lunes, 5 de enero de 2015

LIBRO V.

I.
Me parece haber mostrado bastante, cuánta es la experiencia
que debe tener un obispo para entrar en los combates por
defensa de la verdad. Pero fuera de esto, tengo que añadir otra
cosa, la cual es causa de mil peligros; o por mejor decir, no es
esta la causa, sino aquéllos que no saben usar bien de ella. De
esta resulta la salud y otros muchos bienes, cuando se halla en
hombres adornados de bondad y de diligencia. ¿Cuál pues es
ésta? es el grande trabajo, y atención que debe emplearse en
los sermones que se tienen públicamente al pueblo.

Porque en primer lugar, la mayor parte de los súbditos no
quiere escuchar a los predicadores como a maestros; sino que
excediendo la condición de discípulos, se sientan a oírles como
si se sentaran a ver unos espectáculos profanos. Y así como en
aquéllos se divide el pueblo, y quién se inclina a éste, y quién a
aquél; así también aquí divididos, unos favorecen a uno, otros a
otro, y escuchan el sermón prevenidos de odio, o de favor.

Ni se encuentra aquí sola esta molestia, sino otra nada
inferior; porque si sucede que alguno de los predicadores
entreteje en sus razonamientos alguna cosa que otros han
trabajado, tiene que sufrir más villanías que los que han robado
algún dinero. Y aun no pocas veces sucede, que este tal, no
habiendo tomado cosa alguna de otro, sino solamente porque
se sospecha, que lo hace, le sucede lo mismo que a los que
han cogido con el hurto en las manos.

¿Pero qué hablo yo de lo que otros han trabajado? No le es
lícito valerse frecuentemente de sus propios descubrimientos,
porque la mayor parte suele acudir al sermón, no para
aprovecharse de él, sino para divertirse, sentándose a ser
como jueces de unos representantes de tragedia, o de unos
músicos de cítara. Y aquella fuerza de oración, que poco antes
hemos excluido, es aquí tan deseada, como puede serlo de los
mismos Sofistas, cuando se ven precisados a disputar entre sí.


Por tanto, se necesita también en esta parte un ánimo fuerte,
y que exceda en mucho esta flaqueza, para refrenar el
desordenado e inútil gusto de la muchedumbre, y para poder
reducir a lo más útil al auditorio, para que el pueblo le siga,
ceda a sus discursos, y él no se deje llevar, ni se acomode a los
caprichos de un vulgo. Pero esto no puede conseguirse sin dos
cosas; es a saber, el desprecio de las alabanzas y la facultad
de hablar. Porque si falta la una, es inútil la que queda, por
estar separada de la otra.


II.
Y si despreciando las alabanzas, no propone la doctrina con
gracia y sazonada de sal, se granjeará el desprecio de la mayor
parte, no sacando utilidad alguna de aquella superioridad de
ánimo. Y si cumpliendo bien en esta parte, tiene la flaqueza de
dejarse llevar de vanagloria por los aplausos, resulta el mismo
daño a él, y a quien le escucha, acomodando el sermón por
ambición de alabanza, más al paladar, que a la utilidad de sus
oyentes.

Y así como aquél a quien no mueven los aplausos, pero que
no sabe hablar, no se acomoda al gusto del pueblo, ni puede
traerle, por faltarle la facundia, alguna utilidad considerable; así
aquél a quien arrastra el deseo de ser alabado, aunque tenga
con que poder mejorar a sus oyentes, quiere más en cambio de
aquellas alabanzas, ofrecerles cosas que puedan lisonjear su
gusto, comprando con el precio de éstas el estruendo de los
aplausos.


