martes, 6 de enero de 2015

SAN MÁXIMO DE TURÍN

Las noticias sobre la vida de San Máximo proceden de las
escasas referencias que da Gennadio de Marsella y de los datos
que se deducen de los sermones escritos por el santo. Según
Gennadio, no se conoce el lugar ni la fecha del nacimiento del
que fue primer obispo de Turín. Por una de sus homilías,
sabemos que ocupaba esa sede en el año 398, cuando se reunió
en la ciudad un sínodo de los obispos de Italia del Norte y de la
Galia. Tampoco son más precisos los datos que se refieren a su
muerte: Gennadio sitúa el fallecimiento de San Máximo durante el
reinado de Honorio y Teodosio el Joven, entre el 408 y el 423.
Otras fuentes la sitúan en el año 465.

De su ingente obra homilética se conservan más de cien
sermones, cuya brevedad ha hecho pensar que se trate de
extractos o resúmenes. Aunque en su mayor parte siguen el ciclo
litúrgico, no faltan los dedicados a conmemorar las fiestas de
algunos santos y mártires turineses. Se caracterizan por su estilo
claro, fluido, persuasivo, muy apropiado para combatir el
paganismo que aún anidaba en su región, para consolar a los
fieles antes las invasiones de los pueblos germánicos y, sobre
todo, para instruirles en la doctrina cristiana.

San Máximo entiende la predicación como medicina para curar
las llagas del alma y mover a la conversión. La oración, la
misericordia y el ayuno son las armas que recomienda a sus
fieles, para pelear como verdaderos cristianos y obtener de Dios
la ayuda necesaria. Con el fin de convertir a los paganos, exige
que los cristianos sean coherentes con la fe profesada.
LOARTE
* * * * *

Dar gracias a Dios en todo momento
(Sermones 72 y 73)

Repetidamente os he amonestado a que os ocupéis de la vida
eterna mientras estáis en esta breve vida, pero veo con dolor
que rechazáis mis enseñanzas: os hablo de ayunar, y son muy
pocos los que ayunan; os hablo de dar limosnas, y os entregáis
con más ahinco todavía en brazos de la avaricia. No me extraña,
por tanto, que ignoréis qué sea orar y dar gracias a Dios,
vosotros que al levantaros con las primeras luces no pensáis sino
en comer, y una vez que habéis comido os abandonáis al sueño,
sin acordaros para nada de dar gracias a la Divinidad que os
concede el alimento para reparar fuerzas y el sueño para que
descanséis.

Así pues, tú, cristiano, si quieres serlo de verdad, debes
recordar de quién es el pan que comes y darle gracias. Tú
mismo, cuando has regalado algo a alguien, ¿acaso no esperas
que te lo agradezca y que bendiga la casa de donde procede lo
que ha recibido? Y si acaso no te lo agradece, ¡con cuánta razón
lo tienes por desagradecido! Del mismo modo, el Dios que nos
apacienta espera de nosotros que le demos gracias por los
alimentos que hemos recibido de Él, y le alabemos cuando nos
hayamos satisfecho con sus dones.

Ciertamente correspondemos a los beneficios divinos cuando
confesamos haberlos recibido. De otro modo, si cuando los
recibimos nos callamos y los echamos en olvido, por ingratos e
indignos de tanta generosidad, nos privamos de la oportunidad
de recurrir en la tribulación ante el Dios cuyos beneficios no
reconocimos; y como no fuimos capaces de dar gracias en la
prosperidad, quedamos incapacitados para acudir a Dios en la
adversidad. Y así, por ser perezosos para alabar en tiempos de
bonanza habremos de llorar los peligros en tiempos de tormenta.


(...)

Ya el domingo pasado me extendí para corregir a los que,
disfrutando de los dones divinos, no alaban al Creador, y
utilizando los bienes celestiales, no reconocen a su Autor. Son
ingratos, decía, los que siendo siervos no respetan a Dios como
Señor, y siendo hijos no le honran como Padre. Pues dice Dios
por el profeta: puesto que soy Señor, ¿dónde está el respeto que
se me debe? Puesto que también soy Padre, ¿dónde está el
amor con que se me honra? (Mal 1, 6). Por tanto, tú, como
siervo, tributa a tu Señor el obsequio de tu respeto; y como hijo,
manifiéstale el afecto de tu cariño. Pero cuando no eres
agradecido, ni amas ni veneras a Dios, de donde vienes a ser un
siervo contumaz y un hijo soberbio.

