domingo, 4 de enero de 2015

SAN HIPÓLITO

Se desconoce el lugar y fecha de su nacimiento, aunque sabemos que fue discípulo de San Ireneo de Lyon. Su gran conocimiento de la filosofía y los misterios griegos, su misma psicología, indica que procedía del Oriente. Hacia el año 212 era presbítero en Roma, donde Origenes—durante su viaje a la capital del Imperio—le oyó pronunciar un sermón.
Con ocasión del problema de la readmisión en la Iglesia de los que habían apostatado durante alguna persecución, estalló un grave conflicto que le opuso al Papa Calixto, pues Hipólito se mostraba rigorista en este asunto, aunque no negaba que la Iglesia tiene la potestad de perdonar los pecados. Tan fuerte fue el contraste que se separó de la Iglesia y, elegido obispo de Roma por un reducido círculo de partidarios suyos, fue así el primer antipapa de la historia. El cisma se prolongó tras la muerte de Calixto, durante el pontificado de sus sucesores Urbano y Ponciano. Terminó en el año 235, con la persecución de Maximino, que desterró al Papa legítimo (Ponciano) y a Hipólito a las minas de Cerdeña, donde parece ser que se reconciliaron. Allí los dos renunciaron al pontificado, para facilitar la pacificación de la comunidad romana, que de este modo pudo elegir un nuevo Papa y dar por terminado el cisma. Tanto Ponciano como Hipólito murieron en el año 235. El Papa Fabián hizo trasladar sus cuerpos solemnemente a Roma y son honrados como mártires.
En el siglo XVI se descubrió una estatua de Hipólito, del siglo III, en mármol, que le representa sentado en una cátedra. Allí figura, esculpido, el catálogo completo de sus obras. Aunque se ha perdido el texto original griego de muchas de ellas, se han conservado bastantes en traducciones a diversas lenguas, sobre todo orientales. La más importante es una gran suma llamada Refutación de todas las herejías (en griego Philosaphumena). Escribió también comentarios al Antiguo y Nuevo Testamento, tratados cronológicos (especialmente interesante es un cómputo pascual), homilías y, sobre todo, una obra de importancia fundamental para el conocimiento de la liturgia romana, conocida con el nombre de Tradición apostólica, que constituye el más antiguo ritual con reglas fijas para la celebración de la Eucaristía, la ordenación sacerdotal y episcopal, etc. Durante mucho tiempo se la consideró perdida, hasta que a principios del siglo xx se demostró que lo que se conocía con el nombre de Constitución de la Iglesia egipcia no era otra cosa sino la traducción a las lenguas copta y etiópica de la Tradición apostólica de San Hipólito. Este texto contiene la más antigua plegaria eucarística que ha llegado hasta nosotros.
LOARTE


SAN HIPÓLITO escribió desde los alrededores del año 200 hasta el 235 en que murió. Por la temática y la forma de sus escritos, y por los autores que muestra haber leído, Hipólito parece que era un oriental afincado en Roma; y por sus posiciones teológicas, que había mantenido una especial relación con Alejandría.
Hipólito es el último escritor romano que emplea el griego. El creciente desuso y desconocimiento de esta lengua en Roma se da como una de las razones que explicarían la pérdida del original griego de la mayoría de sus obras, tan numerosas quizá como las de Orígenes, que por cierto le había oído predicar el año 212 en su viaje a Roma; además, aunque estas obras gozaron de una enorme popularidad en Oriente, aun allí desaparecieron los originales griegos de bastantes, de manera que es gracias a traducciones latinas, coptas, etiópicas, árabes, siríacas, armenias, georgianas y eslavas como nos han llegado muchas de ellas.
Así y todo, muchas de sus obras se han perdido, quizátambién por lo que diremos de su actividad cismática o por sus doctrinas heterodoxas. Pues Hipólito, que parece que se declaraba discípulo de Ireneo y que en sus obras antiheréticas depende bastante de él, si bien se pronuncia claramente contra el modalismo que recientemente había estado muy vivo en Roma, se acerca sin embargo peligrosamente al subordinacionismo, con una doctrina del Logos que no es ortodoxa. El modalismo entendía las tres personas divinas como tres manifestaciones o «modos» de Dios, de manera que no habría distinción real entre ellas; mientras que el subordinacionismo sostenía, con diversos matices, que el Hijo es inferior al Padre y le está subordinado.
Hipólito criticó duramente al papa Calixto cuando éste suavizó las normas penitenciales sobre los pecados especialmente graves y, acusándole de modalista, se hizo elegir obispo de Roma, con lo que fue el primer antipapa. Siguió con su actitud durante dos pontificados más hasta que, desterrado junto con el papa Ponciano a la isla de Cerdeña por el emperador Maximino el Tracio, parece que tanto él como el papa renunciaron al pontificado y fue elegido otro papa, acabándose así el cisma. Ambos murieron en Cerdeña el 235, sus cuerpos fueron casi enseguida trasladados a Roma, y ambos son considerados mártires.
