lunes, 5 de enero de 2015

LIBRO IV.

I.
Oídas estas cosas por Basilio, y permaneciendo en silencio
algún rato, dijo: Sería razonable ese temor, si tú hubieras
solicitado ambiciosamente esta dignidad; porque aquél que se
juzga idóneo para manejar este empleo, solicitando el
obtenerlo, después que le ha sido confiado no puede recurrir al
pretexto de su ignorancia en lo que errare; porque
anticipándose con el correr precipitadamente a arrebatar este
ministerio, él mismo se privó de esta defensa. Ni podrá tampoco
alegar, por haberse introducido en él voluntariamente, y por su
gusto: yo, sin querer, he faltado en esto, involuntariamente he
destruido este negocio. Podrá en semejante ocasión replicarle,
el que fuere su juez, sobre este punto: ¿pues cómo, sabiendo
tu propia insuficiencia, y no teniendo ciencia bastante para
manejar, sin errar, un tal ministerio, te apresuraste y atreviste a
tomar sobre ti cosas tan superiores a tus fuerzas? ¿Quién te
violentó? ¿Quién por fuerza te arrastró, resistiéndolo tú y
huyendo?
Pero tú no podrás oír jamás alguna de estas cosas; porque ni
reconoces semejante delito, y por otra parte es notorio a todos,
que ni poco, ni mucho has solicitado este honor, sino que lo has
tenido por la solicitación de otros. Ahora bien, lo que impide a
aquéllos el tener perdón en lo que pecaren, te da a ti materia
muy cumplida para tu defensa.

Juan: Al oír yo estas razones, moviendo la cabeza, y
sonriéndome blandamente, admiré la sencillez de este hombre y
le respondí de esta suerte: quisiera yo verdaderamente, ¡oh
amigo!, a quien entre todos más estimo, que la cosa pasase
como dices; aunque no para poder aceptar este ministerio, que
ahora he rehusado; porque aunque no me esperase castigo
alguno por gobernar sin atención y sin ciencia el rebaño de
Jesucristo; con todo, habiéndome sido confiadas cosas de tan
grande peso, tendría por la pena más terrible, el haber de
comparecer tan indigno a vista de aquél que me lo confió.

¿Por qué, pues, te parece que desearía yo, que no fuese
falsa esta tu opinión? no por otro motivo, sino para que puedan
aquellos infelices y desgraciados (así conviene llamar a los que
no hallan el modo de administrar bien este empleo, aunque tú
digas mil veces, que han sido llevados por fuerza y que pecan
por ignorancia) para que puedan, digo, librarse de aquel fuego
inextinguible, de aquellas tinieblas exteriores, del gusano que
nunca muere, para que no sean separados de los escogidos, y
confundidos con los hipócritas. ¿Pero qué quieres que te haga?
La cosa no es así, no.

Si quieres, comenzaré, para confirmación de lo que llevo
dicho, a probar esto por el reino, que en la aceptación divina,
no es de tanta consideración como el sacerdocio. Aquel Saúl,
hijo de Cis, no fue hecho rey porque él lo solicitase; sino que
habiendo salido en busca de unas borricas, se fue al profeta
para preguntarle sobre ellas. Este le introdujo en discursos
sobre el reino; y ni aun así, aunque lo oía de la boca de un
profeta, corrió al reino ambiciosamente, sino que se retiraba y lo
rehusaba diciendo: ¿Pues quién soy yo, y qué consideración
merece la casa de mi padre? ¿Pues qué? Después de haber
usado mal del honor que Dios le había dado, pudieron acaso
librarle del enojo de quien le había elegido rey, estas palabras
de disculpa con que podía responder a Samuel cuando le
reprendía: ¿por ventura, he corrido yo por mí al reino? ¿acaso
he solicitado yo este imperio? Yo quería tener una vida
particular, tranquila y sin cuidados; tú eres el que me has
arrastrado a esta dignidad; si yo hubiera permanecido en
aquella humildad, me hubiera librado fácilmente de estos
encuentros porque siendo uno de tantos, y sin nombre, no
hubiera sido enviado a esta empresa, ni Dios me hubiera
encomendado la guerra contra los amalecitas; y no habiendo
tenido esta comisión, tampoco hubiera incurrido en este
pecado. Pero todas estas cosas son débiles para la defensa; y
no solamente débiles, sino muy peligrosas, y que encienden
más y más la indignación divina; porque habiendo sido honrado
sobre su mérito, no debía oponer la grandeza del honor
recibido por defensa de sus pecados, sino servirse como de
motivo para aprovecharse más y más del gran favor que Dios le
había hecho. Aquél, pues, que por haber obtenido una dignidad
mayor de lo que le convenía juzgaba que por esto mismo le era
lícito pecar, daba a entender que la clemencia divina era sola la
causa de sus pecados. Es lo que acostumbran decir los impíos
y los que viven sin cuidado alguno de su salvación; pero
nosotros no debemos tener iguales sentimientos, ni incurrir en
la misma locura de estos tales, sino procurar por todas partes
poner por obra todo lo que alcancen nuestras fuerzas;
manteniendo igualmente religiosa nuestra lengua y nuestro
pensamiento.