III.
Es necesario, pues, que el que gobierna un pueblo
sobresalga en estas dos partes, para que la una no sea
destruida de la otra; porque si presentándose en un público
dice cosas que pueden muy bien contener a los que viven
descuidadamente, y después se queda sin poder proseguir el
discurso, y se ve obligado a que su rostro se cubra de
vergüenza porque le faltan las palabras, en aquel punto se
pierde todo el fruto que podían dar las cosas que ha dicho.
Aquéllos que han sido reprendidos, sintiendo lo que oyeron, y
no pudiendo vengarse de él de otra suerte, le comienzan a
motejar de ignorante, creyendo ocultar de este modo sus
oprobios.

Por tanto, conviene que a semejanza de un buen cochero,
tenga una práctica muy cumplida de estas dos prendas; de
modo que pueda usar de ellas como convenga. Porque si su
conducta apareciere para con todos irreprensible, podrá en tal
caso, con cuanta libertad gustare, acortar o soltar la rienda a
los que le están subordinados; pero sin esto, no le será muy
fácil el hacerlo. Ni basta solamente mostrar aquella superioridad
de ánimo hasta el desprecio de las alabanzas, sino que es
necesario llevarla más adelante para que nuevamente no se
pierda el fruto.


IV.
¿Qué otra cosa, pues, es la que se ha de despreciar? la
envidia. Y supuesto que un prelado se halla en la necesidad de
estar sujeto a sufrir reprensiones poco razonables, no es bien
que sin medida tiemble y se espante de semejantes calumnias
intempestivas; las que ni tampoco debe despreciar
inconsideradamente. Conviene sí, aun cuando sean falsas, y
que provengan de gente de poco valer, procurar desvanecerlas
prontamente.

Verdaderamente, no hay cosa alguna que aumente tanto la
buena, o mala fama, como el vulgo descompuesto.
Acostumbrado éste a oír y a hablar sin discernimiento dice, sin
reflexión, todo lo que le viene a la boca, sin cuidarse de si es o
no verdad. Por tanto, no debe despreciarse la voz del vulgo;
antes bien en el principio, y sin perder tiempo, se han de cortar
las malas sospechas, persuadiendo a los acusadores, aunque
fuesen los más irracionales de todo el mundo, sin omitir alguna
cosa de las que puedan conducir para destruir la mala opinión.
Cuando hecho todo esto de nuestra parte, no quieren volver en
sí los calumniadores, entonces viene bien el no hacer aprecio
de ellos; porque si alguno por semejantes accidentes abatiere
su espíritu, no podrá producir cosa que aparezca dimanada de
un ánimo generoso o digno de admiración. Porque la tristeza y
el permanecer fijo constantemente con el pensamiento en una
cosa tienen mucha fuerza para abatir el vigor del ánimo y
reducirlo a una extrema debilidad.

Debe, pues, el sacerdote portarse con sus súbditos del
mismo modo que un padre se portaría con sus hijos cuando son
aún muy tiernos. Y así como no nos movemos
considerablemente por sus insolencias, ni cuando nos hieren, o
cuando lloran, como tampoco recibimos algún placer excesivo
de sus risas, o caricias; así también conviene que no nos
envanezcamos oyendo que nos alaban; ni abatirnos por sus
calumnias, cuando son fuera de propósito.

Difícil cosa es esta, ¡oh bienaventurado! o tal vez imposible,
según yo entiendo; porque dejar de alegrarse un hombre
cuando oye sus alabanzas, no sé si habrá sucedido a alguno.
Aquél, pues, que se alegra de oírlas, es natural que desee
también gozarlas; y quien desea gozarlas, es necesario por una
forzosa consecuencia, que se consuma y entristezca, si no
consigue esto.

Así como los que se regocijan con las riquezas, si vienen a
caer en pobreza, lo sienten; y los que están acostumbrados a
vivir en medio de las delicias, no pueden ajustarse a hacer una
vida frugal; así los que aman ser alabados, no sólo cuando son
reprendidos sin razón, sino aun cuando continuamente no oyen
sus elogios, casi como consumidos de una cierta hambre, se
destruyen el ánimo; y particularmente si se han criado en medio
de ellos, o si oyen alabar a otros en su presencia. Por tanto,
aquél que con este deseo pasare a dar muestras de su
doctrina, ¿cuántas molestias y cuántos dolores crees tú que
pasará? Ni el mar puede hallarse jamás sin olas, ni tampoco su
ánimo dejar de ser agitado de varios pensamientos y afanes.


