lunes, 5 de enero de 2015

LIBRO III.

I.
Para probar que no hemos rehusado este honor con ánimo
de injuriar a los que nos han honrado, ni pretendiendo por esto
hacerles algún ultraje, pudiéramos alegar lo que dejamos dicho.
Pero que tampoco lo hemos rehusado, arrebatados de alguna
especie de soberbia, procuraré ahora, en cuanto me sea
posible, hacerlo también patente; porque si se dejara a mi
elección el aceptar un gobierno militar, o un reino, y yo abrazara
este sentimiento, con razón podría alguno sospechar esto de
mí; o en tal caso, ninguno me culparía de soberbia, sino que
todos me tendrían por un loco.

Pero proponiéndoseme el sacerdocio, que es tanto más
excelente que un reino, cuanta es la distancia que hay entre el
espíritu, y la carne; ¿tendrá alguno el atrevimiento de acusarme
de soberbia? ¿No es, pues, una cosa absurda, tratar, y acusar
como a locos a los que desprecian cosas de poca monta, y a los
que hacen esto con otras de mucho mayor consideración,
absolviéndolos de locura, acusarlos de soberbia? Esto es lo
mismo que tratar, no como a soberbio, sino como a hombre
privado de sentido, a aquél que rehusara gobernar una torada,
y que no quisiera ser vaquero; y que del que se negase a
recibir el imperio de todo el mundo, y el mando de todos los
ejércitos de la tierra, se asegurase, no que estaba loco, sino
poseído de soberbia.

Pero no, no es esto así: los que hablan de este modo, se
desacreditan más a sí mismos, que a nosotros; porque el
pensar solamente que la naturaleza humana pueda despreciar
tan gran dignidad, es un indicio suficiente de la opinión que
tienen de ella, los que profirieron esto: porque si no la tuvieran
por una cosa de poca consideración, y monta, de ningún modo
les hubiera venido al pensamiento una sospecha semejante.
¿Cuál es, pues, la causa, de que ninguno jamás ha tenido el
atrevimiento de formar semejante pensamiento sobre la
naturaleza de los ángeles, y de decir, que hay un alma humana,
que por soberbia no se dignaría de aspirar a la dignidad de
aquella naturaleza? Son grandes las cosas que nos figuramos
de aquellas potestades; y esto no nos permite creer, que
pudiese el hombre pensar cosa mayor que aquel honor: por
tanto, con más razón pudiera alguno acusar de soberbia a
nuestros mismos acusadores; porque no podrían sospechar de
los otros una cosa como ésta, si ellos primero no la
despreciasen como de ningún valor.


II.
Si después dicen que hemos hecho esto, atendiendo a la
gloria, se manifestarán repugnantes, y que se contradicen a sí
mismos. A la verdad, yo no sé qué otras razones más eficaces
que estas podrían alegar, si quisieran defendernos de ser
acusados de vanagloria.

Si hubiera entrado en mi ánimo semejante deseo, debía yo
antes haberlo aceptado, que rehusado; ¿y por qué? porque de
esto me hubiera resultado mucha gloria. Porque hallándome en
tal edad, y que hace poco aparté de mí los pensamientos del
siglo, si de repente hubiera comparecido para con todos tan
admirable, que pudiese ser preferido a los que han consumido
toda su vida en tan grandes fatigas, y hubiese tenido más votos
que ellos, ¿no hubiera sido ésta una cosa, que a todos los
hubiera movido a pensar, que en mí se hallaban prerrogativas
tan grandes y admirables, y que me hubiera granjeado el
respeto, y veneración de todos? Pero ahora, a excepción de
algunos pocos, la mayor parte de la Iglesia no me conoce, ni
aun por el nombre; de modo, que no todos saben, sino algunos
pocos, que yo lo haya rehusado; y de estos, no creo que todos
sepan la verdad del hecho. Y aun es verosímil, que muchos se
persuadirán, que, o no hemos sido elegidos, o que después de
la elección, se nos ha removido por habernos juzgado
incapaces, y no que voluntariamente nos hemos retirado.


III.
Basilio: Bien está esto: pero aquéllos que están informados
de la verdad, no podrán menos de admirarse.

Juan: Pero estos, tú decías, que nos acusaban de vanagloria,
y de soberbia. ¿De dónde, pues, podemos prometernos
alabanzas? ¿del vulgo? éste no sabe bien la verdad del hecho.
¿De algunos pocos? pero aun en este caso nos ha salido todo
al contrario. Ni tú por otro motivo has entrado en este discurso,
sino por saber qué podríamos responder a éstos. ¿Mas por qué
trato estas cosas con tanta sutileza? Aunque todos supiesen la
verdad, quiero que esperes un poco, y que conozcas
claramente, que ni aun así debíamos ser condenados de
soberbia, o de vanagloria.

Fuera de esto, verás también claramente, que no es pequeño
el peligro que amenaza, no sólo a los que tengan semejante
atrevimiento, si es que se encuentra alguno, que no me lo
puedo persuadir, sino también a los que tienen esta sospecha
de los otros.


IV.
Porque el sacerdocio se ejercita en la tierra, pero tiene la
clase de las cosas celestiales, y con razón; porque no ha sido
algún hombre, ni ángel, ni arcángel, ni alguna otra potestad
creada, sino el mismo Paráclito el que ha instituido este
ministerio, y el que nos ha persuadido, a que permaneciendo
aun en la carne, concibiésemos en el ánimo el ministerio de los
ángeles.

De aquí resulta, que el sacerdote debe ser tan puro, como si
estuviera en los mismos cielos entre aquellas potestades.
Terribles a la verdad, y llenas de horror eran las cosas que
precedieron el tiempo de la gracia, como las campanillas,[35]las
granadas, las piedras preciosas en el pecho, y en el humeral, la
mitra, la cidaris, o tiara, el vestido talar, la lámina de oro, el
sancta sanctorum, y la gran soledad[36] que se observaba en lo
interior de él. Pero si alguno atentamente considerase las cosas
del Nuevo Testamento, hallará, que en su comparación son
pequeñas aquéllas tan terribles y llenas de horror, y que se
verifica aquí lo que se dijo de la ley:[37]«Que no ha sido
glorificado el que lo ha sido en esta parte por la gloria
excelente».

Porque cuando tú ves al Señor sacrificado y humilde, y el
sacerdote que está orando sobre la víctima, y a todos teñidos
de aquella preciosa sangre; ¿por ventura crees hallarte aún en
la tierra entre los hombres, y no penetras inmediatamente sobre
los cielos, y apartado de tu alma todo pensamiento carnal, con
un alma desnuda, y con un pensamiento puro no registrar las
cosas que hay en el cielo?

¡Oh maravilla! ¡oh benignidad de Dios para con los hombres!
¿Aquél que está sentado en el cielo juntamente con el Padre,
en aquella hora es manoseado de todos, y se da a sí mismo a
todos los que quieren, para que lo estrechen, y abracen? y esto
lo hacen todos con los ojos de la fe:

¿Te parecen, por ventura, dignas de desprecio estas cosas,
o ser tales, que alguno pueda levantarse contra ellas? ¿Quieres
también por otra maravilla conocer la excelencia de este
sacrificio? Ponme delante de los ojos a un Elías,[38]y una
innumerable muchedumbre que le cerca, la víctima puesta
sobre las piedras, y a todos los otros en una gran quietud y
silencio, y sólo al profete en oración: después, en un punto, el
fuego que se desprende de los cielos sobre la víctima:
maravillosas son estas cosas, y llenas de pasmo.

Pasa después de allí a las que se hacen al presente, y las
encontrarás, no sólo maravillosas, sino que exceden todo
asombro. Se presenta, pues, el sacerdote, no haciendo bajar
fuego del cielo, sino al Espíritu Santo; y permanece en oración,
no para que consuma las cosas propuestas una llama
encendida en lo alto, sino para que descendiendo la gracia
sobre la víctima, por medio de ella se enciendan los ánimos de
todos, y queden más brillantes que la plata purificada en el
fuego. ¿Quién, pues, podrá despreciar este tremendo misterio,
si no es que sea enteramente furioso, o que estuviere fuera de
sí? ¿Ignoras, acaso, que el alma humana no pudiera sufrir
aquel fuego del sacrificio, sino que todos serían enteramente
destruidos sin un fuerte auxilio de la divina gracia?


V.
Porque si alguno considerase atentamente lo que en sí es, el
que un hombre envuelto aún en la carne y en la sangre, pueda
acercarse a aquella feliz e inmortal naturaleza; se vería bien
entonces, cuán grande es el honor que ha hecho a los
sacerdotes la gracia del Espíritu Santo. Por medio, pues, de
éstos se ejercen estas cosas y otras también nada inferiores, y
que tocan a nuestra dignidad y a nuestra salud. Los que
habitan en la tierra, y hacen en ella su mansión, tienen el
encargo de administrar las cosas celestiales y han recibido una
potestad que no concedió Dios a los ángeles ni a los
arcángeles; porque no fue a estos a quienes se dijo:[39]«Lo
que atáreis sobre la tierra, quedará también atado en el cielo, y
lo que desatáreis, quedará desatado». Los que dominan en la
tierra tienen también la potestad de atar, pero solamente los
cuerpos; mas la atadura de que hablamos, toca a la misma alma
y penetra los cielos; y las cosas que hicieren acá en la tierra los
sacerdotes, las ratifica Dios allá en el cielo, y el Señor confirma
la sentencia de sus siervos.

