a su hijo Enos, a todos los cuales asigna la Escritura doscientos cincuenta años, pues según el sentir de éstos cuya opinión vamos refiriendo, entonces un año de los que al presente usamos le dividían en diez partes, a las cuales llamaban años; y cada una de éstas tenía un senario cuadrado, porque Dios finalizó sus obras en seis días para descansar en el séptimo, sobre lo cual dije lo bastante en el libro XI, cap. VII, y seis veces seis, que hacen un senario cuadrado, componen treinta y seis días, los cuales, multiplicados por diez, llegan a trescientos sesenta, esto es, doce meses lunares; porque por los cinco días que faltan, con que se cumple el año solar, y por una cuarta parte de día, la cual multiplicada cuatro veces en el año que llaman bisiesto o intercalar, se añade un día; añadían los antiguos después algunos días para que concurriese el número de los años, a cuyos días los romanos llamaban intercalares,
Por esta cuenta, Enos, hijo de Sea, tenía diecinueve años cuando tuvo a su hijo Camán, a los cuales años llama el sagrado texto ciento noventa; y después en todas las generaciones en que antes del Diluvio se refieren los años de los hombres, ninguno casi se halla en nuestros libros que de cien anos, o de allí abajo, o de ciento veinte, o no mucho más, haya engendrado algún hijo, sino los que de menor edad procrearon se dice que tuvieron ciento sesenta años y más, porque ningún hombre, aseguran, puede engendrar de diez años, a cuyo número llamaban entonces cien años.
Dado caso que no sea increíble que de otra manera se contasen entonces los años, añaden lo que se halla en muchos historiadores, que los egipcios tuvieron el año de cuatro meses, los acarnianos de seis meses, los lavinios de trece meses. Plinio II, habiendo dicho que se hallaba escrito que un hombre vivió ciento cincuenta y dos años, y otro diez más, y que otros vivieron doscientos años, otros trescientos, y que otros llegaron a quinientos, algunos a seiscientos y otros aun a ochocientos, piensa que todo esto nació de la ignorancia de los tiempos; porque unos, dice, reducían un año a un verano, otros a un invierno y otros a las cuatro estaciones del año, como los arcades, dice, cuyos años fueron de tres, meses. Añadió también que en cierto tiempo los egipcios, cuyos pequeños años insinuamos arriba, eran de cuatro meses, en una lunación terminaban su año; así que entre ellos se cuenta que vivieron mil años.
Con estos argumentos como probables, procurando algunos no destruir la fe de esta sagrada historia, sino confirmaría para que no sea increíble lo que se refiere que los antiguos vivieron tantos años, se persuadieron a sí mismos, y piensan que, no sin razón, lo persuaden a otros, de que entonces un espacio tan corto de tiempo se llamó año, que diez de aquellos hacían uno nuestro, diez nuestros ciento de los suyos.
La falsedad de este cálculo se prueba con un evidente e irrefragable documento; pero antes de demostrarlo he creído útil alegar otro, tomado de los libros hebreos, para refutar dicha opinión. En estos libros se lee que Adán tenía no doscientos treinta, sino ciento treinta años cuando procreó a su tercer hijo. Si estos años hacen trece de los nuestros, sin duda que engendró al primero cuando tenía once años, no mucho más. Quién puede procrear en esta edad conforme a la ley ordinaria de la naturaleza?
Pero dejemos a Adán, que quizá pudo hacerlo porque fue criado, y no es creíble que le criara Dios tan pequeño como nuestros niños. Su hijo no contaba doscientos cinco, como leemos nosotros, sino ciento cinco cuando engendró a Enos, y conforme a este cómputo, según el dictamen de éstos aun no tenía once años. Qué diré de Camán, hijo de éste, que aunque contaba, según los nuestros, ciento setenta años de edad, según los hebreos era de setenta cuando engendró a Malaléhel? Qué hombre hay que engendre de siete años, si entonces se llamaban setenta años los que ahora son siete?


CAPITULO XIII: Si en la cuenta de los años debemos preferir la autoridad de los hebreos a la de los setenta intérpretes.


Aun cuando yo piense así, me replican que aquello es ficción o mentir de los judíos, de lo cual bastantemente hemos ya hablado; porque los setenta intérpretes, varones tan celebrados alabados, no pudieron mentir.
Pero si les preguntare qué sea más creíble: o que toda la nación judaica, que está tan extendida y esparcida Por el orbe, pudo de común acuerdo conspirar en escribir esta mentira, y, por envidiar a otros la autoridad, se despojase así de la verdad, o, qué setenta personas, que también eran judíos, juntos en un mismo lugar (porque para ésta famosa labor los había convocado y congregado Ptolomeo, rey de Egipto) enviaran a decir la verdad a los pueblos gentiles, y de acuerdo hicieran este penoso trabajo, quién no advierte cuál sea más fácil de creer? Ninguno que sea sensato debe creer, o que los judíos, por más perversos y malévolos que fueran, pudieran hacer esta laboriosa tarea en tan crecido número de libros tan esparcidos y derramados, o que los setenta varones famosos comunicaron entre sí este particular acuerdo de enviar a los gentiles la verdad
Así que con más verosimilitud podría decirse que cuando primeramente se comenzó a trasladar y copiar esta historia de la suntuosa biblioteca de Ptolomeo, entonces pudo hacerse algo de esto en un libro es a saber, en el que primero se copió, del cual se extendió y traspasó a otros muchos, donde pudo también suceder que errase el amanuense.
Y no es absurdo sospechar así en la cuestión acerca de la vida de Matusalén, y en la otra donde, por sobrar veinticuatro años, no concuerda la suma. Pero en las demás donde se repite semejante error de suerte que antes de procrear el hijo que se pone en lista, en una parte sobren cien años y en otra falten, y después de engendrado, donde faltaban sobren, y donde sobraban falten, para que concuerde la suma, como sucede en la 1, 2, 3, 4, 5, 6 y 7 generación; parece que el mismo error tiene cierta constancia así; y no parece que sucediera al acaso, sino de industria. De modo que aquella diferencia de números que hay en los libros griegos, latinos y hebreos, donde no se halla esta conformidad continuada por tantas generaciones de cien años, añadidos primero y después quitados, se debe atribuir, no a la malicia de esos judíos ni a la diligencia o prudencia de los setenta intérpretes, sino a error del amanuense que primeramente comenzó a copiar el libro de la biblioteca de dicho rey. Pues aun ahora, cuando los números no se relacionen con algún objeto que fácilmente pueda entenderse, o que nos importe conocer, se escriben con descuido, y con más negligencia se corrigen y enmiendan. Quién cree, por ejemplo, que debe aprender cuántos millares de hombres tuvieron a cada una de las tribus de Israel? Porque entiende que nada le importa. Y a cuántos hay que adviertan la profundidad de esta importancia? Pues aquí, donde tantas generaciones se ponen en lista, en las que faltan o sobran cien anos, y después de nacido el hijo que se había de contar, faltan donde los hubo y los hay donde faltaron, para que esté conforme la suma, parece que se ha querido persuadir a los que alegan que vivieron los antiguos tan gran numero de años porque los tenían brevísimos, haciéndoles ver que la edad no era madura e idónea para engendrar hijos, si por cada cien años debieran entenderse diez de los nuestros; y para que los incrédulos no dejasen de creer que habían vivido los hombres tanto tiempo, añadió ciento donde no halló la edad idónea para procrear hijos, y esos mismos los volvió a quitar después de engendrados, a fin de que conviniese y concordase la suma, pues de tal manera quiso hacer creíble la conveniencia de la edad apta para engendrar, que no defraudase a todas las, edades del número de lo que vivió cada uno; y el no haber hecho esto en la sexta generación; es lo que más nos persuade a que eso lo hizo, cuando el asunto que decimos lo pedía, pues no lo hizo donde no lo pedía.
En esta generación hallo en los hebreos que Jareth vivió, antes que engendrase a Enoch, ciento sesenta y dos años, que, para él, según la cuenta de los años breves, son dieciséis y algo menos de dos meses, la cual edad es ya idónea para engendrar. Y así no fue necesario añadir cien años breves para que fuesen veintiséis de los nuestros, ni quitar los mismos después de nacido Enoch, porque nos lo había añadido antes que naciese. Así sucedió que en este particular no hubiese variedad alguna entre unos y otros libros.
Pero, sin duda, vuelve a presentársenos la dificultad cuando en la octava generación, antes que de Matusalén naciese Lamech, hallándose en los hebreos ciento ochenta y dos años, se hallan veinte menos en los nuestros, donde antes se acostumbraba añadir ciento; y después de engendrado Lamech, se restituyan para cumplir la suma, la cual no discrepa en los unos ni en los otros libros. Porque si ciento setenta años quería que por la edad madurara entendiesen diecisiete, así como no debía añadir nada, así tampoco debía quitar, supuesto que había hallado edad idónea para la generación de los hijos, por la cual, en las otras donde no la hallaba, añadía aquellos cien años.
Y verdaderamente la diferencia de los veinte años con razón pudiéramos imaginar que pudo suceder por yerro, si no procurara después restituirlos como primero los había quitado para que conviniera la suma toda entera. O por ventura creeremos que lo hizo con cierta astucia para encubrir aquella industria con que primero solía añadir los cien años, y después quitarlos, repitiendo el engaño donde no era necesario, quitando primero, aunque no de cien años, sino de cualquier número, y después añadiéndole? Pero comoquiera que esta razón se admita, ya se crea que lo hizo así, o no se crea, ya finalmente sea así o no lo sea, evidentemente cuando haya alguna diferencia entre unos y otros libros, de suerte que para la fe de la historia no puede ser verdad lo uno y lo otro será acertado, atenernos con preferencia a la lengua original de donde se tradujo a la otra por los intérpretes; porque aun en algunos libros, como es en tres griegos, en uno latino y en otro siríaco, que están conformes entre sí, se halla que Matusalén murió seis años antes del Diluvio universal.


CAPITULO XIV: Que los años duraban el mismo espacio de tiempo que ahora en los primeros siglos.


Veamos ya cómo podrá demostrarse con toda evidencia que no fueron tan breves los años que diez de ellos hicieran uno de los nuestros; sino que fueron tan largos como los tenemos ahora los que numeran la vida larga de aquellos hombres. Dice la Escritura que sucedió el Diluvio en el año de la vida de Noé. Por qué dice, pues, que sucedió el Diluvio sobre la tierra el año 600 de la vida de Noé, en el mes segundo y a los veintisiete días de él, si aquel año tan cortó, que diez de ellos hacen uno nuestro, tenía treinta y seis días? Porque un año tan pequeño, sí es que antiguamente tenía este nombre, o no tiene meses, o su mes es de tres días para que pueda tener doce meses. Cómo se dice, pues, el año 6OO, en el mes segundo, a los veintisiete días del mismo mes, sino porque entonces también eran los meses como son ahora? Pues a no ser así, cómo dijera que comenzó el Diluvio a los veintisiete días del mes segundo?
Asimismo, después de referir el fin del Diluvio, prosigue: Y paró el Arca en el mes séptimo, a los veintisiete de dicho mes, sobre los montes, de Ararath, y el agua fue disminuyendo hasta el mes undécimo, y el primer día de dicho mes se descubrieron las cumbres de los montes. Luego si eran tale los meses, tales, sin duda, eran también los años como los tenemos ahora; porque aquellos meses de tres día no pedían tener veintisiete días. Y si la parte trigésima de tres días entonces se llamaba día, para que todo proporcionalmente vaya disminuyendo, el Diluvio universal debió durar cuatro días de los nuestros, del cual se dio, que duró cuarenta días y cuarenta noches. Quién podrá sufrir este absurdo y desvarío?
Por tanto, desechemos este error, que quiere confirmar y apoyar la fe irrefragable de nuestra Sagrada Escritura en falsas conjeturas, las cuales, por otra parte, la destruyen. Era entones tan grande el día como lo es ahora el cual se divide en veinticuatro horas en el discurso del día y noche; tan grande el mes como lo es ahora, limitándole el principio y fin de una hora tan grande el año como lo es ahora formado por los doce meses lunares añadiendo por causa del curso del sol cinco días, y una cuarta parte de día; tal fue el segundo mes del año 60 en la vida de Noé, y tal el día veintisiete de dicho, mes cuando principio el Diluvio, del cual se dice que duró cuarenta días continuos, los cuales no tenían dos o pocas más horas, sino veinticuatro continuadas de día y de noche. Y tan dilatados años, vivieron los antiguos padres, pasando de novecientos, como los vivió después Abraham hasta el número de ciento setenta y cinco, y después de él su hijo Isaac hasta el ciento y ochenta, y Jacob, hijo de éste, cerca, de ciento y cincuenta como, después de transcurridos algunos años Moisés vivió ciento y veinte, como viven ahora los hombres setenta u ochenta, y no mucho más; de quienes dijo también la Escritura: Que lo que vivían de más era molestia y dolor.
La variedad de números que se encuentren entre los libros de los hebreos y los nuestros no afecta a los muchos años que vivían los antiguos; y si ha alguna discordia tal que no pueda ser verdad lo uno y lo otro, la fe y verdad de la historia debemos buscar en el idioma de donde se tradujere las noticias que tenemos. Y pudiéndolo hacer con facilidad los que quieran, no es sin oculto misterio que ninguno se haya atrevido a enmendar por los libros hebreos lo que los setenta intérpretes en muchos lugares parece que afirman con notable diversidad; porque aquella diferencia no la han tenido por falsa o equivocada, ni yo juzgo que debe tenerse por tal, sino que donde no hay error o equivocación del amanuense, debe creerse que ellos, donde el sentido es conforme a la verdad, con divino espíritu quisieron decir alguna cosa de otra manera, no a modo de interpretes, sino con libertad de profetas, y así con razón se demuestra que la autoridad apostólica, cuando cita los testimonios de las Escrituras, usa no sólo de los hebreos, sino también de estos intérpretes.
Pero de este particular, con el favor de Dios, ya prometí que trataría más singularmente en otro lugar más oportuno. Ahora quiero concluir con lo que tenemos entre manos, esto es, que no debemos dudar de que pudo el primer hijo del primer hombre, cuando vivían tanto tiempo, fundar la ciudad eterna, no la que llamamos Ciudad de Dios; por la cual y por el deseo de escribir sobre ella largamente nos hemos tomado la molesta fatiga de una obra tan grande como ésta.


CAPITULO XV: Si es creíble que los hombres del primer siglo no conocieron mujer hasta la edad en que se dice que engendraron hijos.


Dirá ciertamente alguno: Será posible que hayamos de creer que el hombre que había de ser padre y no tenía resolución firme de permanecer célibe viviese en continencia por espacio de cien años y más, o, según los hebreos, ochenta, setenta y sesenta años, o si no vivió así, que no tuviera hijo alguno?
A esta duda se satisface de dos modos: porque o tanto más tardía proporcionalmente fue la pubertad cuanto mayor era la vida del hombre, o, lo que me parece más creíble, no se refieren aquí los hijos primogénitos; sino los que exige el orden de sucesión para llegar a Noé; desde quien asimismo se llega hasta Abraham y después hasta el tiempo, que convenía señalar también, con las generaciones referidas para seguir el curso de la gloriosísima ciudad que peregrina en este mundo y busca con solicitud la patria celestial.
Lo que no se puede negar es que Caín fue el primero que nació de varón y mujer, porque luego que nació no dijera Adán lo que se lee que dijo: He adquirido un hombre por la gracia de Dios, si a ellos dos no se hubiera añadido otro, naciendo el primer hombre. En seguida nació Abel, a quien violentamente quitó la vida su hermano mayor, y fue el primero que prefiguró la Ciudad de Dios que anda peregrinando, la cual había de padecer injustas persecuciones de los impíos y de los hijos de la tierra, esto es, de los que gustan del origen de la tierra y se alegran y gozan con la terrena felicidad de la ciudad terrena.
Pero cuántos años tuviese Adán cuando los procreó, no lo dice la Sagrada Escritura. Sucesivamente se pone el orden de otras generaciones, unas de Caín y otras de aquel que engendró Adán en lugar del que mató el hermano, cuyo nombre fue Seth, diciendo, como narra la Escritura: Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel, a quien dio muerte Caín. Así pues, estas dos líneas de generaciones, que descienden la una de Seth y la otra de Caín, nos señalan con sus distintos órdenes y genealogías estas dos ciudades de que vamos tratando, la una celestial que peregrina por la tierra, y la otra terrena, que busca y se detiene como si fueran únicos en los gustos terrenos; y ninguno de la estirpe de Caín, desde Adán hasta la octava generación, se declara cuántos años tuviese cuando engendró al que se refiere la Escritura en seguida de él; porque no quiso el Espíritu Santo notar los tiempos antes del Diluvio en las generaciones de la ciudad terrena, sino en las de la celestial, teniéndolas como por más dignas de memoria.
Cuando nació Seth, aunque refiere los años de su padre, ya éste había procreado a otros. Pues que fueron solos Caía y Abel, quién se atrevería a afirmarlo? Porque no por ser solos ellos los nombrados en el catálogo y serie de generaciones que convenía poner, debemos pensar que fueron solos los que entonces engendró Adán porque diciendo, después de haber pasado en silencio los nombres de todos Ios otros, que procreó hijos e hijas, quién sin ser temerario se atreverá a determinar cuánta fue esta descendencia? Dado que pudo Adán, con divina inspiración, decir al punto que nació Seth: Dios me dio otro hijo en lugar de Abel, supuesto que había de ser tal que llenase el colmo de la santidad de Abel, y no porque fuese el primero que naciese después de él en la sucesión del tiempo.
Asimismo lo que insinúa la Escritura, que tenía Seth doscientos cinco años cuando engendró a Enos, quién sin atrevimiento podrá afirmar que éste fue su primogénito, de suerte que no cause admiración y con razón dudemos cómo en tantos años no usó del matrimonio no teniendo o estando ligado con voto alguno de continencia?, O cómo no procreó estando casado, ya que leemos de él que engendró hijos e hijas y fueron todos los días de Seth novecientos doce años y que murió?
Del mismo modo los que después refiere el sagrado texto dice que procrearon hijos e hijas, sin que pueda deducirse que el que se dice nació fue el primogénito; pues no es creíble que aquellos padres, en una tan avanzada edad, o no fuesen idóneos para la generación, o careciesen de esposas o de hijos.
Tampoco es de presumir que aquellos hijos fuesen los primeros que tuvieron, sino como el cronista de la Sagrada Escritura pretendía llegar por la sucesión de las generaciones, notando los tiempos, hasta el nacimiento y vida de Noé, en cuya época sucedió el Diluvio, sólo refirió las generaciones, no las que primero tuvieron sus padres, sino las que se encontraron en el catálogo del árbol genealógico.
Y para que esto se vea más claro y ninguno dude que pudo ser lo que digo, quiero poner un ejemplo: Queriendo el evangelista San Mateo poner, para perpetuo recuerdo de los mortales, la estirpe y descendencia de nuestro Señor Jesucristo, según la carne, por el Orden y descendencia de sus padres, principiando por su padre Abraham y procura solo venir en primer lugar a David, dice: Que Abraham engendró a Isaac. Por qué no dijo a Ismael, a quien había engendrado primero? Isaac engendró a Jacob. Por qué no dijo a Esaú, que fue el primogénito? Porque por ellos no podía llegar a David. Después prosigue: Jacob engendró a Judas y a hermanos. Acaso Judas fue su primogénito? Judas engendró a Phares y a Zaram; tampoco algunos de estos mellizos fue primogénito de Judas, sino que antes de ellos había ya tenido otros tres. Así que puso en el orden de las generaciones a aquellos por quienes había de llegar a David, y de allí adonde pretendía.
De lo cual puede entenderse que entre los hombres de los primeros siglos, antes del Diluvio, tampoco se refieren los primogénitos sino aquellos por quienes había de continuarse el orden de las generaciones que sucedieron hasta el patriarca Noé, para que no nos fatigue y dé en qué entender la cuestión oscura y no necesaria de su tardía pubertad.


CAPITULO XVI: Del derecho de los matrimonios y de cómo los primeros fueron diferentes de los que después se usaron.


Teniendo, pues, necesidad el humano linaje, después de la primera unión del hombre, que fue criado del polvo de la tierra, y de su mujer, que fue formada del costado del hombre, del matrimonio entre uno y otro sexo para su multiplicación, y no habiendo otros hombres, tomaron por mujeres a sus hermanas, lo cual, sin duda, cuanto más antiguamente lo hicieron los hombres impeliéndolos la necesidad, más culpable ha sido después prohibiéndolo la religión, prohibición originada por un justo respeto al amor y a la caridad, para que los hombres a quienes importan la concordia se uniesen entre sí con diversos vínculos de parentescos y uno solo no tuviese muchos en una familia, sino que todos se esparciesen por todas, y de este modo tuviesen diversas personas muchos de estos enlaces, para que llegase a unirse más estrechamente la vida civil. Porque padre y suegro son nombres de dos parentescos, teniendo, pues, cada lino a uno por padre y a otro por suegro, a muchos más se extiende el amor y la caridad.
Pero lo uno y lo otro era preciso que fuese Adán de sus hijos y de sus hijas cuando se casaban los hermanos con sus hermanas.
Del mismo modo su mujer, Eva, para sus hijos e hijas fue madre y suegra, que si fueran dos mujeres, una madre y otra suegra, más copiosamente se uniera el amor civil y social. Finalmente, la hermana, porque venía a ser esposa, siendo una, tenía dos parentescos, los cuales, distribuidos en diferentes personas, de manera que una fuese la hermana y otra la esposa, se acrecentaba la afinidad social con más número de hombres. Pero entonces no había posibilidad de hacerlo, por no haber otros que los hermanos y hermanas, hijos de los dos primeros hombres.
Posteriormente, cuando fue posible, se estableció que, habiendo abundancia, se tomasen por esposas y mujeres las que no eran ya hermanas, de modo que no sólo no hubiese necesidad de hacer aquello, sino que si se hiciese pecado.
Porque si los nietos de los primeros hombres que podían ya recibir por mujeres a sus primas, se casaran con sus hermanas, vinieran a juntarse en un hombre, no ya dos, sino tres parentescos; cuando lo conveniente era extender estos lazos para estrechar mas el amor con una afinidad más numerosa; evitando que un hombre fuese de sus hijos casados, es a saber, del hermano unido con su hermana, padre, suegro y tío; y su mujer de mismos hijos comunes, madre, suegra y tía, y asimismo los hijos de éstos entre sí no sólo fueran hermanos y maridos, sino también primos, porque eran también hijos de hermanos.
Todos estos parentescos que trababan con un hombre tres hombres, trabaron con el mismo nueve si se hiciera cada matrimonio con persona de otra familia, de manera que viniera a tener un hombre a una por hermana, a otra por mujer, a otra por prima; a uno por padre, a otro por tío, a otro por suegro; a una por madre, a otra por tía, a otra por suegra; y de este modo el vínculo civil con frecuentes afinidades y parentescos se extendiera más copiosa y numerosamente.
Habiendo crecido y multiplicádose el linaje humano, vemos que se observa así aun entre los impíos idólatras, de forma que, aunque por bases perversas se permitan los matrimonios entre hermanos, con todo, la costumbre más loable es abominar de esta libertad licenciosa. Y habiendo sido lícito en los primeros tiempos del linaje humano el recibir por mujeres a las hermanas, se extraña hoy de tal modo como si nunca hubiera podido suceder: porque, en efecto, para atraer o extrañar el sentido humano, es muy poderosa la costumbre, la cual, como en este caso, pone freno a la inmoderación y destemplanza del apetito, con razón se tiene por acción abominable el innovarla y quebrantarla; porque si es cosa inicua e injusta, por codicia de la hacienda, traspasar el límite o término colocado en un campo, cuánto más inicuo e injusto será por el apetito de gozar una mujer traspasar los límites de las buenas costumbres?
Hemos visto por experiencia en los casamientos de primos en nuestros tiempos, por el grado de parentesco próximo al de hermano, cuántas veces se rechazaba por buena costumbre lo que era lícito hacer según las leyes; porque esto, ni la divina lo prohibió, ni la humana lo había vedado. Sin embargo, rehusaban lo que era lícito por lindar con lo ilícito, pues lo que se hacía con la prima casi parecía que se hacía con la hermana, porque aun entre sí, por el parentesco tan cercano, se llaman hermanos, y lo son casi como nacidos de un padre y de una madre.
No obstante, los padres antiguos tuvieron mucho cuidado y diligencia para que el parentesco que se iba paulatinamente apartando y dirimiendo, extendiéndose por las ramas, no se alejase demasiado y dejase de ser parentesco, tornando a unirlo de nuevo con el vínculo del matrimonio antes que se alejase mucho y restaurándole cuando en cierto modo iba ya desapareciendo. Y así, estando ya el mundo poblado de hombres, gustaban de contraer matrimonio, aunque no con hermanas de parte de padre o de madre, o de ambos, sí con mujeres de su linaje. Y quién duda que con más decoro, y honestidad se prohiben también en este tiempo los casamientos entre primos, no sólo por lo que hemos dicho del acrecentamiento y multiplicación de afinidades, para que no tenga dos parentescos una sola persona, pudiéndolos tener dos y crecer el número de la proximidad, sino también porque, no sé cómo, la modestia humana tiene cierta cualidad natural y loable que refrena el apetito, realmente libidinoso, no uniéndose con aquella a quien, por razón de la proximidad, debe tener con pudor un honroso respeto, apetito del que se ruboriza aún la modestia y honestidad de los casados? Así pues, la unión del varón y de la mujer, por lo que toca al linaje humano, es el semillero de la ciudad; aunque sólo la ciudad terrena tiene necesidad de generación, y la celestial, de regeneración para libertarse del daño de la generación.
Si hubo alguna señal corporal y visible de regeneración antes del Diluvio, y si la hubo cuál fue, así como después impuso Dios a Abraham la circuncisión, la Sagrada Historia no lo insinúa. Con todo, no deja de decir que sacrificaron a Dios aquellos antiquísimos hombres, como se observó ya en los dos primeros hermanos.
Y de Noé; después del Diluvio, leemos que luego que salió del Arca ofreció a Dios hostias o víctimas y sacrificios. De esto ya hemos hablado en los libros precedentes, diciendo que los demonios que se apropian y atribuyen la divinidad y desean que los tengan por dioses, quieren que les ofrezcan sacrificios y se complacen de tales honores, no por otro motivo sino porque saben que el verdadero sacrificio se debe solamente al Dios verdadero.


CAPÍTULO XVII: De los dos padres y jefes que nacieron de un padre.


