domingo, 4 de enero de 2015

TRATADO DE LA PACIENCIA

(DE PATIENTIA)

Con toda probabilidad este áureo tratado sobre "La Paciencia" lo escribió Tertuliano en los albores del siglo tercero, que precisamente eran los de su elevación a la dignidad de presbítero de la Iglesia de Cartago. Pertenece al grupo de obras ascéticas producidas por el gran Maestro Africano durante los seis primeros años de su sacerdocio. Entre ellas cabe destacar sus tratados sobre "La Oracirón", "La Penitencia" y "El bautismo", con los cuales se había propuesto resumir y completar la instrucción oral dada a los catecúmenos, describiendo y profundizando el hondo y misterioso sentido moral y litúrgico, que encerraban algunos ritos eclesiásticos de la iniciación cristiana.
Pero es fácil advertir que el tratado sobre "La Paciencia" carece de esta índole totalmente didáctica. No parece que haya sido compuesto tanto para los demás, cuanto para el mismo autor. Son consideraciones sobre la naturaleza de esta virtud, sobre los motivos cristianos que en verdad la elevan sobre la indiferencia (adiaforia) cínico-estoica. Son, en fin, meditaciones con las cuales trata él mismo de buscar razones que lo estimulen a sobreponerse a su carácter ardiente e impulsivo. En su nueva función sacerdotal, habrá advertido la necesidad de tolerar muchas de las consecuencias originadas, más en la debilidad y en la ignorancia que en la maldad de los que intentaba elevar a un ideal de perfección cristiana, si de veras deseaba conducirlos a meta tan sublime. Se habrá convencido de su deber de combatir la desanimación y la tristeza, que de continuo asaltan al que, deseando el bien de los demás, no se resigna a saber esperar que se produzca ese gran bien de verlos virtuosos con la lentitud que presupone el dominio propio, la eliminación de prejuicios, de intereses encontrados y de tantos otros escollos que dificultan el ascenso aun de las almas mejor dispuestas. En fin, no se le debió ocultar que para alcanzar éxito en su actividad sacerdotal había que moderar los ímpetus y sacrificar sus modos intransigentes en aras de la esperanza y de una constancia amable y fuerte; es decir, de la paciencia que es el valor que sabe sufrir y esperar.
Tampoco debía costarle mucho advertir que su elevación al orden sacerdotal no era sino una manifestación de la complacencia que los cristianos le expresaban por su valiente actividad apologista. Con verdadero placer de sus almas y con profundo sentimiento de acción de gracias a Dios, veían este su abogado erguirse ante los jueces no tan sólo para defenderlos contra el despotismo imperial sino también transformando, con habilidad insuperable, la defensa de las víctimas en una hiriente acusación contra los verdugos. Pero ahora que, como sacerdote, intentaba aportar una solución al gravísimo problema -en esos días particularmente planteado- de si era lícito a los cristianos concurrir a los espectáculos paganos del circo, del estadio y del teatro, las cosas cambiaban. Ha llegado hasta nosotros en un opúsculo titulado "De spectaculis", la solución por él presentada. Es una obra llena de erudición, concluyente y de una fuerza lógica que no admite réplica.
Tertuliano dice no, contra los cristianos flojos, contra los moralistas débiles y contra todas las opiniones que hasta entonces habían merecido el honor de ser discutidas. Pero su triunfo -si en realidad lo hubo- habrá dejado muchos requemores, no sólo por su forma intransigente y dura, reveladora de su intolerancia con los términos medios, las transacciones y las escapatorias de conciencia, sino y particularmente por su humor irónico, con el cual se daña tanto a los adversarios y a los que contra su voluntad se observan defendidos, como también a los partidarios mismos de su pensamiento y elevado ideal. Tan amarga situación -nueve años más tarde haría crisis en el ánimo de Tertuliano- pudo haber sido motivo de las meditaciones cuyo fruto es esta primera disertación cristiana -por lo menos en latín- sobre la virtud de la paciencia.
En ella nuestro autor despliega toda la opulencia de su arte retórica para presentarnos a la paciencia como virtud superior e imprescindible. Señala su origen en la conducta que el mismo Dios guarda para con los hombres, y de qué forma parte de la revelación de Cristo, así la distingue de la resignación fatalista y de la indiferencia calculada tan pregonadas bajo el nombre de paciencia por los filósofos paganos. Pondera su trascendente utilidad para sobreponerse a las grandes y difíciles circunstancias de la vida presente, después de haber demostrado que la impaciencia es la causa de todos los males que aquejan al hombre sobre la tierra. La coloca como fundamento de lo bueno y, a la vez, cual corona de todas las demás virtudes, inclusive la misma fe Destaca los genuinos modelos de la paciencia en su lucha contra la adversidad y asimismo como heraldos del poder divino. En vuelos de su entusiasta especulación, la idealiza hasta otorgarle casi atributos divinos, caracteres personales de compañera, discipula e hija de la suprema suavidad, Dios.
Concluye finalmente, invitando a todos a contemplar y gozar de la imponderable belleza de su rostro y el esplendor de su ropaje y porte. Por el contrario, advierte, a modo de contraste, que la paciencia inspirada por el demonio a sus secuaces, es perversa y perjudicial no quedándole otro fin que el mismo de su inspirador. Esta obra, como la mayoría de las de Tertuliano, tuvo notable influencia sobre los escritores cristianos latinos. Medio siglo después de su aparición, el gran obispo cartaginés, San Cipriano, en circunstancias muy difíciles de su glorioso pontificado, en momentos de apasionadas controversias, escribió también un tratado sobre este mismo tema2. Se titula "De bono patientia"; en él las meditaciones de Tertuliano aparecen reconsideradas aunque con un estilo de mayor suavidad, extensamente imitadas y hasta algunas frases literalmente calcadas. El gran obispo se honraba llamando maestro suyo al presbítero compatriota. En esta obra es cabalmente donde mejor se puede apreciar la magnitud de la influencia ejercida por Tertuliano sobre su póstumo discípulo y, por su intermedio, sobre sus numerosos herederos espirituales, que desde la metrópoli africana extendieron por toda la Iglesia la obra y el pensamiento de este eminente obispo y mártir. Empero, este libro sobre "La Paciencia", nueve años después de su publicación, lamentablemente iba a tener algo así como su propia réplica. Me refiero a otro de Tertuliano, titulado "De pallio", con el cual trató de hacer frente a la extrañeza y al desdén de los que habían criticado su cambio de indumentaria. "A toga ad pallium!" "¡Ha cambiado la toga por el manto!", exclamaban irónicamente los cartagineses al verlo con su nueva prenda de vestir.
Sin embargo, era todo un símbolo. Había, en efecto, cambiado súbitamente de vestido; pero antes, en la lenta amargura de su corazón, ¡él había ido cambiando su alma!... Entonces resolvió acabar con aquella poca paciencia con la cual había tratado de poner dique a sus arranques, al ímpetu incontenible de su espíritu inquieto. No podía sufrir las consecuencias de su carácter intransigente. Convenido del fracaso de sus exigencias para imponer a los fieles una disciplina moral de un rigorismo ajeno al Evangelio, impotente para aguantar la sorda resistencia que contra él había concitado, resuelve pasarse al montanismo, herejía que se adecuaba plenamente con sus aspiraciones y tendencias. La amargura, la burla, el desprecio exudan desalas páginas de "De pallio". "¡Cuántos desastres causa la impaciencia!"; había escrito este hombre verdaderamente notable...
