San
Agustín Nació en Tagaste (Numidia, en el norte de Africa), en el año 354,
hijo de padre pagano y de madre cristiana. Su madre, Santa Mónica, le enseño a
amar a Jesucristo, y este cariño se mantuvo siempre vivo en su corazón, como
un rescoldo, incluso durante los largos años en los que estuvo lejos de Dios,
enredado por las pasiones del espíritu y de la carne.
Al
comprobar las grandes dotes intelectuales de su hijo, sus padres se sintieron
obligados a darle una formación superior, cosa que pudo hacerse realidad
gracias a la ayuda de un benefactor. Fue así como Agustín, después de
terminar los estudios elementales y medios, con sólo 17 años fue enviado a
Cartago, para dedicarse al estudio de la Retórica. La lectura del
«Hortensio», de Cicerón, despertó en su alma la sed por el conocimiento de
la verdad. Comenzó entonces su larga peregrinación por diversas escuelas y
sectas, que fue abandonando porque ninguna de ellas daba una respuesta
convincente a sus preguntas. Pasó del maniqueísmo al escepticismo, y de aquí
a la filosofía platónica, que le preparó intelectualmente para recibir la luz
de la fe. Se hallaba entonces en Roma donde se había establecido en el año
383, por motivos de trabajo. Al año siguiente fue llamado a Milán, para ocupar
un puesto como maestro de Retórica. Por entonces ya había muerto su padre, de
modo que su madre y sus hermanos le siguieron a la gran ciudad de la Italia
septentrional.
Los
años de Milán fueron decisivos para la conversión de Agustín. La
predicación de San Ambrosio, con su exégesis alegórica, le hizo descubrir las
grandes verdades encerradas en la Sagrada Escritura, a la que hasta entonces
había tenido en poca consideración porque su estilo literario (cosa que él
valoraba mucho) le parecía muy pobre en comparación con el de los grandes
escritores griegos. El golpe definitivo lo recibió mientras meditaba en el
jardín de su casa, cuando al abrir las Escrituras obedeciendo a la voz de un
niño que cantaba tolle, lege (toma y lee)—, tropezó con el texto de San
Pablo a los Romanos (13, 13-14) en el que el Apóstol invita a dejar de una vez
el hombre viejo para revestirse de Cristo.
Inmediatamente
se trasladó a la finca de un amigo suyo, para prepararse bien al Bautismo, que
recibió en la Vigilia Pascual del año 387. Desde ese momento, decidió dedicar
todas sus energías al servicio de Dios y regresó a su patria. Durante el
viaje, en Ostia, falleció santamente su madre, por lo que Agustín, de vuelta a
Tagaste, en unión con un grupo de amigos, comenzó una vida de tipo monástico.
Pero la Providencia tenía otros planes. En el año 391, inesperadamente, el
Obispo Aurelio y el pueblo de Hipona le exhortaron a recibir el sacerdocio.
Agustín condescendió. Cuatro años después, el mismo Aurelio lo consagró
como obispo y sucesor suyo.
Su
actividad episcopal estuvo en gran parte dirigida a defender la fe contra
diversas herejías, como el maniqueísmo, el donatismo y, al final de su vida,
el pelagianismo. Para combatir estos errores redactó sus más grandes tratados.
Además, aplicó su preclara inteligencia al estudio de otros dos grandes temas—la
vida íntima de Dios y el sentido profundo de la historia—, dando origen a
esas verdaderas piedras miliares de la Teología y de la Filosofía que son,
respectivamente, Sobre la Trinidad y La Ciudad de Dios. En las Confesiones nos
ha dejado una autobiografía que constituye una plegaria de agradecimiento a
Dios. Los Soliloquios constituyen una encendida conversación del alma con su
Señor.
La
influencia de San Agustín en la historia del pensamiento ha sido enorme. Pero,
sin dejar de ser nunca un gran pensador, lo que ocupó verdaderamente su vida
fue la labor de almas. San Agustm es ante todo un Pastor, que se siente y se
define como «siervo de Cristo y siervo de los siervos de Cristo», y lo vive en
sus consecuencias extremas: plena disponibilidad para el servicio de los fieles,
oración constante por ellos, amor a los que están en el error, aunque éstos
no lo quieran o incluso le ofendan... Este aspecto de su personalidad se refleja
admirablemente en las homilías, fruto de su ininterrumpida predicación durante
casi cuarenta años. La biblioteca de Hipona debía conservar muchísimas,
quizás tres o cuatro mil, de las que una gran parte—probablemente sin revisar
por el autor y sin publicar—se han perdido. Hasta nosotros han llegado más de
quinientas homilías, predicadas de viva voz, entre las que se incluyen las
Enarraciones sobre los Salmos, el Comentario al Evangelio de San Juan, y los
Sermones, título con el que los estudiosos han agrupado los 363 discursos
aislados considerados auténticos.
Estas
homilías son de un contenido riquísimo, pues abrazan todos los temas de la
doctrina y de la vida cristianas, y sirven de precioso comentario a sus grandes
obras dogmáticas y exegéticas. Constituyen un modelo de elocuencia, clara a la
par que profunda, vivaz e incisiva, que tiene la virtud de poner al pueblo
cristiano en contacto inmediato con las escenas del Evangelio, de las que se
extrae siempre una aplicación práctica para la vida diaria.
San
Agustín murió el 28 de agosto del año 430, en Hipona, cuando los vándalos se
encontraban a las puertas de la ciudad. La muerte le encontró, como siempre,
ocupado en el cuidado de su grey y en la defensa y exposición de la fe
católica.
LOARTE
*
* * * *
(Confesiones,
X, 6)
Señor,
te amo con conciencia cierta, no dudosa. Heriste mi corazón con tu palabra y te
amé. Pero también el cielo, y la tierra, y todo lo que en ellos se contiene,
me dicen por todas partes que te ame. No cesan de decírselo a todos, de modo
que son inexcusables (cfr. Rm 1, 20) (...).
¿Y
qué es lo que amo, cuando te amo? No la belleza del cuerpo ni la hermosura del
tiempo; no la blancura de la luz, que es tan amable a los ojos terrenos; no las
dulces melodías de toda clase de música, ni la fragancía de las flores, de
los ungüentos y de los aromas; no la dulzura del maná y de la miel; no los
miembros gratos a los abrazos de la carne. Nada de esto amo, cuando amo a mi
Dios. Y, sin embargo, amo cierta luz, y cierta voz, y cierta fragancia, y cierto
alimento, y cierto abrazo, cuando amo a mi Dios, que es luz, voz, fragancia,
alimento y abrazo de mi hombre interior allá donde resplandece ante mi alma lo
que no cabe en un lugar, donde resuena lo que no se lleva el tiempo, donde se
percibe el aroma de lo que no viene con el aliento, donde se saborea lo que no
se consume comiendo donde se adhiere lo que la saciedad no separa. Esto es lo
que amo, cuando amo a mi Dios.
Pero,
¿qué es entonces Dios? Pregunté a la tierra, y me respondió: «No soy yo»;
y todas las cosas que hay en ella me contestaron lo mismo. Pregunté al mar, y a
los abismos, y a los reptiles de alma viva, y me respondieron: «No somos tu
Dios; búscale sobre nosotros». Interrogué a los aires que respiramos, y el
aire todo, con sus moradores, me dijo: «Se engaña Anaximenes: yo no soy tu
Dios». Pregunté al cielo, al sol, a la luna y a las estrellas, que me
respondieron: «Tampoco somos nosotros tu Dios». Dije entonces a todas las
realidades que están fuera de mí: ¡Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras
no lo sois; decidme algo de Él! Y todas exclamaron con gran voz: «Él nos ha
hecho». Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta su aspecto sensible.
Entonces
me dirigí a mí mismo, y me dije: «¿Tú quién eres»; y me respondi: «Un
hombre». En mí hay un cuerpo y un alma; la una es interior, el otro exterior.
¿Por cuál de éstos debía buscar a mi Dios, si ya le había buscado por los
cuerpos, desde la tierra al cielo, a los que pude dirigir mis miradas? Mejor,
sin duda, es el elemento interior, porque a él—como a presidente y juez—transmiten
sus noticias todos los mensajeros corporales, las respuestas del cielo, de la
tierra y de todo lo que en ellos se contiene, cuando dicen «No somos Dios» y
«Él nos ha hecho». El hombre interior es quien conoce estas cosas por
ministerio del hombre exterior. Yo, interior, conozco estas cosas; yo, yo alma,
conozco por medio de los sentidos corporales (...).
Pero
¿no se muestra esta hermosura a cuantos tienen completo el sentido? ¿Por qué,
pues, no habla lo mismo a todos? En efecto, los animales pequeños y grandes la
ven, pero no pueden interrogarla porque no tienen razón que juzgue sobre lo que
le anuncian los sentidos. Los hombres, en cambio, pueden hacerlo, porque son
capaces de percibir, por las cosas visibles, las cosas invisibles de Dios (cfr.
