domingo, 4 de enero de 2015

SAN CIRILO DE JERUSALÉN

   (313-387) 


VIDA


Jerusalén fue su sola patria: allí nació, allí vivió, allí murió. Jerusalén todavía en ruinas en la época de su infancia, a ella hace él alusión en sus escritos; y asistió a la restauración por Constantino en el año 326 (Catequesis XII, 20; XIV, 5-9). Una vasta cultura literaria y la aplicación al estudio de las Sagradas Escrituras ocuparon su juventud. Muy pronto se inició en la vida monástica, si no ingresaron en un monasterio, al menos entregándose al ascetismo. Fue ordenado sacerdote por Máximo, a la sazón obispo de Jerusalén (¿345). ¿En qué condiciones fue su sucesor tres años más tarde? Mientras que San Jerónimo habla de una cierta colusión de Cirilo con Acacio de Cesarea y algunos otros obispos arrianos para desautorizar a Máximo y substituirlo, Teodoreto por una parte y los obispos Orientales por otra parte, en una carta al Papa Dámasco atestiguan que Cirilo, “valiente defensor de la doctrina apostólica, mereció ser elegido a la dignidad episcopal, y fue regularmente consagrado por los obispos de su provincia”. Esta última explicación parece ser con mucho la más verosímil.
Lo cierto es que las primeras dificultades del nuevo obispo de vinieron precisamente de Acacio de Cesarea. Cuestión de jurisdicción primeramente y oficialmente: el obispo de Cesarea tenía el título de metropolita; pero el concilio de Nicea había reconocido al obispo de Jerusalén cierto derecho de precedencia y de inmunidad. Pretextos más o menos fundados: se le reprochaba a Cirilo el haber venido, para remediar las necesidades de los pobres en una época de hambre, vasos sagrados y ornamentos que habían sido donados a la Iglesia por Constantino. En el fondo, cuestión doctrinal, mucho más grave: Acacio tenía tendencias arrianas y rechazaba las decisiones de Nicea. En virtud de su autoridad, el metropolita reunió un sínodo de partidarios suyos e hizo deponer a Cirilo. Este apeló de la sentencia a un Concilio verdadero e imparcial; pero mientras tanto tuvo que partir para el exilio (año 358).
Honoríficamente recibido en Antioquía primeramente, luego en Tarso, el proscrito llenó todavía una función esencialmente episcopal: la predicación de la palabra de Dios. Luego, en el concilio de Seleusia (año 359) pudo justificarse y volver a Jerusalén. Por poco tiempo, porque desde el año siguiente Acacio tomó el desquite en el concilio de Constantinopla, y Cirilo tuvo que emprender de nuevo el camino del exilio. No pudo recuperar su sede a la muerte del emperador Constancio (año 362). Fue entonces cuando el obispo de Antioquía le confió un joven convertido, el hijo del sumo sacerdote de Dafné, a quien había que librar del furor de su padre.
Otro género de persecución: de Juliano el Apóstata, los judíos pretendían reconstruir el templo de Jerusalén. Ateniéndose a la predicción de Cristo de que de ese edificio no quedaría piedra sobre piedra, Cirilo se opone al proyecto. Y ya se sabe con qué éxito.
A la muerte de Acacio, Cirilo intentó darle por sucesor a su propio sobrino Gelasio, al que por lo demás recomendaban la integridad de su Fe, su ciencia y su piedad. Pero el candidato, primeramente descartado por el partido arriano tan poderoso en Cesarea, no pudo ser reinstalado sino más tarde, y por lo demás vino a ser uno de los más robustos campeones de la ortodoxia en Oriente. Todavía más, el emperador Valente puso de nuevo en vigor los edictos de su predecesor Constancio, por lo cual Cirilo fue de nuevo proscrito. Tercer destierro que duró once años (367-378.
Cuando después de la muerte de Valente y el advenimiento de Graciano, volvió por fin el obispo a su diócesis, la encontró en un estado lamentable.
Con la complicidad, al menos tácita, de los intrusos que había usurpado la sede, todas las herejías se habían dado cita en la Ciudad Santa: arrianos, mecedonianos, apolinaristas, etc. . . Y a la división de los espíritus se agregaba la licencia de las costumbres. San Gregorio de Nisa, encargado de visitar las iglesias de Palestina, con la intención de reformarlas, confiesa que su misión fue entonces infructuosa.
Presente en el primer concilio de Constantinopla, el segundo ecuménico (año 381), San Cirilo desempeñó en él un papel importante y benéfico, puesto que en una carta al Papa Dámaso le rinden los Padres este solemne homenaje: “El Obispo de la Iglesia de Jerusalén, la madre de todas las Iglesias, es el venerado Cirilo, quien otrora fue ordenado canónicamente por los obispos de su provincia y ha sostenido en diversos lugares importantes combates contra los arrianos”.
Ayudado por Rufino y Melanina la anciana, el santo obispo tuvo el gozo, durante sus últimos años, de recoger en el redil a los macedonianos de Jerusalén, y luego a varios centenares de monjes extraviados por Paulino de Antioquía. Murrio el I8 de marzo de 386. Fue proclamado Doctor por León XIII en I883.

