martes, 6 de enero de 2015

SAN GREGORIO MAGNO. TEXTOS.

TEXTOS


Los santos ángeles
(Homilías sobre los Evangelios 34, 7-10)
ANGELES/9-COROS ANGELES/GREGORIO-MAGNO
Son nueve los coros de los ángeles. Por testimonio de la
Escritura sabemos que hay ciertamente ángeles, arcángeles,
virtudes, potestades, principados, dominaciones, tronos,
querubines y serafines.

La existencia de ángeles y arcángeles está atestiguada en
casi todas las páginas de la Sagrada Escritura. De los
querubines y serafines hablan con frecuencia los libros de
los Profetas. Y San Pablo menciona otros cuatro coros
cuando, escribiendo a los de Éfeso, dice: sobre todos los
principados, y potestades, y virtudes, y dominaciones (Ef I,
21). Y otra vez, escribiendo a los Colosenses, afirma: ora
sean tronos, dominaciones principados o potestades (Col 1,
16) (...). Así pues, juntos los tronos a aquellos otros cuatro
de que habló a los Efesios—esto es, a los principados,
potestades, virtudes y dominaciones—, son cinco los coros
de que el Apóstol hace particular mención. Si a éstos se
añaden los ángeles, arcángeles, querubines y serafines, se
comprueba que son nueve los coros de los ángeles (...).

La voz ángel es nombre del oficio, no de la naturaleza,
pues, aunque los santos espíritus de la patria celeste sean
todos espirituales, sin embargo no a todos se les puede
llamar ángeles. Solamente son ángeles (que significa
mensajero) cuando por ellos se anuncian algunas cosas. De
ahí que afirme el salmista: hace ángeles suyos a los espíritus
(Sal 103, 4); como si claramente dijera que Dios, cuando
quiere, hace también ángeles, mensaJeros, a los espíritus
celestiales que siempre tiene consigo.

Los que anuncian cosas de menor monta se llaman
simplemente ángeles, y los que manifiestan las más
importantes, arcángeles. De ahí que a María no se le manda
un ángel cualquiera, sino el arcángel San Gabriel pues era
justo que para esto viniese un ángel de los más
encumbrados, a anunciar la mejor de las nuevas. Por esta
razón, los arcángeles gozan de nombres particulares, a fin
de que—por medio de los hombres—se dé a conocer su
gran poderío (...).

Miguel significa ¿quién como Dios?; Gabriel, la fortaleza de
Dios; y Rafael, la medicina de Dios. Cuantas veces se realiza
algo que exige un poder maravilloso, es enviado San Miguel,
para que por la obra y por el nombre se muestre que nadie
puede hacer lo que hace Dios. Por eso, a aquel antiguo
enemigo que aspiró, en su soberbia, a ser semejante a Dios,
diciendo: escalaré el cielo; sobre las estrellas de Dios
levantaré mi trono; me sentaré sobre el monte del
testamento, al lado del septentrión; sobrepujaré la altura de
las nubes y seré semejante al Altísimo (Is 14, 13-14); al fin
del mundo, para que perezca en el definitivo suplicio, será
dejado en su propio poder y habrá de pelear con el Arcángel
San Miguel, como afirma San Juan: se trabó una batalla con
el arcángel San Miguel (Ap 12, 7). De este modo, aquél que
se erigió, soberbio, e intentó ser semejante a Dios,
aprenderá—derrotado por San Miguel—que nadie debe
alzarse altaneramente con la pretensión de asemejarse a
Dios.

A María es enviado San Gabriel, que se llama la fortaleza
de Dios, porque venía a anunciar a Aquél que se dignó
aparecer humilde para pelear contra las potestades
infernales. De Él dice el salmista: levantad, ¡oh príncipes!,
vuestras puertas, y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la
eternidad!, y entrará el Rey de la gloria... (Sal 23, 7). Y
también: el Señor de los ejércitos, ése es el Rey de la gloria
(ibid. 10). Luego el Señor de los ejércitos y fuerte en las
batallas, que venía a guerrear contra los poderes
espirituales, debía ser anunciado por la fortaleza de Dios.

Asimismo Rafael significa, como hemos dicho, la medicina
de Dios; porque cuando, haciendo oficio de médico, tocó los
ojos de Tobías, hizo desaparecer las tinieblas de su
ceguera. Luego es justo que se llamara medicina de Dios.

Y ya que nos hemos entretenido interpretando los
nombres de los ángeles, resta que expongamos brevemente
el significado de los ministerios angélicos.

Llámanse virtudes aquellos espíritus por medio de quienes
se obran más frecuentemente los prodigios y milagros, y
potestades los que, entre los de su orden, han recibido
mayor poder para tener sometidos los poderes adversos [los
demonios], a quienes reprimen para que no tienten cuanto
pueden a las almas de los hombres. Reciben el nombre de
principados los que dirigen a los demás espíritus buenos,
ordenándoles cuanto deben hacer; éstos son los que
presiden en el cumplimiento de las divinas disposiciones.

