lunes, 5 de enero de 2015

LIBRO VI.

I.
Las cosas de la vida presente, pasan de este modo que has
oído; pero las de la otra venidera, ¿cómo podremos sufrirlas,
cuando nos viéremos obligados a dar cuenta por cada uno de
aquéllos que nos hubieren sido encomendados? porque la
pena no se ciñe a la vergüenza, sino que a ésta se sigue un
castigo eterno. Aquellas palabras: [90] "Obedeced a vuestros
pastores, y estadles sujetos, porque ellos velan por vuestras
almas, como los que deben dar cuenta de ellas"; aunque ya las
dejo tocadas arriba, con todo, no las pasaré ahora en silencio,
porque el temor de esta amenaza me perturba el ánimo
continuamente. Y verdaderamente, [91]si el que escandaliza a
uno, aunque sea de los más pequeños, es conveniente, que
atándole al cuello una piedra de molino sea sumergido en el
mar; y si todos los que ofenden la conciencia de sus hermanos,
pecan contra el mismo Cristo, ¿qué padecerán, y qué pena
sufrirán aquéllos que son causa de la perdición, no de una, de
dos, o tres personas, sino de tanta muchedumbre? No se puede
alegar aquí la excusa de la impericia, ni recurrir a la ignorancia,
ni dar por pretexto la necesidad y la fuerza. Mucho mejor podría
un súbdito, si le fuese permitido, valerse de este refugio en sus
propios pecados, que los prelados en los pecados de los otros.
¿Y por qué esto? porque aquél que está puesto para corregir
las ignorancias del prójimo y para avisarle con tiempo que se
acerca la guerra del demonio, no podrá dar por pretexto la
ignorancia, ni decir: "Yo no he oído la trompeta, yo no he
previsto la guerra"; pues está sentado, como dice Ezequiel,
[92]para tocar la trompeta a los otros y para advertirles de
antemano los desastres que pueden ocurrir.

Por lo que será inevitable el castigo, aunque sólo sea uno el
que se pierda. Porque si viniendo la espada, no se toca al
pueblo la trompeta, y el que está de atalaya (dice el profeta) no
diere la señal; y venida la espada, cogiere un alma por causa
de su iniquidad, yo buscaré y pediré su sangre de la mano del
que debe estar en vela.


II.
Deja, pues, de inducirme a un juicio tan inevitable; pues no se
trata aquí de gobernar un ejército, ni un reino, sino de una cosa
que requiere una virtud angelical. El sacerdote debe tener un
alma más pura que los mismos rayos del sol para que en
ninguna ocasión se vea abandonado del Espíritu Santo, y para
poder decir: [93]"Vivo yo, ya no yo, sino que vive Cristo en mí".


Pues si aquéllos que habitan en la soledad, apartados de la
ciudad, de la plaza y de los bullicios que aquí se encuentran, y
que siempre gozan del puerto y de la tranquilidad, no quieren
fiarse de la seguridad de aquella vida; sino que añaden otras
mil cautelas fortificándose por todas partes, y poniendo toda la
atención en decir y hacer todas las cosas con la mayor
exactitud, para poder acercarse a Dios con confianza y sincera
pureza, en cuanto lo puedan soportar las fuerzas humanas
¿cuánta virtud y cuánto valor crees tú que necesita el sacerdote
para poder tener libre el alma de cualquiera fealdad y conservar
sin mancha la belleza espiritual?

En verdad, que le es necesaria mucho mayor pureza que a
aquéllos; y el que la necesita mayor, está sujeto a mayores
necesidades que puedan mancharle, a no ser que haga su
alma inaccesible a tales accidentes, usando de una continua
vigilancia y de una atención de ánimo extraovdinaria.

Porque la bella disposición del semblante, los movimientos
acompasados, el afectado cuidado en el andar, la inflexión de la
voz, los ojos pintados, las mejillas cubiertas de afeites, el
adorno de los rizos y compostura de los cabellos, la
suntuosidad de los vestidos y la variedad de los ornamentos de
oro, y la belleza de las piedras preciosas, y la fragancia de los
ungüentos, y todas las otras cosas que arrebatan la atención
de las mujeres, pueden turbar el alma, sino es que se haya
endurecido por medio de una templanza muy austera. Y el
moverse por semejantes cosas, no es maravilla; pero lo que
causa un gran espanto y angustia es que el demonio pueda
herir y traspasar el alma de los hombres por cosas contrarias a
éstas.


III.
Verdaderamente ha habido algunos, que habiendo escapado
de aquellas redes, han sido cogidos de otras cosas muy
diferentes. El descuido del semblante, el cabello descompuesto,
el vestido sucio, el traje desaliñado, la sencillez de costumbres,
el razonar sin doblez, el caminar sin afectación, la voz sin
composición, el vivir en pobreza, el verse despreciado, y no
tener alguno en su defensa, y la soledad misma, movieron al
principio a compasión a aquél que las registraba; pero después
lo condujeron a la última ruina.

Y muchos que escaparon de las primeras redes; esto es, de
los adornos de oro, de los ungüentos, de los vestidos y de otras
cosas que dejo dichas, fácilmente han caído en éstas, tan
diferentes de aquéllas, y se han perdido. ¿Cuándo, pues,
igualmente por la pobreza, como por la opulencia, por el
cuidado extremado del traje, y por su descuido y desaliño, por
las costumbres arregladas y desarregladas; finalmente, en una
palabra, por todo lo que dejo dicho arriba, se enciende en el
ánimo de quien las ve una guerra, y le cercan los engaños por
todas partes, cómo podrá respirar cercado de tantos lazos?
¿Qué efugio podrá buscar, no digo para librarse de ser cogido
a viva fuerza, lo que no es muy difícil, sino para conservar su
alma libre de pensamientos impuros?

Dejo a un lado los honores, que son ocasión de mil males;
porque los que provienen de las mujeres, se debilitan con el
vigor de la templanza; aunque muchas veces le abaten, si no
sabe estar siempre vigilante contra semejantes asechanzas.
Pero los que provienen de los hombres, si no los recibe con una
superior grandeza de ánimo, será oprimido de dos pasiones
contrarias, de una adulación servil y de una recia arrogancia:
tomando sobre sí la obligación de sujetarse a los que lo honran
y ensoberbeciéndose con la gente baja por los honores que le
han hecho, vendrá a caer en lo profundo de la soberbia.