Rm 1, 20); pero se hacen esclavos de ellas por el amor y, una vez esclavos, ya
no son capaces de juzgar. Las cosas creadas no responden a los que simplemente
interrogan, sino a los que juzgan; no cambian de voz, es decir, de aspecto, si
uno ve solamente y otro, además de ver, interroga, de modo que aparezca a uno
de una manera y a otro de otro; sino que, mostrándose a los dos, es muda para
uno y en cambio habla al otro. O mejor dicho, habla a todos, pero entienden
sólo los que confrontan su voz, recibida de fuera, con la verdad interior.
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* * * *
(Confesiones,
VIl, 10.18-19; X 27)
Invitado
a volver dentro de mí mismo, entré en mi interior guiado por Ti; lo pude hacer
porque Tú me ayudaste. Entré y vi con los ojos de mi alma (...), por encima de
mi mente, una luz inconmutable. No esta luz vulgar y visible a toda carne, ni
otra del mismo tipo, aunque más intensa, que brillase más y llenase todo más
claramente con su grandeza. No era así aquella luz, sino una muy distinta de
todas éstas. No estaba sobre mi alma como está el aceite sobre el agua o el
cielo sobre la tierra; sino que se hallaba sobre mí por haberme hecho, y yo
estaba debajo por ser criatura suya. Quien conoce la verdad, conoce esta luz; y
quien la conoce, conoce la eternidad. La caridad es quien la conoce.
¡Oh
eterna Verdad, y verdadera Caridad, y amada Eternidad! Tú eres mi Dios. Por Ti
suspiro noche y día. Cuando por primera vez te conocí, Tú me tomaste para que
viese que existía lo que había de ver, y que aún no estaba en condiciones de
ver. Reverberaste ante la debilidad de mi mirada dirigiendo tus rayos con fuerza
sobre mí, y me estremecí de amor y de temor. Y advertí que me hallaba lejos
de Ti, en la región de la desemejanza, como si oyera tu voz de lo alto: «Soy
manjar de grandes: crece y me comerás. No me mudarás en ti como alimento de tu
carne, sino que tú te mudarás en mí» (...).
Buscaba
yo el modo de adquirir la fortaleza que me hiciese idóneo para gozarte, pero no
la encontraba, hasta que me abracé al Mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Cristo Jesús, que es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos
(1 Tim 1, 5), que clama y dice: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Jn 14,
6), y alimento mezclado con carne, pues yo era tan débil que no lo podía
tomar. Y así, el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14), a fin de que tu Sabiduría,
por la que creaste todas las cosas, nos amamantara como a niños pequeños.
Pero
yo, que no era humilde, no pensaba que ese Jesús humilde fuese Dios. No sabía
de qué cosa podía ser maestra su debilidad. Tu Verbo, Verdad eterna,
trascendiendo las partes superiores de la creación, levanta hacia sí a las que
le están ya sometidas; y, al mismo tiempo, en las partes inferiores se edificó
una casa humilde, hecha de nuestro barro, para abatir mejor a los que había de
someter y atraerlos a Sí, curándoles su hinchazón y fomentando en ellos el
amor, no fuera a ser que, fiados de sí, marchasen aún más lejos (...).
Sin
embargo, yo juzgaba entonces de otra manera. Pensaba en mi Señor Jesucristo
como en un hombre de extraordinaria sabiduría, a quien nadie puede igualar
(...), pero qué misterio encerraban esas palabras: el Verbo se hizo carne, ni
sospecharlo podía (...).
CV/AGUSTIN:
¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y, sin
embargo, Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba; y,
deforme como era, me lanzaba sobre las cosas hermosas que Tú creaste. Tú
estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Me retenían lejos de Ti esas cosas
que, si no estuvieran en Ti, no existirían. Llamaste y clamaste, y rompiste mi
sordera; brillaste y resplandeciste, e hiciste huir mi ceguera. Exhalaste tu
perfume, y respiré, y suspiro por Ti; gusté de Ti, y siento hambre y sed; me
tocaste, y me abrasé en tu paz.
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* * * *
Elogio
de la caridad CARIDAD/ELOGIO-AGUSTIN (Sermón 350, 2-3)
El
amor por el que amamos a Dios y al prójimo, resume en sí toda la grandeza y
profundidad de los demás preceptos divinos. He aquí lo que nos enseña el
único Maestro celestial: amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con
toda tu alma, con todo tu entendimiento; y amarás a tu prójimo como a ti
mismo. De estos dos mandamientos depende toda la Ley y los profetas (/Mt/22/37-40/Ag).
Por consiguiente, si te falta tiempo para estudiar página por página todas las
de la Escritura, o para quitar todos los velos que cubren sus palabras y
penetrar en todos los secretos de las Escrituras, practica la caridad, que lo
comprende todo. Así poseerás lo que has aprendido y lo que no has alcanzado a
descifrar. En efecto, si tienes la caridad, sabes ya un principio que en sí
contiene aquello que quizá no entiendes. En los pasajes de la Escritura
abiertos a tu inteligencia la caridad se manifiesta, y en los ocultos la caridad
se esconde. Si pones en práctica esta virtud en tus costumbres, posees todos
los divinos oráculos, los entiendas o no.
Por
tanto, hermanos, perseguid la caridad, dulce y saludable vínculo de los
corazones; sin ella, el más rico es pobre, y con ella el pobre es rico. La
caridad es la que nos da paciencia en las aflicciones, moderación en la
prosperidad, valor en las adversidades, alegría en las obras buenas; ella nos
ofrece un asilo seguro en las tentaciones, da generosamente hospitalidad a los
desvalidos, alegra el corazón cuando encuentra verdaderos hermanos y presta
paciencia para sufrir a los traidores.
Ofreció
la caridad agradables sacrificios en la persona de Abel; dio a Noé un refugio
seguro durante el diluvio; fue la fiel compañera de Abraham en todos sus
viajes; inspiró a Moisés suave dulzura en medio de las injurias y gran
mansedumbre a David en sus tribulaciones. Amortiguó las llamas devoradoras de
los tres jóvenes hebreos en el horno y dio valor a los Macabeos en las torturas
del fuego.
La
caridad fue casta en el matrimonio de Susana, casta con Ana en su viudez y casta
con María en su virginidad. Fue causa de santa libertad en Pablo para corregir
y de humildad en Pedro para obedecer; humana en los cristianos para arrepentirse
de sus culpas, divina en Cristo para perdonárselas. Pero ¿qué elogio puedo
hacer yo de la caridad, después de haberlo hecho el mismo Señor,
enseñándonos por boca de su Apóstol que es la más excelente de todas las
virtudes? Mostrándonos un camino de sublime perfección, dice: aunque yo
hablara las lenguas de los hombres y los de ángeles, si no tengo caridad, soy
como bronce que suena o címbalo que retiñe. Y aunque tuviera el don de
profecía y supiera todos los misterios y toda la ciencia; y aunque tuviera tal
fe que trasladara los montes, si no tengo caridad, nada soy. Y aunque
distribuyera todos mis bienes entre los pobres, y aunque entregara mi cuerpo
para ser quemado, si no tengo caridad, de nada me aprovecha. La caridad es
paciente; es benigna; la caridad no es envidiosa, no obra precipitadamente, no
se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca su interés, no se irrita, no piensa
mal, no se goza con el mal, se alegra con la verdad. Todo lo tolera, todo lo
cree, todo lo espera, lo soporta todo. La caridad nunca fenece (/1Co/13/01-08/Ag).
¡Cuántos
tesoros encierra la caridad! Es el alma de la Escritura, la virtud de las
profecías, la salvación de los misterios, el fundamento de la ciencia, el
fruto de la fe, la riqueza de los pobres, la vida de los moribundos. ¿Se puede
imaginar mayor magnanimidad que la de morir por los impíos, o mayor generosidad
que la de amar a los enemigos?
La
caridad es la única que no se entristece por la felicidad ajena, porque no es
envidiosa. Es la única que no se ensoberbece en la prosperidad, porque no es
vanidosa. Es la única que no sufre el remordimiento de la mala conciencia,
porque no obra irreflexivamente. La caridad permanece tranquila en los insultos;
en medio del odio hace el bien; en la cólera tiene calma; en los artificios de
los enemigos es inocente y sencilla, gime en las injusticias y se expansiona con
la verdad.
Imagina,
si puedes, una cosa con más fortaleza que la caridad, no para vengar injurias,
sino más bien para restañarlas. Imagina una cosa más fiel, no por vanidad,
sino por motivos sobrenaturales, que miran a la vida eterna. Porque todo lo que
sufre en la vida presente es porque cree con firmeza en lo que está revelado de
la vida futura: si tolera los males, es porque espera los bienes que Dios
promete en el cielo; por eso la caridad no se acaba nunca.
Busca,
pues, la caridad, y meditando santamente en ella, procura producir frutos de
santidad. Y todo cuanto encuentres de más excelente en ella y que yo no haya
notado, que se manifieste en tus costumbres.
*
* * * *
Invocación
al Señor
(Soliloquios,
libro I, cap. 1) DESEO/BUSQUEDA/Ag
Te
invoco, Dios Verdad, principio, origen y fuente de la verdad de todas las cosas
verdaderas. Dios Sabiduría, autor y fuente de la sabiduría de todos los que
saben. Dios verdadero y suma Vida, en quien, de quien y por quien viven todas
las cosas que suma y verdaderamente viven. Dios Bienaventuranza, en quien y por
quien son bienaventurados todos los que son bienaventurados. Dios Bondad y
Hermosura, principio, causa y fuente de todas las cosas buenas y hermosas. Dios
Luz espiritual, que bañas de claridad todo lo que brilla a la inteligencia.