Y dejando ahora a un lado el reino; pasemos al sacerdocio
que es del que tratamos. Bien cierto es que Helí no procuró
obtener esta dignidad. [68]¿Pero de qué le sirvió esto cuando
pecó? ¿Y qué digo para obtenerla? No podía por la necesidad
de la ley, rehusarla aunque quisiese. Siendo de la Tribu de
Levi, necesariamente había de recibir una potestad que le
venía por sucesión de sus mayores. Con todo, no fue pequeño
el castigo que experimentó por la insolencia de sus hijos. Y
aquél que fue el primer sacerdote de los hebreos, de quien tuvo
Dios con Moisés tantos discursos, después que no pudo resistir
sólo al furor de tan grande muchedumbre, ¿no es cierto que
estuvo para perderse, si la interposición de su hermano no
hubiera mitigado la divina indignación? Y por cuanto hemos
hecho aquí memoria de Moisés, no será malo demostrar la
verdad de este discurso, por lo que a él le sucedió. [69]Este
mismo bienaventurado Moisés estuvo tan lejos de pretender el
principado de los judíos que aun habiéndoselo dado, lo
rehusaba; y aun mandándoselo Dios, lo resistía: y esto fue con
tanto extremo que irritó al mismo que se lo daba. Y no
solamente entonces, sino también después cuando se hallaba
ya en el principado, hubiera con gusto escogido la muerte por
librarse de él: [70]"Mátame, dijo, supuesto que quieres tratarme
así".
¿Pues qué, después que pecó al agua, pudieron estas
continuadas resistencias servirle de defensa y mover a Dios
para que le perdonase? ¿Y por qué otro motivo fue privado de
la tierra prometida? Por ningún otro, como todos sabemos, sino
por este pecado, por el que aquel maravilloso varón no pudo
conseguir lo que lograron sus súbditos. Sino que después de
tantos trabajos, y calamidades, después de extravíos tan
inmensos, después de las guerras, y trofeos, murió lejos de
aquella tierra por la que había sufrido tantas fatigas; y habiendo
pasado los trabajos del mar, no pudo gozar de los bienes del
puerto.

¿Ves, pues, como no queda algún lugar de defensa en las
cosas en que pecaren, no solamente a los que arrebatan este
ministerio, sino a los que llegan a él por la solicitación y empeño
de otros? Porque si aquéllos que rehusaron muchas veces a
Dios, que los escogía, fueron castigados con tanto rigor; e
igualmente ninguna cosa pudo librar de aquel peligro, ni a [71]
Aaron, ni a Heli, ni a aquel bienaventurado Varón, Santo,
Profeta, [72]admirable, el más humano de cuantos hombres se
hallaban en la tierra, a aquél que como un amigo hablaba con
Dios; mucho menos a nosotros, que estamos tan distantes de
su virtud, podrá servir de defensa el conocimiento de que no
hemos solicitado esta dignidad; particularmente proviniendo la
mayor parte de estas elecciones, no de la gracia de Dios, sino
de los empeños de los hombres.

[73] Dios eligió a Judas, lo puso en aquel santo colegio
dándole juntamente la dignidad de apóstol y aun le añadió
alguna cosa más que a los otros; esto es, la administración del
dinero. ¿Pues qué, pudo huir del castigo por haber usado mal
de uno y otro, vendiendo al mismo que le había encargado que
le predicase y administrando mal el dinero que se le había
confiado? No por cierto; antes bien esto mismo fue lo que le
fabricó un castigo más severo, y con justa razón: porque no es
justo abusar de los honores recibidos de Dios para ofenderle;
sino que se deben emplear en agradarle mayormente.

El que habiendo sido promovido a una honra mayor que su
mérito pretende por esto librarse del castigo que merecen sus
excesos se conduce igual que alguno de los incrédulos judíos
que al escuchar a Cristo decir: [74]"Si yo no hubiera venido y no
les hubiera hablado, no tendrían algún pecado; y si yo no
hubiese hecho entre ellos milagros, que ningún otro ha hecho,
no tendrían pecado" acusa al salvador y bienhechor diciendo:
¿por qué has venido y has hablado? ¿por qué hiciste milagros?
¿acaso para castigarnos con más rigor? Pero estas son
palabras del último furor y locura. El médico no vino para
condenarte, sino para curarte; no para desecharte enfermo,
sino para librarte enteramente de la enfermedad. Tú mismo
voluntariamente te has escapado de sus manos. Recibe, pues,
un castigo más grave. Y del mismo modo que si te hubieras
sujetado a la cura, te hubieras librado aun de los primeros
males; así, porque huiste de él, teniéndole presente, no podrás
ya lavar estas culpas; y no pudiendo lavarlas, serás castigado
por esto; y también porque cuanto estuvo de tu parte, hiciste
inútil el trabajo del médico. Por esto no recibirás igual castigo,
sino mucho mayor que antes de haber sido elevado por Dios a
tales honores. El que no se mejora con los beneficios recibidos,
es justo que sea castigado con mayor rigor. Y por cuanto he
demostrado que para nosotros es de poca fuerza esta defensa;
y que no sólo no salva a los que recurren a ella, sino que los
hace más reos, es necesario buscar otro refugio.

Basilio: ¿Cuál será éste? yo ya no puedo estar en mí: tan
turbado y tan lleno de temores me han dejado tus palabras.