Bastan ya las cosas dichas hasta aquí: ninguno puede saber
bien, sin experiencia, cuánto daño traen consigo; es necesario
que quien se halla en medio, caiga en males mucho mayores y
más peligrosos. Aquél, pues, que ama la soledad, está libre de
todas estas cosas; y si alguna vez, por un pensamiento
impropio, se le representa alguna cosa semejante, la fantasía
no tiene fuerza y puede fácilmente desecharlo, porque no da
fomento a la llama la vista de las cosas exteriores.

Y el monje, o solitario teme por sí solo; y aunque tenga que
cuidar de los otros, estos son pocos; y aunque sean muchos,
son siempre en menor número que los que están en las
iglesias, y dan al prelado un cuidado en sí mucho más ligero, no
sólo por su corto número, sino porque todos se hallan libres de
las cosas del mundo, y no tienen que pensar ni en hijos, ni en
mujer, ni en otra cosa semejante. Esto los hace muy obedientes
a sus superiores, y el tener una habitación común, hace que se
puedan notar sus faltas por menor y corregirse siendo de no
poca ventaja para el adelantamiento en la virtud, la continua
vigilancia del maestro.


IV.
Pero los que están subordinados al sacerdote, se hallan, por
la mayor parte, enredados en pensamientos de la vida, y esto
los hace más perezosos para las obras espirituales. Por eso es
necesario que el maestro siembre, por decirlo así,
cotidianamente, para que a lo menos con la continuación pueda
prevalecer la doctrina en el ánimo de los oyentes. Porque la
abundancia de riquezas, la grandeza del poder y la desidia que
nace de las delicias, y otras cosas fuera de las dichas, ahogan
las semillas arrojadas; y frecuentemente, la espesura de las
espinas hace que lo que ha sido sembrado, no llegue a tocar ni
aun la superficie de la tierra. Al contrario, una excesiva miseria,
la necesidad que trae consigo la pobreza, las continuas injurias,
y otras cosas semejantes, que son contrarias a las que quedan
dichas, divierten el ánimo de la aplicación a las cosas divinas.

Y por lo que toca a los pecados de los súbditos, no es posible
que llegue a su noticia ni una mínima parte. ¿Y cómo podrá
saberlo, si a muchos no conoce ni aun por el semblante? Las
cosas que tocan al pueblo encierran una dificultad muy grande.


¿Pues qué será, si entramos a considerar las que pertenecen
a Dios? se encontrará que aquéllas no merecen alguna
consideración tanto mayor es la diligencia y cuidado que piden
éstas.

¿Cómo debe ser aquél que es embajador de toda una
ciudad? ¿pero qué digo de una ciudad? de todo el mundo, y
que ruega a Dios se digne mirar con ojos de misericordia los
pecados, no solamente de los vivos, sino también de los
muertos? Yo me persuado, que para una intercesión como ésta,
no bastaría toda la confianza de un Moisés, ni de un Elías.
Del mismo modo que si se le hubiera encomendado el
cuidado de todo el mundo, y como si fuera padre universal de
todos, así se acerca a Dios, rogándole que por todas partes
cesen las guerras y los alborotos, que se restituya y florezca la
paz y prosperidad: que finalmente, todos en común, y cada uno
en particular, se preserven de los males que les amenazan.

Conviene, pues, que sus méritos sobresalgan tanto entre los
de aquéllos por quienes ruega, cuanto debe sobresalir el
protector entre los protegidos.

Pero cuando llegamos al punto de que es él aquél que invoca
al Espíritu Santo, y que celebra aquel sacrificio sumamente
tremendo, y que continuamente está tocando al Señor común
de todos, ¿dónde, dime por tu vida, podremos colocar a éste?
¿Qué pureza, qué religión pediremos en él?

Piensa tú ahora un poco, cómo conviene que sean aquellas
manos que administran estas cosas, cuál la lengua que
pronuncia aquellas palabras y qué alma ha de haber más pura
y más santa, que la que ha de recibir un tal Espíritu.

En esta ocasión asisten los ángeles al sacerdote, en este
tiempo, todo el santuario, y el lugar que está al contorno del
altar, se llena de potestades celestiales. Esto puede cada uno
persuadírselo fácilmente por las mismas cosas que a la sazón
se celebran allí.

Oí yo contar en cierta ocasión, que un anciano, hombre de
grandes méritos, y acostumbrado a tener revelaciones, había
sido digno de tener la siguiente visión; esto es, que al tiempo
del tremendo sacrificio, vio repentinamente, y cuanto es
permitido a la naturaleza humana, una multitud de ángeles,
vestidos de estolas blancas que cercaban el altar y estaban en
pie con el rostro inclinado, como se ven estar los soldados en
presencia del rey. Y yo lo creo.

Otro me contó también, no como que lo había oído, sino
como que había sido hecho digno de ver y oír por sí mismo, que
los que están para partir de este mundo, si han participado con
conciencia pura de los misterios, cuando están para expirar,
son conducidos por los ángeles, que los acompañan
haciéndoles guardia, desde aquí hasta el cielo, por respeto de
aquel Señor a quien han recibido.

¿Y tú aún no te estremeces, pretendiendo introducir en un
misterio tan santo un alma tal, y a un sujeto cubierto de
vestiduras inmundas, promoviendo a la dignidad sacerdotal, a
quien Cristo ha arrojado del coro de los convidados?

El alma del sacerdote ha de brillar como una luz que ilumina
el mundo, siendo así que la mía se halla cercada de tinieblas
por la mala conciencia, y que anda solícita buscando siempre
cómo esconderse porque no puede jamás fijar la vista con
confianza en su Señor.
Los sacerdotes son como la sal de la tierra. Pues ahora bien,
¿quién podrá sufrir con paciencia mi insipidez y falta de
experiencia en todas las cosas, sino vosotros, que estáis
acostumbrados a manifestaros un amor excesivo?

Se junta a esto, que el sacerdote debe, no solamente ser
puro para ser digno de tal ministerio, sino también muy
prudente, y experimentado en muchas cosas, y saber todos los
negocios de la vida humana, no menos que los que se hallan en
medio de ellos; pero al mismo tiempo, vivir con un ánimo libre de
todos, aun más que los mismos monjes, que eligieron el habitar
los montes.