V.
Pero aun cuando tenga una gran facilidad en el decir (lo que
a la verdad se encuentra en pocos), no por esto queda libre de
trabajar continuamente. Siendo la elocuencia obra, no de la
naturaleza, sino de la doctrina, aun cuando alguno llegue a lo
sumo de ella, si no aplica un continuo estudio y ejercicio a esta
facultad será abandonado de ella fácilmente. De modo, que los
más sabios, tienen que trabajar más que los menos doctos;
porque no es igual la pérdida de los unos y de los otros, si
fueren descuidados en esto; antes bien es tanto mayor, cuanta
es la diferencia que hay entre la pericia de los unos y de los
otros.

Y si aquéllos no ofrecen cosa que sea de consideración, no
por esto habrá quien los reprenda; pero si estos no dan de sí
siempre cosas superiores a aquella opinión que se tiene de
ellos, les siguen muchas quejas de parte de todos. Fuera de
esto, aquéllos, aun en cosas de poca monta, pueden conseguir
grandes alabanzas; pero las de éstos, si no fueren hasta lo
sumo maravillosas y estupendas, no solo quedan privados de
alabanzas, sino que encuentran muchos que los reprenden.

Los oyentes se sientan como jueces, no tanto de las cosas
que dicen los oradores, como de la opinión que se tiene de
ellos. De modo que si alguno sobresale en elocuencia sobre
todos los otros, a éste le queda que trabajar mucho más que a
todos los otros. No le es permitido aparecer sujeto a lo que está
la naturaleza humana; esto es, el no poder bastar para todo;
antes bien, si no corresponde la oración al concepto que se
tiene de él, se retirará de la presencia del pueblo después de
haber oído mil motes y reprensiones.

Y ninguno entra a pensar dentro de sí mismo, que
sobreviniéndole alguna tristeza, afán, o cuidado, y no pocas
veces alguna indignación, le habrá ofuscado la claridad del
entendimiento y no le habrá permitido que se manifestasen
sinceros a la luz pública sus partos. Y que generalmente
hablando, el hombre no puede ser siempre el mismo, ni salir
bien en todas las cosas que dice; sino que le es natural el errar
alguna vez y manifestarse inferior a su propia facultad y virtud.

Ninguna de estas cosas, como dejo dicho, quieren reflexionar
estos tales, sino que lo acusan del mismo modo que si juzgaran
a un Ángel.

Se junta a todo esto, el ser natural al hombre, el perder de
vista las acciones excelentes del prójimo, por muchas y grandes
que sean. Pero por el contrario, si se descubre alguna falta, por
ligera que sea, y aunque haya acaecido mucho tiempo antes, la
advierte prontamente y la reprende, teniéndola fija en la
memoria. Y semejante falta de poquísima consideración ha
disminuido, no pocas veces, la gloria de muchos y grandes
hombres.


VI.
¡Ves, oh valeroso, cuánto mayor estudio, y con el estudio,
cuánta mayor paciencia necesita el que sobresale en
elocuencia entre los otros, que aquéllos de quien antes te
hablaba! Son muchos los que sin motivo alguno, y sin cesar, le
asaltan, no teniendo de qué acusarle, sino solamente por el
sinsabor que experimentan de que esté tan bien opinado de
todos; debiendo él tolerar con un ánimo generoso la áspera
envidia de estos tales. Porque no pudiendo ocultar este odio
execrable, que sin causa alguna tienen reconcentrado en su
corazón, motejan, vituperan y calumnian escondidamente,
manifestando sin rebozo su perversa inclinación.

Ahora, pues, un alma, que por cada una de estas cosas
comienza a entristecerse y a condolerse, no hará otra cosa,
sino consumirse de dolor y de pena.