Se llaman dominaciones los que superan en poder incluso
a los principados, porque presidir es estar al frente, pero
dominar es tener sujetos a los demás. De manera que las
milicias angélicas que sobresalen por su extraordinario
poder, en cuanto tienen sujetos a su obediencia a los
demás, se llaman dominaciones.

Se denominan tronos aquellos ángeles en los que Dios
omnipotente preside el cumplimiento de sus decretos. Como
en nuestra lengua llamamos tronos a los asientos, reciben el
nombre de tronos de Dios los que están tan llenos de la
gracia divina, que en ellos se asienta Dios y por medio de
ellos decreta sus disposiciones.

Los querubines son llamados también plenitud de ciencia;
y estos excelsos ejércitos de ángeles son denominados
querubines porque, cuanto más de cerca contemplan la
claridad de Dios, tanto más repletos están de una ciencia
más perfecta; y así, en cuanto es posible a unas criaturas,
saben más perfectamente todas las cosas en cuanto que,
por su dignidad, ven de modo más claro al Creador.

En fin, se denominan serafines aquellos ejércitos de
ángeles que, por su particular proximidad al Creador, arden
en un amor incomparable. Serafines son los ardientes e
inflamados, quienes—estando tan cerca de Dios, que entre
ellos y Dios no hay ningún otro espíritu—arden tanto más
cuanto más próximo le ven. Ciertamente su amor es llama,
pues cuanto más sutilmente ven la claridad de Dios, tanto
más se inflaman en su amor. 

* * * * *
En la Resurrección del Señor
(Homilías sobre los Evangelios, 26)

La primera cuestión que viene a nuestro pensamiento
durante la lectura del Evangelio de este día es: ¿cómo era
real y verdadero el cuerpo de Jesucristo después de su
resurrección, que pudo penetrar en el lugar donde estaban
sus discípulos con las puertas cerradas?

Debemos tener presente que las operaciones divinas, si
llegan a ser comprensibles por la razón, dejan de ser
maravillosas; tampoco tiene mérito la fe cuando la razón
humana la comprueba con la experiencia. Estas mismas
obras de nuestro Redentor, que de suyo no pueden
comprenderse deben ser medidas con alguna otra obra
suya, para que los hechos más admirables confirmen a los
que lo son menos. Así, aquel mismo cuerpo que, al nacer,
salió del seno virginal de María, entró en aquella habitación
cerrada donde se encontraban los discípulos. ¿Qué tiene,
pues, de extraño, que el que había de vivir para siempre, el
que al venir a morir salió del seno de la Virgen, penetrase en
ese lugar con las puertas cerradas?

Enseguida, como vacilaba la fe de los que veían aquel
cuerpo visible, les enseña las manos y el costado, y dio a
tocar la misma carne que introdujo en aquella estancia
cerrada. Con este gesto, al mostrar su cuerpo palpable e
incorruptible a la vez, manifestó dos hechos maravillosos
que, según la razón humana, son totalmente opuestos entre
sí, pues es de necesidad que se corrompa lo palpable y que
lo incorruptible no pueda tocarse. No obstante, de modo
admirable e incomprensible, nuestro Redentor, después de
la resurrección, manifestó su cuerpo incorruptible para
invitarnos al premio, y palpable, para confirmarnos en la fe.
Nos lo mostró así para manifestar que su cuerpo resucitado
era de la misma naturaleza que antes, pero con distinta
gloria.

Y les dijo: la paz sea con vosotros. Como el Padre me
envió así os envío Yo (Jn 20, 21); esto es: así como mi
Padre, Dios, me envió a mí, Yo también, Dios-Hombre, os
envío a vosotros, hombres. El Padre envió al Hijo cuando,
por determinación suya, debía encarnarse para la redención
del género humano. Dios quiso que su Hijo viniera a este
mundo a padecer, pero no dejó por eso de amarle en todo
momento. El Señor también envió a los Apóstoles que había
elegido, no para que gozasen de este mundo, sino para
padecer. Del mismo modo que el Hijo fue amado del Padre, y
no obstante lo envía al Calvario, así también el Señor amó a
los discípulos, y sin embargo los envía a padecer: así como
me envió el Padre, también os envío a vosotros, es decir:
cuando Yo os mando ir entre las asechanzas de los
perseguidores, os amo con el mismo amor con que el Padre
me ama al hacerme venir a sufrir tormentos (...).

Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu
Santo (/Jn/20/22-29/Cesareo). Debemos preguntarnos qué
significa el que Nuestro Señor enviara una sola vez el
Espíritu Santo cuando vivía en la tierra y otra cuando ya
reinaba en el Cielo, pues en ningún otro lugar se dice
claramente que fue dado el Espíritu Santo sino ahora, y
después, cuando desde lo alto descendió sobre los
Apóstoles en forma de lenguas de fuego. ¿Por qué motivo lo
hizo, sino porque es doble el precepto de la caridad: el amor
a Dios y al prójimo?

Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el
Espíritu Santo es uno y se da dos veces: la primera, por el
Señor cuando vive en la tierra; la segunda, desde el Cielo,
porque en el amor del prójimo se aprende el modo de llegar
al amor de Dios. De ahí que diga el mismo San Juan: el que
no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a
quien no ve (1 Jn 4, 20). Cierto que ya estaba el mismo
Espíritu Santo en las almas de los discípulos por la fe, pero
hasta después de la Resurrección del Señor no les fue dado
de una manera manifiesta (...).

Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con
ellos cuando vino Jesús (Jn 20, 24). Sólo este discípulo no
se hallaba presente, y cuando vino oyó lo que había
sucedido y no quiso creer lo que oía. Volvió de nuevo el
Señor y descubrió al discípulo incrédulo su costado para que
lo tocase y le mostró las manos, y presentándole las
cicatrices de sus llagas curó las de su incredulidad.

¿Qué pensáis de todo esto, hermanos carísimos? ¿Acaso
creéis que fue una casualidad todo lo que sucedió en
aquella ocasión: que no se hallase presente aquel discípulo
elegido y que, cuando vino, oyera, y oyendo dudara, y
dudando palpara, y palpando creyera? No, no sucedió esto
casualmente, sino por disposición de la divina Providencia.
La divina Misericordia obró de una manera tan maravillosa
para que, al tocar aquel discípulo las heridas de su Maestro,
sanase en nosotros las llagas de nuestra incredulidad. De
manera que la duda de Tomás fue más provechosa para
nuestra fe, que la de los discípulos creyentes, pues,
decidiéndose él a palpar para creer, nuestra alma se afirma
en la fe, desechando toda duda (...).

Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús
contestó: porque me has visto has creído (Ibid. 28-29). Dice
el Apóstol San Pablo: la fe es certeza en las cosas que se
esperan; y prueba de las que no se ven (Heb 11, 1 ). Resulta
claro que la fe es la prueba decisiva de las cosas que no se
ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del
conocimiento. Ahora bien, ¿por qué, cuando Tomás vio y
palpó, el Señor le dice: porque me has visto has creado?
Porque él vio una cosa y creyó otra: el hombre mortal no
puede ver la divinidad; por tanto, Tomás vio al hombre y
confesó a Dios, diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!: viendo al
que conocía como verdadero hombre, creyó y aclamó a
Dios, aunque como tal no podía verle.

Causa mucha alegría lo que sigue a continuación:
bienaventurados los que sin haber visto han creído (Jn 20,
29). En esta sentencia estamos especialmente comprendidos
nosotros, que confesamos con el alma al que no hemos visto
en la carne. Sí, en ella se nos designa a nosotros, pero con
tal que nuestras obras se conformen a nuestra fe, pues
quien cumple en la práctica lo que cree, ése es el que cree
de verdad. Por el contrario, de aquéllos que sólo creen con
palabras, dice San Pablo: hacen profesión de conocer a
Dios, pero lo niegan con sus obras (1 Tim 1, 16). Y, por eso,
dice Santiago: la fe sin obras está muerta (Sant 2, 26). (...).

Estamos celebrando la solemnidad de la Pascua; pero
debemos vivir de modo que merezcamos llegar a las fiestas
de la eternidad. Todas las festividades que se celebran en el
tiempo pasan; procurad, cuantos asistís a esta solemnidad
no ser excluidos de la eterna (...). Meditad, hermanos, en
vuestro interior las promesas que son perdurables, y tened
en menos las que pasan con el tiempo como si ya hubieran
pasado. Apresuraos a poner toda vuestra voluntad en llegar
a la gloria de la resurrección, que en sí ha puesto de
manifiesto la Verdad. Huid de los deseos terrenales que
apartan del Creador, pues tanto más alto llegaréis en la
presencia de Dios Omnipotente, cuanto más os distingáis en
el amor al Mediador entre Dios y los hombres, el cual vive y
reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por
todos los siglos de los siglos. Amén. 

* * * * *
Los bienes de la enfermedad
(Regla pastoral, 33, 12)
ENFERMEDAD/BIENES

A los enfermos se les debe exhortar a que se tengan por
hijos de Dios, precisamente porque los flagela con el azote
de la corrección. Si no determinara dar la herencia a los
corregidos, no cuidaría de enseñarlos con las molestias; por
eso el Señor dice a San Juan por el ángel (Ap 3, 19): Yo, a
los que amo, los reprendo y castigo; y por eso está también
escrito: no rehúses, hijo mío, la corrección del Señor ni
desmayes cuando Él te castigue, porque el Señor castiga a
los que ama, y azota a todo el que recibe por hijo (Prv 3, 11).
Y el Salmista dice: muchas son las tribulaciones de los
justos, pero de todas los librará el Señor (Sal 33, 20) (...).

