martes, 6 de enero de 2015

SAN PEDRO CRISÓLOGO. TEXTOS.

* * * * *
SAN PEDRO CRISÓLOGO fue obispo de Rávena y murió hacia el 450; se conservan muchos sermones suyos. ARNOBIO EL JOVEN murió después del 451, y vivía en Roma desde que escapó de la invasión de los vándalos en África, donde tal vez había sido monje; fue semipelagiano y discrepó de las doctrinas de San Agustín. SAN QUODVULTDEUS, obispo de Cartago, desterrado por los vándalos, murió en Campania hacia el 453.

La oración dominical
(Sermón 67)

Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe;
escuchad ahora la oración dominical. Cristo nos enseñó a rezar
brevemente, porque desea concedernos enseguida lo que
pedimos. ¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado Él
mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en responder, si se ha
adelantado a nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?

Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración
al cielo y turbación a la tierra. Supera tanto las fuerzas
humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin embargo, no puedo
callarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.

¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que
nos dé el cielo?, ¿que se una a nuestra carne o que nos
introduzca en la comunión de su divinidad?, ¿que asuma Él la
muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿que nazca
en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos
suyos?, ¿que adopte nuestra pobreza o que nos haga
herederos suyos, coherederos de su único Hijo? Sí, lo que
causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el
hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a
la herencia de su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente
lo que sucede. Mas como el tema de hoy no se refiere al que
enseña sino a quien manda, pasemos al argumento que
debemos tratar.

Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua,
proclámelo el espíritu y todo nuestro ser responda a la gracia
sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre
desea ser amado y no temido.

Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no
pienses que Dios no se encuentra en la tierra ni en algún lugar
determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste, que
tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde
a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no
se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las
virtudes divinas.

Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos
también su nombre. Por tanto, este nombre que en sí mismo y
por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El
nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras
acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de
Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2, 24).

Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que,
reinando siempre de su parte, reine en nosotros de modo que
podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el
pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo
tiempo. Pidamos, pues, que reinando Dios, perezca el demonio,
desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera
la cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida
eterna.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Éste es
el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra impere la
Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los
hombres, entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es
todo, para que, como dice el Apóstol, Dios sea todo en todas
las cosas (1 Cor 15, 28).

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a
nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos
hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y
su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la
humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos?
Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el
pan a los hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice:
no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido? Manda
pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre
celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del
cielo. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn 6, 41). Él
es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne,
confeccionado en la pasión y puesto en los altares para
suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.

Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores. Si tú, hombre, no puedes
vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú
siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser
perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y
piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.

Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida
misma es una prueba, pues asegura el Señor: es una tentación
la vida del hombre (Job 7, I ). Pidamos, pues, que no nos
abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos
guie con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida
con moderación celestial.

Mas Iíbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien
procede todo mal. Pidamos que nos guarde del mal, porque si
no, no podremos gozar del bien.
* * * * *
El sacrificio espiritual
(Sermón 108)

¡Oh admirable piedad que, para conceder, ruega que se le
pida! Pues hoy el bienaventurado Apóstol, sin pedir cosas
humanas sino dispensando las divinas, pide así: os ruego por la
misericordia de Dios (Rm 12, 1). El médico, cuando persuade a
los enfermos de que tomen austeros remedios, lo hace con
ruegos, no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no la
voluntad la que rechaza los remedios saludables, siempre que
el enfermo los rehuye. Y el padre, no con fuerza sino con amor,
induce al hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera es
la disciplina para los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad
corporal es guiada con ruegos a la curación, y si el ánimo
infantil es conducido a la prudencia con algunas caricias, ¡cuán
admirable es que el Apóstol, que en todo momento es médico y
padre, suplique de esta manera para levantar las mentes
humanas, heridas por las enfermedades carnales, hasta los
remedios divinos!

Os ruego por la misericordia de Dios. Introduce un nuevo tipo
de petición. ¿Por qué no por la virtud?, ¿por qué no por la
majestad ni por la gloria de Dios, sino por su misericordia?
Porque sólo por ella Pablo se alejó del crimen de perseguidor y
alcanzó la dignidad de tan gran apostolado, como él mismo
confiesa diciendo: Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor y
opresor, sin embargo alcancé misericordia de Dios (1 Tim 1,
13). Y de nuevo: verdad es cierta y digna de todo acatamiento
que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores,
de los cuales el primero soy yo. Mas por eso conseguí
misericordia, afin de que Jesucristo mostrase en mí el primero
su extremada paciencia, para ejemplo y confianza de los que
han de creer en Él, para alcanzar la vida eterna (1 Tim 1,
15-16).