Semejante decisión, casi incomprensible, es también una lección valiosa que sobre la paciencia nos da al verlo como se aleja de la Iglesia renunciando por un desmedido afán de rigor disciplinario a los principios de la fe y de la unidad. El desvelador de herejes y cismáticos se pasa a la herejía y al cisma por no poder soportar la paciencia, con que la Iglesia Católica, a imitación de su divino Fundador, soporta que la cizaña se mezcle con el trigo hasta el día en que sean aventados, en la esperanza de poderlos salvar a todos. Pareciera que para él mismo hubiese escrito a lo que afirma contra el pueblo judío: "!Se hubiera salvado si hubiera sido paciente!"
ARSENIO SEACE
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2. San Cipriano redactó su tratado durante los días en que más apasionadamente ardía la discusión sobre el bautismo de los herejes. Conf Ciprian, Epist.. LXXIII. 26.
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CAPITULO I
IMPORTANCIA DE LA PACIENCIA
Confieso a Dios, mi Señor, que temo no poco por mí y quizás sea desvergüenza el que yo me atreva a escribir acerca de la paciencia. De ninguna manera soy capaz, como hombre carente de todo bien. Porque cuando es necesario demostrar e inculcar alguna cosa, entonces se buscan personas competentes que con anterioridad la hayan tratado y con decisión dirigido para poderla recomendar con aquella autoridad que procede de la propia conducta; sin que sus enseñanzas tengan que avergonzarse por falta de los propios ejemplos.
¡Ojalá que esta vergüenza trajese el remedio: de modo que la misma vergüenza de carecer de la que enseñamos a los otros, se convirtiera en maestra de lo que decimos! Con todo, hay algún tipo de bienes y también de males, de tan imponderable magnitud como la gracia de una inspiración divina. Porque lo que es sumo bien se halla al arbitrio de Dios, el cual por ser el único en poseerlo es también el único en dispensarlo, y esto a quien Él señala para conseguirlos a tolerarlos es indispensable dignarse hacerlo Por esta misma razón es de verdadero consuelo discurrir sobre aquello, de lo cual no podemos gozar; como los enfermos que faltándoles la salud, no terminan jamás de hablar de ella. Así yo -¡Oh miserable de mí! siempre consumido por la fiebre de mi impaciencia- para obtener esta virtud necesito suspirar y pedir y hablar de ella. Veo mi enfermedad y tengo presente que sin el socorro de la paciencia no se logra fácilmente la firmeza de la fe ni la buena salud de la doctrina cristiana. De tal modo Dios la antepuso, que sin ella nadie puede cumplir ningún precepto ni realizar ninguna obra grata al Señor.
Los mismos que viven como ciegos honran su excelencia proclamándola: virtud suma. Y aquellos filósofos paganos, que se atribuyen una animalesca sabiduría1, tanto la estiman que a pesar de hallarse, por muchos caprichos y envidias, divididos en sectas y opiniones, sin embargo tan sólo concuerdan con respecto a la paciencia, para cuyo estudio únicamente se ponen en paz. En ella están de acuerdo; en ella se unen, y de modo unánime se empeñan en fingir que la poseen. Buscan ser estimados por sabios, simulando ser pacientes. ¡Grande alabanza de ella es, el que se hagan merecedoras de honra y glorias sabios tan vanos! O quizás, ¿no será afrentoso que cosa tan divina se la revuelva con tales falacias? Véanlo ellos. Quizás dentro de poco tendrán que avergonzarse de que su sabihondez sea destruida con este mundo.
CAPITULO II
PACIENCIA DE DIOS CON LOS HOMBRES
A nosotros la obligación de practicar la paciencia no nos viene de la soberbia humana, asombrada de la resignación canina, sino de la divina ordenación de una enseñanza viva y celestial, que nos muestra al mismo Dios como dechado de esta virtud 2. Pues desde el principio del mundo Él derrama por igual el rocío de su luz sobre justos y pecadores. Estableció los beneficios de las estaciones, el servicio de los elementos y la rica fecundidad de la naturaleza tanto para los merecedores como para los indignos. Soporta a pueblos ingratísimos, adoradores de muñecos y de las obras de sus manos; y que persiguen su nombre y a su familia 3. Su paciencia aguanta constantemente la lujuria, la avaricia, la iniquidad insolente, a tal punto que, por esta causa, la mayoría no cree en Él porque jamás lo ven castigando al mundo.
CAPITULO III
PACIENCIA DE CRISTO
Estas manifestaciones de la sabiduría divina podrían parecer como cosa tal vez demasiado alta y muy de arriba. Pero, ¿qué decir de aquella paciencia que tan claramente se manifestó entre los hombres, en la tierra, como para ser tocada con la mano? Pues siendo Dios sufrió el encarnarse en el seno de una mujer y allí esperó; nacido, no se apuró en crecer; y adulto, no buscó ser conocido; más bien vivió en condición despreciable. Por su siervo fue bautizado, y rechaza los ataques del tentador con sólo palabras4. De rey se hace maestro para enseñar a los hombres cómo se alcanza la salvación, buen conocedor de la paciencia, enseña por ella el perdón de las culpas. "No discute ni reclama; nadie lo oyó gritar en las plazas, no rompió la caña cascada ni apagó la mecha que humeaba." (Is. XLII, 2-3.)5 No había mentido el profeta, antes bien testimoniaba que Dios coloca su Espíritu en el Hijo con la plenitud de la paciencia. Porque recibió a todos cuantos lo buscaron; de ninguno rechazó ni la mesa ni la casa. Él mismo sirvió el agua para lavar los pies de sus discípulos. No despreció a los pecadores ni a los publicanos. Ni siquiera se disgustó contra aquel pueblo que no quiso recibirlo, aun cuando los discípulos quisieron hacer sentir a tan afrentosa gente el fuego del cielo (Luc IX, 52-56). Sanó a los ingratos y toleró a los insidiosos. Y si todo esto pudiera parecer poco, todavía aguantó consigo el traidor sin jamás delatarlo Y cuando fue entregado, lo condujeron como oveja al sacrificio sin quejarse, como cordero abandonado a la voluntad del esquilador. Y El que si hubiese querido, con una sola palabra hubiera podido hacer venir legiones de ángeles, ni siquiera toleró la espada vengadora de uno solo de sus discípulos. (Mat., XXVI, 51-53.) Allí precisamente no fue herido Malco, sino la paciencia del Señor. Por cuyo motivo maldijo para siempre el uso de la espada, y diole satisfacción a quien Él no había injuriado, restituyéndole la salud por medio de la paciencia, madre de la misericordia. No insistiré en que fue crucificado porque para eso había venido; pero acaso, ¿era necesario que su muerte fuese afrentada con tantos ultrajes? No; pero se le escupió, se le frageló, se le escarneció, le cubrieron de sucias vestiduras y fue coronado de las más horrorosas espinas.
¡Oh maravillosa y fiel equidistancia! Él, que había propuesto ocultar su divinidad bajo la condición humana, absolutamente nada quiso de la impaciencia humana. ¡Esto es sin duda lo más grande! Por esto sólo, ¡oh fariseos! deberíais haber reconocido al Señor, porque nadie jamás practicó una paciencia semejante. La magnitud de tal y tanta paciencia es una excusa para que la gente rehuse la fe; pero para nosotros es precisamente su fundamento, y su razón; y tan suficientemente clara que no sólo creemos movidos por las enseñanzas del Señor sino también por los padecimientos que soportó. Para los que gozamos del don de la fe, estos padecimientos prueban que la paciencia es algo natural de Dios, efecto y excelencia de alguna cualidad divinas.