A mitad del siglo xvi se descubrió una estatua de Hipólito, que está ahora a la entrada de la Biblioteca Vaticana; le había sido erigida casi inmediatamente después de su muerte, y tiene grabados los títulos de sus obras.
El grupo de sus obras antiheréticas está formado por el Syntagma, o Contra las herejías, que no se conserva pero es reconstituible en gran parte gracias a los fragmentos que tenemos. Y por los Philosophumena, o Refutación de todas las herejías, que desde muchos puntos de vista es su obra más importante; muy posterior a la primera, fue escrita después del año 222; su finalidad es exponer las diferentes filosofías que han existido, cosa que hace medianamente, y, sosteniendo que cada herejía procede de la combinación de una filosofía con creencias paganas y sin ningún apoyo en las Escrituras, pasa después a describir y refutar las herejías que conoce; esta segunda parte está mucho más conseguida y, aunque depende de Ireneo, maneja otro material gnóstico para el que también es, por tanto, una apreciable fuente de información.
De sus obras dogmáticas tenemos sólo una completa, que además está en griego, El Anticristo; en ella, basándose en las profecías de Daniel, explica que la llegada de este personaje no es inminente, y se extiende sobre sus características y las de su venida; está escrita hacia el año 200.
Los tratados exegéticos formaban una gran parte de su obra, como le ocurría a la de Orígenes, y siguen el método alegórico de éste, aunque con mucha más moderación. Tenemos un Comentario sobre David; en él se fija el nacimiento de Cristo en el 25 de diciembre, lo que constituye la mención más temprana de esta fecha; sin embargo, el pasaje correspondiente parece que es una interpolación, aunque muy antigua. Tenemos también un Comentario al Cantar de los Cantares: una homilía sobre la Historia de David y Goliat; una Homilía sobre los Salmos, que incluye una introducción amplia a este libro; y una Homilía sobre la Pascua. Se conocen los nombres de 17 obras de exégesis perdidas, pertenecientes en su mayoría al Antiguo Testamento.
Dos obras de cronología merecen también mencionarse. Una es la Crónica, escrita para tranquilizar a los que pensaban que el fin del mundo estaba muy cerca; incluye material tomado de otras obras contemporáneas, y de interés en otros campos, como por ejemplo la medida de la distancia entre Alejandría y España, con la descripción de costas, puertos, lugares para aprovisionamiento de agua y demás informaciones útiles para la navegación. El Cómputo pascual es una obra que trata de determinar con exactitud la fecha de la Pascua, para no depender de los cálculos de los judíos; pero el sistema que propugna no es idóneo, y a los pocos años ya no concordaba con la astronomía.
Pero la obra que quizá ha interesado más en nuestros días es la Tradición apostólica. Conocida su existencia, se creía perdida hasta que a principios de siglo se pudo mostrar su estrecha relación con una obra conocida modernamente como «Constitución de la Iglesia egipcia». Se ha podido reconstruir de manera aceptable a través de las numerosas traducciones orientales, pues mientras pronto se perdió en Occidente, en Oriente tuvo una gran influencia a través de sus versiones copta, etiópica y árabe, moldeando la liturgia, las costumbres y el derecho de muchas Iglesias orientales. De ella derivan además un gran número de constituciones eclesiásticas orientales posteriores; por ejemplo, las «Constituciones apostólicas» de la Iglesia de Siria, de hacia el 380; el «Testamento de Nuestro Señor», quizá también de Siria, al parecer del siglo v; y los «Cánones de Hipólito», quizá de Siria y de hacia el año 500.
La Tradición apostólica es la constitución eclesiástica más antigua después de la Didajé. Está formada por tres partes principales. La primera trata especialmente de la ordenación de obispos y presbíteros, y de materias afines o relacionadas, y parece que refleja lo que se hacía entonces en Roma, pues se dice que se recogen estas costumbres para prevenir innovaciones; tiene una importancia considerable para la historia de la liturgia: en ella figura la primera anáfora eucarística que conservamos, y se advierte que la liturgia está pasando de un período de fórmulas variables, lo que prevalecía aún en tiempos de San Justino, a otro de fórmulas fijas, ya establecidas cuando la obra se traduce al árabe y al etiópico.
En la segunda parte se legisla sobre los que acaban de convertirse, sobre las actividades que no son lícitas a los cristianos, sobre los catecúmenos y el bautismo, la confirmación y la primera comunión. En la tercera parte, se habla de algunas costumbres cristianas, como las reglas para el ayuno o para el ágape; respecto a este último, se distingue con gran claridad entre el pan bendito y la «Eucaristía, que es el Cuerpo del Señor».
