EnciCato
San Agustín de Hipona (354-430) es un "genio
filosófico y teológico de primera magnitud que domina, como una pirámide,
la antigüedad y las edades subsiguientes. Comparado con los grandes
filósofos de siglos pasados y de los tiempos modernos, los iguala a
todos; entre los teólogos es innegablemente el primero, y ha sido tal
su influencia que ninguno de los Padres, escolásticos o reformadores
lo ha superado." (Philip Schaff, History of the Christian Church). En otros artículos hemos
discutido su vida, sus
obras
y su regla; aquí trataremos sobre
sus enseñanzas y su influencia en tres secciones:
Cuando los críticos se esfuerzan en determinar el papel de Agustín
en la historia de la Iglesia y de la civilización, no puede haber
campo para hablar de influencia
exterior o política,
tal como era ejercida por San León, San Gregorio o San Bernardo. Como
Reuter observa con justeza, Agustín era obispo de una ciudad de tercera
categoría y tenía escasamente el más mínimo grado de control directo
sobre la política; Harnack añade que quizá no tenía las calificaciones
de un hombre de estado. Si Agustín ocupa un sitio aparte en la historia
de la humanidad es como pensador, cuya influencia se siente aun fuera
del terreno de la teología y juega un potentísimo papel en la orientación
del pensamiento occidental. Hoy en día se acepta universalmente que,
en el campo intelectual, su influencia no tiene rival ni siquiera
en Santo Tomás de Aquino y las enseñanzas de Agustín marcan una época
aparte en la historia del pensamiento cristiano. Para realzar este
importante hecho trataremos de determinar: (1) el rango y grado de
influencia que es menester adscribirle a Agustín; (2) la naturaleza
o elementos de su influencia doctrinal; (3) las características generales
de su doctrina; y (4) el carácter de su genio.
(1) El más grande de los Doctores
Ante todo, es un hecho notable que los
grandes críticos, tanto protestantes como católicos, son casi unánimes
en colocar a San Agustín en el rango más alto entre los Doctores y
en proclamarlo como el más grande de los Padres. Tal era también la
opinión de sus contemporáneos, a juzgar por sus expresiones de entusiasmo
recopiladas por los bolandistas. Los papas atribuían una autoridad
tan excepcional al Doctor de Hipona que, aun en años más recientes,
ha dado lugar a animadas controversias teológicas. Pedro el Venerable
resumió de una manera certera el sentimiento general de la Edad Media
cuando colocó a Agustín en un rango inmediatamente después del de
los Apóstoles; y en los tiempos modernos Bossuet, cuyo genio era muy
similar al de Agustín le asigna el primer lugar entre los Doctores
y no se limita a llamarlo "el incomparable Agustín" sino
también "el Águila de los Doctores," "el Doctor de
los Doctores." Si bien el abuso jansenista en la interpretación
de sus obras y quizá las exageraciones de ciertos católicos, lo mismo
que el ataque de Richard Simon parecieron haber alarmado a algunas
mentes, la opinión general no ha variado. En el siglo XIX Stöckl expresó
el pensar de todos cuando dijo: "Agustín ha sido justamente llamado
el más grande Doctor del mundo católico."
Y la admiración de los críticos protestantes
no es menos entusiasta. Más aun, parecería como si ellos hubieran
estado en estos últimos tiempos especialmente fascinados por la gran
figura de Agustín, como se puede colegir de lo profunda y asiduamente
que lo han estudiado (Bindemann, Schaff, Dorner, Reuter, A. Harnack,
Eucken, Scheel, etc.) y todos ellos están más o menos de acuerdo con
Harnack cuando éste pregunta "¿Dónde en la historia de Occidente
ha de encontrarse un hombre cuya influencia pueda compararse con la
suya?" Lutero y Calvino se contentaron con tratar a Agustín con
un poco menos de irreverencia que aquella con la que trataron a los
otros Padres, pero sus descendientes le hacen completa justicia, aunque
lo reconocen como el padre del catolicismo romano. De acuerdo con
Bindeman, "Agustín es una estrella de extraordinario brillo en
el firmamento de la Iglesia. Desde el tiempo de los Apóstoles, nadie
lo ha superado." En su History of the Church, el Dr. Kurz llama
a Agustín "el mayor, el más poderoso de todos los Padres, aquél
de quien proceden todos los desarrollos doctrinales y eclesiásticos
de Occidente y a quien traen de nuevo cada crisis recurrente y cada
nueva orientación del pensamiento." El mismo Schaff (Saint
Augustine, Melanchton, and Neander, p. 98) comparte esta opinión:
"En tanto que la mayoría de los grandes hombres en la historia
de la Iglesia son reclamados por la confesión católica o por la protestante
y por tanto su influencia queda confinada a la una o a la otra, él
goza de parte de ambas de un respeto igualmente profundo y duradero."
Rudolf Eucken es todavía más osado cuando dice: "En el terreno
de la cristiandad propiamente, sólo ha aparecido un filósofo y ése
es Agustín." El mitrado inglés W. Cunningham no es menos apreciativo
de la magnitud y perpetuidad de esta extraordinaria influencia: "La
totalidad de la vida de la Iglesia medieval estaba enmarcada siguiendo
lineas que él ha sugerido: sus órdenes religiosas lo reclamaban como
patrón, sus místicos encontraron un tono congenial en sus enseñanzas,
su forma de gobierno era hasta cierto punto la realización de su descripción
de la Iglesia cristiana; en sus varias partes representaba la puesta
en práctica de las ideas que él abrigaba y difundía. Tampoco terminó
su influencia con la declinación del medievalismo: veremos ahora qué
tan cercano está su lenguaje al de Descartes, quien dió el primer
impulso a la filosofía moderna y definió su carácter especial."
Y, después de haber establecido que la doctrina de San Agustín estaba
en el fondo de todas las luchas entre los jansenistas y católicos
en la Iglesia de Francia, entre arminianos y calvinistas por el lado
de los reformadores, añade: "Y una vez más en nuestra propia
tierra, cuando surgió una reacción contra el racionalismo y el erastianismo,
fue hacia el Doctor africano hacia quien se volvieron los hombres
con entusiasmo: la edición que hizo el Dr. Pusey de las Confesiones fue uno de los primeros frutos del Movimiento de Oxford."
Pero Adolf Harnack es quien con más frecuencia
ha hecho hincapié en el papel señero que ha jugado el Doctor de Hipona.
Harnack ha estudiado el lugar de Agustín en la historia del mundo
como reformador de la piedad cristiana y su influencia como Doctor
de la Iglesia. En su estudio de las Confesiones
vuelve a lo mismo: "Ningún hombre desde Pablo es comparable a
él" - con la excepción de Lutero, y añade- "Aún hoy vivimos
según San Agustín, nutridos por su pensamiento y por su espíritu;
se dice que somos hijos del Renacimiento y de la Reforma, pero tanto
aquel como ésta dependen de él."
(2)
Naturaleza y diferentes aspectos de su influencia doctrinal
Esta influencia es tan variada y compleja
que es difícil considerarla bajo todos sus diferentes aspectos. En
primer lugar, en sus obras el gran obispo recoge y condensa los tesoros
intelectuales del mundo antiguo y los transmite al nuevo. Harnack
llega a decir: "Parecería que la miserable existencia del Imperio
Romano en el Oeste se hubiera prolongado hasta la época de Agustín
sólo para permitir que la influencia de éste se ejerciera sobre la
historia universal." Para que pudiera cumplir esta enorme tarea
la Providencia lo puso en contacto con tres mundos cuyo pensamiento
él debía transmitir: con el mundo romano y latino en cuyo medio vivió;
con el mundo oriental, parcialmente revelado a él a través del estudio
del maniqueísmo; y con el mundo griego que le habían mostrado los
platónicos. En filosofía, Agustín se inició en el contenido total
y todas las sutilezas de las variadas escuelas sin comprometerse no
obstante con ninguna de ellas. En teología fue él quien hizo conocer
en la Iglesia Latina el gran trabajo dogmático logrado en el Oriente
durante el siglo cuarto y comienzos del quinto. Agustín popularizó
los resultados de este trabajo dándoles la forma más exacta y precisa
del genio latino. A una síntesis del pasado, Agustín añade la incomparable
riqueza de su propio pensamiento, y de él se puede decir que fue el
más poderoso instrumento de la Providencia para el desarrollo y avance
del dogma. En este campo el peligro no reside en negar sino en exagerar
este avance. La misión dogmática de Agustín (en una esfera más baja
y sin hablar de inspiración) recuerda la de Pablo en la predicación
del Evangelio; también ha sido objeto de los mismos ataques y ha ocasionado
las mismas extravagancias de la crítica. De la misma manera que se
buscó hacer del paulinismo la fuente real del cristianismo tal como
lo conocemos -un sistema que había sofocado el primitivo germen del
Evangelio de Jesús - se concibió la idea de que Agustín había instalado
en la Iglesia, bajo el nombre de agustinismo, una especie de sincretismo
de las ideas de Pablo con el neoplatonismo, que era una desviación
de la antigua cristiandad,
sincretismo para algunos afortunado, pero completamente deplorable
según otros. Estas fantasías no sobreviven después de una lectura
de los textos y el mismo Harnack hace ver cómo Agustín es heredero
de la tradición que lo precedió. Por otra parte, no es posible ignorar
su contribución de creatividad y originalidad en el desarrollo del
dogma, aunque aquí y allá se manifiestan debilidades humanas en cuestiones
especiales. Él, mejor que cualquiera de los Padres, comprendió el
progreso tan bien expresado por Vicente de Lerins, su contemporáneo,
en una página que algunos han utilizado en su contra.
En general, toda la dogmática cristiana
le está en deuda por nuevas teorías que justifican y explican mejor
la revelación, nuevos puntos de vista y mayor claridad y precisión.
Las muchas controversias con las cuales ha sido identificado, junto
con el giro especulativo de su mente, trajeron casi todas las cuestiones
bajo el campo de su investigación. Aun su manera de plantear los problemas
dejó de tal modo su impronta
en ellos, que casi podría decirse que no hay problema para cuya consideración
los teólogos no sientan una obligación imperativa de estudiar el pensamiento
de Agustín. En particular, Agustín desarrolló tan ampliamente ciertos
dogmas, sacando tan hábilmente de su envoltura de tradición el fructífero
germen de la verdad, que muchos de estos dogmas (equivocadamente en
nuestra opinión), han sido etiquetados como "agustinismo."
Agustín no fue su inventor, sino solamente el primero que los colocó
bajo una poderosa luz. Estos son principalmente los dogmas sobre la
caída, la propiciación, la gracia, y la predestinación. Shaff (op.cit.97)
ha dicho con mucha propiedad: "Su aparición en la historia del
dogma forma una época distinta, especialmente en cuanto se refiere
a las doctrinas antropológicas y soteriológicas, las cuales él hizo
avanzar considerablemente y condujo a una claridad y precisión mayores
que lo que nunca antes habían tenido en la conciencia de la Iglesia."
Ahora bien, Agustín no es solamente el Doctor de la Gracia, sino también
el Doctor de la Iglesia: sus veinte años de conflicto con el donatismo
condujeron a una completa exposición de los dogmas de la Iglesia,
el gran trabajo sobre el Cuerpo Místico de Cristo y el verdadero Reino
de Dios, sobre su parte en la salvación y sobre la íntima eficacia
de sus sacramentos. Sobre este punto, en el centro mismo de la teología
agustiniana, es sobre el que ha concentrado Reuter sus Augustinische
Studien, los cuales, de acuerdo con Harnack, son los más doctos
entre los estudios recientes sobre San Agustín. Las controversias
maniqueas también lo condujeron a exponer claramente las grandes cuestiones
del Ser Divino y de la naturaleza del mal, y por esto podría también
ser llamado el Doctor del Bien o de los buenos principios de todas
las cosas. Finalmente, la misma idiosincrasia de su genio y la impronta
práctica, sobrenatural y divina que dejó en todas sus especulaciones
intelectuales, hacen de él el Doctor de la Caridad.
