Cómo leer la palabra de Dios
(Libros de las Sentencias, 3, 8-10)
LECTURA/ORA/ISIDORO
La oración nos purifica, la lectura nos instruye. Usemos una y
otra, si es posible, porque las dos son cosas buenas. Pero, si no
fuera posible, es mejor rezar que leer.
Quien desee estar siempre con Dios, ha de rezar y leer
constantemente. Cuando rezamos, hablamos con el mismo Dios;
en cambio, cuando leemos, es Dios el que nos habla a nosotros.
Todo progreso [en la vida espiritual] procede de la lectura y de
la meditación. Con la lectura aprendemos lo que no sabemos, con
la meditación conservamos en la memoria lo que hemos
aprendido.
De la lectura de la Sagrada Escritura recibimos una doble
ventaja, porque ilumina nuestra inteligencia y conduce al hombre
al amor de Dios, después de haberlo arrancado a las vanidades
mundanas. Doble es también el fin que hemos de proponernos al
leer: lo primero, tratar de entender el sentido de la Escritura; y
luego, esforzarnos para proclamarla con la mayor dignidad posible.
Quien lee, en efecto, busca en primer lugar comprender lo que lee,
y sólo luego trata de expresar del modo más conveniente lo que ha
aprendido.
Pero el buen lector no se preocupa tanto de conocer lo que lee,
cuanto de ponerlo por obra. Es menos penoso ignorar
completamente un ideal que, una vez conocido, no llevarlo a la
práctica. Por tanto, así como mediante la lectura demostramos
nuestro deseo de conocer, así luego, tras haber conocido, hemos
de sentir el deber de poner en práctica las cosas buenas que
hayamos aprendido.
Nadie puede profundizar en el sentido de la Sagrada Escritura,
si no la lee con asiduidad, como está escrito: ámala y ella te
exaltará, será tu gloria si la abrazas (Pro 4, 8). Cuanto más asiduo
se es en la lectura de la Escritura, más rica es la inteligencia que
se alcanza. Es lo mismo que sucede con la tierra: cuanto más se la
cultiva, más produce.
Hay personas que, siendo inteligentes, descuidan la lectura de
los textos sagrados. De este modo, con su negligencia, manifiestan
su desprecio por aquello que habrían podido aprender mediante la
lectura. Otros, en cambio, tienen deseos de saber, pero su falta de
preparación les supone un obstáculo. Sin embargo, estos últimos,
mediante una lectura inteligente y asidua, llegan a conocer lo que
ignoran los otros, más inteligentes, pero perezosos e indiferentes.
De igual modo que una persona, aunque sea torpe de
inteligencia, logra sacar fruto gracias a su empeño y a su diligencia
en el estudio, así el que descuida el don de inteligencia que Dios
le ha dado se hace culpable de condena, porque desprecia un don
recibido y lo deja sin dar frutos.
Si la doctrina no está sostenida por la gracia, no llega al corazón
aunque entre por los oídos. Hace mucho ruido por fuera, pero no
aprovecha al alma. Sólo cuando interviene la gracia, la palabra de
Dios baja desde los oídos al fondo del corazón, y allí actúa
íntimamente, llevando a la comprensión de lo que se ha leído.
(Libros de las Sentencias, 3, 8-10)
LECTURA/ORA/ISIDORO
La oración nos purifica, la lectura nos instruye. Usemos una y
otra, si es posible, porque las dos son cosas buenas. Pero, si no
fuera posible, es mejor rezar que leer.
Quien desee estar siempre con Dios, ha de rezar y leer
constantemente. Cuando rezamos, hablamos con el mismo Dios;
en cambio, cuando leemos, es Dios el que nos habla a nosotros.
Todo progreso [en la vida espiritual] procede de la lectura y de
la meditación. Con la lectura aprendemos lo que no sabemos, con
la meditación conservamos en la memoria lo que hemos
aprendido.