Siendo, pues, Adán padre y cabeza le ambas generaciones, esto es, de la que pertenece a la ciudad terrena y de la que toca a la celestial, muerto Abel, y habiendo en su muerte figurado un admirable Sacramento y misterio, vinieron a ser dos los padres y progenitores de una y otra generación, Caín y Seth, en cuyos hijos, que fue indispensable nombrarlos, comenzaron mostrarse con más evidencia en la humana estirpe los indicios y señales de estas dos ciudades; porque Caín engendró a Enoch, de cuyo nombre fundó una ciudad terrena, es a saber, la que no peregrina en este mundo, sino la que reposa y descansa en su temporal paz y felicidad; pues interpretada la palabra Caín, quiere decir posesión, y así; cuando nació, dijeron su padre y su madre: He adquirido un hombre por don y merced de Dios; Enoch quiere decir dedicatoria, porque la ciudad terrena se dedica donde funda, por tener allí el fin que pretende y apetece. Pero Seth, interpretado, quiere decir resurrección, y Enos, su hijo, quiere decir hombre, no como Adán, porque dicen que Adán es común en lengua hebrea al varón y a la mujer, y así habla de él la Sagrada Escritura: Criólos Dios varón y hembra, bendíjolos, y llamólos por nombre Adán.
No hay duda que la mujer se llamó Eva con propio nombre, mas de tal manera, que Adán, que quiere decir hombre, fuese nombre común a ambos; pero Enos de tal suerte significa hombre; que afirman los instruidos en aquél idioma que no puede acomodarse a la mujer, como hijo de resurrección, donde ni los hombres ni las mujeres se casarán ni ha de haber generación cuando nos lleve allá la regeneración. Por lo cual, soy de parecer que no en vano debe notarse que en las generaciones que se van sucediendo y multiplicando del que se denomina Seth; aunque se dice que engendró hijos e hijas; no se expresa mujer alguna de las procreadas; pero en las que se suceden aumentan de Caín al mismo fin hasta el término de la sucesión se nombra la última mujer engendrada; porque dice el sagrado texto: Matusalén procreó a Lamech, y éste tomó en matrimonio dos mujeres; de las cuales, la una se llamó Ada y la segunda Sela; Ada dio a luz a Jobel, que fue padre y cabeza de los que vivían en los tabernáculos apacentando ganado, y el nombre de su hermano fue Jubal. Este fue él que inventó el salterio y la cítara; también Sela engendró Thobel, el cual fue maestro y artífice de labrar el bronce y hierro, y la hermana de Thobel fue Noema.
Hasta aquí se extienden todas las generaciones de Caín, que son desde Adán ocho, incluso el mismo Adán, es a saber, siete hasta Lamech, el cual estuvo casado con dos mujeres, y la octava generación es la de sus hijos; entre quienes se cuenta también la mujer; donde con la mayor elegancia se nos significó que la ciudad terrena hasta su fin había de tener generaciones carnales, fruto de la unión carnal entre el varón y la mujer, y lo que en ningún otro lugar se halla antes del Diluvio, a excepción de Eva, se observa aquí; donde se ponen por sus nombres propios las mujeres de aquel hombre que se nombra en último lugar por padre. Y así como Caín, que quiere decir posesión, fundador de la ciudad terrena, y su hijo Enoch, que quiere decir dedicatoria, en cuyo nombre fue fundada, muestran que esta ciudad tiene su principio y su fin todo terreno, donde no se esperaba más de lo que puede verse en este siglo; así, siendo Seth, que quiere decir resurrección, padre y cabeza de las generaciones que se refieren aparte, importa que veamos qué es lo que dice de su hijo esta sagrada historia.


CAPITULO XVIII: Qué se nos significó en Abel, Seth y, Enos, que parezca pertenecer a Cristo y a su cuerpo esto es, a su Iglesia.


A Seth –dice– le nació un hijo, y le puso por nombre Enos. Este esperó invocar el nombre del Señor Dios. Efectivamente, clama el testimonio de la verdad; así como con esperanza vive el hombre, hijo de la resurrección, con confianza vive mientras peregrina por la tierra la Ciudad de Dios, la cual se funda y engendra con la fe en la resurrección de Jesucristo; porque en aquellos dos hombres, Abel, que quiere decir llanto, y su hermano Seth, que significa resurrección, se nos prefigura la muerte del Salvador, y su vida resucitada entre los muertos; de la cual se engendra aquí la Ciudad de Dios, esto es, el hombre que esperó invocar el nombre del Señor Dios. Pues como dice el Apóstol: El cumplimiento de nuestra salvación está en la esperanza, pero la esperanza que se ve no es esperanza, porque lo que ve uno y lo que posee cómo puede decirse que lo espera? Y si esperamos lo que no vemos ni poseemos, con paciencia lo aguardamos. Y quién ha de imaginar que esta doctrina carece de algún profundo misterio? Por ventura Abel no invocó con esperanza el nombre del Señor Dios; cuyo sacrificio refiere la Escritura que fue tan aceptable a Dios? Y el mismo Seth, acaso no invocó con confianza el nombre del Señor Dios, por quien se dijo: Dios me ha dado otro hijo en lugar de Abel? Por qué causa se atribuye, pues, a éste con propiedad lo que se entiende que es común a todos los hombres piadosos, sino porque convenía que aquel que nació el primero del padre, y cabeza de las generaciones separadas por la ciudad soberana, figurase al hombre, esto es, la sociedad y congregación de hombres, que vive, no según el hombre en la posesión de la ciudad terrena, sino según Dios, en la esperanza de la felicidad eterna? Y no dijo la Escritura: Este esperó en el Señor Dios, o este invocó el nombre del Señor Dios, sino que dijo: Este esperó invocar el nombre del Señor Dios. Qué quieren decir las palabras esperó invocar sino una profecía de que había de nacer y descender de él un pueblo que, según la elección de la gracia, invocase el nombre del Señor?
Esto es lo que dijo otro profeta, y el Apóstol lo explica de este pueblo que pertenece a la gracia de Dios: Que cualquiera que invocare el nombre del Señor se salvará. Las palabras de la Escritura: Y le puso por nombre Enos, que significa hombre, y lo que después añade: Este esperó invocar el nombre del Señor Dios, bastantemente nos manifiesta que no debe fijar el hombre la esperanza en sí propio, porque, como insinúa en otro lugar la Escritura, maldito es cualquiera que pone su esperanza en el hombre, y, por consiguiente, ni en si propio, para que sea ciudadano de la otra ciudad que no se dedica como la del hijo de Caín en este tiempo, esto es, en el presuroso curso de este mortal siglo, sino que se dedica en la inmortalidad de la bienaventuranza eterna.


CAPITULO XIX: De la significación que figura la traslación de Enoch.


Esta genealogía, cuyo progenitor y jefe es Seth, tiene su nombre peculiar de dedicatoria en una de sus generaciones, que es la séptima desde Adán, contando a éste; pues haciendo la numeración desde nuestro primer padre, el séptimo que nació fue Enoch, que quiere decir dedicatoria. Este es el que agradó a Dios, porque fue transportado fuera del mundo y es insigne por el número que le cupo en la lista de las generaciones, que es del día consagrado al descanso, es a saber, el séptimo, principiando desde Adán; pero empezando desde el padre y cabeza de esta estirpe, que se distingue de la descendencia de Caín, esto es, de Seth, es el sexto, en cuyo día fue criado el hombre y acabó o cesó Dios todas sus admirables obras. La traslación de Enoch fue una figura de la dilación de nuestra dedicatoria, la cual vino a hacerse en Cristo nuestra cabeza, el cual resucitó para no morir más.
Resta aún otra dedicatoria de toda la casa y descendencia, cuyo fundamento es el mismo Jesucristo, la cual se difiere para lo último, cuando vendrá a ser la resurrección de todos los que no han de morir ya más llámese casa de Dios, templo de Dios o Ciudad de Dios, es una misma cosa, y no ajena del estilo con que suelen hablar los latinos, porque también Virgilio, a la ciudad imperial o metrópoli de tantos imperios la llama casa de Assaraco, aludiendo a los romanos que por parte de los troyanos traen su origen de Assarado; y á estos mismos los llama casa de Eneas, porque los troyanos, siendo este su castillo cuando vinieron a Italia, fundaron a Roma, Aquel poeta imitó a la Sagrada Escritura, en la cual un pueblo tan grande como el de los hebreos se llama casa de Jacob.


CAPITULO XX: Cómo la sucesión de Caín termina en ocho generaciones, comenzando desde Adán, y entre los descendientes, del mismo padre Adán, Noé es el décimo.


Dirá alguno: sí pretende el autor de esta historia referir las generaciones, desde Adán por su hijo Seth para Poder llegar a Noé, en cuyo tiempo sucedió el Diluvio, y desde él continuar otra vez el catálogo y serie de los que nacían, hasta llegar a Abraham, desde el cual el evangelista San Mateo principia las generaciones con que llegó a Cristo, rey eterno de la Ciudad de Dios, qué pretende en las generaciones que comienzan desde Caín, y hasta dónde intentar llegar con ellas? Respóndese que hasta el Diluvio, en que feneció y se consumió todo el linaje de la ciudad terrena; aunque se restableció después en los hijos de Noé, dado, que no podrá faltar esta ciudad terrena y congregación de hombres que viven según el hombre hasta el fin del siglo, sobre el cual dice el Señor: Los lujos de este siglo engendran y son engendrados. Pero a la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, la regeneración la conduce a otro siglo cuyos hijos ni procrean ni son procreados.
Así pues, aquí el engendrar y ser engendrados es común a una y otra ciudad; aunque la Ciudad de Dios tenga también en la tierra muchos millares de ciudadanos que se abstienen de la generación, como la otra los tiene igualmente por imitación, aunque viven equivocados.
A ésta pertenecen también los que, apartándose de la fe; fundaron diversas sectas erróneas y heréticas, puesto que viven según el hombre y no según Dios; y los gimnosofistas de la India, que se dice filosofan desnudos en los despoblados y desiertos de aquella región, son sus ciudadanos y guardan continencia, aunque esto no es bueno sino cuando se hace según y conforme a la fe del Sumo Bien, que es Dios. Con todo, no se sabe que hiciese esto ninguno antes del Diluvio, pues el mismo Enoch, que era el séptimo empezando desde Adán, y de quien se refiere que fue transportado de este mundo sin que muriese, engendró hijos e hijas antes de su traslación, entre ellos Matusalén, por quien continúa el orden de las generaciones que se han de contar.
Y por qué causa se refieren tan pocas Sucesiones en la generación que procede de Caín, si convenía llegar con ellas hasta el Diluvio, y no era tan larga la edad que precedía a la pubertad que estuviese sin tener hijos ciento o más años? Porque si el autor de este libro no pretendía buscar alguno a quien necesariamente hubiese de llegar con el catálogo de las generaciones, como en las que viene de la estirpe de Seth, y sólo deseaba llegar, a Noé, desde quien nuevamente continuara la lista indispensable, qué necesidad había de dejar los hijos primogénitos para llegar a Lamech, en cuyos hijos termina aquel catálogo, es a saber, en la octava generación, comenzando desde Adán, y en la séptima desde Caín, como si desde allí hubiera de continuar adelante para llegar; o al pueblo israelítico, en el cual la terrena Jerusalén presentó una figura profética de la ciudad celestial, o a Cristo, según su humanidad, el que es sobre todo bendito para siempre, fundador y rey de la Jerusalén celestial, habiendo perecido con el Diluvio toda la prole y descendencia de Caín? Por donde puede colegirse que en el mismo orden cronológico de generaciones se refirieron los primogénitos. Y por qué son tan pocos? Pues no pudieron ser tan pocos hasta el Diluvio, si la pubertad no guardaba proporción con la duración de la vida y los hombres no tenían entonces hijos tan pronto como ahora, sino según la proporción de aquella larga vida, siendo también tardía la pubertad y edad madura para engendrar.
Porque concedido que todos igualmente fuesen de treinta años cuando principiaron a procrear hijos, ocho veces treinta (porque ocho son las generaciones con Adán, y con los que engendró Lamech), son doscientos y cuarenta años. Acaso en todo el tiempo que resta hasta el Diluvio no engendraron? Por qué razón el que escribió esto no quiso contar y referir las generaciones que siguen?
Porque desde Adán hasta el Diluvio hay, según nuestros libros, dos mil doscientos sesenta y dos años, y según los hebreos, mil seiscientos cincuenta y seis, y aun cuando creamos que este número menor es el verdadero, quítense de mil seiscientos cincuenta y seis años doscientos cuarenta, por ventura es creíble que por mil cuatrocientos y más años que restan hasta el Diluvio estuvo sin engendrar toda la descendencia de Caín? Al que convenza esta razón, acuérdese que cuando pregunté cómo debemos creer que aquellos antiguos hombres pudieron por tantos años estar sin engendrar hijos, de dos maneras resolvimos esta cuestión: o por la pubertad y edad tardía para procrear según la proporción de una vida tan dilatada, o porque los hijos que se refieren en las generaciones no eran los primogénitos, sino aquellos por quienes el autor del libro podía llegar al que pretendía llegar, como a Noé en las generaciones de Seth.
Por lo cual, si al reseñar las generaciones de Caín no tuvo el autor del Génesis el mismo propósito que al narrar las de Seth, deberemos acudir a la segunda explicación de la pubertad tardía, de manera que viniesen a ser capaces de engendrar después de cíen años de edad; para que corra la lista de las generaciones por los primogénitos, y llegue hasta el Diluvio al justo número de los años. Aunque pudo suceder que por otra causa secreta que ignoro, hasta Lamech y sus hijos refiriese las generaciones de esta ciudad terrena, y después dejase el escritor del libro de contar las demás que pudo haber hasta el Diluvio.
Pudo también ser causa de que no continuara la serie de las generaciones por los primogénitos, independientemente de lo tardío: de la pubertad en aquellos hombres, que la ciudad que fundó Caín con el nombre de su hijo Enoch extendiera largamente sus limites y dominio, y que tuviera muchos reyes, no juntamente, sino uno después de otro, de padres a hijos, sin guardar orden de primogenitura. El primero de estos reyes pudo ser Caín; el segundo, su hijo Enoch, cuyo nombre tuvo la ciudad en donde reinó; el tercero, Gaidad, a quien engendró Enoch; el cuarto, Manihel, a quien procreó Gaidad; el quinto, Mathusael, a quien engendró Manihel; el sexto, Lamech, a quien engendró Mathusael, que es el séptimo rey desde Adán por Caín.
No era indispensable que los primogénitos sucedieren en el reino a sus padres, sino los que por mérito, por alguna virtud que interesase a la ciudad terrena o alguna ley, estatuto, costumbre o buena suerte fueran llamados a la sucesión. Principalmente sucedía al padre por cierto derecho hereditario de reinar el que el padre amaba más cordialmente que a los demás hijos. Y pudo, viviendo y reinando todavía Lamech, suceder el Diluvio, de forma que él con todos los demás hombres se ahogase, a excepción de los que se hallaron en el Arca. No debe maravillarnos que habiendo gran diferencia de años entre los que se ponen en la genealogía desde Adán hasta el Diluvio, no tuviese una y otra estirpe igual número de generaciones, sino por parte de Caín siete, y por la de Seth, diez, porque Lamech es séptimo, contando desde Adán, y décimo Noé. Y se refirieron muchos hijos de Lamech, y no uno solo, como en los precedentes, por ser incierto que le había de suceder en muriendo si quedara tiempo para reinar entre 61 y el Diluvio.
Como quiera que la serie de generaciones que desciende de Caín, sea por primogénitos o por reyes, me parece que no se debe pasar en silencio que siendo Lamech el séptimo desde Adán, se citan tantos hijos suyos para llegar al número undécimo, que significa el pecado. Nombra la Escritura tres hijos y una hija, y por lo que toca a las mujeres con quienes estuvieron casados, puede significar otra cosa de que ahora no nos ocupamos, por tratar sólo de las genealogías. Y de ellas no se dice quiénes fueron hijas.
Como la ley se nos presenta con el número denario, por lo que es tan famoso y memorable el Decálogo, sin duda el número undécimo, porque excede al décimo, significa la transgresión de la ley, y por esto el pecado. De aquí dimana que al Tabernáculo del testimonio, que cuando viajaba el pueblo de Dios era como un templo portátil, mandó Dios que se le hiciesen once velos cilicinos; esto es, hechos de pelos de cabras y camellos, porque en el cilicio está la memoria de los pecados cometidos por los cabritos que han de estar a la siniestra; y confesando esta verdad nos postramos con cilicio, como diciendo lo que expresa el real profeta: Mi pecado está siempre delante de mis ojos. Así pues, la estirpe que desciende desde Adán por el perverso Caín concluye con el número undécimo, que significa el pecado, y el mismo número termina en mujer, de la cual tuvo si principio el pecado por el que morimos todos. Y sucedió que prosiguiese también la sensualidad que resiste al espíritu, porque hasta la misma hija de Lamech, Noema, quiere decir deleite. Pero desde Adán, por Seth, hasta Noé, se nos recuerda el denario, número legítimo, al cual se le añaden tres hijos de Noé. Y habiendo caído el uno, bendice el padre a los dos para que, desechado el réprobo y añadidos los hijos buenos y aceptables al número, se nos presente el número doce, el cual igualmente es insigne por el número de los patriarcas y apóstoles y por las partes del septenario, multiplicadas una por otra, pues le forman tres veces cuatro o cuatro veces tres.
Siendo esto así, creo que nos resta considerar cómo estas dos prosapias, que con sus distintas generaciones nos señalan dos ciudades, una de los terrenos y otra de los regenerados, se vinieron después a mezclar y confundir de forma que mereció perecer con el Diluvio todo el humano linaje, exceptuadas únicamente ocho personas.


CAPITULO XXI: La escritura refiere de distinto modo las generaciones de Caín y de Seth.


Es digno de advertir cómo en la serie de las generaciones desde Caín, que refiere la Escritura, habiendo contado antes de los demás sucesores a Enoch, que dio nombre a la ciudad fundada por Caín, continuaron los demás, hasta que aquel linaje y toda la estirpe se acabó y feneció con el Diluvio; pero después de haber enumerado a Enos, hijo de Seth, sin proseguir con los demás hasta el Diluvio, interpone un párrafo y dice; Este es el libro de la generación de los hombres; el día que crió Dios al hombre le crió a su imagen y semejanza. Criólos varón y hembra, los bendijo y llamó por nombre Adán en el día que los crió.
Lo cual, en mi opinión, se interpuso para principiar desde aquí otra vez, y desde el mismo Adán, el cómputo de los tiempos, el cual no quiso hacer el que escribió esto al tratar de la ciudad terrena, como si a ésta la refiriera Dios de forma que no la quisiese computar.
Mas por qué motivo desde aquí vuelve a esta recapitulación después de haber nombrado al hijo de Seth, hombre que esperó invocar el nombre del Señor Dios, sino porque convenía proponer así estas dos ciudades, la una por el homicida hasta llegar al homicida (porque también Lamech confiesa delante de sus dos mujeres que cometió homicidio), y la otra por aquel que esperó invocar el nombre del Señor Dios?
En esta vida mortal, éste es el negocio sumo de la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, el cual nos debía recomendar un hombre engendrado por aquel en quien revivía Abel asesinado. Porque aquel hombre uno es la unidad de toda la ciudad soberana, aunque no la unidad completa, sino la que se ha de ir completando con este diseño y figura profética. El hijo de Caín, esto es, el hijo de la posesión, qué nombre ha de tener sino el de la ciudad terrena, que se fundó llamándola de su nombre? Porque, en efecto, es de aquellos de quienes dice el salmo que habían de poner los nombres que ellos tenían a sus tierras, y por eso les sucede lo que dice en otro lugar: Señor, allá en tu ciudad reducirás a nada sus imágenes.
Pero el hijo de Seth, esto es, el hijo de la resurrección, el que espera invocar el nombre del Señor, es la figura de aquella sociedad y congregación que dice: Yo, corno oliva fructuosa en la casa de Dios, esperé en su divina misericordia, y de aquella que no pretende en la tierra la gloria vana del nombre célebre, porque sólo es bienaventurado aquel que pone su confianza en el nombre del Señor y no mira a las vanidades y falsas, locuras de los hombres.
Así pues, habiendo propuesto dos ciudades, una en la posesión de este siglo y otra en la esperanza divina, salidas ambas como de la común puerta de la mortalidad que se abrió en Adán, para que corran a sus propios y debidos fines, empieza la enumeración de los tiempos, en la cual se añaden asimismo otras generaciones, haciendo la recapitulación desde Adán, de cuya estirpe condenada, como de una masa justamente anatematizada, hizo Dios a unos, para deshonra e ignominia, vasos de ira, y a otros, para honor y gloria, vasos de misericordia; dando a los unos lo que se les debe en pena de su crimen, y haciendo a los otros merced de lo que no se les debe en la gracia; para que por la misma comparación y cotejo de los vasos de ira aprenda la ciudad soberana que peregrina la tierra a no confiar en los sentimientos del libre albedrío, sino a esperar invocar el nombre del Señor Dios. Porque la voluntad en la naturaleza, siendo Dios bueno, la hizo buena; pero siendo en sí mismo inmutable, la hizo mudable, pues la hizo de la nada y puede declinar de lo bueno para hacer lo malo, lo que se ejecuta con el libre albedrío; y puede declinar de lo malo para hacer lo bueno, lo cual no se hace sino con el favor y auxilio de Dios.


CAPITULO XXII: De la caída de los hijos de Dios porqué se aficionaron a las mujeres extranjeras, por lo cual todos, exceptuadas ocho personas, merecieron perecer en él Diluvio.


Propagándose y creciendo el humano linaje con el libre albedrío de la voluntad, participando de la iniquidad, vino a hacerse una mezcla y confusión de ambas ciudades, cuya desventura principió nuevamente por la mujer, aunque no del mismo modo que al principio, porque aquellas mujeres no hicieron entonces pecar a los hombres, alucinadas o seducidas por los engaños de alguno, sino que los hijos de Dios, esto es, los ciudadanos de la ciudad que peregrina en el mundo se aficionaron a las que desde el principio se criaron con malas costumbres en la ciudad terrena, es a saber, en la sociedad de los hombres terrenos, por la gentileza y hermosura de los cuerpos de ellas, cuya hermosura, aunque es un don de Dios bueno y estimable, sin embargo, lo concede también a los malos, porque no parezca singular prerrogativa y gracia a los buenos.
Así que, desamparando el bien incomparable, propio y característico de los buenos, se abatieron y humillaron al bien ínfimo, no peculiar de los buenos, sino común a los buenos y a los malos.
Y de este modo los hijos de Dios se enamoraron de las hijas de los hombres, y para alcanzarlas por mujeres y gozar de su hermosura, se acomodaron a las costumbres de la sociedad terrena, desertando de la piedad que guardaban fielmente: en la sociedad y, congregación santa. Porque se aprecie mal la hermosura del cuerpo, bien criado por Dios, pero temporal, carnal e inferior, si por ella se deja a Dios, bien interno y sempiterno; así como desamparando la justicia aman también los avaros el oro sin pecado del oro, sino por culpa del hombre; y lo mismo sucede en todas las criaturas, porque como son buenas pueden ser bien y mal amadas; es a saber, bien, guardando el orden y mal, perturbando el orden, lo cual en estos versos, breve y concisamente, dijo un sabio en elogio del Criador:
Estas cosas tuyas son, y son buenas; Porque tú que eres bueno las criaste; no hay cosa nuestra en ellas, sino que pecamos, amando sin orden, en vez de ti, a la criatura
Pero el Criador, si verdaderamente es amado, esto es, si le ama a El mismo y no a otra cosa en su lugar que no sea El, no se puede amar mal, porque hasta el mismo amor debe ser amado ordenadamente, amando bien lo que debe amarse para que haya en nosotros la virtud con que se vive bien; por lo cual soy de parecer que la definición compendiosa y verdadera de la virtud es el orden en amar o el amor ordenado. Y así en los Cantares canta a Esposa de Jesucristo que es la Ciudad de Dios, y pide que ordene en ella el amor.
Trastornando, pues, y turbando el orden de este amor y caridad, despreciaron los hijos de Dios a Dios y amaron a las hijas de los hombres, con cuyos dos nombres bastante se distingue y conoce una y otra ciudad. Pues tampoco aquéllos naturalmente dejaban de ser hijos de los hombres, sino que habían comenzado a tener otro nombre por la gracia; porque la misma Escritura, donde dice que los hijos de Dios se aficionaron a las hijas de los hombres, a los mismos los llama también ángeles de Dios, por cuyo motivo muchos se han imaginado que aquéllos no fueron hombres, sino ángeles.


CAPITULO XXIII: Si es creíble que los ángeles, siendo de sustancia espiritual, se enamoraran de la hermosura de las mujeres; se casaran con ellos y de ellos nacieron los gigantes.