CAPITULO IV
PACIENTE SUMISIÓN A DIOS
Ahora bien, si observamos que son los mejores siervos, los que soportan con buena voluntad el humor de su amo y lo sirven para merecer un premio que es fruto de su dedicación y de su complaciente sumisión, ¿cuánto más no debemos nosotros estar solícitos en el servicio del Señor, siendo servidores de un Dios vivo, cuyo juicio no tiene por castigo grillos de esclavitud, ni como premios gorros de libertad, sino penas o dichas eternas? 7
Evitemos por tanto, su severidad, y ganémonos su liberalidad sirviéndole con tanto mayor empeño cuanto más grande es el castigo con que amenaza y mayor el galardón que promete. Nosotros exigimos que nos sirvan no tan sólo los criados y aquellas otras personas que por algún derecho nuestro nos están obligadas, sino también los mismos animales domésticos y aun todas las bestias, porque entendemos que Dios las ha destinado y sometido a nuestro uso, y hasta parece que supiesen que deben obecedernos; y ¿será posible entonces que siendo tan buenos servidores nuestros los que Dios nos ha sometido, nosotros dudemos luego en obedecerle a El, Señor universal, de quien somos súbditos? ¡Cuánta injusticia y cuánta ingratitud! No es posible que la obediencia que se nos guarda por bondad de Dios, luego se la neguemos a Él nosotros mismos.
No he de insistir sobre esta nuestra obligación de obedecer a un Señor que es Dios; bastará que uno la reconozca para que luego sepa cuál sea su deber para con Él. Pero no ha de creerse, sin embargo, que la obediencia sea cosa extraña a la paciencia, pues aquélla nace de ésta. Jamás un impaciente puede ser obsequioso; como tampoco un paciente puede resultar desagradable. Por consiguiente, ¿cómo no vamos a discurrir intensamente acerca de la excelencia de una virtud que el mismo Señor, Dios conocedor y apreciador de todo lo bueno, ostentola en su misma persona? ¿Y quién puede dudar que un bien de Dios no debe ser apreciado con todas las fuerzas por aquellos que son de Dios? En esto, como en un compendio de su valor y defensa, se funda la alabanza y la recomendación de la paciencia.
CAPITULO V
ORIGEN Y MALES DE LA IMPACIENCIA
Proseguiremos pues, en nuestra disertación ya que no es simple ocio, sino más bien de utilidad el que se traten argumentos fundamentales para la fe. La locuacidad, aun cuando sea vituperable casi siempre, no lo es si se entretiene con temas edificantes. Ahora bien, cuando se investiga sobre alguna cosa buena, el método exige que se estudie también lo que le es opuesto, porque de esta manera se verá más claro lo que deba seguirse y, por consiguiente, más preciso lo que deba evitarse. Tratemos ahora pues, de la impaciencia.
Así como la paciencia se halla en Dios, así la impaciencia, su enemiga, es concebida y nace de nuestro enemigo. Con semejante origen queda patente cuán directamente la impaciencia es contraria a la fe. Porque lo concebido por el enemigo de Dios, en nada puede ser favorable a las cosas de Dios; y este mismo antagonismo sirve no sólo entre las obras sino también entre sus autores.
Y siendo Dios óptimo y el diablo por el contrario, pésimo; se deduce que por esta oposición esencial no pueden ser entre sí indiferentes; porque es imposible imaginarnos que algún bien nazca del mal. como tampoco que algún mal se origine del bien. Por consiguiente, yo descubro los principios de la impaciencia en el mismo diablo al no soportar con paciencia que Dios sometiese la creación entera al que era su imagen, es decir al hombre (Gn lll). Porque, en efecto, no se hubiera dolido si lo hubiese soportado, ni hubiera envidiado al hombre si no se hubiese dolido. Por esto engañó, porque envidiaba; y envidiaba porque le dolía; y le dolía por impaciente 8. No me preocupa averiguar si este ángel de perdición haya sido primero malo o impaciente, siendo evidente que la impaciencia nace con la maldad y la maldad viene de la impaciencia; y luego, coligadas entre sí e indisolubles, crecen en el regazo mismo de su padre. Y como éste ya desde el principio conocía por dónde entraba el pecado, e instruido por propia experiencia sobre lo que más ayuda a delinquir, llamó a la impaciencia en su ayuda para poder arrojar el hombre al crimen.
No puede tachárseme de temerario si afirmo que cuando la mujer se le acercó, en ese mismo instante se le inoculó la impaciencia por el aire mismo de la conversación con el diablo; de tal manera que nunca jamás pecara si con paciencia hubiese respetado la divina prohibición. Después, no soportando ella sola su caída, impaciente por hablar, acércase a a Adán -que no siendo todavía su marido no tenía obligación de atenderla 9- y así lo convierte en transmisor de una culpa que ella había sacado del mal. De este modo perece Adán por la impaciencia de Eva. Luego perece él mismo por culpa de su propia impaciencia, pues, en cuanto al mandato divino, no lo guardó; y en cuanto a la tentación diabólica, no la rechazó. Así, donde nació el delito, surgió la primera sentencia; y cuando comenzó el pecado del hombre, entonces aparece la justicia de Dios. Además, con la primera indignación de Dios, revélase también su primera paciencia, pues suavizó la violencia del castigo maldiciendo tan sólo al diablo.
Y fuera de este delito de impaciencia, ¿qué otro crimen había cometido el primer hombre? Era inocente, íntimo de Dios, moraba en el Paraíso; pero no bien cedió a la impaciencia, pierde la sabiduría divina y la capacidad de gozar de los bienes celestiales. Desde entonces es condenado a trabajar la tierra; y desterrado de la presencia de Dios comenzó a ser dominado fácilmente por la impaciencia, y así por todo lo demás, con que luego seguiría ofendiendo a Dios; porque no bien fue concebido este germen diabólico y fecundado por la maldad, procreó una hija, la ira, que ya nació amaestrada en toda clase de maldades. De este modo la impaciencia que había sumergido a Adán y a Eva en la muerte, también enseñó a su hijo Caín cómo ser homicida (Gn. IV 1-14).
En vano atribuiría yo todo esto a la impaciencia, si Caín -el primer homicida y primer fratricida- hubiese soportado pacientemente el justo rechazo de sus ofrendas, si no hubiese encolerizado contra su hermano, si finalmente a nadie hubiese matado. Porque ciertamente sin ira no habría matado, ni sin impaciencia se hubiese airado: lo cual prueba que la ira realizó lo que la impaciencia había planeado. Éstos son en verdad los principios de la impaciencia, todavía niña, aún en la cuna. Después, ¡cuánto horror con su rápido crecimiento! Porque si la impaciencia fue la primera en delinquir, se sigue que ella no sólo fue la primera sino también la única madre de todos los delitos. Como de su fuente, arrancan de ella los distintos canales de toda clase de crímenes.
Ya hablé del homicidio. El primero de los cuales lo ejecutó la ira, sin embargo tanto éste como los demás pecados que siguieron después, tienen por causa y origen a la impaciencia. A quien comete homicidio -hágalo por enemistad o por robo- antes que el odio o la avaricia, lo impulsó la impaciencia. Ninguna violencia existe que no sea fruto maduro de la impaciencia. Quién se hubiera insinuado hasta el adulterio si no hubiese sido impacientado por la lujuria? ¿Qué empuja a las mujeres a la venta de su honestidad, sino la impaciencia de conseguir el precio de la propia explotación'? Y como éstos, todos los demás crímenes que son gravísimos ante Dios. Tanto es cierto, que en síntesis puede afirmarse: todo pecado ha de atribuirse a la impaciencia porque todo mal es impaciencia contra el bien.