De la lectura de la Sagrada Escritura recibimos una doble
ventaja, porque ilumina nuestra inteligencia y conduce al hombre
al amor de Dios, después de haberlo arrancado a las vanidades
mundanas. Doble es también el fin que hemos de proponernos al
leer: lo primero, tratar de entender el sentido de la Escritura; y
luego, esforzarnos para proclamarla con la mayor dignidad posible.
Quien lee, en efecto, busca en primer lugar comprender lo que lee,
y sólo luego trata de expresar del modo más conveniente lo que ha
aprendido.
Pero el buen lector no se preocupa tanto de conocer lo que lee,
cuanto de ponerlo por obra. Es menos penoso ignorar
completamente un ideal que, una vez conocido, no llevarlo a la
práctica. Por tanto, así como mediante la lectura demostramos
nuestro deseo de conocer, así luego, tras haber conocido, hemos
de sentir el deber de poner en práctica las cosas buenas que
hayamos aprendido.
Nadie puede profundizar en el sentido de la Sagrada Escritura,
si no la lee con asiduidad, como está escrito: ámala y ella te
exaltará, será tu gloria si la abrazas (Pro 4, 8). Cuanto más asiduo
se es en la lectura de la Escritura, más rica es la inteligencia que
se alcanza. Es lo mismo que sucede con la tierra: cuanto más se la
cultiva, más produce.
Hay personas que, siendo inteligentes, descuidan la lectura de
los textos sagrados. De este modo, con su negligencia, manifiestan
su desprecio por aquello que habrían podido aprender mediante la
lectura. Otros, en cambio, tienen deseos de saber, pero su falta de
preparación les supone un obstáculo. Sin embargo, estos últimos,
mediante una lectura inteligente y asidua, llegan a conocer lo que
ignoran los otros, más inteligentes, pero perezosos e indiferentes.
De igual modo que una persona, aunque sea torpe de
inteligencia, logra sacar fruto gracias a su empeño y a su diligencia
en el estudio, así el que descuida el don de inteligencia que Dios
le ha dado se hace culpable de condena, porque desprecia un don
recibido y lo deja sin dar frutos.
Si la doctrina no está sostenida por la gracia, no llega al corazón
aunque entre por los oídos. Hace mucho ruido por fuera, pero no
aprovecha al alma. Sólo cuando interviene la gracia, la palabra de
Dios baja desde los oídos al fondo del corazón, y allí actúa
íntimamente, llevando a la comprensión de lo que se ha leído.
* * * * *
Las obras de misericordia
(Libros de las Sentencias, 3, 60)
La palabra misericordia se deriva de compadecer la miseria
ajena. Pero nadie puede ser misericordioso con otro si vive mal y
no es, por tanto, misericordioso consigo mismo. Quien es malo
para sí, ¿para quién será bueno?
Ningún pecado puede ser redimido con las limosnas, si se
persiste en él. La indulgencia, fruto de la limosna, se concede sólo
cuando se desiste de realizar obras perversas. Es verdad que las
obras de misericordia tienen capacidad de purgar todos los
pecados; pero sólo si quien usa de misericordia procura no pecar.
Por lo demás, no hay perdón de los pecados cuando la
misericordia se lleva a cabo para cometerlos después
tranquilamente.
No es limosna la que se hace más por causa de gloria que de
misericordia. En efecto, según sea la intención con que cada uno
la hace, así acepta o no la limosna el Señor. Por eso, quien
apetece alabanza en este mundo por sus buenas obras, renuncia
a la esperanza y no recibirá en el futuro la gloria de premio. Más
aún, cuando se alimenta al pobre por jactancia, se convierte en
pecado incluso la misma obra de misericordia.
Hasta tal punto las obras de limosna borran los pecados y
conducen al reino del siglo futuro que, cuando venga el juez
celestial para el último juicio, dirá a los que estén a su derecha:
tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber;
era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me cubristeis.
Les ofrecerá el premio, diciéndoles: venid, benditos de mi Padre,
recibid el reino preparado para vosotros. Pero aquellos en los que
no encuentre ninguna obra de misericordia, oirán la voz del juez
eterno, que les dice: tuve hambre y no me disteis de comer: tuve
sed y no me disteis de beber. También les dirá justamente:
apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo
y sus ángeles (Mt 25, 31-35).