Hemos tocado de paso en el libro III de esta obra, dejándola por resolver, la cuestión sobre si pueden los ángeles, siendo espíritus puros, conocer carnalmente a las mujeres; porque dice la Sagrada Escritura, que hace Dios ángeles suyos a los espíritus, esto es, que aquellos que por su naturaleza son espíritus hace que sean ángeles suyos, ' encargándoles el honor de ser nuncios y legados suyos; pues lo que en idioma griego se dice angelus, en el latino significa nuncio o mensajero.
Pero es aún controvertible y dudoso, si cuando consecutivamente dice: y a sus ministros fuego ardiente, habla de sus cuerpos, o quiere significar que sus ministros deben estar encendidos en caridad, como un cuerpo actual. Porque la misma inefable Escritura afirma que los ángeles aparecieron a los hombres en tales cuerpos, que no sólo los pudiesen ver, sino también tocar.
Pero que los santos ángeles de Dios pudiesen caer en, alguna torpeza en aquel tiempo, no lo puedo creer, ni que de éstos habló el apóstol San Pedro cuando dijo: Dios no perdonó a sus ángeles cuando pecaron, sino que dio con ellos en las prisiones tenebrosas del infierno para castigarlos y reservarlos para el juicio final, sino que habló de aquellos que, apostatando y dejando a Dios, cayeron al principio con el demonio, su caudillo Y príncipe, que fue quien de envidia, con fraude serpentina, engañó al primer hombre: Y que los hombres de Dios se llamaron también ángeles, la misma Sagrada Escritura claramente lo testifica, pues aun de San Juan dice: Yo enviaré mi ángel delante de ti, el cual dispondrá tu camino; y el profeta Malaquias, por cierta gracia propia, esto es, por la que a él propiamente se le comunicó, se llamó a sí mismo ángel.
Pero lo que hace dudar a algunos es que de los que se llaman ángeles de Dios, y de las mujeres que amaron, leemos que nacieron, no hombres como los de nuestra especie, sino gigantes, como si no hubieran nacido también en nuestros tiempos algunos que en la elevada estatura de sus cuerpos han excedido extraordinariamente la medida ordinaria de nuestros hombres, como tengo referido arriba. No hube en Roma, hace pocos años, antes de la ruina y estragos que los godos hicieron en aquella suntuosa ciudad, una mujer con su padre y madre, cuyo cuerpo en cierto modo gigantesco sobrepujaba y excedía notablemente a todos los demás, y que sólo pata verla acudía singular concurso de todas partes, causando particular admiración que sus padres no eran más altos que los más altos, que ordinariamente vemos. Pudieron, pues, nacer gigantes aun antes que los hijos de Dios, que se dijeron también ángeles de Dios, se mezclasen con las hijas de los hombres, esto es, de los que vivían Según el hombre, es a saber, los hijos de Seth con las hijas de Caín; porque, la Sagrada Escritura, donde leemos esto, dice así: Y sucedió después que comenzaron a multiplicarse los hombres sobre la tierra, y tuvieron hijas. Viendo los ángeles de Dios las hijas de los hombres que eran buenas y de buen aspecto, escogieron, entre todas mujeres para sí, con quienes se casaron, y dijo el Señor Dios: No permanecerá mi espíritu, esto es, la vida que les he dado, en esto; hombres para siempre, porque son carnales y serán sus días ciento y veinte años. En aquellos días había gigantes en la tierra, y después de esto, mezclándose los hijos de Dios con las hijas de los hombres, engendraron para sí hijos, estos fueron los gigantes, hombres tan famosos y celebrados desde el principio del mundo.
Estas palabras del sagrado texto bien claro nos manifiestan que ya en aquellos tiempos había habido gigantes en la tierra cuando los hijos de Dios se casaron con las hijas de los hombres, amándola: porque eran buenas, esto es, hermosas, pues acostumbra la Sagrada Escritura Mamar buenos también a los hermosos en el cuerpo. Pero después que acaeció esta novedad, nacieron asimismo gigantes, pues dice: En aquellos días había gigantes sobre la tierra, y después de esto, mezclándose los hijos de Dios con las hijas de los hombres, etcétera. Luego los hubo ya antes en aquellos días y después de ellos.
Y lo que dice y engendraban para sí hijos, bastantemente da a entender que antes de caer en aquella flaqueza los hijos de Dios engendraban hijos para Dios, no para sí; esto es, no dominando en ellos el apetito de la torpeza, sino sirviendo al cargo de la generación y propagación; no formando una familia para su fausto y soberbia; sino para que fuesen ciudadanos de la Ciudad de Dios, y asimismo para anunciarles como ángeles de Dios que pusiesen en Dios su esperanza, imitando a aquel que nació de Seth, hijo de resurrección, y que esperó invocar el nombre del Señor Dios para que con esta esperanza fuesen herederos con sus descendientes de los bienes eternos y, debajo de un Dios Padre, hermanos de sus hijos.
Pero no se debe entender que de tal manera fueron ángeles de Dios, que no fuesen hombres, como algunos imaginan. Sin duda alguna, la misma Escritura testifica que fueron hombres; pues habiendo dicho que, viendo los ángeles de Dios las hijas de los hombres que eran hermosas, tomaron pasa sí esposas entre todas las que escogieron; luego prosigue: Y dijo el Señor: No permanecerá mi espíritu en estos hombres para siempre, porque son carnales. Con el espíritu de Dios llegaron a ser ángeles de Dios e hijos de Dios; pero declinando a las cosas bajas de la tierra, los llama hombres con nombre de la naturaleza, y no de la gracia. Llamó también a los espíritus desertores, que desamparando a Dios fueron desamparados y carne o carnales.
Los setenta intérpretes, llamaron a éstos ángeles de Dios e hijos de Dios, lo cual seguramente no está así en todos los libros, porque algunos sólo dicen hijos de Dios; y Aguila, a quien los judíos anteponen a los demás intérpretes, traduce, no ángeles de Dios ni hijos de Dios, sino hijos de los dioses.
Lo uno y lo otro es verdadero; porque eran hijos de Dios, al cual, teniendo por Padre, eran también hermanos de sus padres; y eran hijos de los dioses por haber nacido de los dioses, con quienes ellos mismos eran igualmente dioses, conforme a la expresión del real profeta: Yo digo que sois dioses, y todos hijos del Altísimo. Porque Se cree que los setenta intérpretes tuvieron espíritu profético para que cuando mudasen algo con la autoridad del Espíritu Santo, y dijese, lo que interpretaban de modo distinto al que en el original tenía, no se dudase de esto, lo decía el Espíritu Santo. Aunque esto dice que aun en el hebreo está ambiguo, de forma que se pudo interpretar hijos de Dios e hijos de los dioses. Dejemos, pues, las fábulas de aquellas Escrituras que llaman apócrifas, porque de su principio, por ser oscuro; no tuvieron noticia clara los padres, quienes han transmitido las verdaderas e infalibles Escrituras con certísima fe y crédito hasta llegar a nosotros. Y aunque estos libros apócrifos dicen alguna verdad, con todo, por las, muchas mentiras que narran, no tienen autoridad canónica.
No podemos negar que escribió algunas cosas inspiradas Enoch, aquel que fue el séptimo desde Adán, pues lo confirma el apóstol San Judas Tadeo en su epístola canónica. Con todo, no sin motivo están los libros de Enoch fuera del Canon de las Escrituras que se custodiaban en el templo del pueblo hebreo, por la exacta diligencia de los sacerdotes que se iban sucediendo. Pues por su antigüedad los tuvieron por sospechosos, y no podían averiguar si su contenido era lo mismo que el Santo había escrito, no habiéndolas publicado personas tales que por el orden de sucesión se probase las hubiesen guardado legítimamente. Por la misma razón las cosas que con su nombre se publican y contienen estas fábulas de los gigantes, que no fueron hijos de hombres, con razón creen los prudentes que no se deben tener por suyas; como otras muchas que con el nombre de otros profetas, y otras modernas que con el de los apóstoles publican los herejes. Todo lo cual con el nombre de apócrifo, de diligente examen, está desterrado de los libros canónicos.
Conforme a las Escrituras canónicas hebreas y cristianas, no hay duda que antes del Diluvio hubo muchos gigantes, y que éstos fueron ciudadanos de la sociedad terrena de los hombres; y que los hijos de Dios, que según la carne descendieron de Seth, declinaron y se pasaron a esta congregación, dejando la justicia.
Y no es maravilla que de ellos pudiesen nacer gigantes, no porque fueran todos gigantes, sino porque hubo muchos más entonces que, en los tiempos que sucedieron después del Diluvio; los cuales quiso criar Dios para manifestar su omnipotencia. Que no sólo la hermosura corporal, pero ni la grandeza y fortaleza debe estimar el sabio, cuya bienaventuranza consiste en los bienes espirituales e inmortales, que son mucho mejores y más sólidos, y propios de los buenos, no comunes a los buenos y a los malos. Así nos lo refiere el Profeta cuando dice: Allí vivieron aquellos gigantes tan nombrados desde el principio, de grande estatura y belicosos. No escogió el Señor a éstos, ni les comunicó el verdadero camino de la sabiduría, sino que perecieron; y porque les faltó la sabiduría se perdieron por su consideración.


CAPITULO XXIV: Cómo se debe entender lo que dijo el Señor de los que hablan de perecer en el Diluvio: Serán sus días ciento y veinte años.


Lo que dijo el mismo Dios: Serán sus días ciento y veinte años, no se debe entender como si les anunciara que después de la ruina universal del orbe, la vida de los hombres no había de pasar de ciento y veinte años, pues hallamos que aun después del Diluvio pasaron de quinientos; sino debe entenderse que se explicó así el Señor cuando andaba Noé próximo a cumplir quinientos años, esto es, en los cuatrocientos y ochenta de su vida, (los cuales llama a su modo la Escritura quinientos, significando muchas veces con el nombre del todo la mayor parte), porque a los seiscientos años de Noé, en el mes segundo, sucedió el Diluvio; y así dijo Dios que de ciento y veinte años sería la vida de aquellos hombres, los cuales cumplidos habían de acabar con el Diluvio.
Y no sin razón se cree que sucedió el Diluvio cuando no se halló ya en la tierra quien no mereciese la muerte, con que Dios castigó a los impíos, no porque tal género de muerte cause a los buenos algo que pueda dañarles después de la muerte, aunque ninguno de los que según la Sagrada Escritura descendieron del linaje de Seth murió con el Diluvio.
La causa del Diluvio la refiere el Espíritu Santo de esta manera: Viendo el Señor, dice, que se había multiplicado la malicia de los hombres en la tierra, y que cada uno no maquinaba en su corazón sino maldades, y esto continuamente, pensó Dios cómo había criado al hombre sobre la tierra, y, reflexionando, dijo: Destruirá al hombre que crié sobre la tierra; desde el hombre hasta las bestias, y desde las sabandijas y reptiles que andan arrastrándose, hasta las aves del cielo; porque estoy enojado de haberlas criado.


CAPITULO XXV: Que la ira y enojo de Dios no perturba su inmutable tranquilidad.


La ira y enojo de Dios no es cierta perturbación de su ánimo, sino un juicio y sentencia con que da su respectiva pena y castigo al pecado; y su pensamiento y meditación es la razón inmutable de las cosas que han de mudarse Porque no es Dios como el hombre, que le pesa de alguna acción que haya ejecutado, sino que tiene sobre todas las cosas su dictamen y determinación tan fija y constante, como es cierta e infalible su presciencia.
Pero si no usara la Escritura tales palabras, no se acomodara tan familiarmente a toda suerte de personas, cuya utilidad espiritual procura, bien poniendo terror a los soberbios, alentaron y despertando a los negligentes, ejercitando a los que trabajan y la buscan, alimentando y sustentando a los inteligentes; lo cual no haría si primero no se inclinase y en algún modo descendiese a los que están postrados y humillados.
Y el notificarles asimismo la muerte de todos los animales de la tierra y aves del cielo no es amenazar con la muerte a los animales irracionales, como si hubieran éstos pecado, sino declarar y ponderar la grandeza del estrago que sucedería.


CAPITULO XXVI: El Arca que mandó hacer Dios a Noé en todo significa a Cristo y a su iglesia.


Ordenó Dios a Noé, hombre justo y, como dice la verdadera Escritura, entre todos los de su tiempo el más perfecto (aunque no como lo han de llegar a ser los ciudadanos de la Ciudad de Dios en aquel estado de inmortalidad en el que se igualarán con los ángeles de Dios, sino como puede haber perfectos en esta peregrinación de la tierra); mandó Dios a Noé que construyese una Arca para salvarse de la inundación del Diluvio con los suyos, esto es, con su mujer, hijos, nueras y con los animales que por orden de Dios entraron con él en el Arca. lo cual es, sin duda, una figura representativa de la ciudad de Dios que peregrina en este siglo, esto es, de la Iglesia, que se va salvando y llega al puerto deseado por el leño en que estuvo suspenso el Mediador de Dios y de los hombres, el hombre Cristo Jesús, porque aun las mismas medidas y el tamaño de su longitud, altura y anchura significan el cuerpo humano, con el cual real y verdaderamente, según estaba profetizado, había de venir y vino. Pues la altura de un cuerpo humano, desde la cabeza hasta los pies, es seis veces más que la anchura, que es la que se toma de un lado a otro, y diez veces más que la medida desde las espaldas al vientre. Como si medimos un hombre tendido boca arriba o boca abajo, tiene de largo desde la cabeza hasta los pies seis veces más que el lado de izquierda a derecha, o de derecha a izquierda, y diez lo que tiene de altura de la tierra.
Así se hizo el Arca de trescientos codos de largo, cincuenta de ancho y treinta de alto. Y el haberle hecho puerta en el lado, sin duda significa aquella haga que con la lanza abrieron en el costado del Crucificado, porque por ella entramos los que caminamos a El, y de ella brotaron los Sacramentos con que los fieles se santifican. Y el mandar que se hiciese de piezas cuadradas significa la estabilidad que tiene por todas partes la vida de los santos, porque dondequiera que volviereis el cuadrado está firme. Y todo lo demás que se dice de la fábrica de esta Arca son señales de otras propiedades de la Iglesia; pero sería larga digresión quererlas especificar ahora, y ya tratamos de este particular en los libros que escribí contra el maniqueo Fausto, que negaba que en los libros de los hebreos hubiese profecía alguna de Jesucristo.
Puede ser que las explicaciones que se den sean unas mejores que otras y algunas mejores que la nuestra, con tal que se refieran a la ciudad de Dios de que tratamos, que anda peregrinando como en un Diluvio en este perverso y corrompido siglo, si el que lo explique no quiere desviarse del sentido literal del autor que escribió esta historia.
Como si alguno, v gr., lo que dice el sagrado texto, las partes inferiores las harás de dos y de tres cámaras no quiere que se entienda, como yo expuse en los citados libros, que de todas las gentes y naciones se junta y compone la Iglesia, y lo de dos cámaras se dijo por dos clases de gentes es a saber, los circuncidados y los que no lo estaban, a quienes el Apóstol en otra frase llama judíos y griegos; y lo de tres cámaras, porque todas las naciones se restauraron después del Diluvio, procediendo de los tres hijos de Noé; y quiere dar otra explicación que no sea ajena ni contradiga al Canon de la fe.
Porque como quiso Dios que el Arca tuviese habitaciones o cámaras, no sólo en las partes inferiores, sino también en las Superiores, a esta disposición llamó dos cámaras; y por haber en las superiores otra cámara, díjose que había tres cámaras, de modo que, desde lo bajo a lo alto, eran primera, segunda y tercera habitación; por las cuales se pueden entender aquí aquellas tres excelentes virtudes que recomienda el Apóstol: la fe, la esperanza y la caridad; y con más propiedad y conveniencia los tres frutos evangélicos de treinta, sesenta y ciento; de modo que en lo más bajo tenga su morada la castidad conyugal; sobre ésta, la de la viuda, y sobre todo, la virginal.
Estas y otras mejores interpretaciones pueden darse, con tal de que quepan dentro de la fe cristiana. Lo mismo digo de todo lo demás que aquí se hubiese de declarar, que puede explicarse de diversas maneras, pero atendiendo siempre a una sólida concordia con la fe católica.


CAPITULO XXVII: Del Arca y del Diluvio, y que no debe creerse a los que admiten sólo la historia sin significación alguna alegórica, ni a los que defienden sólo las alegorías, desechando la verdad de la historia.


Sin embargo, ninguno debe imaginar, o que escribió esto en vano, o que sólo debemos indagar la verdad de la historia sin atender a significación alguna alegórica; o al contrario, que nada de esto sucedió, sino que sólo son figuras verbales; o, sea lo que fuere, nada tiene que ver con las profecías de la Iglesia.
Porque quién, si no es un insensato o demente, ha de decir que son libros inútilmente escritos los que se han conservado y custodiado por tantos millares de años con tanta veneración y fidelidad de sucesión? O que debe atenderse sólo a la historia, pues, omitiendo otras particularidades, si por la multitud de los animales era fuerza que se construyera una Arca tan capaz, qué precisión había para que se introdujesen de los animales inmundos dos de cada especie, y siete de los limpios, pudiéndose conservar unos y otros en igual número? O acaso Dios, que para conservar las especies prescribió que las guardasen, no podía recriarlas del modo que las crió?
Y los que sostienen que nada de esto sucedió, sino que sólo son figuras para significar otras cosas, piensan en primer lugar que no pudo ser tan grande el Diluvio que sobrepujase la creciente del agua quince codos las cumbres de los más elevados montes por causa del monte Olimpo, sobre el cual dicen que no pueden subir las nubes, porque es tan elevado como el cielo y no puede experimentarse allí este aire denso donde se engendran los vientos, nieblas y aguas; y no consideran los autores de este argumento que hay allí tierra, que es el más denso de los elementos, a menos que nieguen que sea de tierra la cumbre del monte. Cómo pudo la tierra levantase hasta aquella altura del cielo y el agua no pudo, afirmando los que miden y pesan los elementos que el agua es superior y menos pesada que la tierra? Y qué razón es la que dan para que la tierra, que es más grave e inferior, haya llegado y ocupe lugar del cielo más quieto y tranquilo por tantas series de años, y que al agua, que es más leve y superior, no se le haya permitido que haga esta ascensión, siquiera por un corto espacio de tiempo?
Dicen también que en aquella Arca no pudo haber tanta especie de animales, macho y hembra, dos de cada clase de los inmundos y siete de los limpios; pero advierto que sólo cuentan trescientos codos de largura, cincuenta de anchura y treinta de altura, no considerando que hay otro tanto en las partes superiores o segundo piso, y asimismo otro tanto en las superiores de las superiores, esto es, en el tercer piso, y que, por consiguiente, multiplicando tres veces aquellos codos, dan de largo novecientos, de anche ciento y cincuenta, noventa de alto.
Y si quisiésemos pensar lo que Orígenes, no sin agudeza, dijo, que Moisés, hombre de Dios y, como dice la Escritura, versado en todas las ciencias de los egipcios, que fueron aficionados y dados al estudio de la geometría, pudo significar codos geométricos, uno de los cuales equivale a seis de los nuestros, quién no advierte lo que pudo caber en aquella fabricación tan grande?
El argumento de que no pudo hacerse una Arca de tanta grandeza y extensión es calumnia muy necia, observando que se han fabricado ciudades inmensas y muy dilatadas Y que se emplearon cien anos en la construcción de la Arca; a no ser que pueda junta piedra con piedra con sola cal, de modo que venga a formar un muro de muchas millas, y que sea imposible unir maderos con tarugos, abrazaderas, clavos y brea para una Arca, con líneas no curvas, sino rectas la cual no habla de ser necesario echar al mar a fuerza de brazos, sino que la movería y levantaría el agua cuando viniera con el orden natural de los pesos, y que la gobernara sobre las aguas más la divina Providencia que la humana prudencia, para que en ninguna parte padeciera naufragio.
Respecto a los que preguntan con demasiada curiosidad si de las sabandijas más pequeñas, no sólo los ratones y lagartijas, sino también las langostas, escarabajos y, en fin, moscas y pulgas, hubo más cantidad en el Arca de la que ordenó y mandó Dios, deben advertir primeramente los que dudan de esta circunstancia que lo que dice la Sagrada Escritura: los animales que van arrastrando sobre la tierra, se debe entender de modo que no fue necesario conservar en el Arca no sólo los que nadan debajo del agua, como los peces, sino tampoco los que flotan sobre ella, come varias aves; y cuando dice: serán macho y hembra, sin duda lo dice para reparar la especie, y, según esto, tampoco fue necesario que hubiese allí los animalejos que pueden nacer sin la unión de macho y hembra de cualquiera materia o de cualquiera corrupción; o que si los hubo, como los suele haber en las casas, pudieron ser sin determinación de cantidad, y si el misterio sacratísimo que se representaba y la figura de una tan grande maravilla, en realidad de verdad no podía cumplirse de otra manera sino estando allí, en el Arca en determinado número, todos los animales que no podían, prohibiéndoselo su naturaleza, vivir en las aguas, no estuvo esto a cargo de aquel hombre o de aquellos hombres, sino al de Dios; porque Noé no los buscaba y metía en el Arca, sino que, conforme llegaban, los dejaban entrar, y a esto alude lo que dice: entrarán contigo, es, a saber, no por diligencia humana, sino por voluntad divina.
De modo que no se crea que hubo allí los que carecen de sexo, porque estaba ordenado que fuesen macho y hembra; pues hay algunos animales que nacen de cualquiera cosa, sin haber unión de macho y hembra, y después se vienen a juntar y engendrar, como son las moscas, y otros en quienes no hay macho y hembra, como son las abejas. Pero aquellos en quienes hay macho y hembra, y con todo no engendran, como son los mulos y las mulas, maravilla fuera que se hallaran allí, bastando que estuvieran sus Padres, es a saber, la especie del caballo y del asno; y lo mismo puede decirse de algunos que con la mezcla de diferentes especies procrean otra, aunque si esto importaba para el misterio, allí se hallarían, porque también esta especie tiene macho y hembra.
Preguntan además algunos respecto de los manjares que allí podían tener los animales, que se sabe no se sustentan sino de carne, si además del número determinado hubo allí alguno otros sin quebrantar el mandato, a loa cuales obligase a encerrar allí la necesidad de mantener a los otros, o, lo que es más verosímil si fuera de las carnes pudo haber algunos alimentos que conviniesen para todos; porque conocemos muchos animales que se sustentan de carne, que comen legumbres y frutas, y principalmente higos y castañas. Qué maravilla, pues, si aquel varón sabio, justo y además instruido por Dios de lo que necesitaba cada uno, aprestó y guardó Para cada especie, además de las carnes, el alimento acomodado que le convenía? Y qué cosa no les haría comer el hambre? O qué pudo hacer Dios que no les fuese suave y saludable, pudiendo por divino privilegio concederles que vivieran sin comer, si no conviniera que comieran para el cumplimiento de la figura de tan grande misterio?
No cabe, pues, dudar, como no sea por terquedad, que tantas y tan diversas señales de sucesos acaecidos no sirvan para figurarnos la Iglesia. Porque ya las gentes de tal suerte le han poblado los limpios y los inmundos hasta que llegue a determinado fin y de tal suerte están comprendidos y ligados con el vínculo de su estrecha unión, que por sólo esto, que es evidentísimo, no es licito dudar de las demás cosas que se dicen con más oscuridad, y con más dificultad pueden entenderse.
Y siendo así, ninguno, por inflexible y obstinado que sea, se atreverá a pensar que esto se escribió inútilmente, ni tampoco que, habiendo sucedido, no tuvo cierta significación, ni que sólo son dichos significativos y no hechos.
Ni puede decirse probablemente que son ajenos de representar o significas la Iglesia, sino debe creerse que se escribieron con mucho acuerdo y sabiduría, que realmente sucedieron, que significaron algún misterio, y que éste consiste en representar la Iglesia.

Pero ya que hemos llegado a este punto, será bien concluir este libro, podrá continuar en el siguiente el curso de ambas ciudades, la terrena, que vive según el hombre, y la celestial, que vive según Dios, después del Diluvio y durante los demás sucesos que efectivamente acaecieron.


LIBRO DECIMOSEXTO: LIBRO DE LAS DOS CIUDADES: DESDE NOÉ HASTA LOS PROFETAS.


CAPITULO PRIMERO: Si después del Diluvio, desde Noé hasta Abraham, se hallan algunas familias que viviesen según Dios.


Después del Diluvio, si los vestigios y señales del camino de la Ciudad Santa se continuaron o se interrumpieron con la intervención de los tiempos perversos, de modo que no hubiese hombre que reverenciase y adorase a un solo Dios verdadero, es problema difícil de averiguar exactamente; no habiendo otras noticias que las que nos suministran las historias, porque en libros canónicos posteriores a Noé, que con su esposa, sus tres hijos y sus tres nueras mereció salvarse en el Arca de la ruina universal del Diluvio, no hallamos que la Sagrada Escritura celebre con testimonio evidente e infalible la piedad y religión de ningún hombre hasta Abraham, a excepción de los dos hijos de Noé, Sem y Japhet, que él mismo alaba y recomienda en una bendición profética, fijando la vista y vaticinando lo que, transcurridos muchos años, había de suceder.
Por esto también a su hijo mediano, esto es, menor que el primogénito y mayor que el último, que había pecado contra su padre, le maldijo no en su propia persona, sino en la de su hijo y nieto de Noé, con estas terribles palabras: Maldito será el joven Canaam; siervo será de sus hermanos. Porque Canaam era hijo de Cam, quien no cubrió, antes descubrió la desnudez de su padre cuando dormía.
Y así también lo que prosigue, que es la bendición de sus hijos el mayor y el menor, diciendo: Bendito el Señor Dios de Sem, sea Canaam su siervo; bendiga Dios a Japhet y habite en las casas de Sem, está lleno de sentidos proféticos y cubierto de oscuridad y de velos misteriosos, como lo está el plantar el mismo Noé la viña, el tomar el vino de ella, el dormir desnudo y todo lo demás que allí pasa y se escribe en la Sagrada Escritura.