En efecto, el impúdico se impacienta contra la honestidad; el perverso, contra la bondad; el impío, contra la piedad, y el revoltoso, contra la tranquilidad. A tal punto, que para hacerse malo basta no soportar el bien. ¿Cómo, pues, no va Dios, reprobador de malos, a ofenderse contra tal monstruo de pecados? ¿Acaso no es cosa clara que el mismo Israel pecó siempre contra Dios por impaciencia? ¿No fue por esto que, olvidándose del divino poder que lo sacara de Egipto, exige de Aarón dioses conductores ofreciendo, para la fabricación de un ídolo, la contribución de su oro? (Éxod., XXXII, 1-6). ¿Y acaso no tomó como impaciencia las tan necesarias demoras de Moisés, que hablaba con Dios? ¿No es este mismo pueblo que, después de la nutridora lluvia del maná, después de la seguidora agua de la piedra, todavía desespera del Señor y no puede tolerar la sed de tres días?
Esta impaciencia le fue reprochada por Dios. No es necesario discurrir sobre cada uno de los demás casos, pues siempre pecaron por impaciencia. ¿Por qué maltrataron a los profetas, sino por la impaciencia de tener que oírlos? (Hech.. VII, 51-52, y Sb., II, 12-14). Aún al mismo Señor, ¿no fue por la impaciencia de tenerlo que ver? 10 ¡Se hubieran salvado de haber sido pacientes!
CAPÍTULO VI
LA PACIENCIA, CRISOL DE LA FE
Tan excelente es la paciencia que no sólo sigue a la fe sino que aún la precede (Gén., XV). En efecto, creyó Abraham a Dios, y Éste lo reputó por justo. Pero la paciencia probó su fe cuando le ordenó la inmolación de su hijo. Yo diría que no se probó su fe, sino que se lo destacó para modelo, porque bien conocía Dios a quien había aprobado por justo. Y no sólo escuchó pacientemente tan grave mandato, cuya realización hubiera desagradado al Señor, sino que lo hubiera ejecutado si Dios lo hubiese querido. ¡Con razón bienaventurado, porque fue fiel; con razón fiel, porque fue paciente! De este modo cuando la fe -gracias a una paciencia divina fue sembrada entre los pueblos por Cristo, descendiente de Abraham- colocó la gracia sobre la ley; para ampliar y cumplir la ley antepuso la paciencia como auxiliar, pues sólo ella era lo que faltaba a la enseñanza de la anterior justicia (Gál., III).
En efecto, antes se exigía "diente por diente y ojo por ojo", se daba mal por mal (Éxod., XXI, 23-25 y Deut., XIX, 21), porque aún no había llegado a la tierra la paciencia, porque tampoco había llegado la fe. Entonces la impaciencia se gozaba de todas las oportunidades que le ofrecía la misma ley. Así acontecía antes que el Señor y Maestro de la paciencia, hubiese venido. Pero cuando hubo llegado, la paciencia unió la gracia a la fe; entonces ya no fue lícito herir ni siquiera con una palabra, ni tampoco tratar de fatuo sin correr el riesgo de ser juzgado 11. Vedada pues la ira, calmados los ánimos, dominado el atrevimiento de la mano, vaciado el veneno de la lengua, la ley consiguió mucho más que lo que perdía, conforme a las palabras de Cristo que dice: "Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen y orad por vuestros perseguidores para que podáis ser hijos del Padre Celestial" (Mt, V, 44). ¡Observa qué padre nos consiguió la paciencia! Por este capital precepto queda sancionada la universal doctrina de la paciencia, pues ni siquiera se permite tratar mal a los mismos que lo merecen.
CAPITULO VII
LA PACIENCIA Y LOS BIENES TEMPORALES
Hemos ya tratado sobre las causas de la impaciencia, ahora veremos otras obligaciones según se vayan presentando. Si el ánimo se halla perturbado a causa de la pérdida de los bienes familiares, casi no hay enseñanza del Señor que no inculque el desprecio de las cosas mundanas. Nada inspira tanto menosprecio del dinero como pensar que al Señor no se le encuentra jamás entre ninguna clase de riquezas. Siempre ensalza a los pobres; y a los ricos los amenaza con la condenación.
Si ordena el desprecio de la opulencia, la adelanta en la paciencia la resignación, para que no se haga cuenta de unas riquezas que se tienen que perder. En consecuencia, lejos de nosotros apetecer algo que el Señor tampoco quiso, sino que hemos de soportar sin pena su disminución y aun su pérdida. El Espíritu del Señor, por medio del Apóstol, declaró: "La codicia es la raíz de todos los males" (II Tm. Vl, 10). Y esto lo interpretamos diciendo que no está la codicia tan sólo en el afán de lo ajeno, sino también en lo que parece ser nuestro; pues esto mismo es ajeno. Nada en verdad es nuestro, ni siquiera nosotros, por cuanto todo es de Dios. De consiguiente, ni resentidos por el daño sufrido, lo llevamos con impaciencia doliéndonos de la pérdida de algo que no era nuestro, entonces estamos cerca de ser víctimas de la codicia. Codiciamos lo ajeno cuando con amargura sufrimos la pérdida de lo que no era nuestro.
El que se impacienta por las pérdidas, antepone lo terreno a lo celestial y muy de cerca peca contra Dios, pues ultraja al Espíritu que de El hemos recibido, posponiéndolo a las cosas terrenales. Perdamos, por tanto, con gusto lo que es terreno y defendamos lo celestial. Es preferible perder todo lo de este mundo, si con ello nos enriquecemos de paciencia. El que no se halla dispuesto a soportar el menoscabo proveniente del robo o de la violencia, o quizás del propio descuido, ignoro con qué facilidad y buena gana pueda extender su mano para dar limosna. Porque, ¿acaso se herirá a sí mismo, quien de ninguna manera tolera ser herido por otro? El perder con paciencia enseña a dar con liberalidad. No lamenta ser generoso quien no teme la privación; porque de otra manera, "¿cómo el que tiene dos túnicas dará una al que no tiene? ¿cómo al que roba la túnica ofrecemos la capa?" (Mt. V, 40). Y "¿cómo nos fabricaremos amigos con las riquezas" (Luc., XVI, 9) si tanto las amamos que no soportamos perderlas?
Nos perderemos con lo perdido. Porque, ¿encontraremos algo en este mundo que no debamos perder? 12 Es propio de los paganos mostrar impaciencia por cualquier pérdida, porque ellos estiman al dinero más que a sus almas. Esto se deduce por cuanto se los ve que, dominados por la avaricia de las ganancias, soportan los grandes peligros del mar; o cuando por avidez de dinero defienden en los tribunales causas que ni siquiera dudan que están perdidas; o se contratan para los juegos y se enganchan en el ejército como mercenarios; y cuando, finalmente, asaltan en los caminos como si fueran bestias 13. Empero, a nosotros, que tanto nos diferenciamos de ellos 14, nos conviene dejar no el alma por el dinero, sino el dinero por el alma; o sea, ser generosos en dar y pacientes en perder.