Quien no practica la misericordia en este mundo, no recogerá el
fruto de la piedad en el otro, como enseña el ejemplo del rico
condenado a las llamas, que se vio obligado a pedir socorro en el
infierno porque lo negó a su vez en este mundo. Cuando estaba
entre las llamas, pidió una gota de agua a quien había negado una
miga de pan. ¡Tarde abrió los ojos el rico! Lo hizo cuando vio
gozoso al pobre Lázaro, a quien había rehusado ver cuando yacía
a la puerta de su casa (cfr. Lc 16, 19-31).
Pero no sólo usa de misericordia quien practica la liberalidad
con el que tiene hambre o sed, o con el desnudo, o quien socorre
en algo a cualquier necesitado, sino también quien ama a sus
enemigos, quien tiene afectos de compasión y consuelo hacia
quienes lloran, quien proporciona consejo en cualquier necesidad.
Todos éstos hacen, sin duda alguna, verdadera limosna. La
limosna de doctrina no es sólo buena, sino mejor que la
misericordia material.
Es necesario compadecer de todo corazón al que pide, aun no
estando necesitado, aunque se finja indigente, aunque utilice,
quizá, la apariencia de una falsa indigencia. El que da con sencillez
no pierde por eso el fruto de la misericordia.
Si uno es pobre y no tiene nada que dar al necesitado, no
puede poner el pretexto de su indigencia. Según el precepto del
Salvador, se nos manda ofrecer al pobre un vaso de agua fría. Si
no tenemos otra cosa, y damos lo que tenemos bondadosamente,
no perderemos el premio. Por lo demás, si son mayores nuestras
posibilidades y dispensamos con escasez este don, simulando
pobreza, no engañamos al necesitado, sino a Dios, a quien no
podemos esconder nuestra conciencia.
Hay dos clases de limosnas: una corporal, dar al necesitado
todo lo que puedas; otra espiritual, perdonar a quien te hubiera
agraviado. La primera se debe practicar con los indigentes; la
segunda, con los malos. Por tanto, siempre podrás comunicar
algo, si no dinero, al menos perdón. Pero no se debe ofrecer la
limosna a regañadientes, no sea que, por ir acompañada de
tristeza, perdamos el premio de lo que distribuimos. Nuestra dádiva
es perfecta cuando la ofrecemos con espíritu de alegría. De aquí
que diga también el Apóstol: Dios ama al que da con alegría (2 Cor
9, 7). Es de temer que el pobre reciba lo que le ofrecemos con
tedio, o que, despreciándola totalmente, se aparte afligido y triste.
Dar limosna de lo robado a otros no es oficio de misericordia,
sino que es un pecado; por eso dice Salomón: quien ofrece
sacrificio del producto del robo a los pobres es como si alguien
degollara al hijo en la presencia de su padre (Sir [Vg] 34, 24).
Pues quien se apodera injustamente de lo ajeno, nunca lo reparte
justamente, ni hace bien a uno lo que se arrebata injustamente a
otro.
Gran pecado es dar los bienes de los pobres a los ricos, y a
costa de los necesitados alcanzar el favor de los poderosos; es
como quitar el agua a la tierra árida y seca, para regar a los ríos,
que no lo necesitan.
(Libros de las Sentencias, 3, 60)
La palabra misericordia se deriva de compadecer la miseria
ajena. Pero nadie puede ser misericordioso con otro si vive mal y
no es, por tanto, misericordioso consigo mismo. Quien es malo
para sí, ¿para quién será bueno?
Ningún pecado puede ser redimido con las limosnas, si se
persiste en él. La indulgencia, fruto de la limosna, se concede sólo
cuando se desiste de realizar obras perversas. Es verdad que las
obras de misericordia tienen capacidad de purgar todos los
pecados; pero sólo si quien usa de misericordia procura no pecar.
Por lo demás, no hay perdón de los pecados cuando la
misericordia se lleva a cabo para cometerlos después
tranquilamente.