¿Y qué otra cosa les ha dado, sino toda la potestad
celestial?[40]«De quien perdonáreis, dice, los pecados, le son
perdonados, y de quien los retuviereis, les son retenidos».
¿Qué potestad puede darse mayor que ésta?[41] «El Padre ha
dado al Hijo todo el juicio». Pero veo que toda esta potestad la
ha puesto el Hijo en manos de éstos. Como si hubieran sido ya
trasladados a los cielos, y levantándose sobre la humana
naturaleza, y libres de nuestras pasiones, así han sido
ensalzados a tan gran poder.

Fuera de esto, si un rey hiciese tal honra a uno de sus
súbditos, que a su voluntad encarcelase, o por el contrario
librase de las prisiones a todos los que quisiese, ¿no sería éste
mirado como feliz, y con respeto por todos? ¿Y el que ha
recibido de Dios tanto mayor potestad, cuanto es más precioso
el cielo que la tierra, y las almas que los cuerpos, podrá parecer
a algunos que ha recibido una honra de tan poca
consideración, que pueda, ni aun pasarles por el pensamiento,
que a quien se confiaron estas cosas, pueda despreciar el
beneficio? ¡Oh, vaya fuera semejante locura!

Lo sería, sin duda, manifiesta el despreciar una dignidad tan
grande, sin la cual no podemos conseguir, ni la salud, ni los
bienes que nos están propuestos.[42]Porque ninguno puede
entrar en el reino de los cielos, si no fuere reengendrado por el
agua, y por el espíritu.[43] Y aquél que no come la carne del
Señor, y no bebe su sangre, es excluido de la vida eterna. Ni
todas estas cosas se hacen por medio de algún otro, sólo por
aquellas santas manos; quiero decir, por las del sacerdote,
¿Cómo, pues, podrá alguno, sin estos, escapar del fuego del
infierno, o llegar al logro de las coronas que están reservadas?

Estos pues son a quienes están confiados los partos
espirituales y encomendados los hijos que nacen por el
bautismo. Por estos nos vestimos de Cristo y nos unimos con el
Hijo de Dios haciéndonos miembros de aquella bienaventurada
cabeza; de modo que para nosotros justamente han de ser mas
respetables, no sólo que los potentados y que los reyes, sino
aun que los mismos padres; porque estos nos han engendrado
de la sangre y de la voluntad de la carne, pero aquéllos no son
autores del nacimiento de Dios y de aquella dichosa
regeneración de la verdadera libertad y de la adopción de hijos
según la gracia.


VI.
Los sacerdotes[44]de los judíos tenían potestad de curar la
lepra del cuerpo, mejor diré, no de librar, sino de aprobar
solamente a los que estaban libres de ella. Y tú no ignoras con
qué empeño era apetecido entonces el estado sacerdotal. En
cambio nuestros sacerdotes han recibido la potestad de curar,
no la lepra del cuerpo, sino la inmundicia del alma; no de
aprobar la que está limpia, sino de limpiarla enteramente.

De modo que los que a estos desprecian, son mucho más
execrables y merecen mayor castigo que Dathan y quienes le
siguieron.[45]Aunque aquéllos pretendían una dignidad que no
les correspondía, tenían de ella al mismo tiempo una opinión
maravillosa, lo que manifestaron con el mismo hecho de
desearla tan ardientemente. Éstos en cambio, en el tiempo en
que el sacerdocio se halla en un grado de tanto honor y ha
tomado tan gran incremento, han manifestado un atrevimiento
mucho mayor que aquéllos, aunque de diverso modo. Porque
no es lo mismo, por lo que toca a razón de desprecio, el desear
un honor que no te conviene, o el despreciarlo; sino que esto es
tanto peor que aquéllo cuanta es la diferencia que hay entre el
despreciar una cosa y admirarla. ¿Cuál es, pues, aquella alma
desgraciada, que desprecie bienes tan grandes? yo no diré que
hay alguna, sino es que fuere agitada de un furor diabólico.

Pero nuevamente vuelvo al lugar de donde salí. No solamente
por lo que toca a castigar sino también para beneficiar, dio Dios
mayor potestad a los sacerdotes que a los padres naturales. Y
hay entre unos y otros tan gran diferencia como la que hay
entre la vida presente y la venidera; porque aquéllos nos
engendran para ésta, y éstos para aquélla. Aquéllos no pueden
librar a sus hijos de la muerte corporal, ni defenderlos de una
enfermedad que los asalte; pero estos han sanado muchas
veces nuestra alma enferma y vecina a perderse, haciendo a
unos la pena más llevadera y preservando a otros desde el
principio para que no cayesen; y no solamente enseñándoles y
amonestándoles, sino también socorriéndolos con oraciones. Y
esto, no sólo cuando nos vuelven a engendrar, sino porque
después de esta generación, conservan la potestad de
perdonarnos los pecados. [46] ¿Enferma alguno entre
vosotros? llame a los ancianos de la Iglesia, y estos rueguen
sobre él, ungiéndole con óleo en el nombre del Señor, y la
oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor le aliviará; y si
hubiere hecho pecados, le serán perdonados. Fuera de esto,
los padres naturales, si sus hijos ofenden a algún gran príncipe,
o potentado, en nada los pueden favorecer; porque los
sacerdotes los han reconciliado, no con los príncipes, o con los
reyes, sino con el mismo Dios enojado. ¿Y habrá alguno,
después de todas estas cosas, que se atreva a acusarnos de
soberbia?

Yo creo que, por lo que dejo dicho, quedarán las almas de los
que me escuchen tan ocupadas de religioso temor, que no
condenarán de soberbia o atrevimiento a aquéllos que huyen,
sino quienes por sí mismos se apresuran a procurar este honor.
Porque si aquéllos a quienes se encomendó el gobierno de las
ciudades las arruinaron cuando no se han portado con la mayor
prudencia y cautela, y se perdieron a sí mismos, ¿cuánta virtud,
tanto propia como sobrenatural, te parece que necesita para no
errar aquél a quien tocó por suerte el adornar la Esposa de
Cristo?


VII.
Ninguno amó más a Cristo que San Pablo, ninguno dio
muestras de mayor cuidado que él, ninguno fue hecho digno de
mayor gracia. Con todo, después de tantas prerrogativas, teme
aún y tiembla por esta potestad y por aquéllos que le están
encomendados. [47] «Temo, dice, no sea que como la serpiente
engañó a Eva con su astucia, así se aparten vuestros
pensamientos de aquella simplicidad que teníais para con
Cristo». Y en otro lugar:[48] «He estado con grande temor, y
temblor por lo que toca a vosotros». Un hombre arrebatado al
tercer Cielo, y hecho participante de los Arcanos de Dios, y que
sufrió tantas muertes como días vivió después de su
conversión; un hombre que no quiso usar de la potestad que
había recibido de Cristo, para que no se escandalizase alguno
de los fieles.: Si él, que aun se excedía en la custodia de los
divinos mandamientos, y que de ningún modo buscaba lo que
era suyo sino el bien de sus súbditos estaba siempre con tanto
temor cuando volvía la consideración a la grandeza de este
ministerio, ¿qué será de nosotros, que frecuentemente sólo
buscamos nuestros intereses, que no sólo no sobrepasamos los
divinos mandamientos sino que por la mayor parte no los
cumplimos?[49] ¿Quién, dice él, enferma, y yo no enfermo?
¿quién se escandaliza, y yo no me siento abrasar? Tal ha de
ser necesariamente el sacerdote, y no solamente así; porque
estas cosas son de poca, o de ninguna consideración, respecto
de las que diré.

¿Y cuáles son estas?[50] Yo deseaba, dice, ser anatema de
Cristo por mis hermanos unidos a mí según la carne. Si alguno
puede proferir semejante palabra, si alguno tiene un alma que
toque en este deseo, merece justamente ser reprendido, si es
que huye. Pero si alguno se halla tan necesitado de esta virtud
como yo me hallo, justo es que sea abominado, no cuando huye
sino cuando acepta. Porque si se propusiese la elección para
una dignidad militar, y los que hubieran de conceder este honor,
poniendo en medio un herrero, o un zapatero, u otro artesano
de esta clase, le confiasen el mando del ejército, yo no alabaría
a este infeliz, si no huyera e hiciera cuanto estuviera de su
parte, para no caer en una ruina inevitable; porque si basta
simplemente el ser llamado pastor, y desempeñar de cualquier
modo que sea este ministerio, ni en este se encuentra peligro
alguno, puede enhorabuena acusarnos de vanagloria todo
aquél que quisiere.

Pero si el que toma sobre sí este cuidado necesita tener una
gran prudencia, y aun más que ésta, una gracia muy grande de
Dios, rectitud de costumbres, pureza de vida, y mayor virtud que
la que puede hallarse en un hombre, ¿me negarás el perdón,
porque no he querido sin consejo, y temerariamente, perderme?
Porque si uno, conduciendo una nave mercantil, bien
pertrechada de remeros y colmada de inmensas riquezas, y
haciéndome sentar junto al timón, me mandase doblar el Mar
Egeo o Tirreno; yo, al oír la primera palabra, rehusaría
semejante comisión; y si alguno me preguntase, por qué; le
respondería, que por no echar a pique el navío.