CAPITULO VIII
LA PACIENCIA ENSEÑA A SOPORTAR LAS INJURIAS
Los que en esta vida llevamos no sólo el cuerpo sino la propia alma expuesta a la injuria de todos, y además hemos de sobrellevarlo todavía con paciencia, ¿nos vamos a sentir heridos por algún pequeño daño? ¡Lejos del siervo de Cristo una torpeza tal, como sería la que una paciencia ejercitada para afrontar pruebas muy grandes viniese luego a quebrarse delante de unas naderías! Por lo tanto, si alguno osase provocarte con su propia mano, hállese pronta la admonición del Señor, que dice: "AI que te hiriere en el rostro, ofrécele también la otra mejilla" (Mat., V, 39). Canse tu paciencia a la maldad, cuyo golpe ya sea de dolor como de afrenta, será frustrado y más gravemente contestado por el mismo Dios. Pues, más castigas al mal cuanto más lo soportas; y más castigado será por Aquel por quien los sufres.
Y si el veneno de una lengua reventase afrentándote o maldiciéndote, mira lo que fue dicho: "Cuando se os maldijere, gozaos" (Mat., V, 12). El mismo Señor ha sido maldecido en la ley, no obstante ser el único bendito (Deut., XXI, 23; Gál. lll, 13). Por tanto, nosotros sus siervos, sigamos al Señor, y con paciencia soportemos el ser maldecidos para conseguir ser bendecidos. Y cuando con escasa moderación se diga algo insolente o mal en contra de mi, entonces sería necesario que yo respondiese con idéntica amargura o con un silencio lleno de impaciencia; pero si por haber sido maldecido tuviese que maldecir, ¿cómo me he de considerar seguidor de las enseñanzas del Señor, las cuales afirman que el hombre no se mancha con la suciedad de los vasos sino con lo que sale de su boca? (Marc., VIl, 15-lX). Y además, ¿no hemos de dar cuenta de toda palabra vana y superflua? (Mat., Xll, 36). De todo lo cual se sigue que el Señor quiere apartarnos de ese mismo mal, que nos enseña a tolerar con paciencia cuando nos viene de otro.
Y ahora considera tú cuánta sea la ventaja de la paciencia; porque toda injuria -proceda de la lengua como de la mano- que intenta herirla se despunta con el mismo golpe, como dardo arrojado contra una piedra de inalterable dureza. Su intento, pues, es inútil e infructuoso; y todavía quizás con golpe de retorno se hiera el mismo que había arrojado la flecha. Luego, es evidente que el que desea herirte lo hace para que sufras, pues la ganancia del heridors se mide por el dolor del herido. Por tanto, si inutilizas su ganancia no doliéndote, es él quien deberá sufrir al ver frustrado su deseo. Entonces tú, no sólo saliste ileso, que es lo que más importa, sino que además de verte libre del dolor, todavía gozarás por haber malogrado la intención de tu adversario. He aquí cuánta sea la utilidad y la ventaja de la paciencia.
CAPITULO IX
LA PACIENCIA ATEMPERA EL DOLOR ANTE LA MUERTE
Ni siquiera esa especie de impaciencia que se origina de la pérdida de las personas allegadas, tiene excusa, aun cuando la defienda tan especial sentimiento de afecto. Hay que anteponerle el respeto debido a la intimación del Apóstol, que dice: "No os entristezcáis por la muerte de nadie, como los gentiles, que no tienen esperanza" (I Tesal., IV, 13). Y con razón. Si creemos en la resurrección de Cristo, creemos también en la nuestra, pues Él por nosotros murió y resucitó. Luego, constándonos la resurrección de los muertos, está demás el dolor por la muerte, y con mayor razón está demás la impaciencia de ese dolor. ¿Por qué, pues, te has de afligir si crees que no ha perecido? ¿Por qué has de llevar con impaciencia que se haya ido momentáneamente, el que crees que deba volver? Ausencia es lo que juzgas muerte. No se ha de llorar al que se nos adelante, sino tratar de alcanzarlo.
Sin embargo, este mismo deseo de alcanzarlo, también debe ser moderado por la paciencia. En efecto, ¿por qué has de sufrir con impaciencia la partida de aquel a quien pronto has de seguir'? Por lo demás, en estas cosas la impaciencia presagia mal de nuestra esperanza y es traición a nuestra fe. Asimismo ofendemos a Cristo cuando lloramos, como si fueran infelices, a los que fueron llamados por El. ¡Cuánto mejor expresa el deseo de los cristianos lo que dice el Apóstol: "Deseo ya ser recibido y estar con el Señor!" (Filip., 1, 23) 15 Por lo tanto, si con impaciencia sufrimos por los que alcanzaron su descanso, mostramos no quererlos alcanzar.
CAPÍTULO X
LA PACIENCIA, ENEMIGA DE LA VENGANZA
Otro muy grande estímulo para la impaciencia es la pasión de la venganza, tanto la que se pone a defensora del honor como la que se comete por maldad. Esta clase de honra es siempre tan vana, como la maldad es siempre odiosa ante Dios. Y lo es muy especialmente en este caso en que uno, provocado por la maldad de otro, se constituye a si mismo en juez con el fin de ejecutar la venganza. Esto es pagar con un nuevo mal; es duplicar el que se había cometido tan sólo una vez. Entre los malvados la venganza es considerada como un consuelo; pero entre los buenos se la detesta como un crimen. ¿Qué diferencia hay entre el provocador y el que a sí mismo se provoca? Que aquél comete el pecado antes, y éste lo comete después. Pero tanto el uno como el otro, son reos de crimen ante Dios, que prohibe y condena cualquier clase de maldad.
Ser el primero o el segundo en pecar no establece diferencia; ni el lugar distingue lo que iguala la semejanza del crimen. Porque de un modo absoluto está mandado que no se devuelva mal por mal (Rom., XII, 17). Por tanto, a iguales acciones corresponde igual merecido. ¿Cómo observaremos, pues, este precepto si de veras no despreciamos la venganza? A más de esto, si nos apropiamos el arbitrio de nuestra defensa, ¿qué clase de honor tributamos a Dios, que es nuestro Señor? Cualesquiera de nosotros -con ser vasos quebradizos- nos sentimos muy ofendidos cuando nuestros siervos se toman ellos mismos venganza contra sus compañeros. Por el contrario, no sólo alabamos a los que, recordando su humilde condición y el respeto debido a los derechos de su señor, nos ofrecen su paciencia dejando una satisfacción mucho más grande que aquella que ellos hubieran podido exigir. Ahora bien, ¿y esto mismo se lo negaremos nosotros a Dios, que es tan justo en ponderar y tan poderoso en realizar? ¿Qué cosa pensamos de este juez si no lo consideramos capaz de hacernos justicia? Y sin embargo, esto es lo que precisamente nos exige cuando dice: "Dejadme la venganza, que yo me vengaré" (Deut., XXXII, 35, y Rom., Xll, 19). Es decir: dame tu paciencia que yo la he de premiar 16.
Y cuando nos dice: "No quieras juzgar para no ser juzgado" (Mat., VIl, 1), ¿no nos exige la paciencia? ¿Y quién es el que no juzga a otro, sino el que es paciente y no se defiende? Además, ¿quién es el que juzga para perdonar? Porque si perdona, entonces se libra de la impaciencia propia del juez y roba, por tanto el honor al único juez, esto es a Dios 17. En verdad, ¡cuántos desastres causa la impaciencia! ¡Cuántas veces hubo que arrepentirse de haberse vengado! ¡Y en cuántas otras, la fuerza de la venganza fue más dañosa que las ofensas que la motivaron! Porque nada comenzado por la impaciencia ha podido concluir sin violencia. ¡Ni nada hay realizado por la violencia que no ofenda, que no arruine y que no caiga precipitadamente! Por otro lado, si la venganza es menor que la ofensa, te enloqueces; y si mayor, te abrumas. ¿Para qué, pues, la venganza si la impaciencia de su dolor no me deja dominar su violencia?