Debiendo tratar con hombres que tienen mujer, mantienen
hijos, sustentan criados, se hallan abundantes de riquezas, y
manejan los negocios públicos, hallándose constituidos en los
principales empleos, conviene que se porte con variedad. Digo
con variedad y no con doblez; no sirviendo a la adulación y
disimulo, sino obrando con mucha libertad y confianza. Debe
saber condescender útilmente, cuando lo pida la naturaleza de
los negocios y ser a un tiempo apacible y austero. No pueden
ser tratados de un mismo modo todos los súbditos, como
tampoco conviene a los médicos el portarse de un mismo modo
con los enfermos; ni al piloto el saber un solo camino de
combatir con los vientos. Son continuas las tempestades que
cercan esta nave; y éstas, no solamente asaltan por afuera,
sino que se levantan también por lo interior, y se necesita de
gran condescendencia y diligencia y todas estas cosas
diferentes miran a un solo punto; esto es, a la gloria de Dios y a
la edificación de la Iglesia.


V.
Grande es el trabajo, y grave la fatiga que tienen los monjes;
pero si alguno compara aquellos sudores con los que trae
consigo el sacerdocio, bien administrado, hallará tanta
diferencia, cuanta es la distancia que hay entre un rey y un
hombre particular.

Y aunque en la realidad sea grande la fatiga que se
encuentra en aquel género de vida; con todo, es un trabajo
común al alma y al cuerpo, y aun la mayor parte se debe a la
buena constitución de éste; el cual si no es robusto, no le
permite el alma salir de sí y ponerse en la práctica; porque el
continuo ayunar, el dormir sobre la tierra desnuda, la vigilia, el
estar privado de los baños, el sudar mucho, y todas las otras
cosas que practican para afligir el cuerpo, todas ellas cesan,
cuando no es robusto aquél que se había de castigar.

Pero en nuestro caso, el arte está en mantener muy limpia el
alma, sin tener necesidad de la buena constitución del cuerpo
para manifestar su virtud. ¿Qué aprovecha la robustez del
cuerpo para no ser soberbios, orgullosos, temerarios; pero sí
vigilantes, templados, moderados y finalmente, todo aquéllo en
que San Pablo nos dejó una cumplida imagen de un sacerdote
perfecto?


VI.
Ni podemos decir lo mismo de la virtud de un solitario. Y así
como los volatines necesitan de muchos instrumentos, de
ruedas, cuerdas y espadas; y al contrario, un filósofo, sin tener
necesidad de cosa alguna exterior, tiene toda el arte puesta
dentro de sí mismo; así el monje necesita aquí de una salud
robusta de cuerpo y lugares proporcionados para aquel género
de vida; de modo que viva, ni enteramente separado del
comercio de los hombres, ni sin la quietud que se goza en la
soledad, ni que tampoco carezca de unas templadas
estaciones. No hay cosa más insoportable para el que se aflige
con ayunos, que la desigualdad del aire.

No quiero añadir aquí, cuánto embarazo les ocasiona, lo que
tienen que sufrir para buscarse el vestido y la comida,
procurando ganarlo todo con sus propias manos. Pero el
sacerdote no tendrá necesidad de alguna de estas cosas para
su uso; sino que hallándose sin estos embarazos, se hace
común con todos, en las cosas que no traen consigo daño
alguno, llevando toda la ciencia depositada en los tesoros de su
alma.

Y si hay alguno que admira en un sacerdote el estarse solo y
el retirarse de las conversaciones de los hombres, yo mismo
confesaré ser éste un indicio de tolerancia; pero no argumento
suficiente de toda la fortaleza de ánimo que se necesita porque
aquél que, dentro del puerto, está sentado para gobernar el
timón, aun no da prueba exacta de su arte. Pero el que en
medio del mar y de la tempestad puede salvar la nave, éste
merecerá la opinión de un piloto habilísimo por la confesión de
todos.


VII.
Por tanto, no debe ser un monje el objeto de la mayor y más
excesiva maravilla; porque permaneciendo en soledad, nadie le
inquieta, ni tiene ocasión de cometer muchos y grandes
pecados por no tener quien lo acose, ni quien estimule su
ánimo. Pero si alguno, entregándose a la muchedumbre y
obligado a sufrir los pecados del vulgo, permanece firme y
constante gobernando su ánimo en medio de la tempestad
igualmente que si se hallara en la calma y serenidad;
justamente debe éste tal ser aplaudido y admirado por todos,
porque dio pruebas de su propia fortaleza.

De aquí es, que de ningún modo debe causarte maravilla,
que habiendo huido del bullicio y del conversar con la
muchedumbre, no tengamos muchos y grandes acusadores.
¿Qué novedad, dime, podría causar de que yo, durmiendo, no
pecase; o de que no cayese, no luchando; o de que no
quedase herido, no combatiendo? ¿Quién, en este caso, podría
acusar, o quién sacar al público mi malicia? ¿acaso este techo,
o este aposento? bien ves que estos son mudos. ¿Por ventura,
mi madre, que se halla bien informada de todas mis cosas?
verdaderamente no tengo yo alguna cosa común con ésta, ni
jamás ha habido entre los dos contienda alguna. Y aunque
hubiera sucedido esto, no hay madre tan poco amante y tan
enemiga de su hijo que hable de él sin causa alguna, y que sin
que nadie la estreche, diga mal de aquél que ha engendrado,
parido, y educado.

Porque si alguno quiere examinar atentamente mi ánimo,
encontrará que se hallan en él muchas cosas de malísima
calidad; y tú mismo puedes estar de esto muy bien informado,
aunque por otra parte acostumbras, más que ningún otro, a
ensalzarme con elogios en presencia de los otros. Que yo
ahora no diga esto por modestia, es claro, si te acuerdas
cuántas veces te he dicho, cuando se ha ofrecido moverse
entre los dos semejante discurso, que si me diesen a escoger
dónde yo quería señalarme más, si en las prelacías de la iglesia
o en la vida solitaria, eligiría con mil votos la primera condición.
Nunca he dejado yo de proponerte, como hombres dichosos, a
los que pueden satisfacer cumplidamente a las obligaciones de
aquel ministerio.

Ahora bien, ninguno habrá que pueda contradecirme por
haber huido de un estado que he llamado feliz, en el caso de
hallarme con la disposición necesaria para cumplir bien con sus
cargas. ¿Pero qué es lo que yo debía hacer? Qué cosa más
inútil para el gobierno de la Iglesia, que este descuido y
flojedad, que en boca de otros suena un admirable ejercicio y
que yo tengo por un velo con que cubrir la propia flaqueza,
valiéndome de él para ocultar la mayor parte de mis defectos,
procurando que no se descubran.