II.
Crisóstomo: No quieras, respondí, te ruego y suplico, no
quieras abatirte tanto. Queda aún, sí, algún refugio. Para
nosotros que somos débiles, lo es el no entremeternos de modo
alguno en semejante dignidad; y para vosotros fuertes, el de no
tener puestas las esperanzas de vuestra salud en otra cosa
alguna, sino en no hacer, después de la gracia de Dios, cosa
que sea indigna de este don, ni de Dios, que lo dio. Serían sin
duda dignos del mayor castigo, aquéllos que habiendo
conseguido esta dignidad por ambición y por solicitación
abusasen de ella, o por pereza, o por malicia, o por falta de
ciencia. Pero no por esto queda algún perdón a los que no la
solicitaron; antes bien quedan estos privados de todo lugar de
defensa.

Conviene, pues, según yo entiendo, que aunque sean
millares los que te llamen y estimulen, no atiendas a lo que te
dicen; sino que examinando antes las fuerzas de tu alma y
haciendo de todo un examen diligente, cedas de este modo a
los que te hicieren fuerza. Ninguno se atrevería a hacer fabricar
una casa sin ser arquitecto; ni otro que ignorase la medicina, se
atrevería a tocar los cuerpos enfermos; y aunque fuesen
muchos los que quisiesen obligarle a esto, se excusaría, y no
tendría vergüenza de confesar su ignorancia.
¿Y el que ha de tomar a su cargo el cuidado de tantas almas,
no entrará primero en cuentas consigo mismo? ¿aunque se
reconozca el más inútil de todos, recibirá el ministerio porque
fulano lo manda; porque el tal le hace fuerza, y por no ofender a
aquél otro? ¿Cómo, pues, no podrá caer juntamente con ellos
en una ruina manifiesta? ¿Por qué, pudiendo conseguir por sí
mismo la salud, junta a su propia ruina la de otros? ¿de dónde,
pues, puede esperar la salud? ¿dónde hallar el perdón?
¿quiénes serán los que intercederán entonces por nosotros?
¿Acaso aquéllos que al presente nos violentan y nos llevan por
fuerza? ¿y quién en este tiempo los salvará a ellos mismos?
Aun ellos tienen necesidad de otros para escapar del fuego
eterno.

Ahora, para que veas que yo no te digo esto por espantarte,
sino porque en la realidad es así, oye lo que dice San Pablo a
su discípulo Timoteo, su verdadero y amado hijo: [75]"No
pongas inconsideradamente las manos sobre alguno, porque
no tengas parte en los pecados ajenos". ¿Ves tú de cuanta, no
digo reprensión, sino castigo, hemos librado, a lo menos cuanto
estuvo de nuestra parte, a los que querían conducirnos a este
grado?

Y así como a los que han sido elegidos, no basta para su
defensa el decir: "yo no he venido llamado por mí, y no lo he
rehusado, porque no lo he previsto"; así tampoco puede
aprovechar a los electores la excusa de que no tenían
conocimiento del elegido; antes bien por esto mismo se hace
mayor su culpa porque elevaron a tal grado al que no conocían;
y lo que parecía defensa, agrava mucho más la acusación.

¿Cómo, pues, no será una cosa absurda, que los que
quieren comprar un esclavo, lo hagan ver a los médicos, pidan
fiadores de la venta, pregunten a los vecinos; y aun después de
todo esto no se fían, sino que quieren mucho tiempo para la
prueba; y que los que han de destinar a alguno a un tan gran
ministerio; sin reflexión, y como sale, formen su testimonio, y
juicio, según el favor u odio de otros, sin hacer otro examen
alguno? ¿Quién, pues, nos librará entonces de la pena, si los
que debían protegernos, necesitan de patrocinio?

Conviene, pues, que el elector haga un examen muy atento;
pero mucho mayor ha de ser el que debe hacer el elegido,
porque aunque tenga a los electores por compañeros en el
castigo de los pecados, no por eso quedará él libre de la pena;
antes la tendrá mayor, si no es que aquéllos por algún motivo
humano hubieren obrado contra su dictamen y contra la propia
razón. Porque si incurrieren en semejante pecado, y
conociendo a alguno por indigno, por algún motivo particular le
hubiesen promovido, serán castigados igualmente los unos y
los otros, y aun con más severidad aquéllos que han promovido
a un indigno. Aquél que da la potestad a uno que quiere
corromper la Iglesia tendrá la culpa de todos los males que se
atreviere a ejecutar.

Pero si la conciencia no le acusa de alguna de estas cosas,
sino que dice haber sido engañado de la opinión del vulgo; no
por esto queda libre de la pena, sino que tendrá un castigo algo
menor que el elegido. ¿Pues por qué esto? porque no es
extraño que los electores, engañados de una falsa opinión,
vengan a este paso; pero el que ha sido elegido, no podrá
decir: "yo no me conocía", como lo pueden decir de él los otros.
Así como deberá ser castigado más gravemente que aquéllos;
así, es necesario que haga una prueba más rigurosa de sí
mismo. Y si aquéllos por ignorancia le quieren promover,
sálgales él al encuentro e infórmeles por menor de todas las
causas que puedan sacarles del error, y manifestándose
indigno del ministerio, huya el grave peso de negocios tan
grandes.

¿Cuál es, pues, la causa, de que debiéndose deliberar sobre
una expedición militar, sobre el comercio, sobre la agricultura, y
otras cosas semejantes que pertenecen a la vida humana, ni el
labrador elegiría el oficio del marinero, ni el soldado el del
labrador, ni el piloto el del soldado, aunque les amenazasen con
mil muertes? No por otra cosa, sino porque cada uno prevería
el peligro que sobrevendría por su ignorancia.