Otro paso adelante debido al trabajo de
Agustín se encuentra en el lenguaje de la teología, pues, si él no
lo creó, al menos contribuyó a su establecimiento definitivo. A él
se le deben gran número de fórmulas epigramáticas, tan significativas
como tersas, que posteriormente fueron escogidas y adoptadas por la
escolástica. Además, como el latín era más conciso y menos flúido
en sus formas que el griego, resultó maravillosamente apropiado para
este objeto. Agustín hizo del latín el lenguaje dogmático por excelencia,
y Anselmo, Tomás de Aquino y otros siguieron su guía. Ocasionalmente
le ha sido atribuido el Credo seudo-atanasiano, que indudablemente
apareció en una fecha posterior, pero no estaban equivocados los críticos
que trazaron su inspiración a las fórmulas que aparecen en De Trinitate. Quienquiera que haya sido
el autor de este Credo, ciertamente estaba familiarizado con Agustín
y se inspiraba en sus obras. Incuestionablemente, a este don de la
expresión concisa, al igual que a su caridad, se debe el que se le
haya atribuido con frecuencia el celebrado dicho: "En lo esencial,
unidad; en lo no esencial, libertad; en todas las cosas, caridad."
Agustín se destaca también como el gran
inspirador del pensamiento religioso de las edades subsiguientes.
Un volumen entero no sería suficiente para contener el recuento completo
de su influencia sobre la posteridad; aquí solamente llamaremos la
atención hacia sus principales manifestaciones. En primer lugar, es
un hecho de capital importancia que, con San Agustín, el centro del
desarrollo dogmático y teológico pasó del Oriente al Occidente. Por
consiguiente, también desde este punto de vista, Agustín marca una
época en la historia del dogma. Los críticos sostienen que hasta su
tiempo, la más poderosa influencia era ejercida por la Iglesia Griega,
y el Este había sido la tierra clásica de la teología, el gran taller
para la elaboración del dogma. Desde el tiempo de Agustín, la influencia
predominante parece emanar de Occidente, y el espíritu plástico y
realista de la raza latina suplanta al espíritu especulativo e idealista
de Grecia y del Oriente. No menos saliente, es el hecho de que fue
el Doctor de Hipona quien, en el seno de la Iglesia, inspiró los dos
movimientos aparentemente antagónicos, el escolasticismo y el misticismo.
Desde Gregorio Magno a los Padres de Trento, la autoridad de Agustín,
indisputablemente la mayor, domina a todos los pensadores y a ella
apelan por igual los escolásticos Anselmo, Pedro Lombardo y Tomás
de Aquino lo mismo que Bernardo, Hugo de San Víctor y Tauler, exponentes
del misticismo, todos los cuales se nutrieron de sus escritos y se
penetraron de su espíritu. No hay ninguna, ni siquiera de las más
modernas tendencias del pensamiento, que no derive de él lo que tenga
de verdad o de profundo sentimiento religioso. Doctos críticos como
Harnack han llamado a Agustín, "el primer hombre moderno"
y, en verdad, él ha moldeado de tal manera el mundo latino, que es
en realidad quien le ha dado forma a la educación de las mentes modernas.
Pero, sin ir demasiado lejos, podemos citar al filósofo alemán Eucken:
"Tal vez no sea paradójico decir que si nuestra época desea retomar
y tratar de una manera independiente el problema de la religión, no
es tanto a Scleiermacher ni a Kant, ni aun a Lutero ni a Santo Tomás
a quienes se debe referir sino a Agustín... Y fuera de la religión,
hay puntos en los cuales Agustín es más moderno que Hegel o que Schopenhauer."
(3)
Las cualidades dominantes de su doctrina
Para mejor entender la influencia de San
Agustín, tenemos que llamar la atención sobre ciertas características
generales de su doctrina, que no deben perderse de vista si se quieren
evitar penosos errores de interpretación al leer sus obras.
En primer lugar, el completo desarrollo
de la mente del gran Doctor fue progresivo. Al conocimiento exacto
de cada verdad y a una percepción clara y precisa de su sitio en la
síntesis de la revelación llegó por etapas, con frecuencia estimulado
por las circunstancias y las necesidades de la controversia. Esto
también requiere que sus lectores sepan como "avanzar con él".
Es necesario estudiar las obras de San Agustín en el orden histórico
y, como veremos posteriormente, esto es particularmente aplicable
a la doctrina sobre la gracia.
La doctrina agustiniana es, valga repetirlo,
esencialmente teológica y tiene a Dios por centro. Ciertamente, Agustín
es un gran filósofo, y Fénelon dijo de él: "Si un hombre ilustrado
fuera a recopilar de los libros de San Agustín las verdades sublimes
que este gran hombre ha esparcido al azar en ellos, tal compendio
(extrait), hecho con juicio, sería superior en amplia medida a las
Meditaciones de Descartes." Y, de
hecho, dicha recopilación fue realizada por el ontólogo del Oratorio,
André Martin. Hay entonces una filosofía de San Agustín, pero en él
la filosofía está tan íntimamente acoplada a la teología que es inseparable
de ésta. Los historiadores protestantes han señalado esta característica
de sus escritos. "El mundo," dice Eucken, "le interesa
menos que" la acción de Dios en el mundo y especialmente en nosotros
mismos. Dios y el alma son los únicos asuntos cuyo conocimiento debería
encendernos de entusiasmo. Todo conocimiento se hace conocimiento
moral, religioso o, más bien, una convicción moral, religiosa, un
acto de fe de parte del hombre, quien se entrega sin reservas."
Y, aun con mayor energía, Böhringer ha dicho: "El eje sobre el
cual giran el corazón, la vida y la teología de Agustín, es Dios."
Las discusiones orientales sobre la Palabra habían forzado a Atanasio
y a los Padres Griegos a colocar la fe en la Palabra y en Cristo,
el Salvador, en la cumbre misma de la teología. Agustín también, en
su teología coloca la Encarnación en el centro del plan divino, pero
lo enfoca como la gran manifestación histórica de Dios a la humanidad
-la idea de Dios domina todo: de Dios considerado en Su esencia
(Sobre la Trinidad), en Su gobierno (La Ciudad de Dios), o como el
fin último de toda vida cristiana (Enchiridion y Sobre el Combate Cristiano).
Finalmente, la doctrina de Agustín lleva
un sello eminentemente católico y
es radicalmente opuesta al protestantismo. Es importante dejar
establecido este hecho, principalmente a causa del cambio de actitud
de los críticos protestantes hacia San Agustín. Ciertamente, no hay
nada que merezca más la atención que este desarrollo que dice tan
bien de la imparcialidad de los autores modernos. La tesis de los
protestantes de otros tiempos es bien conocida. Por cierto que no
faltaron los intentos de monopolizar a Agustín y de hacer de él un
reformador precursor de la Reforma. Por supuesto que Lutero se vio
obligado a admitir que no había encontrado en Agustín la idea de la
justificación por la sola fe, ese principio generador de todo el protestantismo;
y Schaff nos cuenta que se
consolaba a sí mismo exclamando (op. cit., p. 100): "Agustín
ha errado con frecuencia, no es de fiar. Aunque bueno y santo, no
poseía la fe verdadera lo mismo que los otros Padres." Pero,
en general, la Reforma no entró en línea tan fácilmente y por largo
tiempo fue costumbre oponer el gran nombre de Agustín al catolicismo.
El Artículo 20 de la Confesión de Augsburgo tiene el atrevimiento
de atribuirle la justificación sin obras y Melanchton invoca su autoridad
en su Apologia Confesionis.
En los últimos treinta o cuarenta años todo esto ha cambiado, y los
mejores críticos protestantes compiten entre sí en la proclamación
del carácter esencialmente católico de la doctrina agustiniana. De
hecho, llegan a extremos cuando alegan que él es el fundador del catolicismo.
Así encontramos que H. Reuter concluye sus muy importantes estudios
sobre el Doctor de Hipona: "Considero que Agustín es el fundador
del catolicismo romano en el occidente.... Esto no es un descubrimiento
nuevo, como parece creerlo Kattenbusch, sino una verdad reconocida
desde hace tiempo por Neander, Julius Köstlin, Dorner, Schmidt, ...etc."
Luego, sobre el asunto de si el evangelicalismo habría de encontrarse
en Agustín, dice: "Anteriormente, sobre este punto se razonaba
de una manera diferente a como se hace actualmente. Las frases que
estuvieron muy en boga entre 1830 y 1870: "Agustín
es el padre del protestantismo evangélico y Pelagio el padre del catolicismo,"
raramente se encuentran hoy día. Desde entonces se ha reconocido
que no tienen asidero, aunque encierran una particula veri." Philip Schaff llega a la misma conclusión; y
Dorner dice: "Es erróneo atribuirle a Agustín las ideas que inspiraron
la Reforma." Ninguno, sin embargo, ha colocado esta idea bajo
una luz más fuerte que Harnack. Bien recientemente, en su decimocuarta
lección de su La Esencia del Cristianismo, caracterizó
a la Iglesia Romana con tres elementos, el tercero de los cuales es
el Agustinismo, el pensamiento y la piedad de San Agustín. "De
hecho, Agustín ha ejercido sobre la totalidad de la vida interior
de la Iglesia, sobre la vida religiosa y sobre el pensamiento religioso,
una influencia absolutamente decisiva." Y, de nuevo dice: "En
el siglo V, en el momento en que heredó el Imperio Romano, la Iglesia
tenía en su seno a un hombre de un genio extraordinariamente profundo
y poderoso: de él tomó ella sus ideas, y hasta la hora presente ha
sido incapaz de apartarse de ellas." En su Historia del Dogma (traducción al inglés, V, 234, 235), el mismo
crítico se ocupa extensamente de las características de lo que él
llama el "catolicismo popular" al cual pertenece Agustín.
Estas características son: (a) la Iglesia como institución jerárquica
con autoridad doctrinal; (b) la vida eterna por méritos y la desestimación
de la tesis protestante de "salvación por la fe," es decir,
salvación por esa firme confianza en Dios producida por la certeza
del perdón; (c) el perdón de los pecados -en la Iglesia y por la Iglesia;
(d) la distinción entre mandatos y consejos -entre pecados mortales
y veniales - la gradación de hombres malvados y hombres buenos - los
varios grados de felicidad en el cielo de acuerdo con los méritos
de cada uno; (e) Agustín es acusado de "sobrepasar las ideas
supersticiosas" de este catolicismo popular - el valor infinito
de la satisfacción que Cristo ofreció por la salvación considerada
como el gozo de Dios en el cielo - la eficacia misteriosa de los sacramentos
(ex opere operato) - la virginidad de María
aun en el parto - la idea den su pureza y de su concepción, única
en su clase. Harnack no afirma que Agustín enseñó la doctrina de la
Inmaculada Concepción, pero Schaff (op. cit., p. 98) dice sin vacilación:
"Él es responsable de muchos lastimosos errores de la Iglesia
Romana...él anticipó el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen
María, y su ominosa expresión, Roma locuta est, causa finita est, puede
casi ser citada en apoyo al decreto vaticano de la infalibilidad papal."
A pesar de todo, sería un error suponer
que los protestantes modernos renuncian a cualquier pretensión sobre
Agustín, ellos mantendrán que, a pesar de su esencial catolicismo,
fue él quien inspiró a Lutero y a Calvino. La nueva tesis, por consiguiente,
consiste en que cada una de las dos Iglesias lo pueden reclamar por
turnos. La expresión de Burke citada por Schaff (ibid., p. 102) es
característica de esta posición: "En Agustín, las ideas antiguas
y modernas se funden y a su autoridad tiene tanto derecho la Iglesia
papal como las Iglesias de la Reforma." Nadie ha notado esta
contradicción tan claramente como Loofs. Después de declarar que Agustín
ha acentuado los elementos característicos de la cristiandad occidental
(católica), que en las edades sucesivas se convirtió en su Padre,
y que "el eclesiasticismo del catolicismo romano, el escolasticismo,
el misticismo, y aun las pretensiones del papado al gobierno temporal
se fundamentan en una tendencia iniciada por él," Loofs afirma
también que él es el maestro de todos los reformadores y su lazo de
unión, y concluye con esta extraña paradoja: "La historia del
catolicismo es la historia de la eliminación progresiva del agustinismo."
La singular aptitud de estos críticos para suponer la existencia de
contradicciones flagrantes en un genio como Agustín no es tan asombrosa
cuando recordamos que, con Reuter, ellos justifican esta teoría con
la reflexión: "En quién se pueden encontrar contradicciones más
frecuentes que en Lutero?" Pero sus teorías están basadas en
una falsa interpretación de la opinión de Agustín, la cual es con
frecuencia malentendida por aquellos que no están suficientemente
familiarizados con su lenguaje y terminología.
(4)
El carácter de su genio
Tenemos ahora que establecer cuál es la
cualidad dominante que explica su fascinante influencia sobre la posteridad.