No es limosna la que se hace más por causa de gloria que de
misericordia. En efecto, según sea la intención con que cada uno
la hace, así acepta o no la limosna el Señor. Por eso, quien
apetece alabanza en este mundo por sus buenas obras, renuncia
a la esperanza y no recibirá en el futuro la gloria de premio. Más
aún, cuando se alimenta al pobre por jactancia, se convierte en
pecado incluso la misma obra de misericordia.
Hasta tal punto las obras de limosna borran los pecados y
conducen al reino del siglo futuro que, cuando venga el juez
celestial para el último juicio, dirá a los que estén a su derecha:
tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber;
era peregrino y me acogisteis; estaba desnudo y me cubristeis.
Les ofrecerá el premio, diciéndoles: venid, benditos de mi Padre,
recibid el reino preparado para vosotros. Pero aquellos en los que
no encuentre ninguna obra de misericordia, oirán la voz del juez
eterno, que les dice: tuve hambre y no me disteis de comer: tuve
sed y no me disteis de beber. También les dirá justamente:
apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo
y sus ángeles (Mt 25, 31-35).
Quien no practica la misericordia en este mundo, no recogerá el
fruto de la piedad en el otro, como enseña el ejemplo del rico
condenado a las llamas, que se vio obligado a pedir socorro en el
infierno porque lo negó a su vez en este mundo. Cuando estaba
entre las llamas, pidió una gota de agua a quien había negado una
miga de pan. ¡Tarde abrió los ojos el rico! Lo hizo cuando vio
gozoso al pobre Lázaro, a quien había rehusado ver cuando yacía
a la puerta de su casa (cfr. Lc 16, 19-31).
Pero no sólo usa de misericordia quien practica la liberalidad
con el que tiene hambre o sed, o con el desnudo, o quien socorre
en algo a cualquier necesitado, sino también quien ama a sus
enemigos, quien tiene afectos de compasión y consuelo hacia
quienes lloran, quien proporciona consejo en cualquier necesidad.
Todos éstos hacen, sin duda alguna, verdadera limosna. La
limosna de doctrina no es sólo buena, sino mejor que la
misericordia material.
Es necesario compadecer de todo corazón al que pide, aun no
estando necesitado, aunque se finja indigente, aunque utilice,
quizá, la apariencia de una falsa indigencia. El que da con sencillez
no pierde por eso el fruto de la misericordia.
Si uno es pobre y no tiene nada que dar al necesitado, no
puede poner el pretexto de su indigencia. Según el precepto del
Salvador, se nos manda ofrecer al pobre un vaso de agua fría. Si
no tenemos otra cosa, y damos lo que tenemos bondadosamente,
no perderemos el premio. Por lo demás, si son mayores nuestras
posibilidades y dispensamos con escasez este don, simulando
pobreza, no engañamos al necesitado, sino a Dios, a quien no
podemos esconder nuestra conciencia.
Hay dos clases de limosnas: una corporal, dar al necesitado
todo lo que puedas; otra espiritual, perdonar a quien te hubiera
agraviado. La primera se debe practicar con los indigentes; la
segunda, con los malos. Por tanto, siempre podrás comunicar
algo, si no dinero, al menos perdón. Pero no se debe ofrecer la
limosna a regañadientes, no sea que, por ir acompañada de
tristeza, perdamos el premio de lo que distribuimos. Nuestra dádiva
es perfecta cuando la ofrecemos con espíritu de alegría. De aquí
que diga también el Apóstol: Dios ama al que da con alegría (2 Cor
9, 7). Es de temer que el pobre reciba lo que le ofrecemos con
tedio, o que, despreciándola totalmente, se aparte afligido y triste.
Dar limosna de lo robado a otros no es oficio de misericordia,
sino que es un pecado; por eso dice Salomón: quien ofrece
sacrificio del producto del robo a los pobres es como si alguien
degollara al hijo en la presencia de su padre (Sir [Vg] 34, 24).
Pues quien se apodera injustamente de lo ajeno, nunca lo reparte
justamente, ni hace bien a uno lo que se arrebata injustamente a
otro.