Os ruego por la misericordia de Dios. Ruega Pablo, mejor
dicho, por medio de Pablo ruega Dios, que prefiere ser amado a
ser temido. Ruega Dios, porque no quiere tanto ser señor
cuanto padre. Ruega Dios con su misericordia para no castigar
con rigor. Escucha al Señor mientras ruega: todo el día extendí
mis manos (Is 65, 2). Y quien extiende sus manos, ¿acaso no
muestra que está rogando? Extendí mis manos. ¿A quién? Al
pueblo. ¿A qué pueblo? No sólo al que no cree, sino al que se
le opone. Extendí mis manos. Distiende los miembros, dilata sus
vísceras, saca el pecho, ofrece el seno, abre su regazo, para
mostrarse como padre con el afecto de tan gran petición.

Escucha también a Dios que ruega en otro lugar: pueblo mío,
¿qué te he hecho o en qué te he contristado? (Mic 6, 3).
¿Acaso no dice: si la divinidad es desconocida, sea al menos
conocida la humanidad? Ved, ved en mí vuestro cuerpo,
vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos,
vuestra sangre. Y si teméis lo divino, ¿por qué no amáis al
menos lo humano? Si huís del Señor, ¿por qué no acudís
corriendo al padre? Pero quizá os confunde la grandeza de la
Pasión que me hicisteis. No temáis. Esta cruz no es mi patíbulo,
sino patíbulo de la muerte. Esos clavos no me infunden dolor,
sino más bien me infunden vuestra caridad. Estas heridas no
producen mis llantos, sino más bien os introducen en mis
entrañas. La dislocación de mi cuerpo dilata más mi regazo para
acogeros a vosotros, y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se
malogra, sino que sirve para vuestro rescate. Venid, pues,
regresad y probad al menos al padre, viendo que devuelve
bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas, tan
gran caridad a cambio de tan grandes heridas.

SCDO-COMUN: Pero oigamos ya qué pide el Apóstol: os
ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos. El Apóstol, rogando de
este modo, arrastró a todos los hombres hasta la cumbre
sacerdotal: que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva. Ah
inaudito oficio del pontificado cristiano, en el que el hombre es a
la vez hostia y sacerdote, porque el hombre no busca fuera de
sí lo que va a inmolar a Dios; porque el hombre, cuando está
dispuesto a ofrecer sacrificios a Dios, aporta como ofrenda lo
que es por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo; porque
permanece la misma hostia y permanece el mismo sacerdote;
porque la víctima se inmola y continúa viviendo, el sacerdote
que sacrifica no es capaz de matar! Admirable sacrificio, donde
se ofrece un cuerpo sin cuerpo y sangre sin sangre.

Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros
cuerpos como hostia viva. Hermanos, este sacrificio proviene del
ejemplo de Cristo, que inmoló vitalmente su cuerpo para la vida
del mundo, y lo hizo en verdad hostia viva, ya que habiendo
muerto vive. Por tanto, en tal víctima la muerte es aplastada, la
hostia permanece, vive la hostia, la muerte es castigada. De
aquí que los mártires por la muerte nacen, con el fin comienzan,
por la matanza viven, y brillan en los cielos, mientras que en la
tierra se consideraban extinguidos.

Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros
cuerpos como hostia viva y santa. Esto es lo que cantó el
profeta: no quisiste sacrificio ni oblación, y por eso me diste un
cuerpo (Sal 39, 7). Hombre, sé sacrificio y sacerdote de Dios;
no pierdas lo que te dio y concedió la autoridad divina; vístete
con la estola de la santidad; cíñete el cíngulo de la castidad;
esté Cristo en el velo de tu cabeza; continúe la cruz como
protección de tu frente; pon sobre tu pecho el sello de la ciencia
divina; enciende el incensario en aroma de oración; toma la
espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así, con
seguridad, mueve tu cuerpo como víctima de Dios. El Señor
busca la fe, no la muerte; está sediento de deseos, no de
sangre; se aplaca con la voluntad, no con la muerte. Lo
demostró, cuando pidió a Abraham que le ofreciera a su hijo
como víctima. Pues, ¿qué otra cosa sino su propio cuerpo
inmolaba Abraham en el hijo?, ¿qué otra cosa pedía Dios sino
la fe al padre cuando ordenó que ofreciera al hijo, pero no le
permitió matarlo? Confirmado, por tanto, con tal ejemplo, ofrece
tu cuerpo y no sólo lo sacrifiques, sino hazlo también
instrumento de virtud. 262

Porque cuantas veces mueren las artimañas de tus vicios,
tantas otras has inmolado a Dios vísceras de virtud. Ofrece la fe
para castigar la perfidia; inmola el ayuno para que cese la
voracidad; sacrifica la castidad para que muera la impureza;
impon la piedad para que se deponga la impiedad; excita la
misericordia para que se destruya la avaricia; y, para que
desaparezca la insensatez, conviene inmolar siempre la
santidad: así tu cuerpo se convertirá en hostia, si no ha sido
manchado con ningún dardo de pecado.