CAPITULO II: Qué es lo que se figuró proféticamente.

en los hijos de Noé

Pero habiéndose cumplido efectivamente en sus descendientes estos vaticinios, que estaban oscuros y encubiertos, están ya bien claros y perceptibles; porque quién hay que, meditándolos con atención, no los refiera a Cristo? Sem, de cuyo linaje, según la carne, nació Jesucristo, quiere decir nombrado. Y qué cosa más nombrada que Cristo, cuyo augusto nombre derrama por toda la redondez de la tierra su admirable fragancia, de manera que en los Cantares, publicándolo hasta la misma profecía, se compara al ungüento derramado, en cuyas Casas, esto es, en la Iglesia, habita la inmensa multitud de las gentes? Porque Japhet quiere decir amplitud, pero Cam, significa cálido, y el mediano de, los hijos de Noé, diferenciándose de uno y otro y que dándose entre arribes, ni en las primicias de los israelitas ni en la plenitud de los gentiles, qué significa sino el linaje y generación, astuta de los herejes, no con el espíritu de la sabiduría, sino de la impaciencia con que suele hervir el pecho, y corazón de los herejes y perturbar la Paz de los santos?
Aunque todo esto viene a redundar en utilidad de los proficientes, conforme a la expresión del Apóstol: Que conviene que haya herejías para que los buenos se echen, de ver entre vosotros; y por eso mismo dice la Escritura: El hijo atribulado y ejercitado en las penalidades será sabio, y del Imprudente y malo se servirá como de ministro y siervo.
Porque muchas cosas que pertenecen a la fe católica, cuando los herejes, con su cautelosa y astuta inquietud, las turban y desasosiegan, entonces, para poderlas defender de ellos, se consideran con más escrupulosidad y atención, se perciben con mayor claridad, se predican con mayor vigor y constancia, y la duda o controversia que excita el contrario sirve de ocasión propicia para aprender.
No sólo los que están manifiestamente separados, sino también los que se glorían y precian del nombre cristiano y viven mal, pueden ser figurados en el segundo hijo de Noé, porque la pasión de Cristo, que fue significada con la desnudez de aquel hombre, la predican con su profesión, y con su perversa vida la desacreditan y deshonran.
De ellos se dijo que por el fruto que dan y por sus obras los conoceremos. Por eso fue maldito Cam en su hijo como en fruto suyo, esto es, en su obra, y su hijo Canaam quiere decir movimiento suyo, lo cual, qué otra cosa es que obra suya?
Sem y Japhet figuran la circuncisión y el prepucio, o, como los denomina el Apóstol, los judíos y los griegos, los que, llamados y justificados, habiendo entendido comoquiera la desnudez de su padre, con que se significaba la pasión del Redentor, tomaron su vestidura, pusiéronla sobre sus espaldas y entraron caminando hacia atrás, cubriendo la desnudez de su padre y no viendo la que por respeto y reverencia cubrieron; porque en cierto modo en la pasión de Cristo honramos lo que se hizo por nosotros y abominamos la maldad de los judíos.
La vestidura significa el Sacramento; las espaldas, la memoria de lo pasado, porque la pasión de Cristo, en tiempo que vivía Japhet en las casas de Sem, y el mal hermano en medio de ellos, la Iglesia la celebra como ya pasada y no la mira como futura.
Pero el mal hermano en su hijo, esto es, en su obra, es el joven, es decir, el siervo de sus buenos hermanos, cuando los buenos con cordura se aprovechan de los malos para el ejercicio de la paciencia o para el aprovechamiento de la sabiduría.
Hay algunos –según dice el Apóstol– que predican a Jesucristo no sincera y fielmente; pero comoquiera –dice– que prediquen a Cristo o por alguna ocasión o en verdad, yo me alegro y lisonjeo de ello y aun me complaceré más; porque él es el que plantó la viña de quien dice el profeta: Esta viña del Señor de los ejércitos es la casa de Israel, y él bebió de su vino. Ya se entiende aquí aquel cáliz del cual dice: Podéis beber el cáliz que yo he de beber?, y también: Padre, si es posible, pase de mí este cáliz, con que sin duda significa su pasión ya sea que, como el vino es fruto de la viña, antes nos quiso significar con esto que de la misma viña, esto es, del linaje de los israelitas, tomó por nosotros, para poder padecer, carne y sangre; y se embriago, esto es, padeció; y se desnudó, porque allí se desnudó, es decir, se descubrió su flaqueza, de la cual dice el Apóstol que fue crucificado por la flaqueza de la carne, y: Lo que parece flaco en Dios es más fuerte que los hombres, y lo que parece loco, es más sabio que la sabiduría de los hombres. Y al hablar de Noé la Escritura, después de haber dicho y se desnudó, añadió: en su casa, mostrándonos enérgicamente que habla de padecer la cruz y afrentosa muerte de manos de gente de su carne y linaje y de los domésticos de su sangre, esto es, de los judíos.
Esta pasión de Cristo la predican los réprobos sólo en lo exterior con el sonido de la voz, porque no entienden lo que predican; pero los buenos en lo interior conservan este tan grande misterio y dentro del corazón reverencian y honran lo flaco y necio de Dios, que es más fuerte y sabio que los hombres. Figura a los primeros Cam, que, saliendo fuera, anunció y divulgó la desnudez de su padre; pero Sem y Japhet, para encubrirle y velarle, es a saber, para honrarle y reverenciarle, entraron, esto es, hicieron esto interiormente.
Estos secretos de la Sagrada Escritura los vamos rastreando como podemos, más o menos cóngruamente unos que otros, pero teniendo fielmente por cierto que estas cosas no se hicieron ni escribieron sin significación alguna y figura de las cosas futuras, y que no se deben referir sino a Cristo y a su Iglesia, que es la Ciudad de Dios, la cual no se dejó de predicar desde el principio del linaje humano, cuya predicación vemos que por todas partes se cumple.
Así que, después de la bendición de los dos hijos de Noé y de la maldición del uno, que fue el mediano, por mas de mil anos hasta Abraham, no se mencionan ya hombres justos que piadosamente reverenciasen y adorasen a Dios. Y no puedo creer que hubo falta de ellos, sino que fuera alargarse demasiado si se hubieran de referir todos, lo cual sería más diligencia histórica que providencia profética.
Así que el escritor de las sagradas letras, o, por mejor decir, el Espíritu Santo, prosigue la relación de los sucesos, con la que no sólo se refiere los pasados, sino también se anuncia los futuros, digo, los que pertenecen a la Ciudad de Dios.
Porque aun todo lo que se dice aquí de los hombres que no son sus ciudadanos, se refiere con el objetó de que ella, con la comparación de sus contrarios, o aproveche o salga victoriosa, aunque no todo lo que se dice sucedió debemos entender que tiene su significación propia, sino que, con las cosas que significan, se mezclan las que nada significan; pues aunque sólo con la reja se surca la tierra, para poderlo hacer son necesarias asimismo todas las demás partes del arado; y en las cítaras y semejantes instrumentos músicos aunque se acomodan sólo las cuerdas para tocar, sin embargo, para colocar las se ponen con ellas todas las demás cosas de que constan los instrumento músicos, los cuales no se tocan, sino se unen con las que tocadas suenan. As en la historia profética también se refieren algunas cosas que nada significan, pero que están enlazadas y el cierto modo trabadas con las que tienen determinada significación.


CAPITULO III: De las generaciones de los tres hijos de Noé.


Resta ya que consideremos las generaciones de los hijos de Noé, y que pareciese conducente tratar de ella lo describamos en esta obra, en la que vamos demostrando, siguiendo el orden de los tiempos, el estado y progreso de una y otra ciudad, es a sabe de la terrena y de la celestial.
Principia, pues, a referirlas la Sagrada Escritura por el hijo menor, que se llamó Japhet, y nombra a ocho hijos suyos y siete nietos de dos hijos de estos; tres del uno y cuatro del otro, que todos hacen quince; cuatro de los de Cam, esto es, del segundo hijo de Noé, y cinco nietos de un hijo suyo, y dos bisnietos de un nieto, que todos son once.
Y habiendo referido éstos, retrocede Como al principio, diciendo: Chús engendró a Nemrod; éste empezó a ser gigante en la tierra; éste fue gigante cazador contra el Señor Dios; y por eso se dice: como un Nemrod, gigante cazador contra el Señor. Comenzó a reinar en Babilonia Orech, Archad y Chalanne en la tierra de Sennaar, de la cual salió Azur, y edificó a Nínive y a la ciudad de Robooth y a Calach y a Dasem, entre Nínive y Calach. Esta es la ciudad grande.
Este Chús, padre del gigante Nemrod, es el primero que nombra entre los hijos de Cam, cuyos cinco hijos y dos nietos había ya contado; pero a este gigante, o le procreó después de nacidos sus nietos o, lo que es más creíble, la Escritura, por excelencia suya, habla separadamente de él, pues nos relaciona también con toda exactitud su reino, cuyo principio, cabeza y corte era la nobilísima ciudad de Babilonia y las que con ellas se refieren, ya sean ciudades, ya sean provincias. Respecto a lo que dice de aquella tierra, esto es, de la tierra de Sennaar, perteneciente al reino de Nemrod, salió Asar, que edificó a Nínive y otras ciudades, esto sucedió mucho después, lo cual narra de paso la Escritura con esta ocasión, por la nobleza del reino de los asirios, que maravillosamente dilató y acrecentó Nino, hijo de Belo, fundador de la gran ciudad de Nínive, de quien ésta tomó su nombre, de modo que Nino se llamó Nínive. Asur, de quien tomaron el nombre los asirios, no fue uno de los hijos de Cam, hijo segundo de Noé, sino uno de los hijos de Sem, que fue el hijo mayor de Noé.
De aquí resulta que de la estirpe de Sem descendían los que después poseyeron el reino de aquel gigante, y o allí fundaron otras ciudades, y la primera de ellas, Nino, se llamó Nínive. Desde aquí vuelve al otro hijo. De Cam, que se llamaba Mesraín, y dice los que engendró, no como quien refiere cada persona de por sí, sino siete naciones, y de la sexta, como un sexto hijo, refiere que salió la nación que se llama de Philistim, por donde vienen a ser ocho.
Desde aquí vuelve nuevamente a Canaam, en cuya persona maldijo Noé a su padre Cam, y nombra once que engendró. Después, habiendo referido algunas ciudades, dice a qué fin y término llegaron. Y así, incluyendo en la cuenta hijos y nietos, refiere treinta y uno que nacieron de la estirpe de Cam.
Resta ahora referir los hijos de Sem, el mayor de los hijos de Noé, porque a él llega de grado, en grado la relación de estas generaciones, que comenzó por el menor. Pero donde principia a relacionar los hijos de Sem está bastante oscuro, por lo que es indispensable declararlo, le importa mucho para el objeto que nos proponemos, porque dice así: Y también al mismo Sem, que fue padre de todos sus hijos y hermano mayor de Japhet, le nació Heber. El orden y construcción de las palabras latinas es éste; y, al mismo Sem también le nació Heber, el cual Sem es él, padre de todos sus hijos. Así que quiso dar a entender que Sem era patriarca de, todos los que ha de referir que descendieron de su linaje, ya sean hijos, nietos o bisnietos, y los que de ellos en adelante nacieron, pues no hemos de entender que a este Heber le engendró Sem, sino que es el quinto en la lista y catálogo de sus descendientes, porque Sem, entre otros hijos, tuvo a Arphaxat, Arphaxat a Cainan, Cainan a Sala y Sala a Heber.
No en vano, pues, le nombra el primero en la generación que desciende de Sem, y le antepuso también a los hijos, siendo él el quinto nieto, sino porque es verdad lo que se dice que de él se llamaron así los hebreos, aunque podría haber también otra opinión, que de Abraham parezca que se llaman así como hebraheos pero, efectivamente, lo cierto es que de Heber se llamaron hebreos, y después, quitando una letra, hebreos, cuya lengua hebrea pudo poseer solamente el pueblo de Israel, en quien la Ciudad de Dios anduvo peregrinando en los Santos, y en todos fue misteriosamente figurada.
Por este motivo se nombran primeramente seis hijos, de Sem; y después, de uno de ellos nacieron cuatro nietos suyos, y asimismo otro hijo suyo engendró otro nieto, de quien asimismo nació otro bisnieto y después otro tataranieto, que es Heber; y Heber engendró dos hijos, el uno llamado Phalec significa el que divide. Después, prosiguiendo la Escritura, dando la razón de este nombre, dice: Porque en su tiempo se dividió la tierra, y lo que quiere decir esta expresión, después se verá.
Otro que nació de Heber engendró doce hijos, con los cuales vienen a ser todos los descendientes de Sem veinte y siete. Así que todos los sucesores de los tres hijos de Noé, es a saber, quince de Japhet, treinta y uno de Cam y veinte y siete de Sem, vienen a sumar setenta y tres. Después prosigue el sagrado texto diciendo: Estos son los hijos de Sem, según sus familias y lenguas en sus respectivas tierras y naciones. Y asimismo de todos dice: Estas son las tribus o familias de los hijos de Noé según los pueblos y naciones; estos fueron los que dividieron las gentes en la tierra después del Diluvio.
De donde se colige que entonces hubo setenta y tres, o por mejor decir, setenta y dos, no hombres, sino naciones, porque habiendo referido antes los hijos de Japhet, concluyó así: De éstos nacieron los que dividieron y poblaron las islas de las gentes en la tierra, cada uno según su lengua, familia o nación.
Y en los hijos de Cam, en otro lugar refiere con más claridad las naciones, cómo lo indiqué arriba: Mesraín engendró a los que se dicen Ludiim, y a este modo los demás, hasta siete naciones; y habiéndolas contado todas, concluyendo su relación, dice: Estos son los hijos de Cam en sus familias, según sus lenguas, en sus regiones y naciones.
Por esta causa dejo de referir muchos hijos de otros, porque conforme nacían se iban mezclando con otras gentes, y ellos no bastaron a constituir por sí solos una nación. Pues qué otro motivo hay a que, habiendo contado ocho hijos de Japhet, refiera que de los dos solamente nacieron hilos, y nombrando cuatro hijos de Cam, refiere únicamente los que nacieron de los tres; y nombrando seis hijos de Sem, pone solamente la descendencia de los dos? Acaso los demás no tuvieron hijos? De ningún modo debe creerse tal cosa, sino que como no hicieron nación o gente distinta no merecieron que hiciera mención de ellos, porque conforme nacían se iban enlazando y mezclando con otras naciones.

CÁPITULO IV
De la diversidad de lenguas y del principio de Babilonia.

Refiriendo el historiador que estas naciones vivían cada una con su lengua, con todo, retrocede a la época en que todos usaban un mismo idioma, luego principia a declarar lo que sucedió, por cuyo motivo nació la diversidad de las lenguas: No se hablaba dice, en toda la tierra sino una lengua y sucedió que caminando desde la parte oriental hallaron un campo en tierra de Sennaar, y habitaron en él, y si dijeron unos a otros: hagamos adobes y los coceremos al fuego, y sirvióles el ladrillo de piedra y el betún de argamasa, y dijeron: venid, pues, y edifiquemos una ciudad y una torre, cuya cabeza llegue hasta el cielo, y sirva para, celebrar nuestro nombre antes que nos distribuyamos por todo el ámbito de la tierra Bajó el Señor a ver la ciudad y la torre que edificaban los hijos de los hombres, y dijo el Señor: ved aquí que el pueblo es uno, y no usan sino un idioma todos ellos, y han dado ya en este desatino, y no desistirán de lo comenzado hasta que salgan con su intento; venid, bajemos y confundamos su lengua, de forma que no se entiendan unos a otros. Esparciólos, pues, Dios desde allí por toda la tierra, y dejaron de edificar la ciudad y la torre; la cual, por este motivo, se llamó Confusión, porque allí confundió Dios la lengua que se hablaba en toda la tierra, y desde allí los derramó Dios por toda ella. Esta ciudad, que se llamó Confusión, es Babilonia, cuya admirable construcción celebran también los historiadores gentiles, porque Babilonia quiere decir confusión.
Y se infiere que el gigante Nemrod fue el que la fundó, por lo que arriba insinuó de paso, donde, hablando de él sagrado texto, dice: El principio de su reino fue Babilonia, esto es, que fuese reino y cabeza de las demás ciudades, donde, como Metrópoli, estuviese la corte del rey.
Aunque no llegó a ser tan grande majestuosa como lo había trazado la arrogancia y soberbia de los impíos, porque pretendieron una elevación excesiva, a la cual llama la Escritura hasta el cielo, ya fuese ésta la de una sola torre, que principalmente entre otras fabricaban, o la de todas las torres, significan por el número singular, así como se dice soldado y se entienden mil soldados, y la rana y la langosta, pues así llama la Escritura a la multitud de ranas y langostas, en las plagas que Moisés hizo descender sobre los egipcios. Y qué podía hacer la humana y vana presunción? Por más que levantara la altura de aquella fábrica hasta el cielo contra Dios, aunque sobrepujara todas las montañas y aunque traspasara la región de este aire nebuloso, qué podía, en efecto dañar o impedir a Dios cualquiera alteza, por grande que fuera, espiritual o corporal? La humildad, si es la que abre el camino seguro y verdadero para el cielo, levantando el corazón a Dios, y no contra Dios, como la Escritura llamó a este gigante cazador contra el Señor, lo cual algunos, engañados por la palabra griega, que es ambigua, tradujeron, no contra el Señor, sino ante el Señor, porque enantion significa lo uno y lo otro, ante y contra; pues esta misma palabra se halla en el real profeta: Lloremos ante el señor que nos crió, y la misma en el libro de Job donde dice: Ha rebosado tu furia contra Dios; así pues, se debe entender aquel gigante cazador contra Dios. Y qué significa este nombre cazador sino un engañador, opresor y consumidor de los animales terrestres?
Levantaba, pues, el y su pueblo la torre contra Dios, con que se nos significa la Impía y maligna soberbia, y con razón se castiga la mala intención, aun cuando no pudo. Cuál fue el género del castigo? Como el dominio y señorío del que manda consiste en la lengua, en ella fue condenada la soberbia, para que no fuese entendido de los hombres cuando los ordenaba algo, porque él no quiso entender y obedecer el mandamiento de Dios.
Así se deshizo aquella conspiración, dejando y desamparando cada uno aquel a quien no entendía, y juntándose sólo con aquel con quien podía a hablar; y por razón de las lenguas se dividieron las gentes y se esparcieron y derramaron por el mundo como a Dios le pareció conducente, quien lo y hizo así por modos ocultos, secretos a e incomprensibles para nosotros.


CAPITULO V: Cómo descendió el Señor a confundir la lengua de los que edificaban la torre..


Y dice la Sagrada Escritura: Descendió el Señor a ver la ciudad y torre que edificaban los hijos de los hombres, esto es, no los hijos de Dios, sino aquella sociedad y, congregación que vivía según el hombre, la cual llamamos ciudad terrena.
Dios no se mueve localmente, porque siempre en todas partes se halla todo; pero se dice que baja cuando practica alguna acción en la tierra que, siendo fuera del curso ordinario de la naturaleza, nos muestra en cierto modo su presencia. Ni por ver las cosas ocularmente aprende o se instruye temporalmente el que jamás puede ignorar nada, sino que se dice que: ve y conoce en el tiempo lo que hace que se vea y conozca.
Así que no se veía aquella ciudad de la manera que hizo Dios que se viese cuando manifestó cuánto le desagradaba. Aunque también puede, entenderse que bajó Dios a aquella ciudad porque descendieron sus ángeles en quienes habita: de manera que lo que añade: y dijo el Señor, ved aquí que todo el linaje humano es una nación, y no usan sino de una lengua todos ellos; y lo que después prosigue diciendo: Venid, pues, descendamos y confundamos allí su lengua; o sea un modo de explicar lo que había dicho: que bajó el señor. Porque si había ya bajado, qué quiere decir, venid, pues, descendamos y confundamos allí su lengua, sino que bajaba en éstos el que estaba en los ángeles que descendían? Y adviértase que no dice venid, bajemos y confundid, sino confundamos allí su lengua, manifestándonos que de tal manera obra por medio de sus ministros, que también ellos son cooperadores de Dios, como dice el Apóstol: Somos cooperadores de Dios.


CAPITULO VI: Cómo se ha de entender que habla Dios a los ángeles..


Pudiérase también entender de los ángeles aquella expresión cuando crió Dios al hombre en que dice: Hagamos al hombre, porque no dijo, haré; más porque añade: a nuestra imagen y semejanza, no es lícito creer que fue criado el hombre a imagen de los ángeles, o que es una misma imagen la de los ángeles y la de Dios, y por eso se entiende bien allí la pluralidad de la Trinidad.
Con todo, porque esta Trinidad es un solo Dios, aun cuando dijo hagamos, dice: e hizo Dios al hombre a su semejanza; y no dijo hicieron los dioses. Pudiéramos también aquí entender la misma Trinidad, como si el Padre dijera al Hijo y al Espíritu Santo: Venid, bajemos y, confundamos allí su lengua, si hubiera algún obstáculo que nos prohibiera poder referirlo a los ángeles, a los cuales cuadra el venir a Dios con movimientos santos, esto es, con pensamientos piadosos, con los que ellos consultan la inmutable verdad como ley eterna en aquella su corte soberana.
Porque ellos mismos no son la verdad para sí, sino que participan de la verdad increada; a ella se acercan como a fuente de la vida, para que lo que tienen de sí mismos lo reciban de ella, y por eso es estable el movimiento con que se dice que vienen los que no se apartan de donde están.
Ni tampoco habla Dios con los ángeles como nosotros hablamos unos con otros, o con Dios o con los ángeles, o los mismos ángeles con nosotros, o por medio de ellos Dios con nosotros; sino con un modo inefable suyo, aunque éste nos le declare a nuestro modo, porque la palabra soberana de Dios que precede a su obra es la razón inmutable de aquella su operación, cuya palabra no tiene sonido que haga estruendo o ruido, o que pase, sino una virtud que eternamente permanece y que obra temporalmente. Con ésta habla a los santos ángeles; pero a nosotros, que estamos lejos y como desterrados, nos habla de otra manera. Y cuando nosotros también venimos a sentir con el oído interior alguna especie semejante a este lenguaje, entonces nos acercamos a los ángeles.
Así pues, no siempre he de dar razón en esta obra del lenguaje de Dios, porque la verdad inmutable o por sí misma inefablemente habla al espíritu de la criatura racional, o habla por alguna criatura mudable, o por vía de imágenes espirituales a nuestro espíritu, o por voces corporales al sentido, pues aquello que dice: No desistirán de lo comenzado hasta que salgan con ellos, no lo dice afirmando, sino como preguntando; pues así suelen explicarse los que amenazan, como dijo Virgilio: No se aprestarán las armas, no saldrá en su seguimiento toda la ciudad? De esta manera debe entenderse, como si dijera: acaso no desistirán de todo lo que han comenzado a hacer? Pero si lo decimos así, no se expresa y declara la persona que amenaza; y para los que son tardos de ingenio, añadimos la palabra acaso diciendo, acaso no, porque no podemos escribir la voz como la pronuncia el que habla.
De aquellos tres hombres, hijos de Noé, comenzó a haber en el mundo setenta y tres, o, como lo probará la razón, setenta y dos naciones y otro tantos idiomas; los cuales, creciendo y multiplicándose, llenaron y poblaron hasta las islas. Aunque se aumentó mucho más el número de las gentes que el de las lenguas, porque hasta es Africa conocemos muchas y diferente gentes bárbaras que hablan una misma lengua; y habiendo crecido los hombres y multiplicándose el linaje humano, quién duda que pudieron pasar en navíos a poblar las islas?


CAPITULO VII: Si las islas, aun muy apartadas y desviadas de tierra firme, recibieron todo género de animales, de los que se salvaron en el Arca del Diluvio..


Pero se ofrece una duda, y es: cómo de toda aquella especie de animales, que no son domésticos ni están sometidos a la educación y cuidado del hombre, ni nacen, como las ranas, de la tierra, sino que se propagan y multiplican por la unión del macho y la hembra, cuales son los lobos y otros de esta clase, cómo después del Diluvio, en el cual perecieron todos lo que no se hallaron en el Arca, pudieron poblar también las islas, si no se multiplicaran más que de aquellos cuya especie, macho y hembra, se conservó en el Arca?
Bien podemos creer que pudieron pasar a las islas nadando, aunque solamente a las más próximas; pero ha algunas tan distantes y apartadas de tierra firme, que parece imposible que ninguna bestia pudiese llegar a ellas a nado; y si los hombres las pasaron en su compañía, y de esta manera hicieron que las hubiese donde ellos vivían, no es increíble que lo hicieran por deseo y afición a la caza, aunque no se debe negar que pudieron pasar por mandato o permiso divino por medio de los ángeles.
Aunque si en las islas adonde no pudieron pasar nacieron de la tierra, según el origen primero, cuando dijo Dios: Produzca la tierra animales vivientes, más claramente se advierte que, no tanto por conservar los animales como por causa del Sacramento y ministerio de la Iglesia, que había de ser compuesta de toda clase de naciones, hubo en el Arca todos los géneros de animales.


CAPITULO VIII: Si descienden de Adán, o de los hijos de Noé, cierta especie de hombres monstruosos que hay.


También se pregunta si debemos creer que cierto género de hombres monstruosos, como refieren las historias de los gentiles, descienden de los hijos de Noé, o de aquel único hombre de quien éstos procedieron también, como son algunos que aseguran tienen un solo ojo en medio de la frente, otros que tienen los pies vueltos hacia las pantorrillas; otros que no tienen boca, y que viven sólo con aliento que reciben por las narices; otros que no son mayores que un Codo, a quienes los griegos por el codo llaman pigmeos.
Asimismo afirman que hay una nación en que no tienen más que una pierna, y que no doblan la rodilla, y son de admirable velocidad, a los cuales llaman sciopodas, porque, en el estilo, a la hora de siesta, se echan boca arriba y se cubren con la sombra del pie; otros que careciendo de pescuezo, tienen los ojos en los hombros, y todos los demás géneros de hombres o casi hombres que se hallan en la plaza marítima de Cartago dibujados en mosaico, como copiados de los libros más curiosos de las historias.
Y aunque no es necesario creer que existen todas estas especies de hombres, que señalan, con todo, cualquier hombre nacido en cualquier paraje, esto es, que fuere animal racional mortal, por más extraordinaria que sea su forma, o color del cuerpo o movimiento, sonido o voz, cualquier virtud, cualquier parte o cualquiera calidad de naturaleza que tenga, no puede dudar todo el que fuese fiel cristiano que desciende y trae su origen de aquel primer hombre; sin embargo, se deja ver lo que la naturaleza ha producido en muchos, y lo que por ser tan raro nos causa admiración.
La razón que se da de los monstruosos partos humanos que acaecen entre nosotros, esa misma puede darse de algunas gentes monstruosas. Porque Dios es el criador de todas las cosas; Él sabe dónde y cuándo conviene o convino criar algún ser, y sabe con qué conveniencia o diversidad de partes ha de componer la hermosura de este Universo; pero el que no puede alcanzarlo todo, oféndese en viendo una sola parte, como si fuese falsedad, por ignorar la correspondencia y conveniencia que tiene y a qué fin se refiere.
Aquí vemos que nacen algunos hombres con más de cinco dedos en las manos y en los pies, y aunque ésta es una diferencia más ligera que aquélla, con todo, Dios nos libre que haya alguno tan idiota que piense que erró el Criador en el número de los dedos del hombre, aunque no sepa por qué lo hizo. Así, aunque acontezca haber mayor diversidad, el Señor sabe lo que hace, y sus obras ninguno con justa razón, puede reprender.
En la ciudad de Hipona hay un hombre que tiene los pies en forma de luna, y en cada uno de ellos dos dedos, y de la misma manera las manos.
Si hubiera algún pueblo dotado de esta imperfección, le numerarían entre las historias curiosas y admirables. Pregunto, pues: negaremos por esto que desciende este hombre de aquel que crió Dios primeramente?
No hace mucho, porque fue en nuestro tiempo; que hacia la parte oriental de nuestra Africa nació un hombre con los miembros superiores duplicados y los inferiores sencillos: pues tenía dos cabezas, dos pechos y cuatro manos, un vientre y dos pies, como un hombre solo, y vivió tantos años, que por la fama acudían muchos a verle. Quién bastará a referir todos los partos humanos tan desemejantes y diferentes de aquellos hombres de quienes seguramente nacieron?
Así como no puede negarse que descienden éstos de aquel hombre primero, así también cualesquiera gentes que cuentan se han descaminado en cierto modo con la diversidad de sus cuerpos del usado curso de la naturaleza, que los más o casi todos suelen tener, si es que les comprende la definición de animales racionales y mortales, debemos confesar que traen su origen y descendencia de aquel primer hombre, aunque sea verdad lo que nos refieren de la variedad de aquellas naciones y de la diversidad tan grande que tienen entre sí y con nosotros.
Porque aun a los monos, micos y esfinges, si no supiéramos que no eran hombres; sino bestias, pudieran estos historiadores, llevados de la vanagloria de su curiosidad; venderlos sin pagar alcabala de su vanidad, como si fueran alguna nación de hombres
Pero si en verdad que son hombres éstos de quienes se escriben aquellas maravillas, quién sabe si quiso Dios criar también algunas gentes así, para que cuando viésemos estos monstruos que nacen entre nosotros de los hombres, no imaginásemos que erró su sabiduría, que es de cuyas manos sale la fábrica de la naturaleza humana, como la obra de algún artífice menos perfecto?
Así que no nos debe parecer absurdo que como en cada nación hay al no hombres monstruosos, así generalmente en todo el linaje humano haya algunas gentes y naciones monstruosas.
Por lo cual, para concluir con tiento y cautamente esta cuestión: o lo que nos escriben de algunas naciones no es cierto, o si lo es, no son hombres, o si son hombres, sin duda que descienden de Adán.