Si, por el contrario, descanso sobre la paciencia, no sufriré, y no teniendo de qué sufrir no tendré tampoco de qué vengarme.
CAPITULO XI
LA PACIENCIA, MADRE DE TODAS LAS VIRTUDES
Después de haber tratado -dentro de nuestras posibilidades- los temas principales sobre la paciencia, ¿sobre qué otros trataremos? ¿serán los de casa o los de afuera? 18 Abundante y extensa es la labor del demonio. Variadísimos los dardos de este arquero dañino. A veces son pequeños y otras muy grandes. A los menores los desprecias en razón de su misma pequeñez; pero de los mayores, ¡huye a causa de su violencia! Cuando la injuria es pequeña, entonces no es necesaria la paciencia; pero cuando es grande, entonces sí que la paciencia es muy necesaria para curar la injuria. Esforcémonos en superar los daños que nos inflija el maligno; de modo que la competencia de nuestra serenidad de ánimo supere la astucia del enemigo. Cuando nosotros mismos, por imprudencia o capricho, nos causamos daño, sufrámoslo con paciencia ya que somos culpables. Y si creemos que Dios nos prueba, ¿a quién hemos de mostrar mayor paciencia que al Señor? Porque además de habernos enseñado a sufrir con alegría, le debemos agradecer que se haya dignado hacernos objeto de un castigo divino; pues dice: `'Yo a los que amo castigo'(Ap. lIl, 19, y Hebr.. Xll, 6). ¡Oh feliz el siervo de cuya corrección se interesa el Señor! ¡Dichoso aquel contra quien se digna enojarse y a quien corrigiendo nunca engaña con disimulo! 19
Como se puede ver, estamos siempre obligados al deber y servicio de la paciencia. De cualquier parte que venga la molestia: sea de nosotros, sea de las insidias del demonio o por amonestación de Dios, ha de intervenir la paciencia con su ayuda que, además de ser una merced grande de su condición, es también una felicidad. ¿A quiénes, en efecto, llamó el Señor dichosos sino a los pacientes? "Bienaventurados, dice, los pobres de espíritu porque de ellos es el reino de los cielos" (Mat., V, 3). Nadie es pobre de espíritu perfectamente sino el humilde, y ¿quién es humilde sino el paciente? Pues, nadie puede humillarse a sí mismo, si antes no tuvo paciencia en la sumisión.
"Bienaventurados los mansos." De ninguna manera es posible suponer que estas palabras puedan referirse a los impacientes. Asimismo, cuando distingue los pacíficos con el título de dichosos y los llama hijos de Dios, ¿podrán por casualidad tenerse los impacientes por familiares de la paz? Necio sería quien tal pensase. Y cuando dice: "Gozaos y alegraos siempre que os maldijesen y os persiguiesen, mucho en verdad será vuestro premio en el Cielo". Ciertamente que no es a la impaciencia que se promete la alegría, porque nadie se goza en las adversidades si antes no las hubiese despreciado, y nadie puede despreciarlas sin la práctica de la paciencia.
CAPITULO XII
LA PACIENCIA AL SERVICIO DE LA PAZ Y DE LA PENITENCIA
En cuanto a la práctica de la paz tan agradable a Dios, ¿podrá el que es totalmente hijo de la impaciencia perdonar a su hermano no digo ya las setenta y siete veces o las siete. sino una sola vez por lo menos? ¿Quién será el que mientras se encamina al juez, pueda resolver su desacuerdo en forma amigable (Mut.. V, 23-24) si antes no amputa de su alma el dolor, la dureza y el resentimiento, verdaderas venas de la impaciencia'? Ninguno que tenga el ánimo agitado contra su hermano, podrá llevar su ofrenda al altar si antes no torna a la paciencia para poder reconciliarse con él. ¡Ay, cuánto peligro corremos si se pusiese el sol sobre nuestra ira! 20 De aquí que no sea lícito vivir sin paciencia ni siquiera un solo día.
Si la paciencia. como se ve, gobierna toda suerte de enseñanzas saludables, no es de maravillar que también ayude a la penitencia, cuyo oficio es socorrer a los caídos. Y así, cuando roto el matrimonio por aquella causa que hace lícito al marido o a la esposa a sufrir con perseverancia un género de viudez, 21 entonces la paciencia ayuda a esperar, a desear y a rogar hasta que la penitencia llegue alguna vez a alcanzar la salvación del cónyuge descarriado. ¡Cuántos bienes le consigue la paciencia para cada uno de los dos! A uno lo ayuda a no ser adúltero; y al otro, lo corrige. También en este sentido tenemos las parábolas del Señor, llenas de santos ejemplos de paciencia. A la oveja perdida la busca y la encuentra la paciencia del pastor, pese a la impaciencia que, por tratarse únicamente de una sola, con facilidad la abandonara. Pero la paciencia se toma el trabajo de buscarla; y Aquél que es paciente, carga sobre sus hombros a la pecadora perdida (Luc., XIV, 3-5). Así tambien la paciencia del padre acoge, viste y alimenta al hijo pródigo; y todavía lo defiende de la disgustada impaciencia del hermano (Luc., XIV, 11-32). De este modo se salvó el que había perecido porque encontró a la paciencia, sin la cual no hubiese hallado a la penitencia.
La misma caridad -sacramento máximo de la fe y tesoro del nombre cristiano, exaltada por el Apóstol con toda la inspiración del Espíritu Santo- acaso ¿no se forja en las enseñanzas de la paciencia? En efecto, dice: "La caridad es magnánima", esto supone a la paciencia. "Es benéfica"; la paciencia no hace ningún mal. "No es envidiosa"; y esto es propio de la paciencia. "Ni se ensoberbece"; de la paciencia aprende a ser modesta. "No tiene hinchazón ni desprecia"; tampoco la paciencia. La caridad "no busca su negocio"; la paciencia ofrece el suyo si a otro le aprovecha; "ni se irrita", y sino ¿qué le quedaría a la impaciencia? "Por tanto -añade- la caridad todo lo soporta, todo lo tolera", y todo esto porque es paciente. Con razón "nunca pasará" mientras las demás virtudes se desvanecerán, pasarán. El don de lenguas, las ciencias, las profecías concluyen. En cambio la fe, la esperanza y la caridad permanecen: la te, que ha sido traída por la paciencia de Cristo; la esperanza, que es ayudada por la paciencia de los hombres; y la caridad, a la cual acompaña la paciencia enseñada por Dios mismo.
CAPITULO XIII
DE LA PACIENCIA DEL ALMA A LA PACIENCIA DEL CUERPO
En fin, hasta aquí se ha tratado de una paciencia espiritual y uniforme, constituida tan sólo en el alma; pero también la paciencia alcanza méritos delante de Dios de muchísimas maneras por medio del cuerpo. Este tipo de paciencia lo reveló el Señor por medio de la fortaleza de su cuerpo. Por tanto, si el alma guía al cuerpo, con facilidad le comunica la paciencia estableciéndola en él como en su morada. Pero, ¿qué clase de ganancias hará la paciencia por medio del cuerpo'? En primer lugar, gana con la mortificación de la carne, que es un sacrificio de humildad que aplaca a Dios. Le ofrece al Señor el desaliño y la pobreza de la comida, contentándose con un alimento sencillo y beber agua pura. Se enriquece si a esto añade el ayuno, y cuando consigue acostumbrar el cuerpo a la penitencia y a la modestia en el vestir.