Hay, pues, que enseñar a los enfermos que, si
verdaderamente creen que su patria es el Cielo, es
necesario que en la patria de aquí abajo, como en lugar
extraño, padezcan algunos trabajos. Se nos enseña que en
la construcción del templo del Señor [el templo de Jerusalén],
las piedras que se labraban se colocaban fuera, para que no
se oyera ruido de martillazos. Así ahora nosotros sufrimos
con los azotes, para ser luego colocados en el templo del
Señor sin golpes de corrección. Quienes eviten los golpes
ahora, tendrán luego que quitar todo lo que haya de
superfluo, para poder ser acoplados en el edificio de la
concordia y la caridad (...)

Se debe aconsejar a los enfermos que consideren cuán
saludable para el alma es la molestia del cuerpo, ya que los
sufrimientos son como una llamada insistente al alma para
que se conozca a sí misma. El aviso de la enfermedad, en
efecto, reforma al alma, que por lo común vive con descuido
en el tiempo de salud. De este modo el espíritu, que por el
olvido de sí era llevado al engreimiento, por el tormento que
sufre en la carne, se acuerda de la condición a que está
sujeto (...).

Debe aconsejarse a los enfermos que consideren cuán
grande don es la molestia del cuerpo, con la que pueden
lavar los pecados cometidos y reprimir los que podrían
cometerse. Mediante las llagas exteriores, en efecto, el dolor
causa en el alma las llagas de la penitencia, conforme a lo
que está escrito: los males se purgan por las llagas y con
incisiones que penetran hasta las entrañas (Prv20, 30). Se
purgan los males por las llagas, esto es, el dolor de los
castigos purifica las maldades, tanto las de pensamiento
como las de obra, ya que con el nombre de entrañas suele
entenderse generalmente el alma, y así como el vientre
consume las viandas, así el alma considerando las molestias,
las purifica (...).

Para que los enfermos conserven la virtud de la paciencia,
se les debe exhortar a que continuamente consideren
cuántos males soportó Nuestro Redentor por sus criaturas;
cómo aguantó las injurias que le inferían sus acusadores;
cómo Él, que continuamente arrebata de las manos del
antiguo enemigo a las almas cautivas, recibió las bofetadas
de los que le insultaban; cómo Él, que nos lava con el agua
de la salvación, no hurtó su rostro a las salivas de los
pérfidos; cómo Él, que con su palabra nos libra de los
suplicios eternos, toleró en silencio los azotes; cómo Él, que
nos concede honores permanentes entre los coros de los
ángeles, aguantó los bofetones; cómo Él, que nos libra de
las punzadas de los pecados, no hurtó su cabeza a la corona
de espinas; cómo Él, que nos embriaga de eterna
dulcedumbre, aceptó en su sed la amargura de la hiel; cómo
Él, que adoró por nosotros al Padre, aun siendo igual al
Padre en la eternidad, calló cuando fue burlonamente
adorado; cómo Él, que dispensa la vida a los muertos, llegó
a morir siendo Él mismo la Vida.