El que está acostumbrado a gozar de un gran descanso y a
vivir en gran quietud, aunque por otra parte tenga un excelente
ingenio, se turba todo y se inquieta, porque no tiene
experiencia; y la falta de práctica y de ejercicio le quita una
parte no pequeña de su querer. Pero cuando tiene un
entendimiento tardo, y que se halla sin experiencia de
semejantes contiendas, que es puntualmente el estado en que
yo me hallo, cuando toma sobre sí esta administración, no se
diferencia de una estatua. Por tanto, de los que vinieron de
aquella palestra a estas contiendas, son pocos los que
sobresalen y brillan; y la mayor parte descubre lo que es, pierde
el ánimo y tiene que sufrir acervos y graves fastidios. Ni esto
debe causarnos novedad; porque cuando las peleas y
ejercicios no se hacen sobre unas mismas materias, el que
lucha, en nada es diferente del que no está ejercitado.

Aquél, pues, que entra en este estadio debe principalmente
despreciar la gloria, ser superior a la ira y hallarse pertrechado
de mucha prudencia. Al que ama la vida solitaria, no se le ha
ofrecido materia alguna con que poder ejercitarse en estas
virtudes; porque ni tiene mucha gente que le inquiete, de modo
que pueda ejercitarse en reprimir los ímpetus de la ira, ni quien
con admiración atienda y aplauda para poder instruirse en
despreciar las alabanzas populares; fuera de que aquella
prudencia, que es tan necesaria para gobernar las Iglesias, no
es de tanta consideración entre los monjes. Cuando llegan,
pues, a aquellas peleas en que no se han ejercitado, quedan
sorprendidos, se alucinan, no saben qué hacerse; y además de
no hacer algún progreso en la virtud, pierden muchas veces
cuando llegan a este grado aquel poco de bondad y de caudal
que tenían consigo.


VIII.
Bas: ¿Pues qué, echaremos mano para administrar la Iglesia
de los que se hallan en medio del mundo, que sólo piensan en
los cuidados de la vida, que han hecho ya callos en altercar y
en injuriar a otros, llenos de infinitos artificios y que sólo saben
vivir entre las delicias?

Crisóstomo: Poco a poco con eso, respondí yo, ¡oh amado
amigo!, porque de semejantes, ni aun la memoria debe
ocurrirnos cuando se trata de hacer la elección para el
sacerdocio; solamente si, cuando hay alguno que tratando y
conversando con todos, puede mejor que los que viven en
soledad, conservar enteras y constantes, la pureza, la
tranquilidad, la paciencia, la sobriedad y todos los demás
bienes de ánimo que se hallan en aquellos solitarios; a éste
escogeremos por sacerdote.

El que tiene muchos vicios, pudiendo esconderlos en el retiro
de la soledad, y hacer que no se reduzcan a obra, no tratando
con alguno, cuando se ofreciere a la publicidad, sólo
conseguirá hacerse ridículo y exponerse a un peligro mucho
mayor; lo que no ha faltado mucho para que me sucediese a mi,
si la providencia divina no hubiese apartado prontamente el
fuego de nuestra cabeza.

Ni es posible que pueda quedar escondido aquél que se halla
en semejante disposición, cuando se entregare a tratar con el
pueblo; antes bien en este caso se harán patentes todas sus
cosas. Porque así como el fuego sirve para probar los metales,
así la prueba del clero sirve para discernir los ánimos de los
hombres; y si por ventura se halla alguno sujeto a la ira,
poseído de pusilanimidad, de vanagloria, de arrogancia, o de
cualquier otro vicio, descubre luego todos los defectos y los
manifiesta con toda su propia desnudez; y no solamente los
descubre, sino que los hace más graves y más fuertes.

Las heridas del cuerpo, si se tocan y manosean, se hacen
más difíciles de curarse; y las pasiones del ánimo, irritadas y
exasperadas, naturalmente se encrudecen y se hacen mas
rebeldes e inducen a caer en mayores pecados a los que las
tienen. De lo que resulta, que si no se está con la mayor
atención, inclinan el ánimo al amor de la gloria, a la arrogancia,
al deseo de las riquezas, y lo arrastran al lujo, a la relajación, a
la desidia, y poco a poco sucesivamente a otros males que
provienen de estos; pues se encuentran en el mundo muchas
cosas, que pueden entibiar la prontitud del ánimo, y cortarle la
carrera en el camino derecho que lleva a Dios; pero
principalmente, el tratar, y conversar con las mujeres.

El prelado que debe cuidar de todo el rebaño, no puede
aplicar su pensamiento a la parte de los hombres, y descuidar
de la que toca a las mujeres; en lo que se necesita de la mayor
cautela y atención, por la propensión natural que tienen los
hombres al pecado. Y aquél a quien tocó por suerte el
obispado, necesita aplicar también, ya que no la mayor parte de
sus pensamientos, a lo menos, no la menor en procurar su
salud. Debe visitarlas en sus enfermedades, consolarlas en su
llanto, corregirlas en sus descuidos, y asistirlas en sus
aflicciones y trabajos.

Ahora, pues, cuando se practican estas cosas, hallará el
espíritu maligno muchas puertas abiertas por donde entrarle, si
no se halla defendido de una guarda muy vigilante; porque los
ojos de la mujer hieren y perturban el alma, y no solamente los
de una mujer lasciva, sino también los de la que es honesta y
sus adulaciones ablandan, y las honras que te hacen te dejan
sin libertad. Y la caridad ardiente, que es la causa de todos los
bienes, por su medio viene a ser ocasión de infinitos males, si
no saben aplicarla bien.

Y no pocas veces los continuos pensamientos embotan la
agudeza del alma y hacen su agilidad más pesada que el mismo
plomo; y alguna vez, cayendo la ira en el corazón, ocupa todo
su interior a manera de humo.


IX.
¿Y quién podrá contar las otras incomodidades, ultrajes,
violencias, quejas de grandes y de pequeños, de prudentes y
de imprudentes? Aquel género, principalmente de hombres, que
carece de un recto discernimiento, es quejoso y no admite
fácilmente excusas. Y el buen prelado no debe despreciar ni
aun a éstos, sino que con dulzura y mansedumbre ha de
satisfacer a todos de lo que le acumulen, y estar pronto, y
dispuesto a perdonarles una queja fuera de razón, antes que
soltar la rienda a la ira.

