lunes, 5 de enero de 2015

LIBRO I.

I.
Muchos amigos he tenido sencillos, y verdaderos, que
entendieron, y guardan escrupulosamente las leyes de la
amistad; pero uno entre estos muchos ha sido, el que
señalándose en amarme, ha procurado dejarlos tan atrás, como
estos dejaron a los que sólo tenían conmigo una vulgar
correspondencia. Era éste uno de aquéllos, que jamás se
apartó de mi lado; porque habiéndose aplicado a unos mismos
estudios, y tenido unos mismos maestros, era siempre una
nuestra inclinación, y cuidado en las ciencias a que nos
aplicábamos, y no diferente el deseo de ambos, porque
procedía de unos mismos principios. Ni duró esto sólo aquel
tiempo que frecuentábamos las escuelas; continuó también,
cuando habiéndolas dejado, fue necesario deliberar sobre el
estado más conveniente de vida que debíamos abrazar; aun en
este lance fueron muy conformes nuestros sentimientos.


II.
Fuera de éstas, había otras muchas causas, por las que se
conservaba entre nosotros invariable, y constante esta
uniformidad. Ninguno de los dos podía vanagloriarse sobre el
otro por la nobleza de su patria; ni a mí me sobraban
conveniencias, ni él se veía acosado de una extremada
pobreza; sino que a la proporción de nuestros haberes
correspondía la uniformidad de nuestras voluntades; era
igualmente honrada nuestra familia. Finalmente, no había cosa
que no conspirase a formar la unión estrecha de nuestros
ánimos.


III.
Pero cuando llegó el tiempo de que aquel hombre feliz
abrazase el instituto monástico, y siguiese la verdadera filosofía;
ya desde entonces quedaron desiguales nuestros pesos: su
balanza se levantaba en alto, al paso que yo, enredado en los
deseos del siglo, hacia bajar la mía, y la violentaba a que
quedase oprimida, cargándola de pensamientos juveniles. Aun
entonces permanecía entre nosotros, del mismo modo que
antes, una firme y constante amistad; pero debía interrumpirse
nuestro trato. ¿Cómo era posible que pudiésemos mantenerlo
continuo, siendo nuestras ocupaciones tan diversas?

Pero luego que comencé yo también, poco a poco, a sacar la
cabeza de entre las tempestades de la vida, me recibió en esta
ocasión con los brazos abiertos; pero ni aun así pudimos
conservar nuestra primera igualdad: porque habiéndome
prevenido en el tiempo, y manifestado un ardor de ánimo
increíble, se levantaba todavía sobre mí, llegando a tocar un
punto de elevación muy grande.


IV.
Sin embargo, siendo él de una índole muy buena, y haciendo
gran aprecio de mi amistad, abandonó la compañía de todos los
otros, por pasar en la mía todo el tiempo. Esto es lo que ya
mucho tiempo antes vivamente había deseado, pero por mi
desidia, como dije, habían quedado burlados sus deseos.
¿Cómo podía yo, asistiendo continuamente a los tribunales, y
andando a caza de diversiones en el teatro, tener gusto en
conversar familiarmente con aquél, cuyo pensamiento estaba
fijo sobre los libros, y que no se dejaba ver jamás en público?
De aquí es, que habiendo estado hasta entonces separados,
luego que me admitió al mismo género, y método de vida, sin
perder un instante de tiempo, me descubrió aquel deseo, que
muy anticipadamente había concebido: y no apartándose de mi
lado ni una brevísima parte del día, me exhortaba sin cesar, a
que dejando cada uno su casa particular, eligiésemos una
habitación común. Llegó a persuadirme, y quedamos
determinados a ponerlo ya en ejecución.