OBRAS


La principal obra de San Cirilo de Jerusalén es la “Catequesis”, conjunto de veinticuatro instrucciones, de las que cada una lleva el título particular indicando su objeto. Una “Procatequesis”, o capítulo preliminar, subraya la grandeza del acto al que se preparan los oyentes: la recepción del santo Bautismo. Luego, diez y ocho instrucciones se dirigen “a los que aspiran a la luz”, los catecumenos que serán bautizados en las siguientes fiestas de Pascua: cinco, sobre las virtudes morales; trece sobre los Artículos de Símbolo. En fin, las últimas cinco instrucciones, llamadas mistagógicas, están destinadas a los neófitos o nuevos bautizados: conciernen a los sacramentos del bautismo, la confirmación y la Eucaristía. De un estilo claro y sencillo, apropiado a los oyentes, evitando términos abstractos de la teología, con un giro oratorio persuasivo, no dejan de tener cierta negligencia en la forma, lo cual se debe sin duda a que no fueron compuestas por el autor, sino predicadas y recogidas entonces por un taquígrafo que las transcribió tal como las había oído.
Exposición general de las principales verdades de la religión cristiana, las Catequesis son, en suma, una explicación del Símbolo de Jerusalén a mediados del siglo IV: los dogmas sobre Dios, Jesucristo, el Espíritu Santo y luego sobre el hombre, su naturaleza, su origen, su vida, sus fines últimos. Durante su desarrollo se señalan, y luego se refutan, los errores y las herejías que han surgido sobre cada punto particular: “Os proporcionará armas contra el enemigo, os defenderá contra los herejes, los judíos, los samaritanos, y los gentiles” (Procatequesis, I0).
Pronunciadas veinticinco años después del concilio de Nicea, en una época en que el arrianismo estaba lejos de ser extinguido, pronunciadas en la propia Jerusalén por el obispo de esta Iglesia Madre, las “Catequesis constituyen uno de los monumentos más preciosos de la antigüedad cristiana” (Bardenhewer, protestante: Los Padres de la Iglesia).
Pero según el método que les conviene, los protestantes han tratado de hacer suyo a San Cirilo, y mediante una exégesis tendenciosa, de interpretar en el sentido de Lutero o de Calvino ciertos pasajes de sus escritos, especialmente los relativos al Canon de los Libros Sagrados, a la Biblia como regla de Fe, a la causalidad de los sacramentos, a la presencia de Cristo en la Eucaristía, al Purgatorio, al culto de los santos y de las reliquias, a la virginidad y al celibato eclesiástico, etc.
Por lo cual conviene presentar claramente el pensamiento del Santo Doctor y compararlo con las definiciones dogmáticas de los Concilios y la tradicional doctrina católica.
“Creemos en su solo Dios, Padre todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, de todas las cosas visibles e invisibles; en un solo Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, engendrado del Padre y verdadero Dios antes de todos los siglos, por el cual todo ha sido hecho; que se encarnó y se hizo hombre, de la Virgen y del Espíritu Santo; que fue crucificado y sepultado y resucitó al tercer ida y subió a los cielos y está sentado a la derecha del Padre; que vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos; cuyo Reino no tendrá fin.
“En un solo Espíritu Santo, Paráclito, que habló por los profetas.
“Y en un solo Bautismo, para la remisión de los pecados.
“Y en una sola Iglesia, santa, católica; en la resurrección de la carne y en la vida eterna” (Texto reconstruido por Dom Touttée).
Aparte de algunas variantes de detalle, ¿quién no reconocería allí las verdades esenciales, y hasta en su terminología corriente, del Símbolo de los Apóstoles, del de Nicea, y del de Constantinopla? Y en los desenvolvimientos o explicaciones se encuentra siempre la misma conformidad.
“Dos cosas son indispensables para el servicio de Dios: la sana doctrina y las buenas obras” (Catequesis, IV, 2).
La Fe comprende dos grados: primeramente es el asentimiento del espíritu a la Verdad revelada por Dios; en seguida es la adhesión a Cristo que nos hace a su imagen y nos comunica de cierta manera su poder: “Tened pues la Fe que tiene a Dios por objeto, a fin de obtener de El, por añadidura, la Fe que opera los milagros” (Catequesis IV, 2). La fuente de las verdades que se han de creer es la Sagrada Escritura inspirada por Dios mismo, “jardín fértil en que el alma, como una abeja diligente, debe librar la miel de la salvación y abrevar un conocimiento siempre más rico de los misterios de la Fe” (Catequesis, IX, 3). Se necesita todavía conocer los libros que contienen auténticamente la Palabra de Dios.
Por lo cual San Cirilo establece el canon de los Libros Sagrados, según la versión de los Setenta que él tiene por inspirada. Del Antiguo Testamento, veintidós libros, de los que doce son históricos: el Pentateuco o cinco Libros de Moisés, los Jueces, Ruth, dos libros de los Reyes, los Paralipómenos, Esdras, Esther; cinco libros poéticos: Job, los Salmos, los Proverbios, el Eclesiastés, el Cantar de los Cantares; cinco libros proféticos: Isaías, Jeremías con Baruc, Ezequiel, Daniel; los doce pequeños profetas. Del nuevo Testamento: los cuatro Evangelios, los Hechos de los Apóstoles, las Siete Epístolas católicas y cuatro Epístolas de San Pablo. “Que todo el resto se haga a un lado: lo que no se lee en las iglesias tampoco lo leáis en particular. ¿Para qué fatigaros inútilmente leyendo los libros controvertidos, puesto que ni siquiera conocéis los que son unánimemente aceptados?” (Catequesis, IV).