Y si San Pablo temió hacerse sospechoso de hurto con sus
discípulos, y por esto echó mano de otras personas para la
administración del dinero, [94]para que ninguno nos reprenda,
como él mismo dice, en esta gran porción que administramos
¿cómo es posible que nosotros dejemos de poner toda la mayor
diligencia para apartar las malas sospechas, aunque sean
falsas, y sin razón, y aunque muy ajenas de nuestra opinión? A
la verdad, de ningún pecado nos hallamos tan distantes, cuanto
estuvo San Pablo del hurto; y con todo, aunque se hallase tan
libre de una acción tan fea, no por eso despreció la sospecha
del vulgo, aunque necia y poco razonable.

Verdaderamente era una locura sospechar tal cosa de
aquella alma bienaventurada y admirable; y con todo, vemos
que apartó lejos de sí las ocasiones de semejante sospecha tan
absurda, y que sólo podía caber en el ánimo de un mentecato,
y no despreció la locura del vulgo, ni tampoco dijo: "¿a quién
podrá venir al pensamiento el sospechar semejante cosa,
teniendo todos de mí tan alta estima, y veneración, ya por mis
milagros, ya también por la inocencia de mi vida?" Pero no fue
así, sino que sospechó de sí y creyó que podía nacer esta mala
sospecha, y la arrancó desde las raíces; o por mejor decir, no
permitió que naciese. ¿Y por qué? [95]"Procuremos, dice, cosas
honestas, no sólo delante de Dios, sino también delante de los
hombres".

Tan grande, y aun mayor cuidado conviene tenerse, no sólo
para desvanecer en los principios, cuando se mueve una fama
no buena, sino para prevenir desde lejos, de donde pueda
nacer; y anticipadamente quitar de delante aquellas ocasiones,
de donde puede tener origen, no esperando a que tome fuerzas
y a que vaya de boca en boca por el vulgo, porque entonces no
será fácil el sofocarla, sino muy difícil, o por ventura imposible; y
aun cuando esto se pueda, no podrá hacerse, sino cuando
muchos hayan sido ya dañados.

¿Pero hasta cuándo proseguiré yo contando aquellas cosas,
que no pueden comprenderse con el pensamiento? El reducir a
número todas las dificultades que allí se encuentran, no es otra
cosa, que pretender medir la profundidad del mar. Pues aunque
uno se halle libre de toda pasión, lo que no es posible; con
todo, para corregir los pecados ajenos, se ve obligado a sufrir
infinitas y graves angustias y trabajos. Y si a esto se juntan las
propias pasiones, mira ¿qué abismo será este de trabajos y de
pensamientos? ¿y cuántas cosas no debe sufrir aquél, que
quiere pasar sobre sus propios males y sobre los ajenos?


X.
¿Pero al presente, dijo Basilio, te hallas libre de semejantes
trabajos? ¿o no tienes algún cuidado, viviendo sólo contigo
mismo?

Crisóstomo: No me faltan, respondí yo, aun al presente.
¿Cómo es posible, que siendo hombre, y viviendo en esta vida
trabajosa, pueda estar libre de afanes y cuidados? Pero no es
lo mismo entrarse en un pliego inmenso, que pasar un río.

Grande es la diferencia que hay entre estos, y aquellos
cuidados. Y al presente, si pudiera yo ser útil a los otros, yo
mismo lo querría, y sería esta una cosa que yo apetecería; pero
sino puedo ser útil al prójimo, me contentaré si logro salvarme a
mí mismo y librarme de la tempestad.

Basilio: ¿Y tú crees que esta es una gran cosa? ¿o juzgas
que de algún modo podrá salvarse aquél, que no haya
procurado ayudar a su prójimo?

Crisóstomo: Has dicho bien, respondí yo, porque no puedo
creer que se pueda salvar el que no tiene cuidado alguno de la
salud de su prójimo. A aquel desventurado de nada le sirvió el
no haber menoscabado el talento; pero fue causa de su
perdición el no haberlo aumentado y acrecentado otro tanto.

Con todo, yo creo que si fuere acusado de no haber
procurado la salud del prójimo, será mas suave mi castigo, que
si fuere llamado juicio; porque después de haber recibido una
honra tan grande, habiendo empeorado yo, he perdido a otros
y a mí mismo. Al presente, creo que no me espera otro castigo,
sino el que corresponda a la grandeza de mis pecados. Pero
después de haber recibido esta potestad, yo creería tener, no
duplicado o triplicado castigo, sino mucho más multiplicado y
más grave, por haber escandalizado a muchos y ofendido a
Dios que me había dado un tan gran honor.


XI.
Por tanto, acusa el Señor con mayor fuerza a los israelitas,
mostrándoles con esto haberse hecho dignos de mayor castigo,
por haber pecado después de los honores que habían
conseguido de Él, diciendo unas veces: [96]"A vosotros solos
he reconocido entre todas las naciones de la tierra; por tanto,
castigaré sobre vosotros vuestras impiedades". Y otras: [97]"He
tomado de vuestros hijos los profetas, y de vuestros jóvenes los
consagrados". Y antes de los profetas, queriendo manifestar
que reciben mayor pena los pecados cometidos por los
sacerdotes, que los que lo son por personas particulares;
[98]ordena que el sacrificio que se haya de ofrecer por los
sacerdotes fuese igual al que se ofrecía por todo el pueblo.

Ahora, semejante ordenación, es de uno que quiere
manifestar que necesitan de mayor remedio las heridas de los
sacerdotes, y que este debe ser tan grande, cuanto es el que
conviene, o debe aplicarse a las heridas de todo un pueblo.
Ahora bien, es cierto que no tendrían mayor necesidad, sino
fuesen mucho más graves. Se agravan, pues, más, no por su
naturaleza, sino por la dignidad del mismo sacerdote que las
comete.

Y qué hablo yo de los hombres, que manejan este ministerio:
[99]las hijas de los sacerdotes, a las cuales nada toca el
sacerdocio, por la dignidad del Padre, son castigadas más
acerbamente por unos mismos pecados; y siendo el pecado
igual tanto en éstas, como en las hijas de los particulares,
siendo uno y otro pecado de estupro, con todo es más grave la
pena en las primeras. Ves tú, cuán superabundantemente te
muestra Dios, que toma mucho mayor castigo del sacerdote,
que de aquéllos que le están sujetos? porque castigando con
mayor rigor que a las otras a la hija por causa del padre, es
constante que no pedirá la misma pena que a los otros, sino
mucho mayor, al que es causa de que se le aumente el castigo.
Y con mucha razón, porque el daño no se ciñe y extiende a él
solo, sino que trasciende a las almas de los más débiles, y que
tienen puesta en él la mira. Ezequiel, [100]queriendo
enseñarnos esto mismo, pone una distinción entre el juicio de
los carneros y el de las ovejas.