V.[1]
Pero los continuos halagos de mi madre, fueron causa de que
yo no le concediese esta gracia; mejor diré, que no recibiese de
él este beneficio. Luego que ésta llegó a entender la
deliberación que yo quería tomar, asiéndome de la mano, me
introdujo en un cuarto retirado de la casa, y haciéndome sentar
junto a la cama, en donde me había parido, prorrumpió en un
mar de lágrimas, y añadiendo palabras, que movían más que su
llanto, comenzó a lamentarse de esta suerte: «Hijo mío, dijo, no
me fue permitido disfrutar largamente las virtudes de tu padre,
porque Dios así o dispuso; a los dolores que yo tuve cuando te
parí, sucedió su muerte, dejándote a ti huérfano y a mí viuda
antes de tiempo y entre los males y trabajos de una viudez, que
sólo pueden comprender las que los han experimentado.

¿Qué palabras pueden bastar para explicar aquella
tempestad, y turbación que sufre una mujer joven, cuando
apenas salida de la casa de su padre, y sin experiencia alguna
de las cosas, repentinamente se halla en medio de un dolor
insoportable, y se ve obligada a entrar en pensamientos
superiores a su sexo, y a su edad? Porque debe, según yo
pienso, atender a corregir el descuido de los domésticos,
observando sus malos procederes, haciendo frente a las
asechanzas de los parientes, y soportando con generosidad de
ánimo las molestias de aquéllos que administran los intereses
del público, y su dureza en exigir los tributos. Y si el que ha
muerto deja sucesión, si es femenina, aun así, deja un cuidado
no pequeño a la madre; pero libre de gasto, y de temores: mas
si es varonil, cada día la aumenta nuevos sobresaltos, y
mayores cuidados. Deja a un lado el consumo de dinero que se
necesita hacer, si desea que tenga una educación
correspondiente a su estado. Con todo, ninguna de estas cosas
han podido inducirme a que yo abrazase un segundo
matrimonio, y que introdujese otro esposo en la casa de tu
padre; sino que he permanecido en esta tempestad, y torbellino,
y no he rehusado el trabajoso ardor de la viudez, asistida
principalmente de la gracia del Señor. Ni contribuyó poco para
esto el gran consuelo que recibía, viendo continuamente tu
semblante, en donde registraba vivamente copiada la imagen
de tu difunto padre. De aquí es, que siendo tú niño, y que no
sabías aun articular las palabras, que es cuando más gusto
reciben los padres de los hijos, yo tenía en ti un grandísimo
consuelo.

Ni tú podrás decirme, o culparme con verdad, que aunque
generosamente haya soportado la viudez, no obstante por las
incomodidades de ésta, te he disminuido el patrimonio, como sé
que ha sucedido a muchos, que han tenido la desgracia de
quedar huérfanos como tú. Pues yo te he conservado intacto
todo lo que era tuyo; ni he perdonado a gastos en todo lo que
pertenecía a tu decoro, gastando de lo que era mío, y de lo que
tenía cuando salí de la casa de mi padre.

Ni te persuadas que te digo esto por sacarte los colores a la
cara: solamente te pido por todo esto una gracia; y es, que no
me envuelvas en una segunda viudez, despertándome un dolor,
que está ya enteramente adormecido; sino que esperes mi
muerte, que tal vez ya no tardará. Se puede esperar que los
jóvenes lleguen a una larga vejez, pero nosotros, que hemos
comenzado ya a envejecer, solo podemos esperar la muerte.
Luego que me hayas enterrado, y puesto mis huesos junto a los
de tu padre, puedes emprender largas peregrinaciones; entra
en el mar que quisieres, pues no tendrás alguno que te lo
impida; pero mientras que yo respiro, sufre el vivir en mi
compañía. No quieras temerariamente, y sin consejo ofender a
Dios, poniéndome en tan grandes trabajos, sin que de mi parte
hayas tenido motivo para ello. Y si tú puedes culparme de que
yo te arrastro a los cuidados de la vida, y de que te obligo a
atender a tus cosas, niégate enhorabuena a las leyes de la
naturaleza, a la educación que te he dado, a la compañía, y a
todos los otros motivos: huye de mí, como de un enemigo que te
pone asechanzas. Pero si no omito diligencia, para que te sea
más fácil, y llevadero el camino de esta vida, ya que no otro
respeto, a lo menos este lazo te detenga junto a mí. Pues
aunque tú digas ser infinitos aquéllos que te aman; ninguno
podrá hacer que goces de una libertad como ésta; porque
ninguno hay que estime tu decoro como yo.

