martes, 6 de enero de 2015

SAN JUAN CLÍMACO


San Juan el Escolástico es conocido principalmente por su
apelativo de Clímaco, que deriva de la transcripción latina «de la
escalera», tomada del titulo de su principal obra: La escala del
Paraíso.

Sus datos biográficos son escasos. Nacido alrededor del año
579, entró en el monasterio del Monte Sinaí a la edad de dieciséis
años. A los veinte, hizo la profesión religiosa según la regla del
monasterio, hasta que se decidió a vivir como anacoreta. Dios le
favoreció con el don de lágrimas, y subió a tal grado su fama de
santidad, que los monjes del monasterio le eligieron como abad:
tenía entonces sesenta años. Su muerte acaeció alrededor del
año 649.

Considerado un doctor universal, San Juan Clamado profundizó
en el camino ascético que puede recorrer cualquier cristiano. La
escala del Paraíso, libro de gran riqueza interior y enorme difusión,
desarrolla la idea de la ascensión del alma, bajo la guía del
Espíritu Santo, hasta la semejanza con Cristo. Titulada en memoria
de la escala de Jacob y dividida en treinta escalones, se pueden
considerar en la obra dos partes principales: la primera abarca los
veintitrés primeros capítulos y trata de la lucha contra los vicios;
los siete capítulos restantes giran en torno a la adquisición de las
virtudes.

El fragmento que se expone a continuación, recoge una parte
del sermón número veintiocho, donde el santo habla del estado de
oración y muestra la naturaleza de esa unión con Dios. 
LOARTE
* * * * *

EL DIÁLOGO CON DIOS
(La escala del Paraíso, escalón XXVlll, no. 188-189, 190-191,
193)

La oración, como bien expresa su nombre, es diálogo del
hombre con Dios, unión mística. Según los efectos que la
caracterizan, es el apoyo del mundo y reconciliación con el Señor;
fuente de lágrimas y propiciatoria de nuestros pecados; defensa
de la tentación y baluarte ante las contradicciones; victoria en la
lucha y empeño de los ángeles; alimento de los seres incorpóreos
y alegría en la espera; actividad que no finaliza jamás y fuente de
virtud; forjadora de carismas y del progreso espiritual, alimento del
alma y luz de la mente (...).

Reza con toda sencillez, con una sola expresión, como hicieron
el publicano y el hijo pródigo que se dirigieron a Dios
misericordioso (...).

No te afanes en mirar con minuciosidad las palabras que debes
usar en la oración. A menudo los simples y sencillos balbuceos de
los niños aplacaron al Padre que está en los cielos (cfr. Mt 6, 9).
No busques muchas palabras (cfr. Mt 6, 7), porque tal deseo
provoca la disipación de la mente. Con una pequeña frase el
publicano agradó al Señor (cfr. Lc 18, 3), y con una sola expresión
dicha con fe, salvó al ladrón (cfr. Lc 23, 39-43). A menudo muchas
palabras distraen en la oración porque llenan la mente de
fantasías; una sola, con frecuencia, contribuye al recogimiento:
cuando a un cierto punto hay una palabra que te agrada y propicia
la compunción, permanece allí; entonces se unirá a tu oración el
Ángel Custodio.

Después, no abuses de la libertad confiada, aunque hayas
alcanzado la purificación. Es más, acercándote a Dios con gran
humildad, podrás obtener la más alta libertad. También si te
encontrases en lo alto de la escala de la virtud, continúa rezando
para que sean perdonados tus pecados como hizo San Pablo que,
asemejándose a los pecadores, exclamaba: yo soy el primero de
ellos (cfr. I Tim 1, 15). La pureza y compunción de lágrimas deben
dar alas a la oración, y el sabor, como el aceite y la sal
condimentan los alimentos. Añade la bondad y la dulzura, con las
que debes revestirte si quieres liberar al corazón de todo aquello
que arranca la libertad, y poder elevarte sin esfuerzo hacia Dios.