Uno tras otro, los críticos han considerado los varios aspectos de
este gran genio. Algunos han sido particularmente impresionados por
la profundidad y originalidad de sus concepciones, y para éstos, Agustín
es el gran sembrador de las ideas que habrían de alimentar a las mentes
futuras. Otros, como Jungmann y Stöckl, han elogiado en él la maravillosa
armonía de todas las cualidades superiores de la mente o la universalidad
y el alcance de su doctrina. "En el gran Doctor africano,"
dice el Rev. J. A. Zahm (Bible, Science and Faith, tr. fr., 56): "al parecer hemos encontrado
unidos y combinados la poderosa y penetrante lógica de Platón, las
profundas concepciones científicas de Aristóteles, el conocimiento
y elasticidad intelectual de Orígenes, la gracia y elocuencia de Basilio
y de Crisóstomo. Sea que lo consideremos como filósofo, como teólogo
o como exégeta..., él aparece de todos modos
en forma admirable como el Maestro incuestionado de todos los siglos."
Philip Schaff (op. cit., p. 97) admira por sobre todo "esa rara
unión del talento especulativo de la Iglesia griega y el espíritu
práctico de la Iglesia latina, que solamente él poseía." En todas
estas opiniones hay una gran medida de verdad; sin embargo, creemos
que la característica dominante del genio de Agustín y el verdadero
secreto de su influencia han de encontrarse en su corazón - un corazón
que penetra las más elevadas especulaciones de una mente profunda
y las anima con el sentimiento más ardiente. En el fondo solamente
estamos expresando la apreciación tradicional y general que se tiene
del santo, puesto que él siempre ha sido representado con un corazón
como emblema, de la misma manera que Santo Tomás de Aquino lo ha sido
con un sol. Mgr. Bougaud interpreta este símbolo de la siguiente manera:
"Nunca unió un hombre en una y la misma alma tan severo rigor
de lógica con semejante ternura de corazón." Esta es también
la opinión de Harnack, Böhringer, Nourisson, Storz y otros. La característica
distintiva de Agustín es una gran intelectualidad admirablemente fusionada
con un iluminado misticismo. La verdad para él no es solamente un
objeto de contemplación, es un bien que debe ser poseído, que debe
ser amado y de acuerdo con el cual se debe vivir. Lo que constituye
el genio de Agustín es su maravilloso don de abrazar la verdad con
todas las fibras de su alma; no solamente con el corazón, puesto que
el corazón no piensa, ni solo con la mente, porque la mente sólo puede
aprehender lo abstracto o, por decirlo así, la verdad inerte. Agustín
busca la verdad viviente, y aun cuando se le encuentra combatiendo
ciertas ideas platónicas, pertenece a la familia de Platón, no a la
de Aristóteles. Él pertenece indiscutiblemente a todas las edades
porque está en contacto con todas las almas, pero es preeminentemente
moderno porque su doctrina no es la fría luz de la Escuela; él está
vivo y penetrado de sentimiento personal. La religión no es una simple
teoría, la cristiandad no es apenas una serie de dogmas, también es
una vida, como se diría hoy o, más exactamente, una fuente de vida.
Sin embargo, no nos engañemos, Agustín no es un sentimental, un místico
puro; el solo corazón no explica su poder. Si en él la dura y fría
intelectualidad de los metafísicos cede su lugar a una apasionada
visión de la verdad, esa verdad es la base de todo. El nunca conoció
el vaporoso misticismo de nuestros días, que se deja adormecer por
un vago sentimentalismo sin rumbo. Su emoción es profunda, verdadera
y absorbente porque nace de un dogmatismo fuerte, seguro y preciso
que desea conocer lo que ama y porqué lo ama. El cristianismo es vida,
pero vida en la verdad eterna inmutable. Y si ninguno de los Padres
ha puesto tanto de su corazón en sus escritos, ninguno tampoco ha
enfocado sobre la verdad el faro de un intelecto más fuerte y claro.
La pasión de Agustín se caracteriza, no por la violencia sino por
una sensibilidad comunicativa y su exquisita delicadeza experimenta
las más intimas emociones una tras otra y las somete a prueba; de
ahí el irresistible efecto de las Confesiones. Feuerlein, un pensador protestante, ha resaltado (en
forma exagerada, por cierto, y dejando los prodigiosos poderes de
su intelecto en la sombra) la exquisita sensibilidad de Agustín -que
él llama el "elemento femenino" de su genio. Dice: "No
fue una parte meramente casual o accidental la que su madre, Mónica,
jugó en su desarrollo intelectual, y en esto reside lo que lo distingue
esencialmente de Lutero, de quien se dice: 'Todo alrededor de él permite
adivinar al hombre.'" Y Schlösser, a quien Feuerlein cita, no
tiene temor de decir que las obras de Agustín tienen más poesía genuina
que todos los escritos de los Padres griegos. Al menos no se puede
negar que ningún pensador ha llegado a causar el derrame de tantas
y tan saludables lágrimas como él. Esta característica del genio de
Agustín explica su trabajo doctrinal. Los dogmas cristianos son considerados
en relación con el alma y con los grandes deberes de la vida cristiana
más bien que por sí mismos y de una manera especulativa. Esto solo
explica su división de la teología en el Enchiridion,
la cual parece tan extraña a primera vista. Él reúne toda la doctrina
cristiana en las tres virtudes teologales, considerando en los misterios
las diferentes actividades del alma que tiene que vivir de acuerdo
con ellas. De este modo, en la Encarnación él asigna la mayor parte
a los aspectos morales, al triunfo de la humildad. Por esta razón
también, el trabajo de Agustín lleva un sello, hasta entonces desconocido,
de una personalidad viva, atisbando en todas direcciones. Él inaugura
esa literatura en la cual la individualidad del autor se revela en
las materias más abstractas, de lo cual sus Confesiones constituyen un ejemplo inimitable. En esta conexión
es en la que Harnack admira el don de observación psicológica
del Doctor africano y una cautivadora facilidad para retratar sus
penetrantes observaciones. Este talento, dice Harnack, es el secreto
de la originalidad y grandeza de Agustín. Además, es esta misma característica
la que lo distingue de los otros Doctores y le confiere su temperamento
especial propio. El lado práctico de la cuestión también atraía a
la mente romana de Ambrosio, pero éste nunca se eleva a las mismas
alturas, ni mueve el corazón de manera tan profunda como lo hace su
discípulo de Milán. Jerónimo es un exégeta más docto, mejor equipado
en cuanto a erudición escrituraria y es aun más puro en su estilo
pero, a pesar de su ardor impetuoso, es menos animado, menos llamativo
que su correspondiente de Hipona. Atanasio también es sutil en el
análisis metafísico del dogma, pero no excita al corazón ni se apodera
del alma como lo hace el Doctor africano. Orígenes jugó la parte de
iniciador en la Iglesia Oriental, como lo hizo Agustín en el Occidente,
pero su influencia, desafortunada en más de un aspecto, fue ejercida
principalmente en la esfera de la inteligencia especulativa, en tanto
que Agustín, gracias a las cualidades de su corazón, se extendía más
allá del dominio de la teología. Bossuet, quien entre todos los genios
es el que más se asemeja a Agustín por su elevación y su universalidad,
es superior a él en la maestría y en el terminado artístico de sus
obras, pero no tiene la seductora ternura del alma; y si Agustín fulmina
menos, atrae más poderosamente, subyugando la mente con suavidad.
La influencia universal de Agustín en todas
las edades subsiguientes puede explicarse así: Se debe a los dones
combinados del corazón y la mente. El solo genio especulativo no arrastra
a la multitud; el mundo cristiano, aparte de los teólogos profesionales
no lee a Tomás de Aquino. Por otra parte, sin la idea clara y definida
del dogma, el misticismo zozobra tan pronto como la razón despierta
y descubre la vacuidad de las metáforas: éste es siempre el destino
del pietismo vago, no importa si reconoce a Cristo o no, no importa
si es ensalzado por Schleiermacher, por Sabatier o por sus discípulos.
Pero para el genio de Agustín, al mismo tiempo iluminado y ardiente,
son accesibles la totalidad del alma y la totalidad de la Iglesia;
tanto los maestros como los discípulos son permeados por sus sentimientos
e ideas. A. Harnack, más que cualquier otro crítico, admira y describe
la influencia de Agustín sobre toda la vida del pueblo cristiano.
Si Tomás de Aquino es el Doctor de las Escuelas, Agustín, de acuerdo
con Harnack, es el inspirador y restaurador de la piedad cristiana.
Si Tomás inspira los cánones de Trento, Agustín, además de haber formado
al mismo Tomás, inspira la vida interior de la Iglesia y es el alma
de todas las grandes reformas efectuadas en su seno. En su Essence
of Christianity (14a. lección, 1900, p. 161), Harnack muestra
cómo católicos y protestantes viven de la piedad de Agustín. "Su
vida ha sido incesantemente revivida en el transcurso de los mil quinientos
años posteriores. Aun hasta nuestros días la piedad interior y viva
entre los católicos, lo mismo que su modo de expresión, han sido esencialmente
agustinianos: el alma es permeada por su sentimiento, siente como
él sintió y repiensa sus pensamientos. Igual sucede también con muchos
protestantes, y ellos no están de ninguna manera entre los peores.
Y aun aquellos para quienes el dogma no es más que una reliquia del
pasado proclaman que la influencia de Agustín vivirá por siempre."
Esta genuina emoción constituye también
el velo que oculta al lector ciertas faltas o de otra manera hace
que las ignore, Dice Eucken: "Nunca pudo Agustín haber ejercido
toda la influencia que ha ejercido si no hubiera reinado una sinceridad
absoluta en los rincones más íntimos de su alma, a pesar del artificio
retórico de su discurso." Sus frecuentes repeticiones son excusadas
por ser expresiones de su profundo sentimiento. Schaff dice: "Sus
libros, con todas las faltas y repeticiones de partes aisladas, son
un flujo espontáneo de los maravillosos tesoros de su mente privilegiada
y de su corazón verdaderamente piadoso." (Saint Augustine,
p. 96). Pero también debemos reconocer que su pasión es la
fuente de exageraciones y, a veces, de errores que encierran un verdadero
peligro para el lector poco atento o mal dispuesto. Por puro amor
a Agustín, algunos teólogos se han empeñado en justificar todo lo
que él escribió, en admirarlo todo y en proclamarlo infalible, pero
nada podría ir más en detrimento de su gloria que tales excesos de
alabanza. La reacción a que nos hemos referido se origina parcialmente
en esto. Tenemos que reconocer que la pasión por la verdad a veces
fija demasiado la atención en un solo lado de una cuestión compleja;
sus fórmulas demasiado absolutas, faltas de calificación, son falsas
en apariencia en un sentido o en otro. "El temperamento oratorio,
que poseía en tan alto grado," dice Becker con razón (Revue d´histoire ecclésiastique, 15, abril
1902, p. 379), "la clase de exaltación que venía bien con su
rica imaginación y su alma amorosa, no son lo más confiable en las
especulaciones filosóficas." Tal es el origen de las contradicciones
que se alegan contra él y de los errores que le atribuyen los predestinacianos
de todas las épocas. Aquí vemos el papel de las mentes más frías del
escolasticismo. Tomás de Aquino fue un correctivo necesario para Agustín.
Él es menos grande, menos original y, sobre todo, menos animado; pero
la sosegada didáctica de su intelectualismo le permiten castigar las
exageraciones de Agustín con una rigurosa crítica, impartir exactitud
y precisión a sus términos -en pocas palabras, preparar un diccionario
con el cual el Doctor Africano puede ser leído sin peligro.
Incuestionablemente, donde su pensamiento se destaca como más personal,
más poderoso y más disputado, es en la solución que da el gran Doctor
al eterno problema de la libertad y la gracia, de la parte que toma
Dios y la que toma el hombre en el negocio de la salvación. El más personal, porque él fue el primero
de todos en sintetizar las grandes teorías de la Caída, la gracia y
el libre albedrío y, más aun, fue él quien, para reconciliar todas estas
teorías, nos ha proporcionado una profunda explicación que es en verdad
enteramente suya y de la cual no podemos encontrar ningún vestigio en
sus predecesores. De aquí se origina el uso frecuente del término Agustinismo
para designar exclusivamente su sistema de gracia. El más poderoso porque, como todos lo admiten, fue él, por encima
de todos los demás, quien logró el triunfo de la libertad contra los
maniqueos y de la gracia contra los pelagianos. Su doctrina ha sido,
en su mayor parte, aceptada solemnemente por la Iglesia y sabemos que
los cánones del Concilio de Orange son tomados de sus obras. El
más disputado; también, como San Pablo, cuyas enseñanzas desarrolla,
ha sido citado con frecuencia y con frecuencia no ha sido entendido.