Éstas, y otras cosas me dijo mi madre, y yo se las repetí a
aquel generoso varón, que no sólo no se movió de semejante
discurso, sino que insistió con mayor tesón en su primera
resolución e instancia.


VI.
Hallándonos, pues, en estos términos, e instándome él
continuamente a que condescendiese con sus súplicas, pero sin
acabar yo de resolverme, nos puso a los dos en confusión un
rumor que se esparció por la ciudad. Era éste, que seríamos
promovidos a la dignidad episcopal.

Luego que yo oí semejante voz, quedé sorprendido de temor,
y perplejidad: de temor porque no me obligasen a abrazar
contra mi voluntad aquel estado; y de perplejidad, porque no
acababa de entender cómo pudo venir al pensamiento de
aquellos varones el resolver una cosa como ésta de mi persona;
pues volviendo a mirar sobre mí mismo, no encontraba en mí
cosa que fuese digna de tal honor.

Por lo que toca a aquel joven valeroso, vino a buscarme a
solas; me dio parte de las voces que corrían y creyendo que yo
las ignorase, me rogaba que en esta ocasión, como en todas
las antecedentes, se viese que nuestras acciones y
deliberaciones eran unas; que él por su parte estaba dispuesto
a seguir con prontitud de ánimo, cualquier camino que yo le
mostrase; ya conviniese rehusar, ya abrazar aquel estado.

Viendo, pues, una resolución tan noble, y creyendo que
podría causar no pequeño daño a todo el común de la Iglesia, si
por mi debilidad privaba al rebaño de Jesucristo de un joven tan
bueno y tan útil para el gobierno de los hombres, no le descubrí
lo que sentía de estas cosas; aunque hasta entonces, jamás
había podido sufrir el ocultarle alguno de mis sentimientos. Y
añadiéndole ser muy conveniente dejar para otro tiempo (por no
ser cosa que urgiese mucho) el resolver sobre este negocio, lo
persuadí sin dificultad a que dejase por entonces este
pensamiento y a que confiase, que si llegaba el caso de abrazar
aquel estado, yo le acompañaría en la determinación.

Pero no pasó mucho tiempo, cuando llegó allí el que nos
había de ordenar: yo me oculté, y él, ignorante de lo que
pasaba, fue con otro pretexto conducido a recibir el yugo,
esperando, por lo que yo le había prometido, que sin dificultad
lo seguiría, o que tal vez era él el que me seguía, pues algunos
de los que se hallaban presentes,[2] viéndole inquieto por esta
especie de violencia, lo engañaron diciendo que era cosa
indigna, que aquél a quien todos tenían por atrevido,
(señalándome a mí) hubiese cedido con tanta sumisión al juicio
de los Padres; y que él, que era más modesto y prudente, se
mostrase soberbio y amigo de vanagloria, rehusando,
repugnando, y contradiciendo.

Habiendo cedido a estas razones, luego que supo que yo me
había ocultado, fue a buscarme; y entrando en mi cuarto con un
aire de semblante muy triste, se sienta junto a mí, quería decir
alguna cosa. Pero impedido por la angustia, no podía
manifestar con las palabras la violencia que padecía; luego que
abría los labios para proferir alguna, la opresión interna se la
cortaba antes que pasase de los labios.

Viéndolo tan afligido y tan lleno de turbación, y sabiendo yo la
causa, no pude dejar de prorrumpir en risa por el gran gusto
que sentía; y cogiéndolo de la mano, me arrojaba a abrazarle,
glorificando a Dios, de que mis artificios hubiesen tenido el feliz
suceso que yo siempre había deseado.