Entre los documentos atribuidos a San Hipólito está el Fragmento muratoriano, llamado así por haber sido descubierto y publicado en el siglo xvin por L. A. Muratori. No se sabe en realidad quién lo escribió, e Hipólito es, dentro de la conjetura, el autor que tiene más probabilidades. Pero el documento tiene un considerable interés en sí mismo. Seguramente de finales del siglo u, de origen probablemente romano y, probablemente también, no oficial, contiene la lista más antigua que se conoce de los escritos del Nuevo Testamento que se aceptan como inspirados. Además de nombrar cada libro, da datos sobre su origen apostólico, o sobre los motivos por los que un libro se rechaza como no inspirado. La importancia de este documento para la historia del canon de la Escritura es grande.
MOLINÉ

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El Verbo encarnado nos hace semejantes a Dios
(Refutación de todas las herejías, X 33-34)
Nosotros creemos en el Verbo de Dios. No nos fundamos en palabras sin sentido, ni nos dejamos llevar por impulsos emotivos o desordenados, ni nos dejamos seducir por la fascinación de discursos bien preparados, sino que prestamos fe a las palabras del Dios todopoderoso. Todo esto lo ordenó Dios en su Verbo. El Verbo las decía en palabras [a los profetas], para apartar al hombre de la desobediencia. No lo dominaba como hace un amo con sus esclavos, sino que lo invitaba a una decisión libre y responsable.
El Padre envió a la tierra esta Palabra suya en los últimos tiempos. No quería que siguiese hablando por medio de los profetas, ni que fuese anunciada de manera oscura, ni conocida sólo a través de vagos reflejos, sino que deseaba que apareciese visiblemente, en persona. De este modo, contemplándola, el mundo podría obtener la salvación. Contemplando al Verbo con sus propios ojos, el mundo non experimentaría ya la inquietud y el temor que sentía cuando se encontraba ante una imagen reflejada por los profetas, ni quedaría sin fuerzas como cuando el Verbo se manifestaba por medio de los ángeles. De este modo, en cambio, podría comprobar que se encontraba delante del mismo Dios, que le habla.
Nosotros sabemos que el Verbo tomó de la Virgen un cuerpo mortal, y que ha transformado al hombre viejo en la novedad de una criatura nueva. Sabemos que se ha hecho de nuestra misma sustancia. En efecto, si no tuviese nuestra misma naturaleza, inútilmente nos habría mandado que lo imitáramos como maestro. Si Él, en cuanto hombre, tuviese una naturaleza distinta de la nuestra, ¿por qué me ordena a mí, nacido en la debilidad, que me asemeje a Él? ¿Cómo podría, en ese caso, ser bueno y justo? Verdaderamente, para que no pensáramos que era distinto de nosotros, ha tolerado la fatiga, ha querido pasar hambre y sed, ha aceptado la necesidad de dormir y descansar, no se ha rebelado frente al sufrimiento, se ha sujetado a la muerte y se nos ha revelado en la resurrección. De todos estos modos, ha ofrecido como primicia tu misma naturaleza humana, para que tú no te desanimes en los sufrimientos, sino que, reconociendo que eres hombre, esperes también tú lo que el Padre ha realizado en Él.
Cuando hayas conocido al Dios verdadero, tendrás con el alma un cuerpo inmortal e incorruptible, y obtendrás el reino de los cielos, por haber reconocido al Rey y Señor del cielo en la vida de este mundo. Vivirás en intimidad con Dios, serás heredero con Cristo, y no serás ya esclavo de los deseos y pasiones, y ni siquiera del sufrimiento y de los males físicos, porque habrás llegado a ser como Dios. Los sufrimientos que debías soportar por el hecho de ser hombre, te los daba Dios porque eras hombre. Pero Dios ha prometido también concederte sus prerrogativas una vez que hayas sido divinizado y hecho inmortal.
Cristo, el Dios superior a todas las cosas, el que había decidido cancelar el pecado de los hombres, rehizo nuevo al hombre viejo y desde el principio lo llamó su propia imagen. De este modo ha mostrado el amor que te tenía. Si tú eres dócil a sus santos mandamientos, y te haces bueno como Él, te asemejarás a Él y recibirás de Él la gloria.
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La Plegaria Eucarística de San Hipólito
(Tradición apostólica, parte I)
El Señor sea con vosotros.
Y con tu espíritu.
¡En alto los corazones!
Los tenemos vueltos hacia el Señor.
Demos gracias al Señor.
Es propio y justo.