Tu cuerpo vive, hombre, vive cada vez que con la muerte de
los vicios inmolas a Dios una vida virtuosa. No puede morir
quien merece ser atravesado por la espada de vida. Nuestro
mismo Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, nos libre de
la muerte y nos conduzca a la Vida. 
* * * * *
Tocar a Cristo con fe
(Sermón 34)

Todas las lecturas evangélicas nos ofrecen grandes
beneficios tanto para la vida presente como para la futura. La
lectura de hoy recoge, por un lado, lo que es propio de la
esperanza y excluye, por otro, cualquier cosa que se refiera a la
desesperación.

Tenemos una condición dura y digna de ser llorada: la innata
fragilidad nos incita a pecar y la vergüenza, pariente del
pecado, nos prohibe confesarlo. No nos avergüenza obrar lo
que es malo, pero sí confesarlo. Tememos decir lo que no
tenemos miedo de hacer.

Pero hoy una mujer, al buscar un tácito remedio a un mal
vergonzoso, encuentra el silencio, mediante el cual el pecador
puede alcanzar el perdón.

La primera felicidad consiste en no avergonzarnos de los
pecados; la segunda, en obtener el perdón de los pecados,
dejándolos escondidos. Así lo entendió el profeta, cuando dijo:
Bienaventurados aquellos cuyos pecados han sido perdonados
y cuyas culpas han sido sepultadas (Sal 31, 1 ).

En esto—narra el evangelista—, una mujer, que padecía un
flujo de sangre hacía doce años, acercándose por detrás, le
tocó el borde de su manto (Mt 9, 20). La mujer recurre
instintivamente a la fe, después de una larga e inútil cura. Se
avergüenza de pedir una medicina: desea recobrar la salud,
pero prefiere permanecer desconocida ante Aquél de quien
cree que ha de alcanzar la salvación.

De modo semejante a como el aire es agitado por un
torbellino de vientos, esta mujer era turbada por una tempestad
de pensamientos. Luchaban fe contra razón, esperanza contra
temor, necesidad contra pudor. El hielo del miedo apagaba el
ardor de la fe y la constricción del pudor oscurecía su luz; el
inevitable recato debilitaba la confianza de la esperanza. De ahí
que aquella mujer se encontrase agitada como por las olas
tempestuosas de un océano.

Estudiaba la forma de actuar a escondidas de la gente,
apartada de la muchedumbre. Se abría paso de manera que le
fuera posible recobrar la salud sin forzar, a la vez, el propio
pudor. Se preocupaba de que su curación no redundara en
ofensa del médico. Se esforzaba porque la salvase, salvando la
reverencia debida al Salvador.

Con un estado de ánimo semejante, aquella mujer mereció
tocar, desde un extremo de la orla, la plenitud de la divinidad.
Se acercó—cuenta— por detrás (Ibid.). Pero ¿detrás de
dónde? Y tocó el borde de su manto (Ibid.). Se aproximó por
detrás, porque la timidez no le permitía hacerlo por delante,
cara a cara. Se acercó por detrás, y, aunque detrás no hubiese
nada, encontró allí la presencia que intentaba esquivar. En
Cristo había un cuerpo compuesto, pero la divinidad era simple:
era todo ojos, cuando veía tras de sí una mujer que suplicaba
de este modo.

J/HUMANIDAD-SVRA: Acercándose por detrás, le tocó el
borde de su manto (Ibid.). ¡Qué debió de ver escondido en la
intimidad de Cristo, la que en el borde de su manto descubrió
todo el poder de la divinidad! ¡Cómo enseñó lo que vale el
cuerpo de Cristo, la que mostró que en el borde de su manto
hay algo de tanta grandeza!

Ponderen los cristianos, que cada día tocan el Cuerpo de
Cristo, qué medicina pueden recibir de ese mismo cuerpo, si
una mujer recobró completamente la salud con sólo tocar la orla
del manto de Cristo. Pero lo que debemos llorar es que,
mientras la mujer se curó de esa llaga, para nosotros la misma
curación se torna en llaga. Por eso, el Apóstol amonesta y
deplora a los que tocan indignamente el cuerpo de Cristo: pues
el que toca indignamente el cuerpo de Cristo, recibe su propia
condenación (/1Co/11/29) (...).