El verdadero cristiano debe dar gracias a su Padre y Señor y
procurar su gloria en todo momento, como dice el Santo Apóstol:
ya comáis, ya bebáis, ya hagáis cualquier cosa, hacedlo todo
para la gloria de Dios ( 1 Cor 10, 31). Mira cuál dice el Apóstol
que debe ser el género de vida del cristiano: alimentarse más de
la fe en Cristo que de las grandes comilonas, pues más
aprovecha al hombre la frecuente invocación del nombre del
Señor que los múltiples y abundantes banquetes: ¡más sacia la
religión que la grasa de los animales! Haced todo, dice, para la
gloria de Dios. Luego todos nuestros actos deben tener a Cristo
como testigo y compañero. De este modo, haciendo el bien de la
mano del que es su Autor, evitaremos el mal en virtud de su
presencia, ya que nos avergonzaríamos de obrar el mal sabiendo
que estamos asociados a Cristo: El nos ayuda en el bien y nos
guarda del mal.

Luego cuando nos levantemos con la primera luz del día, lo
primero de todo será dar gracias al Salvador, y antes de hacer
ninguna otra cosa debemos manifestarle nuestra piedad, porque
nos ha guardado mientras dormíamos y descansábamos. Pues,
¿quién, sino Dios, guarda al hombre que duerme? En efecto, el
hombre entregado al sueño carece de todo su vigor y se hace
extraño a sí mismo, de manera que ni él mismo sabe dónde ha
estado y, por tanto, no puede cuidar de sí. Por lo que resulta del
todo necesaria la asistencia de Dios a los que duermen, ya que
ellos no pueden valerse a sí mismos: Él guarda a los hombres de
las insidias nocturnas, pues no hay ningún otro hombre que lo
haga. Luego debo estar agradecido a Aquél que vela por mí
mientras yo duermo seguro. Así, a los que se van a la cama los
acoge en el regazo del descanso, los esconde en el tesoro de la
paz y los oculta de la luz protegiéndolos con un velo de sombra, a
fin de que la malicia de los hombres, que no puede ser combatida
con benignidad, se pierda en las tinieblas; y así la oscuridad
otorgue a los que se encuentran cansados la paz que no les
concede la humanidad: pues los hombres, cuando no saben
quién es su adversario, de mala gana conceden la paz que no
querían.

Debemos, por tanto, dar gracias a Cristo cuando nos
levantemos, y hacer todas las obras del día en la presencia del
Salvador. ¿Acaso cuando eras gentil no sabías escrutar los
signos para conocer cuáles eran más propicios? Ahora es mucho
más fácil: ¡sólo en la presencia de Cristo está la prosperidad de
todas las cosas! El que siembra con esta señal cosechará el fruto
de la vida eterna. El que empieza a caminar con este signo
llegará hasta el Cielo. Así pues, todos nuestros actos deben
estar presididos por el nombre de Cristo y a Él debemos referir
todas las acciones de nuestra vida, como dice el Apóstol: en Él
vivimos, nos movemos y somos (Hech 17, 28).

Y cuando caiga el día, debemos alabarle y cantar su gloria, a
fin de que merezcamos el descanso como vencedores en la
palestra de nuestras obligaciones y el sueño sea la palma de la
victoria por nuestros trabajos. Para llegar a esto no solo tenemos
la razón, sino también el impulso del ejemplo de las aves del
cielo. Incluso la más pequeña, cuando la aurora produce las
primeras luces del día, antes de salir de su nido rompe a gorjear
para alabar al Creador con sus trinos, ya que no puede hacerlo
con palabras: tanto más le expresan su obsequio cuanto más y
mejor cantan. Lo mismo hacen al declinar el día. ¿Y qué son
todos esos cantos sino una confesión de su rendido
agradecimiento? Así se comportan con su Pastor las inocentes
avecillas, que no pueden hacerlo de otro modo. Pues también
tienen Pastor las aves del cielo como dijo el Señor: mirad las aves
del cielo, que no hilan ni siembran, y vuestro Padre que está en
los cielos cuida de ellas (Mt 6, 26). ¿Y con qué alimentos son
apacentadas? Con los más vulgares. Pues si las aves dan
gracias por tan viles alimentos, ¡cuántas más deberías darlas tú
por los preciosos alimentos que recibes! 
* * * * *
Hacerse como niños
(Sermón 54)