 
Dos selecciones, en versión castellana, han sido publicadas por la ed. Rialp, bajo los títulos de Las parábolas del Evangelio y Homilías sobre los Evangelios, col. Neblí, nn. 9 y 13, Madrid 1957.
Homilías sobre el Evangelio
Retened en vuestro corazón las palabras del Señor que habéis escuchado con vuestros oídos; porque la palabra de Dios es el alimento del alma; y la palabra que se oye y no se conserva en la memoria es arrojada como el alimento, cuando el estómago está malo. Pero se desespera de la vida de quien no retiene los alimentos en el estómago; por consiguiente, temed el peligro de la muerte eterna, si recibís el alimento de los santos consejos, pero no retenéis en vuestra memoria las palabras de vida, esto es, los alimentos de justicia. Ved que pasa todo cuanto hacéis y cada día, queráis o no queráis, os aproximáis más al juicio extremo, sin perdón alguno de tiempo. ¿Por qué, pues, se ama lo que se ha de abandonar? ¿Por qué no se hace caso del fin a donde se ha de llegar? Acordaos de que se dice: Si alguno tiene oídos para oír que oiga. Todos los que escuchaban al Señor tenían los oídos del cuerpo; pero el que dice a todos los que tienen oídos: Si alguno tiene oídos para oír, que oiga, no hay duda alguna que se refería a los oídos del alma. Procurad, pues, retener en el oído de vuestro corazón la palabra que escucháis. Procurad que no caiga la semilla cerca del camino, no sea que venga el espíritu maligno y arrebate de vuestra memoria la palabra. Procurad que no caiga la semilla en tierra pedregosa, y produzca el fruto de las buenas obras sin las raíces de la perseverancia. A muchos les agrada lo que escuchan, y se proponen obrar bien; pero inmediatamente que empiezan a ser molestados por las adversidades abandonan las buenas obras que habían comenzado. La tierra pedregosa no tuvo suficiente jugo, porque lo que había germinado no lo llevó hasta el fruto de la perseverancia. Hay muchos que cuando oyen hablar contra la avaricia, la detestan, y ensalzan el menosprecio de las cosas de este mundo; pero tan pronto como ve el alma una cosa que desear, se olvida de lo que se ensalzaba. Hay también muchos que cuando oyen hablar contra la impureza, no sólo no desean mancharse con las suciedades de la carne, sino que hasta se avergüenzan de las manchas con que se han mancillado; pero inmediatamente que se presenta a su vista la belleza corporal, de tal manera es arrastrado el corazón por los deseos, como si nada hubiera hecho ni determinado contra estos deseos, y obra lo que es digno de condenarse, y que él mismo había condenado al recordar que lo había cometido.
Muchas veces nos compungimos por nuestras culpas y, sin embargo, volvemos a cometerlas después de haberlas llorado. Así vemos que Balaán, contemplando los tabernáculos del pueblo de Israel, lloró y pedía ser semejante a ellos en su muerte, diciendo: Muera mi alma con la muerte de los justos y mis últimos días sean parecidos a los suyos; pero inmediatamente que pasó la hora de la compunción, se enardeció en la maldad de la avaricia, porque a causa de la paga prometida, dio consejos para la destrucción de este pueblo a cuya muerte deseara que fuera la suya semejante, y se olvidó de lo que había llorado, no queriendo apagar los ardores de la avaricia.
(15; Neblí 9, 94-96)
Habéis oído, hermanos carísimos, en la lectura del Evangelio de este día, que, habiendo nacido el Rey del cielo, se turbó el rey de la tierra; porque la grandeza de este mundo se anonada en el momento que aparece la majestad del cielo. Mas ocúrresenos el preguntar: ¿qué razones hubo para que inmediatamente que nació a este mundo nuestro Redentor fuera anunciado por los ángeles a los pastores de la Judea, y a los magos del Oriente no fuera anunciado por los ángeles, sino por una estrella, para que viniesen a adorarle? Porque a los judíos, como criaturas que usaban de su razón, debía anunciarles esta nueva un ser racional, esto es, un ángel; y los gentiles, que no sabían hacer uso de su razón, debían ser guiados al conocimiento de Dios, no por medio de palabras, sino por medio de señales. De aquí que dijera San Pablo: Las profecías fueron dadas a los fieles, no a los infieles; las señales a los infieles, no a los fieles, porque a aquéllos se les han dado las profecías como fieles, no a los infieles, y a éstos se les han dado señales como infieles, no a los fieles. Es de advertir también que los Apóstoles predicaron a los gentiles a nuestro Redentor cuando era ya de edad perfecta; y que mientras fue niño, que no podía hablar naturalmente, es una estrella la que le anuncia; la razón es porque el orden racional exigía que los predicadores nos dieran a conocer con su palabra al Señor que ya hablaba, y cuando todavía no hablaba le predicasen muchos elementos.