Ahora bien, donde el daño es de cosas de tan poca monta,
usaremos de tanta providencia, y de ningún modo cederemos a
la violencia de los que nos quieren hacer fuerza; y donde
espera un castigo eterno a los que no saben manejar el
sacerdocio, sin consideración, y como ocurre, hemos de
entrarnos en un peligro tan grande, dando por pretexto la
violencia de otros? Pero no lo tolerará entonces el que nos
juzgará sobre tales cosas. Era debido que mostrásemos mayor
atención en las cosas espirituales que en las carnales; y ahora
se encuentra, que ni aun es igual la que ponemos.

Dime ahora por tu vida, si creyendo nosotros que un hombre
era arquitecto, no siéndolo, le llamásemos a trabajar, y él
viniese; y después tomando en las manos los materiales
prevenidos para la fábrica, destruyese las maderas,
quebrantase las piedras, y edificase la casa de tal modo, que
luego padeciese ruina; ¿le serviría a este de defensa, el haber
sido obligado por otros, y el no haber venido por su voluntad?
De ningún modo, y con mucha razón y justicia porque debía
rehusarlo, aunque otros le llamasen.

Pues ahora bien: si a aquél que destruye las maderas y las
piedras, no le queda alguna defensa para dejar de ser
castigado; el que precipitó las almas y edifica sin atención
alguna, ¿podrá persuadirse, que le basta la violencia ajena
para evitar el castigo? ¿No es esta una necedad muy grande?

No quiero añadir, que ninguno puede ser forzado, sino aquél
que quiere serlo. Pero concédase, que haya padecido una
inmensa violencia y artificios tan varios, que haya debido ceder.
¿Acaso esto le librará del castigo? No engañemos, por vida
nuestra, en una cosa tan grave y no finjamos ignorar lo que
saben muy bien hasta los más niños. Nada nos podrá
aprovechar al tiempo de dar las cuentas, el fingir esta
ignorancia. Tú no solicitaste el conseguir esta dignidad,
conociendo tu propia enfermedad. Muy bien está esto, pero se
necesitaba que con el mismo propósito la rehusaras, aun
cuando otros te llamasen. ¿Pues qué, cuando ninguno te
llamaba eras débil e inhábil; y ahora que se han hallado los que
te confíen este honor, de repente te has encontrado fuerte? es
cosa ridícula y digna del mayor castigo. Por esto exhorta el
Señor a aquél que quiere edificar una torre que no eche los
cimientos sin haber primero considerado las propias facultades,
para no dar a los que pasan mil ocasiones de burlársele. Y aun
en esto, el daño sólo llega hasta la burla. Pero aquí, el castigo
es un fuego inextinguible, un gusano que nunca muere; el
rechinar de dientes, las tinieblas exteriores, el ser weparado de
los escogidos y puesto en el número de los hipócritas.

Pero ninguna de estas cosas quieren reflexionar aquéllos que
nos acusan; pues de otra suerte dejarían de reprenderme,
porque no quise temerariamente condenarme.

No se trata ahora aquí de una administración de trigo, de
cebada, de bueyes, de ovejas, o de otras cosas semejantes,
sino del mismo Cuerpo de Jesucristo. La Iglesia de Cristo,
según San Pablo, es el Cuerpo de Cristo. El que la tiene a su
cargo, necesita reducirla a un buen estado y a una excelente
belleza, mirando por todas partes que no haya en alguna de
ella, ni mancha, ni arruga, ni lunar, ni otro vicio semejante que
pueda afear su honestidad y hermosura. ¿Y qué otra cosa debe
hacer finalmente, sino cuidar cuanto alcancen las fuerzas
humanas, que este cuerpo sea digno de aquella cabeza que
tiene encima, inmortal y bienaventurada?

Y si los que atienden a la buena complexión para la lucha,
tienen necesidad de médicos y de maestros de palestra, de una
dieta rigurosa, de un continuo ejercicio y de una atengión
inmensa: (porque cualquier cosa en ellos, por pequeña que
sea, descuidada, puede arruinarlo todo y echarlo por tierra)
aquéllos a quienes tocó la suerte de curar este cuerpo que ha
de combatir, no contra los cuerpos, sino contra las potestades
invisibles, ¿cómo podrán conservarlo sano y entero, si no
exceden de mucho la virtud humana y no saben todos los
medios útiles y proporcionados para curar un alma? ¿Ignoras,
acaso, que este cuerpo del que hablamos, está sujeto a más
enfermedades y asechanzas que lo que está nuestra carne y
que se corrompe más prontamente que aquélla, y recobra la
salud con más lentitud?


III.
Por lo que mira a los que curan los cuerpos, se ha
encontrado variedad de medicinas y diverso aparato de
instrumentos y alimentos convenientes a los enfermos. Júntase
a esto, que sola la cualidad de los aires ha bastado muchas
veces para dar la salud al enfermo; y alguna, el sueño que
sobrevino oportunamente libró al médico de todo trabajo.

