viernes, 23 de enero de 2015

Visión cristiana.

Según el Nuevo Testamento, por el contrario, Dios no necesitaba reconciliarse, pues siempre había amado al hombre; era el hombre quien precisaba desembarazarse de su pecado y hacerse capaz de relación con Dios. Pero, reducido a la impotencia por su propio pecado, se debatía en una maraña sin remedio. Roto el puente con Dios, no había piedras en el mundo para rehacerlo.

Entonces Dios interviene por medio de Jesucristo. Intentaban las religiones aplacar a Dios, conseguir que depusiera su ira y se reconciliase con el hombre. Sucede exactamente lo contrario: ante la impotencia del hombre, Dios toma la iniciativa y reconcilia al hombre consigo; “todo eso es obra de Dios, que nos reconcilió consigo por medio de Cristo… Dios estaba en Cristo reconciliando el mundo consigo, cancelando la deuda de los delitos humanos” (2 Cor 5,18-19); “cuando éramos enemigos, la muerte de su Hijo nos reconcilió con Dios” (Rom 5,10).

La reconciliación presuponía liberar al hombre esclavizado. Con este fin envía Dios a su Hijo, Jesucristo, hombre como nosotros en todo, excepto en el pecado (Heb 4,15). Para abrir la puerta de la prisión hacia falta uno libre. El hombre, a las órdenes del pecado, no tenía libertad de opción. Jesucristo, exento de culpa, la tuvo. Él, representante de la raza entera, pudo tomar una decisión frente a Dios y a sus hermanos, y su opción fue de amor total, mostrado en la fidelidad a la misión que el Padre le había confiado. Llegó a la cima al enfrentarse con la muerte, consecuencia ineludible del conflicto entre la verdad y amor de Dios que él revelaba y la maldad del mundo que lo rechazó. En su aceptación de la muerte identificó Cristo su ser con la obediencia a Dios y curó en sí mismo la naturaleza humana, infectada de la rebeldía del pecado.

En Cristo vuelve el hombre a la salud, pasa de la esfera del mal a la del bien y cesa de estar bajo la “ira”; entra en la “gracia”, Dios lo mira con agrado.
El nuevo Adán empieza la humanidad nueva y la hace posible a los demás hombres. Él es el único, el Hijo, pero, al mismo tiempo, el primero de muchos hermanos, los que siguen sus huellas y le obedecen. Es el jefe de fila de los que muestran, con el servicio humilde y sacrificado, lo que es el amor de Dios al mundo que muere de su falta.

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