Amigos y enemigos han explotado sus enseñanzas en los más diversos sentidos.
No ha sido aprehendido, no sólo por los oponentes de la libertad y,
consiguientemente por los reformadores del siglo XVI, sino que aun hoy,
por los críticos protestantes más opuestos al cruel predestinacionismo
de Calvino y Lutero que le adjudican la paternidad de esa doctrina a
San Agustín. Un estudio técnico estaría fuera de lugar aquí; será suficiente
enunciar los pensamientos más salientes para permitir al lector encontrar
su orientación.
(1) Hoy día se considera fuera de duda
que el sistema de Agustín estaba completo en su mente a partir del
año 397, es decir, desde el comienzo de su episcopado, cuando escribió
sus respuestas a las Questiones Diversaæ de Simpliciano. A este
libro es al que Agustín, en sus últimos años, remite a los semipelagianos
para la explicación de su verdadero pensamiento. Este importante hecho,
al cual por mucho tiempo no se le prestó atención, ha sido reconocido
por Neander y establecido por Gangaut y también por críticos recientes
tales como Loofs, Reuter y Jules Martin (véase también Cunningham,
Saint Austin, 1886, pp. 80 y 175). Por consiguiente, no será posible
negar la autoridad de esos textos bajo el pretexto de que Agustín,
en su edad provecta adoptó un sistema más antagónico a la libertad.
(2) El sistema de Pelagio puede hoy ser
mejor entendido que anteriormente. Pelagio sin duda negó el pecado
original y la inmortalidad e integridad de Adán; en una palabra, la
totalidad del orden sobrenatural. Pero la idea madre de este sistema,
que era de origen estoico, no era otra que la completa "emancipación"
de la libertad humana con relación a Dios, y su poder ilimitado para
el bien y para el mal. Dependía del hombre alcanzar por sí mismo,
sin la gracia de Dios, una impecabilidad y aun una insensibilidad
estoicas o el control absoluto de sus pasiones. Era escasamente sospechado,
aun hasta nuestro tiempo, qué clase de aterrador rigorismo resultaba
de esta exageración de los poderes de la libertad. Puesto que la perfección
era posible, ésta se convertía en obligación. No había ya ninguna
distinción entre preceptos y consejos. Lo que fuera bueno era una
obligación. No había ya ninguna distinción entre pecado mortal y venial.
Toda palabra ociosa merecía el infierno y aun excluía de la Iglesia
a los hijos de Dios. Todo esto ha sido demostrado por documentos que
habían permanecido inéditos hasta ahora, que Caspari ha publicado
(Briefe, Abhandlungen, und Predigten,
Christiania, 1890).
(3) El sistema de San Agustín, en oposición
a estas doctrinas, descansa sobre tres principios fundamentales:
Ÿ
Dios es Señor absoluto, por su Gracia, de todas las determinaciones
de la voluntad;
Ÿ
el hombre permanece libre, aun bajo la acción de la gracia;
Ÿ
la reconciliación de estas dos verdades descansa en el modo como se
realiza el gobierno divino.
Soberanía
absoluta de Dios sobre la voluntad
Este principio, en oposición a la emancipación
que pregonaba Pelagio, no ha sido siempre bien entendido en todo lo
que significa. Creemos que los innumerables textos del santo Doctor
sobre este tema significan que no solamente todo acto meritorio requiere
de la gracia sobrenatural, sino también que cada acto virtuoso, aun
de los infieles, debe atribuirse a un Don de Dios, no ciertamente
a una gracia sobrenatural (como pretenden Bayo y los jansenistas)
, sino a una providencia especialmente eficaz que ha preparado este
buen movimiento de la voluntad (Retractationes,
I, ix, n. 6). No se trata, como sabiamente anotan los teólogos, de
que la voluntad no pueda
efectuar dicho acto por la sola virtud natural, sino que es un hecho
de que sin este beneficio providencial no
lo haría. Han surgido muchos malos entendidos a causa de que este
principio no ha sido bien comprendido y, en particular, la teología
medieval, que lo adoptó e hizo de él la base de su sistema de libertad,
no ha sido apreciada en su justo valor. Pero muchos se han atemorizado
ante estas afirmaciones tan arrolladoras, porque no han aprehendido
la naturaleza del don de Dios, que deja intacta la libertad. Se ha
perdido demasiado de vista el hecho de que Agustín distingue muy explícitamente
dos órdenes de gracia: la gracia de las virtudes naturales (el simple
don de la Providencia, que prepara motivos eficaces para la voluntad)
y la gracia para los actos saludables y sobrenaturales, concedida
con los primeros preludios de la fe. Esta última es la gracia de los
hijos, gratia filiorum; la primera es la gracia
de todos los hombres, una gracia que aun los extraños y los infieles
(filii concubinarum, como los llama San
Agustín) pueden recibir (De
Patientia, xxvii, n. 28).
El
hombre permanece libre, aun bajo la acción de la gracia
El segundo principio, la afirmación de
la libertad, aun bajo la acción de la gracia eficaz, ha sido siempre
puesto a salvo, y no hay ninguno de sus escritos contra Pelagio, ni
aun los últimos, que no proclamen positivamente
que el hombre tiene un completo poder de elección; "no que no
depende de la elección libre la voluntad el abrazar la fe o rechazarla,
sino que en los elegidos esta voluntad es preparada por Dios"
( De Prædest. SS., n. 10). El gran Doctor no reprochaba a los pelagianos
por requerir la existencia de un poder para elegir entre el bien y
el mal; de hecho proclamaba con ellos que sin ese poder no hay responsabilidad
ni mérito ni demérito; lo que él les reprocha es el haber exagerado
los alcances de este poder. Julián de Ecclanum, negando la inclinación
a la concupiscencia, concibe el libre albedrío como un balance en
perfecto equilibrio. Agustín protesta: este equilibrio absoluto existía
en Adán; fue destruido después del pecado original; la voluntad tiene
que luchar y reaccionar contra la inclinación al mal, pero permanece
ama y señora de sus elecciones (Opus
imperfectum contra Julianum, III, cxvii). Así, cuando dice que
hemos perdido la libertad a consecuencia del pecado de Adán, Agustín
tiene el cuidado de explicar que esta libertad perdida no es la facultad
de escoger entre el bien y el mal, porque sin ella no podríamos evitar
el pecado, sino la perfecta libertad que era sosegada y sin
lucha, de la cual gozaba Adán en virtud de su integridad original.
La
reconciliación de estas dos verdades
Pero, ¿no hay entre estos dos principios
una irremediable antinomia? Por una parte, se afirma un poder absoluto
y sin restricciones de Dios para dirigir las elecciones de nuestra
voluntad, para convertir a cualquier pecador endurecido, o para dejar
que cualquier voluntad creada se endurezca y, por el otro lado, se
afirma que el rechazo o la aceptación de la gracia o de la tentación
depende de nuestro libre albedrío. ¿No es esto una contradicción?
Muchos críticos modernos, entre los cuales están Loofs y Harnack,
han considerado que estas dos afirmaciones son irreconciliables. Pero
es debido a que de acuerdo con ellos, la gracia, según la concibe
Agustín, es un impulso irresistible concedido por Dios, al tiempo
que en su ausencia cualquier tentación se sobrepone inevitablemente
a la voluntad. Pero en la realidad, toda antinomia desaparece si tenemos
la clave del sistema, y esta clave se halla en el tercer principio:
la explicación agustiniana del gobierno divino de las voluntades,
una teoría tan original y tan profunda que sin embargo ha sido absolutamente
desconocida para los críticos más perspicaces, Harnack, Loofs y el
resto.
He aquí las líneas principales de esta
teoría: La voluntad nunca decide sin un motivo, sin la atracción de
algún bien que ella percibe en el objeto. Ahora, aunque la voluntad
puede ser libre en presencia de cualquier motivo, ella de hecho toma
diferentes resoluciones de acuerdo con los diferentes motivos que
le son presentados. En esto reside todo el secreto de la influencia
ejercida, por ejemplo, por la elocuencia (el orador no puede hacer
más que presentar motivos), por la meditación o por las buenas lecturas.
¿Qué poder sobre la voluntad no poseería un hombre que pudiera, a
su propio antojo, en cualquier momento y de la manera más impactante,
presentarle este o aquel motivo para la acción? Pero éste es el privilegio
de Dios. San Agustín ha advertido que el
hombre no es señor de sus primeros pensamientos; él puede ejercer
influencia sobre el curso de sus reflexiones, pero él por sí mismo
no puede determinar los objetos, las imágenes y, consecuentemente,
los motivos que se presentan a la consideración de su mente. Ahora
bien, como la casualidad es solamente una palabra, es Dios quien determina
a Su arbitrio estas primeras percepciones de los hombres, sea por
la acción de las causas exteriores, preparada por la Providencia,
o interiormente por una iluminación divina otorgada al alma. Adelantemos
un último paso con Agustín: No solamente Dios envía a Su arbitrio
esos motivos atractivos que inspiran a la voluntad en sus determinaciones
sino que, antes de escoger entre estas iluminaciones del orden natural
y del sobrenatural, Dios conoce cual será la respuesta que el alma, con toda libertade dará
a cada una de ellas. De este modo, en el conocimiento divino,
hay para cada voluntad creada una serie infinita de motivos que de facto (pero con entera libertad) obtendrán el consentimiento hacia
lo que es bueno. Dios, por consiguiente, puede, a Su arbitrio, obtener
la salvación de Judas, si así lo desea, o permitir que Pedro vaya
a la perdición. Ninguna libertad, de hecho, puede resistir lo que
Él ha planeado, aunque conserva siempre el poder de ir a la perdición.
En consecuencia, es Dios solo, en su perfecta independencia, quien
determina, por la elección de este motivo o aquella inspiración (cuya
futura influencia Él conoce), si la voluntad se decidirá por el bien
o por el mal. Por consiguiente, el hombre que ha obrado bien debe
agradecer a Dios por haberle enviado una inspiración cuya eficacia
estaba prevista, mientras que le negó este favor a otro. A fortiori, cada uno de los elegidos debe a la bondad divina solamente
el haber recibido una serie de gracias que Dios previó que estarían
infalible, aunque libremente, ligadas a la perseverancia final.
Por supuesto que podemos rechazar esta
teoría, dado que la Iglesia, que siempre ha sostenido los dos principios,
el de la absoluta dependencia de la voluntad y el de la libertad,
no ha adoptado todavía como propia esta reconciliación de los dos
extremos. Podemos preguntarnos dónde y cómo conoce Dios el efecto
de estas gracias. Agustín siempre afirmó el hecho, pero nunca investigó
sobre el modo como esto sucede, y es aquí donde el molinismo ha adicionado
y desarrollado sus pensamientos, en el intento de responder a esta
cuestión. Pero ¿puede el pensador que creó y mantuvo hasta el tiempo
de su muerte este sistema, tan lógicamente concatenado, ser acusado
de fatalismo y de maniqueísmo?
Todavía queda por demostrar que nuestra
interpretación reproduce exactamente el pensamiento del gran Doctor.
Los textos son demasiado numerosos y largos para reproducirlos aquí.
Pero hay una obra de Agustín, que data del año 397, en la cual claramente
explica su pensamiento, una obra de la cual él no sólo no se retractó
posteriormente, sino que a ella en particular remitía, hacia el final
de su carrera, a aquellos lectores suyos preocupados por su constante
afirmación de la doctrina sobre la gracia. Por ejemplo, a los monjes
de Adrumetum, quienes pensaban que la libertad era irreconciliable
con esta afirmación, les envió una copia de este libro, De Diversis Quæstionibus ad Simplicianum,
sintiéndose seguro de que con su lectura se disiparían sus dudas.
En este libro, de hecho, Agustín formula su pensamiento con gran claridad.
Simpliciano le había preguntado sobre cómo debía entenderse la Epístola
a los Romanos 9, sobre la predestinación de Jacob y de Esaú. Agustín
empieza por asentar el principio fundamental de San Pablo, de que
todo buen deseo proviene de
la gracia, de tal manera que ningún hombre puede atribuirse a
sí mismo la gloria de sus méritos, y esta gracia es tan segura de
sus resultados que la libertad humana nunca en realidad la resistirá,
aunque tiene el poder de hacerlo. Luego procede a afirmar que esta
gracia eficaz no es necesaria para que podamos obrar bien, sino porque,
de hecho, sin ella no desearíamos
obrar bien. De aquí surge la gran dificultad: ¿Cómo encaja el
poder de resistir la gracia con la certeza del resultado? Y es aquí
donde Agustín responde: Hay muchas maneras de invitar a la fe. Dado
que las almas están dispuestas de diferente manera, Dios
conoce cuáles invitaciones serán aceptadas y cuáles otras no.