Y no solamente le hacen estos tiros por sí mismos, sino que
procuran valerse de otros para hacer lo mismo. Y muchas veces
escogiendo uno, que le es muy inferior en la elocuencia, le
alaban hasta los cielos y lo admiran sobre sus méritos:
haciendo esto unos sólo por capricho, y otros por ignorancia y
envidia, para echar por tierra su reputación, y no precisamente
con la mira de que aparezca digno de admiración el que no lo
es.

Y este hombre valeroso, no sólo tiene que combatir con esta
casta de gente, sino frecuentemente aun con la ignorancia de
todo un pueblo. No es posible que todos los que concurren,
formen un congreso de hombres doctos; antes por el contrario,
sucede ordinariamente que se componga por la mayor parte de
gente idiota. Y los demás, aunque sean más prudentes que
aquéllos, con todo, son tan inferiores a los que pueden dar su
juicio en materia de elocuencia, cuanto todo el resto de los
demás son inferiores a ellos; se sientan solamente uno o dos
que poseen esta facultad. De donde resulta que aquél que dice
mejor, lleva los menores aplausos y que alguna vez se retire sin
recibir alguna alabanza.

Ahora, pues, conviene prepararse generosamente para sufrir
todas estas desigualdades, y para perdonar a quien hace esto
por ignorancia, y compadecer y llorar a los que lo hacen
movidos de envidia como desdichados y dignos de compasión;
sin creer, que su habilidad ha padecido disminución, ni
menoscabo por los unos, ni por los otros.

Un excelente pintor que sobresale entre todos los otros,
aunque vea ser censurada por gente ignorante una figura que
ha pintado con el mayor esmero, no por esto debe descaecer
de ánimo, ni juzgarla mala por el juicio de personas que no lo
entienden; como tampoco tener por digna de aprecio, y por bien
hecha, una pintura, que en la realidad lo está mal, por la
admiración que excita en los que no la entienden.


VII.
Un artífice excelente debe ser por sí mismo juez de sus obras,
y tenerlas por feas o por hermosas cuando el mismo
entendimiento que las produjo lo sentenciare así; y por lo que
toca a la opinión errónea de los otros, y a su poca pericia en el
arte, no debe, ni aun darla asiento en su ánimo.

Aquél, pues, que tomó a su cargo el trabajo de enseñar, no
atienda a las aclamaciones de los otros, ni por faltar éstas,
abata su ánimo; sino que trabaje siempre sus discursos con el
fin de agradar a Dios (esto sin duda ha de serle la sola regla, y
el término de su mayor atención en trabajarlas, no las
aclamaciones, ni los aplausos), y si es alabado de los hombres,
no deseche sus elogios; y si los oyentes no le aplauden, no por
esto lo pretenda, ni se entristezca. Por lo que toca a él, tiene
por suficiente consuelo de sus fatigas, y mayor que todos los
otros, cuando no le falta el testimonio de la conciencia, de que
ha compuesto y trabajado su oración con el fin de agradar a
Dios.


VIII.
En el mismo punto en que le sorprenda el deseo de estas
indiscretas alabanzas, de nada le aprovechan sus muchas
fatigas, ni la facultad de su elocuencia porque un ánimo que no
puede sufrir las necias reprensiones del vulgo, se relaja
fácilmente y abandona el estudio. Por esto conviene, que sobre
todo se halle bien instruido en despreciar las alabanzas; porque
sin esto, el solo saber hablar bien, no basta para conservar
esta facultad.

Si alguno, pues, quisiere hacer un diligente examen, de otro
que se halla escasamente adornado de esta habilidad,
encontrará que le es igualmente necesario a él, que al otro, el
despreciar las alabanzas. Porque se verá en la precisión de
incurrir en muchos errores, si se deja vencer por la opinión del
vulgo; de donde hallándose sin fuerzas para poder igualar a los
que son celebrados por su elocuencia, no tendrá dificultad en
ponerles asechanzas, en envidiarles y censurarles
temerariamente, y en cometer otras ruindades semejantes. No
dejará piedra por mover, aunque sea necesario perder su alma,
como logre reducir la opinión de aquéllos a la humildad de su
pequeñez.