Dios, cuyo reino es todo el mundo inaccesible a los sentidos. Dios, que
gobiernas los imperios con leyes que se derivan a los reinos de la tierra.
Separarse
de Ti es caer; volverse a Ti, levantarse; permanecer en Ti es hallarse firme.
Alejarse de Ti es morir, volver a Ti es revivir, morar en Ti es vivir. Nadie te
pierde sino engañado, nadie te busca sino avisado, nadie te halla sino
purificado. Dejarte a Ti es ir a la muerte, seguirte es amar, verte es poseerte.
Para Ti nos despierta la fe, levanta la esperanza, une la caridad.
Te
invoco, oh Dios, por quien vencemos al enemigo, por cuyo favor no hemos perecido
totalmente. Tú nos avisas que vigilemos, Dios, con cuya luz discernimos los
bienes de los males, y con cuya gracia evitamos el mal y hacemos el bien. Tú
nos fortificas para que no sucumbamos en las adversidades.
Dios,
a quien se debe nuestra obediencia y buen gobierno. Dios, por quien aprendemos
que es ajeno lo que alguna vez creímos nuestro y que es nuestro lo que alguna
vez creímos ajeno. Dios, por quien superamos los estímulos y halagos de los
malos. Dios, por quien las cosas pequeñas no nos envilecen y nuestra porción
superior no está sujeta a la inferior. Dios, por quien la muerte será
absorbida en la victoria. Dios, que nos conviertes. Dios, que nos desnudas de lo
que no es y nos vistes de lo que es. Dios, que nos haces dignos de ser oídos,
que nos defiendes y nos guías a la verdad. Dios, que nos muestras todo bien,
dándonos la cordura y librándonos de la estupidez ajena. Dios, que nos vuelves
al camino, que nos traes a la puerta y haces que sea abierta a todos los que
llaman. Dios, que nos das el Pan de la Vida, que nos das la sed de beber lo que
verdaderamente nos sacia. Dios, que arguyes al mundo de pecado, de justicia y de
juicio. Dios, por quien no nos arrastran los incrédulos, por quien reprobamos
el error de los que piensan que las almas no tienen ningún mérito delante de
Ti, por quien no somos esclavos de los flacos y serviles elementos. Dios, que
nos purificas y preparas para el divino premio, acude propicio en mi ayuda.
Todo
cuanto he dicho eres tú, mi Dios único; ven en mi socorro, una, eterna y
verdadera sustancia, donde no hay ninguna discordancia, ni confusión, ni
cambio, ni indigencia, ni muerte, sino suma concordia, suma evidencia, soberano
reposo, total plenitud y suma vida; donde nada falta ni sobra; donde el que
engendra y el que es engendrado son una sola cosa (...). Tú creaste al hombre a
tu imagen y semejanza, como lo reconoce todo el que a sí mismo se conoce.
Óyeme, escúchame, atiéndeme, Dios mío, Señor mío, Rey mío, Padre mío,
principio y Creador mío, esperanza mía, herencia mía, mi honor, mi casa, mi
patria, mi salud, mi luz, mi vida. Escúchame, escúchame, escúchame según tu
costumbre, de tan pocos conocida.
Ahora
te amo a Ti solo, a Ti solo sigo y busco, a Ti solo estoy dispuesto a servir,
porque tú solo justamente señoreas; quiero estar bajo tu jurisdicción. Manda
lo que quieras, pero sana mis oídos para oír tu voz, cura y abre mis ojos para
ver tus signos; destierra de mí toda ignorancia para que te reconozca. Dime
adónde he de dirigir la mirada para verte, y espero hacer todo lo que me
mandes.
Recibe
a tu fugitivo, Señor, clementísimo Padre; basta ya con lo que he sufrido;
basta con mis servicios a tu enemigo, hoy puesto bajo tus pies; basta ya de ser
juguete de las apariencias falaces. Recíbeme como siervo tuyo; vengo huyendo de
tus contrarios, que me retuvieron sin pertenecerles, porque vivía lejos de Ti.
Ahora comprendo la necesidad de volver a Ti: ábreme la puerta porque estoy
llamando, enséñame el camino para llegar a Ti. Sólo tengo voluntad; sé que
lo caduco y transitorio debe despreciarse para llegar a lo seguro y eterno. Esto
hago, Padre, porque sólo esto sé, pero aún no conozco el camino que lleva
hasta Ti. Enséñamelo tú, muéstramelo tú, dame tú la fuerza para el viaje.
Si con la fe llegan a Ti los que te buscan, no me niegues la fe; si con la
virtud, dame la virtud; si con la ciencia, concédeme la ciencia. Aumenta en mí
la fe, acrecienta la esperanza, amplía la caridad. ¡Qué admirable y singular
es tu bondad!
A Ti
se elevan mis suspiros, y vuelvo a pedirte alas para subir a Ti. Si me
abandonas, la muerte se cierne sobre mí; pero tú no abandonas, porque eres el
Sumo Bien y nadie te buscó del modo debido sin que te encontrara. Y debidamente
te buscó quien recibió de Ti el don de buscarte como se debe. Que te busque,
Padre mío, sin caer en ningún error; que al buscarte a Ti, no me salga al
encuentro otro en tu lugar. Ya que mi único deseo es poseerte, ponte a mi
alcance, Padre mío; y si ves en mi algún apetito superfluo, límpiame para que
pueda verte.
Con
respecto a la salud corporal, mientras no me conste que es útil para mí o para
mis amigos, a quienes amo, todo lo dejo en tus manos, Padre sapientísimo y
óptimo, y rogaré por esta necesidad según oportunamente me indicares. Ahora
sólo imploro tu clemencia para que me conviertas plenamente a Ti y destierres
todas las repugnancias que a ello se opongan. Y mientras lleve la carga de este
cuerpo, haz que sea puro, magnánimo, justo y prudente, perfecto amante y
conocedor de tu sabiduría, y digno de la habitación y habitante de tu
beatísimo reino. Amén, amén.
*
* * * *
Las virtudes
morales
(Las
costumbres de la Iglesia Católica, cap. 15, 19, 22, 24, 25) A-DEO/VIRTUDES/Ag
VIRTUDES/A-DEO/Ag
Como
la virtud es el camino que conduce a la verdadera felicidad, su definición no
es otra que un perfecto amor a Dios. Su cuádruple división no expresa más que
varios afectos de un mismo amor, y por eso no dudo en definir estas cuatro
virtudes—que ojalá estén tan arraigadas en los corazones como sus nombres en
las bocas de todos—como distintas funciones del amor. La templanza es el amor
que totalmente se entrega al objeto amado; la fortaleza es el amor que todo lo
soporta por el objeto de sus amores; la justicia es el amor únicamente esclavo
de su amado y que ejerce, por lo tanto, señorío conforme a la razón;
finalmente, la prudencia es el amor que con sagacidad y sabiduría elige los
medios de defensa contra toda clase de obstáculos.
Este
amor, hemos dicho, no es amor de un objeto cualquiera, sino amor de Dios; es
decir, del Sumo Bien, Suma Sabiduría y Suma Paz. Por esta razón, precisando
algo más las definiciones, se puede decir que la templanza es el amor que se
conserva íntegro e incorruptible para Dios; la fortaleza es el amor que todo lo
sufre sin pena, con la vista fija en Dios; la justicia es el amor que no sirve
más que a Dios, y por esto ejerce señorío, conforme a la razón, sobre todo
lo inferior al hombre; la prudencia, en fin, es el amor que sabe discernir lo
que es útil para ir a Dios de lo que puede alejarle de Él.
TEMPLANZA/AGUSTIN
(...) Pongamos primero la atención en la templanza, cuyas promesas son la
pureza e incorruptibilidad del amor, que nos une a Dios. Su función es reprimir
y pacificar las pasiones que ansían lo que nos desvía de las leyes de Dios y
de su bondad, o lo que es lo mismo, de la bienaventuranza. Aquí, en efecto,
tiene su asiento la Verdad, cuya contemplación, goce e íntima unión nos hace
dichosos; por el contrario, los que de ella se apartan se ven cogidos en las
redes de los mayores errores y aflicciones. La codicia, dice el Apóstol, es la
raíz de todos los males, y quienes la siguen naufragan en la fe y se hallan
envueltos en grandes aflicciones (1 Tim 6, 10). Este pecado del alma está
figurado en el Antiguo Testamento de una manera bastante clara, para quienes
quieran entender, en la prevaricación del primer hombre en el paraíso (...).
Nos
amonesta Pablo (cfr. Col 3, 9) que nos despojemos del hombre viejo y nos
vistamos del nuevo, y quiere que se entienda por hombre viejo a Adán
prevaricador, y por el nuevo, al Hijo de Dios, que para librarnos de él se
revistió de la naturaleza humana en la encarnación. Dice también el Apóstol
el primer hombre es terrestre, formado de la tierra; el segundo es celestial,
descendido del cielo. Como el primero es terrestre, así son sus hijos; y como
el segundo es celestial, celestiales también sus hijos, como llevamos la imagen
del hombre terrestre, llevemos también la imagen del celestial (1 Cor 15, 47);
esto es despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo. Ésta es la función
de la templanza: despojarnos del hombre viejo y renovarnos en Dios, es decir,
despreciar todos los placeres del cuerpo y las alabanzas humanas, y referir todo
su amor a las cosas invisibles y divinas (...).