Canon incompleto si se le compara con el que ahora propone la Iglesia Católica; pero debemos recordar que a la mitad del siglo IV la cuestión de los libros Deuterocanónicos no estaba todavía decidida. Por lo demás, si San Cirilo desaconsejaba a sus fieles la lectura de estos libros de segundo rango, no los desdeñaba totalmente, puesto que los cita en diversas ocasiones. Por otra parte, sus mismas recomendaciones lo muestran perfectamente dispuesto a admitirlos el día en que la Iglesia los reconozca como auténticamente inspirados: “Aprended de la Iglesia cuáles son los libros Sagrados del Antiguo y del Nuevo Testamento. . . Estudiad únicamente aquellos que la propia Iglesia lee con toda seguridad” (Catequesis, IV, 33, 35).
De la Sagrada Escritura es de donde están tomados los Artículos del símbolo: “Cuando se trata de los divinos misterios de la Fe no se debe proponer nada que no esté fundado en las Sagradas Escrituras; si no, nos dejaríamos llevar por puras conjeturas, a construcciones artificiales basadas sobre los razonamientos humanos y los sofismas” (Catequesis, IV, I7). Pero por el temor de dejarse llevar a interpretaciones arbitrarias de la Escritura, al Magisterio de la Iglesia es al que hay que pedirle el verdadero sentido, y de ese Magisterio esperar la definición precisa de las verdades que se han de creer (Catequesis, IV, 23, 33, 36).
Dios es incomprensible para todo espíritu creado, aun para los Angeles del Cielo: únicamente las Tres Personas de la Santísima Trinidad se conocen perfectamente. Sin embargo, “si mis ojos no pueden abarcar el sol en toda su amplitud, ¿querrá esto decir que no puedo verlo en la medida que basta a mis necesidades?” Ahora bien, la grandeza, la belleza, el orden de las creaturas ¿no son reflejos del poder, de la sabiduría, del esplendor del Creador? Por lo tanto la contemplación de sus obras nos da un cierto conocimiento de Dios mismo (Catequesis, VI, 2; IX, 2).
Pero Dios se ha dignado hacerse conocer El mismo, revelando que subsiste en una Trinidad de personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. “No predicamos tres dioses. . . silencio a los marcionitas. Nosotros predicamos un Dios único por el Hijo único , con el Espíritu Santo. Indivisa es la Fe, indiviso el culto. Nosotros no admitimos en la Santísima Trinidad ni separación, como Arrio, ni confusión, como Sabelio (Catequesis, XVI, 24).
Creed en el Hijo de Dios, el Unico, Nuestro Señor Jesucristo, Dios nacido de Dios. Porque siendo el Padre verdadero Dios, engendra un Hijo a su semejanza, verdadero Dios El mismo” (Catequesis, VI, 7; VI, I, VII, 5). El Espíritu Santo participa en la divinidad por la misma razón que el Padre y el Hijo (VI, 6). “El Padre da al Hijo, y el Hijo comunica al Espíritu Santo” (XVI, 24). Están unidos inseparablemente, aunque distintos personalmente; tanto en sus operaciones al exterior como en su vida íntima” (XVII, 5).
Si no pronuncia la palabra “consubstancialidad”, demasiado sabia para su auditorio y a veces sujeta a interpretaciones abusivas, San Cirilo enuncia claramente lo equivalente: “Un solo Padre, un solo Hijo, un solo Espíritu Santo; distinto es el Padre, distinto es el Hijo, distinto el Espíritu Santo; mas los Tres no dejan de poseer una sola y misma divinidad” (XVII, 38). Indudablemente que las “apropiaciones” están claramente señaladas: “El Padre crea por el Verbo, y el Espíritu santifica lo que hace el Hijo” (XI, 2I). Pero esto es sin detrimento de la unidad de naturaleza: “Son uno porque no hay entre ellos ni discordancia ni separación, siendo las mismas las voluntades del Padre y las del Hijo; son uno porque las obras del uno son las obras del otro; única es la acción productiva de todas las cosas” (2XVI, 24). ¿Acaso no comenta el Concilio de Nicea en por de toda la tradición patristica en términos análogos el texto de San Pablo: “Todas las cosas son de El, por El, con El, esto es, del Padre que ordena, por el Hijo que ajecuta, con el Espíritu Santo que acaba”? (Rom II, 36). Si al Padre se le llama la “cabeza” del Hijo (XI, I4), es en el sentido de “principio” del cual el Hijo lo tiene todo, en efecto, con la divinidad misma (XV, 25). Si se dice que el Espíritu Santo “intercede” por nosotros a la manera de un simple intermediario (Rom 8, 26), esto debe entenderse en realidad de las inspiraciones divinas por las cuales santifica El las almas (XVI, I2, 25).
El Verbo eterno se hizo Hombre (XII, 3). Pero no hay siempre sino un solo y mismo Verbo, un solo y mismo Cristo, a la vez Hijo de Dios e Hijo de David, nacido eternamente del Padre, y de la Virgen en el tiempo (XI, 5; XII, 4). Así María es “La Virgen Madre de Dios” y Jesús es el Dios nacido de la Virgen (X, I9; XII, I). Y por lo tanto es ciertamente el Hijo de Dios, Dios mismo, que ha sufrido, quien ha derramado su sangre, quien murrio; pero todo esto lo sufrió en su humanidad, humanidad realísima y completa, semejante a la nuestra (IV, 9), aunque privilegiada en su concepción virginal, tal como lo había anunciado el Profeta Isaías y lo ha proclamado siempre la Iglesia, contra sarcasmos de paganos y judíos (XII, 2, 2I).