Solamente son elegidos aquellos para los cuales Dios escoge la invitación
que ha de ser eficaz, pero Dios podría convertirlos a todos: Cujus
autem miseretur, sic cum vocat, quomodo scit ei congruere ut vocantem
non respuat (op. cit., I, q. ii, n. 2, 12, 13).
¿Hay en esto un vestigio de una gracia irresistible o de ese impulso contra
el cual es imposible luchar,
que lo obliga a uno a obrar el bien y a otros a pecar y a ir al infierno?
No puede repetirse lo suficiente que ésta no es una idea lanzada al
pasar, sino una explicación fundamental que si no es comprendida nos
deja en la imposibilidad de aprehender cualquier cosa de esta doctrina;
pero si se toma, Agustín no alberga sentimientos de desasosiego con
motivo de la libertad. De hecho, él supone la existencia de la libertad
en todas partes, y revierte incesantemente a ese conocimiento por
parte de Dios que precede a la predestinación, la dirige y asegura
su infalible resultado. En De
Done Perseverantiæ (xvii, n. 42), escrito hacia el final de su
vida, explica totalmente la predestinación por la elección de la vocación
prevista como eficaz. De esta manera queda explicada la parte principal
atribuida a esa providencia externa que prepara, por medio de mala
salud, por advertencias, etc., los buenos pensamientos que ella conoce
producirán buenas resoluciones. Finalmente, esta explicación sola
armoniza con la acción moral que le atribuye a la gracia victoriosa.
En ninguna parte la representa Agustín como un impulso irresistible
ejercido por el más fuerte
sobre el débil. Siempre es un llamado, una invitación que atrae y
busca persuadir. Él describe esta atracción, carente de violencia,
bajo la graciosa imagen de los caramelos ofrecidos a un niño, de hojas
verdes ofrecidas a una oveja (In
Ioannem, tract. xxvi, n. 5). Y siempre la infalibilidad del resultado
es asegurada por el conocimiento divino que dirige la selección de
la forma que tomará la invitación.
(4) La predestinación agustiniana no presenta
ninguna nueva dificultad si uno ha entendido la función de este conocimiento
divino en la selección de las gracias. El problema se reduce a esto:
En Su decreto creativo y antes de cualquier acto de la libertad humana
¿determina Dios por un escogimiento inmutable quiénes son los elegidos
y quiénes los réprobos? ¿Deben los elegidos agradecer a Dios durante
la eternidad sólo por haber premiado sus méritos, o deben también
agradecerle por haberlos escogido, antes de que hubiera cualquier
mérito de parte de ellos, para merecer este premio? Un sistema, el
de los semipelagianos, decide a favor del hombre: Dios predestina
para la salvación a todos por igual, y les da a todos una medida igual de gracia; la libertad
humana ella sola decide si uno se pierde o se salva; de lo cual tenemos
que concluir lógicamente (y ellos realmente lo insinuaron) es que
el número de los elegidos no es fijo ni determinado. El sistema opuesto,
el de los predestinacionistas (los semipelagianos le atribuyeron falsamente
esta punto de vista al Doctor de Hipona), afirma no solamente un escogimiento
privilegiada de los elegidos por parte de Dios, sino que al mismo
tiempo afirma (a) la predestinación de los réprobos al infierno y
(b) la absoluta impotencia de uno u otro para escapar del impulso
irresistible que los arrastra, sea hacia el bien o hacia el mal.
Éste es el sistema de Calvino.
Entre estas dos opiniones extremas formuló
(no inventó) Agustín el dogma católico, que afirma dos verdades al
mismo tiempo:
Ÿ
el escogimiento eterno de los elegidos por parte de Dios es muy real,
muy gratuita, y constituye la gracia de las gracias;
Ÿ
Pero este decreto no destruye la voluntad divina de salvar a todos
los hombres, la cual no se realiza sino a través de la libertad humana
que deja a los elegidos todo el poder de caer y a los no elegidos
el poder de elevarse.
He aquí en qué forma la teoría de San Agustín,
ya explicada, nos fuerza a concebir el decreto divino: Primero que
todo, antes de la decisión de crear el mundo, el conocimiento infinito
de Dios le presenta todas las gracias y diferentes series de gracias
que Él puede preparar para cada alma, junto con el consentimiento
o rechazo que se seguirá en cada circunstancia, y esto en millones
y millones de posibles combinaciones. De tal manera Él puede ver que
si Pedro hubiera recibido tal otra gracia, no habría sido convertido;
y si por el contrario ese otro llamado divino hubiera sido escuchado
en el corazón de Judas, él habría hecho penitencia y habría sido salvado.
De tal manera que para cada hombre en particular hay en la mente de
Dios un número sin límite de posibles historias, algunas de ellas
de virtud y salvación, mientras que otras de crimen y condenación;
y Dios estará en la libertad de escoger tal mundo y tal serie de gracias,
y de determinar la historia futura y el destino final de cada alma.
Y esto es precisamente lo que Él hace cuando, de todos los mundos
posibles, por un acto absolutamente libre, Él decide hacer realidad
el mundo actual con todas las circunstancias de sus evoluciones históricas,
con todas las gracias que de hecho han sido y serán distribuidas hasta
el fin del mundo y, consecuentemente, con todos los elegidos y los
réprobos que Dios previó que estarían en él si de facto Él lo creara.
Ahora bien, en el divino decreto, de acuerdo
con Agustín y de acuerdo con la fe católica sobre este punto, que
fue formulada por él, los dos elementos señalados anteriormente aparecen:
Ÿ
El cierto y gratuito escogimiento de los elegidos. Dios que determina,
ciertamente, crear el mundo y darle tal serie de gracias, con tal
concatenación de circunstancias que produzcan libre pero infaliblemente
tales y tales resultados (por ejemplo, la desesperación de Judas y
el arrepentimiento de Pedro), decide al mismo tiempo el nombre, el
lugar, el número de ciudadanos de la futura Jerusalén celestial. El
escogimiento es inmutable; la lista cerrada. Es evidente, ciertamente,
que solamente aquellos de quienes Dios conoce por anticipado que desearán
cooperar con la gracia ordenada por Él serán salvos. Es un escogimiento
gratuito, el don de los dones, en virtud del cual aun nuestros méritos
son un beneficio gratuito, un don que precede a todos nuestros méritos.
Nadie, de hecho, es capaz de merecer esta elección. Dios pudo, entre
otros mundos posibles, haber escogido uno en el cual otra serie de
gracias habría dado origen a otros resultados. Él vio combinaciones
en las cuales Pedro habría sido impenitente y Judas convertido. Es,
por consiguiente, anterior a cualquier mérito de Pedro, o a cualquier falta de Judas,
el que Dios decidió darles a ellos las gracias que salvaron a Pedro
y no a Judas. Dios no desea otorgarle el paraíso gratuitamente
a cualquiera; pero da muy
gratuitamente a Pedro las gracias con las
cuales Él sabe que Pedro se salvará. ¡Misterioso escogimiento! No
porque interfiera con la libertad, sino a causa de la pregunta: ¿Porqué
Dios, sabiendo que otra gracia habría salvado a Judas, no se la dio
a él? La fe puede solamente responder con Agustín: ¡Oh Misterio! O Altitudo! (De Spititu et
Littera, xxxiv, n. 60).
Ÿ
Pero este decreto incluye
también el segundo elemento del dogma católico: la muy sincera voluntad
de Dios de dar a todos los hombres el poder de salvarse y el poder
de condenarse. De acuerdo con Agustín, Dios, en su decreto creativo,
ha excluido expresamente cualquier orden de cosas en el que la gracia
pueda privar al hombre de su libertad, cualquier situación en la cual
el hombre no tenga el poder de resistir al pecado, y de esta manera
Agustín echa a un lado el predestinacionismo que le ha sido atribuido.
Escuchémoslo hablando a los maniqueos: "Todos los hombres pueden
salvarse si lo desean"; y en sus Retractationes (I, x), lejos de corregir esta aseveración, la confirma
enfáticamente: "es verdadero, completamente verdadero, que todos
los hombres pueden, si así lo desean." Pero él siempre regresa
al tema de la preparación providencial. En sus sermones dice a todos:
"Depende de ti el ser elegido" (In Ps.,
cxx, n. 11, etc.); "¿Quiénes son los elegidos? Tú, si así lo
deseas" (In Ps. Lxxiii, n. 5). Pero, usted dirá, de acuerdo con Agustín, las
listas de los elegidos y de los réprobos están cerradas. Ahora bien,
si los no elegidos pueden
ganar el cielo y si todos los elegidos pueden
perderse, por qué no podrían algunos pasar de una lista a la otra?
Olvida la celebrada explicación de Agustín: Cuando Dios hizo Su plan,
Él sabía infaliblemente, antes de su escogimiento,
cuál había de ser la respuesta de las voluntades de los hombres a
sus gracias. Si entonces las listas son definitivas, si nadie pasará
de una serie a la otra, no es porque nadie
puede (por el contrario, todos pueden), sino porque Dios sabía
con conocimiento infalible que nadie
lo desearía. De este modo, yo no puedo causar que Dios destine
para mí otra serie de gracias diferente de la que Él ha fijado pero,
con esta gracia, si yo no me salvo no es porque no puedo sino porque
no lo deseo.
Tales son los dos elementos esenciales
de la predestinación agustiniana y católica. Este es el dogma común
a todas las escuelas y formulado por todos los teólogos: la predestinación en su totalidad es absolutamente gratuita (ante merita).
Tenemos que insistir en esto, porque muchos han visto en este escogimiento
inmutable y gratuito solamente una dura tesis peculiar a San Agustín,
en tanto que es puro dogma (exceptuando el modo de conciliación, el
cual la Iglesia deja todavía abierto a la discusión). Una vez establecido
esto, los largos debates de los teólogos sobre la predestinación especial
a la gloria ante o post merita están lejos de tener la importancia que algunos les asignan.
(Para un tratamiento más completo de este sutil problema, véase el
Dict. de théol. cath. I, coll. 2402 sqq.). No creo que San Agustín
entró en este debate; en su tiempo, solamente el dogma estaba en discusión.
Pero no parece históricamente permisible mantener, como lo hacen muchos
escritores, que Agustín enseñó primero el sistema más suave (post merita), hasta el año 416 (En Joan. evang., tract, xii, n. 12) y que después, hacia 418, cambió de posición
y se fue hasta el extremo de la aserción dura, aun llegando al predestinacionismo.
Repetimos, los hechos refutan absolutamente este punto de vista. Los
textos antiguos, aun de 397, son tan afirmativos y tan categóricos
como los de sus últimos años, como lo han mostrado críticos como Loofs
y Reuter. Por consiguiente, si se muestra que en esa época él se inclinaba
por la opinión más suave, no hay razón para pensar que no perseveró
en ese sentimiento.
(5) La parte que Agustín tuvo en la doctrina
del Pecado Original ha sido traída a la luz y determinada solamente
en fechas recientes.
En primer lugar, no es posible sostener
seriamente, como era la moda anteriormente (aun entre ciertos católicos
como Richard Simon), que Agustín inventó en la Iglesia la doctrina
hasta ese entonces desconocida del pecado original o, al menos, que
él fue el primero en introducir la idea del castigo y del pecado.
Dorner mismo (Augustinus, p. 146) acabó con esta aserción, que carece de verosimilitud.
En esta doctrina de la primera caída, Agustín distinguía, con mayor
insistencia y claridad que sus predecesores, el castigo y el pecado --el
castigo que despoja de todos los privilegios originales a los descendientes
de Adán-- y la falta, que consiste en esto, en que el crimen de Adán,
la causa de la caída, sin haber sido cometida personalmente por sus
descendientes, les es, a pesar de todo, imputada en cierta medida
a ellos en virtud de la unión moral establecida por Dios entre la
cabeza de la familia humana y sus descendientes.