VIII.
Pues si donde la pérdida se extiende tan solamente a las
riquezas, y el peligro a la muerte corporal, ninguno puede
acusar a los que usen de la mayor cautela, cuando a los que
naufragan, les espera no caer en este mar sino en un abismo
de fuego, y les aguarda una muerte, no la que separa el alma
del cuerpo, sino la que envía la una juntamente con el otro a
una pena eterna. Te enojarías conmigo, y me aborrecerías,
porque precipitadamente no me había arrojado a tan grande
ruina; no así, te ruego, y suplico. Conozco bien este ánimo
débil, y enfermo; conozco la grandeza de aquel ministerio, y la
dificultad grande que encierra en sí este negocio. Son, pues, en
mucho mayor número las olas que combaten con tempestades
el ánimo del sacerdote que los vientos que inquietan el mar.


IX.
Y sobre todos los males, aquel terribilísimo escollo de la
vanagloria, más peligroso que los prodigios que fingen los
poetas. Muchos, en la realidad, pudieron, navegando, pasar
éste sin recibir daño alguno; pero a mí me parece tan peligroso,
que aun ahora, cuando ninguna necesidad me arrebata a
semejante abismo, apenas puedo verme libre de este mal.

Si alguno pusiese en mis manos semejante carga, sería lo
mismo que si me atase las manos atrás, y me diese por presa a
las bestias que habitan en aquel escollo, para que cada día me
despedazasen.

¿Y cuáles son estas bestias? La ira, la tristeza, la envidia, la
altercación, las calumnias, las acusaciones, la mentira, la
simulación, las asechanzas, las imprecaciones contra los que no
han hecho mal alguno, la alegría en los trabajos de los
ministros, la tristeza por su buen porte en el cumplimiento de su
obligación, el amor de las alabanzas, el deseo de honra (que es
lo que sobre todas cosas precipita el ánimo humano) las
doctrinas acomodadas al gusto de los oyentes, las viles
adulaciones, las lisonjas bajas, el desprecio de los pobres, los
obsequios a los ricos, los honores inconsiderados y las gracias
dañosas, que igualmente son peligrosas a los que las hacen y a
los que las reciben; el temor servil, y que solamente conviene a
los esclavos más viles; el no tener libertad para hablar; una
humildad toda aparente, pero ninguna en la realidad; el no
aplicar las reprensiones y el castigo, o tal vez emplearlas sin
medida contra personas humildes, no habiendo quien se atreva,
ni aun a abrir la boca contra aquéllos que tienen el gobierno.

Estas son las bestias, y otras aun mayores, que mantiene en
su seno aquel escollo; de las cuales, los que una vez llegaron a
ser sorprendidos, caen por necesidad en una esclavitud tan
grande, que no pocas veces hacen a gusto de las mujeres
muchas cosas, que tengo por conveniente no explicar.[51] La
ley divina las ha excluido de este ministerio; pero ellas procuran
con el mayor tesón introducirse en él; y ya que por sí mismas
nada pueden, lo hacen todo por medio de otros, y es tan
grande el poder que se han arrogado, que a su voluntad
aprueban, o excluyen los sacerdotes. No se ve bien cumplido
aquí lo que se dice proverbialmente el mundo al revés:[52]los
súbditos guían a los superiores; y ojalá fueran hombres y no
aquéllas a quienes no se ha permitido el enseñar, ¿y qué digo
el enseñar? [53]ni aun hablar en la Iglesia les permitió San
Pablo. Yo he oído contar a alguno, que se han tomado tanta
libertad, que reprendían a los prelados de las Iglesias y los
gritaban más ásperamente que los señores a sus propios
esclavos. Ni crea alguno, que yo pretendo comprender a todos
en los cargos que acabo de decir; porque hay muchos, sí,
muchos hay que se libraron de estas redes, y son en mucho
mayor número, que los que han quedado aprisionados en
ellas.


X.
Ni tampoco podría acusar al sacerdocio de estos males: no
sería yo tan desatinado. Porque todos aquéllos que tienen
juicio, no culpan del homicidio al puñal, ni al vino de la
embriaguez, ni a la fuerza de la injuria, ni a la fortaleza de un
atrevimiento inconsiderado, sino a los que abusan de los dones
que recibieron de Dios: a éstos son a quienes castigan; porque
el sacerdocio justamente nos acusará, que no le tratamos con
rectitud. No es este causa de los males que dejamos dichos,
sino nosotros, que en cuanto está de nuestra parte, lo afeamos
con tantas manchas, confiándolo a cualquier persona.

Estos, pues, sin entrar primero en el conocimiento de sus
propias almas, y sin atender a la gravedad del negocio, reciben
alegremente lo que se les da; pero cuando llegan a la práctica,
deslumbrados de su poca experiencia, envuelven en mil males a
los pueblos que les han sido confiados. Esto, pues, esto es lo
que ha faltado poco para sucederme a mí, si Dios prontamente
no me hubiera preservado de tales peligros, mirando por su
Iglesia, y por mi alma. ¿De dónde, dime, juzgas que nacen tan
grandes inquietudes en las Iglesias? yo creo que no proceden
de otra parte, sino de hacerse sin consejo, y sin reparo las
elecciones de los prelados; porque es necesario que sea muy
robusta la cabeza, para que pueda regir, y poner en orden los
malos vapores que suben de la parte inferior de lo restante del
cuerpo; pero sí por sí misma es débil, y enferma, y que no
puede desechar aquellos insultos de que se engendran las
enfermedades, se debilita de día en día más y más, y
juntamente consigo pierde lo restante del cuerpo: para que no
sucediese esto al presente, me ha conservado Dios en el orden
de los pies, que por suerte me tocó desde el principio. Otras
muchas cosas hay, ¡oh Basilio! otras muchas cosas hay además
de las dichas, que deben hallarse en el sacerdote, y que
nosotros no tenemos; y la primera de todas es, que ha de tener
el alma enteramente pura del deseo de este grado; porque si se
inclina con un afecto desordenado a semejante dignidad,
después de haberla conseguido, enciende una llama mucho
más vehemente; y dejándose llevar por la fuerza, a trueque de
hacérsela estable, se ve obligado a incurrir en infinitos males,
ya siguiendo la adulación, ya sufriendo cosas indignas y
serviles, ya derramando y consumiendo mucho dinero. Y porque
no parezca tal vez a algunos que cuento cosas increíbles, paso
ahora en silencio, que muchos peleando por esta dignidad, han
cubierto de cadáveres las Iglesias y han dejado desiertas las
ciudades.

Debía, pues, según yo pienso, mirarse con tanta religión este
ministerio que debía rehusarse al principio como carga; y
después de hallarse en ella, no esperar los juicios de los otros,
si acaeciese incurrir en algún delito que mereciese la
deposición, sino previniéndolo, eximirse por sí mismo de esta
dignidad; porque así es probable, que se inclinaría Dios a
misericordia. Pero el retener con obstinación esta dignidad
contra lo conveniente, es privarse de todo perdón, es irritar más
la ira de Dios, añadiendo al primer pecado otro mayor; pero no,
no habrá alguno tan obstinado. Porque mala cosa es sin duda,
mala, el apetecer esta dignidad. Ni yo me opongo, diciendo
esto, a lo que escribe San Pablo; antes entiendo, que voy
enteramente conforme con sus palabras. ¿Qué es, pues, lo que
dice?[54] (a) «Si alguno desea el obispado, desea una buena
obra». No digo que es malo el desear la obra, sino el apetecer
la autoridad, la dominación.