“El Hijo de Dios descendió de los cielos a la tierra a causa de nuestros pecados”, para curar los males de la humanidad provenientes de la caída original y de la universal corrupción de los descendientes de Adán (IV, 9; VII, 5-8). Estos males, en efecto, eran tales que le era imposible al hombre ponerles remedio: solamente Jesús, siendo Dios, podía rescatar al género humano; nuevo Adán, El podía reparar las ruinas causadas por el primero. Ofreciéndose El mismo en rescate, reconcilia a los hombres con Dios (XIII, 2): el pecado nos había hecho enemigos de Dios, y Dios había decretado la pena de muerte contra los pecadores. Por lo tanto era necesario: o bien que Dios, fiel a su palabra, hiciese perecer a todos los hombres, o bien que, usando de clemencia, anulase la sentencia. Pero admirad la divina sabiduría que ha sabido mantener el castigo y a la vez dar libre curso a su bondad. Cristo tomó sobre Sí nuestros pecados y los llevó sobre la Cruz, a fin de que muriendo nosotros al pecado por la muerte, pudiésemos revivir en la justicia. No era cualquiera la Víctima que moría por nosotros: no era un cordero sin razón, no era solamente un hombre, ni tampoco un ángel; era Dios hecho hombre. Grande era, ciertamente, la iniquidad de los pecadores; pero cuándo más grande la justicia de Aquel que murrio por ellos” (XXIII, 33).
Al motivo primordial de la Encarnación se agregaban otros secundarios. Haciéndose hombre, el Verbo divino quedaría más al alcance de sus semejantes, los humanos, para instruirlos con su palabra y con su ejemplo. Perseguiría al demonio en su propio terreno y lo vencería con sus propias armas; y a la idolatría, signo de la perversión humana, le opondría la adoración del Hombre-Dios.
Los Angeles son espíritus, o bien, si tienen un cuerpo, éste no es un cuerpo denso, sino sutil (XVI, I5); creados por Dios, innumerables, sometidos a las Personas Divinas y especialmente al Espíritu Santo para hacerlos instrumentos de la obra de santificación (X, I0; XV, 24).
Están agrupados en nueve coros: Angeles, Arcángeles, Virtudes, Dominaciones, Principados, Potestades, Tronos, Querubines y Serafines (XXIII, 6). Todos conocen a Dios, más no con una visión comprensiva, sino en grados desiguales, según el orden al que pertenecen (VI, 6; VII, II). Son los protectores de los hombres y se dedican a procurar su salvación (XV, 24).
Algunos de ellos, en seguimiento de Satán, se levantaron orgullosamente contra Dios. Irremediablemente endurecidos y castigados, han venido a ser los demonios, espíritus pérfidos que después de haber hecho caer al primer hombre se ceban astutamente en perder a los demás, y a veces llegan a tomar “posesión” de los cuerpos tanto como de las almas (II, 3; IV, I; XVI, I5). Pero los cristianos están prevenidos contra ellos mediante los exorcismos y los sacramentos (XIII, 36; XIX, 2; XX, 3). “Nosotros ignoramos todo lo que Dios ha perdonado a los Angeles” (II, I0). Expresión ambigua que ciertamente no designa un perdón concedido a los demonios, puesto que en otro pasaje se dice que han sido irrevocablemente castigados; quizá esta expresión signifique que aun en ese castigo mismo Dios ha usado todavía de indulgencia; ¿o bien que, viendo a varios de los ángeles vacilantes, les ofreció una gracia de preservación?
Contra el paganismo y los errores maniqueo y pitagórico, San Cirilo restablece la verdadera noción del hombre compuesto de cuerpo y alma, “animal racional”, creado por Dios y hecho a su imagen y a su semejanza (XII, 5). La imagen de Dios en el alma humana, idéntica en el hombre y en la mujer, es la razón y la libertad; la semejanza de Dios es la comunicación de Espíritu divino santificador (XVII, 2, I2).
El elemento esencial de la vida humana es el libre albedrío, que le permite a cada quien regir su conducta y, en definitiva, decidir de su suerte: facultad susceptible de ser influida ciertamente, tanto para el mal como para el bien, pero no de ser constreñida.
Colocado, al ser creado, en el paraíso terrestre, donde gozaba del doble privilegio de la inocencia y de la inmortalidad (II, 4; IX, I5), en virtud de su desobediencia, gesto de enemistad respeto de Dios, Adán fue despojado de esas ventajas; y a la vez las perdió para toda la especie humana cuyo jefe era él (XIII, 2). Sin embargo, si ésta se veía privada desde entonces de la semejanza con Dios, o sea, de la Gracia Santificante, la naturaleza humana conservaba todavía la imagen de Dios, la razón y la libertad (XIV, I0). Pero en todos los hombres, como en el primero, el pecado es siempre una falla de la voluntad libre; y únicamente les son imputables los pecados de los que personalmente son responsables (IV, I0).
Para reparar la ruina original, explicar todos los pecados y restituirles a los hombres la participación divina vino el Hijo de Dios a la tierra (XII, I5). “Jesucristo ha liberado a los que permanecían cautivos bajo el yugo del pecado; ha rescatado a todo el género humano” (XIII, I). Lo que Dios se propone es conducir a todos los hombres a la vida eterna: ¿acaso no ha multiplicado los accesos a elle? (VI, 28; XVI, 22; XVIII, 3I). “Sin embargo, por libertad que sea, Dios no salva al hombre sin él, y de cada quien espera una prueba de buena voluntad” (procatequesis I). “Porque si la pluma y la flecha necesitan de una mano que las tome y las utilice, así tambaleen la Gracia necesita almas de fe. . . Así es que purificad el vaso que es vuestra alma, a fin de recibir una medida de Gracia más abundante” (I, 3, 5).