FORTALEZA/AGUSTIN:
Poco tengo que decir sobre la fortaleza. Este amor de que hablamos, que debe
inflamarse en Dios con el ardor de la santidad, se denomina templanza en cuanto
no desea los bienes de este mundo, y fortaleza en cuanto nos despega de ellos.
Pero de todo lo que se posee en esta vida, es el cuerpo lo que más fuertemente
encadena al hombre, según las justísimas leyes de Dios, a causa del antiguo
pecado (...). Este vínculo teme toda clase de sacudidas y molestias, de
trabajos y dolores; sobre todo, su rotura y muerte. Por eso aflige especialmente
al alma el temor de la muerte. El alma se pega al cuerpo por la fuerza de la
costumbre, sin comprender a veces que—si se sirve el bien y con sabiduría—merecerá
un día, sin molestia alguna, por voluntad y ley divinas, gozar de su
resurrección y transformación gloriosas. En cambio, si comprendiendo esto arde
enteramente en amor de Dios, en este caso no sólo no temerá la muerte, sino
que llegará incluso a desearla.
Ahora
bien, resta el combate contra el dolor. Sin embargo, no hay nada tan duro o
fuerte que no sea vencido por el fuego del amor. Por eso, cuando el alma se
entrega a su Dios, vuela libre y generosa sobre todos los tormentos con las alas
hermosísimas y purísimas que le sostienen en su vuelo apresurado al abrazo
castísimo de Dios. ¿Consentirá Dios que en los que aman el oro, la gloria,
los placeres de los sentidos, tenga más fuerza el amor que en los que le aman a
Él, cuando aquello no es ni siquiera amor, sino pasión y codicia desenfrenada?
Sin embargo, si esta pasión nos muestra la fuerza del ímpetu de un alma que—sin
cansancio y a través de los mayores peligros—tiende al objeto de su amor, es
también una prueba que nos enseña cuál debe ser nuestra disposición para
soportarlo todo antes que abandonar a Dios, cuando tanto se sacrifican otros
para desviarse de Él (...).
JUSTICIA/AGUSTIN
¿Qué diré de la justicia que tiene por objeto a Dios? Lo que afirma Nuestro
Señor: no podéis servir a dos señores (Mt 6, 24); y la reprensión del
Apóstol a quienes sirven más bien a las criaturas que al Creador (cfr. Rm 1,
25), ¿no es lo mismo que lo dicho con mucha antelación en el Viejo Testamento:
a tu Señor Dios adorarás y a Él sólo servirás? (Dt 6, 13). ¿Qué necesidad
hay de citar más, cuando todo está lleno de semejantes preceptos? Esta es la
regla de vida que la justicia prescribe al alma enamorada: que sirva de buena
gana y gustosamente al Dios de sus amores, que es Sumo Bien, Suma Sabiduría y
Suma Paz; y que gobierne todas las demás cosas, unas como sujetas a sí, y
otras como previendo que algún día lo estarán. Esta regla de vida la
confirma, como decimos, el testimonio de los dos Testamentos.
PRUDENCIA/AGUSTIN:
Poco será también lo que diga de la prudencia, a la que compete el
descubrimiento de lo que se ha de apetecer y lo que se ha de evitar. Sin esta
virtud no se puede hacer bien nada de lo que anteriormente hemos dicho. Es
propio de ella una diligentísima vigilancia para no ser seducidos, ni de
improviso ni poco a poco. Por eso el Señor nos repite muchas veces: estad
siempre en vela y caminad mientras dura la luz, para que no os sorprendan las
tinieblas (Jn 12, 35); y lo mismo San Pablo: ¿no sabéis que ten poco de
levadura basta para corromper toda la masa? (1 Cor 5, 6). Contra esta
negligensia y sueño del espíritu, que apenas se da cuenta de la infiltración
sucesiva del veneno de la serpiente, son clarísimas estas palabras del profeta,
que se leen en el Antiguo Testamento: el que desprecia las cosas pequeñas
caerá poco a poco (Sir 19, 1) ¡Voy muy deprisa, no puedo detenerme en amplias
explicaciones sobre esta máxima sapientísima; pero, si fuera éste mi
propósito, mostraría la grandeza y profundidad de estos misterios, que son la
burla de hombres tan necios como sacrílegos, que no caen poco a poco, sino que
con toda rapidez se precipitan en el abismo más profundo.
¿A
qué dar más extensión a esta cuestión sobre las costumbres? Siendo Dios el
Sumo Bien del hombre—y esto no se puede negar—, se sigue que la vida santa,
que es una dirección del afecto al Sumo Bien, consistirá en amarle con todo el
corazón, con toda el alma y con todo el espíritu. Así se preserva el amor de
la corrupción y de la impureza, que es lo propio de la templanza; le hace
invencible frente a todas las adversidades, que es lo propio de la fortaleza; le
lleva a renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia; y,
finalmente, le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no
dejarse engañar por la mentira y el dolo, que es lo propio de la prudencia.
Esta es la única perfección humana que consigue gozar de la pureza de la
verdad, y la que ensalzan y aconsejan uno y otro Testamento.
*
* * * *
Cómo
pedir a Dios ORA/AGUSTIN (Sermón 80, 2, 7-8)
Pedid,
y se os dará (/Mt/07/07-08/Ag). Y para que no te imagines que había
recomendado la oración como de pasada, añadió: buscad y hallaréis. Y para
que ni siquiera pienses que lo dijo por decir, concluyó: llamad, y se os
abrirá. Dios quiere que para recibir se pida, y para hallar se busque, y se
llame para entrar. Pero si ya el Padre sabe de qué tenemos necesidad, ¿por
qué pedimos?, ¿por qué buscamos?, ¿para qué llamamos? ¿Por qué, pidiendo
y buscando y llamando, nos fatigamos en hacerle saber lo que ya conoce antes que
nosotros? (...). Pues tú pide, busca y llama también para comprender esto. Si
la puerta está cerrada, no es como para decirte que le dejes en paz, sino para
estimularte.
Hermanos
mios, debemos exhortaros a la oración, y a nosotros junto con vosotros. Ante
los muchos males de estos tiempos, nuestra única esperanza reside en llamar por
la oración, en creer y tener fijo en el corazón que tu Padre te rehúsa sólo
lo que no te conviene. Tú conoces tus deseos; pero lo que verdaderamente te
conviene, sólo Él lo sabe. Imagínate que ahora estás enfermo y en las manos
de un médico; pues verdaderamente esto es lo que sucede, ya que toda nuestra
vida es enfermedad sobre enfermedad, y una larga existencia no es sino una
enfermedad larga. Figúrate, pues, enfermo y sometido a un médico. Te ha venido
el deseo de pedirle que te deje tomar vino, y vino nuevo. No se te prohibe,
porque a lo mejor no te perjudica; incluso puede hacerte bien. No temas: pídelo
sin miedo y sin tardanza; pero no te enfades si te lo rehusa, ni te aflijas. Si
esta confianza muestras en el hombre que cuida de tu cuerpo, ¿no has de tenerla
mayor en Dios, Médico, Creador y Reparador de tu cuerpo y de tu alma? (...)
DESEO/ORACION
ORA/CONTINUA: Hay dos suertes de beneficios: los temporales y los eternos. Los
temporales son la salud, la hacienda, el honor, los amigos, la casa, los hijos,
la mujer y las demás cosas de esta vida en la que andamos como viajeros.
Considerémonos, pues, en un mesón donde somos caminantes que han de proseguir
más allá, y no dueños. Los beneficios eternos son, en primer lugar, la vida
eterna, la incorruptibilidad del cuerpo y del alma, la compañía de los
ángeles, la ciudad del cielo, la corona inmarcesible, un Padre y una Patria;
aquél, sin muerte, y ésta, sin enemigo. Hemos de ansiar estos bienes con
vehemencia y pedirlos con perseverancia, menos con largos discursos y más con
anhelos sinceros. Siempre ora el deseo, aunque la lengua calle. Siempre oras si
deseas siempre. ¿Cuándo languidece la oración? Cuando se enfría el deseo.
Pidamos
con toda avidez, por tanto, aquellos beneficios sempiternos; busquemos aquellos
bienes con interés sumo; pidámoslos sin vacilaciones. Son dones siempre
provechosos, que nunca perjudican, mientras que los corporales a veces
aprovechan y a veces dañan. A muchos hizo bien la pobreza y causó mal la
riqueza; a muchos les aprovechó la vida privada y les hizo daño el
encumbramiento de los honores. También algunos sacaron provecho del dinero y de
los altos puestos: quienes los usaron bien; pero quienes los utilizaron mal,
salieron con daño por no habérselos quitado.
En
resumen, hermanos: pidamos los bienes temporales discretamente, y tengamos la
seguridad—si los recibimos—de que proceden de quien sabe que nos convienen.