XI.
Este es aquel deseo, que juzgo yo se debe desterrar del
ánimo con el mayor cuidado, procurando no dar lugar desde el
principio, a que quede ocupado de este deseo, para poder
obrar con libertad en todas las cosas. Aquél que no se deja
arrastrar de alguna ambición de manifestarse brillante con esta
potestad, tampoco teme el dejarla; y no temiendo, puede obrar
en todo con aquella libertad que conviene a los cristianos. Pero
los que están recelosos, y temen el ser removidos, sufren una
esclavitud amarga, y llena de muchos males, y se ven obligados
frecuentemente a ofender a Dios, y a los hombres. Conviene,
pues, que no tengamos un ánimo dispuesto de esta suerte; sino
que así como en las guerras vemos combatir con denuedo, y
morir con fortaleza a los soldados valerosos, del mismo modo
los que entran en este ministerio, deben estar dispuestos a
ejercer los empleos del sacerdocio y a dejar la dignidad como
corresponde a hombres cristianos, y que saben que semejante
dejación no trae consigo menor corona que el mismo ministerio;
porque cuando uno sufre y padece un caso semejante, por no
incurrir en una cosa indecente e indigna de aquella dignidad,
atrae mayor castigo a los que injustamente le han depuesto, y
para sí consigue un premio más colmado. Dice la
Escritura:[55]«Vosotros sois bienaventurados, cuando os
ultrajaren, persiguieren y dijeren todo mal contra vosotros,
mintiendo por ocasión mía, alegraos, y regocijaos, porque
vuestro premio es grande en los cielos». Y esto cuando sea
depuesto por los de su mismo orden, o por envidia, o por
congraciarse con otros, o por odio, o por otro motivo poco justo;
pero cuando sucede sufrir esto de los contrarios, creo que no
se necesitan palabras para demostrar la utilidad que les
ocasionan con su malicia. Lo que conviene, pues, observar por
todas partes con la mayor atención es que no quede escondida
alguna centella de este deseo. No será toco de estimar que los
que desde el principio tienen pura el alma de esta pasión,
puedan librarse de ella cuando lleguen a este grado. Pero si
alguno, aun antes de conseguirle, alimenta dentro de sí esta
cruel y terrible fiera, no te podré explicar en qué incendio tan
grande se arroja después de haberlo conseguido. Nosotros,
pues, (ni creas que por modestia quiero en modo alguno
disimularte la verdad) tenemos el alma muy poseída de este
deseo; y este es el motivo, que no nos ha espantado menos
que todos los otros, y que nos ha dado ocasión para esta fuga.
Porque así como los que aman los cuerpos mientras pueden
estar cerca de las personas amadas, sufren su pasión con
mayor impaciencia; pero cuando les sucede estar apartados,
cuanto les es posible, de los objetos de su cariño, destierran al
mismo tiempo aquella manía; del mismo modo los que apetecen
este grado, cuando se acercan a él se les hace un mal
insoportable; pero cuando han depuesto la esperanza,
juntamente con ella han apartado de sí el deseo. Esta, pues, es
una causa no despreciable, la que aunque fuera sola, bastaría
por sí misma para tenernos lejos de esta dignidad.


XII.
Pero se añade otra, que no es menor. ¿Cuál es ésta? Es
necesario que el sacerdote sea vigilante,[56]perspicaz, y que
por todas partes tenga innumerables ojos, como aquél que no
vive para sí solo, sino también para tan gran muchedumbre.
Ahora bien, tú mismo confesarás que yo soy perezoso, omiso, y
que apenas basto para procurar mi salud; aunque por el amor
que me tienes procuras, más que todos, ocultar mis defectos.
No me tienes que alegar aquí el ayuno, las vigilias, el dormir
sobre la tierra desnuda, ni otras austeridades y maceraciones
del cuerpo porque sabes muy bien cuán lejos estoy yo de todas
estas virtudes; y aunque con diligencia las practicara, ni aun así
por esta lentitud me podrían aprovechar cosa alguna para este
ministerio. No hay duda que podrían ser muy útiles a un
hombre, que metido en su aposento, atendiese y cuidase
solamente de sus cosas; pero respecto de aquél que está
dividido para atender a tan gran muchedumbre, y que tiene sus
particulares cuidados sobre cada uno de sus súbditos, ¿qué
utilidad de alguna consideración pueden traer para el provecho
de estos, si no tiene un ánimo muy fuerte y varonil?


XIII.
Y no te admires si juntamente con tan gran tolerancia, pido en
el alma otra prueba de valor. Vemos, a la verdad, que muchos,
sin dificultad desprecian los manjares, las bebidas, la cama
blanda, y particularmente, aquéllos que tienen una naturaleza
un poco agreste y que se han criado así desde sus primeros
años; y a otros muchos también, a quienes por la disposición
del cuerpo y por la costumbre es fácil y llevadera la aspereza
que se encuentra en estos trabajos.

Pero el sufrir una injuria, un daño, una palabra molesta, los
dicterios de los inferiores, vengan, o no vengan al caso, las
quejas vanas e inconsideradas, tanto de los superiores como de
los súbditos, no es de muchos sino de uno u otro. Y verás, que
aquéllos que se manifiestan fuertes en aquellas cosas padecen
en éstas tales vahidos que se enfurecen mucho más aun que
las bestias más feroces. A este género de sujetos, los
tendremos principalmente apartados del sacerdocio.

Porque de que un obispo no sea inclinado a la abstinencia de
las viandas, ni a caminar descalzo, no por esto dañará al común
de la Iglesia; pero una ira desordenada, ocasiona grandes
males al que es poseído de ella, y a los prójimos. Contra los que
no ejercitan aquellas cosas, no hay amenaza alguna de parte
de Dios; pero a los que inconsideradamente se dejan llevar de
la ira, se les amenaza con el infierno, [57] y con el fuego del
infierno.

Así el que ama la vanagloria cuando llega a tener la
dominación de muchos suministra al fuego mayor materia; y del
mismo modo, el que ni consigo mismo, ni en una conversación
de pocos puede dominar la ira, fácilmente se deja transportar
por ella; y si llega el caso de que se le fía el gobierno de todo
un pueblo, como una bestia fiera acosada por todas partes de
innumerables personas, no podrá jamás vivir en quietud y
ocasionará males infinitos a los que están confiados a su fe.


XIV.
Ninguna cosa, pues, impide tanto la pureza del ánimo, ni
embota la perspicacia del entendimiento como una ira
desordenada y que se transporta con gran ímpetu. Porque ésta,
dice la Escritura, [58]pierde a los prudentes.

Del mismo modo que en una batalla dada de parte de noche,
ofuscada la vista del alma, no sabe distinguir los amigos de los
enemigos, ni a los que tienen honor de los que no lo tienen,
sino que los trata a todos sin diferencia alguna; y aunque deba
recibir algún mal, todo lo sufre fácilmente por saciar el placer del
ánimo. Es el ardor de la ira un cierto placer que tiraniza al alma
con más rigor que el mismo deleite, turbando enteramente toda
la tranquilidad de su constitución; porque con facilidad la
levanta a la soberbia y la excita a enemistades fuera de
propósito y a un odio inconsiderado; y con frecuencia la dispone
a hacer ofensas temerariamente, y sin juicio, y la obliga a
ejecutar, y decir otras cosas semejantes; siendo, entretanto, el
alma arrastrada de la furia de la pasión, sin tener donde,
apoyando su fuerza, pueda resistir a un ímpetu tan fuerte.

Basilio: No puedo sufrirte ya más tiempo que hables con tal
disimulo. ¿Quién es, pues, dime, el que ignora, cuán ajeno
estás de semejante enfermedad?

¿Qué quieres, respondí yo, ¡oh feliz varón! ponerme cerca de
la llama, e irritar una fiera que se está quieta? ¿Ignoras, acaso,
que no me ha sucedido esto por virtud propia, sino por el amor
que tengo a la quietud, y a la soledad? El que se siente tocado
de este achaque podrá librarse de aquel incendio,
permaneciendo en soledad y frecuentando el trato de uno u
otro amigo solamente; pero no si se mete en un abismo de
tantos cuidados. En este caso, no sólo arrastra a sí mismo al
precipicio de la perdición, sino a otros muchos también en su
compañía y los hace que atiendan menos a cultivar la
mansedumbre.

Sucede, pues, naturalmente, que el vulgo de los que deben
obedecer, se miren frecuentemente como en un ejemplar
original en las costumbres de los que los gobiernan, procurando
asemejarse a ellos. ¿Cómo podrá uno que padece tumores,
hacer cesar las inflamaciones en los súbditos? ¿y cuál será en
un pueblo, el que deseará moderar prontamente los ímpetus de
la ira, viendo al superior iracundo? Porque no es posible, no,
que estén ocultos los defectos de los sacerdotes; antes bien,
aun los más pequeños, se hacen públicos prontamente. El
atleta puede a la verdad ocultarse, aunque sea muy débil,
mientras se está quieto en casa sin entrar en lucha con alguno;
pero cuando despojándose desciende al combate, fácilmente se
descubre lo que es. Igualmente, pues, aquellos hombres que
pasan una vida privada y libre de negocios, tienen en la soledad
un velo que cubre sus defectos; pero si se presentan en
público, se ven obligados a despojarse de la soledad que les
servía como vestido y a manifestar a todos desnudas sus almas,
por los movimientos externos.

Así como sus buenas acciones son a muchos de gran utilidad,
convidándolos a una igual imitación, así también sus delitos los
hacen más perezosos en la práctica de la virtud y los disponen
a que se entorpezcan en las fatigas de las buenas obras. De
todo lo cual resulta ser necesario que por todas partes brille la
hermosura de su alma para que pueda alegrar e iluminar las de
aquéllos que los miran. Porque los pecados de la gente ínfima,
hechos como a lo oscuro, sirven de ruina solamente a los que
los cometen; pero el de un hombre de consideración, y
conocido de muchos, trae un daño común a todos, haciendo
que los que han caído, sean más remisos en los sudores de las
cosas buenas, y excitan a soberbia a los que quieren atender a
sí mismos.

Fuera de esto, las caídas de la gente ínfima, aunque lleguen
a publicarse, a ninguno ocasionan una herida tan profunda;
pero los que se hallan puestos en lo alto de este grado, están,
en primer lugar, patentes a todos, y después, aunque sean muy
tenues las cosas en que falten, se descubren estas muy
grandes a los otros; porque no miden el pecado por la grandeza
del hecho, sino por la dignidad de aquél que lo ha cometido. Se
necesita, pues, que el sacerdote esté pertrechado de un gran
cuidado y de una perpetua vigilancia sobre su vida, como de
unas armas de diamante, y que vele con la mayor atención,
para que no haya alguno, que encontrando algún lado
descubierto y abandonado le de una herida mortal. Porque
todos le cercan dispuestos a herirle y derribarle; y no sólo toda
suerte de enemigos, sino muchos también de aquéllos que se le
venden por amigos.