Fines últimos y escatológicos.
La muerte cierra con la vida terrena el período de prueba, de arrepentimiento y de perdón. Más allá, la suerte de los humanos está definitivamente fijada: los que han aprovechado la Gracia y hecho el bien alaban a Dios para siempre; los que han desdeñado los beneficios divinos y hechos el mal son castigados en el fuego eterno (II, I; XVIII, I4). Si después de su muerte descendió Cristo a los infiernos, fue para librar a los justos que allí esperaban: y su Ascensión abrió el Cielo, donde se juntan desde entonces, en la sociedad de Patriarcas, Apóstoles, Mártires, todos los santos que gozan de la presencia y de la amistad de Dios (XXIII, 9).
“Roguemos en seguida por los santos Padres y los Obispos difuntos; luego por todos aquellos que han muerto entre nosotros; de esta suerte les proporcionaremos un gran socorro. . . Porque si un rey destierra a gentes que lo han ofendido, pero ve a los parientes y amigos de los culpables tejer una corona y ofrecérsela en nombre de ellos ¿acaso no perdonará la pena?” (XXIII, 9). No se pronuncia la palabra “Purgatorio”; pero está claramente designada la cosa, el estado intermedio y transitorio en el que el alma, sin ser definitivamente condenada y excluida, acaba de pagar la pena debida al pecado, y queda digna de misericordia.
Los cuerpos resucitarán, como lo enseña la Escritura. Que no se esgrima la imposibilidad de juntar los elementos del cuerpo dispersos por la muerte y la corrupción. ¿Se embarazará la divina omnipotencia con semejantes dificultades? ¿Acaso no se ve a menudo, en la naturaleza, organismos destruidos en los que la vida reaparece súbitamente, más resplandeciente que antes? Los cuerpos serán substancialmente los mismos que durante la vida presente: solamente cambiarán sus propiedades, puesto que de débiles y corruptibles que eran serán entonces vigorosos e inmortales. Pero su suerte será análoga a la de las almas a las que pertenecen: los cuerpos de los justos serán glorificados; los cuerpos de los condenados sufrirán, sin ser consumidos, la mordedura del fuego eterno. ¿Acaso no conviene que el cuerpo, instrumento del alma para el bien como para el mal, participe en su recompensa o en su castigo? (IV, 3I; XV, I9; XVIII, 2-II).
Jesucristo volverá glorioso, tal como lo anuncian los Evangelios y San Pablo. Precederán signos a este segundo advenimiento, signos de los que algunos aparecen ya: impostura de los falsos Cristos; lucha fratricidas, enfriamiento de la fe. El Anticristo vendrá cuando el Imperio Romano se hunda. Entonces el fin del mundo estará próximo (XV, I2).
La Iglesia, como indica su nombre, es una asamblea. Querría Ella reunir a todos los hombres (XVIII, 22-28). Esposa de Cristo, es Ella la Madre de los rescatados, el redil en el que las ovejas están al abrigo de los lobos. Católica, tiene la misión de enseñar a todos los pueblos la verdad divina y de curar a todos los pecadores. En la persona de Pedro, “Columna de base de la verdad”, dice San Pablo, la Iglesia ha recibido la promesa de la indefectibilidad. ¿No es el propio Espíritu Santo su Doctor y su Protector? (XVI, I9). Es Jerárquica: alrededor de Pedro, Príncipe de los Apóstoles y predicador-corifeo de la Iglesia, que posee las llaves del reino de los cielos, están los obispos, sucesores de los Apostoles, luego los sacerdotes y los diáconos, ministros subalternos (XVIII, 35). Dispensadora de la verdad, la Iglesia es por ese mismo hecho reguladora de las costumbres, porque “la Fe sin las buenas obras no podría ser grata a Dios” (VI, 2).
A propósito de la fórmula de abjuración que los catecumenos pronuncian antes del bautismo ----“Renuncio a Satanás, a todas sus obras a todas sus pompas y a todo su culto”----, San Cirilo escribe todo un Tratado de Moral General concerniente al pecado, su naturaleza, su origen, su malicia y la penitencia, que es el medio de obtener el perdón del pecado (IV, 24, 37; XIX, 4-8).
La Iglesia además prescribe o aprueba las prácticas culturales o ascéticas: la continencia para el buen ejercicio de las funciones sacerdotales (XII, 25); el estado de virginidad, superior al del matrimonio (XIII, 34; XV, 23; XVI, I9); el culto de las reliquias y de la cruz (IV, I0; XIII, 4; XVII, 30; XVIII, I6).
Dirigidas a quienes se preparaban para el bautismo o acababan de recibirlo, las Catequesis contienen, aparte de la doctrina católica de los Sacramentos, multitud de detalles sobre los ritos con los que se les confería en el siglo IV.
