lunes, 26 de enero de 2015

Tolerancia mutua.

El sentido de responsabilidad no entraña, sin embargo, la obligación de seguir cualquier capricho o escrúpulo ajeno; en la mayor parte de los casos bastan el respeto y la tolerancia mutua. Para citar un ejemplo del Nuevo Testamento, recordemos la estridente diversidad de opiniones que se daba en la comunidad de Roma en tiempos de san Pablo. El Apóstol escribe su carta para solucionar la tirantez que se había creado.

Los partidos extremos estaban representados por un grupo que se consideraba obligado a seguir las prescripciones mosaicas y otro que se afirmaba totalmente desligado de ellas. Lo grave del caso no consistía en la diversidad de observancias, sino en la intolerancia mutua, que por lo que parece llegaba hasta la negativa a participar en la eucaristía común.

San Pablo comienza su exhortación aseverando que la persona tiene precedencia sobre la ideología. Se dirige a los liberados, "los robustos", como ellos, sin duda, se titulaban (Rom 15,1): "Acoged al que es débil en la fe sin discutir opiniones", sin levantar un muro de ideas que impidan la comunicación. El epíteto "débil" o "enfermo", que de las dos maneras puede traducirse, indica que no se trataba de una mera convicción intelectual, sino de una persuasión arraigada en la emotividad, contra la cual toda argumentación es insuficiente.

En una situación de este género ataca Pablo la raíz de la intolerancia, que es la falta de estima mutua: el liberado despreciaba al débil, considerándolo infantil; el débil condenaba al liberado, reputándolo mal cristiano. El Apóstol se encara primeramente con el escrupuloso observante; le recuerda que Dios acepta a su hermano, que él no es quién para juzgarlo ni debe angustiarse por su porvenir; el Señor se encarga de eso. Dirigiéndose después al que se sentía libre, aprueba su persuasión (14,15), pero le aconseja no obrar según ella en caso de peligro para el otro (14,19-21).

Propone además el Apostol un argumento más sutil: a veces hay que proceder con recato por amor a la libertad misma, pues sería lamentable que un bien tan grande se desacreditara exponiéndolo a críticas, objetivamente infundadas, pero que encontrarían eco en muchos. Al fin y al cabo, toda la cuestión de observancia es secundaria y no consiste en ellas el reinado de Dios, que es la salvación, la paz y alegría que da el Espíritu Santo (14-16-17).

Encauzar la propia libertad para evitar el peligro ajeno es servir a Cristo (14,18), y su meta constante ha de ser fomentar la paz y construir la vida común (14,19). La convicción que da la fe hay que conservarla, sin embargo, porque es la que Dios aprueba (14,22). San Pablo pone el peso de la conciliación sobre los hombros de los más fuertes, entre los cuales se contaba él (15,1). Es natural; el hombre libre es más capaz de amar, el hombre fuerte necesita menos mimos. El cristiano medroso y susceptible tiene una fe débil y, en consecuencia, un amor frágil; se siente amenazado por la libertad ajena. Toca al que sabe amar cargar con esos achaques y no buscar lo que le agrada, sino lo que agrada al prójimo, como hizo Cristo (15,1-3).

Aparte de los casos en que haya de evitarse el escándalo de los inseguros, la libertad cristiana se manifiesta en la valentía en el hablar. Intentamos traducir con esta expresión el término griego "parresía"; etimológicamente significa "decirlo todo", o sea, hablar con libertad, aplomo, seguridad, franqueza, valentía. Es efecto de la lealtad al único Señor, que libera de temores humanos (1 Pe 3,14-15). No se identifica con la imprudencia, ni dirá la "verdad homicida"; no se propondrá exasperar, se guiará por lo que es útil y constructivo, aunque nunca por miedo. No erige la provocación en regla de conducta, pero cuando el cumplimiento de la propia misión exige la franqueza y la denuncia, no callará por temor a hombres (Mt 10,32-33).

San Pablo recomienda hablar siempre con agrado y con su pizca de sal, dándose cuenta de cómo conviene responder a cada uno (Col 4,6); pero él mismo se encaró con Pedro en Antioquía (Gál 2,11) y se consideraba muy capaz de decir cuatro verdades a los que le achacaban miras humanas en su apostolado ( 2 Cor 10,2). Del mismo modo, Pedro y Juan, hombres sin letras ni instrucción, hablaron con todo aplomo y valentía ante el sumo sacerdote y el Senado israelita, llegando a negar la obediencia a aquellas autoridades, en nombre de la obediencia de Dios (Hch 4,13). Y la valentía para proclamar el mensaje era petición de los cristianos en su oración común (ibíd. 4,30-31).

La lealtad al único Señor que libera de las tiranías de este mundo es fuente de alegría. Desde su libertad, el cristiano está dispuesto a dar a cada uno lo que se le debe: "Impuesto, contribución, respeto, honor, lo que le corresponda" (Rom 13,7), pero sin sentirse subyugado ni atemorizado, porque "el amor excluye el temor" (1 Jn 4,18).

La observancia cristiana para contribuir al bien común no es forzada, sino voluntaria. Esta actitud, fruto del Espíritu, es mucho más eficaz para el bien que la impuesta por la ley humana, y contra ella no hay ley que valga (Gál 5,23). Acepta las leyes justas como un expediente necesario, pero transitorio, que mira al bien de todos; sin hacer de ellas un ídolo ni un peso.

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