Gran pecado es dar los bienes de los pobres a los ricos, y a
costa de los necesitados alcanzar el favor de los poderosos; es
como quitar el agua a la tierra árida y seca, para regar a los ríos,
que no lo necesitan.
Sobre los oficios
eclesiásticos
El sacrificio,
pues, que ofrecen a Dios los cristianos, por primera vez lo instituyó Cristo,
nuestro Señor y maestro, cuando encomendó a sus apóstoles su cuerpo y su sangre
antes de ser entregado, como se lee en el Evangelio: Tomó, dice, Jesús
el pan y el cáliz, y bendiciéndolo se lo dio. Y Melquisedec, rey de Salem,
fue el primero que ofreció este sacramento de manera figurada como tipo del
cuerpo y sangre de Cristo, y el primero que en imagen expresó el misterio de tan
gran sacrificio, ostentando la semejanza del Señor y Salvador nuestro,
Jesucristo, sacerdote eterno, a quien se dice: Tú eres sacerdote para siempre
según el orden de Melquisedec.
Este sacrificio,
pues, se ordenó celebrar a los cristianos, abandonadas y acabadas las víctimas
judaicas, que fueron mandadas celebrar durante la esclavitud del pueblo viejo. Y
así nosotros hacemos aquello que el mismo Señor hizo en favor nuestro, lo cual
ofreció no a la mañana, sino después de la cena, al atardecer. Pues de este modo
convenía que Cristo cumpliese (las figuras) hacia el atardecer del día, para que
la hora misma del sacrificio señalase el atardecer del mundo. Y por eso no
comulgaron ayunos los apóstoles, porque era necesario que aquella pascua típica
tuviera lugar antes, y sólo así pasasen al verdadero sacramento de la pascua
(...)
Dicen algunos que,
si no lo impide algún pecado, ha de recibirse la Eucaristía diariamente, pues
por mandato del Señor pedimos que se nos dé este pan cada día, cuando decimos:
El pan nuestro de cada día dánosle hoy. Lo cual, en verdad, justamente lo
afirman si lo reciben con reverencia, devoción y humildad, y no lo hacen
confiando en su justicia (santidad) con presunción de soberbia. Por lo demás, si
hay tales pecados que a uno, como muerto, le aparten del altar, hay que hacer
antes penitencia, y sólo así se ha de recibir entonces este saludable
medicamento. Pues quien comiere indignamente, se come y bebe su condenación.
Y esto es recibir indignamente, si alguien recibe en aquel tiempo en que
debe hacer penitencia.
Por lo demás, si no
hay tan grandes pecados que uno sea juzgado merecedor de ser apartado de la
comunión, no se debe alejar de la medicina del cuerpo del Señor, no sea que, si
se le prohíbe y ha de abstenerse largo tiempo, se separe del cuerpo de Cristo.
Pues es cosa manifiesta que aquellos viven que se llegan a su cuerpo. De ahí que
también se ha de temer no sea que, mientras uno es separado por largo tiempo del
cuerpo de Cristo, permanezca ajeno a la salvación, pues dice Él mismo: Si no
comiereis la carne del Hijo del hombre y bebiereis su sangre, no tendréis vida
en vosotros. Pues quien cesó ya de pecar, no deje de comulgar.
(1, 18; BAC 118,
1228-1233)
Sentencias
En esta vida tiene
lugar el comienzo de la paz que disfrutan los santos, no su plenitud. Mas
entonces se producirá la plenitud cuando, suprimida la debilidad de la carne, se
hallen fortalecidos para la contemplación de Dios.
La resurrección de
los muertos, como dice el Apóstol, se realizará en la madurez del varón
perfecto, en la medida de la edad que corresponde a la plenitud de Cristo; a
saber, en la edad de la juventud, que no precisa de progreso, y que, sin
propensión al defecto en la perfección, es completa y vigorosa por ambas partes.