Pretender que en este asunto Agustín es
un innovador y que antes que él los Padres afirmaban el castigo del
pecado de Adán en sus hijos, pero que no hablaban de la falta, es
un error histórico ahora probado hasta la demostración. Podemos discutir
el pensamiento de este o aquel Padre preagustiniano, pero tomándolos
en conjunto, no hay lugar para la duda. El protestante R. Seeberg
(Lehrbuch der Dogmengeschichte
I, p. 256), siguiendo el ejemplo de muchos otros, lo proclama con
referencia a Tertuliano, Commodio, San Cipriano y San Ambrosio. Las
expresiones falta, pecado, mancha
(culpa, peccatum, macula) se repiten de una manera que debe disipar
toda duda. La verdad es que el pecado original, en tanto que es un
pecado, es de una naturaleza esencialmente diferente de otras faltas
y no requiere un acto personal de la voluntad de los hijos
de Adán para que sean responsables de la falta de su padre, que les
es moralmente imputada. En consecuencia, los Padres, especialmente
los griegos, han insistido en su carácter penal y aflictivo, lo cual
está muy en evidencia, en tanto que Agustín fue inducido por las polémicas
de los pelagianos (y sólo por ellas) a hacer énfasis en el aspecto
moral de la falta de la raza humana en su primer padre.
Con respecto al estado de Adán antes de
la caída, Agustín no solamente afirmaba, contra Pelagio, los dones
de la inmortalidad, impasibilidad, integridad, inerrancia y, por sobre
todo, la gracia santificante de la adopción divina, sino que enfatizaba
el carácter absolutamente gratuito y sobrenatural de estos dones.
Indudablemente, considerando el asunto históricamente y de
facto, fue solamente el pecado de Adán el que nos infligió la
muerte -Agustín repite esto una y otra vez- porque Dios nos había
protegido de la ley de la naturaleza. Pero de
jure, ni la inmortalidad ni las otras gracias nos eran debidas,
y Agustín reconoció esto al afirmar que Dios pudo haber hecho que
la condición en que somos nacidos actualmente fuese también en efecto
la primitiva condición de nuestros primeros padres. Esta aserción
es el completo reverso del jansenismo. Y, además, está confirmada
en las Retractaciones (I, ix, n. 6)
(6) ¿Significa esto que debemos alabar
todo lo que escribió San Agustín sobre la explicación de la gracia?
Por supuesto que no. Y debemos notar los mejoramientos que ha realizado
la Iglesia por medio de sus doctores al agustinismo original. Algunas
exageraciones han sido abandonadas, como por ejemplo la condenación
al infierno de los niños que mueren sin el bautismo. Fórmulas oscuras
y ambiguas han sido abandonadas. Debemos decir con franqueza que el
método literario que usaba Agustín para dar énfasis a sus ideas utilizando
expresiones exageradas que concluían en dificultosas paradojas, ha
oscurecido con frecuencia su doctrina y ha desatado la oposición en
muchas mentes o las ha inducido al error. También es importante, por
sobre todo, con el fin de comprender la totalidad de su doctrina,
compilar un diccionario agustiniano, no a
priori sino después de un estudio objetivo de sus textos. El trabajo
sería largo y laborioso, pero ¡cuántos prejuicios disiparía!
El historiador protestante Ph. Schaff (St. Augustine, p. 102) escribe: "El
gran genio de la Iglesia Africana, de quien la Edad Media y la Reforma
han recibido un impulso igual de poderoso, aunque en diferentes direcciones,
no ha culminado todavía el trabajo señalado para él en los designios
de la Divina Sabiduría. Él sirve como lazo de unión entre las dos
secciones antagónicas de la cristiandad occidental y alienta la esperanza
de que llegará un día en el que la injusticia y encono de la disputa
sean perdonadas y olvidadas, y las discordias del pasado se ahoguen
para siempre en las dulces armonías del conocimiento y amor perfectos."
¡Ojalá se realice este sueño!
La influencia del Doctor de Hipona ha sido tan excepcional en la Iglesia
que, después de haber indicado sus características (véanse los parágrafos
anteriores), es apropiado indicar las fases principales del desarrollo
histórico de su doctrina. La palabra agustinismo designa a veces el cuerpo entero de las doctrinas filosóficas
de Agustín y otras veces se restringe a su sistema de gracia. De aquí
la división del tema: (1) agustinismo filosófico; (2) agustinismo teológico
sobre la gracia; (3) leyes que gobernaron la mitigación del agustinismo.
(1)
Agustinismo filosófico
En la historia del agustinismo filosófico
podemos distinguir tres fases muy distintas: Primero, el período de
su triunfo casi exclusivo en el Occidente, hasta el siglo XIII. Podemos
decir que Agustín fue el Gran Maestro del Occidente durante las largas
edades que fueron oscurecidas por la invasión de los bárbaros, pero
que a pesar de todo sobrellevaron la carga de preservar las ciencias
del futuro. En estos tiempos no tuvo absolutamente ningún rival, y
si acaso lo hubo, ese fue uno de sus discípulos, Gregorio Magno quien,
después de haber sido formado en su escuela, popularizó sus teorías.
El papel de Orígenes, quien injertó neoplatonismo en las escuelas
cristianas del Oriente, fue el que desempeñó Agustín en el Occidente,
con la diferencia de que el Obispo de Hipona tuvo más éxito en desligar
las verdades del platonismo de los sueños de la imaginación oriental.
En consecuencia, se inició con esto una corriente de ideas platónicas
que nunca cesarán de actuar sobre el pensamiento occidental. Esta
influencia se manifiesta de varias maneras. Se encuentra en los compiladores
de este período, que son tan numerosos y merecedores de reconocimiento
-tales como Isidoro, Beda, Alcuino- quienes tomaron abundantemente
de las obras de Agustín, igual que lo habían hecho los predicadores
del siglo VI y, notablemente, San Cesáreo. En las controversias, especialmente
en las grandes disputas de los siglos IX y XII sobre la validez de
las ordenaciones simoníacas, el texto de Agustín juega la parte principal.
Carl Mirbt ha publicado sobre este punto un estudio muy interesante:
Die Stellung Augustins in der Publizistik des gregorianischen Kirchenstreits
(Leipzig, 1888). En el período pretomista del escolasticismo,
entonces en proceso de formación a saber, desde Anselmo hasta Alberto
Magno, Agustín es el gran inspirador de todos los maestros, entre
los cuales se cuentan Anselmo, Abelardo, Hugo de San Víctor, este
último llamado por sus contemporáneos otro Agustín o, inclusive, el
alma de Agustín. Y es apropiado anotar con Cunningham (Saint
Austin, p. 178), que desde el tiempo de Anselmo el culto de las
ideas agustinianas ejerció una enorme influencia sobre el pensamiento
inglés en la Edad Media. En lo que concierne a Pedro Abelardo, sus
Sentencias son poco más que un esfuerzo de síntesis de las teorías
agustinianas.
Aunque ellas no forman un sistema tan rígidamente
ligado co el Tomismo, sin embargo el Padre Mandonnet (en su docto
estudio sobre Siger de Brabante) y M. de Wulf (sobre Gilles de Lessines)
han podido agrupar estas teorías en un solo cuerpo. Aquí presentaremos
un resumen de aquellas que en el siglo XIII eran consideradas agustinianas,
y sobre las cuales se libró la batalla. En primer lugar, la fusión
de teología y filosofía, la preferencia otorgada a Platón sobre Aristóteles;
este último representaba el racionalismo, del cual se desconfiaba,
en tanto que el idealismo de Platón ejercía una fuerte atracción -la
sabiduría era considerada la filosofía de lo Bueno más bien que la
filosofía de lo Verdadero. Como consecuencia, los discípulos de Agustín
tienen siempre un pronunciado tinte de misticismo, en tanto que los
discípulos de Santo Tomás pueden reconocerse por su muy acentuado
intelectualismo. En psicología, la acción iluminativa e inmediata
de Dios es el origen de nuestro conocimiento intelectual (a veces
es puro ontologismo) y las facultades del alma se tratan como sustancialmente
idénticas con el alma misma. Ellas son sus funciones y no entidades
distintas (tesis que iba a tener sus propios partidarios en el escolasticismo
del futuro y a ser adoptada por Descartes); el alma es una sustancia
aun separada del cuerpo, de modo que después de la muerte es ciertamente
una persona. En cosmología, además de la celebrada tesis de las rationes seminales, que algunos han intentado
recientemente interpretar en favor del evolucionismo, el agustinismo
admitía la multiplicidad de formas sustanciales en los seres compuestos,
especialmente en el hombre. Pero especialmente en la imposibilidad
de la creación ab æterno, o el carácter esencialmente temporal de toda criatura que
es sujeta al cambio, tenemos una de las ideas de Agustín que sus discípulos
defendieron con mayor constancia y, al parecer, con mayor éxito.
Un
segundo período de luchas muy activas vino en el siglo XIII, y esto
sólo ha sido reconocido últimamente. Renán (Averroes,
p. 259) y otros creían que la guerra contra el tomismo, que apenas
estaba comenzando entonces, era causada por la infatuación de los
franciscanos hacia el averroísmo; pero si la Orden Franciscana se
mostraba totalmente opuesta a Santo Tomás, ello se debía simplemente
a cierto horror a las innovaciones filosóficas y a la desatención
del agustinismo. La revolución doctrinal efectuada por Alberto Magno
y Tomás de Aquino a favor de Aristóteles alarmó a la vieja escuela
del agustinismo entre los dominicos lo mismo que entre los franciscanos,
pero especialmente entre los últimos, que eran discípulos del eminente
doctor agustiniano San Buenaventura. Esto explicará la condena, hasta
ahora poco comprendida, de muchas proposiciones de Santo Tomás de
Aquino tres años después de su muerte, decretada el 7 de marzo de
1277 por el Obispo de París, y el 18 de marzo de 1277 por el Arzobispo
de Canterbury, Rober Kilwardy, dominico. La escuela agustiniana representaba
la tradición, el tomismo el progreso. La censura de 1277 fue la última
victoria de un agustinismo demasiado rígido. La feliz fusión gradual
de los dos métodos en las dos órdenes de franciscanos y dominicos
trajo consigo un acuerdo sobre ciertos puntos sin excluir diferencias
sobre otros que estaban todavía oscuros (como, por ejemplo, la unidad
o la multiplicidad de formas), al mismo tiempo que favoreció el progreso
en todas las escuelas. Sabemos que la canonización de Santo Tomás
causó el retiro de las condenaciones de París (14 de febrero de 1325).
Más aun, la prudencia o la moderación de la nueva escuela contribuyeron
poderosamente a su triunfo. Alberto Magno y Santo Tomás, lejos de
ser adversarios de San Agustín, como se decía, se colocaron en su
escuela y, en tanto que modificaron ciertas teorías, tomaron dentro
de su sistema la doctrina del obispo africano. Cuántos artículos en
la Summa de Santo Tomás
no tienen otro objeto que incorporar en la teología esta o aquella
teoría abrigada por San Agustín (para tomar un solo ejemplo, aquella
de las ideas ejemplares en Dios). Por consiguiente, ya no había una
escuela estrictamente agustiniana, porque todas las escuelas lo eran.
Todas eliminaron ciertos puntos especiales y retuvieron la misma veneración
hacia el maestro.
Desde el tercer período del siglo XV hasta
nuestros días, vemos menos del progreso especial del agustinismo filosófico
que ciertas tendencias hacia un renacimiento exagerado del platonismo.
En el siglo XV Bessarion (1472) y Marsilio Ficino (1499) usaron el
nombre de Agustín con el propósito de entronizar a Platón en la Iglesia
y excluir a Aristóteles. En el siglo XVII es imposible negar ciertas
semejanzas entre el cartesianismo y la filosofía de San Agustín. Malebranche
estaba equivocado en atribuir su propio ontologismo al gran Doctor,
como lo estaban muchos de sus sucesores en el siglo XIX.
(2)
Agustinismo teológico
La historia del sistema de gracia de Agustín
parece mezclarse de una manera casi indistinguible con los desarrollos
progresivos de este dogma. Aquí debe ser suficiente, primero, enumerar
las fases principales y, segundo, trazar las leyes generales de desarrollo
que mitigaron el agustinismo en la Iglesia.