¿Pediste y no recibiste? Fíate del Padre; si te conviniera, te lo habría
dado. Juzga por ti mismo. Tú eres delante de Dios, por tu inexperiencia de las
cosas divinas, como tu hijo ante ti con su inexperiencia de las cosas humanas.
Ahí tienes a ese hijo llorando el día entero para que le des un cuchillo o una
espada. Te niegas a dárselo y no haces caso de su llanto, para no tener que
llorarle muerto. Ahora gime, se enfada y da golpes para que le subas a tu
caballo; pero tú no lo haces porque, no sabiendo conducirlo, le tirará o le
matará. Si le rehúsas ese poco, es para reservárselo todo; le niegas ahora
sus insignificantes demandas peligrosas, para que vaya creciendo y posea sin
peligro toda la fortuna.
TIEMPOS-MALOS/AG:
Os decimos, pues, hermanos: orad cuanto podáis. Abundan los males, y Dios ha
permitido que así sea. ¡Ojalá no hubiera tantos malos, y no abundarían los
males! ¡Tiempos malos? tiempos difíciles!, dicen los hombres. Vivamos bien. y
los tiempos serán buenos. Los tiempos somos nosotros: cuales somos nosotros,
tales son los tiempos. ¿Qué hacer, pues? Quizá no podemos convertir a todos
los hombres; procuren vivir bien, por lo menos, los pocos que me están oyendo,
y ese reducido número de los buenos soporte la multitud de los malos. Estos
buenos son como el grano: ahora se encuentran en la era, mezclados con la paja;
mas en el hórreo no habrá esta mezcla. Toleren lo que no quieren, para llegar
a donde quieren. ¿Por qué afligirnos y censurar lo que Dios ha permitido?
MAL/MUNDO-H:
Abundan los males en el mundo para preservarnos del amor al mundo. Los hombres
grandes, los santos y los verdaderos fieles, menospreciaron el mundo en todo su
esplendor; y nosotros, ahora, ¿no somos capaces de menospreciarle con todas sus
malandanzas? Malo es el mundo; pero, malo y todo, se le ama como si fuera bueno.
Pero ¿qué mundo malo es éste? Porque no es malo el cielo, ni la tierra, ni
las aguas, ni lo que hay en ellos: peces, aves, árboles... Estas cosas son
buenas. Al mundo le hacen malo los hombres malos. Pero ya que no es posible que
no haya hombres malos mientras vivimos en la tierra, elevemos a Dios nuestros
gemidos y llevemos con paciencia los males para arribar a los bienes. No
censuremos al Padre de familia, que es tan bueno. Él nos lleva sobre sí, no le
llevamos nosotros a Él. Él sabe cómo gobernar su obra. Por lo que a ti se
refiere, haz lo que te manda y aguarda el cumplimiento de sus promesas.
*
* * * *
(Sermón
88, 12-13, 17) MIGRO/CIEGOS-JERICO
Cuando
salían de Jericó le seguía una gran multitud. Y he aquí que dos ciegos
sentados a la vera del camino, al oír que pasaba Jesús se pusieron a gritar:
¡Señor, Hijo de David, ten compasión de nosotros! La multitud les regañaba
para que se callaran, pero ellos gritaban más fuerte diciendo: ¡Señor, Hijo
de David, ten compasión de nosotros! Jesús se paró los llamó y les dijo:
¿Qué queréis que os haga? Le respondieron: Señor que se abran nuestros ojos.
Jesús, compadecido, les tocó los ojos y al instante comenzaron a ver, y le
siguieron (/Mt/20/29-34/Ag).
¿Qué
es, hermanos, gritar a Cristo, sino adecuarse a la gracia del Señor con las
buenas obras? Digo esto, hermanos, porque no sea que levantemos mucho la voz,
mientras enmudecen nuestras costumbres. ¿Quién es el que gritaba a Cristo,
para que expulsase su ceguera interior al pasar Él, es decir, al dispensarnos
los sacramentos temporales, con los que se nos invita a adquirir los eternos?
¿Quién es el que grita a Cristo? Quien desprecia el mundo, llama a Cristo.
Quien desdeña los placeres del siglo, clama a Cristo. Quien dice, no con la
lengua, sino con la vida, el mundo está crucificado para mí, y yo para el
mundo (Gal 6, 14), ése es el que grita a Cristo.
Llama
a Cristo quien reparte y da a los pobres, para que su justicia permanezca por
los siglos de los siglos (cfr. Sal 101, 9). Quien escucha y no se hace el sordo—vended
vuestras bienes y dad limosna; haceos bolsas que no envejecen, un tesoro que no
se agota en el Cielo (Lc 12, 33)— como si oyese el sonido de los pasos de
Cristo que pasa, al igual que el ciego, clame por estas cosas, es decir,
hágalas realidad. Su voz esté en sus hechos. Comience a despreciar el mundo, a
distribuir sus posesiones al necesitado, a tener en nada lo que los hombres
aman. Deteste las injurias, no apetezca la venganza, ponga la mejilla al que le
hiere, ore por los enemigos; si alguien le quitare lo suyo, no lo exija; si, al
contrario, hubiera quitado algo a alguien, devuélvale el cuádruplo.
Una
vez que haya comenzado a obrar asé, todos sus parientes, afines y amigos se
alborotarán. Quienes aman el mundo se le pondrán en contra: «¿Qué haces,
loco? ¡No te excedas!: ¿acaso los demás no son cristianos? Eso es idiotez,
locura». Cosas como ésta grita la turba para que los ciegos no clamen. La
turba reprendía a los que clamaban, pero no tapaba sus clamores.
Comprendan
cómo han de obrar quienes desean ser sanados. También ahora pasa Jesús: los
que se hallan a la vera del camino, griten. Tales son los que le honran con los
labios, pero su corazón está alejado de Dios (cfr. Is 29, 13). A la vera del
camino están aquellos de corazón contrito a quienes dio órdenes el Señor. En
efecto, siempre que se nos leen las obras transitorias del Señor, se nos
muestra a Jesús que pasa. Porque hasta el fin de los siglos no faltarán ciegos
sentados a la vera del camino. Es necesario que levanten su voz.
La
muchedumbre que acompañaba al Señor reprendía el clamor de los que buscaban
la salud. Hermanos, ¿os dais cuenta de lo que digo? No sé de que modo decirlo,
pero tampoco cómo callar. Esto es lo que digo, y abiertamente. Temo a Jesús
que pasa y se queda, y no puedo callarlo: los cristianos malos y tibios
obstaculizan a los buenos cristianos, a los verdaderamente llenos de celo y
deseosos de cumplir los mandamientos de Dios, escritos en el Evangelio. La misma
turba que está con el Señor, calla a los que claman; es decir, obstaculiza a
los que obran el bien, no sea que con su perseverancia sean curados.
Clamen
ellos, no se cansen ni se dejen arrastrar por la autoridad de la masa; no imiten
siquiera a los que, cristianos desde antiguo, viven mal y sienten envidia de las
buenas obras. No digan: «¡Vivamos como la gran multitud!». ¿Y por qué no
como ordena el Evangelio? ¿Por qué quieres vivir conforme a la reprensión de
la turba que impide gritar, y no según las huellas de Cristo que pasa? Te
insultarán, te vituperarán, te llamarán para que vuelvas atrás. Tú clama
hasta que tu grito llegue a oídos de Jesús. Pues quienes perseveraren en obrar
lo que ordenó Cristo, sin hacer caso de la muchedumbre que lo prohibe, y no se
ensoberbecieren por el hecho de que parecen seguir a Cristo—esto es, por
llamarse cristianos—, sino que tuvieren más amor a la luz que Cristo les ha
de restituir que temor al estrépito de los que les prohiben; éstos en modo
alguno se verán separados: Cristo se detendrá y los sanará (...).
En
pocas palabras, para terminar este sermón, hermanos, en aquello que tanto nos
toca y nos angustia, ved que es la muchedumbre la que reprende a los ciegos que
gritan. Todos los que estáis en medio de la turba y queréis ser sanados, no os
asustéis. Muchos son cristianos de nombre e impíos por las obras: que no os
aparten de hacer el bien. Gritad en medio de la muchedumbre que os reprende, os
llama para que volváis atrás, os insulta y vive perversamente.
Mirad
que los malos cristianos no sólo oprimen a los buenos con las palabras, sino
también con las malas obras. Un buen cristiano no quiere asistir a los
espectáculos: por el mismo hecho de frenar su concupiscencia para no acudir al
teatro, ya grita en pos de Cristo, ya clama que le sane: «Otros van —dirá—,
pero serán paganos, o judíos». Si los cristianos no fueran a los teatros,
habría tan poca gente, que los demás se retirarían llenos de vergüenza. Pero
los cristianos corren también hacia allá, llevando su santo nombre a lo que es
su perdición. Clama, pues, negándote a ir, reprimiendo en tu corazón la
concupiscencia temporal, y manténte en ese clamor fuerte y perseverante ante
los oídos del Salvador, para que se detenga y te cure. Clama aun en medio de la
muchedumbre, no pierdas la confianza en los oídos del Señor. Aquellos ciegos
no gritaron desde el lado en el que no estaba la muchedumbre, para ser oídos
desde allí, sin el estorbo de quienes les prohibían. Clamaron en medio de la
turba y, no obstante, el Señor les escuchó. Hacedlo así vosotros también, en
medio de los pecadores y lujuriosos, en medio de los amantes de las vanidades
mundanas. Clamad ahí para que os sane el Señor. No gritéis desde otra parte,
no vayáis a los herejes para clamar desde allí. Considerad, hermanos, que en
medio de aquella muchedumbre que impedía gritar, allí mismo fueron sanados los
que clamaban.