XII.
Ahora bien, ¿te parece si ha sido bien fundado nuestro
temor? Además de lo que dejo dicho, aunque al presente
necesito de trabajar mucho para no ser vencido por las
pasiones del ánimo; con todo, sufro esta fatiga, y no rehuso el
combate. Y aunque ahora no deja de sorprenderme la
vanagloria; no obstante, vuelvo muchas veces sobre mí y
conozco que he caído en su red, y alguna vez doy gritos a mi
alma cuando la veo reducida a esclavitud. Aun ahora
experimento en mí deseos muy impropios; pero es menos activa
la llama que encienden, porque falta a los ojos materia exterior,
en que prenda el fuego. Y por lo que mira a hablar mal de
alguno, o escuchar a quien lo diga, estoy libre de esto
enteramente, no habiendo con quien poder conversar, porque
estas paredes no pueden hablar. Pero no me es posible evitar
del mismo modo los ímpetus de la ira, aunque falte aquí quien
me mueva a ella. Ocurriéndome frecuentemente a la memoria
las acciones que ejecutan los hombres inicuos, siento en mi
corazón alguna hinchazón; pero aun esto no llega hasta el
extremo, porque le tiramos la rienda luego que sentimos su
ardor y lo persuadimos a que se sosiegue, haciéndole cargo ser
un absurdo, y propio de la mayor miseria, el cuidar, y ser
curiosos de los males ajenos, dejando a un lado los propios.

Pero entregándome al público, y sorprendido de mil
perturbaciones, no podré gozar de estos avisos, ni hallar
aquellos pensamientos que me instruyan tan bien. Sino que
como los que se hallan en un lugar de precipicio, o se ven
arrebatados de un torrente, o de otra violencia semejante,
pueden muy bien preveer la ruina en que van a caer; pero no
saben ni aun pensar el modo de salvarse: así yo, si cayere en
tan gran tumulto de pasiones, podré muy bien ver que cada día
se me aumenta el castigo; pero el estar sobre mí mismo como
ahora, y el refrenar estas enfermedades por todos títulos
rabiosas, no me será tan fácil como antes.

Tengo un alma débil, pequeña y fácil de ser dominada, no
solamente de estas pasiones, sino de la más cruel de todas,
que es la envidia.

Tampoco sabe llevar con moderación los ultrajes, ni los
honores; sino que se engríe con estos excesivamente, al paso
que aquéllos la abaten.

Y así como los animales feroces, cuando se hallan en una
buena constitución de cuerpo y bien mantenidos, vencen
fácilmente a los que entran a combatir con ellos,
particularmente si estos son débiles y poco experimentados;
pero cuando después los afligen con hambre, se adormece su
fiereza y se debilita la mayor parte de su fuerza de manera que
se atreve a combatir y luchar con él, otro que no sea muy
generoso. Así también por lo que toca a las pasiones del ánimo,
el que las debilita las sujeta a la recta razón y modo de bien
pensar: y por el contrario, el que les da alimento, prepara un
combate más difícil y se le representa tan terrible que pasa toda
su vida en esclavitud y temor.

¿Pero cuál es el alimento de estas bestias? de la vanagloria,
lo son los honores y las alabanzas; de la soberbia, la grandeza
de la autoridad y del poder; de la envidia, el nombre ilustre y
celebrado del otro; de la avaricia, la liberalidad de aquéllos que
ofrecen dones; de la liviandad, las delicias y las continuas
conversaciones, y trato con las mujeres; finalmente, otro es el
alimento de otros vicios.

Ahora, bien cierto es que si me entrego al público, me
asaltarán ferozmente todas estas bestias, y despedazarán mi
alma, y me serán terribles, y me harán más grave la guerra que
he de mantener con ellas; por el contrario, estándome aquí
quieto, verdad es que necesitaré de gran fuerza para domarlas;
pero con todo, lo lograré asistido de la divina gracia, y en tal
caso sólo podrán ladrar.

Por esto conservo esta pequeña habitación, no salgo fuera,
ni admito a alguno, ni trato con persona nacida, y sufro el oír
otras infinitas acusaciones de esta clase, de las que con gusto
me descargaría; pero no pudiendo conseguirlo, siento sus
remordimientos y dolor, porque no me es fácil el conversar con
los hombres y permanecer al mismo tiempo en la presente
seguridad.

Por tanto, te ruego quieras compadecerte de mi, antes que
reprenderme, viéndome enredado en tan grande dificultad.
Pero creo que aún no he logrado el poderte persuadir.

Es tiempo ya que te descubra aquella única cosa que te he
ocultado hasta ahora, y que por ventura a la mayor parte
parecerá increíble; pero no por esto me avergonzaré de ponerla
en público. Porque aunque lo que yo te diré, es argumento de
una mala conciencia y de infinitos pecados, ya que Dios me ha
de juzgar, que es el que enteramente lo sabe todo, ¿qué
utilidad podré yo tener de que lo ignoren los hombres? ¿Qué
es, pues, este secreto? Desde aquel día en que tú me hiciste
entrar en la sospecha de que me querían promover al
obispado, me he visto repetidas veces en peligro de que mi
cuerpo se destruyese enteramente. Tan grande ha sido el
susto, tan grande la tristeza que ha ocupado mi ánimo; porque
considerando dentro de mí mismo la gloria y santidad de la
Esposa de Cristo, su belleza espiritual, su prudencia y adorno, y
atendiendo por otra parte a mis males, no dejaba de llorar por
ella y por mí. Y suspirando continuamente, y angustiado, decía
dentro de mí: ¿Quién es el que ha podido sugerir este consejo?
¿Qué pecado tan enorme ha cometido la Iglesia de Dios? ¿Qué
cosa tan grande ha irritado a su Señor, para que fuese
entregada al más vil de todos los hombres, para que sufriese un
oprobio tan grande?

Pensando conmigo mismo muchas veces estas cosas, y no
pudiendo tolerar ni aun el pensamiento de esta indignidad, del
mismo modo que los que quedan aturdidos por un rayo, me
estaba con la boca abierta, sin poder, ni ver, ni sentir cosa
alguna; y cuando se me aliviaba una tan grave angustia, porque
alguna vez también se me pasaba, sucedían las lágrimas y la
tristeza. Y después de haberme saciado de llorar, me embestía
nuevamente el temor, turbándome todo y poniendo mi ánimo en
inquietud. En tan grande tempestad he vivido en lo pasado y tú
no lo sabías, y juzgabas que tuviese una vida muy tranquila.