CAPITULO IX: Si es creíble que la parte inferior de la tierra opuesta a la que nosotros habitamos tenga antípodas..

 

Lo que como patrañas nos cuentan que también hay antípodas, esto es, que hay hombres de la otra parte de la tierra dónde el sol nace, cuando se pone respecto de nosotros, que pisan lo opuesto de nuestros pies, de ningún modo se puede creer, porque no lo afirman por haberlo aprendido por relación de alguna historia, sino que con la conjetura del discurso lo sospechan.
Porque como la tierra está suspensa dentro de la convexidad del cielo, y un mismo lugar espera el mundo el ínfimo y el medio, por eso piensan que la otra parte de la tierra que está debajo de nosotros no puede dejar de estar poblada de hombres; y no reparan que aunque se crea o se demuestre con alguna razón que el mundo es de figura circular y redonda, con todo, no se sigue que también por aquella parte ha de estar desnuda la tierra de la congregación masa de las aguas; y aunque esté desnuda y descubierta, tampoco es necesario que esté poblada de hombres, puesto que de ningún modo hace mención de esto la Escritura, que da fe y acredita las cosas pasadas que nos han referido.
Porque lo que ella nos dijo se cumple infaliblemente, y demasiado absurdo parece decir que pudieron navegar y llegar los hombres pasando el inmenso piélago del Océano de esta parte a aquella, para que también allá los descendientes de aquel primer hombre viniesen a multiplicar el linaje humano.
Busquemos, pues, entre aquellos pueblos, que se dividieron en setenta y dos naciones y en otros tantos idiomas, la ciudad de Dios, que anda peregrinando en la tierra, la cual hemos continuado y traído hasta el Diluvio y el Arca, y hemos manifestado que duró y perseveró en los hijos de Noé por sus bendiciones, principalmente en el mayor, que se llamó Seth, porque la bendición de Japhet fue que viniese a habitar en las casas de su mismo hermano.


CAPITULO X: De la generación de Sem, en cuya descendencia la lista y orden de la Ciudad de Dios se endereza a Abraham..


Deber nuestro es conservar en la memoria la sucesión de las generaciones que descienden del mismo Seth, para que nos vaya manifestando después del Diluvio la Ciudad de Dios, como nos la indicaba antes del Diluvio, la sucesión de las generaciones que descendía de aquel que se llamó Seth.
Por esta razón la Sagrada Escritura, después de habernos mostrado que la ciudad terrena estaba en Babilonia, esto es, en la confusión, vuelve recapitulando al patriarca Sem, y empieza desde él las generaciones hasta Abraham, contando también el número de los años en que cada uno engendró el hijo que pertenece a esta sucesión y los que vivió, donde realmente hallamos lo que anteriormente prometí, acerca de por qué se dijo de los hijos de Heber: El nombre sólo de Phalec, porque en sus días se dividió la tierra. Pues cómo hemos de entender que se dividió la tierra sino con la diversidad de lenguas?
Omitimos los demás hijos de Sem que no pertenecen al asunto; sólo se insertan aquí en el catálogo y sucesión de las generaciones aquellos por cuyo medio podemos llegar a Abraham, como se ponían antes del Diluvio aquellos por los cuales podíamos llegar a Noé en las generaciones que descienden de aquel hijo de Adán, que se llamó Seth.
Da principio de este modo el catálogo de las sucesiones: Estas son las generaciones de Sem: Sem, hijo de Noé, era de cien años cuando engendró a Arphaxat, el segundo año después del Diluvio; y vivió Sem, después que procreó a Arphaxat, quinientos años, y engendró hijos e hijas, y murió. Y así prosigue lo demás, diciendo el año de su vida en que engendró cada uno al hijo que pertenece a la lista y sucesión de estas generaciones que llegan a Abraham, y cuántos años vivió después, advirtiendo que el tal procreó hijos e hijas, para que entendamos la causa por qué pudieron dilatarse tanto los pueblos, y alucinados con los pocos que numera, no nos aturdamos como los niños, imaginando cómo o por qué medio del linaje de Sem se pudieron llenar y poblar tan inmensos espacios de tierra, tan dilatados reinos, y especialmente el de los asirios, donde Nino, aquel domador de todos los pueblos orientales, reinó con suma prosperidad, dejando a sus descendientes un reino estable y amplio en extremo, que duró por mucho tiempo.
Pero nosotros, por no detenernos más de lo que exige la necesidad, sólo pondremos en la serie de las generaciones no los años que cada uno vivió, sino el año de su vida en que engendró al hijo, para que podamos deducir el número de los años transcurridos desde el Diluvio hasta Abraham, y para que, además de las cosas en que nos es fuerza detenernos, toquemos las otras brevemente y de paso.
Así que el segundo año después del Diluvio, Sem, siendo de cien años, engendró a Arphaxat, y Arphaxat, siendo de ciento treinta y cinco, procreó a Cainán, quien de ciento treinta tuvo a Sala; y este Sala tenía los mismos años cuando engendró a Heber; y Heber tenía ciento treinta y cuatro cuando procreó a Phalech, en cuyos días se dividió la tierra. El mismo Phalech vivió ciento y treinta años, y engendró a Raga; y éste ciento treinta y dos, y engendró a Seruch; y éste ciento treinta, y engendró a Nacor; y Nacor setenta y nueve, y procreó a Tharé; y Tharé setenta, y engendró a Abrán; a quien Dios después, mudándole el nombre le llamó Abraham. Suman, pues, los años desde el Diluvio hasta Abraham mil setenta y dos, según la edición Vulgata, esto es, de los Setenta Intérpretes, aunque en los libros hebreos dicen que se hallan muchos menos de los cuales o no dan razón alguna o la dan muy oscura y difícil.
Cuando indagamos y buscarnos entre aquellas setenta y dos naciones la Ciudad de Dios, no podemos afirmar qué en aquel tiempo en que todos eran de un labio, esto es, cuando todos hablaban un mismo idioma, ya el linaje humano se había enajenado y apartado del culto y reverencia debida al verdadero Dios; de modo que la verdadera religión hubiese quedado solamente en estas generaciones que descienden del tronco de Sem por Arphaxat hasta llegar a Abraham; aunque desde la arrogante idea de edificar la torre hasta el Cielo, con que se nos significa la impía altivez y arrogancia, se nos descubrió y manifestó la ciudad terrena; esto es, la sociedad y congregación de los impíos. Así que, si no fue antes, o si estuvo escondida, o si permanecieron ambas, es a saber, la Ciudad de Dios, en los hijos de Noé que él bendijo, y en sus descendientes y la terrena en aquel que él maldijo y en sus descendientes, entre quienes también naciese aquel gigante cazador contra el Señor, no es fácil de averiguar.
Porque acaso, lo que es más creíble, también entre los hijos de aquellos dos; aun antes que se comenzase a fundar Babilonia, hubo ya quien ofendiese y despreciase a Dios entre los hijos de Cam, quien le adorase y tributase culto; con todo, debemos creer que de los unos y de los otros nunca faltaron buenos y malos en la tierra; pues Como dice el real profeta: Todos han declinado de su obligación, todos se han vuelto abominables, no hay uno solo que obre bien, en ambos salmos donde se hallan estas expresiones se leen también éstas: Acaso no sentirán mi ira y mi omnipotencia todos los que obran maldades, y los que devoran a mi pueblo como si fuese pan? Luego había entonces pueblo de Dios.
Lo que dice no hay ni uno solo que haga bien, se entiende de los hijos de los hombres, y no para los hijos de Dios; pues antes había dicho: Miró Dios desde el Cielo sobre los hijos de los hombres para ver si había alguno que conociese a Dios y procurase guardar sus mandamientos. Y después añade todo lo necesario para darnos a entender que todos los hijos de los hombres, esto es, los que pertenecen a la ciudad que vive según el hombre, y no según Dios, son los malos.


CAPITULO XI: Que la primera lengua que usaron los hombres fue la que después de Heber se llamó hebrea, en cuya familia perseveró cuando sobrevino la confusión de lenguas..


Así como cuando todos usaban un solo idioma no por eso faltaron hijos pestilenciales, y, con todo, merecieron perecer todos ellos en el Diluvio, a excepción de una sola familia, la del justo Noé; así cuando Dios castigó las gentes por los méritos de su arrogante impiedad, con la diversidad de lenguas, las dividió y esparció por la tierra
Y cuando la ciudad de los impíos adquirió el nombre de confusión, esto es, se llamó Babilonia, no faltó la casa de Heber, donde se conservó la lengua que todos usaban antes. Así pues, como referí arriba, comenzando la Escritura a contar los hijos de Sem, cada uno de los cuales procreó su nación, el primero que cuenta es Heber, siendo su tercer nieto, esto es, siendo el quinto que desciende de él. Porque en la familia de éste quedó esta lengua (habiéndose dividido las demás naciones en otras lenguas, cuyo idioma con razón se cree que fue común al principio al humano linaje), es por lo que en adelante se llamó hebrea; pues entonces fue necesario distinguirla con nombre propio de las demás lenguas, así como las demás se llamaron también con sus nombres propios; porque cuando sólo había una, no se llamaba sino lengua humana, o lenguaje, con el cual hablaba todo el linaje humano.
Pero dirá alguno: si en los días de Phalech, hijo de Heber, se dividió la tierra por las lenguas, esto es, por los hombres que entonces había en la tierra, de ellos debió tomar su nombre la lengua que era antes común a todos? Es de saber, sin embargo, que el mismo Heber puso por esto este nombre a su hijo, y le llamó Phalech, que quiere decir división, porque nació cuando se dividió la tierra por las lenguas; esto es en su mismo tiempo; de manera que su nombre equivalga a la frase en sus días se dividió la tierra; porque si no viviera Heber todavía cuando se multiplicaron las lenguas, no se designara con su nombre la lengua que pudo permanecer en su casa y familia. Por eso debe creerse que fue la primera común, pues en pena y castigo del pecado sucedió aquella multiplicación y mudanza de idiomas, y sin duda que no debió comprender este castigo al pueblo de Dios.
Tampoco Abraham, que tuvo esta lengua, la pudo dejar a todos sus hijos, sino sólo a aquellos que, nacidos y propagados por Jacob, haciendo más insigne con su multiplicación el pueblo de Dios, llegaron a poseer las promesas de Dios y la estirpe y linaje de Cristo. Ni tampoco el mismo Heber dejó esta lengua a toda su descendencia, sino sólo a aquella cuyas generaciones llegan a Abraham.
Por lo cual, aunque no conste con evidencia que hubo algún linaje de gente piadosa y temerosa de Dios cuando los impíos fabricaban y fundaban a Babilonia, no fue esta oscuridad para defraudar la intención, de los que la buscaban, sino para ejercitarla.
Porque leyendo que al principio hubo un idioma común a todos, y que de todos los hijos de Sem se celebra Heber, aunque fue el quinto que nació después de él, y viendo que se llama hebrea la lengua que conservó la autoridad de los patriarcas y, profetas, no sólo en su lenguaje, sino también en las sagradas letras, sin duda que cuando se pregunta en la división de lenguas dónde pudo quedar la que antes era común a todos, pues es de creer que allí donde ella permaneció no alcanzó el castigo que sucedió con la mudanza de ellas, qué otra cosa se nos ofrece sino que quedó en la familia y nación de éste, de quien tomó su nombre, y que esto no fue pequeño indicio de la santidad de esta gente, pues castigando Dios las demás con la confusión de lenguas, no alcanzó a ésta dicho castigo?
Pero todavía cabe dudar cómo Heber y su hijo Phalech pudieron cada uno constituir y propagar su peculiar nación, si en ambos quedó una misma lengua.
Efectivamente, una sola es la Nación hebrea, la que desciende desde Heber hasta Abraham y la que por él sucesivamente prosigue hasta que creció y se hizo fuerte y numeroso él pueblo de Israel. Cómo pues, todos los hijos referidos de los tres hijos de Noé hicieron cada uno su nación, y Heber y Phalech no hicieron las suyas?
Lo más probable en este particular es que el gigante Nemrod estableció igualmente su nación, aunque por causa de la excelencia de su reino y de su cuerpo le nombra separadamente; de forma que queda el número de las setenta y dos naciones y lenguas. Y habla la Escritura de Phalech, no porque propagase una nación sino por el tiempo notable en que nació, porque entonces se dividió la tierra.
Tampoco nos debe sorprender como pudo el gigante Nemrod llegar a la edad en que se fundó la ciudad de Babilonia y tuvo lugar la confusión de lenguas y con ella la división de las gentes; pues aunque Heber sea el sexto después de Noé y Nemrod el cuarto, pudieron concurrir en aquel tiempo; porque este suceso acaeció cuando gozaban de una vida longeva, siendo pocas las generaciones, o cuando nacían más tarde en tiempo que había más.
Sin duda debemos entender, que cuando se dividió la tierra no sólo habían ya nacido los demás nietos de Noé que se refieren por padres y cabezas de las naciones, sino que contaban tantos años y tenían tan numerosas familias que merecieron llamarse naciones.
Y no debemos imaginar que nacieron por el orden que los señala la Escritura, porque siendo así, los doce hijos de Sectas, que era otro hijo de Heber, hermano de Phalech, cómo pudieron formar naciones si entendemos que nació Jectan después de su hermano Phalech, por nombrarle el sagrado texto después de él, supuesto que al tiempo que nació Phalech se dividió la tierra?
Por eso debemos entender que aunque le nombró primero, nació mucho después de su hermano Jectan, cuyos doce hijos tenían ya tan dilatadas familias que pudieron dividirse por sus propias lenguas. Así pudo nombrarle el primero, siendo en edad postrero, como refino primero entre los descendientes de los tres hijos de Noé los hijos de Japhet, que era el menor de ellos, y luego los hijos de Cam, que era el mediano, y a lo último los hijos de Sem, que era el primero y mayor de todos.
Los nombres de estas naciones en algunas regiones permanecieron, de suerte que aun en la actualidad se advierte de dónde se derivaron; como de Asur los asirios, y de Heber los hebreos; y parte con el tiempo se han mudado, de modo que hombres doctísimos, escudriñando y, examinando las historias más antiguas, apenas han Podido descubrir el origen y descendencia que de éstos traen, no digo todas las naciones, sino ésta a la otra.
Pues de lo que dicen que los egipcios descienden de un hijo de Cam, que se llamó Mesraín, no hay expresión que aluda, o corresponda con el nombre original; así como ni en los etíopes, que defienden que pertenecen a hijo de Cam, que se llamó Chús. Y si todo se considerare, hallaremos que son más los nombres que se han mudado que los que han permanecido.


CAPITULO XII: De la interrupción de tiempo que hace la Escritura en Abraham, desde quien prosigue el nuevo catálogo, continuando la santa sucesión.


Observemos ahora los progresos de la Ciudad de Dios desde aquella suspensión de tiempo que hace la Sagrada Escritura en el padre de Abraham, desde donde empezamos a tener más clara noticia de ella y donde hallamos más exactas Y evidentes las divinas promesas que ahora vemos se cumplen en Cristo,
Según la noticia que tenemos de las sagradas letras, Abraham nació en la región de los caldeos, tierra que pertenecía al reino de los asirios.
En aquella sazón, y ya entre los caldeos, como entre los demás pueblos, prevalecían impías supersticiones, de forma que sólo en la casa de Tharé, de quien nació Abraham, se conservaba el culto y adoración de un solo Dios verdadero, y, según es de creer, la lengua hebrea, aunque dicha casa, según se dice por relación de Jesús Nave, sirvió a los ídolos en Mesopotamia.
Mezcláronse todos los demás de la estirpe de Heber paulatinamente con otras naciones o idiomas; por lo cual, así como por el Diluvio universal quedó únicamente intacta la casa de Noé, para la restauración del linaje humano, así en el diluvio de las supersticiones que hubo por el Universo quedó sola la casa de Tharé, en la que se conservó la planta y fundación de la Ciudad de Dios
Finalmente, así como la Escritura enumera las generaciones anteriores hasta Noé juntamente con el número de los años, y declara la causa del Diluvio, y antes que comenzase a tratar con Noé la fábrica del Arca, dice: Estas son las generaciones de Noé, así también aquí, habiendo contado las generaciones que descienden de Sem, hijo de Noé, hasta Abraham, pone un notable párrafo, diciendo: Estas son las generaciones de Tharé: Tharé engendró a Abraham, Nachor y Aram; Aram engendró a Lot, y murió Aram delante de su padre en la tierra que nació, en la provincia de los caldeos, y Abraham y Nachor tomaron en matrimonio sus respectivas mujeres: la de Abraham se llamaba Sara, y la de Nachor, Melcha, hija de Aram; este Aram fue padre de Melcha y de su hermana Jesca; la cual Jesca se cree ser la misma Sara, mujer de Abraham.


CAPITULO XIII: Qué razón hay para que en la emigración de Tharé, cuando de Caldea pasó a Mesopotamia, no se haga mención de su hijo Nachor.


Después refiere la Escritura cómo Tharé con los suyos desamparó la tierra de los caldeos, vino a Mesopotamia, vivió en Charra, y no hace mención de un hijo suyo que se llamaba Nachor, como si le hubiera dejado y no le trajera consigo. Porque dice así: Y tomó Tharé a su hijo Abraham, y a Lot, hijo de Aram, su nieto, y a su nuera Sara, mujer de Abraham; su hijo, y los sacó de la provincia de los caldeos, y los trajo a la tierra de Canaam, vino a Charra, y habitó allí. Donde iremos que no hace referencia de Nachor ni de su mujer Melcha. Sin embargo, hallamos después cuando envió Abraham a un criado suyo a buscar una mujer para su hijo Isaac, que dice la Escritura: Tomó el criado diez camellos de los de su Señor, llevando consigo de todos los bienes y hacienda de su Señor, y vino a Mesopotamia, a la ciudad donde moraba Nachor.
Con este y otros testimonios de la Sagrada Historia se demuestra, que Nachor, hermano de Abraham, salió también de la provincia de los caldeos y fijó su asiento y habitación en Mesopotamia, donde había vivido Abraham con su padre.
Y por qué motivo no hizo mención de él la Escritura, cuando Tharé desde los caldeos pasó a vivir a Mesopotamia, donde no sólo hace mención de Abraham, su hijo, sino también de Sara su nuera, y de Lot su nieto, que los llevó consigo? Sería acaso porque había dejado la piedad y religión de su padre y hermano, acomodándose a la superstición de los caldeos, y después, o porque se arrepintió, o porque fue perseguido y tenido por sospechoso, también se fue de allí? Porque en el libro intitulado Judith, preguntando Holofernes, enemigo de los israelitas, qué gente era aquella con quien tenía que pelear, Achior, capitán general de los amonitas, le respondió de esta manera: Oiga mi Señor la relación que hará este su siervo sobre el particular, porque le diré la verdad acerca de este pueblo que habita aquí en estas montañas, y no hallará mentira alguna en lo que este su siervo le dirá.
Este pueblo desciende de los caldeos, y primero habitó en Mesopotamia, porque no quiso adorar los dioses de sus padres, los que adoraban en la tierra de los caldeos, sino que declinó del camino de sus padres, y adoró al Dios del cielo que ellos conocían; y así los echaron y desterraron de la presencia de sus dioses, y se vinieron huyendo a Mesopotamia, y vivieron allí mucho tiempo hasta que les dijo su Dios que saliesen de aquella su habitación, y se fuesen a tierra de Canaam, y viviesen allí; y todo lo demás que cuenta allí el amonita Achior. De cuyo testimonio consta que la casa de Tharé padeció persecución de los caldeos por la verdadera religión con que ellos adoraban a un solo Dios verdadero.


CAPITULO XIV: De los años de Tharé, que acabó su vida en Charra.


Muerto Tharé en Mesopotamia, donde dicen que vivió doscientos y cinco años, principian ya a manifestarse las promesas que hizo Dios a Abraham, lo cual narra la Escritura de esta manera: Y fueron todos los días de Tharé en Charra doscientos y cinco años y murió en Charra. Pero no hemos de entender que vivió allí todos estos años, sino que los días de su vida, que fueron doscientos y cinco años, los cumplió allí.
De otra suerte no supiéramos los años que vivió Tharé, pues no se lee a cuántos años de su vida vino a Charra, y sería un absurdo pensar que en el catalogo de estas generaciones solamente no se hubiese hecho memoria de los años que éste vivió.
El pasar en silencio los años de algunos que nombra la misma Escritura es porque no están en este catálogo, donde se va continuando la cuenta de los tiempos con la muerte de los padres y la sucesión de los hijos, y este orden y serie de sucesiones que principia en Adán hasta Noé y desde éste se extiende hasta Abraham no contiene uno solo sin enumerar los años respectivos de su vida.


CAPITULO XV: Del tiempo en que fue hecha a Abraham la promesa por la cual, conforme al divino mandato, salió de Charra.


Lo que después de la referida muerte de Tharé, padre de Abraham, dijo la Escritura: Dijo Dios a Abraham: sal de tu tierra, de entre tus parientes y de la casa de tu padre, etc; no porque siga en este orden en el texto del libro debemos presumir que sucedió en el mismo.
'Si fuese así sería la cuestión insoluble, pues después de estas palabras, de Dios a Abraham, dice la Escritura: Y salió Abraham como se lo ordenó el Señor, llevando en su compañía a Lot, y era Abraham de setenta y cinco años cuando salió de Charra. Cómo puede ser esto verdad si después de la muerte de su padre salió de Charra?
Porque siendo Tharé de setenta años, como se nos dice arriba, procreó a Abraham, a cuyo número, añadiendo setenta y cinco años que cumplía Abraham cuando salió de Charra, hacen ciento cuarenta y cinco años: luego de ésta edad era Tharé cuando salió Abraham de aquella ciudad de Mesopotamia; porque andaba en los setenta y cinco de su edad; y por eso su padre, que le había engendrado a los setenta de la suya, tenía, como hemos dicho, ciento cuarenta y cinco años.
No salió, pues, de allí después de la muerte de su padre, esto es, después de los doscientos y cinco años que vivió su padre, sino que el año en que partió del citado pueblo, que era el setenta y cinco de su edad, y su padre le engendró a los setenta, debió ser el año 145; y así debe entenderse que la Escritura a su modo retrocedió al tiempo que había ya pasado en aquella relación; así como antes contó los nietos de Noé que estaban repartidos por sus respectivas naciones y lenguas, y después, como si esto se siguiera según el orden de los tiempos, dice: En toda la tierra no había sino una lengua y una voz en todos. Cómo, pues, estaban ya distribuidos por sí naciones e idiomas si todos no usaban más de uno, sino porque recapitulando retrocedió a lo que ya había sucedido? Así también dice aquí la Sagrada Escritura: Y fueron los días de Tharé en Charra doscientos y cinco años, y murió Tharé en Charra; después, volviendo a lo que dejó por concluir para completar lo que había principiado de Tharé, prosigue: Y dijo el Señor a Abraham: sal de tu tierra, etcétera. Consiguientemente a estas expresiones de Dios, continúa:. Salió Abraham, como se lo dijo el Señor, se fue con él Lot, y Abraham tenía setenta y cinco años cuando salió de Charra. Sucedió, pues, esto cuando su padre andaba en los ciento cuarenta y cinco años de su edad, porque entonces fue el setenta y cinco de la suya.
Resuélvese también esta duda de otra forma: que los setenta y cinco años de Abraham cuando salió de Charra se cuenten desde el tiempo en que le libertó Dios del fuego de los caldeos, y no desde el año en que nació; como si entendiéramos que nació entonces.
San Esteban, en los Hechos apostólicos, refiriendo esto, dice: El sumo Dios de la gloria apareció a nuestro padre Abraham estando en Mesopotamia antes que habitase en Charra, y le dijo: Sal de tu tierra y de entre tus parientes y de la casa de tu padre, y ven a la tierra que yo te mostraré. Conforme a estas palabras de San Esteban, no habló Dios a Abraham después de la muerte de su padre, el cual, sin duda, murió en Charra, donde vivió también en compañía de su hijo, sino antes que viviese en la misma ciudad, aunque estando ya en Mesopotamia. Luego ya había salido de los Caldeos. Lo que continúa diciendo San Esteban: Entonces Abraham salió de la tierra de los caldeos y habitó en Charra, no manifiesta que lo hizo después que le habló Dios (porque no se salió de la tierra de los caldeos después de aquellas palabras de Dios, puesto que dice que le habló Dios en Mesopotamia), sino que aquel entonces pertenece todo aquel tiempo que transcurrió desde que salió de los caldeos y vivió en Charra, y asimismo lo que sigue: Y de allí, después que murió su padre, le puso en esta tierra en que ahora habitáis vosotros y vuestros padres. No dice: después, que murió su padre salió de Charra, sino de allí, después que murió su padre, le trasladó aquí.
Por este motivo debe entenderse que habló Dios a Abraham estando en Mesopotamia antes que habitase, en Charra, y que llegó a Charra con su padre guardando consigo el precepto de Dios, y de allí salió a los setenta y cinco años de su edad y a los ciento y cuarenta y cinco de la de su padre. Y el fijar su asiento en la tierra de Canaam y no salir de Charra dice que sucedió después, de la muerte de su padre, porque ya era difunto cuando compró la heredad, cuyo poseedor y señor comenzó a ser en aquel país.
Lo que le dijo Dios estando ya en Mesopotamia, esto es, habiendo ya salido de la tierra de los caldeos: Sal de tu tierra y de entre tus parientes y de la casa de tu padre quiere decir, no que sacase de allí el cuerpo, lo cual ya lo había practicado, sino que desarraigase de allí el alma; porque no habla salido de allí, con el corazón si tenía todavía esperanza y deseo de volver, cuya confianza y deseo se debía coartar y atajar mediante el mandato y favor de Dios y la obediencia de Abraham.
Y realmente no es creíble que Abraham, después que vino Nachor en seguimiento de su padre; cumpliera el precepto de Dios; de forma que entonces partió de Charra con Sara, su mujer, y con Lot, hijo de su hermano.


CAPITULO XVI: Del orden y la calidad de las promesas que hizo Dios a Abraham.