Después de la muerte de Agustín, un siglo
completo de feroces enfrentamientos (430-529) terminó con el triunfo
del agustinismo moderado. En vano había el Papa San Celestino (431)
otorgado su sanción a las enseñanzas del Doctor de Hipona. Los semipelagianos
del sur de Francia no podían entender la predilección de Dios hacia
los elegidos y, con el fin de atacar las obras de San Agustín, hicieron
uso de las fórmulas ocasionalmente exageradas de San Fulgencio o los
errores reales de ciertos predestinacionistas aislados como, por ejemplo,
Lúcido, condenado en el Concilio de Arles (475). Felizmente, Próspero
de Aquitania, por su moderación, y también el desconocido autor
de De Vocatione omnium gentium, por su tesis consoladora sobre el llamado
dirigido a todos, abrieron el camino para un acuerdo. Y, finalmente,
San Cesáreo de Arles obtuvo del Papa Félix IV una serie de Capitula que fueron solemnemente promulgados en Orange y dieron su
consagración al triunfo del agustinismo (529). En el siglo IX, se
ganó una nueva victoria sobre el predestinacionismo de Gottschalk
en las asambleas de Savonnières y Toucy (859-860), La doctrina de
la voluntad divina de salvar a todos los hombres y la universalidad
de la redención fueron así consagradas por la enseñanza pública de
la Iglesia. En la Edad Media estas dos verdades son desarrolladas
por los grandes doctores de la Iglesia. Fieles a los principios del
agustinismo, dan un relieve especial a su teoría sobre la Divina Providencia,
que prepara a su arbitrio la determinación de la voluntad por medio
de eventos exteriores e inspiraciones interiores.
En el siglo XIV se hace evidente una fuerte
corriente de predestinacionismo. Hoy día se admite que el origen de
esta tendencia se remonta a Tomás Bradwardin, un celebrado profesor
de Oxford, que murió siendo Arzobispo de Canterbury (1349) y a quien
los mejores críticos, junto con Loofs y Harnack, reconocen como el
inspirador del mismo Wyclif. Su libro De
causa Dei contra Pelagium dio origen en París a una disputa sobre
la "predeterminación" agustiniana, palabra que se pensaba
que había sido inventada por Banes en el siglo XVI. A pesar de la
oposición de los teólogos, la idea del determinismo absoluto en nombre
de San Agustín fue adoptada por Wyclif (1324-1387), quien formuló
su fatalismo universal, la necesidad del bien para los elegidos y
del mal para el resto. Él fantaseó que había encontrado en la doctrina
agustiniana la extraña concepción que se convirtió para él en una
doctrina central que echaba abajo toda moralidad y todo gobierno eclesiástico
y aun civil. De acuerdo con si uno está predestinado o no, todo cambia
su naturaleza. Los mismos pecados que son mortales en el no elegido
son veniales en el predestinado. Los mismos actos de virtud que son
meritorios en el predestinado, aun si éste es un hombre malvado, no
tienen ningún valor para el no elegido. Los sacramentos administrados
por una persona no predestinada son siempre inválidos; más aun, no
existe ninguna jurisdicción en un prelado o aun un papa, si no es
predestinado. De la misma manera, no hay ningún poder, aun civil o
político, en un príncipe que no es uno de los elegidos, y no existe
ningún derecho de propiedad en el pecador o en el no elegido. Tal
es la base sobre la cual Wyclif estableció el comunismo que exaltó
a las turbas socialistas en Inglaterra. Es incontestable que él gustaba
de citar a Agustín como su autoridad y sus discípulos, como nos lo
asegura Tomás Netter Waldensis (Doctrinale, I, xxxiv, § 5), estaban continuamente
jactándose de su profundo conocimiento de su gran Doctor, a quien
llamaban con énfasis "Juan de Agustín." Shirley, en su introducción
al Zizaniorum Fasciculi
ha llegado al punto de pretender que las teorías de Wyclif sobre Dios,
sobre la Encarnación y aun sobre la propiedad, eran de la más pura
inspiración agustiniana, pero aun una comparación superficial, si
fuera este el lugar para hacerla, mostraría cuán falta de base es
dicha aserción. En el siglo XVI, la herencia de Wyclif y de Hus, su
discípulo, fue siempre aceptada bajo el rótulo de agustinismo por
los líderes de la Reforma. La predestinación divina desde toda la
eternidad, que separaba a los elegidos, los que habían de ser arrebatados
de la masa de la perdición, de los réprobos destinados al infierno,
al igual que el impulso irresistible por el cual Dios atraía a
unos a la salvación y a otros arrastraba hacia el pecado, eran los
elementos que constituían la doctrina fundamental de la Reforma. El
calvinismo llegó a adoptar un sistema que era "lógicamente más
consistente, pero prácticamente más repulsivo," según la expresión
de Schaff (Saint Augustine, p. 104), según el cual
el decreto de reprobación de los no elegidos sería independiente de
la caída de Adán y del pecado original (supralapsarismo). Era de esperar
que estas duras doctrinas habían de traer su reacción, y a pesar de
las severidades del Sínodo de Dordrecht, que sería interesante comparar
con el Concilio de Trento en cuanto a moderación, el arminianismo
triunfó sobre la tesis calvinista.
Debemos notar aquí que aún los críticos
protestantes, con una lealtad que los honra, han vindicado en los
tiempos recientes a Agustín de las falsas interpretaciones de Calvino.
Dorner en su "Gesch. der
prot. Theologie," ya había mostrado la instintiva repugnancia
de los teólogos anglicanos hacia las horribles teorías de Calvino.
W. Cunningham ("Saint Austin, p. 82 sqq.) ha llamado con mucha franqueza la atención
hacia la completa oposición en puntos fundamentales que existe entre
el Doctor de Hipona y los reformadores franceses. En primer lugar,
en lo que se refiere al estado de la naturaleza humana, que de acuerdo
con Calvino es totalmente depravada, es muy difícil para los católicos
aprehender la concepción protestante del pecado original, el cual,
para Calvino y Lutero no es, como lo es para nosotros, la degradación
moral y la mancha impresa en el alma de cada hijo de Adán por la falta
del padre, que es imputable a cada miembro de la familia. No es la
privación de la gracia y de todos los otros dones sobrenaturales;
ni siquiera la concupiscencia, entendida en el sentido ordinario de
la palabra, como la lucha de los instintos bajos y egoístas contra
las tendencias virtuosas del alma; es, en cambio, una profunda y completa
subversión de la naturaleza humana, es la alteración física de la
sustancia misma de nuestra alma. Nuestras facultades, entendimiento
y voluntad, si no enteramente destruidas, son por lo menos mutiladas,
impotentes y encadenadas al mal. Para los reformadores, el pecado
original no es un pecado,
es el pecado, y el pecado permanente, que
vive en nosotros y hace que de nuestra naturaleza, que es radicalmente
corrupta y mala, brote una corriente continua de nuevos pecados. Porque,
puesto que nuestro ser es malo, cada obra nuestra es igualmente mala.
De este modo, los teólogos protestantes no hablan ordinariamente de
los pecados de la humanidad, sino de el pecado, que nos hace lo que somos y contamina todo. De aquí surgió
la paradoja de Lutero: que aun en un acto de caridad perfecta un hombre
peca mortalmente, porque actúa con una naturaleza viciada. Y de aquí
esa otra paradoja: que el pecado nunca puede ser borrado, sino que
permanece en su integridad, aun después de la justificación, aunque
ya no volverá a ser imputado; para borrarlo, sería necesario modificar
físicamente a este ser humano que es pecado. Calvino, sin ir tan lejos
como Lutero, ha insistido, sin embargo, en esta total corrupción.
"Sosténgase como verdad indudable que ningún instrumento puede
sacudir," dice (Institution II, v, § 19), "que la mente del hombre está tan enteramente
alienada de la rectitud de Dios, que no puede concebir, desear o diseñar
nada que no sea débil, distorsionado, pestilente, impuro o inicuo;
que su corazón está tan completamente envuelto por el pecado que no
puede respirar sino corrupción y podredumbre; que si algunos hombres
ocasionalmente dan una muestra de bondad, su mente esta siempre entretejida
con hipocresía y engaño, su alma amarrada interiormente con las cadenas
de la maldad." "Ahora," dice Cunningham, "esta
doctrina, no importa lo que haya que decir de ella, no es la de San
Agustín. Él sostenía que el pecado es el defecto de una buena naturaleza
que retiene elementos de bondad, aun en su estado más morboso y corrompido,
y no da el menor apoyo a esta opinión moderna sobre la depravación
total." Lo mismo sucede con la afirmación de Calvino sobre la
acción irresistible de Dios sobre la voluntad. Cunningham muestra
que estas doctrinas son irreconciliables con la libertad y la responsabilidad,
en tanto que por el contrario, "San Agustín es cuidadoso en el
intento de armonizar la creencia en la omnipotencia de Dios con la
responsabilidad humana" (St.
Austin, p. 86). El Concilio de Trento fue,
por consiguiente, fiel al verdadero espíritu del Doctor africano,
y mantuvo el agustinismo puro en el seno de la Iglesia, por sus definiciones
contra dos excesos opuestos. Contra el pelagianismo reafirmó el pecado
original y la necesidad absoluta de la gracia (Ses. VI, can. 2); contra
el predestinacionismo protestante proclamó la libertad del hombre
con su doble poder de resistirse a la gracia (posse
dissentire si velit - Ses. VI, can. 4) y de obrar bien o mal,
aun antes de abrazar la Fe (can. 6 y 7).
En el siglo XVII el jansenismo adoptó,
en tanto que la modificaba, la concepción protestante del pecado original
y del estado del hombre caído. No admitieron más que Lutero los jansenistas
la existencia de los dos órdenes, el natural y el sobrenatural. Todos
los dones que Adán había recibido, la inmortalidad, el conocimiento,
la integridad, la gracia santificante, eran absolutamente requeridos
por la naturaleza del hombre. El pecado original es, por consiguiente,
de nuevo considerado como una profunda alteración de la naturaleza
humana. De lo cual los jansenistas concluyen que la clave del sistema de San Agustín debe encontrarse
en la diferencia esencial del gobierno divino y de la gracia antes
y después de la Caída de Adan. Antes de la Caída, Adán gozaba
de una perfecta libertad, y la gracia le daba el poder de resistir
o de obedecer; después de la Caída, ya no había en los hombres libertad
propiamente dicha; había solo espontaneidad (libertas
a coactione y no libertas
a necessitate). La gracia, o delectación en el bien, es esencialmente
eficaz y necesariamente victoriosa una vez que es superior en grado
a la concupiscencia opuesta. La lucha, que se prolongó por dos siglos,
condujo a un estudio más profundo del Doctor de Hipona y preparó el
camino para el triunfo definitivo del agustinismo, pero de un agustinismo
mitigado de acuerdo con las leyes que debemos indicar a continuación.
(3)
Leyes que gobernaron la mitigación del agustinismo
A pesar de lo que los críticos protestantes
hayan podido decir, la Iglesia ha sido siempre fiel a los principios
fundamentales defendidos por Agustín contra los pelagianos y semipelagianos,
sobre el pecado original, la necesidad y gratuidad de la gracia, la
dependencia absoluta de Dios para la salvación. A pesar de todo,
se progresó en gran medida siguiendo la línea de una gradual mitigación.
Porque no se puede negar que la doctrina formulada en Trento y enseñada
por todos nuestros teólogos produce una impresión de mayor suavidad
y claridad que este o aquel pasaje de las obras de San Agustín. Las
causas de este suavizamiento y las fases sucesivas de este progreso
ocurrieron como sigue:
Ÿ
Primero, los teólogos empezaron a distinguir más claramente entre
el orden natural y el sobrenatural, y a partir de esto, la Caída de
Adán ya no parecía una corrupción de la naturaleza humana en sus partes
constituyentes; es la pérdida de todo el orden de elevación sobrenatural.
Santo Tomás (Summa
I:85:1) formula la gran ley de la preservación, en los culpables hijos
de Adán, de todas las facultades en su integridad esencial: "El
pecado (aun el original) ni quita ni disminuye los dones naturales."
De este modo, los tomistas mas rigurosos, Álvarez, Lemos, Contenson,
están de acuerdo con el gran Doctor en que el pecado de Adán no ha
debilitado (intrincese)
las fuerzas morales naturales de la humanidad.
Ÿ
En segundo lugar, esas verdades consoladoras y fundamentales tales
como del deseo de Dios de salvar a todos los hombres, y la muerte
redentora de Cristo, que fue realmente ofrecida y aceptada por todos
los pueblos y todos los individuos, verdades que Agustín nunca negó,
pero que dejó demasiado en el trasfondo y, por así decirlo, como ocultas
bajo las terribles fórmulas de la doctrina de la predestinación, han
sido traídas a plena luz, desarrolladas y aplicadas a las naciones
infieles han entrado por fin en la enseñanza ordinaria de la teología.