Aunque ahora a los
hombres fieles se les designe con el nombre de hijos de Dios, sin embargo, ya
que sufren esta servidumbre de la corrupción sujetos todavía al yugo de la
esclavitud, han de recibir (luego) la plena libertad de los hijos de Dios,
cuando esto corruptible se revista de incorruptibilidad.
Ahora conocemos a
Dios por medio de espejo, mas en la vida futura cada uno de los elegidos se hará
presente a Dios cara a cara, a fin de contemplar la misma hermosura que ahora se
afanan en conocer a través de un espejo.
En esta vida
decimos que la Iglesia de Dios se integra por el número de los elegidos, que
corresponden a la derecha, y el de los réprobos, que irán a ocupar la izquierda;
pero al fin del mundo ambos serán separados como la cizaña del trigo.
(1, 26; BAC 321,
295-296)
Sobre los
varones ilustres
Leandro, hijo de
Severino, natural de Cartagena, fue, primeramente, monje, y después,
metropolitano de la Bética. Era hombre de condición apacible, de extraordinaria
inteligencia y de preclarísima moralidad y doctrina. La conversión de los
visigodos, de la herejía arriana a la fe católica, fue fruto de su constancia y
prudencia. Antes había sufrido destierro, y aprovechó este tiempo para redactar
dos volúmenes contra los arrianos y una exhortación, a su hermana Florentina,
sobre la vida consagrada y el desprecio del mundo.
Trabajó asiduamente
en la restauración litúrgica, arregló el Salterio y compuso sentidas melodías
para la santa misa, laudes y salmos. Escribió variedad de cartas al papa
Gregorio, a su propio hermano y a varios prelados. Gobernó su diócesis en
tiempos del rey Recaredo.
(41; Liturgia de
las Horas)
Historia de los
godos
Eres, ¡oh España!,
la más hermosa de todas las tierras que se extienden del Occidente a la India;
tierra bendita y siempre feliz en sus príncipes, madre de muchos pueblos. Eres
con pleno derecho la reina de todas las provincias, pues de ti reciben luz el
Oriente y el Occidente. Tú, honra y prez de todo el orbe; tú, la porción más
ilustre del globo. En tu suelo campea alegre y florece con exuberancia la
fecundidad gloriosa del pueblo godo.
La pródiga
naturaleza te ha dotado de toda clase de frutos. Eres rica en vacas, llena de
fuerza, alegre en mieses. Te vistes con espigas, recibes sombra de olivos, te
ciñes con vides. Eres florida en tus campos, frondosa en tus montes, llena de
pesca en tus playas. No hay en el mundo región mejor situada que tú; ni te
tuesta el ardor del sol estivo, ni llega a aterirte el rigor del invierno, sino
que, circundada por ambiente templado, eres con blandos céfiros regalada. Cuanto
hay, pues, de fecundo en los campos, de precioso en los metales, de hermoso y
útil en los animales, lo produces tú. Tus ríos no van en zaga a los más famosos
del orbe habitado.
Ni Alfeo iguala tus
caballos, ni Clitumno tus boyadas, aunque el sagrado Alfeo, coronado de
olímpicas palmas, dirija por los espacios sus veloces cuádrigas, y aunque
Clitumno inmolara antiguamente en víctimas capitolinas ingentes becerros. No
ambicionas los espesos bosques de Etruria, ni admiras los plantíos de palmas de
Molorco, ni envidias los carros alados, confiada en tus corceles. Eres fecunda
por tus ríos, y graciosamente amarilla por tus torrentes auríferos; fuente de
hermosa raza caballar. Tus vellones purpúreos dejan ruborizados a los de Tiro.
En el interior de tus montes fulgura la piedra brillante de jaspe y mármol,
émula de los vivos colores del sol vecino.
Eres, pues, ¡oh
España!, rica de hombres y de piedras preciosas y púrpura, abundante en
gobernadores y hombres de Estado; tan opulenta en la educación de los príncipes,
como bienhadada en producirlos. Con razón puso en ti los ojos Roma, la cabeza
del orbe; y aunque el valor romano vencedor se desposó contigo, al fin el
floreciente pueblo de los godos, después de haber alcanzado el triunfo sobre los
romanos, te arrebató y te amó, y goza de ti lleno de felicidad entre las regias
ínfulas y en medio de abundantes riquezas.