Es por tanto necesario que sean elegidas tales almas, como
en otro tiempo manifestó la gracia de Dios fueron los cuerpos
de aquellos santos en el horno de Babilonia. [59]No es el
sarmiento, ni la pez, o la estopa alimento de este fuego, sino
otro mucho más nocivo. Porque no es lo que tienen debajo,
aquel fuego sensible; sino que es la llama de la envidia, la que
los cerca, y la que consumiéndolo todo, se levanta por todas
partes y los asalta escudriñando su vida con más diligencia, que
hizo entonces el fuego con los cuerpos de aquellos niños.
Luego que encuentra una pequeña porción de estopa,
inmediatamente se pega; y no sólo consume aquella parte débil
y viciada, sino que abrasa y oscurece con aquel humo toda la
restante estructura, aunque fuera más resplandeciente que los
rayos del sol.

Siempre que la vida del sacerdote estuviere por todas partes
bien compuesta, no podrá ser cogida por asechanzas; pero si
tuviere el menor descuido, por pequeño que sea, (como es
creíble que sucederá a un hombre que pasa este mar de la vida
lleno de tantos extravíos) nada le aprovechan todas las otras
buenas acciones para poder librarse de las lenguas de sus
acusadores: por el contrario, aquella pequeña falta basta para
oscurecer todo lo restante.

Todos quieren juzgar al sacerdote, no como a hombre vestido
de carne, y a quien ha tocado una naturaleza de hombre, sino
como a un ángel libre de toda otra enfermedad.

Así como todos temen y lisonjean a un tirano mientras se
mantiene en el dominio, porque no pueden derribarle de aquel
puesto pero cuando ven que sus intereses toman otro
semblante contrario, dejada la máscara de aquel fingido honor,
los que poco antes se manifestaban sus amigos, se le
convierten de repente en contrarios y enemigos declarados, y
registrando cuál es el lado que tiene más flaco, le embisten y
privan del Imperio. Así con los sacerdotes, aquéllos que poco
antes, y cuando se hallaba sobre el candelero, le honraban y
respetaban; luego que encuentran un mínimo pretexto, se
preparan fuertemente para derribarlo, no sólo como a tirano,
sino como a una cosa peor aun que tirano. Y así como aquél
teme principalmente a los que le hacen guardia a sus costados;
así éste teme también, más que a todos, a los que le sirven en
el ministerio; porque ningún otro desea tanto su dignidad, ni
sabe sus cosas tan bien como estos: estando a su lado, si
sucede alguna cosa de éstas, la saben antes que los otros, y
pueden fácilmente ser creídos; aunque sea calumniándolos, y
haciendo grandes las cosas de poco cuerpo, pueden cogerle
sorprendido con este engaño. Así se verifica en sentido
contrario el dicho del Apóstol: [60] "Si padece algún miembro, se
alegran todos los miembros; y si es honrado un miembro,
padecen todos los miembros;" a no ser que alguno de señalada
piedad pueda mantenerse fuerte contra todas estas cosas.

¿Y es posible que nos envíes a una guerra tan grande? ¿Has
juzgado, acaso que mi ánimo bastará para mantener una batalla
tan varia y de tan diferentes especies? ¿De dónde y de quién lo
supiste? Porque si Dios te lo ha revelado, muéstrame el oráculo
y obedezco; y si no puedes mostrármelo, sino que das tu voto
siguiendo el concepto de los hombres, aparta tu ánimo de
semejante error; porque por lo que toca a nuestras cosas, es
justo que sigamos antes nuestro juicio que el de los otros:
[61]"Pues ninguno conoce las cosas de un hombre, sino el
espíritu que está dentro de él". Que nosotros nos hubiéramos
hecho ridículos a nosotros mismos, y a los que nos hubieran
elegido, en el caso de haber aceptado esta dignidad, y que con
gran daño hubiéramos tenido que volvernos a este estado de
vida, en que al presente nos hallamos, ya que no antes, a lo
menos al presente, creo que quedarás persuadido por estos
discursos. Porque no solamente la envidia, sino otra cosa más
terrible aun que la envidia, suele armar a muchos contra aquél
que la tiene. Porque así como los hijos codiciosos de dinero no
pueden sufrir la larga vejez de sus padres; así algunos de estos
tales, cuando ven que el sacerdocio dura mucho tiempo, ya que
el matarlo no porque esto sería una iniquidad, procuran
derribarlo de aquel grado, deseando todos entrar en su lugar, y
esperando cada uno, que recaerá en él el ministerio.


XV.
¿Quieres que te muestre otro género de esta contienda llena
de mil peligros? Ve, pues, y atiende a las fiestas públicas en
que se acostumbran hacer las elecciones de los prelados de la
Iglesia y verás al sacerdote acosado de tantas acusaciones,
cuanto es el número de aquéllos a quienes preside. Todos los
que tienen parte en la colación de esta dignidad se dividen en
esta ocasión en muchos partidos, sin que alguno pueda ver
aquel congreso de presbíteros, ni concordes entre sí, ni con
aquél que ha obtenido el obispado; sino que cada uno forma su
partido, queriendo uno a este y el otro al otro. La causa de esto
es el que no miran todos a una cosa, que es a la que sólo
debían mirar, esto es, a la virtud del ánimo; sino que se mezclan
otros motivos, por los que se confiere esta dignidad. Como por
ejemplo: uno dice, elíjase éste, porque es de ilustre nacimiento;
el otro, porque posee inmensas riquezas, y no tendrá necesidad
para mantenerse de las rentas de la Iglesia; otro, porque del
partido de los enemigos ha pasado al nuestro. Quién procura
adelantar su amigo a los otros, quien al pariente, quien al
lisonjero y ninguno quiere atender al que es idóneo, ni hacer la
prueba de la virtud del ánimo.

Ahora, estoy yo tan lejos de creer, que son estas causas
suficientes para la prueba de los sacerdotes, que ni aun si se
encontrara alguno adornado de una gran piedad, que sin duda
no conduce poco para este ministerio, ni aun a este me
atrevería a elegir inconsideradamente por solo este título, si no
juntaba a la piedad una prudencia consumada. Porque yo he
conocido a muchos, que habiéndose macerado, y afligido con
ayunos, mientras han podido permanecer en la soledad y
atender a sus cosas solamente, merecieron la divina aceptación
y añadieron cada día a aquella filosofía una porción no
pequeña; pero después que entraron a gobernar un pueblo y
se vieron obligados a corregir las ignorancias del vulgo, los
unos no pudieron, ni aun a los principios, mantenerse en el
ministerio, y los otros obligados a permanecer en él, luego que
abandonaron aquella primera diligencia y austeridad,
ocasionaron a sí mismos un gravísimo daño y a los otros no
sirvieron de algún provecho.

Pero ni aunque uno hubiera permanecido toda la vida en el
ínfimo grado de este ministerio, y hubiera llegado así a la última
vejez, no promoveríamos a éste inconsideradamente a un grado
más alto por respeto de sus años. ¿Pues qué, si pasada ya
toda esta edad, permanece aún menos apto? Ni yo digo esto,
pretendiendo defraudar las canas del honor que les es debido,
ni tampoco establecer una ley por la que enteramente sean
removidos de este ministerio los que vienen del orden solitario,
habiendo habido muchos venidos de él, que resplandecieron en
esta dignidad; lo que intento demostrar, es que si ni la piedad
por sí sola, ni una larga vejez son suficientes para hacer digno
del sacerdocio al que las posee, mucho menos podrán los
motivos que dejamos dichos.

Pero no faltan algunos que proponen otros más absurdos:
unos son alistados en el orden clerical para evitar que se
inclinen al partido de los contrarios; y otros por su misma
iniquidad, para que olvidados, no ocasionen mayores males.
¿Puede darse cosa más inicua que ésta, que unos hombres
malvados y llenos de mil vicios sean honrados por aquellas
mismas cosas por las cuales deberían ser castigados, y que por
las que ni aun podrían atravesar los umbrales de la Iglesia, por
estas mismas suban a la dignidad sacerdotal? ¿Y buscamos
aún, dime por tu vida, cuál sea la causa de la divina indignación,
cuando confiamos las cosas más santas, y más tremendas a
hombres inicuos, y de ningún valor, para que todas las
trastornen? Porque cuando han llegado a la administración de
cosas, que de ningún modo conviene a unos, o son muy
superiores a las fuerzas de los otros, hacen que la Iglesia en
nada difiera del Euripo.