Pero aquí, ninguna de estas cosas puede pensarse.
Solamente después del bien obrar, queda un arte y modo de
curar que es la doctrina por medio del discurso. Éste es el
instrumento, éste el alimento y éste el mejor temperamento de
aire; éste el que hace veces de medicina, de fuego, y de hierro;
y si se necesita cauterizar o cortar, de éste conviene servirse. Y
si éste no tiene alguna fuerza, todo lo demás es superfluo. Con
éste damos aliento a un alma abatida, la contenemos inflamada,
cortamos lo superfluo, suplimos lo que falta y hacemos todas las
otras cosas que sirven para la salud del alma.

Y a la verdad, para arreglar muy bien tu vida, puede la de
otro conducir a una igual imitación; pero si en el alma ha
entrado una enfermedad de doctrinas bastardas, aquí es muy
necesario el discurso, no sólo para la seguridad de los
domésticos, sino también para combatir contra los enemigos
externos. Porque si alguno tuviese la espada del espíritu y el
escudo de la fe de tal modo dispuesto que pudiese hacer
milagros, y por medio de prodigios cerrar la boca a los
maldicientes, no habría necesidad de valerse del discurso; o
por mejor decir, aun en este caso no sería inútil la fuerza y
eficacia de la palabra, sino antes bien muy necesaria. Y San
Pablo usó de ella, aunque por otra parte fuese admirado por
sus prodigios. Y otro del mismo colegio, exhorta a que se tenga
gran cuidado de esta facultad, diciendo: [76]"Estad siempre
prontos a defenderos con todo aquél que os pida razón de la
esperanza que hay en vosotros". Y todos, de común acuerdo,
en aquel tiempo no tuvieron otro motivo para encomendar a
Esteban y a sus compañeros el cuidado de las viudas, sino para
atender ellos libremente al ministerio de la palabra. Bien que no
deberíamos cuidar tanto de éste, si tuviéramos la virtud de
hacer milagros.

Y si no nos ha quedado ni aun señal de tal virtud, y por otra
parte nos oprimen de todos lados continuos enemigos, por
necesidad no nos queda otro recurso, sino el de pertrecharnos
bien de estas armas, ya para no quedar expuestos a los tiros de
los enemigos, ya también para poder herirles.


IV.
Por esto debemos poner la mayor atención, en que habite en
nosotros abundantemente la palabra de Cristo. No es una sola
la especie de pelea que nos está preparada; sino que es muy
variada esta guerra y compuesta de diversos enemigos. Ni
tampoco se sirven todos ellos de las mismas armas, ni
pretenden asaltarnos de un mismo modo. Es, pues, necesario
que quien quiera emprender esta batalla contra todos esté bien
informado de los artificios que todos usan; y que a un mismo
tiempo sea arquero, hondero, centurión, cabo, soldado y
capitán, caballero y peón, y práctico en las batallas navales y
en los sitios de las Plazas.

En los choques militares, cada uno en el empleo que ha
tomado, procura resistir a los que se le oponen; pero aquí no
sucede lo mismo. Aquél que pretende vencer, si no está
instruido en toda especie de artificios, sabe el demonio, por sola
una parte que encuentre abandonada, introduciendo sus
corsarios, arrebatar las ovejas; pero no así, cuando ve que el
pastor se halla bien pertrechado de toda ciencia y que conoce
muy bien sus asechanzas.
De aquí es que necesita fortificarse bien por todas partes.
Una ciudad que se halla bien guarnecida de muros por todos
lados se burla de los que la tienen sitiada, estando en gran
seguridad; pero si alguno rompe la muralla, aunque no sea más
que el espacio de una puertezuela, de nada le sirve todo el
restante contorno de los muros, aunque todo lo demás tenga la
mayor firmeza y seguridad. Del mismo modo sucede en la
ciudad de Dios. Cuando en vez de muro la cerca por todas
partes la industria y prudencia del pastor, todas las astucias de
los enemigos se les convierten en burla, y risa; y los que
habitan dentro, permanecen sin recibir daño alguno; pero si
alguno por una parte la hubiese podido derribar, aunque no la
eche toda por tierra; con todo de una parte (por decirlo así) se
pierde el todo.

¿Y qué será, si mientras pelea varonilmente contra los
gentiles, la despojan los judíos? ¿y si aun cuando ha vencido a
estos dos, la saquean los maniqueos? ¿y si aun después de
haber ahuyentado a éstos, degüellan las ovejas que están
dentro, aquéllos que introducen el hado? ¿y para qué referir
aquí todas las herejías del diablo? las que si no supiere rebatir
bien todas el pastor, podrá el lobo, por medio de una sola,
devorar gran parte de las ovejas.
Por lo que toca a los soldados, es necesario esperar siempre
que seguirá la victoria o la pérdida a aquéllos que están en pie
o que combaten. Pero aquí es todo muy al contrario; porque
muchas veces la pelea de otros, hizo vencedores, estándose
quietos y sentados, a los que, ni pelearon desde el principio, ni
han puesto la menor fatiga. Aquél que no teniendo gran
destreza se traspasa con su propia espada, da que reír a los
amigos y enemigos.

Procuraré ponerte claro lo que digo, con un ejemplo. Los que
son secuaces de las locuras de Valentino y de Marción, y los
que están tocados de la misma enfermedad, excluyen del
catálogo de las Escrituras Sagradas la ley que dio Dios a
Moisés. Los judíos hacen de ella tanto aprecio que no obstante
la prohibición del tiempo procuran con mayor tesón observarla
totalmente contra la voluntad de Dios. La Iglesia de Dios,
huyendo del extremo de unos y otros, ha tomado el camino
medio, y juzga que no debemos someternos al yugo de la Ley:
pero no permite que sea blasfemada; antes bien quiere que se
alabe, aunque haya cesado, porque fue útil allá en su tiempo.