Procedamos ya a reflexionar atentamente las promesas que hizo Dios a Abraham, porque en éstas se principiaron a manifestar más al descubierto los oráculos y promesas indefectibles de nuestro gran Dios, esto es, las del Dios verdadero, sobre el pueblo de los santos escogidos, que es el pueblo que vaticinó la autoridad profética.
La primera de éstas dice: Dijo Dios a Abraham: Sal de tu tierra y de entre tus parientes, y de la casa de tu padre, y ve a la tierra que te manifestaré; te constituiré padre de muchas gentes, te echaré mi bendición, engrandeceré tu nombre, serás bendito, daré mi bendición a los que te bendijeren y mi maldición a los que te maldijeren, y en ti serán benditas todas las tribus y familias de la tierra.
Debe advertirse que prometió Dios a Abraham dos cosas: la una, que su descendencia habla de poseer la tierra de Canaam, lo cual se significa donde dice: Ve a la tierra que te manifestaré, y haré que crezcas y te propagues en muchas naciones; la otra, que es mucho más estable, se entiende, no de la descendencia carnal, sino espiritual, por la cual no es solamente padre de la nación israelita, sino de todas las gentes que siguen e imitan el ejemplo de su fe, lo cual le prometió por estas palabras: Y en ti serán benditas todas las tribus o familias de la tierra;
Eusebio entiende que esta promesa se le hizo a Abraham a los setenta y cinco años de su edad, como que inmediatamente que Dios se la hizo salió Abraham de Charra, pues no puede contradecirse a la Escritura, que dice: Abraham era de setenta y cinco años cuando salió de Charra. Es así, que esta promesa se hizo en este año, luego ya vivía Abraham con su padre en charra; porque no pudiera salir de allí si no habitase allí mismo.
Acaso contradice esto al testimonio de San Esteban, que dice que el Dios de la gloria se apareció a nuestro padre Abraham cuando estaba en Mesopotamia, antes que habitase en Charra? Pero ha de entenderse que en un mismo año sucedió todo esto, es a saber: la divina promesa, antes de vivir Abraham ea Charra; su morada en este pueblo, y su partida de él; no sólo porque Eusebio en sus crónicas demuestra que al cabo de cuatrocientos y treinta anos después de esta promesa fue la salida de Egipto del pueblo de Dios cuando se les dio la ley, sino también porque esto mismo lo expresa el apóstol San Pablo.


CAPITULO XVII: De los tres famosos reinos de los gentiles, uno de los cuales, que era el de los asirios, florecía ya en tiempo de Abraham.


En aquel tiempo florecían Ya tres monarquías de los gentiles, en las cuales la ciudad de los hijos de la tierra, esto es, la congregación de los hombres que viven según el hombre vivía, con pompa y grandeza; es a saber: el reino de los sicionios, el de los egipcios y el de los asirios, aunque el de éstos era mucho más rico y poderoso, porque el rey Nino, hijo de Belo, había sujetado y sojuzgado, a excepción de la India todas las naciones de Asia.
Llamo Asia, no aquella parte que es una provincia del Asia mayor, sino toda la Asia, que algunos pusieron por una de las partes del mundo, y los más por la tercera, de modo que sean todas Asia, Europa y Africa, con la cual no dividieron y repartieron igualmente la tierra. Porque esta parte que llama Asia llega desde el Mediodía por el Oriente hasta el Septentrión; y Europa, desde el Septentrión hasta el Occidente; y consecutivamente, Africa, desde el Occidente hasta el Mediodía; de lo cual resulta que las dos tienen la mitad del orbe, Europa y Africa; y la otra mitad sola Asia. Pero a Europa y Africa hicieron dos partes, porque entre la una y la otra entra el Océano, que se engolfa en las sierras y forman este grande mar. Por lo que si dividiesen el orbe en dos partes, en Oriente y Occidente, el Asia tendría la una, y Europa y Africa, la otra.
Uno de los tres reinos que entonces florecían es, a saber, el de los sicionios, no estaba sometido a los asirios, por hallarse en Europa; pero el de los egipcios, cómo no había de estarles sujeto si tenían subyugada a su imperio toda la Asia, a excepción, según dicen, de la India?
En Asia prevaleció imperio y dominio de la ciudad impía, cuya cabeza era Babilonia, nombre muy acomodado a esta ciudad terrena, porque Babilonia es lo mismo que confusión. En ella reinaba Nino después de la muerte de su padre Belo, que fue el primero que allí reinó sesenta y cinco años; y su hijo Nino, que, muerto el padre, sucedió en el reino, reinó cincuenta y dos años, y corría el año 43 de su reinado cuando nació. Abraham, que seria el año de 1200, poco más o menos, antes de la fundación de Roma, que fue como otra segunda Babilonia en el Occidente.


CAPITULO XVIII: Cómo habló segunda vez Dios a Abraham y le prometió que a su descendencia daría la tierra de Canaam..


Habiendo salido Abraham de Charra a los setenta y cinco años de edad y ciento cuarenta y cinco de la de su padre, acompañado de Lot, hijo de su hermano, y de Sara, su mujer, partió para la tierra de Canaam y llegó hasta Sichem, donde nuevamente recibió el divino oráculo, el cual narra así la Escritura: Apareciósele el Señor a Abraham, y le dijo: A tu descendencia daré ésta tierra; no le promete aquí aquella sucesión por la que se hizo padre y progenitor de todas las naciones, sino sola aquella por la que es padre únicamente de la nación israelita; y esta descendencia fue la que poseyó la mencionada tierra de Canaam.


CAPITULO XIX: Cómo el Señor conservó indemne el honor de Sara en Egipto, habiendo dicho Abraham que no era su mujer, sino su hermana.


Habiendo edificado allí un altar e invocado al Señor, partió de allí Abraham y habitó hacia el desierto, de donde, obligado por el hambre, pasó a Egipto, donde dijo que su mujer era su hermana, sin incurrir en mentira, porque también lo era, por ser su parienta, así como Lot, con un mismo parentesco, siendo hijo de su hermano, se llamaba su hermano.
Calló, pues, que era su mujer, y no lo negó, dejando en manos de Dios la defensa y conservación del honor de su esposa, y previniéndose como hombre contra las humanas asechanzas, porque si no se guardaba del riesgo todo lo que podía guardarse, fuera más tentar a Dios que esperar en su Divina Majestad; sobre lo cual dijimos lo bastante perorando contra las calumnias del maniqueo Fausto.
Por último, sucedió lo que presumió Abraham del Señor, pues Faraón, rey de Egipto, que la había tomado por su esposa, siendo por ello gravemente afligido, la restituyó a su marido; en cuya acción por ningún pretexto debemos creer que la quitó su honor, siendo verosímil que esto no lo permitió Dios a Faraón, por las grandes aflicciones y males con que afligió su espíritu y su cuerpo.


CAPITULO XX: Cómo se apartaron Lot y Abraham, lo cual hicieron sin menoscabo de la caridad.


Habiendo vuelto Abraham de Egipto al lugar de donde partió, se separó de Lot, hijo de su hermano, en sana paz, amor y concordia, retirándose éste a la tierra de los sodomitas; pues como se hablan enriquecido, comenzaron a tener muchos pastores para la custodia y cuidado de sus ganados, y por las contiendas que éstos suscitaban mutua y continuamente, tomaron tío y sobrino tan saludable medio, con que excusaron la contenciosa discordia de sus familiares, pues estos débiles principios pudieran, según, la instabilidad de las cosas humanas, acrecentarse y originar entre ellos grandes pesares. Y así, Abraham, por evitarlos, dijo a Lot: No haya diferencia: ni controversias entre mis pastores y los tuyos, ya que somos deudos y hermanos. Acaso no tienes a tu voluntad y disposición toda la tierra? Separémonos; si tú fueres hacia la derecha, yo me dirigiré a la izquierda; y si tú a ésta, yo hacia aquélla; de cuyo ejemplo acaso se originó entre los hombres la costumbre pacífica que se observa siempre que han de partir alguna heredad, que el mayor divida y el menor elija.


CAPITULO XXI: De la tercera promesa que hizo Dios a Abraham, en la que promete a él y.

a su descendencia para siempre la tierra de Canaam

Habiéndose apartado y viviendo cada uno de por sí, Abraham y Lot, obligados más por mantener en paz buena armonía su familia que por algún desliz o atentado capaz de suscita discordias, y morando Abraham en tierra de Canaam y Lot en Sodoma, tercera vez volvió Dios a hablar a Abraham, y le dijo: Levanta los ojos mira desde el lugar donde estás a Norte y Mediodía, al Oriente y al mal que toda la tierra que ves te la he de dar a ti y a tu descendencia hasta e fin de los siglos para siempre, y hay que tu descendencia sea como las arenas de la tierra. Si es posible que alguno cuente las arenas de la tierra también podrá contar tu descendencia. Levántate, pues, y paséate por toda la tierra cuan larga y ancha es, y toma posesión de ella, porque a ti te la he de dar.
Tampoco en esta promesa se descubre claramente si se comprende en ella la promesa en que le hizo Dios padre y cabeza de todas las naciones; pues pudiera indicar esto donde dice: Y haré que sea tu descendencia como las arenas de la tierra, lo cual se dio por un modo de hablar que los griegos llaman hipérbole, que es una manera de hablar metafórica y no propia, y a todos los que entienden la Escritura ninguna duda que suele usar de es modo de hablar, así como de los demás tropos y figuras.
Este tropo, es decir, esta manera de hablar, se usa cuando lo que se dice es mucho más que lo que con aquella expresión se significa; porque quién no advierte cuánto mayor es el número de las arenas que el número que puede haber de todos los hombres, desde mismo Adán hasta el fin del mundo Cuánto mayor será que los descendientes de Abraham, no solo los que pertenecen a la nación israelita, sino también los que hay y ha de haber según la imitación de su fe, en todo el orbe de la tierra, en todas las naciones? La cual descendencia, en comparación de la multitud de los impíos verdaderamente es pequeña, aunque Estos pocos hagan también innumerable multitud, como significó la hipérbole de la arena de la tierra.
Aunque, realmente, esta multitud que prometió Dios a Abraham no es innumerable para Dios, sino para los hombres, porque para Dios tampoco lo son las arenas de la tierra.
Y pues no solamente la nación israelita, sino toda la descendencia de Abraham, donde está expresa la promesa de muchos hijos, no según la carne, sino según el espíritu, se compara más congruamente a la multitud de las arenas, podemos entender que promete Dios lo uno y lo otro. Mas por eso dijimos que no parece evidente, porque aun aquella sola nación que, según la carne, desciende de Abraham por su nieto Jacob, creció tanto, que casi llenó todas las partes del mundo, y muy bien puede ser comparada hiperbólicamente a la inmensidad de la arena, pues ésta sola es innumerable para el hombre. Por lo menos, ninguno duda que significó la tierra llamada Canaam.
Pero lo que dice: Te la daré a ti y a tu descendencia hasta el fin del siglo, pueden ponerlo en duda algunos, si hasta el fin del siglo lo entienden para siempre eternamente; mas si entendiesen, como fielmente sostenemos, que el principio del futuro siglo empieza al terminar el presente, nada les hará dificultad, porque aunque a los israelitas los hayan echado de Jerusalén, con todo, perseveran en otras ciudades de la tierra de Canaam y perseverarán hasta el fin, y habitando en toda aquella tierra los cristianos, también ellos son descendencia de Abraham.


CAPITULO XXII: Cómo Abraham venció a los enemigos de los sodomitas cuando libró a Lot, que era llevado preso, y cómo le bendijo el sacerdote Melquisedec.


Luego que Abraham recibió esta divina promesa, partió de allí y quedóse en otra población de la misma tierra, esto es, cerca del encinar de Mambré, que está en Chebrón.
Habiendo después los enemigos acometido a los de Sodoma, trayendo cinco reyes guerra contra cuatro, y siendo vencidos los de Sodoma y llevando también preso entre ellos a Lot, le libró Abraham, habiendo sacado de su casa y llevado en su compañía para aquella empresa trescientos dieciocho hombres. Y saliendo victorioso recobró todo el ganado de los sodomitas y no quiso tomar cosa alguna de los despojos, ofreciéndolos el rey para quien había alcanzado la victoria; con todo, le bendijo entonces Melquisedec, que era sacerdote de Dios excelso, de quien en la epístola que se intitula A los hebreos (que la mayor parte de los escritores dicen ser del Apóstol San Pablo, aunque otros lo niegan), se escriben muchas y notables singularidades.
En aquella población se nos descubrió y significó por primera vez el sacrificio que en la actualidad los cristianos ofrecen a Dios en todo el orbe habitado, y tiene realidad lo que mucho después de este suceso dice el real Profeta hablando de Jesucristo, que estaba aún por venir en carne: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec; es a saber, no según el orden de Aarón, cuyo orden había de acabarse, 'descubriéndose los ocultos arcanos y misterios que se encubrían bajo aquellas formas significativas.


CAPITULO XXIII: Cómo habló Dios a Abraham y le prometió que había de multiplicarse su descendencia como la multitud de las estrellas, y por creerlo fue justificado aun estando todavía sin circuncidar.


Entonces habló Dios a Abraham en una visión, y como le ofreciese su protección y extraordinarias mercedes y Abraham estuviese deseoso de tener sucesión, dijo que Eliezer, criado de su casa, había de ser su heredero, y al momento, le, prometió Dios heredero, no al criado de su casa, sino a otro que había, de nacer del mismo Abraham; y otra vez vuelve a prometerle innumerable descendencia, no ya como las arenas de la tierra, sino como las estrellas del cielo, en lo que me parece que le prometió la descendencia, heredera de la felicidad celestial; por lo que respecta a la multitud, qué son las estrellas del cielo para con la arena de la tierra? A no ser que alguno diga que también esta comparación no significa otra cosa que sería innumerable como son las estrellas. Y, efectivamente es creíble que no pueden verse todas, dado que cuanto más es sutil la vista de uno, tantas más alcanza a ver, y así aun a los que ven con más perspicacia, con razón se sospecha que se les ocultan algunas, además de aquellas que en la otra parte del orbe, distante por un dilatado espacio de nosotros, dicen que nacen y se ponen. Finalmente, todos los que se glorían que han comprendido y escrito el número de todas las estrellas, como Arato, Eudoso y otros, todos éstos quedan en el concepto de ilusos y desacreditados con la irrefragable autoridad de las sagradas letras en el Génesis.
Aquí es donde hallamos aquella sentencia; de la cual hace mención el Apóstol recomendándonos y encareciéndonos la divina gracia: Que creyó Abraham a Dios y que se le reputó por justificación para que no se enaltezca la circuncisión y rehuse admitir a la fe de Cristo a las naciones incircuncisas; pues cuando esto acaeció y se reputó por justificación la fe de Abraham, aún no se había circuncidado.


CAPITULO XXIV: De la significación del sacrificio que mandó Dios le ofreciese Abraham, habiendo éste pedido al Señor que le explicase lo que creía.


Hablándole Dios en la misma aparición, también le dijo: Yo soy el Dios que te saqué de la región de los caldeos para darte ésta tierra, de la cual seas el heredero; pero preguntando Abraham cómo sabría que había de ser su heredero, le dije Dios: Toma una vaca de tres años, una cabra de tres años y un carnero de tres años, una tórtola y una paloma; tomó, pues, Abraham todas estas cosas, y las partió, dividió por medio y las colocó enfrente unas de otras, pero no dividió las aves y bajaron las aves sobre aquellos cuerpos divididos, y sentóse con ellas Abraham, y estando ya para ponerse el sol acometió a Abraham un gran pavor, le invadió un temor tenebroso, y oyó que le dijeron: Ten por cierto que tus descendientes han de peregrinar en tierra ajena, que los han de poner en servidumbre y los han de afligir cuatrocientos años; pero a la nación que ellos sirvieren, yo la juzgaré y castigaré. Después de esto volverán acá con mucha hacienda, pero tú irás con tus padres en paz, habiendo pasado buena vejez, y a la cuarta generación volarán acá, porque aún no se han cumplido hasta ahora los pecados de los amorreos. Habiéndose puesto ya el sol, se levantó una llama, y he aquí un horno humeando, y unas llamaradas que corrían entre aquellas partes divididas por medio. En aquel día dispuso Dios su testamento y pactó con Abraham, diciendo: Yo daré esta tierra a tus descendientes desde el río de Egipto hasta el gran río Eufrates, es a saber, los ceneos, ceneceos, cedmoneos, cetheos, pherezeos, raphain, los amorreos, cananeos, eteos, gerheseos y jebuseos.
Todo esto sucedió en visión, y querer particularmente tratar de raíz de cada cosa sería muy largo y excedería la intención, y propósito de esta obra; bástenos saber que después que dijo la Escritura que creyó Abraham a Dios, y que se le reputó por justificación, no se desdijo, ni faltó a esta fe, cuando dijo: Señor, cuyo es el dominio, cómo sabré que seré tu heredero?, porque le había prometido la posesión y herencia de aquella tierra. No dice cómo lo he de saber, como si todavía no lo creyese, sino cómo lo sabré, para que lo que había creído se lo manifestase con alguna semejanza con que pudiese conocer el cómo había de ser.
Así como no es desconfianza lo que dijo la Virgen María: De qué manera se hará esto, si yo no conozco varón? Porque estaba cierta de que había de ser, preguntaba el modo cómo había de ser, y preguntado esto la dijo el ángel: Vendrá sobre ti e Espíritu Santo, y te hará sombra la virtud del Altísimo.
En efecto; aquí dio también Dios Abraham el modo y semejanza en la vaca, en la cabra, en el carnero y 'e las dos aves, tórtola y paloma, para que supiese que conforme a éstos había de ser lo que él no dudaba que había de ser.
Ya, pues, por la vaca quisiese significar el pueblo puesto debajo de yugo de la ley; por la cabra, que mismo pueblo había de ser pecado y por el carnero, que el mismo pueblo también había de reinar (cuyos animales se, dicen de tres años porque siendo tres los períodos más insignes y notables de los tiempos, es a sabe, desde Adán hasta Noé, desde, Noé hasta Abraham y desde éste hasta David el primero que, reprobado Saúl, establecido por voluntad del Señor el reino de la nación israelita; en este tercer orden y catálogo que comprende desde Abraham hasta David, como quien anda en la tercera edad, llegó a su juventud aquel pueblo), ya signifiquen estas cosas algún otro misterio con más conveniencia, con todo de ningún modo dudo que lo que añadió de la tórtola y de la paloma fueron figuras y significaciones espirituales, y que por lo mismo dice la Escritura: Que no dividió las aves, porque los carnales son los que se dividen entre sí, pero los espirituales de ninguna manera, ya se desvíen y retiren del trato y comercio 'de los hombres, como la tórtola, ya vivan entre ellos, como la paloma. Sin embargo, una y otra ave es simple y nada perjudicial, significándonos también que en el pueblo israelita, a quien había de darse aquella tierra, los hijos de promisión' habían de ser individuos, o sin división, y que, heredando el reino, habían de permanecer en la eterna felicidad.
Las aves que bajaban sobre los cuerpos que estaban divididos no significa cosa buena, sino los espíritus de este aire, que andan en busca de pasto suyo en la división de los carnales.
Que se sentó con ellos Abraham significa que también entre las divisiones de los carnales han de perseverar hasta el fin del siglo los verdaderos fieles, y que al ponerse el sol invadió a Abraham un pavor y un temor tenebroso, y significa que al fin de este siglo ha de haber grande turbación y tribulación en los fieles, de la cual dice el Señor en el Evangelio que habrá entonces una extraordinaria tribulación, cual no la hubo, desde el principio.
Y lo que dice Abraham: Ten por indudable que tus descendientes a han de peregrinar por tierra ajena, y que los han de poner en servidumbre, y los han de afligir cuatrocientos años, es clarísima profecía del pueblo de Israel, que había de venir a servir en Egipto, no porque había de permanecer cuatrocientos años en esta servidumbre, afligiéndolos los egipcios, sino que había de suceder esto en el año. Porque así como la escritura dice de Tharé, padre de Abraham: Fueron los días de Tharé en Charra doscientos y cinco años, no porque allí vivió todo, sino porque allí los cumplió, así también bien aquí interpuso: servirán y los molestarán cuatrocientos años, porque este número se cumplió en aquella aflicción, y no porque todo se paso en ella.
Y dice cuatrocientos, años por la plenitud del número, aunque sean algo más, ya se cuenten desde este tiempo en que Dios prometió a Abraham esta felicidades, ya desde que nació Isaac por la descendencia de Abraham, de quien se profetizan todos estos sucesos. Porque se cuentan, como dijimos arriba, desde el año 7 de Abraham cuando le hizo Dios la primera promesa, hasta la salida de Israel de Egipto, cuatrocientos treinta años, de los cuales hace mención el Apóstol de esto modo: A esta promesa y pacto, que hizo y juró a Dios Abraham, que llamo yo testamento, no le puede derogar o hacer irrito e inválido la ley que se promulgó cuatrocientos treinta años después del pacto y testamento.
Así pues, estos cuatrocientos treinta años se podían llamar cuatrocientos, porque no son muchos más, cuanto más habiendo ya pasado algunos de este número cuando Abraham vio y oyó estas maravillas en visión, o cuando, teniendo ya cien anos, tuvo a su hijo Isaac, veinticinco años después de la primera promesa, quedando ya de estos cuatrocientos treinta cuatrocientos cinco, á los cuales quiso Dios llamar cuatrocientos.
Lo demás que sigue de la profecía nadie dudará que pertenece al pueblo israelita, y lo que se añade: Habiéndose puesto el sol; formóse una llama, y he aquí un horno humeando y unas llamas de fuego que corrieron en tres aquellas medias partes divididas, significa que al fin del siglo han de ser juzgados y castigados los carnales con fuego.
Porque así como se nos significa que la aflicción de la Ciudad de Dios, bajo el poder del Anticristo, ha de ser la mayor que jamás ha habido; así como se nos significa, digo, esta aflicción con el tenebroso temor de Abraham cerca de ponerse el sol, esto es, acercándose ya el fin del siglo; así en la puesta del sol, esto es, en el mismo fin, se significa con este fuego el día del juicio, que divide los carnales que se han de salvar por el fuego y se han de condenar en fuego. Después el testamento y promesa que Dios hace a Abraham, propiamente manifiesta la tierra de Canaam y nombra en ella once naciones desde el día de Egipto hasta el grande río Eufrates; no desde el grande río de Egipto, esto es, desde el Nilo, sino desde el pequeño que divide á Egipto y Palestina, donde está la ciudad de Rhinocorura.


CAPITULO XXV: De Agar, esclava de Sara, la cual Sara quiso que fuese concubina de Abraham.


Desde aquí ya se siguen, los tiempos de los hijos de Abraham, el uno tenido de la sierva Agar, y el otro de Sara, libre, de quienes hablamos ya en el libro anterior; y respecto a lo que sucedió, no hay motivo para echar la culpa a Abraham por haber tomado esta concubina, porque se valió de ella para procrear hijos y no para saciar el apetito carnal, ni por agraviar a su esposa, sino por obedecerla, quien creyó que sería consuelo de su esterilidad si la fecundidad de su esclava la hiciese suya, y con aquel privilegio o derecho que dice el Apóstol que el varón no es señor de su cuerpo, sino su mujer, se aprovechase la mujer del cuerpo de su marido para conseguir la descendencia que no podía por si misma.
No hay en este acto deseo lascivo ni torpeza camal; la mujer entrega a su marido la esclava para tener hijos; por lo mismo la recibe el marido; ambos pretenden, no el deleite culpable, sino el fruto de la naturaleza; finalmente, cuando la esclava se ensoberbeció contra su señora porque era estéril, como la culpa de este desacato, con la sospecha y celos de mujer, la atribuyese Sara antes a su marido que a otra causa, también aquí mostró Abraham que no fue amador esclavo, sin6 procreador libre, y que en Agar guardó el honor y decoro a Sara, no satisfaciendo su propio apetito, sino cumpliendo la voluntad de su esposa; que la admitió, y no la pidió; pues la dijo: Ves ahí a tu esclava, en tu poder está; haz de ella lo que te pareciere.


CAPITULO XXVI: Dios promete a Abraham, siendo él anciano y Sara estéril un hijo de ella, y le hace padre y cabeza de las gentes, y la fe de la promesa la confirma y sella con el Sacramento de la Circuncisión.


Después nació Ismael de Agar, en el cual pudo sospechar Abraham que se cumplió lo que Dios le había prometido cuando, tratando de adoptar a uno de los criados de su casa, le dijo el Señor: No será este criado tu heredero, sino uno que saldrá de ti será tu heredero. Para que no imaginase que esta promesa se había cumplido en el hijo que había tenido de su esclava, siendo ya de noventa y nueve años, se le apareció el Señor, y le dijo: Yo soy Dios, procura ser agradable en mi acatamiento, vivir irreprensible y pondré mi testamento y pacto entre yo y tú, y te multiplicaré extraordinariamente. Postróse Abraham con el rostro en tierra y le habló el Señor diciendo: Ven aquí, que yo hago mi pacto contigo, y serás padre y cabeza de muchas gentes, y no será más tu nombre Abrán, sino que te llamarás Abraham, porque te he constituido padre de muchas naciones y te multiplicaré grandemente. Te haré jefe y cabeza de las naciones, y procederán de ti reyes; haré mi pacto entre yo y tú, y entre tu descendencia después de ti por sus generaciones con pacto eterno. Seré tu Dios, y de tus descendientes después de ti, y te daré a ti y a tus sucesores esta tierra en que vives ahora peregrino, es a saber, toda la tierra de Canaam en posesión perpetua, y seré el Dios de ellos. Y dijo Dios a Abraham: Y tú guardarás mi pacto, y tu descendencia después de ti por sus generaciones. Este es el pacto que habéis de guardar entre yo y vosotros, y entre tu descendencia después de ti por sus generaciones; se circuncidará cualquiera varón que hubiese entre vosotros, y os circuncidaréis en la carne de vuestro prepucio, y servirá en señal del pacto fue hay entre yo y vosotros. Todo infante que tuviese en vuestras generaciones ocho días, circuncídese, ya sea nacido en casa, o esclavo comprado de cualquiera extraño, aunque no sea de tu sangre, se circuncidará, y estará la señal de mi pacto en vuestra carne en convención perpetua. Y el infante que no estuviere circuncidado en la carne de su prepucio al octavo día será excluido de su pueblo, porque no guardó mi pacto. Y dijo Dios a Abraham: Sarai, tu mujer, no se ha de llamar de aquí adelante Sarai, sino Sara. Yo la daré mi bendición, y tendrás de ella un hijo, y será cabeza de muchas naciones, y descenderán de él reyes, caudillos y jefes de naciones. Postróse Abraham con el rostro en tierra, rióse, y dijo en su corazón: jQue siendo yo de cien años he de tener un hijo, y siendo Sara de noventa ha de dar a luz! y dijo Abraham a Dios: Viva, Señor, este Ismael, de manera que sea agradable en tu acatamiento; y dijo Dios a Abraham: Bien está, ved aquí que Sara, tu mujer, te dará un hijo y le llamarás Isaac; yo confirmare mi pacto con él; será pacto eterno, seré su Dios, y de su descendencia después de él; y por lo tocante a Ismael, he oído tu petición, he aquí que yo lo he echado mi bendición y le he de multiplicar grandemente; engendrará y producirá doce naciones, y te haré cabeza de una grande nación; pero mi pacto le he de confirmar con Isaac, que es el que ha de nacer de Sara dentro de un año.
Aquí están más claras las promesas de la vocación de los gentiles en Isaac, esto es, en el hijo de promisión, en que se nos significa la gracia y no la naturaleza; porque promete Dios un hijo de un anciano y de una vieja estéril, pues aunque el curso natural de la generación sea también obra de Dios, donde se ve más palpable la operación de Dios, estando la naturaleza viciada e inerte, allí con más claridad se echa de ver la gracia.
Y porque esto había de venir a ser, no por generación, sino por regeneración, por eso lo manda Dios, e impone la circuncisión, cuando le promete el hijo de Sara.
Y al mandar que todos se circunciden, no sólo los hijos, sino también los esclavos nacidos en casa y comprados, manifiesta que a todos se extiende esta gracia; porque qué otra cosa significa la circuncisión que una renovación de la naturaleza ya desechada con la senectud? Y el octavo día, qué otra cosa nos significa que a Cristo, quien al fin de la semana, esto es, después del sábado, resucitó? Múdanse también los nombres de los padres, todo suena novedad, y en el Viejo Testamento se entiende que está figurado el Nuevo; porque qué es el Testamento Viejo sino una cubierta y sombra misteriosa del Nuevo? Y qué otra cosa es el que se dice Nuevo sino una manifestación y descubrimiento del Viejo?
La risa de Abraham es una alegría del que se muestra agradecido, y no irrisión o burla de quien se manifiesta desconfiado.
Asimismo las palabras que dijo en su corazón: Que de cien años he de tener hijo, y que de noventa ha de dar a luz Sara! no son de quien duda, sino de quien se admira. Y si alguno dudase de lo que dice: Y te daré a ti y a tus descendientes esta tierra en que vives ahora, es a saber, toda la tierra de Canaam en posesión perpetua, como se entiende que se cumplió, o se espera que se cumplirá, puesto que ninguna posesión terrena puede ser eterna, entienda y sepa que perpetuo o eterno interpretan los nuestros lo que los griegos llaman aionión, que se deriva de siglo, porque aión en griego quiere decir siglo. Los latinos no se han atrevido a llamar a esto secular, por no darlo otro sentido completamente distinto; porque muchas cosas se llaman seculares que se hacen en este siglo, y pasan en bien breve tiempo; pero lo que llaman aionión, o no tiene fin, o llega hasta el fin de este siglo.