Yo, a la verdad, me reía antes de los príncipes seculares
porque hacen la distribución de los empleos, no en atención a la
virtud y dotes del ánimo, sino a proporción de las riquezas, del
número de los años, o patrocinio de los hombres; pero después
que he oído haberse introducido también en nuestras cosas el
mismo modo irracional, no he tenido ya por tan grande este
desorden. ¿Qué maravilla, pues, que se vean cometer estos
errores por unos hombres entregados a los placeres de la vida,
amigos de reputación para con la muchedumbre, y que todo lo
hacen con el fin de amontonar riquezas? Cuando aquéllos que
fingen vivir libres de todo esto, no se hallan más bien
dispuestos, sino que altercando por las cosas celestiales, como
si se deliberase sobre algunas yugadas de tierra u otra cosa
semejante, eligiendo temerariamente a hombres de ninguna
consideración, los ponen en el gobierno de unas cosas por las
que el Unigénito Hijo de Dios no rehusó evacuar su gloria,
[62]hacerse hombre, tomar la forma de siervo, ser afeado con
salivas, ser azotado y sufrir, según la carne, una muerte
ignominiosa.

Y no paran en esto, sino que añaden otros absurdos mucho
mayores: porque no solamente admiten a los indignos, si no que
excluyen a los que son útiles. Y como si se debiese arruinar por
las dos partes la firmeza de la Iglesia, o como si no bastase la
primera causa para irritar la divina indignación, así añaden esta
segunda, que no es menos grave. Porque yo juzgo ser
igualmente malo el tener apartadas a las personas útiles, que el
introducir a las inútiles. Y esto se hace para que el rebaño de
Cristo no pueda por parte alguna hallar algún consuelo, ni aun
siquiera respirar.

¿No son estas cosas dignas de mil rayos? ¿No merecen un
infierno mucho más terrible que el que nos está amenazado? ¿Y
con todo, sufre y tolera estos males aquél que no quiere la
muerte del pecador, [63]sino que se convierta y viva? ¿Quién
podrá admirar bastante su bondad y amor para con los
hombres? ¿Cómo no quedará pasmado de su misericordia? Las
personas dedicadas a Cristo destruyen la heredad de Cristo
mucho más aun que sus mismos contrarios y enemigos. Y el
buen Señor usa aún de clemencia y convida al arrepentimiento.
Gloria a ti, ¡oh Señor! gloria a ti. ¡Qué abismo de amor para con
el hombre hay en ti! ¡qué inmensidad de paciencia! Aquéllos
que por tu nombre, de hombres viles y oscuros llegaron a los
honores y se hicieron respetables y visibles, se sirven de este
honor contra el mismo que los honró. Tienen atrevimiento de
ejecutar las cosas más indignas, desacreditan las cosas santas,
dejando a un lado y excluyendo a los buenos, para que los
malvados puedan sin estorbo, y con la mayor seguridad
trastornarlo todo a su placer.

Y si quieres saber las causas de este mal, las encontrarás
semejantes a las primeras; pero que tienen por raíz, o
digámoslo así, por única madre, a la envidia. Estas, a la verdad,
no son de una misma suerte, sino que difieren entre sí; porque
uno dice se deseche aquél, porque es joven; el otro, porque no
sabe adular; otro, porque ha ofendido a fulano; el uno, porque
fulano no se disguwte, viendo reprobado el que él ha propuesto,
y elegido éste; el otro, porque es moderado y de costumbres
apacibles; el otro, porque es terrible a los que obran mal; y otro
por otras causas semejantes, porque no les faltan pretextos,
cuantos quieran. Y aun, cuando no tengan otro, traen el de que
son en gran número los sacerdotes, y que no conviene conferir
esta dignidad inconsideradamente, sino poco a poco, y por sus
grados. Tampoco les falta modo de hallar otros motivos,
cuantos quisieren.

Ahora, yo aquí blandamente quiero preguntarte: ¿Qué hará el
Obispo, combatiendo con tantos vientos? ¿Cómo podrá
mantenerse fuerte contra olas tan furiosas? ¿Cómo rechazará
todos estos ataques? Porque si dispone la cosa ajustado a las
reglas de la recta razón, todos se vuelven enemigos y contrarios
suyos, y también de los que han sido elegidos. Todo lo hacen
con el fin de mantener su tesón contra él, excitando sediciones
cada día e imponiendo mil cosas injuriosas a los que han sido
elegidos, hasta conseguir excluirlos o introducir a los suyos.
Sucede aquí casi lo mismo, que como cuando un piloto de un
navío lleva navegando en su compañía piratas que
continuamente, y a cada hora, ponen asechanzas a su vida, a la
de los marineros y a la de los pasajeros. Porque si recibiendo
gente que no debía admitir, hace más caso de su favor que de
la propia salud, tendrá, en lugar de aquéllos, a Dios por
enemigo. ¿Qué cosa puede haber más terrible que esta? y le
darán que hacer mucho más aun que antes, ayudándose todos
mutuamente y haciéndose con la unión mucho más fuertes.
Porque así como cuando soplan de partes contrarias vientos
furiosos, el mar que hasta entonces permanecía tranquilo, en
un punto se embravece y se encrespa, sumergiendo a los
navegantes; del mismo modo la tranquilidad de la Iglesia,
recibiendo en sí hombres pestilenciales, se llena de
tempestades y de naufragios.


XVI.
Piensa, pues, cuál debe ser aquél que ha de resistir a
tempestad tan grande, y templar de modo tales cosas que no
impidan la pública utilidad. Porque es necesario que se muestre
grave, pero sin fausto; rígido, pero humano; entero, pero afable
con todos, sin aceptación de personas, pero oficioso; humilde, y
no servil; de espíritu vehemente, pero blando, para poder
combatir fácilmente contra todas estas cosas, y promover con
toda libertad al que es idóneo, aun cuando todos lo resistan; y
con la misma, no admitir al que no es tal, aunque todos juntos
conspiren a que se admita, y no atender a otra cosa, que a la
edificación de la Iglesia, y no hacer nada por odio, o por favor.

¿Te parece que con razón hemos rehusado este ministerio?
Pues aún no te lo he expuesto todo, porque tengo otras muchas
cosas que decirte. Pretendo que no te sea molesto el sufrir a un
amigo sincero y fiel, que quiere persuadirte se halla fuera de
todos aquellos cargos que le hacías. Esto te será muy útil, no
sólo para nuestra defensa, sino también para cuando llegares,
como sucederá brevemente, a la administración de este empleo;
porque es necesario, que el que ha de pisar este camino de
vida, no ponga las manos sobre tal ministerio, sin haberlo
primero examinado todo con la mayor madurez. ¿Y por qué
esto? porque ya que no sea otra cosa, hallándose informado de
todo, tendrá la ventaja de que nada se le hará nuevo cuando
ocurrieren estas cosas.

¿Quieres, pues, que vengamos a tratar primero de la
presidencia de las viudas, o del cuidado de las vírgenes, o de la
dificultad de la parte judiciaria? porque sobre cada una de estas
se pide diverso cuidado, y mayor temor aun que cuidado. Y
para dar principio de aquéllo, que entre todo parece lo más
fácil, el cuidado de las viudas parece que no trae otro
pensamiento a los que están encargados de ellas, que el
consumo del dinero. Pero no es así, sino que se requiere
también aquí mucha diligencia, cuando se llegare al caso de
ponerlas en lista; porque de elegirlas sin consideración, y como
vienen, se han originado males infinitos, habiendo entre éstas,
quienes han corrompido las familias, han causado divisiones en
los matrimonios, y frecuentemente han sido cogidas en hurtos y
en otras feas ganancias, y han practicado otros tratos poco
decentes. Ahora bien, el alimentar con dinero de la Iglesia
semejantes mujeres, atrae sobre sí el castigo de la parte de
Dios, y de parte de los hombres, el que sea en gran manera
blasfemado, y desalienta a aquéllos que están bien dispuestos
para hacer bien. Porque, ¿quién querrá, que el dinero que ha
mandado se ofrezca a Cristo, se emplee, y consuma con
aquéllos que afean y calumnian el nombre de Cristo? Por esto
es necesario un diligente examen, para que no consuman la
mesa de las que se hallan imposibilitadas, no solamente las que
dejamos dichas, sino también aquéllas, que pueden sustentarse
con el trabajo de sus manos.

Después de este diligente examen, se sigue otro cuidado no
pequeño; esto es, que los alimentos nunca falten, sino que
corran abundantemente como de una fuente. Es un mal en
cierta manera insaciable la pobreza involuntaria, lleno de
quejas, y de desagradecimiento; y se requiere mucha
prudencia, mucha atención para cerrarle la boca, quitándole
todo motivo de queja.

Muchos hay, que cuando ven a alguno superior a todo
interés, sin otro examen lo califican por idóneo para este
empleo. Pero yo juzgo que no le basta por sí sola, esta
superioridad de ánimo; bien, que es necesario ver, si tiene ésta
antes que las otras; porque sin ella sería un disipador, y no un
tutor, un lobo en vez de pastor; o si juntamente con ésta, posee
también otra. Esta es la que a los hombres ocasiona todos los
bienes; quiero decir, la paciencia, que conduce el ánimo y lo
guía como a un puerto tranquilo. Las viudas son una casta de
gente, que por su pobreza, por su edad y por su sexo usan de
una libertad de hablar (porque es mejor decirlo así) sin medida:
gritan sin venir al caso y se quejan fuera de propósito,
lamentándose sobre aquellas mismas cosas de que deberían
mostrar agradecimiento, y reprendiendo lo mismo que deberían
alabar. Y a todo esto conviene, que el que las tiene a su cargo,
no se mueva por sus rumores intempestivos, ni por sus quejas
sin razón. En atención a su infelicidad, es justo que sea
compadecido este género de personas, y que de ningún modo
sean injuriadas; porque el insultar sus calamidades, y añadir la
injuria al trabajo que tienen por su pobreza, sería tocar en lo
último de la crueldad.