Conviene, pues, que el que ha de combatir con unos y con
otros, siga esta misma moderación. Porque si queriendo instruir
a los judíos, que ya fuera de tiempo se hallan asidos de la
legislación antigua, comenzare a reprenderla sin medida, dará
ocasión, no pequeña, a aquellos herejes que quieran
vituperarla; y si después, pretendiendo tapar la boca a éstos, la
ensalzare sin término, y la celebrare, como si al presente fuera
necesaria, abrirá la boca a los judíos.

Del mismo modo, aquéllos que están cogidos del furor de
Sabelio, y los que padecen la rabia de Arrio, los unos, y los
otros se apartaron de la sana creencia por su poca moderación.
Unos, y otros tienen el nombre de cristianos; pero si alguno
examinare sus dogmas, hallará que aquéllos no son de mejores
sentimientos que los judíos y que difieren solamente en los
nombres; y que los últimos tienen mucha semejanza con la
herejía de Paulo de Samosato; pero que todos se hallan fuera
del camino de la verdad.

Gran peligro hay aquí; angosto y estrecho es el camino y
amenazado por uno y otro lado de precipicios; y hay no poco
que temer, que queriendo herir al uno, no lo seas del otro.
Porque si dijeres que es una la divinidad, luego arrastra Sabelio
este tu dicho a su modo loco de pensar; y al contrario, si
distingues, diciendo ser uno el Padre, otro el Hijo, otro el
Espíritu Santo, llega Arrio y aplica la distinción de las Personas
a la diversidad de la esencia. Es, pues, necesario detestar y
huir la impía confusión de aquél, y la loca división de éste
confesando ser una misma la divinidad del Padre, del Hijo, y del
Espíritu Santo, añadiendo tres Personas; porque de este modo
podremos, como oponiendo un muro, rebatir los asaltos del uno
y del otro.

Yo podría decirte otros muchos encuentros, en los que si no
combates con todo valor y cuidado, no podrás retirarte de la
pelea, sino después de haber recibido mil heridas.


V.
¿Y quién podrá contar las contiendas de los domésticos, que
no son inferiores a los asaltos de los externos? Antes bien
ocasionan mayor trabajo y sudor a aquél que enseña; porque
algunos, por demasiada curiosidad inconsideradamente y sin
reflexión, quieren indagar aquellas cosas de que sabidas no se
saca provecho alguno, ni tampoco es posible saberlas.

Otros al contrario piden cuenta a Dios de sus juicios y
pretenden medir aquella inmensa profundidad cuando tus
juicios, dice la Escritura, son un gran abismo.[77]

Y encontrarás pocos que cuiden de la fe y del modo de vivir;
y por el contrario, muchos empleados vanamente en escudriñar
cosas, que no es posible encontrar, y que no pueden buscarse
sin ofensa de Dios. Porque si pretendiéremos saber lo que Dios
no ha querido que sepamos, ni lo sabremos: (porque ¿cómo
podrá ser esto si Dios no quiere?) y lo que sacaremos de aquí,
será solamente el peligro que trae consigo el indagarlo. Pero
con todo, siendo esto así, si alguno con su autoridad cerrase la
boca a los que se ocupan en escudriñar estas cosas
inexplicables, se granjearía un concepto de soberbio y de
ignorante. Por esto conviene usar aquí de una gran prudencia,
para que el prelado pueda apartarlos de cuestiones tan vanas y
se libre de las acusaciones sobredichas.

Ahora bien, para todas estas cosas no se ha dado algún otro
socorro que el de la palabra y si alguno careciere de esta
facultad, las almas de los que le son súbditos, hablo de los más
enfermos y curiosos, no se hallarán en mejor estado que los
navíos agitados continuamente de tempestades. Por esto debe
el sacerdote hacer todo el esfuerzo posible para adquirir esta
facultad.


VI.
¿Por qué, pues, dijo Basilio, no se cuidó San Pablo de
aplicarse a esta virtud? pues no se avergüenza de la pobreza
de su elocuencia, sino que confiesa claramente ser un idiota. Y
esto escribiendo a los de Corinto que eran admirados por su
elocuencia y que se gloriaban de ella en extremo.

Crisóstomo: Esto mismo es, respondí yo, lo que ha perdido a
muchos y los ha hecho descuidados para que se instruyesen en
la verdadera doctrina; porque no habiendo podido enteramente
penetrar la profundidad del sentimiento de San Pablo, ni
entender el sentido de las palabras, permanecieron toda su
vida sumergidos en el sueño y en la omisión, abrazando esta
ignorancia; no ya aquélla de que dice San Pablo ser
comprendido, sino otra, de que estuvo tan lejos como lo puede
estar otro hombre de los que viven debajo de este cielo.

Pero cortemos por un rato este discurso. Yo entretanto digo
esto: concedamos que fuese idiota en la parte que estos
pretenden; ¿qué tiene esto que hacer con los hombres que al
presente conocemos?