Luego que advirtió en mí una alegría tan extraordinaria,
conociendo que yo hasta entonces lo había engañado, tanto
más se inquietaba, y lo sentía.


VII.
Finalmente, volviendo algún tanto sobre sí de aquella
turbación de ánimo dijo: Ya que tú enteramente has
abandonado mis intereses, y que tan poco caso haces de mí,
sin que yo pueda entender el motivo, debías, a lo menos,
atender a tu reputación. Tú al presente has abierto la boca a
todos, y todos a una voz dicen, que llevado del amor de una
gloria vana, has rehusado este ministerio; no hay alguno que te
libre de este cargo. Yo no me atrevo a presentarme en público:
tantos son los que vienen a encontrarme, y los que cada día me
acusan. Luego que llegan a descubrirme en cualquier parte de
la ciudad, tomándome separadamente los que tienen alguna
familiaridad con nosotros, cargan sobre mí la mayor parte de
esta culpa. "Sabiendo, me dicen, el ánimo de éste, (pues te
eran patentes sus secretos) no convenía que nos lo hubieses
ocultado, sino que debías haberlo comunicado con nosotros;
pues no nos hubiera faltado modo de cogerle en sus mismas
redes".

Yo por mi parte no me atrevo, antes me avergüenzo de
responderles, que he ignorado la resolución, que tú ya mucho
antes habías tomado, para que no crean que es pura ficción
nuestra amistad. Pues aunque ello sea así, como
verdaderamente lo es, lo que tú mismo no podrás negar, por lo
que acabas de hacer conmigo; con todo, es bueno que se
oculten nuestras faltas a los de afuera, que tienen de nosotros
un mediano concepto. Yo no tengo cara para descubrirles la
verdad del hecho, ni el estado de nuestras cosas; por lo que no
me queda otro recurso, sino callar, fijar la vista en el suelo, y
evitar, retirándome, el encuentro con los que me pueden
preguntar. Y aun en el caso de que pueda librarme de la
primera acusación, con todo es necesario que me convenzan de
embustero. ¿Cómo podrán darme crédito, cuando me oigan
decir, que tú has puesto a Basilio en el número de aquéllos a
quienes conviene ocultar tus cosas?

Pero sobre esto no quiero alargarme más, porque tú así lo
has querido. Paso a otras cosas, que de ningún modo
podremos sufrir sin vergüenza, porque unos te acusan de
arrogante, otros de vanaglorioso, y los que no son tan
moderados en la censura, nos culpan de uno y otro; y añaden
al mismo tiempo injurias contra los que nos han hecho este
honor, diciendo que les está muy bien, aunque por nuestra
causa tuvieran más que sufrir: porque habiendo despreciado a
tales, y a tantos varones, han promovido de repente a una
dignidad de tanto honor, que ni aun por sueños la hubieran
podido esperar, a unos jovencillos, que no hace dos días que
se hallaban envueltos en los cuidados de la vida, porque de
poco tiempo a esta parte comenzaron a arrugar la frente, a
vestir de negro, y a fingir tristeza en su semblante. Y que los
que se han ejercitado en la vida ascética desde sus primeros
años hasta la edad más decrépita, se ven obligados a
obedecer, y a que los manden sus mismos hijos, que ignoran
las leyes con que se debe administrar este empleo. Éstas y
otras muchas cosas oigo continuamente de los que se acercan
a mí. Ahora yo no sé qué he de responder a todos estos
cargos: por lo que te ruego me sugieras alguna cosa. Pues yo
no me puedo persuadir que, temerariamente y sin consejo
hayas hecho esta fuga, y querido granjearte una enemistad tan
grande con varones tan esclarecidos; sino que esto lo has
hecho con toda reflexión y movido de alguna razón particular;
por lo que conjeturo que tú las tendrás muy prontas para la
defensa. Dime, pues, ¿qué excusa justa podremos dar a los que
nos acusan?