*
* * * *
(Comentario
Evangelio de San Juan, 8, 1)
CRC/GLORIFICAR-D
ALABANZA/CREACION: El milagro con el que Nuestro Señor Jesucristo convirtió el
agua en vino no es una maravilla a los ojos de quienes saben que fue obrado por
Dios. En efecto, el que durante las bodas produjo el vino en las seis ánforas
que mandó llenar de agua, es el mismo que todos los años hace algo semejante
en las vides. Lo que los servidores echaron en las hidrias, fue transformado en
vino por obra de Dios, lo mismo que también por obra de El se cambia en vino lo
que cae de las nubes. Si no nos maravillamos de esto, es porque sucede todos los
años y por la frecuencia ha dejado de ser admirable.
Sin
embargo, esto merecería mayor consideración de lo que sucede dentro de las
ánforas con agua. ¿Quién puede, en efecto, considerar las obras del Señor,
con las que rige y gobierna el mundo entero, sin pasmarse de asombro ni quedar
como aplastado ante tantos prodigios? La potencia de un grano de semilla
cualquiera es tan grande que casi hace estremecer de espanto a quien lo
considera con cuidado. Pero como los hombres, ocupados en otras cosas, han
dejado de prestar atención a las obras de Dios, por las que sin cesar deberían
glorificar al Creador, Dios se reservó hacer prodigios inusitados para inducir
a los hombres, que están como amodorrados, a adorarlo a través de estas
maravillas.
Resucita
a un muerto, y los hombres se llenan de admiración, nacen miles de personas
todos los días, y ninguno se extraña. Sin embargo, si se examina bien, mayor
milagro es el comenzar a ser quien no era, que el retornar a la vida quien ya
había sido. Y es el mismo Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, quien
mediante su Verbo hace estas maravillas, y el que las ha hecho, las gobierna.
Los primeros milagros los ha obrado por medio de su Verbo, que está en Él y es
Dios mismo; los segundos, por medio de su mismo Verbo encarnado y hecho hombre
por nosotros. Del mismo modo que admiramos las cosas realizadas por medio de
Jesús hombre, admiremos las obradas por medio de Jesús Dios. Por medio de Él,
fueron creados el cielo y la tierra, el mar y toda la hermosura del cielo, la
opulencia de la tierra y la fecundidad de los mares. Todo lo que se extiende
delante de nuestra vista, fue creado por medio de Jesús Dios. Al contemplar
estas cosas, si en nosotros reside su Espíritu, nos alegrarán de tal forma que
alabaremos al Artífice, y no harán que lo olvidemos, distraídos por sus
obras, ni que volvamos la espalda al que las creó.
*
* * * *
Vivir
la pureza en todos los estados CASTIDAD/AGUSTIN (Sermón 132)
Según
hemos oído, al leerse el Santo Evangelio, Nuestro Señor Jesucristo nos exhorta
a comer su carne y a beber su sangre (cfr. Jn 6, 56 ss), ofreciéndonos por ello
la vida eterna. No todos los que oísteis estas palabras las habréis
comprendido. Los que ya habéis sido bautizados, y sois fieles, conocéis su
significado. Los que todavía sois catecúmenos, y os llamáis auditores,
habéis escuchado la lectura quizá sin entenderla. A unos y otros se dirige
nuestro sermón. Los que ya comen la carne del Señor y beben su sangre, mediten
lo que comen y beben, no sea que—como dice el Apóstol-- coman y beban su
propia condenación (cfr. 1 Cor 11, 29). Los que todavía no comen ni beben,
apresúrense a venir a este banquete, al cual han sido invitados (...).
Si
deben ser exhortados los catecúmenos, hermanos míos, para que no se demoren en
venir a la gracia de la regeneración, ¡cuánto más cuidado hemos de poner en
edificar a los fieles para que les aproveche lo que comen, y no coman y beban su
propio juicio cuando se acercan al banquete eucarístico! Para que no les suceda
eso, lleven una vida recta. Sed predicadores no con sermones, sino con vuestras
buenas costumbres, a fin de que, los que aun no han sido bautizados, se
apresuren de tal manera a seguiros que no perezcan imitándoos. 242
Los
que estáis casados, guardad la fe conyugal a vuestras mujeres, y dadles lo que
de ellas exigís. Exiges de tu mujer que sea casta; pues tú tienes obligación
de darle ejemplo, no palabras. Mira bien cómo te comportas, pues eres la cabeza
y estás obligado a caminar por donde ella pueda ir sin peligro de perderse.
Más aún: tienes obligación de recorrer la senda por donde quieres que ande
ella. Exiges fortaleza al sexo menos fuerte, y los dos tenéis la concupiscencia
de la carne: pues el que se considera más fuerte, sea el primero en vencer.
Sin
embargo, es muy de lamentar que muchos maridos sean superados por sus mujeres.
Guardan ellas la castidad que ellos se niegan a mantener, pensando que la
virilidad reside precisamente en no guardarla como si fuera más fuerte el sexo
que más fácilmente es dominado por el enemigo. ¡Es preciso luchar, combatir,
pelear! El varón es más fuerte que la mujer, es la cabeza de ella (cfr. Ef 5,
23). Lucha y vence ella, ¿y sucumbes tú ante el enemigo? ¿Queda el cuerpo de
pie, y rueda la cabeza por el suelo?
Los
que todavía sois solteros, y os acercáis a la mesa del Señor, y coméis la
carne de Cristo y bebéis su sangre, si habéis de casaros, reservaos para las
que han de ser vuestras esposas. Tal como queréis que vengan ellas a vosotros,
así os deben encontrar. ¿Qué joven hay que no desee casarse con una mujer
casta? Si es virgen la que has de recibir en matrimonio, ¿no deseas encontrarla
totalmente intacta? Si así la quieres, sé tú como la quieres. ¿Buscas una
mujer pura? No seas tú impuro.
¿Te
es acaso imposible la pureza que reclamas en ella? Si fuera imposible para ti,
también lo sería para ella. Pero, si ella puede ser pura, con su pureza te
enseña lo que tienes obligación de ser. Ella puede porque la guía Dios.
Además, más gloriosa sería la virtud en ti que en ella. ¿Sabes por qué?
Porque ella está bajo la vigilancia de sus padres y la misma vergüenza de su
sexo la contiene; porque teme las leyes que tú atropellas. Luego si tú
hicieras lo que ella hace, serías más digno de alabanza, porque sería prueba
clara de que temes a Dios. Ella tiene muchas cosas que temer además de Dios;
pero tú sólo temes a Dios.
El
que tú temes es mayor que todos y es preciso que se le tema en público y en
privado. Sales de tu casa, y te ve; entras, y te ve también. No importa que
tengas la casa iluminada o que la tengas a oscuras: te ve. Es lo mismo que
entres en tu dormitorio o en el interior de tu propio corazón, porque no
podrás sustraerte a sus miradas. Teme, por tanto, al que te ve siempre; témele
y sé casto, al menos por eso. Pero si deseas pecar, busca —si puedes—un
sitio donde Dios no te vea, y entonces haz lo que quieras.
En
cuanto a los que habéis decidido guardaros totalmente para Dios, castigad
vuestro cuerpo con más rigor y no soltéis el freno a la concupiscencia ni
siquiera en las cosas que os están permitidas. No basta con que os abstengáis
de relaciones ilícitas, sino que incluso habéis de renunciar a las miradas
lícitas. Tanto si sois hombres como si sois mujeres, acordaos siempre de llevar
sobre la tierra una vida semejante a la de los ángeles. Los ángeles no se
casan ni son dados en matrimonio, y así seremos todos después de la
resurrección (cfr. Mt 22, 30). ¿Cuánto mejores sois vosotros, que comenzáis
a ser antes de la muerte aquello que serán los hombres después de resucitar?
Sed
fieles en el estado de vida que tengáis, para recibir a su tiempo la recompensa
que Dios tiene reservada a cada uno. La resurrección de los muertos ha sido
comparada a las estrellas del cielo. Las estrellas—dice el Apóstol—brillan
de distinta manera unas que otras. Así sucederá en la resurrección de los
muertos (I Cor 15, 41). Una será la luz de la virginidad, otra la de la
castidad conyugal, otra la de la santa viudez. Lucirán de distintos modos, pero
todas estarán allí. No será idéntico el resplandor, pero será común la
gloria eterna.
Meditad
seriamente en vuestra condición, guardad vuestros deberes de estado con
fidelidad, y acercaos confiadamente a la carne y a la sangre del Señor. El que
no sea como tiene obligación de ser, que no se acerque. ¡Ojalá sirvan mis
palabras para excitaros al arrepentimiento! Alégrense los que saben guardar
para su cónyuge lo que de su cónyuge exigen; alégrense los que saben guardar
castidad perfecta, si así lo han prometido a Dios. Sin embargo, otros se
contristan cuando me oyen decir: que no se acerquen a recibir el pan del cielo
los que se niegan a ser castos. Yo no quisiera tener que decir esto, pero ¿qué
voy a hacer? ¿he de callar la verdad por temor a los hombres? Porque esos
siervos no teman a su Señor, ¿no habré de temerle yo tampoco? Pues está
escrito: tenías obligación de dar y sabías que yo era exigente (cfr. Mt 25,
26).