Esta paciencia corporal hace recomendables las oraciones y asegura las plegarias porque abre los oídos de Cristo, nuestro Dios, desvaneciendo su severidad y provocando su clemencia. Así fue cómo aquel rey de Babilonia -que por haber ofendido al Señor, viose privado durante siete años de la forma humana (Daniel IV. 25-31)- ofreciendo la paciencia de su cuerpo sacrificado por la penitencia y la sordidez, recuperó el reino y satisfizo a Dios, que es lo que más deben desear los hombres. Pero más altos aún y más dichosos grados de paciencia corporal hemos de indicar, como que ella eleva a la santidad la continencia de la carne; sostiene a la viudez, conserva la virginidad, y al voluntario eunuco lo levanta hasta el reino de los cielos (Mal.. XIX 12). Todo lo cual nace de las fuerzas del alma; pero se perfecciona en la carne, que con la ayuda de la paciencia triunfa finalmente en las persecuciones. Y cuando aprieta la fuga 22, la carne lucha contra las incomodidades de la huida; y cuando la cárcel oprime, la carne sufre las cadenas, el cepo, la dureza del suelo, la privación de la luz y la falta de lo necesario para la vida 23.
Y si la sacan para experimentar la felicidad del segundo bautismo 24 elevándola a la altura del divino trono, entonces nada la ayuda tanto como la paciencia del cuerpo, pero si "el espíritu está pronto", sin la paciencia "la carne es débil" (Mat., XXVI, 41). De esta manera ella es la salvación para el espíritu y para la misma carne. Cuando el Señor afirmó de la carne que era débil, entonces nos enseñó que era necesario fortalecerla con la paciencia contra todo lo que sería inventado para castigar y arrancar la fe; a fin de que con toda constancia pudiera tolerar los látigos, el fuego, la cruz, las bestias y la espada, todo lo cual lo dominaron con el sufrimiento los profetas y los apóstoles.
CAPÍTULO XIV
GRANDES MODELOS DE PACIENCIA
Contando con las fuerzas de la paciencia, Isaías no dejó de profetizar del Señor sino cuando fue aserrado vivo. San Esteban, mientras era apedreado, pedía perdón para sus enemigos (Act., VII, 59-60). ¡Oh cuán dichosísimo fue Job, el cual con toda clase de paciencia, desbarató todas las fuerzas del diablo! Jamás negó a Dios la paciencia ni la fe que le debía; ni cuando le arrebataron su hacienda, ni la totalidad de sus rebaños; ni cuando de un solo golpe perdió a sus hijos bajo las ruinas de la casa; ni siquiera cuando fue atormentado por una úlcera que cubría todo su cuerpo. ¡Contra él inútilmente ejercitó el diablo todas sus fuerzas! Éste es el mismo que, torturado por tantísimos dolores, jamás faltó al respeto a Dios, sino que se constituyó para todos nosotros en modelo y testimonio de la paciencia que debemos observar, tanto del espíritu como de la carne, tanto del alma como del cuerpo, para que no caigamos ante la pérdida de los bienes materiales, ni de las personas que nos son queridas, ni siquiera ante las aflicciones del cuerpo. ¡Qué féretro hizo Dios con este hombre para el diablo! 25 !Qué estandarte desplegó contra el enemigo de su gloria, cuando este mortal, ante el amargo sucederse de los mensajeros, no abrió su boca sino para dar gracias a Dios; y cuando reprocha a su esposa que, hastiada de tantos males, les aconseja remedios perniciosos! Y ¿entre tanto? ¡Dios sonreía, mientras Satanás se despedazaba al ver cómo Job con gran serenidad de ánimo sacaba la asquerosa abundancia de sus llagas: o cuando se entretenía en devolver a sus cuevas y comida, los gusanos caídos de su destrozada carne!
Y así, este gran realizador de la victoria de Dios, después de haber mellado todos los dardos de las tentaciones con la armadura y el escudo de su paciencia, recuperó de Dios la salud de su cuerpo; y todo lo que había perdido volviólo a poseer por duplicado. Y si hubiese querido también los hijos se le hubieran restituido para que nuevamente fuera llamado padre por ellos 26. Prefirió, sin embargo, que se los devolviera en el último día. Tan seguro estaba de Dios que dilató así su total alegría, soportando voluntariamente esta pérdida para no vivir sin algún motivo de ejercitar la paciencia.
CAPITULO XV
ELOGIO Y SEMBLANZA DE LA PACIENCIA
El más excelente procurador de la paciencia es Dios. A tal punto que si en Él depositas la injuria, será tu vengador; si el daño, restituidor; si el dolor, médico; y si la muerte, resucitados. ¡Cuánta fortuna la de la paciencia, que tiene a Dios por deudor! Y no sin razón; porque la paciencia defiende todo lo que Él estima, e interviene en todas sus determinaciones: defiende la fe, gobierna la paz, sostiene el amor, instruye la humildad, espera la penitencia, completa la confesión, modera la carne, protege el espíritu, refrena la lengua, contiene la mano, combate las tentaciones, desvía los escándalos, perfecciona el martirio, consuela al pobre, modera al rico, no apremia al débil ni agobia al fuerte, satisface al fiel, destaca al noble, recomienda el criado a su patrón y el patrón a Dios. La paciencia es adorno en la mujer y distinción en el varón. Se le ama en los niños, se le alaba en los jóvenes y se la admira en los ancianos; y siempre, en todo sexo y edad, es hermosa. ¡Apresúrense los que desean contemplar su rostro y ornamento! Es su cara muy serena y plácida; su frente lisa, sin arrugas de enojo ni de tristeza; gozosa y mesuradamente caídas las cejas; los ojos bajos por modestia, no por satisfacción, y los labios sellados por un silencio dignitoso. Tiene el aspecto de persona inocente y segura. Mueve a menudo su cabeza con amenazante desdén contra el diablo. Finalmente, vístese de ropaje inmaculado, al talle de su cuerpo, sin ampulosidad ni arrastre.
Siéntase en el trono de aquel Espíritu dulcísimo y manso, que no quiso revelarse en medio del huracán, ni ocultarse en la tenebrosidad de la nube, sino en la serena brisa en la cual, a la tercera vez, Elías lo vio sencillo y afable 27. Por tanto, donde está Dios, allí mismo se halla su hija la paciencia. Por lo cual, cuando la gracia divina 28 desciende a un alma, la acompaña inseparablemente la paciencia. Si así no fuera, ¿moraría siempre con nosotros? Temo que no sería por mucho tiempo. Pues la gracia, sin la compañía y ayuda de la paciencia, se sentiría molesta en cualquier lugar y tiempo, y no podría sufrir sola los ataques del enemigo sin los medios adecuados para resistirlos.