De lo que tú me has ofendido no pido satisfacción, ni de que
me has engañado, ni de haberme vendido, ni tampoco del bien
que has disfrutado en el tiempo pasado. Yo por mi parte, por
decirlo así, he llevado y puesto mi alma en tus manos: tú has
usado conmigo de la misma cautela que pudieras con aquellos
enemigos, de quienes debieras guardarte. Si sabías que era útil
este tu consejo, no debías rehusar la utilidad que de él
resultase; y si por el contrario lo conocías nocivo, podías librar
también del daño a quien siempre decías estimar sobre los
otros. Pero tú todo lo has dispuesto para que yo cayese en el
lazo. ¿Necesitabas tú usar de engaños y de ficciones con aquél
que ha acostumbrado decir y hacer todas sus cosas sin
recelarse de ti, y con la mayor sencillez? Pero de nada de esto,
como ya te he dicho, te acuso al presente, ni te doy en cara con
la soledad en que me has dejado, habiendo cortado aquellos
ratos de conversación, de que sacábamos tan gran utilidad, y
entretenimiento. Dejo todo esto, y lo sufro con silencio, y con
paciencia, no porque tú hayas faltado levemente contra mí; sino
porque desde aquel día en que comencé a frecuentar tu
amistad, me puse la ley de no ponerte en obligación de
responder, ni defenderte de aquellas cosas, en que quisieras
causarme sentimiento. Que no ha sido pequeño el que me has
dado, tú mismo lo puedes conocer, si es que tienes presentes
los discursos que frecuentemente hacían de nosotros los
extraños, y los que pasaban también entre los dos. Éstos se
reducían, a que nos sería muy útil el permanecer unidos de
voluntades, y defendidos con una mutua amistad. Todos los
otros decían que la concordia de nuestros ánimos traería no
pequeña utilidad a otros muchos. Yo, por lo que toca a mí,
estaba persuadido, que de ningún modo podría ser útil a
alguno; pero decía que nos resultaría no poca ganancia de una
tal concordia; esto es, la dificultad con que nos podrían vencer
los que intentasen combatirnos. Yo no cesaba de traerte
continuamente a la memoria estas cosas; ser los tiempos
trabajosos; crecido el número de los que nos ponen
asechanzas; haberse perdido la sinceridad en el amor, y haber
entrado en su lugar la peste de la envidia; caminar nosotros en
medio de los lazos y pasearnos sobre las almenas de las
ciudades; ser muchos, y de muchos lugares, los que estaban
prevenidos para alegrarse de nuestros males, si nos acaecía
alguna cosa contraria; ninguno, o muy pocos los que se
compadeciesen de nosotros. Mira, pues, no sea que nuestra
desunión cause la risa de muchos, o algún mal mayor todavía
que la risa:[3] Un hermano asistido por otro, es como una
ciudad fuerte, y como un reino bien pertrechado. No quieras
deshacer la sinceridad de esta hermandad, ni romper esta
firmeza.

Éstas y otras muchas cosas te decía yo continuamente, no
sospechando de ti una cosa semejante; sino que creyendo
enteramente que tú me tuvieses un ánimo sincero, yo por un
exceso de amor, quería curarte, aun estando sano; pero no
reperaba, como he visto por experiencia, que aplicaba
medicinas a un enfermo. Y ni aun así, ¡miserable de mí! he
adelantado cosa alguna, ni he sacado algún fruto de esta tan
exquisita providencia.