Ya he
dado, Señor y Dios mio; he entregado tu dinero en presencia tuya y de tus
ángeles y de todo el pueblo, pues temo tu santo juicio. He dado lo que me
mandaste dar; exige tú lo que tienes derecho a recibir. Aunque yo me calle, has
de hacer lo que conviene a tu justicia. Mas permite que te diga: he distribuido
tus riquezas; ahora te suplico que conviertas los corazones y perdones a los
pecadores. Haz que sean castos los que han sido impúdicos, para que en
compañía de ellos pueda yo alegrarme delante de Ti, cuando vengas a juzgar.
¿Os
agrada esto, hermanos míos? Pues que sea ésta vuestra voluntad. Todos los que
no vivís limpiamente, enmendaos ahora, mientras aún estáis sobre la tierra.
Yo puedo deciros lo que Dios me manda comunicaros; pero a los impuros que
perseveren en su maldad, no podré librarlos del juicio y de la condenación de
Dios.
*
* * * *
El servicio
episcopal (Sermón 340 A, 1-9)
El
que preside a un pueblo debe tener presente, ante todo, que es siervo de muchos.
Y eso no ha de tomarlo como una deshonra; no ha de tomar como una deshonra,
repito, el ser siervo de muchos, porque ni siquiera el Señor de los señores
desdeñó el servirnos a nosotros. De la hez de la carne se les había
infiltrado a los discípulos de Cristo, nuestros Apóstoles, un cierto deseo de
grandeza, y el humo de la vanidad había comenzado a llegar ya a sus ojos. Pues,
según leemos en el Evangelio, surgió entre ellos una disputa sobre quién
sería el mayor (/Lc/22/24). Pero el Señor, médico que se hallaba presente,
atajó aquel tumor. Cuando vio el mal que había dado origen a aquella disputa,
poniendo delante algunos niños, dijo a los Apóstoles: quien no se haga como
este niño no entrará en el reino de los cielos (Mt 18, 3). En la persona del
niño les recomendó la humildad. Pero no quiso que los suyos tuviesen mente de
niño, diciendo el Apóstol en otro lugar: no os hagáis como niños en la forma
de pensar. Y añadió: pero sed niños en la malicia, para ser perfectos en el
juicio (1 Cor 14, 20) (...). Dirigiéndose el Señor a los Apóstoles y
confirmándolos en la santa humildad, tras haberles propuesto el ejemplo del
niño, les dijo: quien de vosotros quiera ser el mayor, sea vuestro servidor (Mt
20, 26) (...).
Por
tanto, para decirlo en breves palabras, somos vuestros siervos, siervos
vuestros, pero, a la vez, siervos como vosotros; somos siervos vuestros, pero
todos tenemos un único Señor; somos siervos vuestros, pero en Jesús, como
dice el Apóstol: nosotros, en cambio, somos siervos vuestros por Jesús (2 Cor
4, 5). Somos siervos vuestros por Él, que nos hace también libres; dice a los
que creen en Él: si el Hijo os libera, seréis verdaderamente libres (Jn 8,
36). ¿Dudaré, pues, en hacerme siervo por Aquél que, si no me libera,
permaneceré en una esclavitud sin redención? Se nos ha puesto al frente de
vosotros y somos vuestros siervos; presidimos, pero sólo si somos útiles.
Veamos, por tanto, en qué es siervo el obispo que preside. En lo mismo en que
lo fue el Señor. Cuando dijo a sus Apóstoles: quien de vosotros quiera ser el
mayor, sea vuestro servidor (Mt 20, 26), para que la soberbia humana no se
sintiese molesta por ese nombre servil, inmediatamente los consoló, poniéndose
a sí mismo como ejemplo en el cumplimiento de aquello a lo que los había
exhortado (...).
¿Qué
significan, pues, sus palabras: igual que el Hijo del hombre no vino a ser
servido, sino a servir? (Mt 20, 28). Escucha lo que sigue: no vino, dijo, a ser
servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Ibid.). He aquí
cómo sirvió el Señor, he aquí cómo nos mandó que fuéramos siervos. Dio su
vida en rescate por muchos: nos redimió. ¿Quién de nosotros es capaz de
redimir a otro? Con su sangre y con su muerte hemos sido redimidos; con su
humildad hemos sido levantados, caídos como estábamos; pero también nosotros
debemos aportar nuestro granito de arena en favor de sus miembros, puesto que
nos hemos convertido en miembros suyos: Él es la cabeza, nosotros el cuerpo
(...).
Ciertamente
es bueno para nosotros el ser buenos obispos que presidan como deben y no sólo
de nombre; esto es bueno para nosotros. A quienes son así se les promete una
gran recompensa. Mas, si no somos así, sino —lo que Dios no quiera—malos;
si buscáramos nuestro honor por nosotros mismos, si descuidáramos los
preceptos de Dios sin tener en cuenta vuestra salvación, nos esperan tormentos
tanto mayores como mayores son los premios prometidos. Lejos de nosotros esto;
orad por nosotros. Cuanto más elevado es el lugar en que estamos, tanto mayor
el peligro en que nos encontramos (...).
Así,
pues, que el Señor me conceda, con la ayuda de vuestras oraciones, ser y
perseverar, siendo hasta el final lo que queréis que sea todos los que me
queréis bien y lo que quiere que sea quien me llamó y mandó; ayúdeme Él a
cumplir lo que me mandó. Pero sea como sea el obispo, vuestra esperanza no ha
de apoyarse en él. Dejo de lado mi persona; os hablo como obispo: quiero que
seáis para mí causa de alegría, no de hinchazón. A nadie absolutamente que
encuentre poniendo la esperanza en mí puedo felicitarle; necesita corrección,
no confirmación; ha de cambiar, no quedarse donde está. Si no puedo
advertirselo, me causa dolor; en cambio, si puedo hacerlo, ya no.
Ahora
os hablo en nombre de Cristo a vosotros, pueblo de Dios; os hablo en nombre de
la Iglesia de Dios, os hablo yo, un siervo cualquiera de Dios: vuestra esperanza
no esté en nosotros, no esté en los hombres. Si somos buenos, somos siervos;
si somos malos, somos siervos; pero, si somos buenos, somos servidores fieles,
servidores de verdad. Fijaos en lo que os servimos: si tenéis hambre y no
queréis ser ingratos, observad de qué despensa se sacan los manjares. No te
preocupe el plato en que se te ponga lo que tú estás ávido de comer. En la
gran casa del padre de familia hay no sólo vajilla de oro y plata, sino
también de barro (2 Tim 2, 20). Hay vasos de plata, de oro y de barro. Tú mira
sólo si tiene pan y de quién es el pan y quién lo da a quien lo sirve. Mirad
a Aquél de quien estoy hablando, el Dador de este pan que se os sirve. Él
mismo es el pan: Yo soy el pan vivo que he bajado del cielo (Jn 6, 51). Así,
pues, os servimos a Cristo en su lugar: os servimos a El, pero bajo sus
órdenes; para que Él llegue hasta vosotros, sea Él mismo el juez de nuestro
servicio. 246
*
* * * *
(Sermón
72 A, 3, 7-8)
Mientras
hablaba a las turbas, su madre y sus hermanos estaban fuera, queriendo hablar
con Él. Alguien se lo indicó, diciendo: mira, tu Madre y tus hermanos están
fuera, quieren hablar contigo. Y Él dijo: ¿quién es mi madre y quiénes son
mis hermanos? Y extendiendo la mano sobre sus discípulos, repuso: éstos son mi
madre y mis hermanos. Todo aquel que hiciere la voluntad de mi Padre, que está
en los cielos, es mi hermano, mi hermana y mi madre (/Mt/12/46-50/Agustin).
¿Por
qué Cristo desdeñó piadosamente a su Madre? No se trataba de una madre
cualquiera, sino de una Madre virgen. María, en efecto, recibió el don de la
fecundidad sin menoscabo de su integridad: fue virgen al concebir, en el parto y
perpetuamente. Sin embargo, el Señor relegó a una Madre tan excelente para que
el afecto materno no le impidiera realizar la obra comenzada.
¿Qué
hacía Cristo? Evangelizaba a las gentes, destruía al hombre viejo y edificaba
uno nuevo, libertaba a las almas, desencadenaba a los presos, iluminaba las
inteligencias oscurecidas, realizaba toda clase de obras buenas. Todo su ser se
abrasaba en tan santa empresa. Y en ese momento le anunciaron el afecto de la
carne. Ya oísteis lo que respondió, ¿para qué voy a repetirlo? Estén
atentas las madres, para que con su cariño no dificulten las obras buenas de
sus hijos. Y si pretenden impedirlas o ponen obstáculos para retrasar lo que no
pueden anular, sean despreciadas por sus hijos. Más aún, me atrevo a decir que
sean desdeñadas, desdeñadas por piedad. Si la Virgen María fue tratada así,
¿por qué ha de enojarse la mujer —casada o viuda—, cuando su hijo,
dispuesto a obrar el bien, la desprecie? Me dirás: entonces, ¿comparas a mi
hijo con Cristo? Y te respondo: No, no lo comparo con Cristo, ni a ti con
María. Cristo no condenó el afecto materno, pero mostró con su ejemplo
sublime que se debe postergar a la propia madre para realizar la obra de Dios
(...).