Debemos considerar en todas estas señales, que fueron dadas tanto al nacer como al morir el Señor, cuánta debió ser la dureza de corazón de algunos judíos, que no llegaron a conocerle ni por el don de profecía, ni por los milagros. Todos los elementos han dado testimonio de que ha venido su Autor. Porque, en cierto modo, los cielos le reconocieron como Dios, pues inmediatamente que nació lo manifestaron por medio de una estrella. El mar le reconoció sosteniéndole en sus olas; la tierra le conoció porque se estremeció al ocurrir su muerte; el sol le conoció ocultando a la hora de su muerte el resplandor de sus rayos; los peñascos y los muros le conocieron porque al tiempo de su muerte se rompieron; el infierno le reconoció restituyendo los muertos que conservaba en su poder. Y al que habían reconocido como Dios todos los elementos insensibles, no le quisieron reconocer los corazones de los judíos infieles y más duros que los mismos peñascos, los cuales aún hoy no quieren romperse para penitencia y rehúsan confesar al que los elementos, con sus señales, declaraban como Dios. Y aun ellos, para colmo de su condenación, sabían mucho antes que había de nacer el que despreciaron cuando nació; y no sólo sabían que había de nacer, sino también el lugar de su nacimiento. Porque preguntados por Herodes, manifestaron este lugar que habían aprendido por la autoridad de las Escrituras. Refirieron el testimonio en que se manifiesta que Belén sería honrada con el nacimiento de este nuevo caudillo; para que su misma ciencia les sirviera a ellos de condenación y a nosotros de auxilio para que creyéramos. Perfectamente los designó Isaac cuando bendijo a Jacob su hijo, pues estando ciego y profetizando, no vio en aquel momento a su hijo, a quien tantas cosas predijo para lo sucesivo; esto es, porque el pueblo judío, lleno del espíritu de profecía y ciego de corazón, no quiso reconocer presente a aquel de quien tanto se había predicho.
(10; Neblí 13, 115-118)
La Regla Pastoral
Junto con otras, y con el título Obras de San Gregorio Magno, ha sido publicada, en versión castellana, por P. GALLARDO y M. ANDRÉS, BAC n. 170, Madrid 1958.
Por todos los medios, pues, debe ser llevado, contra su voluntad, para ejemplo de bien vivir, quien, muerto a todas las pasiones de la carne, vive ya espiritualmente, porque desprecia las prosperidades del mundo; quien no teme adversidad alguna, porque sólo desea los bienes interiores; aquel cuyo espíritu, bien dotado para tal empeño, ni se opone del todo por la flaqueza del cuerpo ni demasiado por la contumacia; quien no se deja llevar por la codicia de lo ajeno, sino que da generosamente lo suyo; quien, por tener entrañas de piedad, más pronto se inclina a perdonar, pero que, sin tolerar nunca más de lo conveniente, se encastilla en la rectitud; quien no ejecuta acción alguna ilícita y deplora, como propias, las que hacen los demás; quien de lo íntimo del corazón se conduele del mal ajeno y se alegra de los bienes del prójimo igual que de su provecho; quien se muestra a los demás como ejemplo, de tal modo que no tenga que avergonzarse entre ellos, ni siquiera de lo pasado; quien procura vivir de tal manera que, a la vez, pueda con abundancia de doctrina regar los áridos corazones de los prójimos; quien con la práctica y experiencia de la oración ha aprendido que puede obtener del Señor lo que le pida; aquel a quien ya, como de un modo especial, se dice por el profeta: Apenas hables, te diré: Aquí estoy.
Si tal vez se nos presentara alguno para llevarnos a que intercedamos por él ante un hombre poderoso que está irritado contra él, y que es para nosotros desconocido, al punto responderíamos: No podemos ir a interceder, porque no tenemos trato alguno íntimo con él.
Ahora bien, si un hombre se avergüenza de hacerse intercesor ante otro hombre en el cual no confía por modo alguno, ¿con qué cara se arroga el papel de intercesor ante Dios en favor del pueblo quien, por su modo de vivir, no sabe estar familiarizado con su gracia? ¿O cómo solicita de Él la gracia para los otros quien no sabe si está con él aplacado?
En lo cual hay que temer todavía con mayor inquietud otra cosa, es a saber: que quien cree poder aplacar la ira, acaso él mismo la merezca por su culpa; pues todos sabemos que, cuando se envía para aplacar uno que desagrada, el ánimo del irritado se excita para cosas mayores.
Luego quien todavía se halle enredado en deseos terrenales tome precauciones, no sea que, encendiendo más vivamente la ira del justo Juez, por complacerse en el puesto de honor, venga a ser causa de ruina para los súbditos.
(1.10; BAC 170, 117-118)
Debe saber además el prelado que los vicios muchas veces aparentan ser virtudes; así, con frecuencia bajo el nombre de sobriedad se disimula la avaricia, y, al contrario, la prodigalidad se oculta bajo el dictado de largueza; muchas veces el perdón desordenado se cree ser piedad, y la ira desenfrenada se toma por vehemente celo espiritual; otras muchas veces el obrar precipitado se considera como rápida actividad, y la tardanza en obrar como gravedad de juicio.
Por lo cual es necesario que el director de almas distinga cautelosamente las virtudes y los vicios, no sea que la avaricia se apodere del corazón y se engría de ser sobria en sus donaciones; o bien, cuando es pródigo en dar algo, se gloríe como si fuera generoso por compasión; o, perdonando lo que debió castigar, encamine a los súbditos a los eternos suplicios; o, castigando cruelmente los delitos, él mismo peque más gravemente; o que lo que pudo hacerse recta y sosegadamente lo precipite, decidiendo antes de tiempo; o que, por diferir el recompensar las obras buenas, las trueque en peores.
(2, 9; BAC 170, 141)