Porque tú, desechando enteramente todo esto, y no
queriendo darle entrada en tu ánimo, me has entregado a un
mar inmenso, como un navío sin lastre, y sin considerar la furia
de las olas, que necesariamente había de padecer. Y si en lo
sucesivo acaeciere que muevan contra mí una calumnia, o que
me hagan alguna burla, afrenta, o algún otro daño (pues es
necesario que sucedan estas cosas muchas veces) ¿a quién he
de recurrir? ¿Con quién comunicaré yo mis turbaciones de
ánimo? ¿Quién querrá defenderme? ¿Quién podrá contener a
los que me den que sentir; o hará que no lo hagan en lo
sucesivo? ¿Quién me dará consuelo, o me preparará para sufrir
con paciencia las insolencias de otros? Ninguno por cierto,
habiéndote apartado tú tan lejos de esta tan peligrosa guerra,
que no podrás jamás oír, ni aun mis clamores. ¿Sabes tú, por
ventura, el grande mal que has hecho? ¿Conoces siquiera,
después de haberme herido, qué herida tan mortal es la que me
has dado? Pero dejemos estas cosas, (pues no es posible
deshacer lo que ya está hecho, ni hallar camino para lo que no
le tiene) ¿qué diremos a los extraños? ¿qué responderemos a
sus acusaciones?


VIII.
Ten buen ánimo, le dije yo, porque no sólo estoy dispuesto a
darte cuenta de estas cosas, sino que procuraré defenderme,
en cuanto pueda, de todas aquéllas de que tú has querido
dejarme libre. Y si lo quieres así, de la defensa de estas daré
principio a mis razones; pues sería un hombre muy necio, y sin
consideración, si haciendo caso de la opinión de los extraños, y
no omitiendo diligencia para que dejasen de acusarme, no
pudiera también persuadir de que en nada he ofendido al que
entre todos estimo, y que conmigo usa tal respeto, que ni aun
quiere acusarme de las ofensas que dice haber recibido de mí;
y que descuidando enteramente sus intereses, sólo atiende a
los míos; y al mismo tiempo, si se viese que yo he tenido con él
más descuido, que el cuidado que él ha manifestado de mí.

¿Qué es, pues, en lo que yo te he ofendido? porque he
determinado entrar desde aquí en el piélago de mi defensa. ¿Es
acaso porque te he engañado, y te he ocultado mi
determinación?

Pero esto lo he hecho atendiendo a tu utilidad, que has sido
el engañado, y a la de aquéllos en cuyas manos te he puesto,
engañándote. Y si, universalmente hablando, es malo todo
engaño, y no es permitido usar de él alguna vez para una cosa
útil, yo estoy pronto a sufrir la pena que tú quisieres darme; o
mejor diré (pues no tendrás valor para tomar satisfacción de
mí), yo mismo me condenaré a aquellas penas a que condenan
los Jueces a los malhechores, cuando sus acusadores los
convencen de algún delito.

Pero si éste no es siempre dañoso, sino que viene a ser
bueno o malo, según el fin e intención de quien lo usa; dejando
a un lado el que yo te haya engañado, me has de probar que lo
haya hecho con fin malo. Y si nada de esto hay, justa cosa será,
que los que pretenden parecer rectos en sus juicios no
solamente no muevan acusaciones y cargos, sino que alaben al
que usa semejantes artificios. Es tan grande la utilidad que
resulta de un engaño de estos, hecho a tiempo, y con rectitud
de intención, que muchos, por no haberlo usado,
frecuentemente han pagado la pena.

Y si quieres buscar con diligencia los capitanes que han
florecido en todos los siglos, hallarás que la mayor parte de sus
trofeos son frutos de un ardid, y que han merecido mayor
alabanza que los que vencieron en campo abierto. Pues éstos
dan fin a las guerras con mayor dispendio de hombres y de
dinero; de modo que no les queda alguna utilidad de la victoria,
padeciendo los vencedores no menor pérdida que los vencidos,
destruida la gente y agotados los erarios. Fuera de esto, los
vencidos no los dejan disfrutar enteramente de la gloria de la
victoria, no siendo pequeña la parte que toca a los que cayeron
en el campo; porque quedando vencedores en los ánimos, sólo
fueron vencidos en los cuerpos; de suerte, que si hubiera
estado en su mano el no ser muertos, y la muerte que sobrevino
no los hubiera hecho cesar de su ardor, de ningún modo
hubieran desistido de él.

