sábado, 24 de enero de 2015

Unidad y experiencia de Dios.

“Ese modo de hablar es intolerable”, comentaron algunos ante un discurso de Jesús (Jn 6,60). Parecida reacción frente a las exigencias de la unidad delataría una fe sin calor vital, sin experiencia interior ni conciencia de su vocación.

En nuestros países se da por descontado el ser cristiano, mas para algunos ese beneficio degenera en desventaja. Incorporado a una sociedad, el cristianismo se decolora. No debería diluirse, sino engranarse; pero, en sus piñones, los dientes no se ajustan siempre a los del mundo, y chirrían. Cuando la sociedad consigue limarlos, ha neutralizado a la Iglesia.

Por esta razón y por otras varias que no son del momento, hay cristianos que no se dan cuenta de para qué lo son. No propugnamos un heroísmo continuo o alucinado; san Pablo oraba por las autoridades para vivir cristianamente en paz (1 Tim 2,2). Pero la fe no es una herencia, es una decisión personal y una vocación precisa. En los tiempos apostólicos, el problema estaba en crear islotes cristianos en un océano de paganismo; en los nuestros, en rescatar cristianos de un mar de bautizados. El mensaje salvador está proclamado, falta restituirle el color desteñido.

La fe es la respuesta al encuentro con Cristo. No le basta un documento sellado por el párroco ni un catecismo aprendido en la escuela, pide una experiencia vital. Tampoco es indispensable ser derribado de un caballo ni abandonar las redes en el agua; pero de algún modo, brusco o paulatino, apacible o centelleante, el cristiano tiene que percibir con los ojos del alma la luz que permite conocer a Dios (Ef 1,18) y comprender en su interior el amor que Cristo le tiene (Ef 3,19). Esa experiencia puede ocasionar al contacto con otros o ser impacto de una irrupción solitaria; se manifestará unas veces de modo subitáneo, otras como una persuasión progresiva que va liberando por dentro y alumbrando aguas de alegría, tanto más copiosas cuanto más hondo llegue la fe.

La luz que permite conocer a Dios revela que es amor infinito; entonces cambia la visión del mundo, el paisaje se tiñe de esperanza. La alegría que bulle dentro se vierte fuera y la experiencia del perdón de Dios anhela perdonar a los hombres. Cuando se lee el sermón de la montaña hay que tener esto presente: antes de escucharlo hay que sentarse con Jesús en la hierba y mirar su rostro; sólo así se entienden sus palabras. Antes proponer una conducta, voceó una noticia: que el reino está cerca, que el Padre ama al hombre y lo perdona, y que su vida corre a raudales para buenos y malos, como la lluvia que él manda.

No es insensible el cristiano a los rasguños de la convivencia, ni siente continuamente el calor de su fe. Pero la paz y el recuerdo lo sostendrán en la hora difícil. Además, Dios y su alegría no se manifiestan sólo dentro; hace distinguir su rostro en la cara del hermano y su alegría en la mano que se estrecha. El cristiano teme perder algo si perdona; pero al darse a los demás de corazón advertirá sorprendido que le devuelven una medida generosa, colmada, remecida, rebosante (Lc 6,38). Todo es empezar.

“Donde hay caridad y amor allí está Dios”; por eso la Iglesia es el lugar de “Dios con nosotros”. El llama a un testimonio y a una tarea, pero no termina ahí su llamamiento, llama sobre todo al gozo de su presencia. Testimonio y tarea cesarán en el reino, para vivir en la fiesta de la ciudad; Dios está por el hombre para estar con el hombre. El ser de la Iglesia, que es la unión, es la alegría de los hijos de Dios a quienes el Espíritu enseña a decir “Padre”, el goce de la vida eterna que ya comienza, gracias a Jesucristo.

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