El catecumenado comprendía una fase lejana, una especie de postulantado en cuyo curso el deseo del interesado se cotejaba con sus disposiciones para la vida cristiana; luego una fase próxima, preparación inmediata e intensa, especie de retiro que coincidía generalmente con la Cuaresma y se cerraba con el Bautismo en la vigilia pascual. Los temas habituales de las instrucciones eran la sinceridad de la fe, la pureza de intención, la oración, la penitencia, la docilidad a los exorcismos (Procath., 4). Se les recomendaba a los ejercitantes el “confesar” todos sus pecados: aunque esto no era en sentido estricto una acusación oral, al menos una leal confesión ante Dios, a ejemplo del Rey David (I, 5; II, I2). Pero estaban obligados a guardar secreto con las gentes de fuera, aun con otros catecúmenos: esta era la disciplina del “arcano”, o sea que nada de lo que pasaba durante esos idas de recogimiento debía revelarse (Procath, I2, VI, 29).
El Bautismo se llama también el “baño” de la regeneración, en el agua pura y la Gracia del Espíritu Santo, doble ablución apropiada para las dos partes del hombre: la una exterior y visible para el cuerpo; la otra interior e invisible para el alma; abluciones unidas por la palabra de vida, la invocación de la Santísima Trinidad.
Aunque San Juan Bautista fue el primero en emplear este rito, quien verdaderamente instituyó el Bautismo es sin embargo Jesucristo, porque sólo El bautiza en el Espíritu Santo y confiere al agua el maravilloso poder de realizar la regeneración espiritual (III, 6, 9). Regeneración, esto es, retorno del estado de pecado actual al estado de justicia primitiva, porque todos los pecados son borrados, tanto el pecado original contraído por descender de Adán como los pecados personalmente cometidos durante la vida (III, I5). Remedio soberano que no contento con curar las heridas, hace desaparecer aun las cicatrices (XIII, 20), este baño es a la vez un sepulcro y una madre: el hombre viejo es allí enterrado, y el hombre nuevo ve allí la luz (I, 4; III, I2-I5; XX, 4). El hombre nuevo no es solamente el hombre justificado sino el hombre santificado: el perdón de los pecados no es sino una fase previa, negativa, idéntica para todos: simultáneamente el bautizado es poseído y transfigurado por el Espíritu Santo, que hace de él positivamente un hermano de Cristo y un hijo adoptivo de Dios, y esto en proporción variable según el ardor de su Fe (I, 5; III, 2, I3; XX, 6). Sin la Fe, el catecúmeno recibiría un Bautismo válido, pero no fructífero. Sería bautizado por los hombres pero no por el Espíritu, “como Simón Mago, que fue bautizado pero no iluminado” (Procath, 2, 4; Catequesis XVII, 36). En Fin, todo bautizado está marcado con un sello sagrado, indeleble, que le da un rango en la Iglesia, cuerpo místico de Cristo (I, 2, 3; 4; IV, I; XVI, 24; XVII, 35; XIX, 8). Es el signo de la iniciación cristiana.
El Bautismo es necesario para la salvación: es el carro que conduce al Cielo (Procath., I6). Solamente el bautismo de sangre, o martirio, puede suplir el Bautismo de agua (III, 4, I0; XIII, 2I): “Aunque hayáis practicado toda clase de buenas obras, si no recibís el sello bautismal, no entraréis en el reino de los Cielos” (III, 4). Esto se dirige sin embargo a los catecúmenos que instruidos de la necesidad del Bautismo tienen además la posibilidad de recibirlo. En cuanto a quienes ignoran o que no pueden recibirlo, la justificación se les concede en virtud de su rectitud, de su buena fe, en la cual reside un deseo al menos implícito del Bautismo. ¿No fue justificado el buen ladrón en la cruz en virtud de la sinceridad de su arrepentimiento? Y el Centurión Cornelio “hombre justo, que poseía ya el Espíritu Santo, recibió en seguida el Bautismo a fin de que, estando ya regenerada su alma por la Fe, también su cuerpo tuviese parte en la Gracia por medio del agua” (XIII, 3I). La Gracia bautismal se les ofrece a todos los seres humanos sin distinción de edad ni raza (III, 2; XVII, 35). Pero el orador precisa su ceremonial para los adultos que tiene a la vista. En el atrio del bautisterio el catecúmeno se volvía primeramente hacia Occidente para pronunciar una fórmula de renunciación a Satanás, luego hacia el Oriente para asegurar su adhesión a Jesucristo en estos términos: “Creo en el Padre y en el Hijo y en el Espíritu Santo, y en un Bautismo de penitencia” (XIX, 2). En el bautisterio mismo, se despojaba de sus vestidos y recibía primeramente la unción del aceite bendito; luego, después de una nueva profesión de Fe en las tres divinas Personas, era sumergido tres veces en el agua de la piscina, mientras que el ministro pronunciaba las palabras sacramentales (XX, 2). Los ministros ordinarios del Bautismo son los obispos, los sacerdotes o simplemente los diáconos. Poco importan la dignidad y la personalidad: “No os fijéis en el hombre que está allí, sino pensad en el Espíritu Santo; porque esta no es una Gracia que venga de los hombres: es un beneficio que desciende de Dios por ministerio de ellos” (XVII, 25). Así es que el valor del Bautismo no depende de ninguna manera de la calidad de quien lo administra. Consiguientemente jamás podría reiterarse el Bautismo, salvo el caso en que un ministro hereje no hubiese observado los ritos prescritos, porque entonces eso no sería sino un vano simulacro y no un verdadero Bautismo (Procath. 7).
La “Crispación” que en esta época seguía inmediatamente el Bautismo ¿será en el pensamiento de San Cirilo un simple complemento sacramental de éste o al contrario un rito claramente distinto, un verdadero sacramento con su naturaleza y sus efectos propios?