Pero aquél que ha podido vencer por alguna astucia, no
solamente envuelve a sus enemigos en la miseria, sino que los
expone a la risa del mundo. Pero así como en el primer caso no
llevan los unos y los otros iguales alabanzas por su fortaleza,
así tampoco aquí por su prudencia, sino que todo el premio es
de los vencedores; y lo que no es menos apreciable que lo
dicho, conservan entero a sus ciudades todo el gusto que
resulta de la victoria. Ni pueden compararse de algún modo la
abundancia de dineros, o el número de los cuerpos con la
prudencia del ánimo; porque aquéllos, al paso que sin cesar se
consumen en la guerra, se apuran, y faltan a sus poseedores;
pero esta, cuanto más se ejercita, tanto más se aumenta
naturalmente.

Y no solamente en la guerra, sino también en la paz se
encontrará muy necesario, y conveniente el uso de los
engaños: lo es en los negocios públicos, y en los domésticos; al
marido respecto de la mujer, a la mujer respecto del marido; al
padre con su hijo, al amigo con el amigo, y aun a los hijos con
su mismo padre. La hija de Saúl[4]no hubiera podido librar de
otra suerte a su marido[5]de las manos de Saúl, sino
engañando a su padre. Ni el hermano de ésta,[6] que ya la
había librado, viéndola en peligro nuevamente, y queriéndola
salvar, uso de otras armas, que de las que se valió la
mujer»[7].


IX.
Pero nada de esto me toca a mí, dijo Basilio, pues yo no soy
enemigo oculto, ni declarado, ni de aquéllos que intentan
ofender a otro, sino todo lo contrario; pues he dejado siempre a
tu arbitrio todas mis cosas, habiendo seguido por aquel camino,
por donde tú me has mandado.

Juan: Por lo mismo, ¡oh varón bueno, y admirable!, con
prevención te he dicho que no solamente en la guerra y con los
enemigos, sino en la paz y con los más amigos, es bueno usar
de la astucia. Y en prueba de que ésta sea útil, no sólo a los
que engañan, sino también a los engañados, acércate a
algunos de los médicos, y pregúntales cómo curan a los
enfermos, y te dirán que no se contentan solamente con el arte
sino que hay ocasiones, en que valiéndose del engaño, y
acompañando su socorro, restituyen por este medio la salud a
los enfermos. Cuando el hastío de éstos, y la gravedad de la
dolencia no dan lugar a los consejos de los médicos, es
necesario en tal caso ponerse la máscara del engaño para
poder ocultar, como sucede en una escena, la verdad del
hecho.

Y si quieres, yo te contaré uno de los muchos que
acostumbran usar. Se vio uno en cierta ocasión acometido de
calentura muy ardiente: crecía el ardor y el enfermo rehusaba
tomar todo aquello que pudiese mitigar el fuego, y por el
contrario apetecía, y hacía grandes instancias, pidiendo a todos
los que entraban a visitarle, que le alargasen vino puro con
abundancia y le diesen con qué saciar este mortal deseo. No
hay duda que si alguno hubiera condescendido con su gusto,
lejos de mitigarle el ardor, hubiera puesto fuera de sentido a
aquel desgraciado. Viéndose, pues, el arte perplejo, y no
encontrando algún otro medio, y quedando enteramente inútil,
entró en su lugar el engaño, y dio tales pruebas de su virtud, y
eficacia, como oirás ahora de mí. Tomando, pues, el médico
una vasija de tierra que acababa de salir del horno, y
habiéndola puesto en una buena cantidad de vino hasta
empaparse, la sacó vacía, y llenándola de agua, mandó que
oscureciesen el cuarto donde yacía el enfermo, poniendo
muchas cortinas para que la luz no descubriese el artificio y se
la alargó para que bebiese, como si estuviera llena de vino
puro. El enfermo antes de tomarla en las manos, engañado
luego del olor que salía del vaso, no se detuvo a indagar
curiosamente qué era lo que se le había dado, sino que
persuadido del olor, y deslumbrado por la oscuridad, agitado del
deseo, tragó con gran ansia lo que le habían presentado, y
saciándose, apagó en el punto aquel ardor, y evitó el peligro
que le amenazaba.