(Prefacio; Huber 2,
419-421)
El Sol, la Luna y
los eclipses:
El sol, saliendo,
hace el día, y ocultándose, la noche; porque el día es sol
sobre la tierra y la noche es sol bajo la tierra. De él proceden las
horas; de él, los días cuando se levanta; de él, las noches cuando se oculta;
por él se enumeran los meses y los años, y de él proceden las variaciones de los
tiempos.
Cuando llega el
mediodía está más cerca de la tierra; cuando está cerca del septentrión se
levanta más alto. Dios le ordenó cursos, tiempos y lugares diversos para que no
pereciera todo, como ocurriría si estuviera siempre en el mismo sitio, como dice
San Clemente: Recibió (el sol) cursos
diversos, por razón de los cuales recibe diversa temperatura, según los tiempos,
observando el orden de variaciones y vicisitudes. Pues subiendo más alto forma
la primavera; cuando llega a lo más alto del cielo enciende los fuegos del
estío: volviendo de nuevo a bajar templa sus calores, y cuando llega finalmente
al círculo más inferior, nos deja el rigor del invierno.
El sol sale por
oriente, pasa por el mediodía y después que ha llegado al ocaso y se sumerge en
el océano, va por vías desconocidas bajo la tierra y vuelve de nuevo a salir por
el oriente.
Dicen los filósofos
que la luna tiene luz propia y que una parte de ella es lúcida y la otra obscura
y que, dando vueltas poco a poco, va adoptando diversas formas.
Otros, por el
contrario, dicen que la luna no tiene luz propia, sino que es iluminada por los
rayos del sol, y de aquí que sufra eclipses si entre ella y el sol se
interpone la sombra de la tierra. El sol está más alto que la luna, y de aquí
que cuando ésta permanece bajo él queda iluminada la parte superior, pero la
inferior que mira a la tierra está obscura (...)
La luna está más
cerca de la tierra que el sol; de aquí que siendo su órbita más breve, la
recorra antes, pues el camino que el sol recorre en trescientos sesenta y cinco
días lo hace la luna en treinta días; por eso ya los antiguos determinaron por
la luna el curso de los meses y por el sol el de los años.
Eclipse de sol
tiene lugar cuando la luna trigésima llega a la misma línea en que está el sol
y, poniéndose delante, le quita la luz y parece que falta el sol, porque se le
pone delante la luna.
El eclipse de luna
tiene lugar siempre que cae en la sombra de la tierra, pues no teniendo luz
propia, sino que la recibe del sol, deja de recibirla si entre ella y el sol se
interpone la tierra.
Dura este eclipse
de la decimoquinta luna hasta que salga de la sombra proyectada por la tierra
que se interpone y vea de nuevo al sol o sea vista por él.
(3, 50-52.56-58;
BAC 67, 92-93)
El cobre y el hierro:
Aes (cobre):
se llama así porque brilla como el oro y la plata. Entre los antiguos se conoció
el uso del cobre antes que el del hierro; con cobre araban la tierra, con él se
armaban para la guerra y se tenía en gran precio el cobre, en tanto que se
rechazaba el oro por su inutilidad; hoy ocurre lo contrario (...)
El cobre se destinó
después para hacer estatuas, vasos, adornos de edificios, y principalmente en
tablas de cobre se escribieron las constituciones de los pueblos para perpetua
memoria.
Cobre de Chipre:
se dice así porque en esta isla fue encontrado primeramente. Se hace de una
piedra muy rugosa que se llama cadmia; este cobre es muy dúctil, y si se
le agrega plomo, toma color purpúreo.
Auricalco,
dicho así porque tiene el brillo del oro y la dureza del cobre; es nombre
compuesto' de la lengua latina y griega, pues el cobre en lenguaje
griego se llama jalkos. Se hace del cobre; aplicándolo a un fuego muy
fuerte y agregándole otras materias, se produce el cobre de oro.