“Cuando salís de la sagrada pascina, habéis recibido el Crisma, símbolo de aquel con que Jesucristo mismo fue ungido, esto es, el Espíritu Santo” (XXI, I). Esta “Crispación” se anunciaba entre dos Sacramentos claramente caracterizados, el Bautismo y la Eucaristía, y con el mismo rango que ellos (XVIII, 33). “El Crisma místico” supone ya realizado el efecto del “santo Bautismo”, a saber la regeneración espiritual (XX, 4). Corresponde a la imposición de las manos hecha por San Pedro sobre los cristianos bautizados por el diácono Felipe (XVI, 26). Así es que sus ministros serían exclusivamente los obispos, sucesores de los Apóstoles.
Como el agua bautismal, el Crisma, ungüento perfumado, no es un simple signo, sino un medio del que Cristo se sirve para comunicarnos su vida divina, un verdadero instrumento que produce en nosotros una efusión de dones del Espíritu Santo (XVIII, 33). Y la imposición de las manos probablemente está comprendida en el hecho mismo de la “Crismación” realizada por la mano (XIV, 25).
Primer efecto de este sacramento: así como Jesucristo fue confirmado en su misión por la venida del Espíritu Santo al ser bautizado, así también el cristiano, todavía imperfecto aunque ya bautizado en Cristo, obtiene, gracias a esa nueva intervención del Espíritu Santo, la plenitud de semejanza con Cristo (XVI, 20; XVII, I8); fortificado por la presencia y la acción del Paráclito, se convierte en un soldado armado para la defensa y la propagación de su Fe (II, 4; XVII, 37).
Segundo efecto: un sello sagrado e imborrable, diferente del carácter bautismal, en la imagen de Cristo, signo a la vez de su pertenencia a este Maestro y de que se obliga a su servicio (XVII, 36; XXI, 7).
En sus Catequesis del tiempo de Cuaresma, del Santo Obispo prometía explicarles, después de Pascua, “los misterios del Nuevo Testamento que se realizan en el altar” (XVIII, 33). Su curso sobre la Eucaristía es el que corona su Catequesis (XXII, XXIII). Ilustrado su Tratado con la lectura de un pasaje de I Cor II, 23 y ss., declara: “Por sí sola la enseñanza del Apóstol que acabáis de oír basta para convenceros de la verdad de los divinos misterios cuya recepción os ha hecho participantes del cuerpo y de la sangre de Jesucristo. El mismo dijo sobre el pan: Esto es mi cuerpo. Por lo tanto ¿quién osaría dudar de ello? Y sobre el vino: Esta es mi sangre. ¿Quién podría negarlo?” Y después la citación de hechos y textos bíblicos en los que ve figuras o anuncios velados de la Sagrada Eucaristía: “Lo que os he dado recibidlo con toda seguridad como el cuerpo y la sangre de Cristo, porque es su cuerpo el que os es dado bajo la figura del pan y es su sangre la que os es dada bajo la figura del vino, a fin de que habiendo recibido el cuerpo y la sangre de Cristo le estéis unidos en un mismo cuerpo y en una misma sangre. Así es como extendiéndose su cuerpo y su sangre en nuestros miembros, venimos a ser porta-Cristos, y según la palabra de San Pedro participantes de la naturaleza divina. . . No veáis allí solamente pan y vino. Que sea el cuerpo y la sangre de Cristo lo garantiza su palabra. Aunque los sentidos, aunque el gusto os enuncien lo contrario, que la Fe os tranquilice y os proporcione la certeza de que el don que os ha sido hecho es el cuerpo y la sangre de Cristo” (XXII, 3). Y los simples consejos de atención y de veneración dados a los comulgantes confirman en términos excelentes la creencia en la “presencia real”: “Haced de vuestra mano izquierda como un trono que sostiene la derecha que debe recibir al Rey: formad un hueco con esta mano, y el recibir el cuerpo de Cristo responded: ‘Amén’. Luego, después de haber santificado vuestos ojos mirando este santo cuerpo, llevadlo a vuestra boca teniendo buen cuidado de que nada se pierda de El. . . Si tuvierais en vuestras manos lentejuelas de oro ¿no las tendríais con la mayor precaución? Cuándo mayor cuidado debéis poner en no permitir caer lo que es incomparablemente más precioso que el oro y las piedras preciosas” (XXIII).
¿Cuál es el modelo de esa presencia real? Claramente la transubstanciación: “En otro tiempo, en Caná, Jesucristo cambió el agua en vino, substancia que tiene cierta analogía con sangre, ¿y no creeremos nosotros en el cambio que El hace del vino en su sangre?” (XXII, 2). “Hecha la invocación, el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y el vino en la sangre de Cristo” (XIX, 7). “Bajo la forma exterior del pan se os ha dado el cuerpo mismo de Cristo” (XXII, 3). Y la forma del pan tiene un valor simbólico: “Así como el pan es el alimento que conviene al cuerpo, así el Verbo es el alimento que conviene al alma” (XXII, 5).
En último lugar, San Cirilo explica las ceremonias principales de la Misa según la liturgia de Jerusalén en esa época, que participa a la vez de la liturgia de San Santiago y de la liturgia de las Constituciones Apostólicas: lavatorio de las manos, ósculo de paz; prefacio precedido del “Sursum corda” y seguido del “Sanctus”, epiclesis o invocación consagratoria; memento de los vivos y de los muertos; oración dominical comentada frase por frase; comunión bajo las dos especies. Una recomendación suprema es frecuentar la Santa Misa y mantenerse digno de ella absteniéndose de todo pecado (XXIII). La noción de sacrificio es aquí muy explícita y no solamente la conmemoración del sacrificio cumplido otrora sobre el Calvario, sino de un sacrificio realmente actual: Después de haber realizado el sacrificio espiritual, la inmolación incruenta, invocamos a Dios y ofrecemos esta Víctima de propiciación rogándole por la paz de la Iglesia, por la felicidad del mundo, por los emperadores, y en fin por cuantos tienen necesidad de socorro. . . Todo esto: mientras la santa y adorable Víctima está allí sobre el altar” (XXIII, 8, 9).