De este modo, nuestros Doctores, sin denigrar lo más mínimo de la
soberanía y justicia de Dios, se han elevado a la más alta idea de
Su bondad: que Dios desea tan sinceramente la salvación de todos que
les da absolutamente a todos, inmediata o mediatamente, los medios
necesarios para la salvación y siempre con el deseo de que el hombre
consienta en emplear esos medios. Nadie cae al infierno sino por su
propia culpa. Aun a los infieles les será pedida cuenta de su infidelidad.
Santo Tomás expresa el pensamiento de todos cuando dice: "Es
la enseñanza común que si un hombre nacido entre las naciones bárbaras
e infieles hace realmente lo que esté a su alcance, Dios le revelará
lo que es necesario para la salvación, bien sea por inspiraciones
interiores o enviándole un predicador de la Fe" (In Lib. II Sententiarum, dist. 23, Q. viii,a.4, ad. 4 am).
No debemos disimular el hecho de que esta ley cambia el aspecto
total de la Divina Providencia, y de que San Agustín lo había dejado
muy en la sombra, insistiendo solamente en los otros aspectos del
problema, a saber: que Dios, mientras que hace un llamado suficiente
a todos los hombres, no está atado a escoger siempre el llamado que
será de hecho eficaz y que será aceptado, a condición de que la negativa
al consentimiento sea debida a la obstinación de la voluntad del pecador
y no a la falta de poder del llamado. De este modo los Doctores aprobaron
afanosamente el axioma: Facienti
quod in se est Deus non denegat gratiam - Dios no rehusa la gracia
al que hace lo que está a su alcance.
Ÿ
En tercer lugar, de los principios enseñados por Agustín se han extraído
consecuencias que son claramente derivadas de ellos, pero que Agustín
no había señalado. De este modo, es incontestablemente un principio
de San Agustín el que nadie peca al realizar un acto que no puede
evitar: "Quis enim peccat
in eo quod caveri non potest?" Este pasaje del "De libero arbitrio" (III, xviii, n.50) es anterior al año 395
pero, lejos de retractarse de él, lo aprueba y explica en 415, en el "De natura et gratia," lxvii, n.80. De este fecundo principio
los teólogos han concluido, en primer lugar, que la gracia suficiente
para sobreponerse a la tentación nunca le falta a nadie, ni siquiera
a un infiel; en segundo lugar, contra los jansenistas, han añadido
que, para merecer su nombre de gracia
suficiente, ella debería dar un poder real y completo, aun con
relación a las dificultades reales. Indudablemente los teólogos han
andado tentando, han vacilado y aún negado, pero hoy día son muy pocos
los que se atreverían a no reconocer en San Agustín la afirmación
de la posibilidad de no pecar.
Ÿ
En cuarto lugar, ciertas afirmaciones secundarias que complicaban
pero no hacían parte del dogma, han sido podadas de la doctrina de
Agustín. Así la Iglesia, que con Agustín ha negado siempre la entrada
de los niños no bautizados al cielo, no ha adoptado la severidad del
Gran Doctor que los condenaba a tormentos corporales, así fueran leves.
Y poco a poco la enseñanza más suave de Santo Tomás había de prevalecer
en teología y aun había de ser vindicada contra la censura injusta
cuando Pio VI condenó el pseudo-sínodo de Pistoia. Al final, las fórmulas
oscuras de Agustín fueron abandonadas o corregidas para evitar lamentables
confusiones. De este modo, las expresiones que parecían identificar
el pecado original con la concupiscencia han dado paso a fórmulas
más claras sin alejarse del significado real que Agustín quiso expresar.
No obstante, la discusión no ha terminado
todavía al interior de la Iglesia. Sobre todos aquellos puntos que
se refieren especialmente a la manera en que se realiza la acción
divina, los tomistas y los molinistas están en desacuerdo; los primeros
adhiriéndose a la idea de una predeterminación irresistible, mientras
que los últimos mantienen, con Agustín, la idea de una gracia cuya
infalible eficacia es revelada por el conocimiento divino. Pero ambos
puntos de vista afirman la gracia de Dios y la libertad del hombre.
La viva controversia despertada por el "Concordia" de Molina (1588) y las prolongadas conferencias de auxiliis sostenidas en Roma ante los
Papas Clemente VIII y Paulo V son bien conocidas.
No hay duda de que una mayoría de teólogos
consultores creyó haber descubierto una oposición entre Molina y San
Agustín. Pero su veredicto no fue aprobado y (lo que es de gran importancia
en la historia del agustinismo) es un hecho cierto el que ellos pidieron
la condenación de doctrinas que hoy son universalmente enseñadas en
todas las escuelas. Así, en el proyecto de censura reproducido por
Serry ("Historia Congregationis de Auxiliis,"
append., p.166), la primera proposición dice así: "In statu naturæ lapsæ potest homo, cum solo concursu generali Dei, efficere
opus bonum morale, quod in ordine ad finem hominis naturalem sit veræ
virtutis opus, referendo illud in Deum, sicut referri potest ac deberet
in statu naturali" (En el estado de la naturaleza caída,
el hombre puede con el sólo concursus
general de Dios, hacer una obra moralmente buena, que
puede ser una obra de verdadera virtud con relación al fin natural
del hombre al referirla a Dios, como puede y debe ser referida en
el estado natural). De esta manera buscaban condenar la doctrina sostenida
por todos los escolásticos (con la excepción de Gregorio de Rímini),
y ratificada desde entonces por la condena de la Proposición lvii
de Bayo. Durante un largo tiempo se dijo que el papa había preparado
una Bula para condenar a Molina, pero ahora se sabe por un documento
autógrafo de Pablo V que se dejó libertad a las dos escuelas hasta
que se hubiera tomado una nueva decisión apostólica (Schneeman, "Controversiarum de Div. grat.,"
1881, p. 289). Poco después, se presentó en la Iglesia una tercera
interpretación del agustinismo, la de Noris, Belleli y otros partidarios
de la predeterminación moral. Este sistema ha sido llamado Agustinianismo. A esta escuela pertenecen un número de teólogos que,
con Tomasino, intentaron explicar la infalible acción de la gracia
sin admitir ni la scientia media
de los molinistas ni la predeterminación de los tomistas. Un detallado
estudio de esta interpretación de San Agustín puede encontrarse en
Vacant, Dictionnaire de théologie catholique, I, cols 2485-2501; aquí sólo
podemos mencionar un documento muy importante, el último en el cual
la Santa Sede ha manifestado su pensamiento sobre las varias teorías
avanzadas por los teólogos para reconciliar la gracia con la libertad.
Este es el Breve de Benedicto XIV (13 de julio, 1748) que declara
que las tres escuelas, la tomista, la agustiniana (Norris) y la molinista,
tienen pleno derecho a defender sus teorías. El Breve concluye con
estas palabras: "Esta Sede Apostólica favorece la libertad de
las escuelas; hasta ahora, ninguno de los sistemas propuestos para
reconciliar la libertad del hombre con la omnipotencia de Dios, ha
sido condenado (op. cit., col. 2555).
Como conclusión, debemos indicar brevemente
la autoridad oficial que la Iglesia atribuye
a San Agustín en cuanto a las cuestiones de la gracia. Son numerosas
y solemnes las eulogías pronunciadas por los papas sobre la doctrina
de San Agustín. Por ejemplo, San Gelasio I (1° de noviembre de 493),
San Hormisdas (13 de agosto de 520), Bonifacio II y los Padres de
Orange (529), Juan II (534) y muchos otros. Pero el documento más
importante, que debería servir para interpretar todos los demás porque
los precede y los inspira, es la celebrada carta de San Celestino
I (431), en la cual el papa garantiza no sólo la ortodoxia de Agustín
frente a sus detractores, sino también el gran mérito de su doctrina:
"Tan grande era su conocimiento que mis predecesores lo han colocado
siempre en el rango de los maestros," etc. Esta carta está acompañada
de una serie de diez capitula
dogmáticos, cuyo origen es incierto, pero que siempre han sido considerados,
al menos desde el Papa Hormisdas, como expresión de la fe de la Iglesia.
Ahora bien, estos extractos tomados de los concilios africanos y las
decisiones pontificias finalizan con esta restricción: "En cuanto
a las cuestiones más profundas y difíciles, que han dado origen a
estas controversias, no consideramos necesario imponer la solución."
En presencia de estos documentos que emanan de tan alta fuente, ¿deberíamos
nosotros afirmar que la Iglesia ha adoptado toda la enseñanza de San
Agustín sobre la gracia, de tal manera que no será nunca permisible
apartarse de su enseñanza? A esta pregunta se han dado tres respuestas:
Ÿ
Para algunos, la autoridad de San Agustín es absoluta e irrefragable.
Los jansenistas fueron tan lejos que formularon, con Havermans, esta
proposición, condenada por Alejandro VIII (7 de diciembre de 1690):
"Ubi quis invenerit doctrinam in Augustino clare
fundatam, illam absolute potest tenere et docere, non respiciendo
ad ullam pontificis bullam" (En donde uno ha encontrado una
doctrina claramente basada en San Agustín, la puede profesar y enseñar
absolutamente sin referirse a ninguna Bula pontificia). Esto es inadmisible.
Ninguna de las aprobaciones pontificias tiene un significado tan absoluto,
y los capitula hacen una expresa reserva en cuanto
a las cuestiones profundas y difíciles. Los papas mismos han permitido
apartarse del pensamiento de San Agustín en el tema de la suerte de
los niños que mueren sin bautismo (Bula Auctorem
Fidei, 28 de agosto de 1794).
Ÿ
Otros por su parte han concluido que las eulogías en referencia son
meramente fórmulas vagas que dejan entera libertad de apartarse de
San Agustín y de echarle la culpa en cada punto. De este modo, Launoy,
Richard Simon y otros han sostenido que Agustín había estado en el
error sobre el meollo mismo del problema y había realmente enseñado
el predestinacionismo. Pero esto implicaría que durante quince siglos
la Iglesia tomó como guía a un adversario de su fe.
Ÿ
Tenemos que concluir, con la gran mayoría de los teólogos, que Agustín
tiene una autoridad normativa
real, bordeada no obstante por reservas y sabias limitaciones.
En las cuestiones capitales que constituyen la fe de la Iglesia en
esas cuestiones, el Doctor de Hipona es verdaderamente el testigo
autorizado de la tradición; por ejemplo, sobre la existencia del pecado
original; sobre la necesidad de la gracia, al menos para cada acto
saludable; sobre la gratuidad del don de Dios, que precede a cualquier
mérito del hombre, porque es su causa; sobre la predilección por los
elegidos y, por otra parte, sobre la libertad del hombre y su responsabilidad
por sus transgresiones. Pero los problemas secundarios que tienen
que ver con el modo más que con el hecho, son dejados por la Iglesia
al estudio prudente de los teólogos. De este modo todas las escuelas
se unen en un gran respeto hacia las afirmaciones de San Agustín.
En la actualidad, esta actitud de fidelidad
y respecto es tanto mas notable cuanto que los protestantes, que antiguamente
eran tan encarnizados en la defensa de la predestinación de Calvino,
son hoy día casi unánimes en el rechazo de lo que ellos mismos llaman
"el más temerario desafío que jamás se haya hecho a la razón
y a la conciencia" (Grétillat, Dogmatique,
III, p. 329). Schleiermacher, es cierto, la mantiene, pero le añade
la teoría derivada de Orígenes sobre la salvación universal por la
restauración final de todas las criaturas, y es seguido en esto por
Farrar Lobstein, Pfister y otros. El dogma calvinista hoy en día,
especialmente en Inglaterera, está totalmente abandonado, y con frecuencia
remplazado por un pelagianismo puro (Beyschlag). Pero entre los críticos
protestantes, los mejores se están acercando a la interpretación católica
de San Agustín, como por ejemplo, Grétillat en Suiza, y Stevens, Bruce
y Mozley (Sobre la doctrina agustiniana de la predestinación) en Inglaterra.
Sanday (Romans, p. 50) también
declara que el misterio está fuera del alcance de la comprensión humana
pero resuelto por Dios "Y así, nuestra solución del problema
del libre albedrío y de los problemas de la historia y de la salvación
individual tiene que encontrarse en la completa aceptación y comprensión
de lo que implica la infinidad y la omniciencia
de Dios." Estas palabras finales nos hacen regresar al verdadero
sistema de Agustín y nos permiten abrigar la esperanza de que al menos
sobre esta cuestión llegaremos a una unión de las dos Iglesias en
un sabio agustinismo.
EUGÈNE PORTALIÉ
Transcrito por Dave Ofstead
Traducido por Jorge Lopera Palacios
Transcrito por Dave Ofstead
Traducido por Jorge Lopera Palacios
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