Pero ahora yo procuraré descubrirte la tempestad de mi alma;
porque así tal vez me perdonarás en adelante y cesarás de
acusarme. ¿Pero cómo podré yo, cómo podré manifestarla? Si
tú quisieras verla claramente, no se podría hacer esto de otra
suerte que abriéndote mi propio corazón; pero por cuanto es
esto imposible, procuraré, cuanto me sea permitido, por medio
de alguna débil semejanza manifestarte ahora el humo de mi
tristeza. Tú después, por medio de esta imagen, podrás colegir
sola la tristeza.

Supongamos que se halla desposada con un hombre una
doncella que es hija del rey de toda la tierra que se descubre
debajo del sol. Esta doncella se halla adornada de una
indecible hermosura, de manera que es superior a la humana
naturaleza, excediendo en esto con mucha ventaja a todo el
sexo de las mujeres y dejando muy atrás en la virtud del ánimo
a todo el género de los hombres, que son y serán. Además
sobrepasa en la honestidad de sus costumbres todos los
términos de la filosofía, y con la gracia de su semblante hace
desaparecer toda la gentileza de su cuerpo. El esposo se halla
tan enamorado de ella, no sólo por estos dotes tan
sobresalientes, sino que aun sin ellos se ve tan preso de su
amor, que excede en esta pasión a los más locos amantes que
jamás se hayan conocido.

Y después de hallarse abrasado de un amor tan grande, no
falta quien le diga que aquella maravillosa doncella a quien él
tanto ama, está para ser esposa de un hombre bajo y humilde,
de vil nacimiento, imperfecto en su cuerpo y el más inicuo de
todos los mortales. ¿Te parece que puedo yo haberte
manifestado una pequeña parte de mi dolor? ¡Y que basta esto
para darte cumplida una tal imagen!

Por lo que toca a la tristeza, me parece que sí; porque sólo
para este efecto la he tomado.

Pero para mostrarte, además de esto, la grandeza de mi
temor y de mi susto, pasemos nuevamente a otra descripción.

Hay un ejército compuesto de infantería, de caballería, y de
soldados de marina. El mar está cubierto de número de naves,
llenos los campos y las cimas de los montes de escuadrones de
soldados a pie y a caballo. Brilla con los reflejos del Sol el metal
de las armas, y por los rayos que desde arriba se despiden,
vibran su resplandor los yelmos y los escudos. Se levanta hasta
el cielo el ruido de las lanzas y el relincho de los caballos. No se
descubre el mar, ni la tierra, sino que por todas partes aparece
cobre y acero. Para hacer frente a estos, se ponen en orden los
enemigos, hombres feroces e inhumanos, y está ya para
comenzarse la batalla.

Si en esta disposición, se arrebatase de improviso a un joven
de aquéllos que se han criado en el campo, y que no saben de
otra cosa que de la zampoña y del callado, se le vistiese todo
de hierro, y se le pasease alrededor de todo el campo, se le
mostrasen los escuadrones y sus conductores, los ballesteros,
honderos, centuriones, oficiales, soldados de armas pesadas,
los caballos, los flecheros, las naves, sus capitanes, los
soldados armados que se hallan amontonados sobre ellas y el
gran número de máquinas que mantienen sobre sí las naves.
Se le presentase después, puesto ya en orden de batalla, todo
el ejército de los enemigos y ciertos semblantes espantosos,
con la extraña y diversa figura, el aparato de las armas y su
multitud infinita, los valles, los profundos precipicios, y
despeñaderos de los montes. Se le hiciese ver, además de
esto, por la parte de los enemigos, su caballería, que por medio
de ciertos encantos vuela por el aire y lleva hombres armados.
Finalmente, se le diese a entender toda la fuerza y todos los
modos de aquel engaño: se le contasen las calamidades de la
guerra, la nube de los dardos, la lluvia de saetas, y aquella gran
oscuridad y tinieblas, aquella noche tenebrosísima que forma el
gran número de flechas que caen de todas partes, y que con su
espesura quitan los rayos del sol; el polvo, que impide la vista
de los ojos, no menos que las tinieblas, los arroyos de sangre,
los lamentos del que cae, y los clamores del que se mantiene
en pie aún fuerte, los montones de cadáveres, las ruedas
teñidas de sangre, y los caballos con los jinetes precipitados en
tierra por la multitud de los muertos, el suelo cubierto
confusamente de todas estas cosas mezcladas: sangre, picas,
arcos, dardos, uñas de caballos, cabezas humanas, brazos y
piernas cortadas, cuellos y pechos atravesados, sesos pegados
a las espadas, la punta de un dardo quebrado y que tiene como
ensartado un ojo de un hombre.

Si después se pasase a hacerle saber los sucesos de una
batalla naval, unas naves ardiendo en medio del mar, otras
anegadas juntamente con los soldados, el ruido de las aguas, el
clamor de los marineros, el gritar de los soldados, la espuma de
las olas teñidas con la sangre, y que entra en los navíos por
todas partes, los cadáveres, unos sobre los tablados, otros
sumergidos, otros nadando sobre las aguas, otros arrojados a
las orillas, y otros dentro de las mismas olas, cubiertos de tal
suerte, que parece quieren cortar el camino a las naves.

Y después de haberle informado de todos los sucesos
trágicos de la guerra por menor, se le explicasen los males de la
esclavitud y la servidumbre, que es aun más dura que la misma
muerte.

Y habiéndole dicho todas estas cosas, se le mandase que sin
perder tiempo montase un caballo y que se pusiese a mandar
todo aquel ejército. ¿Crees tú que este joven podría sufrir, ni
aun la relación sola de todo lo dicho, y que a primera vista no
quedaría desmayado?


XIII.
No creas que pretendo yo aquí exagerar esto con mi oración,
ni juzgues que son grandes las cosas que dejo dichas; porque
encerrados en este cuerpo como en una cárcel, no podemos
ver nada de las cosas invisibles. Verías ciertamente una batalla
mucho mayor, y más terrible, si pudieras ver con tus ojos los
tenebrosos escuadrones del demonio y el furioso combate. Allí
no hay cobre, ni hierro, ni caballos, ni carros, ni ruedas, ni
fuego, ni dardos, ni otras cosas de esta clase, que son visibles,
sino otras máquinas mucho más espantosas. No necesitan
estos enemigos de coraza, ni de escudo, ni de espadas, ni de
picas; pero basta sólo la vista de aquel ejército abominable para
poner en consternación un alma no es muy generosa, y que
además de su propia fortaleza, no goce de una particular y gran
protección divina.