De la doctrina ciriliana sobre la Eucaristía dijo once siglos después otro Doctor de la Iglesia, San Roberto Belarmino: “Está expresada en términos tan apropiados y explícitos que si viviese en nuestra época, San Cirilo de Jerusalén no podría hablar más claramente” (El Sacramento de la Eucaristía, II, I3).
Aparte de sus Catequesis, las obras auténticas de San Cirilo se reducen a dos integralmente conservadas y a algunos fragmentos de escritos perdidos.
“La Homilía sobre el paralítico de la piscina de Bethsaida”, después del relato del episodio referido en el Evangelio de San Juan, muestra en Jesús al médico de almas y cuerpos a la vez.
“La carta al piadoso emperador Constancio” refiere la aparición en el Cielo de una cruz luminosa el siete de mayo del año 35I. El autor ve en este acontecimiento, que él relaciona con el encuentro de la verdadera Cruz bajo el reinado de Constantino, un favor celestial de buen augurio para la persona del emperador y para su reinado, pero también una invitación más exigente a profesar y a defender la verdadera Fe.
Los fragmentos son los de dos homilías, una sobre un milagro de Caná, la otra sobre estas palabras de Jesús: “Me voy hacia mi Padre”. Además, varias alusiones de San Cirilo mismo en el curso de sus Catequesis atestiguan que el Santo Obispo pronunció otros muchisimos discursos, ora en Tarso durante su exilio, ora sobre todo en Jerusalén misma, cada año quizá, con ocasión de las fiestas de Pascua, a nuevos grupos de catecúmenos y de neófitos.
San Cirilo de Jerusalén ha sido juzgado de diversas maneras por la Historia. Rufino lo acusa de haber variado en su fe y más todavía en su comunión. San Epifanio lo presenta como un partidario de Basilio de Ancira, arriano notario. San Jerónimo lo coloca entre los arrianos que invadieron la sede de Jerusalén después de la muerte de San Máximo. Por el contrario, Teodoreto, el historiador el Patriarcado de Antioquía, considera a San Cirilo como “un ardiente defensor de la doctrina”; y los obispos orientales reunidos en el Concilio de Constantinopla, en 382, en su carta al Papa Dámaso alaban tanto la pureza de su fe como su celo en combatir a los herejes.
Las “variaciones en su comunión”, esto es, sus cambios de partido, se explican facilmente por las circunstancias del momento. Joven diácono o simple sacerdote, Cirilo estaba evidentemente “en comunión” con su obispo, en concreto San Máximo de Jerusalén. Ahora bien, éste se había dejado arrastrar al Concilio de Tiro, que había depuesto a San Atanasio de Alejandría, luego al Sínodo de Jerusalén, donde, gracias a una profesión de fe vaga y ambigua, Arrio había arrancado una reintegración a la Iglesia. Por lo demás, San Máximo no tardó en reconocer su error y en desaprobarlo, hasta reanudar relaciones fraternales con el Patriarca de Alejandría; y San Cirilo lo siguió en este camino.
Pacífico por temperamento, el nuevo obispo de Jerusalén soportaba amargamente las rivalidades entre las diversas iglesias, en las que veía materia de escándalo para los fieles (Catech. XV, 7); por lo cual evitaba unirse a tal o cual partido> Pero esto no le impedía observar en lo personal la más estricta ortodoxia.
Si su obra doctrinal no ofrece la misma riqueza y la misma originalidad que la de varios Doctores y Padres que son casi sus contemporáneos, su mérito, en la exposición familiar del dogma, es presentar a la posteridad el estado de la Fe y de la vida cristiana en el siglo IV de la Iglesia. La Iglesia se lo agradece y pide a sus fieles que también ellos se lo reconozcan al Santo Doctor: “Escribió sus maravillosas Catequesis, en las cuales, abarcando, amplia y claramente, toda la doctrina eclesiástica, defiende todos los dogmas de la religión contra los enemigos de la Fe. Y los explica en términos tan claros y tan preciosos que ha refutado no solamente las herejías que había en su tiempo, sino las de los siglos futuros, como si las hubiese presentido, especialmente en lo que se refieren a la presencia real del cuerpo y la sangre de Cristo en el admirable Sacramento de la Eucaristía” (Breviario, I8 de Marzo, IV Lección).

BIBLIOGRAFIA

Tillemont. Mémoire ecclésiastique, T. VIII.
Cellier. Histoire générales des auteurs sacrés, T. V.
G. Delacroix, S. Cyrille de Jérusalem, sa vie et ses ocuvres.
J. Lebon. S. Cyrille de Jérusalem et sa position doctrinale dans les luttes provoquées par Farrianisme R.H.E., 1924.
A. Puech. Hitoire de la Littérature grecque chrétienne.
W. J. Swaans. A propos des Catéchèses mystagogiques attribuées a S. Cyrille de Jérusalem, Muscon LV, 1942.
D.T.C. T. III, col. 2527-2577.

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