¿No ves la utilidad de un engaño? Y si quisiera alguno reducir
a número todas las astucias que usan los médicos, alargaría
infinitamente su discurso. Se hallará también, que no solamente
los que curan los cuerpos, sino también los que atienden a las
enfermedades del alma, han aplicado frecuentemente esta
medicina. De este modo redujo[8] el apóstol San Pablo aquellos
tantos millares de judíos. Con este fin circuncidó a Timoteo,[9] el
mismo que amenazó a los gálatas,[10] que Cristo nada
aprovecharía a los que se circuncidasen. Por esto permanecía
bajo el yugo de la Ley; bien, que juzgaba demérito, después de
la fe en Jesucristo,[11]la justificación que proviene de la Ley.

Grande es la fuerza de un engaño, como este no sea con fin
dañado. Ni se puede esto llamar engaño, sino una cierta
economía, una sabiduría, y arte propia, para buscar camino
donde no le hay, y para corregir los vicios del alma. Ni podré yo
llamar homicida a Phinees, aunque de un solo golpe mató a
dos;[12]ni tampoco a Elías después de los cien soldados[13]con
sus oficiales, y después de aquel abundante arroyo de
sangre[14]que hizo correr con la muerte de aquéllos que se
habían consagrado a los demonios. Si esto concediéramos, y
pretendiéramos examinar las cosas en sí mismas, y desnudas
del fin e intención de los que las ejecutaron, podría cada uno,
sin dificultad, condenar a Abraham de parricidio,[15] y del mismo
modo acusará a su nieto y biznieto de malicia y engaño. Pues
aquél se usurpó la primogenitura[16]y el otro[17] pasó al campo
de los israelitas las riquezas de los egipcios.

Pero no es esto así, no. No permita Dios semejante
atrevimiento. Pues no sólo no culpamos a estos tales, sino que
por el contrario los admiramos por semejantes hechos; pues
ellos por los mismos merecieron la aprobación divina. Será
digno de ser llamado engañador, aquél que use del engaño con
fin torcido; pero no el que lo hace con buena intención. Muchas
veces es necesario usar de la astucia y por medio de este
artificio ocasionar grandísimo bien. Aquél, pues, que camina sin
esta cautela, ocasiona gravísimos daños a quien no ha querido
engañar.

..............
1. El eruditísimo Rollin en el tratado de la «Elocuencia de los
Predicadores» propone, y con razón, el presente capítulo, por modelo
de una perfecta elocuencia.
2. Esto es de los electores.
3. Prov. 18. c.
4. Esta fue Michol.
5. David.
6. Jonatás, hermano de Michol.
7. Michol, mujer de David. Esta historia se halla en el lib. I de los Reyes
en los cap. 19 y 20.
8. Act. XXI. 26.
9. Act. 16. 3.
10.Galat.5. 2. it. Act. 15. 1.
11. Philip. 3. 7.
12. A Zambri y a Gozbi por haberse mezclado con los madianitas contra
el precepto de Dios. Numer. 25. 8.
13. Que le había enviado Ococías y que hizo morir con fuego bajado del
cielo. IV. Reg. 1. 10.
14. Fueron 850 los falsos profetas que mandó matar Elías. III Reg. 18.
40.
15. Obedeciendo a Dios que le mandó sacrificar a su hijo. Genes. 22. 3.
16. Jacob, hijo de Isaac, a quien su hermano Esaú vendió la primogenitura
por un plato de lentejas. Genes. 27. 19.
17. Moisés. Exod. 11. 2.

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