Regla pastoral
Ya que hemos expuesto cuál debe ser el prelado, demostraremos ahora de qué modo debe enseñar, pues, como mucho antes que nosotros enseñó Gregorio Nacianceno, de venerable memoria, no conviene a todos una e igual exhortación, porque no todos tienen iguales géneros de vida y porque con frecuencia dañan a unos las cosas que a otros aprovechan; así como muchas veces las hierbas que a unos animales nutren causan a otros la muerte, y como un ligero silbo amansa a los caballos e instiga a los perros, y la medicina que corta una enfermedad agrava otra, y el pan que robustece la vida de los adultos causa a los niños la muerte.
Por tanto, la palabra de los maestros debe acomodarse a la condición de los oyentes, de manera que a cada cual aproveche lo suyo, sin dejar nunca el arte de la común edificación. Porque las almas atentas de los oyentes, ¿qué son sino a manera, por así decirlo, de cuerdas de distinta tensión en la cítara, las cuales pulsa el artista de un modo distinto para que no produzcan sonido desacorde? Y las cuerdas producen modulación acorde precisamente porque son pulsadas con un mismo plectro, sí, pero no con igual pulsación.
Por consiguiente, todo maestro, para formar a todos en una sola virtud, la de la caridad, debe llegar al corazón de los oyentes con una sola doctrina, es verdad, pero no con una misma exhortación.
Porque de un modo se debe exhortar a los hombres y de otro a las mujeres. De un modo a los jóvenes y de otro a los ancianos. De un modo a los pobres y de otro a los ricos. De un modo a los alegres y de otro a los tristes (...) De un modo a los que, por miedo al castigo, viven sin culpa, y de otro a los que de tal modo se han endurecido en la maldad, que ni con los castigos se corrigen (...) De un modo a los que ni apetecen lo ajeno ni dan de lo suyo, y de otro modo a los que dan lo suyo y, sin embargo, no dejan de apoderarse de lo ajeno (...) De un modo a los conocedores de los pecados de la carne y de otro a los que los ignoran. De un modo a los que lamentan los pecados de obra y de otro a los que lamentan los de pensamiento. De un modo a los que lloran los pecados cometidos, pero con todo, no los dejan, y de otro a los que los dejan, pero no los lloran. De un modo a los que obran y aplauden lo ilícito y de otro a los que motejan los delitos, pero no los impiden. De un modo a los que son vencidos por una concupiscencia repentina y de otro a los que deliberadamente se entregan a la culpa (...).
Mas ¿qué utilidad reportaría el que hayamos enumerado todo esto reunido si no aclaramos en forma de exhortación cada cosa con toda la brevedad que nos sea posible?
Discurramos, pues, ordenadamente y con mayor amplitud por todos estos modos, comenzando por el primero.
Debe amonestarse de un modo a los hombres y de otro a las mujeres, porque a los hombres se les deben proponer cosas difíciles, y a las mujeres, cosas más suaves, de suerte que decidan a aquéllos a realizar cosas grandes y a éstas a prendarse de las más delicadas.
Debe amonestarse de un modo a los jóvenes y de otro a los ancianos, porque, generalmente, una reprensión severa hace provecho a aquéllos, mientras que a éstos la recomendación suave los dispone a obrar mejor; pues escrito está: No reprendas con aspereza al anciano, sino exhórtale como a padre.
(3, prólogo y cap. 1; BAC 148-150)
Ejemplo de uno de sus capítulos:
Pues a los sabios se les debe aconsejar que aprendan a prescindir de lo que saben; y a los rudos, que quieran aprender lo que ignoran.
Lo primero que hay que disipar en aquéllos es el que se tengan por sabios; a éstos, en cambio, hay que informarlos en lo que de la sabiduría divina se conoce, porque, como no se ensoberbecen, tienen ya como dispuestos los corazones para recibir la edificación.
Con aquéllos hay que trabajar para que se hagan más sabiamente ignorantes y dejen la necia sabiduría y aprendan la sabia estulticia divina; pero a éstos hay que predicarles de manera que desde la que se tiene por ignorancia se aproximen más a la verdadera sabiduría. Por eso se dice a aquéllos: Si alguno de vosotros se tiene por sabio según el mundo, hágase necio a los ojos de los mundanos, a fin de ser sabio a los de Dios. En cambio, a éstos se dice: No sois muchos los sabios según la carne; y otra vez: Dios ha escogido a los necios según el mundo para confundir a los sabios.
A aquéllos, por lo común, los convierten los argumentos de razón; a éstos, por lo regular, los convierten mejor los ejemplos; es decir, que a aquéllos aprovecha el verse vencidos en sus argumentos, pero a éstos les basta a veces conocer las acciones laudables de otro. Por eso el egregio maestro dice: Deudor soy igualmente a sabios e ignorantes; y cuando exhortaba a la vez a algunos sabios de los hebreos y también a algunos rudos, hablando a aquéllos sobre la inteligencia del Antiguo Testamento, superó con sus argumentos la sabiduría de ellos, diciendo: Lo que se da por anticuado y viejo, cerca está de ser abolido; pero, viendo que a algunos sólo podía atraérselos con ejemplos, en la misma carta añadió: Los santos sufrieron escarnios y azotes, además de cadenas y cárceles; fueron apedreados, puestos a prueba de todos modos, muertos a filo de espada; y en otro lugar: Acordaos de vuestros prelados, los cuales os han predicado la palabra de Dios, cuya fe habéis de imitar, considerando el fin dichoso de su vida. De esta suerte, doblegaba a aquéllos la razón vencedora, y a éstos la halagadora imitación los persuadía a subir a los más excelso.
(3, 6: BAC 170, 155-156)