Porque tuvo otra facultad mucho más eficaz que la palabra y
capaz de obrar cosas mayores. Con sólo presentarse y
permanecer en silencio era terrible a los demonios; y si en el
tiempo presente se juntasen todos los hombres con mil
oraciones y lágrimas no tendrían la eficacia que en otro tiempo
tuvo el ceñidor de San Pablo. Sólo con ponerse a orar,
resucitaba los muertos, y obraba tales prodigios que los gentiles
le tuvieron por un Dios; y antes de salir de esta vida, mereció
ser arrebatado hasta el tercer cielo y ser participante de
palabras, que no es lícito oír a la humana naturaleza.

Pero los que viven ahora... No quiero decir cosa que parezca
dura u odiosa; ni digo estas cosas por insultarles, sino
solamente admirado de que no les cause empacho el pretender
compararse con un hombre de esta clase. Porque si, dejando a
un lado los milagros, pasamos a contemplar la vida de aquel
hombre bienaventurado, y buscamos con atención sus
angélicas costumbres, conocerás que este atleta de Cristo
conseguía más victorias con esta que con los milagros.

¿Quién podrá contar su celo, su mansedumbre, los continuos
peligros, los frecuentes cuidados y afanes por amor de la
Iglesia, la compasión por los enfermos, las muchas
tribulaciones, las siempre nuevas persecuciones, las muertes
cotidianas? ¿Y cuál es el lugar del mundo habitado, qué tierra
firme, o qué mar, adonde no haya penetrado la noticia de los
combates de aquel hombre justo? Le ha conocido aun la tierra
que no se habita, pues le recibió muchas veces en sus peligros
y sufrió todo género de asechanzas, y por todo camino llegó a
la victoria, no conociendo el fin de combatir, ni de triunfar.

Pero yo no sé cómo me he dejado insensiblemente llevar a
hacer a tal hombre una injuria como esta. Porque sus obras
ilustres son sobre toda oración; y exceden tanto la mía, cuanto
me exceden los que sobresalen en la elocuencia. Con todo, ni
aun por esto (porque aquel hombre no me juzgará por el buen o
mal suceso, sino por mi sana intención) cortaré mi discurso
hasta haber dicho lo que es tanto mayor que todo lo que queda
referido, cuanto él es superior a todos los hombres. ¿Cuál,
pues, es esto? después de hechos tan ilustres, después de mil
coronas, deseaba ir al infierno y ser entregado a una pena
eterna, a trueque de que se salvasen y uniesen con Cristo los
judíos, que muchas veces, cuanto estuvo de su parte, le habían
apedreado y dado la muerte. ¿Quién es el que ha amado de
este modo a Jesucristo? si es que este debe llamarse amor, y
no alguna otra cosa más excelente que amor. ¿Y nos
atreveremos aun a comparar con él, después de haber tenido
de lo alto tanta gracia? ¿después de tan grande virtud que
manifestó de su parte? ¿Y qué cosa puede haber más
temeraria?

Pero procuraré demostrar también aquí, que no fue tan idiota
como éstos tales pretenden. Llaman éstos idiota, no solamente
a aquél que no está ejercitado en los encantos de la elocuencia
del siglo, sino también al que no sabe combatir por los dogmas
de la verdad. Y piensan bien, pero San Pablo no dice ser idiota
en las dos cosas, sino solamente en una. Y para confirmar esto,
hizo una cuidadosa distinción, diciendo ser idiota, no en el
conocimiento, sino en la palabra. Ahora bien, si yo aquí pidiese
la dulzura de Isócrates, la vehemencia de Demóstenes, la
gravedad de Tucídides y la sublimidad de Platón, podrían en tal
caso citarme el presente testimonio de San Pablo. Pero yo dejo
a un lado todas estas cosas, y el escrupuloso y buscado ornato
de los paganos ni me cuido de la frase, ni de la elocución.

Y se conceda también la pobreza de la oración, y la
composición sencilla y desnuda de las voces; solamente no se
encuentre algún idiota en el conocimiento exacto de los
dogmas, ni tampoco para ocultar su descuido y omisión, quiera
defraudar a aquel hombre bienaventurado del mayor de los
bienes y de la principal de sus alabanzas.


VIII.
Oye, pues, lo que dice escribiendo a su discípulo:
[78]"Atiende a la lección, a la exhortación, a la doctrina", y
añade después el fruto que proviene de esto, diciendo: [79](b)
"Porque haciéndolo, te salvarás a ti mismo, y a los que te
escuchan". Y en otro lugar: "No debe un siervo del Señor
altercar, sino ser apacible con todos, capaz de enseñar,
sufrido".
Y pasando adelante: [80]"Tú permanece constante en las
cosas que has aprendido, y que se han confiado a tu fe,
sabiendo de quién las has aprendido, y que desde niño has
tenido conocimiento de las Letras Sagradas, que pueden para
la salud hacerte docto". Y en otra parte: [81]"Toda Escritura,
dice, ha sido inspirada de Dios, y útil para la doctrina, para la
reprensión, para la corrección, para la instrucción que está en
la justicia, para que sea perfecto el hombre de Dios.

Escucha también, cuando habla a Tito sobre la creación de
los obispos que es lo que añade: [82]"Conviene, dice, que el
obispo sea tenaz de la palabra fiel, que es según la doctrina,
para que pueda convencer a los que contradicen". ¿Cómo,
pues, siendo un idiota, como estos dicen, podrá convencer a los
que contradicen y cerrarles la boca? ¿Qué necesidad hay de
atender a la lección y a las escrituras, si se ha de abrazar esta
ignorancia? Excusas son estas, y pretextos para encubrir la
omisión y la pereza.