Te damos gracias, ¡oh Dios!, por tu bienamado Hijo Jesucristo, a quien Tú has enviado en estos últimos tiempos como Salvador, Redentor y Mensajero de tu voluntad, Él que es tu Verbo inseparable, por quien creaste todas las cosas, en quien Tú te complaciste, a quien envías del cielo al seno de la Virgen, y que, habiendo sido concebido, se encarnó y se manifestó como tu Hijo, nacido del Espíritu Santo y de la Virgen; que cumplió tu voluntad y te adquirió un pueblo santo, extendió sus manos cuando sufrió para liberar del sufrimiento a los que crean en Ti.
Y cuando Él se entregó voluntariamente al sufrimiento, para destruir la muerte y romper las cadenas del diablo, aplastar el infierno e iluminar a los justos, establecer la alianza y manifestar la resurrección, tomó pan, dio gracias y dijo: «Tomad, comed, éste es mi cuerpo, que es roto por vosotros». De la misma manera también el cáliz, diciendo: «Ésta es la sangre que es derramada por vosotros. Cuantas veces hagáis esto, haced memoria de mí».
Recordando, pues, su muerte y su resurrección, te ofrecemos el pan y el vino, dándote gracias porque nos has juzgado dignos de estar ante Ti y de servirte.
Y te rogamos que tengas a bien enviar tu Santo Espíritu sobre el sacrificio de la Iglesia. Une a todos los santos y concede a los que lo reciban que sean llenos del Espíritu Santo, fortalece su fe por la verdad, a fin de que podamos ensalzarte y loarte por tu Hijo, Jesucristo, por quien tienes honor y gloria; al Padre y al Hijo con el Espíritu Santo en tu santa Iglesia, ahora y en los siglos de los siglos. Amén.

Refutación de todas las herejías
El Verbo se hace hombre para que el hombre se haga Dios:
No fundamentamos nuestra fe en palabras vanas ni nos dejamos arrastrar por los impulsos del corazón ni nos seduce la suavidad de las palabras persuasivas, sino que nuestra fe se apoya en las palabras pronunciadas por el poder divino.
Dios confió estas palabras al Verbo, y el Verbo las profirió para apartar al hombre de la desobediencia, no coaccionándolo por fuerza como si se tratara de un esclavo, sino llamándolo para que lo siguiera libre y voluntariamente.
Al fin de los tiempos el Padre envió al Verbo —pues ya no quería hablar por medio de los profetas ni ser anunciado en figuras—, ordenándole que se manifestara en forma visible, para que el mundo al verlo pudiera ser salvado.
Sabemos que este Verbo tomó un cuerpo de la Virgen y que hizo del hombre viejo una nueva creación. Sabemos que fue plasmado de nuestra misma substancia; porque si hubiera obrado de otro modo en vano nos mandaría que lo imitáramos como a un maestro.
En efecto, si este hombre hubiera sido formado de una substancia distinta de la nuestra, ¿cómo podría mandarme tales cosas a mí, que nací débil? ¿Cómo podríamos, en tal caso, decir que él es bueno y justo?
Para que no lo creyéramos diferente de nosotros, soportó fatigas, quiso tener hambre y no rehusó tener sed, tuvo necesidad de descanso, no rechazó los sufrimientos de la pasión, se sometió a la muerte y quiso manifestarnos su resurrección. En todo esto ofreció su humanidad como primicias, para que tú, en medio de los sufrimientos, no te desanimes, sino que, recordando tu condición de hombre, esperes recibir, también tú, lo que Dios quiso darle a él.
Cuando ya contemples a Dios tal cual es, tendrás un cuerpo inmortal e incorruptible, como el alma, y poseerás el reino de los cielos, tú, que, viviendo en la tierra, conociste al Rey celestial; participarás de la felicidad de Dios, serás coheredero de Cristo y ya no estarás sujeto a las pasiones ni a las enfermedades, porque habrás sido hecho semejante a Dios.
Todos los males que soportaste en cuanto hombre, Dios te los envió precisamente porque eres hombre: en cambio, todo aquello que es propio de Dios, él prometió dártelo cuando seas divinizado y alcances la inmortalidad. Conócete, pues, a ti mismo reconociendo al Dios que te hizo; pues conocer a Dios y ser conocido por él corresponde a aquel que ha sido llamado por Dios.
Por tanto no discutáis entre vosotros ni dudéis en volver a él. Cristo es Dios por encima de todas las cosas; él quiso borrar el pecado de los hombres renovando al hombre viejo, que él había creado a su imagen desde el comienzo, manifestándote, de este modo, el amor que tiene por ti. Si obedeces sus mandatos, y por tu bondad, imitas al que es bueno, llegarás a ser semejante a él, y él te honrará; pues no es mezquino el Dios que te ha hecho dios para su gloria.
(10, 33-34; Liturgia de las Horas)

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