A lo que se junta, que apoderándose de su ánimo una
torpeza, abandonará aquellos sudores que traen consigo
alguna fatiga. El aplicarse mucho al trabajo, recogiendo de esto
una muy corta alabanza, es bastante para abatir y hacer caer
en un profundo sueño a aquél que no sabe despreciar las
alabanzas. Del mismo modo que un labrador cuando trabaja en
un terreno estéril, y se ve obligado a labrar las piedras, se
aparta pronto del trabajo, si no es que tenga una grande
inclinación a la fatiga, o que por otra parte le amenace el
hambre.
Y si aquéllos que poseen un gran caudal de elocuencia,
tienen necesidad de tanto ejercicio para conservarse en la
posesión; aquél que no ha recogido cosa alguna, sino que en el
mismo tiempo de las disputas se ve obligado a meditar; ¿qué
dificultad no hallará, cuánta inquietud, cuánta turbación para
poder recoger alguna cosa a costa de mucho trabajo?

Y si alguno de aquéllos que están después de él, y a quienes
cupo un orden inferior, puede brillar más en esta parte, se
requiere un ánimo casi divino para que no le sorprenda la
envidia y para no caer en tristeza. Para uno que se halla
constituido en mayor dignidad, el ser vencido por los inferiores y
tolerar esto con un ánimo generoso, no es cosa para un ánimo
vulgar, ni para el nuestro, sino para uno hecho de diamante. Y
si aquél que le excede en la fama, es un hombre justo y
moderado, el mal es de algún modo tolerable; pero si es
atrevido, arrogante y sediento de gloria es cosa de que cada
día le desee la muerte y le amargue la vida insultándolo en
público, mofándolo en oculto, defraudándolo y apoyándose,
cuanto pueda, en su autoridad. El quiere sólo ser el todo; y
para asegurarse más todas estas cosas tiene de su parte la
libertad en el hablar, el favor del pueblo y el amor de todos los
súbditos.

¿Por ventura, no ves cuán grande es el amor de la
elocuencia, que vergonzosamente se ha apoderado, al
presente, del corazón de los cristianos, y que son honrados
sobre todos, aquéllos que la cultivan, no sólo de los extraños,
sino también de los domésticos de la fe? ¿Cómo, pues, podrá
sufrir uno tan gran vergüenza, como la de que hablando él,
callan todos y juzgan ser molestados, esperando el fin de la
oración como un descanso de su fatiga?; y haciendo un
discurso su antagonista, por largo que sea, lo oyen con gusto y
cuando está para concluirlo manifiestan impaciencia y
queriendo callar, se conmueven y alteran. Estas cosas, aunque
ahora, por tu falta de experiencia te parezcan de poca
consideración y dignas de desprecio; son bastantes para
amortiguar el ardor del ánimo y relajar su vigor, a no ser que
apartando de él todos los afectos humanos, procure hacerse
semejante a las potestades incorpóreas; que ni se dejan
sorprender de envidia, ni del amor de la gloria, ni de otra
semejante enfermedad.

Si hay, pues, entre los hombres alguno de tal calidad que
pueda pisar esta indómita, inexpugnable y fiera bestia de la
gloria popular y cortar sus muchas cabezas, o por mejor decir,
hacer de modo que no nazcan, éste tal podrá fácilmente
rechazar estos muchos asaltos y gozar como de un tranquilo
puerto.

Pero aquél que no se halla libre de semejante bestia,
introduce en su ánimo una guerra variada, un continuo tumulto,
un tropel de tristezas y de otras pasiones. ¿Pero para qué
proseguir, contando las otras dificultades? las cuales no podrá
referir, ni saber, sino aquél que se hubiese hallado en medio de
los mismos negocios.

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