CAPITULO XXVII: El alma del niño que no se circuncida al octavo día, perece; pues quebrantó.

el pacto con Dios

Asimismo puede ser dudosa la interpretación de lo que dice: Si el infante que no se circuncidare en la carne de su prepucio perecerá su alma, de su pueblo, porque no guardó mi pacto y testamento, ya que en esto no tiene culpa el niño, cuya alma, dice, que ha de perecer, ni tampoco él quebrantó el testamento y pacto de Dios, sino sus padres, que no le quisieron circuncidar, a no ser que también los niños, no según la propiedad de su vida sino según el origen común del linaje humano, todos hayan quebrantado el testamento y pacto de Dios en aquel en quien todos pecaron.
Porque son muchos los que se llaman testamentos o pactos de Dios, además de aquellos dos grandes, el Viejo y el Nuevo, como puede observarlo cualquiera en la Sagrada Escritura.
El primer testamento y pacto que se efectuó con el primer hombre sin duda fue aquél: El día que comieseis del fruto del árbol vedado, moriréis: y así se escribe en el Eclesiástico: Que toda la carne se envejece y se consume como se gasta y deshace un vestido, porque está en vigor el testamento y pacto desde el principio del mundo, que mueran los que quebrantaren los mandamientos de Dios.
Habiendo después promulgado Dios la ley con más claridad y diciendo el Apóstol que donde no hay ley tampoco hay prevaricación, cómo será cierto lo que dice el real Profeta que a todos los pecadores de la tierra los tiene por prevaricadores, sino porque los que se hallan aprisionados en las cadenas de algún pecado, todos son reos y culpados de haber prevaricado y sido infractores de alguna ley?
Por lo cual, aunque los niños, como enseña la verdadera fe, nacen no particularmente, sino originalmente pecadores, y por eso confesamos que tienen necesidad de que les dispensen la singular gracia de la remisión de los pecados, sin duda que del mismo modo que son pecadores son también infractores de la ley promulgada en el Paraíso; de forma que es verdad lo uno y lo otro que expresa la Escritura: A todos los pecadores de la tierra tuve por prevaricadores, y donde no hay ley tampoco hay prevaricación.
Y cuando la circuncisión fue signo de la regeneración, no sin causa la generación perderá al niño por causa del pecado original con que se violó el primer testamento y pacto de Dios, si la regeneración no le libra de la pena.
Deben, pues, entenderse estos testimonios de las sagradas letras así: El alma del que no fuere reengendrado perecerá de entre su pueblo porque infringió mi testamento y pacto, supuesto que con todos pecó él en Adán. Porque si dijera: porque quebrantó este mi pacto, nos obligaría a entenderlo de esta circuncisión; pero como no declaró qué pacto violó el niño, nos queda libertad para entender que lo dijo por aquel pacto cuya infracción puede comprender al niño. Y si alguno opinare qué no se dijo sino por esta circuncisión, porque en ella el niño quebrantó el pacto dé Dios, no circuncidándose, bosque algún particular modo de hablar con que, sin absurdo, pueda entenderse que por eso se quebrantó el testamento y pacto. Pues aun cuando él no te violó, se quebrantó en él; y aun de este modo es de advertir que el alma del niño incircunciso no perece justamente por alguna negligencia o descuido propio que haya habido en él, sino por la obligación del pecado original.


CAPITULO XXVIII: Del cambio de los nombres de Abraham y de Sara, y cómo no pudiendo engendrar por la esterilidad de Sara y la mucha edad. de ambos, alcanzaron el beneficio de la fecundidad.


Hecha esta promesa tan grande y tan clara a Abraham, cuando dijo Dios expresamente: Te he hecho padre y cabeza de muchas gentes, y te multiplicaré grandemente; haré que salgan dé ti muchas naciones y muchos reyes, cuya promesa vemos ahora que se cumple en Cristo. De allí adelante, a aquellos casados, marido y mujer, no los llama la Escritura como se llamaban antes, Abrán y Sarai, sino como nosotros los hemos llamado desde el principio, y así los llaman todos Abraham y Sara. De haber mudado el nombre a Abraham se le da la razón, porque dice: Haré que seas padre de muchas gentes. Esto hemos de entender que significa Abraham, pero Abrán, como antes se llamaba, quiere decir padre excelso. No se pone la razón del cambio del nombre de Sara, aunque, según dicen los que escribieron las interpretaciones de los nombres de la Sagrada Escritura, Sarai quiere decir princesa mía, y Sara, virtud; y así se dice en la carta de San Pablo a los hebreos: Sara, por la fe, recibió virtud para concebir. Ambos eran ancianos, como dice la Escritura, y ella estéril. Esta es la maravilla que encarece el Apóstol, y por eso dice que estaba ya muerto el cuerpo de Abraham.


CAPITULO XXIX: De los tres hombres o ángeles en quienes se cuenta que se apareció el Señor.

a Abraham unto al encinar de Mambré

Asimismo se apareció Dios a Abraham junto al encinar de Mambré en figura de tres varones, quienes no hay duda que fueron ángeles, aun que hay algunos que imaginan haber sido uno de ellos Nuestro Señor Jesucristo, de quien, dicen, que antes de vestirse de nuestra carne mortal era visible.
Puede, ciertamente, Dios, que tiene naturaleza invisible, incorpórea e inmutable, aparecer a los ojos mortales sin cambio alguno suyo, no por sí mismo, sino en figura de alguna de sus criaturas.
Qué cosa hay que no esté sujeta y subordinada a este gran Dios?
Pero si dicen que algunos de estos tres fue Cristo, porque, habiendo visto tres, habló en singular con el Señor pues dice la Escritura: Y he aquí que tres varones se acercaron a él, y viéndolos, salió corriendo a recibirlos desde la puerta de su tabernáculo, e inclinándose hacia la tierra, dijo: Señor si he hallado gracia en tu acatamiento, etc., por qué no advierten, que dos de ellos habían ido a destruir a los sodomitas, estando todavía Abraham hablando con el otro, y llamándole Señor, e intercediendo para que no destruyese en Sodoma al justo juntamente con el pecador? A los otros dos los recibió Lot, y asimismo en el razonamiento que tuvo con ellos, siendo dos; los llamó en singular Señor. Porque habiéndoles dicho en plural: Venid, Señor, y serviros de la casa de vuestro siervo, y lo demás que allí dice, sin embargo, leemos después: Y tomaron los ángeles de la mano a Lot, a, su mujer y á sus dos hijos, porque el Señor le quería perdonar, y luego que sacaron de la ciudad, le dijeron: huye y libra tu vida; no vuelvas la cabeza ni mires atrás, y no pares en esta región; acógete al monte y ponte en salvo porque no perezcas. Y Lot les dijo: Suplícote, Señor, ya que tu siervo ha hallado misericordia en tu acatamiento..., con lo demás que se sigue. Después, a continuación de estas expresiones, le respondió el Señor asimismo en número singular estando en los dos ángeles, diciendo: He oído tu petición y uso contigo de misericordia.
Es, pues, mucho más creíble que Abraham en los tres, y Lot en los dos, reconocieron al Señor con quien hablaban en persona singular, aun cuando imaginaban que eran hombres, porque no por otra causa los recibieron y hospedaron, sino para servirles como a mortales, y que tenían, necesidad del humano socorro.
Con todo, había ciertamente alguna cualidad en ellos, por la cual eran tan excelentes y notables, aunque bajo apariencia de hombres, que los que los hospedaban no podían dudar que en ellos estaba el Señor, como suele estar en los profetas; y por eso, en repetidas ocasiones, les hablaban en plural, llamándoles señores, y algunas veces en singular, hablando con el Señor en ellos. Sin embargo, dice expresamente la Escritura que eran ángeles, no sólo en el libro del Génesis, donde se refiere esta historia, sino también San Pablo en su carta a los hebreos, donde, elogiando la hospitalidad, dice: Que por este motivo algunos, ignorándolo, hospedaron a los ángeles.
Prometiéndole, pues, nuevamente a Abraham aquellos tres varones un hijo de Sara, dice la divina promesa de esta forma, hablando con Abraham Nacerá de él una nación grande y dilatada, y serán benditas en él todas las gentes de la tierra. Aquí también se le prometen aquellas dos cosas, brevísima y plenísimamente: la gente de Israel, según la carne, y todas las demás naciones, según la fe.


CAPITULO XXX: Cómo libró Dios a Lot de Sodoma, y asoló a los sodomitas con luego del.

cielo

Después de esta promesa, habiendo Dios librado a Lot de Sodoma, bajó del cielo una lluvia de fuego, y convirtió en cenizas y pavesas toda la región de aquella abominable ciudad, donde eran tan comunes y lícitos los estupros, como otros crímenes que suelen permitir las leyes. Aunque el castigó de éstos fue una figura o representación del futuro juicio de Dios.
Qué quiere decir el prohibir a los que libertaban los ángeles volver la vista atrás sino que no hemos de volver con el ánimo y el corazón a la vida pasada que dejamos cuando nos reengendramos por la gracia, si queremos librarnos del ultimo juicio?
La mujer de Lot, en el mismo lugar que miró hacia atrás, allí quedo convertida en estatua de sal, dejando a los fieles preservativo para que aprendan a guardarse de igual fracaso.
A poco tiempo sucedió a Abraham en Gerara con Abimelech, rey de aquella ciudad, lo mismo que en Egipto, cuando Faraón le tomó a Sara su esposa. Se la volvió Abimelech sin haberla tocado de modo alguno; también increpando el rey a Abraham porque le había ocultado que era su esposa, diciéndole que era su hermana, contestó Abraham al cargo diciéndole, entre otras cosas: Realmente es hermana mía por parte de padre, mas no de la de madre, porque por parte de su padre era hermana de Abraham, uniéndoles tan inmediato parentesco; y fue tan hermosa que aun en aquella edad pudo ser apreciada.


CAPITULO XXXI: Del nacimiento de Isaac, según la promesa de Dios.


Después de esto le nació a Abraham, según la promesa de Dios, un hijo de Sara, a quien llamó Isaac, que quiere decir risa, porque se rió el padre, admirándose de alegría, cuando se lo prometió Dios; y asimismo se rió su madre cuando en otra ocasión se lo ofrecieron aquellos tres mancebos, dudando de contento, aunque se lo zahirió y reprendió el ángel; porque aquella risa, aunque fue también de gozo, sin embargo, no fue, efecto de una fe y esperanza perpetua, por lo que después el mismo ángel la confirmé en la fe, de donde tomó su nombre el niño.
Y que aquella risa no fue burlarse de él, o escarnio, sino celebrar su interior alegría y contento, lo manifestó Sara en que apenas nació Isaac le puso aquel nombre, porque dijo: Me ha hecho reír el Señor, y cualquiera que lo oyere se reirá y alegrará conmigo.
A muy poco tiempo echan de la casa a la esclava con su hijo, cuya acción significa, según el Apóstol, los dos testamentos: el Viejo y el Nuevo, donde Sara nos representa la figura de la Jerusalén celestial, esto es, de la Ciudad de Dios.


CAPITULO XXXII: De la fe y obediencia de Abraham, con que fue probado, recibiendo orden de sacrificar a su hijo, y de la muerte de Sara.


Entre otras cosas, que sería larga digresión el relatar, tienta Dios a Abraham, pidiéndole que le ofrezca en sacrificio a su querido hijo Isaac, para que quedase probada su santa obediencia, y se manifestase a los ojos del mundo, no a los de Dios. No hemos de tener por malas todas las tentaciones, sino que debemos estimar y agradecer la que sirve de prueba.
Por lo general, el corazón del hombre no puede tener de otra forma noticia de sí mismo, si no le dijera y declarara sus fuerzas, examinándole y preguntándole en cierto modo la tentación, no con palabras, sino con la misma experiencia; y si en tal caso reconoce la merced de Dios, entonces es santo, entonces se fortalece con la firmeza y fortaleza de la gracia, y no se deja hinchar con la vanidad de la arrogancia.
Nunca, sin duda, creyó Abraham que gustaba Dios de víctimas humanas; pero instando el mandato del Señor, se debe obedecer y no replicar.
Con todo, Abraham es digno de elogio, pues habiendo de sacrificar a su hijo, creyó que resucitaría, porque le había dicho Dios, al no querer cumplir la voluntad de su esposa Sara sobre desterrar de su casa a la esclava y a su hijo: Por Isaac has de tener la descendencia, y, sin embargo, en el mismo lugar prosigue diciendo: y al hijo de esta esclava le haré que sea padre y cabeza de una gran nación, porque es tu hijo. Cómo, pues, dice que por Isaac ha de tener la descendencia, llamando Dios también a Ismael su hijo y descendencia? Declarando el Apóstol qué quiere decir por Isaac has de tener tu descendencia, dice; Que no los que son hijos de Abraham, según la carne, son los hijos de Dios, sino los que son hijos y herederos de la divina promesa, los cuales se reputan por descendientes y verdaderos hijos de Abraham, y por eso los hijos de promisión, para que sean descendientes de Abraham, deben proceder de Isaac, esto es, se congregan y unen a Cristo llamándolos la gracia.
Teniendo, pues, esta promesa por infalible y cierta el piadoso y religioso padre, y observando que por este hijo, a quien Dios mandaba sacrificar, se había de cumplir necesariamente esta promesa, no dudó que podía volvérselo vivo después de haberle sacrificado quien se lo pudo dar, estando naturalmente inhabilitado para la procreación; y de este modo se entiende y expone expresamente en la Epístola de San Pablo a los hebreos: Insigne -dice- fue la fe de Abraham, que, siendo tentado en Isaac, ofreció a su unigénito, en quien le había hecho Dios sus promesas, y por quien le había dicho: la descendencia que procederá de Isaac será la tuya, en quien he de cumplir mi promesa; creyendo que, aun de entre los muertos, podía resucitarle Dios. Y por eso añadió: Que ésta fue igualmente la causa por qué le tomó por figura y semejanza. Y de quién sino de Aquel de quien dice el mismo Apóstol: Que no, perdonó a su propio Hijo, sino que le entregó por la redención de todos nosotros? Por eso también Isaac llevó, como el Señor su cruz, la leña a cuestas, sobre la cual le habían de poner en el lugar del sacrificio. Finalmente, porque no convino que muriese Isaac, después que ordenó Dios a su padre que no le quitase la vida, qué quiere significar aquel carnero que, habiéndole sacrificado, con la figura de su sangre se cumplió el sacrificio? Pues cuando le vio Abraham estaba asido y enzarzado con los cuernos en una mata: a quién, pues, figuraba éste sino a Cristo nuestro Señor, que antes de ser sacrificado le coronaron los judíos con espinas?
Pero dejemos eso y oigamos lo que nos dice el ángel: Y echó Abraham mano al cuchillo para sacrificar a su hijo, y llamóle el ángel del Señor, y le dijo: Abraham; y éste respondió: Vedme aquí, Señor, qué es lo que mandas? Y le dijo: No descargues tu mano sobre ese joven, ni le hagas daño, porque ahora he conocido que temes a tu Dios, pues por mi amor no has perdonado a tu querido hijo. Ahora he conocido, quiere decir, ahora he hecho que conozcan lo que Dios no ignoraba.
Después, habiendo sacrificado en lugar de su hijo Isaac al carnero, nombró Abraham, según dice la Escritura, a aquel lugar el Señor ve, y, como dicen actualmente: el monte en que el Señor apareció. Así como dijo: Ahora he conocido, por decir: he hecho que conozcan, así también aquí el Señor vio debe entenderse el Señor apareció, esto es, hizo que le viesen: Y llamó segunda vez el ángel del Señor a Abraham desde el cielo, diciendo: Por mí mismo he jurado dice el Señor porque obedeciste mi mandato, y por mi amor no perdonaste a tu querido hijo, cierta e infaliblemente te echaré mi bendición y multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo y como la arena de las playas; y tu descendencia poseerá las ciudades de sus enemigos, y todas los naciones de la tierra serán 'benditas en tu descendencia porque obedeciste mi voz.
De este modo, después del sacrificio que fue figura de Cristo, confirmó Dios también, con juramento aquella promesa de la Vocación de los gentiles en la descendencia de Abraham, pues en muchas ocasiones lo había prometido pero jamás lo había jurado. Y qué es el juramento de Dios verdadero, y que dice siempre verdad, sino una confirmación de la promesa y una especial reprensión de nuestra infidelidad e incredulidad?
Después de esto murió Sara a los ciento veintisiete años de su edad, y a los ciento treinta y siete de su marido, porque la llevaba diez años, como dijo el mismo patriarca cuando Dios le ofreció un hijo de ella: Que siendo ya de cien años he de tener un hijo, y siendo Sara de noventa ha de concebir! Compró Abraham una heredad en que sepultó a su mujer, y entonces, según la relación de San Esteban, fijó su residencia en aquella tierra, porque comenzó a tener en ella posesiones heredadas por la muerte de su padre, quien, según conjeturas probables, falleció dos años antes.


CAPITULO XXXIII: De Rebeca, nieta de Nachor, con quien se casó, Isaac.


Después de esto, siendo Isaac ya de cuarenta anos, se casó con Rebeca, nieta de su tío Nachor, es a saber, a los ciento y cuarenta años de la edad de su padre, tres años después de muerta su madre.
Y cuando para casarse con ella envió su padre a Mesopotamia un criado suyo, qué otra cosa nos quiso significar cuando a este criado le dijo Abraham: Llega tu mano a mi muslo y júrame por el Señor Dios del cielo y por el Señor: de la tierra que no tomarás ni recibirás por mujer para mi hijo Isaac a ninguna de las hijas de los Cananeos, sino que el Señor Dios del cielo y de la tierra había de venir hecho hombre, descendiendo de aquel tronco y de aquel muslo? Acaso son pequeños estos indicios de la verdad profetizada que vemos cumplida en Jesucristo?


CAPITULO XXXIII: Qué significación tiene el que Abraham, después de la muerte, de Sara, se.

casó con Cethura

Y qué quiere significar que Abraham, después de la muerte de Sara, contrajo matrimonio con Cethura? Lo cual por ningún motivo debemos sospechar que fue efecto de incontinencia, especialmente en una edad avanzada cual era la suya, y en una santidad de fe y virtudes como eran las que ilustraban a este patriarca. Acaso pretendía todavía tener hijos teniendo ya por el inefable testimonio de la divina promesa una multitud tan dilatada de hijos por la estirpe de Isaac, significados en las estrellas del cielo y en la arena de la tierra?
Pero si Agar e Ismael, según la doctrina del Apóstol de las gentes, San Pablo, significaron propiamente a los hombres carnales del Antiguo Testamento, por qué causa Cethura y sus hijos no han de significar y representar del mismo modo los carnales que imaginan pertenecer al Nuevo Testamento? A las dos las llama la Escritura mujeres y concubinas de Abraham; pero a Sara jamás la llamó concubina, sino solamente mujer, en atención a que aun cuando Sara concedió a su esposo para el efecto de la procreación a su esclava Agar, dice el sagrado texto: Tomó Sara, mujer de Abraham, a Agar, esclava suya, natural de Egipto, a los diez años de vivir Abraham en la tierra de Canaam, y se la dio a Abraham, su esposo, por mujer, y de Cethura, que la tomó en matrimonio después del fallecimiento de Sara, dice así: Volvió Abraham a casarse otra vez con una mujer llamada Cethura. Ved aquí cómo ambas se llaman mujeres y ambas se halla que fueron concubinas, porque añade después la Escritura: Que dio Abraham toda su hacienda raíz a Isaac su hijo; y a los hijos de- sus concubinas les repartió una porción de los bienes muebles, separándolos de su hijo Isaac aun viviendo él y enviándolos hacia la tierra oriental.
Así que los hijos de las concubinas tienen algunos bienes, pero no heredan el reino prometido; ni los herejes, ni los judíos carnales, porque a excepción de Isaac, no hay otro heredero: ni los que descienden de Abraham, según la carne, son los hijos de Dios, sino los que son hijos y herederos de la divina promesa, esos mismos tiene Dios por descendientes y verdaderos hijos de Abraham, de quienes dice la Escritura: la descendencia que procederá de Isaac, esa será la tuya, en quien he de cumplir mi promesa.
En verdad no hallo razón para que Cethura, con quien casó después del fallecimiento de su mujer, se llame concubina, si no es por este misterio; pero el que no quisiere tomarlo bajo está significación, no por eso calumnie a Abraham. Y quién podrá saber si Dios previó esto con su divina presciencia, contra las herejías que habían de suscitarse respecto de las segundas nupcias, para que en el padre y cabeza de muchas naciones, casándose segunda vez después de la muerte de su mujer, se nos manifestase con toda evidencia que no era pecado?
Murió, pues, Abraham siendo de ciento setenta y cinco años, y dejó, según este cálculo, a su hijo Isaac en la edad de setenta y cinco años, supuesto que le tuvo en la de ciento.


CAPITULO XXXIV: Que nos significó el Espíritu Santo en los gemelos estando aún encerrados.

en el vientre de su madre

Vemos ya desde ahora cómo van discurriendo los tiempos de la Ciudad de Dios por los descendientes de Abraham, desde el primer año de la vida de Isaac hasta los sesenta en que tuvo hijos.
Es digno de nuestra admiración que, suplicando este santo patriarca a Dios le concediese sucesión en su esposa, que era estéril, y condescendiendo el Señor a su petición, y, por consiguiente, habiendo concebido Rebeca, los gemelos luchaban entre sí estando aún encerrados en el vientre de su madre, y teniendo ella un grande pesar por esta novedad, preguntó al Señor la causa de ello, quien le respondió: Dos naciones traes en tu vientre y dos pueblos se dividirán en tus entrañas: el uno vencerá al otro y el mayor servirá al menor. En cuyo vaticinio quiere el Apóstol San Pablo que se nos dé a entender un gran documento sobre la gracia, porque antes que naciesen ni, practicasen acción buena ni mala, sin tener méritos algunos recomendables, eligió Dios al menor, reprobando al mayor, siendo iguales en el pecado original y sin tener ninguno de ellos pecado propio.
No nos permite ahora el orden y objeto de esta obra alargarnos ea este punto, especialmente habiendo raciocinado sobre él lo bastante en otros libros. Aquellas palabras, donde dice el mayor servirá al menor, casi ninguno de nuestros santos doctores las han entendido de otra forma, sino que el mayor pueblo de los judíos había de servir al pueblo menor dé los cristianos. Y en realidad de verdad, aunque puede parecer que se cumplió esto en la nación de los idumeos, la cual descendía del mayor, que tuvo dos nombres, dado que después de algún tiempo había de ser vencida por el pueblo que descendía del menor, esto es, del pueblo de Israel, a quien había de estar sujeta; sin embargo, con más justa causa se cree que algún objeto de mayor entidad se enderezó esta profecía: que un pueblo vencerá al otro y el mayor servirá al menor. Y qué es esto sino lo que vemos claramente que se verifica en los judíos y los cristianos?


CAPITULO XXXVI: De la profecía y bendición que recibió Isaac, del mismo modo que su padre, la cual fue por respeto a los méritos y caridad del mismo padre.


Recibió también Isaac una profecía como la había recibido en diferentes ocasiones su padre, de la cual dice así la Escritura: Sobrevino en la tierra una hambre, además de la que sobrevino en tiempo de Abraham, y se trasladó Isaac a Gerara, donde gobernaba Abimelech, rey de los filisteos, y apareciéndosele el Señor, le dijo: No desciendas a Egipto, pero habita en la tierra que yo te señalare; vive en esta tierra; yo estaré contigo y te echaré mi bendición, porque a ti y a tus descendientes tengo de dar toda esta tierra y cumpliré el juramento que hice a tu padre Abraham; multiplicaré tu descendencia como las estrellas del cielo, les daré toda esta tierra y serán benditas en tu descendencia todas las naciones de la tierra, porque obedeció Abraham a mi voz, observó mis preceptos, mis mandatos, mis justificaciones y mis leyes. Este patriarca tuvo otra mujer ni concubina alguna, sino que se contentó con la descendencia que tuvo en los dos gemelos que de un parto le dio a luz su esposa. También receló que la hermosura de ésta padeciese algún peligro viviendo entre extraños, e hizo lo que su padre, publicando que era su hermana y ocultando el que era su mujer, la que era asimismo parienta suya de parte de su padre y de su madre; pero, sin embargo, quedó intacta y libre de la liviandad de los extraños, sabido ya que era su mujer.
No debemos, sin embargo, preferirle y anteponerle a su padre porque no conoció a otra que a su mujer propia; y, sin duda, los méritos de la fe, obediencia y sumisión de su padre, pues dice Dios que, por respeto a él, hace a Isaac los beneficios que le dispensa. Serán benditas, dice, en tu descendencia todas las naciones de la tierra, porque obedeció Abraham a mi voz y guardó mis preceptos, mis mandatos, mis justificaciones y mis leyes.; y en otra profecía: Yo, dice, soy Dios de Abraham, tu padre; no temas, porque yo estaré contigo; te he echado mi bendición y multiplicaré tu descendencia por respeto y afecto a tu padre Abraham.; para que entendamos lo primero cuán castamente hizo Abraham lo que los impuros y lascivos, que pretenden 'justificar sus liviandades con la autoridad de las sagradas letras, creen que practicó por efecto de algún apetito torpe; lo segundo, para que también sepamos cómo hemos de comparar las personas entre sí, no por alguna cualidad o prenda singular que cada uno tenga particularmente, sino que en cada uno debemos considerarlo y ponderarlo todo; porque puede suceder que uno tenga en su vida y costumbres cierta gracia, en que se aventaje a otro y que ésta sea mucho más excelente que aquella en que el otro le excede.
Y así, aunque con sano y cuerdo juicio, se prefiera la continencia al matrimonio, sin embargo, es mejor el hombre fiel casado que el infiel continente. Pues el infiel no sólo es menos dignó de elogio, sino muy reprensible.
Supongamos a ambos fieles y buenos; aun así, seguramente es mejor el casado fiel y obediente a Dios que el continente de menos fe e incrédulo y menos obediente; pero si en las demás cualidades son iguales, quién duda preferir el continente casado?