¡Qué regalo tan grande y maravilloso nos ha hecho Dios,
hermanos míos! En Pascua, día de la salvación, el Señor resucita
y otorga la resurrección al mundo entero. Se levanta desde las
profundidades de la tierra hasta los cielos y, en su cuerpo, nos
hace subir hasta lo alto.

Todos nosotros, los cristianos, somos el cuerpo y los miembros
de Cristo, afirma el Apóstol (cfr. 1 Cor 12, 27). Al resucitar Cristo,
también los miembros han resucitado con Él; y mientras Él
pasaba de los infiernos a la tierra, nos ha trasladado de la
muerte a la vida. Pascua, en hebreo, significa paso o partida. ¿Y
qué significa este misterio, sino el tránsito del mal al bien? ¡Y qué
tránsito! Del pecado a la justicia, del vicio a la virtud, de la vejez a
la infancia. Hablo aquí de la infancia en el sentido de sencillez, no
de edad. Ayer, la vejez del pecado nos encaminaba hacia la
ruina; hoy, la resurrección de Cristo nos hace renacer a la
inmortalidad de la juventud. La sencillez cristiana hace suya la
infancia.

El niño es una criatura que no guarda rencor, ni conoce el
fraude, ni se atreve a engañar. El cristiano, como el niño
pequeño, no se aíra si es insultado (...), no se venga si es
maltratado. Más aún: el Señor le exige que ore por sus enemigos,
que deje la túnica y el manto a los que se lo llevan, que presente
la otra mejilla a quien le abofetea (cfr. Mt 5, 40).
La infancia cristiana supera a la de los hombres. Mientras ésta
ignora el pecado, aquélla lo detesta. Ésta debe su inocencia a la
debilidad, aquélla a la virtud. La infancia del cristiano es digna de
los mayores elogios, porque su odio al mal proviene de la
voluntad, no de la impotencia.

Las virtudes son el premio de las diversas edades. Sin
embargo, la madurez de las buenas costumbres puede hallarse
en un niño, y la inocencia de la juventud puede encontrase en
personas con las sienes blancas. La probidad hace madurar a
los jóvenes: la vejez venerable—dice el profeta—no es la de
muchos años, ni se mide por el numero de días. La prudencia es
la verdadera madurez del hombre, y la verdadera ancianidad es
una vida inmaculada (Sab 4, 8-9). A los Apóstoles, que ya eran
maduros en edad, les dice el Señor: si no cambiáis y os hacéis
como este niño pequeño, no entraréis en el reino de los cielos
(Mt 18, 3). Les envía a la fuente misma de la vida, y les invita a
redescubrir la infancia, para que esos hombres que ven
debilitarse ya sus energías, renazcan a la inocencia del corazón.
Porque si uno no renace del agua y del Espiritu, no puede entrar
en el reino de los cielos (Jn 3, 5).

Esto dice el Señor a los Apóstoles: si no os hacéis semejantes
a este niño... No les dice: como estos niños; sino: como este niño.
Elige uno, propone sólo a uno como modelo. ¿Cuál es este
discípulo que pone como ejemplo a sus discípulos? No creo que
un chiquillo del pueblo, uno de la masa de los hombres, sea
propuesto como modelo de santidad a los Apóstoles y al mundo
entero. No creo que este niño venga de la tierra, sino del Cielo.
Es aquél de quien habla el profeta Isaías: un Niño nos ha nacido,
un Hijo se nos ha dado (Is 9, 5). Este es el chiquillo inocente que
no sabe responder al insulto con el insulto, a los golpes con los
golpes. Mucho más aún: en plena agonía reza por sus enemigos:
Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 24).

De este modo, en su profunda gracia, el Señor rebosa de esta
sencillez que la naturaleza reserva a los niños. Este niño es el
que pide a los pequeños que le imiten y le sigan: toma tu cruz y
sigueme (Mt 16, 24).

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