Pero dirá alguno, que esto se dirige sólo a los sacerdotes.
Pues justamente nuestro discurso pertenece a éstos; pero para
prueba de que también se encamina a los súbditos, escucha
ahora, lo que exhorta a otros en otra carta: [83]"La palabra de
Cristo habite en vosotros abundantemente en toda sabiduría". Y
en otro lugar: [84]"Vuestro hablar sea siempre con gracia,
sazonado de sal, para saber como debéis responder a cada
uno". Y aquellas palabras: [85]"Estad dispuestos para
defenderos", se han dicho para todos. Escribiendo a los
Tesalonicenses, dice: [86]"Edificad uno al otro, así como lo
hacéis". Cuando después habla de los sacerdotes: [87]"Los
sacerdotes, dice, que gobiernan bien, sean tenidos por dignos
de doblado honor, particularmente los que trabajan en la
palabra y en la doctrina".

Porque este es el término perfectísimo de la doctrina, cuando
por medio de las cosas que hacen, y que dicen, conducen a sus
discípulos a aquella vida dichosa que ha sido ordenada por
Cristo. Porque para enseñar no bastan los hechos; ni esta
palabra es mía, sino del mismo Salvador: [88]"Quien hiciere,
dice, y enseñare, éste, será llamado grande". Porque si el hacer
fuese lo mismo que el enseñar, sería superfluo añadir lo
segundo; pues bastaría sólo el haber dicho: "Quien hiciere".
Pero distinguiendo estas cosas, manifiesta que una pertenece a
las obras y la otra a las palabras; y que la una tiene necesidad
de la otra para una edificación perfecta. ¿No oyes qué es lo que
dice este escogido vaso de Cristo a los sacerdotes de Efeso?
[89]Por tanto velad, acordandoos, que por espacio de tres
años, noche y día no he cesado de avisaros con lágrimas a
cada uno de vosotros. ¿Qué necesidad tenía de lágrimas, ni de
amonestaciones por medio de las palabras, si brillaba en él
tanto la vida apostólica? Para el cumplimiento de los
mandamientos puede ser muy útil la vida ejemplar; pero no
puedo decir que en nuestro caso lo pueda hacer todo por sí
sola.


IX.
Cuando se mueve una disputa sobre los dogmas, y todos se
defienden con las mismas Escrituras, ¿qué fuerza podrá tener
la vida en esta ocasión? ¿Cuál podrá ser la utilidad de muchos
sudores, si después de tantas fatigas, habiendo caído alguno
por grande ignorancia en herejía, fuese cortado del cuerpo de
la iglesia? Esto sé que ha sucedido a muchos. ¿Qué provecho
puede venir a éste de la paciencia? Ninguno, así como no es de
provecho alguno la fe sana cuando la vida es mala.

Por esto, pues, debe tener una gran práctica en todas estas
batallas, aquél a quien tocó por suerte el enseñar a los otros;
porque aunque él permaneciere en seguridad y no reciba daño
de los que contradicen; con todo, el vulgo de los más simples,
que le está subordinado, si ve vencido a su jefe, y que no tiene
que responder a los que le contradicen, no carga la culpa de
esta pérdida a la debilidad de éste, sino al vicio de los dogmas.
Y por la ignorancia de uno solo, todo un pueblo es conducido a
la última ruina. Porque aunque enteramente no se inclinen al
partido de los contrarios; con todo, se ven obligados a dudar de
aquéllos en quienes debían tener puesta su confianza; y no
pueden estar atentos con la misma firmeza a aquéllos en
quienes se habían apoyado con fe entera; antes bien se
introduce en sus ánimos una tempestad tan grande, por haber
sido vencido el Maestro, que el mal viene finalmente a terminar
en un naufragio.

Cuánta, pues, sea la perdición, y cuánto aquel fuego que se
amontona sobre la cabeza de este infeliz, por cada uno de
aquéllos que se pierden, tú no tendrás necesidad de aprenderlo
de mí, sabiendo tú mismo muy bien todas estas cosas.

Dime ahora: ¿se me culpará de soberbia o de vanagloria,
porque no quise ser causa a tantos de su perdición, ni procurar
a mi mismo un castigo mayor del que tal vez me está allá
reservado? ¿Y quién podría decir una cosa como ésta?
Ninguno; sino es aquél que quiera neciamente acusarme y
hacer del filósofo en los males ajenos.

.......................
68. I. Reg. IV. 18.
69. Exod. IV. 13.
70. Numer. XI. 15. Brixio omite la interpretación de estas palabras, que tal
vez faltarían en el texto que tuvo presente.
71. Numer. XII. 3.
72. Exod. XXXIII. 11.
73. Joan. XII. 6.
74. Joan. XV. 22.
75. I Timoth. V. 22.
76. I. Pet. 3. 15.
77. Psal. 35. 6. I. Cor. 11. 6. y 26. cap. 12. 2. cap. 9. 22.
78. I. Tim. 4. 13.
79. 2. Tim. 2. 24.
80. 2. Tim. 3. 14.
81. 2. Tim. 3. 16.
82. Tit. 1. 17.
83. Colos. 3. 16.
84. Colos. 4. 6.
85. I. Pet. 3. 15.
86. I. Thes. 5. 11.
87. I. Tit. 5. 17.
88. Mat. 5. 19.
89. Act. 20. 31.

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