Pedro y Pablo, Príncipes de la fe cristiana, difundieron por el
mundo el conocimiento del nombre de Cristo; pero fue
primeramente una mujer la que enseñó el modo de acercarnos
a Cristo. Por primera vez una mujer demostró cómo el pecador,
con una confesión tácita, borra sin vergüenza el pecado; cómo
el culpable, conocido sólo por Dios en relación a su culpa, no
está obligado a revelar a los hombres las vergüenzas de la
conciencia, y cómo el hombre puede, con el perdón, prevenir el
juicio.

Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: ten confianza, hija,
tu fe te ha salvado (Mt 9, 22). Pero Jesús volviéndose: no con el
movimiento del cuerpo, sino con la mirada de la divinidad. Cristo
se dirige a la mujer para que ella se dirija a Cristo, para que
reciba la curación del mismo de quien ha recibido la vida y sepa
que para ella la causa de la actual enfermedad es ocasión de
perpetua salvación.

Volviéndose y mirándola (Ibid.). La ve con ojos divinos, no
humanos para devolverle la salud, no para reconocerla, pues
ya sabía quien era. La ve: es recompensado con bienes,
liberado de males, quien es visto por Dios. Es lo que
reconocemos todos habitualmente cuando, refiriéndonos a las
personas afortunadas, decimos: la ha visto Dios. A esa mujer
también la vio Dios y la hizo feliz curándola.
Sermones
Os exhorto por la misericordia de Dios. Pablo, o, mejor dicho, Dios por boca de Pablo, nos exhorta porque prefiere ser amado antes que temido. Nos exhorta porque prefiere ser padre antes que señor. Nos exhorta Dios, por su misericordia, para que no tenga que castigarnos por su rigor.
Oye lo que dice el Señor: «Ved, ved en mí vuestro propio cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y si teméis lo que es de Dios, ¿por qué no amáis lo que es también vuestro? Si rehuís al que es Señor, ¿por qué no recurrís al que es padre?
»Quizá os avergüence la magnitud de mis sufrimientos, de los que vosotros habéis sido la causa. No temáis. La cruz, más que herirme a mí, hirió a la muerte. Estos clavos, más que infligirme dolor, fijan en mí un amor más grande hacia vosotros. Estas heridas, más que hacerme gemir, os introducen más profundamente en mi interior. La extensión de mi cuerpo en la cruz, más que aumentar mi sufrimiento, sirve para prepararos un regazo más amplio. La efusión de mi sangre, más que una pérdida para mí, es el precio de vuestra redención.
»Venid, pues, volved a mí, y comprobaréis que soy padre, al ver cómo devuelvo bien por mal, amor por injurias, tan gran caridad por tan graves heridas».
Pero oigamos ya qué es lo que nos pide el Apóstol: Os exhorto -dice-, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos. Este ruego del Apóstol promueve a todos los hombres a la altísima dignidad del sacerdocio. A presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Inaudito ministerio del sacerdocio cristiano: el hombre es a la vez víctima y sacerdote: el hombre no ha de buscar fuera de sí qué ofrecer a Dios, sino que aporta consigo, en su misma persona, lo que ha de sacrificar a Dios; la víctima y el sacerdote permanecen inalterados; la víctima es inmolada y continúa viva, y el sacerdote oficiante no puede matarla.
Admirable sacrificio, en el que se ofrece el cuerpo sin que sea destruido, y la sangre sin que sea derramada. Os exhorto -dice-, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva.
Este sacrificio, hermanos, es semejante al de Cristo, quien inmoló su cuerpo vivo por la vida del mundo: él hizo realmente de su cuerpo una hostia viva, ya que fue muerto y ahora vive. Esta víctima admirable pagó su tributo a la muerte, pero permanece viva, después de haber castigado a la muerte. Por esta razón, los mártires nacen al morir, su fin significa el principio, al matarlos se les dio la vida, y ahora brillan en el cielo, cuando se pensaba haberlos suprimido en la tierra.
Os exhorto -dice-, por la misericordia de Dios, a presentar vuestros cuerpos como hostia viva, santa. Es lo que había cantado el profeta: No quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me has preparado un cuerpo.
Sé, pues, oh hombre, sacrificio y sacerdote para Dios, no pierdas lo que te ha sido dado por el poder de Dios, revístete de la vestidura de la santidad, cíñete el cíngulo de la castidad; sea Cristo el casco de protección para tu cabeza; que la cruz se mantenga en tu frente como una defensa; pon sobre tu pecho el misterio del conocimiento de Dios; haz que arda continuamente el incienso aromático de tu oración; empuña la espada del Espíritu: haz de tu corazón un altar; y así, puesta en Dios tu confianza, lleva tu cuerpo al sacrificio.
Lo que pide Dios es la fe, no la muerte; tiene sed de tu buena intención, no de sangre; se satisface con la buena voluntad, no con matanzas.
(108; Liturgia de las Horas)

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