Hasta que no hayamos alcanzado después de muchas
experiencias tal claridad de oración, seremos principiantes, como
niños que empiezan a caminar. Trata de elevar la mente a Dios, o
mejor, de tenerla cerrada dentro de las operaciones de la oración
y, si por debilidad infantil, no la tienes tranquila, ponla rápidamente
en orden: por desgracia nuestra mente es débil, pero el
Omnipotente podrá fijarla.

Si continúas luchando sin rendirte, finalmente descenderá sobre
ti Aquél que mantiene en sus límites los mares de la mente, y dirá,
mientras tú te elevas en oración: De aquí no pasarás, ahí se
romperá la soberbia de tus olas (...) (cfr. Job 38, 11).

¿A quién tengo yo en los cielos? Fuera de ti, nada deseo sobre
la tierra (cfr. Sal 73, 25). Esto persigue la oración. Si unos aspiran
a la riqueza, otros a la gloria u otra posesión, mi bien es estar
apegado a Dios, único fundamento de mi esperanza (cfr. Sal 73,
28). La fe es la que otorga las alas a la oración, pues de ningún
otro modo podrá volar hacia el cielo. Sólo esto pedimos al Señor
(cfr. Sal 27, 4). Somos todavía víctimas de las pasiones, pero de
esta condición todos deseamos elevarnos, cortando
definitivamente ese camino. Aquel juez que no temía a Dios, cede
a la insistencia de la viuda para no tener más la pesadez de
escucharla (cfr. Lc 18, 1-4). Dios hará justicia al alma, viuda de El
por el pecado, frente el cuerpo, su primer enemigo, y frente a los
demonios, sus adversarios invisibles. El Divino Comerciante sabrá
intercambiar bien nuestras buenas mercancías, poner a
disposición sus grandes bienes con amorosa solicitud y estar
pronto a acoger nuestras súplicas (...).

No digas no haber obtenido aquello que has pedido rezando
mucho, porque te has beneficiado espiritualmente. De hecho,
¿qué bien más sublime puede existir al de estar unido con el Señor
y perseverar en esa unión ininterrumpida con Él? Quien se
encuentra protegido por la oración no deberá tener miedo de la
sentencia del Juez divino, como le sucede al condenado aquí en la
tierra. Por eso, si eres sabio y no corto de vista, al recuerdo de
ese juicio podrás fácilmente alejar de tu corazón las ofensas
recibidas y todo rencor, las preocupaciones por los negocios
terrenos y los sufrimientos que se derivan; la tentación de las
pasiones y de todo género de maldad. Con la súplica constante
del corazón prepárate a la oración perenne de los labios, y rápido
avanzarás en la virtud (...).

Como canta el Salmista: «Yo conozco verdaderamente cuánto
bien quisiste para mí porque en tiempo de guerra no permitiste
que el enemigo riese a mis espaldas; por eso, grité a ti de todo
corazón, con cuerpo y alma, porque donde se encuentran unidos
estos elementos, allí se encuentra Dios en medio de ellos» (cfr. Sal
40, 12;1 19, 145;1 Tes 5, 23; Mt 18, 20).

No todos tienen las mismas dotes, ni según el cuerpo, ni según
el espíritu. Para algunos va bien la oración más breve, para otros
es mejor la larga de los salmos. Hay quien todavía confiesa estar
prisionero de su cuerpo, o debe luchar con la ignorancia del
espíritu; si entonces invocas a nuestro Rey contra los enemigos
que te asaltan de cualquier parte, ten confianza. Ya no deberás
fatigarte mucho desechándolos de una vez, pues se alejarán de ti
rápidamente: no querrán asistir a la segura victoria que obtendrás
con la oración; es más, huirán despavoridos por la fusta de tu
ferviente coloquio. Recoge todas tus fuerzas, y Dios se ocupará en
cómo enseñarte a rezar.
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