Por esto un varón muy sabio, que atiende a la condición y
soberbia de la naturaleza humana, y tiene bien conocida la
índole de la pobreza, capaz de acobardar el ánimo más
generoso e inducirlo a despojarse de la vergüenza y arrojarlo a
pedir muchas veces unas mismas cosas; para que ninguno que
se ve acosado de los pobres, se mueva a ira, y quien debe
socorrerlos, irritado de verse continuamente envestido de ellos,
no se haga su enemigo; lo invita a ser apacible y de fácil
entrada a los necesitados, diciendo: [64]"Inclina de buena gana
tus orejas al pobre y respóndele con mansedumbre palabras de
paz". Dejando a un lado a aquél que puede ser ocasión de
impaciencia, (porque, ¿qué se puede decir a un infeliz, que
yace en la miseria?) habla sólo con el que puede soportar su
enfermedad, exhortándole, a que antes de darle nada, lo alivie
con el agrado de su semblante y con la mansedumbre de las
palabras.

Si hubiere, pues, alguno que no usurpe lo que está destinado
para el sustento de las viudas; pero que las injurie y se irrite
contra ellas, cargándolas de afrentas; no solamente no alivia
con su liberalidad la tristeza que nace de la miseria, sino que
con las injurias hace el mal mucho mayor.

Pues por la necesidad en que las pone la falta de alimento, se
ven ciertamente en la precisión de ser muy descocadas; pero
con todo, sienten semejante violencia. Cuando, por temor del
hambre se ven obligadas a mendigar; y por mendigar, a ser
descaradas; y por ser así, a dejarse cargar de mil villanías, se
apodera de su ánimo una violenta melancolía, y que de mil
diversos modos las cubre de una gran oscuridad. Es, pues,
necesario que el que tiene a su cargo el cuidado de éstas, esté
dotado de un espíritu tan elevado, que no solamente no
aumente trabajo a su ánimo con la indignación y enojo; sino que
por medio de sus exhortaciones y consuelos mitigue la mayor
parte del dolor que tienen en su desdicha.

Porque así como aquél que es ultrajado, aunque sea
socorrido largamente, no siente la utilidad del dinero, por la
herida que le causó el ultraje; así aquél, que tratares con
humanidad y blandura, si juntamente con el consuelo recibe
alguna dádiva, se alegra y se regocija, y lo cuenta por don
doblado, en atención al buen modo con que se le ha dado. Ni yo
digo esto por propia autoridad, sino por la de aquél, que ha
dado las advertencias que quedan dichas: [65]"Hijo mío, dice él,
no quieras poner ultraje en los beneficios, ni en algún don la
aspereza de palabras. ¿No es verdad, que el rocío hace pasar
el ardor? pues así son mejores las palabras que el don. Mira
como las palabras son un bien mayor, que el mismo don; y uno
y otro se halla en un hombre dotado de gracia".

El que está destinado para estas cosas ha de ser adornado,
no sólo de suavidad de costumbres, y de paciencia, sino que ha
de hacer al mismo tiempo de sabio ecónomo; porque si le falta
esta cualidad, quedarán expuestos al mismo desfalco los
caudales de los pobres. Hubo uno, a quien estaba encargado
este ministerio; el cual, habiendo juntado una gruesa suma de
dinero, en la realidad no lo gastó consigo mismo, ni tampoco
con los pobres, a excepción de una pequeña cantidad, sino que
ocultaba la mayor parte, enterrándola; hasta que sobreviniendo
un contratiempo, puso todo aquel dinero en manos de los
enemigos. Se necesita, pues, de una grande providencia, para
que ni sobren, ni tampoco hagan falta las facultades de la
Iglesia. Es, pues, necesario, que todas las rentas se repartan
prontamente entre los pobres y conviene tener depositados los
tesoros de la Iglesia en la buena voluntad de los súbditos.

Y por lo que toca al hospedar los peregrinos y a las
curaciones de los enfermos, ¿cuánto consumo de dinero crees
tú que pide esto, y cuánta diligencia y prudencia en quien tiene
el cuidado? porque aquí el gasto no es inferior al que queda
dicho, y muchas veces es mayor; y se necesita, que el que
preside, sea un provisor adornado a un tiempo de piedad, y de
prudencia para disponer a los que tienen facultades a que
ofrezcan a porfía, y sin pena, lo que poseen, cuidando de no
ofender los ánimos de los bienhechores, al paso que solicita
proveer al alivio de los enfermos. Se necesita, pues, que
manifieste en esta ocasión una magnanimidad y atención mucho
mayor; porque los enfermos son en cierto modo una cosa llena
de fastidio, y sin acción. Y si por todas partes no se aplica una
gran diligencia y cuidado; basta un descuido, aun en lo mínimo,
para ocasionar gravísimos males a los enfermos.


XVII.
Por lo que toca al cuidado de las vírgenes, es tanto mayor el
temor, cuanto es este un bien más precioso, y el rebaño más
digno de un rey que los otros; pero habiéndose introducido
ahora en el coro de estas santas una infinidad de gente llena de
innumerables males, el trabajo se hace más difícil. Pues así
como no es lo mismo el pecado de una doncella noble, que el
de su sierva; así tampoco el de una virgen, y el de una viuda:
porque éstas tienen por una cosa indiferente el usar de las
burlas, el injuriarse mutuamente, el adular, el ser descaradas, el
dejarse ver por todas partes, y el andar vagueando por la plaza;
pero la virgen se ha impuesto mayores obligaciones: es
emuladora de la filosofía celestial, y hace profesión de
representar en la tierra el modo de vivir de los ángeles; y su
propósito es, hacer, vestida de esta carne, aquéllo que hacen
las potestades incorpóreas. No le conviene hacer frecuentes e
inútiles salidas de casa, ni se le permite emplearse en discursos
vanos y fuera de propósito, debiendo ignorar aun el nombre de
las villanías y de la adulación.

Por esto tiene necesidad de una guardia muy segura y de
mayor atención, porque el enemigo de la santidad está siempre
alerta y les pone asechanzas pronto a devorarlas, si acaso
desliza alguna, o cae. Además muchos hombres procuran
seducirlas, juntándose a todos estos el furor de la naturaleza, y
por decirlo en una palabra, tiene que estar preparada a
sostener dos guerras; una que la asalta exteriormente, y otra
que la turba por la parte interior.

Por esto, grande debe de ser el temor de quien tiene sobre sí
este cuidado, esperándole mayor peligro y dolor si acaeciese (lo
que jamás suceda) alguna cosa que no se quiere: [66] "porque
si una hija escondida, ocasiona vigilia a un padre, y el cuidado
que tiene de ella, aparta el sueño de sus ojos"; siendo tan
grande su temor, o de que sea estéril, o de que se le pase la
edad de poderse casar, o de que pueda ser odiada de su
marido: ¿qué padecerá aquél, que no tiene el pensamiento
puesto sobre alguna de estas cosas, sino de otras mucho
mayores? Porque aquí no se trata del desprecio de un marido,
sino del que se hace al mismo Cristo: ni la esterilidad se reduce
solamente a oprobios, sino que el mal va a terminar en la
perdición del alma. [67]"Porque todo árbol, dice la Escritura, que
no da buen fruto, es cortado, y se arroja al fuego." Y a la que es
aborrecida por el esposo, no basta tomar libelo de repudio, y
retirarse; si no que le dan por pena del odio un eterno castigo.

Y el padre natural tiene muchas cosas, que le hacen fácil la
custodia de la hija; porque la madre, la ama, la multitud de los
criados, y la seguridad de la casa, sirven al padre de socorro
para guardar más fácilmente la virgen. Ni se le permite salir en
público de continuo, ni cuando sale tiene necesidad de hacerse
ver de todos los que la encuentran; siendo cierto, que no menos
la oscuridad de la tarde, que los muros de la casa, pueden
ocultar a la que no quiere dejarse ver. Fuera de que no tiene
pretexto alguno, por el que esté obligada a comparecer delante
de los hombres. Porque ni el pensamiento de las cosas
necesarias, ni los ultrajes de los hombres injuriosos, ni alguna
otra causa semejante, la pone en necesidad de tal encuentro,
sirviéndole el padre por todos. A ella sólo le queda un cuidado,
que es no hacer ni decir cosa que sea indigna de su persona, ni
de la honestidad que le conviene.