CAPITULO XVI
DIFERENCIA ENTRE LA PACIENCIA PAGANA Y LA CRISTIANA
La paciencia cristiana es una norma, una ciencia, algo verdadero y celestial; absolutamente distinta de la pagana, que es terrena, falsa y afrentosa. El diablo quiso copiar también en esto al Señor, enseñando a sus secuaces una paciencia del todo suya. Por la intensidad se parecen; pero difieren por su objeto: lo que tiene la una de fuerza para el mal, lo tiene la otra para el bien. Hablaré ahora de la paciencia diabólica. Ella hace que por una dote los maridos sean venales, o que por afán de dinero entreguen su esposa a la explotación 29. Ésta es también la paciencia que hace tolerar a los presuntos herederos tantos trabajos vergonzosos, condenándolos a ofrecer afectos falsos y obsequios obligados. Es la misma que encadena los parásitos hambrientos a sufrir protectores injuriosos, esclavizando su libertad a su glotonería. ¡Tales son las cosas que aprendieron los paganos de su paciencia! ¡Lástima que un nombre tan excelso, lo rebajen con acciones tan torpes! Porque la codicia los hace pacientes con sus esposas, con los ricos y con los poderosos; y tan sólo son impacientes con Dios 30.
Pero, váyase la tal paciencia a compartir con su jefe el fuego que le espera. Por el contrario, nosotros honremos la paciencia de Dios y la de Cristo. Paguémosle con la nuestra, la que Él gastó por nosotros. Y ya que creemos en la resurrección del espíritu y de la carne, ofrezcámosle la paciencia de nuestra alma y la de nuestro cuerpo. .......................
1. Quizás lo diga por aquello de San Pablo: "La prudencia de la carnes es muerte; pero la del espíritu es vida y paz" (Rm. VIII, 6)
2. "Resignación canina" es una referencia a los filósofos cínicos, especialmente a Diógenes.
3. Familia de Dios, llama Tertuliano a los cristianos, adoradores, no de ídolos, sino del verdadero y único Dios, y víctimas de las persecuciones de los poderes del Imperio Romano.
4. Véase: Mal.. lIl. 13-15; IV. 4, 7, 10. Con sólo palabras rechazó Cristo al tentador pudiendo con su omnipotencia arrojarlo de inmediato al infierno; pero de "Rey se hace maestro" no solamente para enseñar a los hombres a vencer las tentaciones, sino también el recto uso de la Sagrada Escritura, citada con falsedad por el demonio.
5. Citado el sentido.
6. Más tarde afirmará San Agustín que "la misma debilidad de Dios procede de su omnipotencia" (De civ. Dei, XIV, 9).
7. En la literatura antigua, los grillos que impiden caminar simbolizaban la esclavitud: y el derecho de usar gorro, la libertad.
8. Dice el libro de la Sabiduría (II, 24): "Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y la experimentan los que le pertenecen".
9. Se refiere a los deberes de los cónyuges entre sí, los cuales deben ser compartidos mutuamente con sinceridad, lealtad e igual interés. Según esta frase, para Tertuliano, Adán y Eva sólo habrían sido esposos después del pecado, al ser expulsados del Paraíso.
10. Según el Evangelio (Mat., XXVII, 18): "Pilato sabia que por envidia los judíos se lo habían entregado". Por no tolerar con paciencia al que se envidia, nace el odio que es causa de la muerte del envidiado.
11. Referencia a Mateo, V, 21-22.
12. Referencia a Mateo, X, 39.
13. Movidos por el afán de dinero o por la vanidad de ser aplaudidos por el populacho, habla quienes se dedicaban al oficio de gladiadores, y otros se alistaban como mercenarios para la guerra. Costumbres anotadas también por Séneca, que dice: "Se arriendan para morir unos por la espada y otros por el cuchillo" (Epist. 87). Véase además las notas 18 y 19 de la "Exhortación".
14 En razón de ser cristianos.
15. Tertuliano traduce la palabra griega analisai por recipi (ser recibido). Mejor es la traducción de la Vulgata (muy posterior ) con el verbo dissolvi (ser separado, morir).
16. En este mismo sentido dice San Gregorio Niseno: La injuria que se me hizo tiene a Dios por juez: a Él recurro con mi querella ' (Epis ad Flav.)
17. Vale decir: El juez está destinado para inquirir y castigar los delitos, no para perdonarlos. Si los perdona, falta a su deber alejándose de mi impaciencia que debe tener contra la culpa. Si esto hace, no cumple con su obligación de reprimir el delito castigándolo, con lo cual injuria a Dios usurpándole el derecho de perdonar, pues Él es el único juez que, mientras caiga lo hecho contra nosotros, perdona lo que se cometió contra Él.
18. Los temas principales desarrollados hasta aquí son: desprecio de las riquezas, perdón de las injurias, no llorar con exceso la muerte de los allegados y no vengarse de los enemigos. Ahora tratará de otras ocasiones de ejercitarse en la paciencia: las tentaciones del diablo, los efectos de las propias culpas y las pruebas de Dios.
19. La ira de Dios no quiere sino el bien de sus criaturas. Su misericordia nos trata como padre y como médico: corrige y cura en esta vida aun con severidad para no tener que castigar en la otra eternamente.
20. Referencia al pasaje paulino de Efesios, IV, 26.
21. Véase Mateo, V, 32.
22. Esta frase es la prueba de que el presente tratado fue escrito por Tertuliano cuando todavía era católico, pues como montanista reprobó como ilícita la fuga (Conf. Ad uxor. III, 17 y De cor mil, 1, 18).
23. Apenas hoy podemos imaginarnos una cárcel romana con sus cuevas subterráneas, oscuras, sin ventilación, llenas de excrementos y de toda clase de basuras. Los presos eran retenidos ya con grillos encadenados a las paredes, o ya en cepos que los obligaban a estar tendidos en el suelo sin poderse mover. Algunas actas de los mártires se ocupan indirectamente de los horrores de tales cárceles, pues no suelen describir lo que suponían en conocimiento de todos. Véase también la nota 3 de "La Exhortación".
24. El segundo bautismo es el martirio.
25. Es decir, que el cuerpo de Job fue como un féretro para las insidias del demonio, que hallaron la muerte en la paciencia de su cuerpo.
26. En realidad fue llamado nuevamente padre, pues la Sagrada Escritura afirma que tuvo otros hijos (Job. XLII, 13). Aquí el autor se refiere a los primeros, muertos por el derrumbe de la casa (1, 19).
27. Referencia al siguiente texto: "Y díjole Yavé (a Elías): 'Sal afuera y ponte en el monte ante Yavé. Y he aquí que va a pasar Yavé". Y delante de él pasó un viento fuerte y poderoso que rompía los montes y quebraba las peñas; pero no estaba Yavé en el viento. Y vino tras el viento un terremoto. Vino tras el terremoto un fuego; pero no estaba Yavé en el fuego. Tras el fuego vino un ligero y blando susurro. Cuando lo oyó Elías, cubriéndose el rostro con su manto y saliendo, se puso en pie a la entrada de la caverna y oyó una voz que le dirigía estas palabras", etc. (1 Rey. XIX, 11, 13). Traducción de Nácar-Colunga, pág. 451. B. A. C., Madrid, 1949.
28. Hemos traducido la expresión "espíritu de Dios" por "gracia divina" por así deducirse del texto y exigirlo una mayor claridad.
29. Ambas cosas desgraciadamente muy corrientes en el mundo pagano; y no sólo se traficaba con la esposa sino también con los hijos y las hijas.
30 O sea que el afán avariento de poseer la dote, exponía a unos a tener que soportar las violencias de una esposa no amada: el deseo de heredar a los ricos que no tenían descendencia, humillaba a otros en la prestación de servicios torpes y vengonzosos (Véase entre otros: Cicerón en Paradoxa. Juvenal en la Sat. Xll y S. Jerónimo en la Epist. II ad Nepotianum). Y finalmente. los parásitos por gula y los clientes por protección y vanidad se sometian a los poderosos.

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