Y si fuese posible, que despojado de este cuerpo, o aunque
fuese dentro de él, pudieras ver claramente con seguridad y sin
temor toda la disposición de su ejército, y la guerra que nos
hace, verías, no arroyos de sangre, ni cuerpos muertos, sino
tantos cadáveres de almas, y heridas tan graves, que toda
aquella descripción y aparato de guerra que poco antes me has
oído, la tendrías por una niñería, y más bien por un juguete que
por guerra. Tan grande es el número de los que cada día
quedan heridos; ni las heridas ocasionan un mismo género de
muerte; antes bien es tan grande la diferencia que hay entre
una y otra, cuanta es la distancia que se nota entre el cuerpo y
el alma. Cuando el alma ha recibido una herida, y ha caído, no
queda como el cuerpo, sin sentimiento; sino que aquí es
atormentada y afligida de la mala conciencia, y después cuando
sale de este mundo, según lo pide el juicio, es entregada a un
castigo eterno. Y si alguno no siente dolor de las heridas que
recibe del demonio, se hace el mal mucho más grave por una
tal insensibilidad. Aquél que no siente el golpe de la primera
herida, fácilmente recibe la segunda, y después la tercera; pues
el maligno no deja de combatirnos en tiempo alguno hasta el
último aliento, cuando encuentra el alma descuidada y que
desprecia las primeras heridas.

Y si quieres informarte del modo con que dispone sus asaltos,
los encontrarás muy fuertes y variados. No hay alguno que
sepa tantos géneros de engaños y ardides, como aquel espíritu
inmundo, consistiendo en esto su mayor poder; ni alguno puede
tener con sus más fieros enemigos enemistad tan grande, como
la que tiene aquel maligno con la naturaleza humana.

Y si alguno quiere saber con cuánto ardor nos combate, sería
cosa ridícula el pretender compararlo con los hombres. Si
haciendo elección de las bestias más feroces y crueles, quisiere
ponerlas al lado de su furor, las hallará en su comparación más
apacibles y mansas; tan grande es la indignación que respira,
cuando asalta a nuestras almas.

Aquí entre nosotros es breve el tiempo de la batalla, y en este
corto espacio se dan muchas treguas porque la noche que
sobreviene, el cansancio de proseguir el alcance, el tiempo de
tomar alimento, y otras muchas ocasiones que naturalmente
ocurren, suelen dar entretanto al soldado algún reposo para
poder despojarse de las armas, respirar un rato, recobrarse con
la comida y bebida, y tomar nuevamente sus primeras fuerzas
con otros accidentes semejantes.

Pero habiendo de pelear contra este maligno, nunca es lícito
dejar las armas, ni se puede tomar el sueño, para estar libre por
todas partes de sus heridas. Una de dos cosas ha de suceder
necesariamente; o caer y perderse despojado de las armas, o
haber de estar siempre armado y en centinela; porque él está
siempre con su armada acechando sin interrupción alguna
nuestros descuidos, aplicando mayor cuidado a nuestra
perdición, que el que ponemos nosotros en nuestra salud.

Y el no ser visto por nosotros, y sus asaltos improvisos (cosas
que son la causa de infinitos males al que no está en continua
vigilia) hacen más dudoso el suceso de esta guerra que el de
aquélla.

¿Y querías tú que yo fuese aquí el conductor de los soldados
de Cristo? Esto sería servir de capitán al demonio. Si el que
tiene obligación de poner en orden a los otros, y de
pertrecharlos bien, es el más impérito de todos y el más débil; y
por falta de ciencia entrega a los que le están encomendados,
éste sirve de capitán más bien al demonio que a Cristo.
¿Pero por qué suspiras? ¿por qué lloras? mis cosas al
presente no son dignas de llanto, sino antes bien de gozo y de
alegría.

Pero no así las mías, respondió Basilio, sino dignas de
eternas lágrimas. Apenas he podido conocer hasta ahora, en
qué males me has metido. Yo vine a ti, para saber cómo debía
responder, y qué debía decir en tu nombre a los que te acusan;
y tú me envías, habiendo puesto sobre mí, en vez de un
cuidado otro mayor. Yo ya no me cuido de hablar en tu defensa
con aquéllos; sino cómo he de poder responder yo a Dios en
defensa mía y de mis males. Te ruego, pues, y te pido, si tienes
algún cuidado de mis cosas, si hay algún consuelo en Cristo, si
algún alivio en nuestro amor, si hay entrañas y sentimientos de
compasión (pues sabes que tú mismo, más que todos, me has
conducido a este peligro) dame la mano, y con aquellas
palabras, y hechos que sean eficaces para corregirme, no
quieras, ni por un breve espacio de tiempo, abandonarme;
antes bien ahora mejor que antes, hazme participante de tu
conversación.

Crisóstomo: Sonriéndome yo al oír esto: ¿qué auxilio, le dije,
podré yo darte, y qué socorro en un peso tan grave de cosas?
Pero pues tú lo quieres así, ten buen ánimo y confianza, amado
mío, porque yo no dejaré de asistirte y de consolarte, y no
omitiré cosa alguna, según mis fuerzas, todo aquel tiempo que
te permitieren respirar aquellos cuidados que suelen nacer de
aquí.

Dicho esto, y llorando mucho más amargamente, se puso en
pie; y yo abrazándole, y aplicando mis labios a su cabeza, le
acompañaba, exhortándole a llevar generosamente lo que le
había sucedido. Yo confío, le dije, en Jesucristo, el cual te ha
llamado y destinado al gobierno de sus ovejas, que de este
ministerio conseguirás tan gran confianza, que aun cuando
peligremos nosotros, nos recibirás en tu eterno tabernáculo.
........................
90. Heb. 13. 17.
91. Mat. 18. 6.
92. Ezech. 33. 3.
93. Galat. 2. 20.
94. 2. Cor. 8. 20.
95. Rom.$12. 17.
96. Amos. 3. 2.
97. Amos. 2. 11.
98. Lev. 4. 3.
99. Deut. 22.
100. Ezeq. 34. 17.

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