¿Acaso
la Virgen María -elegida para que de Ella nos naciera la salvación y creada
por Cristo antes de que Cristo fuese en Ella creado-, no cumplía la voluntad
del Padre? Sin duda la cumplió, y perfectamente. Santa María, que por la fe
creyó y concibió, tuvo en más ser discípula de Cristo que Madre de Cristo.
Recibió mayores dichas como discípula que como Madre.
María
era ya bienaventurada antes de dar a luz, porque llevaba en su seno al Maestro.
Mira si no es cierto lo que digo. Al ver al Señor que caminaba entre la
multitud y hacía milagros, una mujer exclamó: ¡bienaventurado el vientre que
te llevó! (Lc 11, 27). Pero el Señor, para que no buscáramos la felicidad en
la carne, ¿qué responde?: bienaventurados, más bien, los que oyen la palabra
de Dios y la ponen en práctica (Lc 1 I, 28). Luego María es bienaventurada
porque oyó la palabra de Dios y la guardó: conservó la verdad en la mente
mejor que la carne en su seno. Cristo es Verdad, Cristo es Carne. Cristo Verdad
estaba en el alma de María, Cristo Carne se encerraba en su seno; pero lo que
se encuentra en el alma es mejor que lo que se concibe en el vientre.
María
es Santísima y Bienaventurada. Sin embargo, la Iglesia es más perfecta que la
Virgen María. ¿Por qué? Porque María es una porción de la Iglesia, un
miembro santo, excelente, supereminente, pero al fin miembro de un cuerpo
entero. El Señor es la Cabeza, y el Cristo total es Cabeza y cuerpo. ¿Qué
diré entonces? Nuestra Cabeza es divina: tenemos a Dios como Cabeza.
Vosotros,
carísimos, también sois miembros de Cristo, sois cuerpo de Cristo. Ved cómo
sois lo que Él dijo: he aquí mi madre y mis hermanos (Mt 12, 49). ¿Cómo
seréis madre de Cristo? El Señor mismo nos responde: todo el que escucha y
hace la Voluntad de mi Padre, que está en los cielos, es mi hermano, mi hermana
y mi madre (Mt 12, 50). Mirad, entiendo lo de hermano y lo de hermana, porque
única es la herencia; y descubro en estas palabras la misericordia de Cristo:
siendo el Unigénito, quiso que fuéramos herederos del Padre, coherederos con
Él. Su herencia es tal, que no puede disminuir aunque participe de ella una
muchedumbre. Entiendo, pues, que somos hermanos de Cristo, y que las mujeres
santas y fieles son hermanas suyas. Pero ¿cómo podemos interpretar que
también somos madres de Cristo? ¿Me atreveré a decir que lo somos? Sí, me
atrevo a decirlo. Si antes afirmé que sois hermanos de Cristo, ¿cómo no voy a
afirmar ahora que sois su madre?, ¿acaso podría negar las palabras de Cristo?
Sabemos
que la Iglesia es Esposa de Cristo, y también, aunque sea más difícil de
entender, que es su Madre. La Virgen María se adelantó como tipo de la
Iglesia. ¿Por qué—os pregunto—es María Madre de Cristo, sino porque dio a
luz a los miembros de Cristo? Y a vosotros, miembros de Cristo, ¿quién os ha
dado a luz? Oigo la voz de vuestro corazón: La Madre Iglesia! Semejante a
María, esta Madre santa y honrada, al mismo tiempo da a luz y es virgen.
Vosotros
mismos sois prueba de lo primero: habéis nacido de Ella, al igual que Cristo,
de quien sois miembros. De su virginidad no me faltarán testimonios divinos.
Adelántate al pueblo, bienaventurado Pablo, y sírveme de testigo. Alza la voz
para decir lo que quiero afirmar: os he desposado con un varón, presentándoos
como virgen casta ante Cristo; pero temo que así como la serpiente sedujo a Eva
con su astucia, así también pierdan vuestras mentes la castidad que está en
Cristo Jesús (2 Cor 1 I, 2-3). Conservad, pues, la virginidad en vuestras
almas, que es la integridad de la fe católica. Allí donde Eva fue corrompida
por la palabra de la serpiente, allí debe ser virgen la Iglesia con la gracia
del Omnipotente.
Por
lo tanto, los miembros de Cristo den a luz en la mente, como María alumbró a
Cristo en su seno, permaneciendo virgen. De ese modo seréis madres de Cristo.
Ese parentesco no os debe extrañar ni repugnar: fuisteis hijos, sed también
madres. Al ser bautizados, nacisteis como miembros de Cristo, fuisteis hijos de
la Madre. Traed ahora al lavatorio del Bautismo a los que podáis; y así como
fuisteis hijos por vuestro nacimiento, podréis ser madres de Cristo conduciendo
a los que van a renacer.
*
* * * *
Plegaria
a la Santísima Trinidad
(Sobre
la Trinidad, XV; 28)
Señor
y Dios mío, en Ti creo, Padre, Hijo y Espíritu Santo. No diría la Verdad: id,
bautizad a todas las gentes en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo (Mt 28, 19), si no fueras Trinidad. Y no mandarías a tus siervos ser
bautizados, mi Dios y Señor, en el nombre de quien no es Dios y Señor. Y si
Tú, Señor, no fueras al mismo tiempo Trinidad y un solo Dios y Señor, no
diría la palabra divina: escucha, Israel; el Señor, tu Dios, es un Dios único
(Dt 6, 4). Y si Tú mismo fueras Dios Padre y fueras también Hijo, tu palabra
Jesucristo, y el Espíritu Santo fuera vuestro Don, no leeríamos en las
Escrituras canónicas: envió Dios a su Hijo (Gal 4, 13); y Tú, ¡oh
Unigénito!, no dirías del Espíritu Santo: que el Padre enviará en mi nombre
(Jn 14, 26); y: que Yo os enviaré de parte del Padre (Jn 15, 26).
DESEO/BUSQUEDA/AG:
Fija la mirada de mi atención en esta regla de fe, te he buscado según mis
fuerzas y en la medida que Tú me hiciste poder, y anhelé ver con mi
inteligencia lo que creía mi fe, y disputé y me afané mucho. Señor y Dios
mío, mi única esperanza, óyeme para que no sucumba al desaliento y deje de
buscarte; haz que ansíe siempre tu rostro con ardor. Dame fuerzas para la
búsqueda, Tú que hiciste que te encontrara y me has dado esperanzas de un
conocimiento más perfecto. Ante Ti está mi firmeza y mi debilidad: sana ésta,
conserva aquélla. Ante Ti está mi ciencia y mi ignorancia, si me abres, recibe
al que entra; si me cierras, abre al que llama. Haz que me acuerde de Ti, que te
comprenda y te ame. Acrecienta en mí estos dones hasta mi reforma completa.
Sé
que está escrito: en las muchas palabras no estás exento de pecado (Prv 10,
19). ¡Ojalá sólo abriera mis labios para predicar tu palabra y cantar tus
alabanzas! Evitaría así el pecado y adquiriría abundancia de méritos aun en
la muchedumbre de mis palabras. Aquel varón a quien Tú amaste no ha aconsejado
el pecado a su verdadero hijo en la fe, cuando le escribe: predica la palabra,
insiste con ocasión y sin ella (2 Tim 4, 2). ¿Acaso se podrá decir que no
habló mucho el que oportuna e importunamente anunció, Señor, tu palabra? No,
no era mucho, pues todo era necesario. Líbrame, Dios mío, de la muchedumbre de
palabras que padezco dentro de mi alma, miserable en tu presencia, pero que se
refugia en tu misericordia.
Cuando
callan mis labios, que mis pensamientos no guarden silencio. Si sólo pensara en
las cosas que son de tu agrado, no te rogaría que me librases de la abundancia
de mis palabras. Pero muchos son mis pensamientos; Tú los conoces. Son
pensamientos humanos, pues vanos son. Otórgame no consentir en ellos, sino haz
que pueda rechazarlos cuando siento su caricia. No permitas nunca que me detenga
adormecido en sus halagos. Jamás ejerzan sobre mí su poderío ni pesen en mis
acciones. Con tu ayuda protectora, sea mi juicio seguro y mi conciencia esté al
abrigo de su influjo.
Hablando
el Sabio de Ti en su libro, hoy conocido con el nombre de Eclesiástico, dice:
muchas cosas diríamos sin acabar nunca; sea la conclusión de nuestro discurso:
Él lo es todo (Sir 43, 29).
Cuando
lleguemos a tu presencia, cesarán estas muchas cosas que ahora hablamos sin
entenderlas, y Tú permanecerás todo en todos. Entonces modularemos un cántico
eterno, alabándote a un tiempo unidos todos en Ti.
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