Corintio: es
una mezcla de todos los metales; se formó fortuitamente en Corinto cuando fue
incendiada por los invasores; pues habiendo tomado esta ciudad Aníbal mandó
reunir todas las estatuas de oro, plata y cobre que había en ella e hizo una
inmensa hoguera. El derretido de todo esto lo cogieron los artífices e hicieron
vasijas, y se formó esta mezcla de todos los metales, que no era ni oro, ni
plata, ni cobre; por lo cual hasta hoy día se llama de Corinto a este metal y
vasos corintios a los fabricados con él. Hay de tres clases: uno blanco que se
acerca más a la plata; otro en que aparece dominante la naturaleza del oro, y un
tercero, en que es más igual la proporción de los tres metales.
Coronarium: es
el cobre reducido a láminas finas, y que, pintado con sangre de toro, pone una
semejanza de oro en las coronas de los histriones, y de aquí recibe el nombre.
Pyropum,
llamado así por su color de fuego; pues si a cada onza de cobre se le agregan
seis escrúpulos de oro, se forma una lámina muy fina, que resplandece como el
fuego y por eso recibe el nombre de pyropo.
Cobre regular
es el que otros llaman dúctil, como el cobre de
Chipre.
Dúctil: se
llama así porque se trabaja con el martillo como, por el contrario, se llama
fusible el que solamente se funde; tal es el caldarium que no admite más
que la fundición, porque es frágil al martillo. El cobre diligentemente purgado
de vicios y escorias se convierte siempre en cobre regular.
Existe también el
llamado cobre de Campania, que se produce en la Campania, provincia de
Italia; es muy estimado para vasos y utensilios.
El cobre se
disgrega con los grandes fríos; produce con rapidez el cardenillo, a menos que
se unte con aceite; se puede conservar también, según dicen, con pez líquida.
Entre todos los
metales, el cobre es muy sonoro y de mucha fortaleza, y por eso se emplea para
hacer aenea limina, puertas de cobre; de ahí que diga Virgilio: In
foribus cardo stridebat aenis (el quicio chirriaba con sus puertas de
cobre). Escorias del cobre son la piedra cadmia y la calcites. La
cadminia es el moho del cobre, y la piedra calcítica, la flor.
Cadmia: se
forma en los hornos de cobre y de plata, con un olor característico. La misma
piedra de la cual se saca el cobre se llama cadmia, y se encuentra en los
hornos, y por eso recibe este nombre.
Flor de cobre:
se obtiene de la fundición del cobre, y cuando se enfría queda por encima. Por
su rápida condensación la flor queda separada del cobre.
El cobre forma
también el orín, aerugo; puestas unas láminas de cobre sobre un vaso que
tenga vinagre fuerte y sobrepuestos sarmientos comienza a destilar en el mismo
vinagre; estas destilaciones se machacan después y se criban.
Ferrum
(hierro): se llama así porque entierra la farra, es decir, las semillas de los
frutos de la tierra (...).
El hierro fue
encontrado después de otros metales, y su estimación pasó a ser oprobio, pues lo
que primeramente servía para hendir la tierra y hacerla producir se empleó
después para derramar la sangre. Ningún cuerpo hay que tenga sus elementos tan
densos y unidos como el hierro, por lo cual une en sí la dureza con el frío. El
hierro se encuentra en casi todas partes; pero, entre todas las clases, el mejor
es el hierro de Tartaria; los tártaros lo exportan al mismo tiempo que sus sedas
y pieles. El segundo lugar lo ocupa el hierro de los partos; ninguna otra clase
de hierro se templa con tanta dureza como éstos; los demás son más blandos.
La diferencia del
hierro es mucha según la clase de tierra donde se encuentra; pues unos son
blandos, asemejándose al plomo, aptos para uso de clavos y ruedas; otros son
frágiles, cobrizos, adecuados para labrar la tierra; otros sólo son idóneos para
cosas pequeñas, como puntillas para sandalias; otros enmohecen fácilmente. Estas
diferencias de deben a la strictura (temple).
(16, 20; 16, 21,
1-3; BAC 67, 404-405)
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