Homilías sobre los Evangelios
Como, con el favor del Señor, hemos de celebrar hoy tres veces misa solemne, no podemos hablar por mucho tiempo sobre la lección evangélica; pero la misma Natividad de nuestro Redentor nos fuerza a decir algo, siquiera sea brevemente.
Pues bien, ¿qué significa el que, cuando ha de nacer el Señor, se hace la inscripción del mundo, sino esto que claramente resalta, a saber: que aparecía en la carne el que inscribiría en la eternidad a sus elegidos? En cambio, de los réprobos se dice por el profeta: Raídos sean del libro de los vivientes y no queden escritos en el libro de los justos.
También nace convenientemente en Belén, porque Belén significa casa del pan; y precisamente Él mismo es quien dice: Yo soy el pan vivo que he descendido del cielo. Por tanto, el lugar en que nace el Señor, ya antes fue llamado casa del pan, porque, en efecto, había de verificarse que quien saciaría interiormente a las almas aparecería allí en la sustancia de la carne.
Y no nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar en realidad que nacía como de prestado en la humanidad suya que había tomado. De prestado, digo, o de ajeno, refiriéndome, no a su potestad, sino a la naturaleza; porque de su potestad está escrito: Vino a su propia casa; y por lo que hace a su naturaleza, en la suya nació antes de los tiempos, en la nuestra vino en el tiempo; por tanto, el que, permaneciendo eterno, apareció en el tiempo, es ajeno a donde descendió.
Y como por el profeta se dice: Toda carne es heno, hecho hombre, convirtió nuestro heno en grano el que dice de sí mismo: Si el grano de trigo, después de echado en la tierra, no muere, queda infecundo. De ahí el que, nacido, es reclinado en el pesebre, para alimentar con el trigo de su carne a todos los fieles, esto es, a los santos animales, para que no permanezcan ayunos del sustento de la sabiduría eterna.
¿Y qué significa el que aparece el ángel a los pastores que estaban en vela y el que los circunde de luz la claridad de Dios, sino que, con preferencia a los demás, merecen ver las cosas más altas los que saben presidir con solicitud a los rebaños fieles, y que, cuando ellos vigilan piadosos sobre la grey, brilla copiosa sobre ellos la luz de la divina gracia?
Pero el ángel anuncia al Rey nacido, y a su voz cantan acordes los coros de los ángeles y, mutuamente regocijados, claman: Gloria a Dios en lo más alto de los cielos y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad; porque antes de que nuestro Redentor naciera en la carne, estábamos en desacuerdo con los ángeles, de cuya claridad y pureza distábamos mucho, por merecerlo así la primera culpa y nuestros diarios delitos; pues como pecando nos habíamos extrañado de Dios, los ángeles, ciudadanos de Dios, nos consideraban también como extraños a su compañía; pero, cuando ya reconocimos a nuestro Rey, los ángeles nos reconocieron como ciudadanos suyos, porque, habiendo tomado el Rey del cielo la tierra de nuestra carne, la celsitud angélica ya no desprecia nuestra pequeñez: los ángeles hacen las paces con nosotros; dejan a un lado los motivos de la antigua discordia y respetan ya como compañeros a los que antes, por enfermos y abyectos, habían despreciado.
He ahí por qué Lot y Josué adoran a los ángeles y, sin embargo, no se les prohíbe tal adoración; en cambio, Juan en el Apocalipsis quiso adorar al ángel, pero el ángel le manifestó que no debía adorarle, diciendo: Guárdate de hacerlo, que soy yo un consiervo tuyo y de tus hermanos.
¿Qué significa el que, antes del advenimiento del Redentor, los hombres adoran a los ángeles y éstos callan, pero después lo rehúsan, sino que, después que ven levantada por encima de ellos nuestra naturaleza, que antes habían menospreciado, temen verla postrada ante ellos? Y ya no se han atrevido a despreciar por más débil que la suya a la que en el Rey del cielo veneran por superior en realidad a la suya; ni se desdeñan de tener por socio al hombre ellos, que adoran al Hombre Dios por superior a ellos.
Por consiguiente, hermanos carísimos, cuidemos que no nos mancille inmundicia alguna, puesto que en la eterna presciencia somos ciudadanos de Dios e iguales a los ángeles. Recabemos nuestra dignidad con las costumbres; no nos manche la lujuria, ningún pensamiento torpe nos acuse, no nos remuerda de maldad la conciencia, no nos consuma el rescoldo de la envidia, no nos hinche la soberbia, no nos devore la ambición por los deleites terrenos, no nos abrase la ira. Dioses hase llamado a los hombres. Pues defiende en ti, ¡oh hombre!, contra los vicios el honor de Dios, ya que por ti se ha hecho hombre Dios, el cual vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.
(1, 8; BAC 170, 564-566)

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