CAPITULO XXXVII: Lo que se figura místicamente en Esaú y Jacob.


Los dos hijos de Isaac, Esaú y Jacob, igualmente iban creciendo; pero la primogenitura del mayor se transfiere al menor por pacto y convención que hubo entre ellos; porque al mayor le acometió un desordenado apetito de comer lentejas, que el menor había condimentado para sí; y por ellas vendió a su hermano, con juramento, su derecho de primogenitura. En cuyo ejemplo se nos enseña y advierte cómo puede ser uno culpable en la comida, no por la diferencia del manjar, sino por la demasiada ansia y antojo de él.
Llega a la vejez Isaac, y con ella pierde la vista; quiere bendecir a su hijo mayor, y en lugar de él, ignorándolo, bendice al menor; quien, porque su hermano mayor era velloso, acomodándose unas pieles de cabrito, como quien se carga y lleva pecados ajenos, se sometió y dejó tocar de las manos de su padre. Esta cautela de Jacob, para que no creyésemos que era fraudulenta y engañosa y no dejásemos de buscar en ella el misterio de un célebre arcano, nos la advirtió ya arriba la Escritura, diciendo: Que Esaú era muy aficionado a. la caza y a estar en el campo, y Jacob, hombre sencillo, amigo de vivir en casa; esto es, según el sentir de algunos doctores, sin fraude ni malicia. Pero aunque se diga sin engaño o sencillo, mejor dicho, sin ficción, que en griego se dice aplastos, cuál es el engaño que cometió en tomar este hombre sin dolo la bendición? Qué engaño hay en este hombre sencillo? Qué ficción en éste, que no, miente, sino un profundo misterio de la misma verdad? Veamos cuál es la bendición: Oh!, el olor de mi hijo, dice, es como el olor y fragancia que echa de sí un campo cultivado, a quien Dios hizo fértil y alegre; déte, pues, Dios el rocío del cielo. y de la fertilidad de la tierra abundancia de trigo y de vino; sírvante las gentes, adórente los príncipes, seas señor de tu hermano y adórente los hijos de tu padre, sea maldito el que te maldijere y bendito el que te bendijere.
La bendición de Jacob es la predicación de Jesucristo a todas las gentes. Esto es lo que se hizo, esto es lo que se realiza. La ley y la profecía están en Isaac; y también por boca de los judíos bendice a ley a Jesucristo, aun, que ellos no lo saben, porque no saben ni entienden la ley. Llénase el mundo como un campo del olor y fragancia del nombre de Cristo, su bendición es del rocío del cielo, esto es, de la lluvia y riego de la palabra divina, y de la abundancia y fertilidad de la tierra, esto es, de la congregación de las gentes y naciones; suya es la riqueza del trigo y del vino, esto es, la muchedumbre que va juntando y recogiendo el trigo y el vino en el adorable Sacramento de su Santísimo Cuerpo y Sangre; él es a quien sirven, las gentes, a quien adoran los príncipes; él es el Señor de su hermano, porque su pueblo domina a los judíos; él es a quien veneran y tributan culto los hijos de su Padre, esto es, los hijos de Abraham según la fe, porque también él es hijo de Abraham según la carne; el que le maldijere es maldito, y quien le bendijere, bendito.
Digo que a este nuestro Señor Jesucristo los mismos judíos, aunque equivocados, sin embargo, mientras cantan y blasonan la ley y los profetas le bendicen, esto es, verdaderamente le proclaman, imaginando que bendicen a otro, a quien por equivocación o engaño esperan.
Ved aquí que volviendo el mayor por la bendición prometida, se pasma Isaac, y advirtiendo que había bendecido a uno por otro, se admira, y pregunta quién es aquel a quien bendijo; con todo, no se queja de haber sido engañado; al contrario, habiéndose revelado en su interior' este misterio tan grande, excusa y ataja la indignación y enojo, y confirma la bendición: Quién es, dice, el que fue a caza, me la trajo, me la introdujo aquí, y comí de todo antes que tú vinieses, y le bendije, y quedará bendito? Quién no aguardaría aquí una maldición de un hombre enojado si no se hiciera todo por inspiración divina, y no por traza humana? Oh sucesos, pero sucesos encaminados 'con espíritu profético en la tierra, mas por orden del cielo; manejados por los hombres, pero guiados por el Divino Espíritu!
Si quisiéramos examinar cada palabra de por sí, está todo tan lleno de misterios, que fuera necesario escribir muchos libros; pero habiendo de poner modo y tasa con moderación a esta obra, es fuerza que caminemos a otros asuntos.


CAPITULO XXXVIII: Cómo enviaron sus padres a Jacob a Mesopotamia para que se casase allí, y de la visión que vio soñando en el camino, y de sus cuatro mujeres, habiendo pedido no más de una.


Envían sus padres a Jacob a Mesopotamia para que allí contraiga matrimonio; las palabras que le dice el padre son éstas: Mira, hijo, que no te cases con ninguna de las hijas de los cananeos; anda, y ve a Mesopotamia a casa de Batuel, tu abuelo, padre de tu madre, y allí tomarás por mujer a alguna de las hijas de Labán, tu tío, hermano de tu madre; y ruego a mi Dios que te eche su bendición, y te acreciente y multiplique, y seas cabeza y caudillo de las gentes, y te dé la bendición de tu padre Abraham a ti y a tu descendencia después de ti, para que heredes y poseas la tierra en que vives, la cual prometió Dios a Abraham.
Aquí ya vemos distinta y separada la descendencia de Jacob de la otra descendencia de Isaac, que principia en Esaú. Porque cuando dijo Dios: En Isaac has de tener la descendencia que te he prometido, que es la que pertenece a la Ciudad de Dios, entonces hizo allí distinción y separación de la otra descendencia de Abraham, por el hijo de la esclava, y de la que había de ir después por los hijos de Cethura, pero todavía 'estaba aquí en duda en los dos gemelos, hijos de Isaac, si aquella bendición pertenecía a ambos o uno de ellos, y si al uno, a cuál lo que se declara y especifica aquí bendiciendo su padre proféticamente a Jacob y diciéndole que sea cabeza y caudillo de las gentes, y que le dé Dios la bendición de su padre Abraham.
Caminando, pues, Jacob a Mesopotamia tuvo una revelación en sueños, la cual refiere así la Escritura: Partiendo, pues, Jacob de Bersabé, que significa fuente o pozo del juramento, caminó para Charra, y llegando casualmente a cierto lugar, queriendo descansar después de ponerse el sol, tomó una de las piedras que había allí, y acomodándola debajo de su cabeza, durmió en aquel lugar, y soñó y vio una escalera fijada en la tierra, cuya punta se elevaba hasta tocar en el Cielo, que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella, que el Señor estaba apoyado sobre ella, y le dijo: Yo soy Dios de tu padre Abraham, y Dios de Isaac; no temas; la tierra en que duermes te la he de dar a ti y a tu descendencia, y será tu posteridad tan dilatada y numerosa como la arena de, la tierra, y se extenderá hacia el mar occidental, hacia el Oriente, al Septentrión y al Mediodía.; y en ti y en tu descendencia vendrán a ser benditas todas las tribus y familias de la tierra. Advierte que yo estaré contigo, te guardaré por cualquier parte que vayas, te volveré a está tierra, y no te desampararé hasta que cumpla todo lo que te he prometido. Y despertando Jacob de su sueño, dijo: El Señor está en este lugar, y yo lo ignoraba; y temeroso, añadió: Cuán terrible es este lugar; no hay aquí más que la casa de Dios y la puerta del Cielo. Levantóse Jacob y tomó el canto que había tenido por cabecera, levantóle, y le fijó como padrón para perpetua memoria de los siglos venideros; derramó aceite sobre él, y puso por nombre a aquel lugar Bethel, o casa de Dios. Estas expresiones encierran, una profecía, y no debemos entender que, como idólatra, derramó aquí el aceite Jacob sobre la piedra, consagrándola como si fuese Dios, porque ni adoró a la piedra ni la ofreció sacrificio, sino que así como el nombre de Cristo se deriva de crisma, esto es, de la unción, sin duda figuró aquí algún misterio que pertenece a este grande Sacramento. Y esta escalera parece que es la que nos trae a la memoria el mismo Salvador en el Evangelio, donde, habiendo dicho de Nathanael: Ved aquí al verdadero israelita en quien no hay fraude ni engaño, porque Israel, que es el mismo Jacob, es el que vio esta, visión, y añade: Con toda verdad os digo que habéis de ver abrirse el Cielo, subir y bajar los ángeles de Dios sobre el hijo del hombre.
Caminó, pues, Jacob a Mesopotamia para casarse allí. Y refiere la Escritura cómo sucedió el llegar a tener cuatro mujeres, en quienes tuvo doce hijos y una hija, sin haber deseado ilícitamente a ninguna de ellas, porque vino con intención de casarse con una; pero como le supusieron una por otra, tampoco desechó aquélla, y siendo en tiempo que ninguna ley prohibía tener muchas mujeres, vino a recibir también por mujer a aquella a quien solamente había dado palabra y fe del futuro matrimonio, la cual, siendo estéril, dio a su marido una esclava suya para tener hijos de ella, e imitando esto, su hermana mayor, aunque ya había concebido y dado a luz, hizo otro tanto, porque deseaba tener muchos hijos.
No se lee, pues, que pidiese Jacob sino una, ni conoció carnalmente a muchas, sino con el fin de procrear hijos, guardando su respectivo privilegio al matrimonio, de conformidad que aun esto no lo hubiese hecho si sus mujeres, que tenían legítima potestad sobre su marido, no se lo rogaran.
Tuvo Jacob en sus cuatro, mujeres doce hijos y una hija; después entró en Egipto, porque su hijo José, habiendo sido vendido por sus envidiosos hermanos y conducido a Egipto, llegó a conseguir aquí grande elevación y dignidad.


CAPITULO XXXIX: Por qué razón Jacob se llamó también Israel.


Llamábase Jacob, como dije poco antes, por otro nombre Israel, de cuyo nombre se llamó más comúnmente el pueblo que descendió de él, el cual se lo puso el ángel cuando luchó con él en el camino, al tiempo de regresar de Mesopotamia, y aquel ángel fue ciertamente figura de Cristo; porque el haber prevalecido Jacob contra él, que fue, sin duda, queriéndolo él, por figurar el misterio, significa la, pasión de Cristo, donde, al parecer, prevalecieron contra él los judíos, y con todo, alcanzó la bendición del mismo ángel que había vencido.
La imposición de este nombre fue, pues, su bendición, porque Israel quiere decir el que ve a Dios, lo cual vendrá a ser al fin el premio de todos los santos.
Y el mismo ángel le tocó o hirió en lo más ancho del muslo, y de esta manera le dejó cojo; así que, un mismo Jacob era el bendito v el cojo: bendito, en los que del mismo pueblo creyeron en Cristo, y cojo, en los fieles que no creyeron; porque lo ancho del muslo es la multitud y multiplicación de su descendencia, y más son los que hay en dicha descendencia, de quienes proféticamente dice la Escritura que cojean y yerran, separándose de sus caminos y sendas.


CAPITULO XL: Como dice la Escritura que Jacob entró en Egipto con setenta y cinco personas, si muchos de los que refiere nacieron 'después que él entró.


Refiere la Escritura que entraron en Egipto, en compañía de Jacob, setenta y cinco personas, inclusos él y sus hijos, en cuyo número se refieren solamente dos mujeres, la una hija, y la otra nieta. Pero considerado atentamente, no parece que hubo tanto número en la familia de Jacob el día o el año que entró en Egipto, porque en él se cuentan también los bisnietos de José, que no pudieron haber nacido entonces, porque en aquella ocasión tenía Jacob ciento treinta años, y su hijo José treinta y nueve, quien contando que se casó con la hija de Putifar a los treinta o más años, cómo, pudo en nueve años tener bisnietos de los hijos que tuvo de aquella mujer? Así que, no teniendo hijos Efraín ni Manasés, hijos de José, pues cuando entró Jacob en Egipto los halló de menos de nueve años, cómo cuentan, no sólo los hijos, sino también sus nietos en las setenta y cinco personas que entraron entonces en Egipto con Jacob? Porque ponen allí a Machir, hijo de Manasés, nieto de José, Y al hijo del mismo Machir, esto es, a Galaad, nieto de Manasés, bisnieto de José. Allí se halla también otro que procreó Efraín, el otro hijo de José es a saber, Utalaán, nieto de José; y allí estaba también Bareth, hijo de este Utalaán, es decir, nieto de 'Efraín, bisnieto de José, los cuales por ninguna razón pudieron haber nacido cuando vino Jacob a Egipto y halló a sus nietos, los hijos de José, abuelos de estos niños, de menos de nueve años. Pero, realmente, la entrada de Jacob en Egipto, cuando refiere la Escritura que entró con setenta y cinco personas, no es un día o un año, sino todo el tiempo que vivió José, por quien sucedió que tuviesen entrada en aquella tierra, porque del mismo José habla así el sagrado texto:
Habitó José en Egipto, sus hermanos y toda la casa de su padre; vivió ciento diez años, y vio José los hijos de Efraín hasta la tercera generación. Este es un tercer nieto de Efraín, por que tercera generación llama al hijo nieto y bisnieto. Después prosigue diciendo: Y los hijos de Machir, hijo de José, nacieron sobre las rodillas de José; y éste es el mismo nieto de Manasés, bisnieto de José, aunque le nombra en plural, como acostumbra la Escritura, que a una hija de Jacob llama también hijas, así como en el idioma latino suelen decir liberi en plural a los hijos, aunque no haya más que uno.
Así, pues, cuando se celebra la felicidad de José porque pudo ver sus bisnietos, de ningún modo debemos entender que habían nacido a los treinta y nueve años de su bisabuelo José, cuando vino a visitarle a Egipto su padre Jacob.
Lo que engaña a los que miran esto con menos atención es lo que dice la Sagrada Escritura: Estos son los nombres de los hijos de Israel que entraron en Egipto juntamente con Jacob, su padre; y como se cuentan setenta y cinco personas, lo dice no porque fueran con Jacob todas ellas cuando él entró en Egipto, sino, como, ya insinué, porque tiempo de su entrada lo llama todo el que vivió José por quien parece que fue a aquella tierra.


CAPITULO XLI: De la bendición que, Job echó a su hijo Judas.


Si por causa del pueblo cristiano, donde la Ciudad de Dios anda peregrinando en la tierra, buscásemos la genealogía, según la carne, de nuestro Señor Jesucristo en los hijos de Abraham, dejados a un lado los de las concubina, se nos presenta Isaac; si en los hijos de Isaac, omitido Esaú, que también se llama Edón, se nos ofrece Jacob, que se llama igualmente Israel, si en los del mismo Israel, dejados los demás, se nos ofrece Judas, porque de la tribu de Judá nació Cristo; y así, queriendo va Israel morir en Egipto bendiciendo a sus hijos, veamos como proféticamente bendijo a Judas: Oh Judas!, dice, a ti te alabarán tus hermanos; tus manos prevalecerán sobre la cerviz de tus enemigos; a ti te adorarán los hijos de tu padre; como un león cachorro será Judas. Subsiste, hijo mío, del renuevo, te recostaste y dormiste cómo león y como cachorro de león. Quién le despertará? No faltará príncipe de Judá ni caudillo de su linaje hasta que vengan todos los sucesos que le están guardados; y él será el que aguardarán, las gentes, el que, atará su pollino a la vid, y con un cilicio en el pollino de su burra; lavara en vino su vestidura, y en la sangre de la uva su manto; rubicundos serán sus ojos por el vino, y sus dientes más blancos que la leche.
Este vaticinio le tengo ya declarado, disputando contra el maniqueo Fausto, y juzgo que es bastante, según esta clara la verdad de esta profecía, en la que asimismo se presagió la muerte de Cristo en la palabra dormir; y el poder no la necesidad que tuvo de sufrir muerte tan afrentosa, en el nombre del león, cuya potestad la declara el mismo Salvador en el Evangelio, cuando dice: Tengo potestad de dejar mi alma, y potestad tengo para volverla a tomar; nadie me la quita, sino que yo voluntariamente la dejo y la vuelvo a tomar. De esta manera bramó el león; de esta manera cumplió lo que dijo, porque a esta potestad pertenece lo que sigue de su resurrección. Quién le despertará? Esto es, ninguno de los hombres, sino él mismo, que dijo de su cuerpo: Destruid este templo que veis, y en tres días le volveré a levantar. Y el género de muerte, esto es, la muerte en cruz, en una palabra se entiende donde dice subsiste Y lo que añade: Te recostaste y dormiste, lo declara el Evangelista cuando dice: Que, inclinando la cabeza dio su espíritu, o, a lo menos, se nos manifiesta e indica su sepultura donde se recostó cuando durmió, y de donde ningún hombre le resucitó, así como los profetas resucitaron a algunos, a como el mismo Señor lo practicó con otros, sino que él mismo, desde allí, se levantó como de un sueño. Y su vestidura la lava en vino, esto es, la limpia de los pecados con su sangre, cuyo misterio y efectos sobrenaturales de esta sangre conocen los bautizados, y por eso añade: Y en la sangre de la uva su manto. Qué manto y qué vestidura es ésta sino la Iglesia? Y los ojos encendidos y rubicundos del vino, qué son sino sus hombres espirituales embriagados con la bebida de su cáliz?, de quien dice el real profeta: Tu cáliz que embriaga, cuán hermoso y agradable es. Y sus dientes, más blancos que la leche, la cual beben, según el Apóstol, los pequeñuelos, son las palabras con que se sustentan los pequeñuelos que no son idóneos para gustar de manjar más sólido. Así que en él es en quien estaban depositadas y guardadas las promesas de Judas; y hasta que llegó el tiempo en que se habían de cumplir, nunca faltaron de aquel tronco y linaje príncipes, esto es, reyes de Israel, y él es la expectativa de las gentes, lo cual más fácilmente puede verse por los ojos que declararlo con palabras.


CAPITULO XLII: De los hijos de Joseph, a quien bendijo Jacob cruzando proféticamente sus.

manos

Así como los dos hijos de Isaac, Esaú y Jacob, figuraron dos pueblos; los judíos y los cristianos, aunque, según la carne, ni los judíos descendieron, de Esaú, sino los idumeos, ni la nación cristiana descendió de Jacob, sino los judíos; pues para esto solamente valió la figura que dice la Escritura: Que el mayor servirá al menor; así sucedió también en los dos hijos de Joseph, puesto que el mayor fue figura de los judíos y el menor de los cristianos, a los cuales, bendiciendo Jacob, puso la mano derecha sobre el menor, que tenía a su izquierda, y la izquierda sobre el mayor, que tenía a su derecha. Pareciéndole pesada y contraria al destino esta acción de Jacob a Joseph, advirtió a su padre, como corrigiendo su error, y le manifestó cuál de ellos era el mayor. Sin embargo, Jacob no quiso mudar las manos, sino dijo: Bien lo sé, hijo, bien lo sé, y aunque también éste ha de crecer en pueblo, y será ensalzado, su hermano menor ha de ser mayor que él, y su descendencia vendrá a multiplicarse y componer una infinidad, de naciones; Del mismo modo muestran aquí estos dos aquellas promesas, porque aquél crecerá en pueblo, y éste en muchedumbre de gentes. Qué cosa más evidente que estas dos promesas comprendan el pueblo de Israel y el orbe de la tierra en la descendencia de Abraham, aquél según la carne, y éste según la fe?


CAPITULO XLIII: De los tiempos, de Moisés, de Josué y de los jueces, y después de los reyes, entre los cuales, aunque Saúl es el pri-.

mero, David, por el sacramento y mérito; es tenido por el principal

Muerto. Jacob y muerto también Joseph en, los ciento cuarenta y cuatro 'años siguientes que transcurrieron hasta que salieron de 'Egipto, creció maravillosamente aquella gente, aun oprimida con tantas persecuciones, que llegaron hasta matarles los hijos que les nacían varones, teniendo miedo los egipcios, admirados de ver el acrecentamiento y multiplicación de aquel pueblo.
Entonces a Moisés, que había escapado por industria de sus padres de las manos de los que impíamente quitaban la vida a los niños, le criaron en la casa del rey, preparando Dios en él grandes sucesos y siendo adoptado por la hija de Faraón, que así se llamaban en Egipto todos los reyes, llegó a ser tan excelente y heroico, que saco aquella nación, que prodigiosamente se, había multiplicado, del durísimo y gravísimo yugo de la servidumbre que allí padecía, o, por mejor decir, la sacó Dios por su medio, como se lo había prometido a Abraham.
Porque primero refieren que huyó de allí a la tierra de Madián, pues por defender a un israelita mató a un egipcio, y del miedo que concibió por este hecho, huyó.
Después, enviándole, Dios con la correspondiente potestad, y auxiliado del Divino Espíritu, venció a los magos de Faraón que se le opusieron. Entonces hizo venir sobre los egipcios aquellas diez tan famosas plagas, porque no querían dar libertad al pueblo de Dios, convirtiéndoles el agua en sangre, enviándoles ranas, cínifes y moscas, mortandad a su ganado, llagas, granizo, langostas, tinieblas y muerte de los primogénitos; finalmente, viéndose quebrantados los egipcios con tantas y tan ruinosas plagas libertaron, en fin a los israelitas, y, persiguiéndolos por el mar Bermejo, vinieron a perecer; porque a los que huían se les abrió el mar, y les proporciono paso franco, y a los que les perseguían, volviendo a juntarse las aguas, los sumergió en su seno Después, por espacio de cuarenta años anduvo el pueblo de Dios peregrinando por el desierto bajo la dirección de su caudillo Móisés, cuando dedicaron el tabernáculo del testimonio, donde servían a Dios con sacrificios que significaban las cosas futuras, después de haber recibido la ley en el monte con grande terror y espanto; porque daba fe y la confirmaba Dios por medio de maravillosas señales y voces. Lo cual sucedió luego que salieron de Egipto, y el pueblo empezó a vivir en el desierto cincuenta días después de haber celebrado la Pascua con la inmolación y sacrificio del Cordero, que es figura de Jesucristo, anunciándonos que, por su pasión y muerte, había de pasar de este mundo a su Padre. Cuando ya fue revelado el Nuevo Testamento, después de sacrificado Cristo, nuestra Pascua consiste en que al quincuagésimo día descendió del Cielo el Espíritu Santo, llamado en el Evangelio dedo de Dios, para recordarnos 'tal hecho que primero precedió en figura, porque también refieren que las Tablas de la Ley se escribieron con el dedo de Dios,.
Muerto Moisés, gobernó aquel pueblo Jesús Nave y le introdujo en la tierra de promisión, la dividió y repartió al pueblo. Estos dos maravillosos caudillos y capitanes hicieron también con extraordinaria prosperidad la guerra, manifestándoles Dios que les concedía aquellas victorias, no tanto por los méritos del pueblo hebreo como por los pecados de las naciones que conquistaban.
Después de estos caudillos, estando ya el pueblo establecido en la tierra de promisión, sucedieron en el gobierno los jueces, para que se le fuese verificando a Abraham la primera promesa de una nación, esto es, de la hebrea, y de la posesión de la tierra de Canaam, aunque todavía no de todas las gentes, y de todo el orbe de la tierra, lo cual había de cumplir la venida de Cristo en carne mortal; y no las ceremonias de la ley antigua, sino la fe del Evangelio era quien debía dar cumplimiento a este vaticinio; lo cual fue prefigurando en que introdujo al pueblo en la tierra de promisión no Moisés, que recibió la ley para el pueblo en el monte Sina, sino Jesús, llamado así porque Dios le ordenó mudar el nombre que antes tenía. En tiempo de los jueces, según la disposición de los pecados del pueblo y la misericordia de Dios, tuvieron a veces prósperos, y a veces adversos, los sucesos de la guerra.
Enseguida de éstos vinieron los tiempos de los reyes, entre quienes el primero que reinó fue Saúl al cual, reprobado, roto, vencido y humillado en una batalla, y desechada su casa y descendencia para que de ella no procediesen ya reyes, sucedió en el reino David, del que Cristo fue llamado especialmente hijo. En David se hizo una pausa, y en cierto modo principió la juventud del pueblo de Dios, conforme a lo cual corrió una sola adolescencia desde Abraham hasta ésta de David, porque no en vano el evangelista San Mateo nos refirió de esta forma las generaciones, y este primer intervalo es, a saber, desde Abraham hasta David, le distribuyó, en catorce generaciones, mediante a que en la adolescencia empieza el hombre a ser idóneo para la generación, por cuyo motivo el catálogo de las generaciones comenzó desde Abraham, a quien también destinó Dios para padre de muchas naciones cuando le mudó el nombre.
Así que antes de Abraham, según esto, fue como una puericia y niñez del pueblo de Dios, esto es, desde Noé hasta el mismo Abraham, y por eso se habló entonces la primera lengua, esto es, la hebrea, porque desde la pubertad principia el hombre a hablar pasada la infancia, la cual se llamó así porque no puede hablar. Esta edad primera la consume y sepulta el olvido? no de otro modo que consumió a la primera edad del linaje humano el Diluvio porque quién hay que se acuerde de su infancia?
Por esta razón en el discurso de es de Dios, así como el libro anterior contiene una edad, la primera, así éste comprende dos, la segunda y la tercera; y en ésta por la vaca de tres años, la cabra de tres años y el carnero de tres años, se impuso el yugo de la ley y se descubrió la abundancia de los pecados, y tuvo su principio el reino terrenal, donde no faltaron algunos hombres puros, cuyo sacramento y misterio se figuró en la tórtola y en la paloma.

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