Pero aquí son muchas las cosas, que hacen al padre
espiritual difícil, o tal vez imposible la custodia; porque ni puede
tenerla consigo dentro de casa, por no serle decente, ni sin
peligro semejante cohabitación. Y aun cuando de aquí no
sintiesen daño, y guardasen constantemente una sincera
santidad, deberían, no obstante, dar cuenta de aquellas almas
que habían escandalizado del mismo modo que si entre sí
hubieran pecado. Ahora, siendo esto imposible, no se pueden
fácilmente conocer los movimientos del alma, ni cercenar las
cosas que brotan superfluamente, ni cultivar mejor las que
están en buen orden, y proporción, reduciéndolas a mejor
estado: ni es fácil tampoco indagar las salidas de casa; porque
la pobreza y el desamparo en que se halla, no le permiten
inquirir sutilmente la honestidad que le conviene. Estando
obligada a hacer por sí todas las cosas, tiene con esto muchos
pretextos de salir de casa, si no quiere vivir honestamente. Y es
necesario, que el que la manda, esté continuamente dentro de
ella, y corte estas ocasiones, atendiendo a proveerlas de todo
lo necesario, y de una mujer, que la sirva en estas cosas. Es
necesario tenerla lejos de los funerales y de las vigilias
nocturnas; porque sabe aquella astutísima serpiente, sabe
sembrar su veneno por medio aun de las obras buenas. Y se
necesita, que la virgen por todas partes esté cercada de un
muro y que salga pocas veces de casa en todo el año, y
solamente cuando la obliguen motivos inevitables y forzosos.

Y si alguno dijere que ninguna de estas cosas es obra que
debe tratar el obispo, sepa que en cada una de ellas, los
cuidados y las culpas recaerán sobre él. Es, pues, mejor, que
manejándolo por si todo, se libre de los cargos, que es
necesario vengan sobre él por los delitos de los otros; y que
dejada a otros la administración, tenga que temer dar cuenta de
lo que otros hicieron.

Fuera de esto, el que todo lo maneja por sí, fácilmente
ejecuta todas las cosas; pero el que es obligado a hacer esto, a
fuerza de persuadir los pareceres de todos, no consigue el
quedar libre de dar por sí tanto alivio, cuantas son las
inquietudes y turbaciones que le ocasionan los que se le
atraviesan y contrastan sus sentimientos.

No podría yo reducir a número todos los cuidados que se
requieren sobre las vírgenes; porque aun cuando debe hacerse
la elección de ellas, el que tiene a su cargo este ministerio no
tiene que atender a un negocio de poca consideración.

La parte que pertenece a los juicios encierra infinitas
molestias, un grandísimo trabajo y tantas dificultades, cuantas
no sostienen los jueces seculares; porque el hallar lo justo no
es pequeña dificultad; y aun después de hallado, es difícil el no
violarlo. Y no solamente aquí se encuentra trabajo y dificultad,
sino un peligro no pequeño; porque algunos de los más
enfermos, después de haberse enredado en pleitos y negocios,
hicieron naufragio en la fe por no tener quien los socorriese.
Muchos también de los que recibieron alguna injuria aborrecen
a los que no les dan auxilio, del mismo modo que a los que los
injuriaron; ni quieren hacerse cargo del desorden de las cosas,
ni de la dificultad de los tiempos, ni de la cortapisa que tiene la
potestad sacerdotal, ni de otra semejante, sino que son jueces
inexorables, y que no entienden de otra defensa, sino de verse
libres de los males de que se hallan oprimidos; y aquél que no
puede ponerlos en libertad, aunque exponga mil motivos, de
ningún modo podrá escapar de que le condenen.

Pero supuesto que he hecho mención de lo que es patrocinio,
espera te declararé otra causa que hay de quejas; porque si el
que posee un obispado no va rodando cada día por todas las
casas, más aun que los que no tienen otra ocupación, se le
originarán de aquí disgustos increíbles. Y no sólo sucede esto
con los que están enfermos, sino también con los sanos,
deseando ser visitados por el obispo, inducidos, no de algún
motivo de religión, sino que por la mayor parte pretenden esto
por honor y por dignidad. Si alguna vez sucede que lo haga con
más frecuencia con alguno de los más ricos y poderosos por
pedirlo así alguna necesidad urgente en utilidad del común de
la Iglesia, sin otra reflexión se le apropia la reputación de
lisonjero y adulador.

¿Y qué hablo yo de patrocinios, y de visitas? solamente por
las salutaciones, cargan sobre él un tan grande peso de quejas,
que oprimido muchas veces, se ve abatido por la tristeza.
Deben dar cuenta aun de sus miradas; porque el vulgo examina
con sutileza sus acciones, aun las más sencillas, y consideran el
tono de la voz y el gesto del semblante, y miden la cantidad de
la risa. A fulano, dice alguno, se le ha sonreído y le ha saludado
con un semblante alegre y en voz alta; pero a mí, solamente de
paso y por encima; y si estando muchos sentados no vuelve la
vista cuando habla a todas partes, reciben esto los demás como
un ultraje. ¿Quién, pues, que no tenga un espíritu muy robusto,
podrá resistir a tantos acusadores, ya sea para quedar libre
enteramente de sus cargos, o para poder desembarazarse de
ser culpado? Porque es necesario no tener acusadores, mas si
esto es imposible, conviene dar descargo a los delitos que se le
acumulan. Y si aun esto no es fácil porque algunos encuentran
su gusto en acusar temerariamente y sin consideración, se
necesita resistir generosamente a la tristeza de sus quejas.

El que es acusado justamente, soporta con facilidad al que le
acusa; porque no habiendo acusador más acervo que la misma
conciencia, si éste nos sorprende primero, que es el más
terrible de todos, sufrimos más fácilmente a los acusadores
externos, en quienes se halla mayor suavidad.

Pero aquél en quien no se halla conciencia de algún hecho
malo, cuando es acusado injustamente se deja llevar con
prontitud por la ira, y con facilidad pierde el ánimo, si por otra
parte no está bien preparado de antemano para soportar las
manías del vulgo. Porque no es posible, no, que deje de
inquietarse aquél que es temerariamente calumniado y
condenado, y que no sienta en sí algún movimiento a la vista de
una cosa tan poco razonable.

¿Y quién podrá contar los dolores que padecen, cuando es
necesario separar a alguno del cuerpo de la Iglesia? ¡Ojalá el
mal se quedase sólo en dolor! pero al presente se experimenta
una ruina no pequeña. Hay, pues, que temer, no sea que
castigado más de lo justo, no padezca lo que dejó dicho San
Pablo; esto es, "que quede anegado de la abundancia del
dolor".

Extremada diligencia se necesita aquí también, para que no
se le convierta en ocasión de mayor daño, lo que había de ser
motivo de su alivio: porque el médico que no hubiere cortado
bien la herida, tendrá parte en la ira que corresponde a cada
uno de los pecados que cometiere aquél, después de
semejante curación. ¿Cuántos castigos no puede temer,
cuando se le pida cuenta, no solamente de los pecados en que
por sí mismo ha incurrido, sino cuando se vea puesto en el
último riesgo por lo que hicieron los otros? Y si tememos por la
cuenta que hemos de dar por nuestros propios pecados, como
que no podremos escapar de aquel fuego, ¿qué no podrá temer
ha de sufrir, aquél que tenga que defenderse de tantas cosas?
En confirmación de esta verdad, oye a San Pablo, o mejor diré,
al mismo Cristo, que hablaba en él: "Obedeced a vuestros
superiores y estadles sujetos, porque ellos velan sobre vuestras
almas, como que han de dar cuenta de ellas".

¿Te parece de poca consideración el temor que consigo lleva
esta amenaza? no es fácil decir cuan grande sea. Ahora bien,
todas estas cosas bastan para persuadir a los más tercos y
obstinados que esta huida la hemos hecho, no sorprendidos de
algún motivo de soberbia o vanagloria, sino solamente temiendo
a nosotros mismos y atendiendo a la suma gravedad del
ministerio.

........................
35. Exod. 28. Véase la misteriosa explicación de todos estos ornamentos
en Agustín Calmet y en el Tabernaculum foederis de Bernardo Lamy.
36. Sólo el Sumo Sacerdote entraba una vez al año en lo interno del
Santuario, en la Fiesta de la Expiación.
37. II Cor. III. 10.
38. 3 Reg. 18. f.
39. Mat. 18. 18.
40. Joan. 20. 23.
41. Jo. V. 22.
42. Joan. 3. 5.
43. Jo. 4. 52.
44. Lev. 14.
45. Numer. 16. Estos fueron Core y Abiron, los cuales movieron una
sedición contra Moisés y Aarón, pretendiendo serles iguales; pero la
tierra, que se abrió bajo de sus pies y los tragó vivos, castigó su
soberbia.
46. Jacob. V. 14.
47. 2. ad Cor. 12. 2.
48. I Cor. 2. 5.
49. 2 Cor. 11. g.
50. Rom. 9. 3.
51. I Cor. 14. 34.
52. I. Tim. 2. 12.
53. I Cor. 14. 34.
54. I Tim. 3. a.
55. Mat. V. 11.
56. I. Tim. 3. 2.
57. Matth. 5. 22.
58. Prov. XV. 1.
59. Daniel. 3. c.
60. 1 Cor. 12. 26. Las palabras del Apóstol son estas: Et sive patitur
unum membrum, compatiuntur omnia membra: sive glorificatur unum
membrum, congaudent omnia membra.
61. I Cor. 2. 11.
62. Mat. 26. 67. Philip. 11. 7.
63. Ezech. 18. 23. y 23. 33.
64. Ecles. 4. v. 8.
65. Ecl. XVIII. 15.
66. Eccl. 42. 9.
67. Matth. 3. 10.

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